Dejo a continuación el texto doctrinal de López-Amo al que antes me refería en el mensaje anterior que ahonda racionalmente en el problema fundamental de la Revolución y su única y genuina solución.
Ángel López-Amo deja traslucir incidentalmente en uno de los últimos párrafos del texto algunas frases ambiguas, que he pasado a aclarar con comentarios míos entre corchetes. Su ambigüedad radica en que el autor, a pesar de ser tradicionalista teórico, sin embargo, incoherentemente, estaba posicionado, desde el punto de vista de la política práctica, con los miembros de la dinastía usurpadora-revolucionaria-liberal. Así que, salvo ese pequeño inciso sin importancia, recomiendo la lectura del texto, que aclara las claves para entender estos últimos 180 años de paréntesis revolucionario español (y que Dios quiera que cerremos pronto es paréntesis, ese accidente de la multisecular Historia de la Monarquía Católica Española, restaurando en el Trono al actual poseedor de la Legitimidad político-monárquica española).
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Fuente: “El poder político y la libertad (La Monarquía de la Reforma Social)”. Ángel López-Amo. Ed. Rialp, 1987, Madrid. Páginas 327-347.
VIII. De la sociedad individualista a la sociedad orgánica
Paucitas nobilitas (Germania, 40) [Tácito]
1. DERECHOS Y SERVICIOS
Decíamos al hablar de la libertad que es necesaria una limitación interior para que pueda el hombre gozar de la libertad exterior que apetece.
El sentido de su propia limitación es tan esencial al hombre, que cuando éste lo pierde o lo combate se desnaturaliza. Cuando, por el contrario, lo siente y lo cultiva, el hombre se engrandece porque está en el plano de su genuina autenticidad. El hombre siente ante todo su limitación personal en la vida religiosa. La fe religiosa desarrolla su esperanza desde la limitación presente hasta la plenitud eterna, y da a su entendimiento limitado la plena verdad de la revelación.
El hombre siente su limitación personal en la misma vida privada y satisface su afán de perfección y de perpetuidad en la familia. El hombre es miembro y continuador de una familia, de la que recibe lo mejor de su personalidad, y es miembro y fundador de otra familia, a la que da también lo mejor de su personalidad, porque está tan ligado a su posterioridad como a su ascendencia. Por la formación que le da y la proyección que le presta, la familia perfecciona, en el espacio y en el tiempo, la limitación de su ser.
El hombre siente, por último, su limitación en la vida social y en ella encuentra de nuevo su plenitud temporal al integrarse en una comunidad de vida y de trabajo que produce y le proporciona valores materiales y valores de cultura y que le integra en una comunidad superior donde desarrolla todo su destino humano temporal y lo proyecta al futuro (1).
Así como en la vida religiosa el hombre se sabe criatura dependiente de Dios, en la vida familiar y social sabe parte integrante de un todo. Los grupos sociales existen para el hombre, mas no para un individuo, sino para todos, y por eso cada uno está vinculado a los demás en las comunidades de que forma parte. El sentido del deber es en ellas, para el individuo, anterior al sentido del derecho. No está la familia para la utilidad de los padres, ni el dominio para la satisfacción del dueño, ni la industria para el enriquecimiento del empresario, ni la nación para las ambiciones de los gobernantes; pero tampoco están para el egoísmo de los hijos, de los trabajadores o de los ciudadanos. Como todas las comunidades están articuladas unas en otras, cada una de ellas encuentra en la superior el complemento de su propia imperfección, y por encima de todas, el Estado mantiene para ellas y para los individuos de todas ellas el orden de la justicia y de la máxima perfección social.
La revolución filosófica y política arrancó del hombre el sentido de su limitación esencial, desligó su entendimiento de la revelación y liberó al individuo de los grupos sociales. De la misma raíz surgieron en lo filosófico el racionalismo, en lo político el liberalismo y en lo social el socialismo. La primacía absoluta del entendimiento (que no deja de ser limitado por eso) conduce en la ciencia a la ilusión, de la que naturalmente no quedó exenta la ciencia política. La primacía absoluta del individuo condujo a la disolución del orden social, y con ella al hundimiento del individuo en la masa, y a la tiranía.
Una concepción individualista teme por los derechos del individuo solamente frente a los grupos sociales inferiores, no frente al Estado, porque ve en éste el supremo orden jurídico individual. Convierte al individuo en centro de todo, en la medida universal de valor, y le desliga de aquello que más próximamente le ata, para dejarlo solo, sin trabas que limiten su libre desenvolvimiento individual, en una sola y amplísima comunidad política, