Fuente: Nuestro Tiempo, Número 91, Enero 1962, páginas 30 a 34.
1860: La Monarquía Social
“Encontrándome solamente con masas populares, pues la nobleza desaparece lentamente en virtud de la desvinculación, y perdida la influencia del clero por las inicuas leyes desamortizadoras, la empresa más honrosa para un príncipe es librar a las clases productoras y a los desheredados…”.
Estas palabras pertenecen al «Manifiesto de Maguncia», publicado cien años atrás: 1860. Masas populares, clases productoras. Es sólo en nuestros días cuando circula generalmente la acuñación «monarquía social». Acuñación regia, de Carlos VI.
Tiene una cualidad el pensamiento de los reyes carlistas, y es que no amarillea. Tan tontos no son los carlistas, para creer que todos esos Reyes han sido universalmente listos (algunos, por la gracia de Dios, sí) y dotados especialmente para las ideas políticas y la expresión literaria. Positivamente se sabe que fueron servidores suyos letrados quienes redactaron esos clarividentes e imperiosos Manifiestos que llevan, por encima de todo, el sello de la Casa legítima.
Que determinado escrito de Carlos VII fuera redactado por Aparisi y Guijarro, sólo quiere decir que Carlos VII tenía suficiente sentido de la dignidad real, como para preferir que su posición fuera expresada, en lugar de por él mismo, por la palabra política superior y al mismo tiempo más entrañablemente popular de su época. Y esto, a pesar de que Carlos VII tenía especiales condiciones para el pensamiento político, y en realidad los llamados pensadores de la Tradición, empezando por Vázquez de Mella, aprendieron de él. El mismo Aparisi tomó de él la inspiración. En 1868, teniendo Aparisi cuarenta años, va a encontrar a París al príncipe Carlos, que tiene veinte. Vuelve convertido. Su folleto «El Rey» –folleto de permanente actualidad, para publicarlo hoy bajo el título de «El Príncipe»– es, literalmente, el libro de otro hombre. Aparisi ha puesto en su obra ulterior estudio, trabajo, espíritu, algo que le pertenece, pero toda ella está rodeada de una luz profética y de una autoridad que es literalmente regia.
No sabemos quién fue el autor del Manifiesto de Maguncia; el dato sería interesante para la historia intelectual del carlismo, pero sabemos lo más importante ahora, quién es su autor político: Carlos VI (1818-1861), el rey más oscurecido de la dinastía. Y, sin embargo, esa declaración le convierte en uno de los centros radiantes de la historia europea del siglo XIX.
Es una idea vulgar y hostil la de que el carlismo, por ser siempre consciente del pasado –sobre todo, del pasado próximo– sea una cosa del pasado. Pero aunque idea vulgar la mantiene gente muy ilustre, y aunque idea hostil la sostienen nuestros mejores amigos. Menos vulgar y menos hostil es la idea de que al carlismo le gusta el pasado. Le gusta, ¿cómo no? Dígalo el éxito de los anticuarios. No [sólo] los tradicionalistas, los liberales tienen también su tradición, y hasta los comunistas son en cierto sentido tradicionales. Pero guste lo que guste y cualquiera que sea la antigüedad de los antepasados, lo que todo el mundo tiene que aceptar es el presente. Dejemos, pues, ya, esa pura inepcia, bien o mal intencionada, de adjudicar el carlismo al pasado. No vivió hacia el pasado en 1835, en 1845, en 1870, en 1936. No sólo en las fechas favorables; también en las contrarias. De su época es plenamente el carlismo entre 1875 y 1934, cuando, plegada la bandera, adoptó la forma, no la apariencia, la forma, de un partido político. Muy de su época es el carlismo, afiladísimamente de su época; de cada momento histórico. Esos momentos que a veces duran veinticinco años y a veces duran diez y ocho días (como los que siguieron al 14 de abril de 1931).
Pero ocurre que una posición sea justamente la de su momento y esto sólo se vea mucho tiempo después. Esto es lo que ocurre, hasta límites sorprendentes, con esa definición de la monarquía dada en 1860. En una época en que todavía cabían ilusiones, el carlismo no las tuvo. La ilusión, en este caso, hubiera sido la Sociedad estamental del Antiguo Régimen.
El antiguo régimen descansaba, como es sabido, sobre los tres estados, la Iglesia, la Nobleza y el Pueblo. Varían un poco las denominaciones, y también la estructura fina de ese esquema, válido en lo esencial. Los historiadores de la continuidad consideran que ese pasado histórico no carece de virtualidad presente. Pero sí es indudable que se trata de un pasado. Hoy se rechazaría como absurdo un intento de gobernar España sobre la base de Iglesia, Nobleza y Pueblo. Pero no es absurdo porque sí; sino por causas perfectamente históricas y determinadas. La revolución liberal las conoce; la revolución liberal las ha querido. La revolución liberal en el ajedrez de la historia, ha provocado esta situación. El realismo carlista consiste en no cerrar los ojos a esta situación, en aceptarla sin aprobarla. Lo mismo que el médico acepta la enfermedad, sin aplaudir.
Las Leyes desamortizadoras privaron a la Iglesia de una personalidad patrimonial que hoy se considera indispensable para la gestión de servicios públicos de menor envergadura personal, material y técnica que la Iglesia, como son la Previsión social o la Industrialización. La desamortización eclesiástica, más exactamente el Saqueo liberal de los Bienes de la Iglesia y de los Pobres (en cuanto a éstos afecta, la causa inmediata y sin remedio del problema social en el siglo XIX), no es un hecho fatal e irreversible. Cabe perfectamente la posición, política, de solicitar para la Iglesia una condición y una estructura semejantes a las que la eficacia de la administración temporal ha aconsejado en favor de esos Institutos que son la fórmula administrativa superior, para la ejecución de un Servicio. Pero esto no podía verse en 1860, como se ve en 1961. El hecho evidente para el carlismo de aquel momento era que la Iglesia, después de la Desamortización, no podía contar como cuerpo político independiente, y más aún, cuando la idea dominante en España, por virtud del Concordato de 1851, era la aceptación de sus consecuencias. Por cierto, la formal aceptación del mismo Concordato, por Carlos VII, en el Manifiesto de Morentín –destinada a tranquilizar también a los compradores de bienes nacionales– produjo el natural enfriamiento en las masas populares carlistas.
Más aguda es, si cabe, la humilde claridad con que el carlismo renuncia a la Nobleza, como cuerpo político independiente. La Nobleza no ha desaparecido, pero está desapareciendo lentamente en virtud de la Desvinculación.
Recientemente hemos estudiado la disolución de los Mayorazgos. El juicio que expresa el Manifiesto de 1860 viene a ser para nosotros como el dato terminal más elocuente de aquel proceso histórico. En la discusión política y económica sobre los Mayorazgos se había señalado, precisamente, el punto de si los Mayorazgos eran necesarios para la Nobleza. La visión más realista defendió que, ciertamente, eran necesarios. Tanto si esa visión era afecta como si era desafecta a la Nobleza. La prueba fuerte era que allí donde se había restaurado la Nobleza, como en el Imperio napoleónico, se habían restaurado también los mayorazgos. En 1820 (año de la Convención española), la revolución liberal había ejecutado el propósito ilustrado de 1780, procediendo a la disolución, en una de las más grandes y violentas usurpaciones de la historia.
El modo como lo que era patrimonio de la Familia Española –y por lo tanto, una forma de propiedad colectiva– se convirtió, por obra de unas palabras tan falsas como sonoras, en propiedad individual con derecho al despilfarro, es algo que, conocido jurídicamente, aguarda todavía la investigación social y económica adecuada. En fin, si el Parque del Retiro de Madrid se adjudicase en propiedad particular y parcelada a sus paseantes ocasionales de la mañana y de la tarde, no se haría nada más monstruoso que permitir a los titulares actuales de los Mayorazgos –que eran simplemente sus poseedores–, el vender la mitad de los bienes y gastarse su importe en lo que quisieran, y al hijo primogénito el hacer lo mismo con la otra mitad. Fue la conocida alianza entre la Plutocracia y la Revolución contra la Monarquía y la Sociedad, que, por virtud de los mayorazgos, era constitutivamente monárquica.
Es cierto que la enormidad legislativa de 1820 se intentó deshacer por la restauración absolutista de Fernando VII; pero ya sobre el error de que el derecho es un tejido que se puede hacer y deshacer mediante leyes; error que solamente en nuestra época la más aguda investigación histórico-jurídica ha puesto en claro. La maraña de intereses contrapuestos fue recubierta al fin por la ley de 1842, ley típica de los moderados que, bajo la apariencia de una solución armónica, consolidaba lo arruinado por la Revolución. Planteada al principio como una cuestión entre los primogénitos y los segundones de las mismas familias, en definitiva se resolvió a favor de los terceros, que eran los mismos que en caso del patrimonio de la Iglesia y de los Pobres: los compradores de esos bienes a bajo precio, que se apresuraban a elaborar un Código Civil, para la defensa del, para ellos, desde ahora, sagrado derecho de propiedad privada.
Era cierto que unas pocas familias poderosas podrían aún mantener la Nobleza, –cuando a la estirpe se añadía la riqueza, valor absoluto de la época–, pero como cuerpo social válido, en la amplia proporción tradicional, la Nobleza iba desapareciendo y desaparecería aún más. Con esta realidad social, económica y jurídica se enfrentó el Carlismo de 1860. Aparentemente, en España la revolución europea de 1848 no había tenido efecto. El nacimiento de un proletariado se sitúa por los historiadores algo más adelante, y todos se inclinan a pensar que todavía por algunas décadas dominó en España la clase burguesa. Pues bien, es en esa fecha, cuando Carlos VI (un rey de los que «efectivamente han gobernado España, más que quienes se han ido pasando las riendas del poder») reconoce que la monarquía está sola y ante el Pueblo. Pueblo y Monarquía, como en los tiempos alboreales. Rey y masas populares, raíz de la monarquía. Y que la misión moderna de los Reyes es precisamente
«…librar a las clases productoras y a los desheredados de esa tiranía con que las oprimen los que invocando la libertad gobiernan la nación».
La orientación social –y digamos más exactamente, sindical– de la monarquía carlista no es en modo alguno, una postura ocasional y táctica, es una consciente y antigua determinación en el mismo giro histórico de la situación social presente. Gustaría saber si hay otro planteamiento político –fuera del marxismo– que pueda tan clara y netamente arrancar de una fecha como la de 1860. Todo lo demás de aquel entonces y de mucho después está muerto: liberales, moderados, progresistas, conservadores… todo, excepto el Marxismo que entonces se articulaba. Y el Carlismo. Y aún hay quien lo confunde con una desvaída estampa romántica.
RAFAEL GIBERT
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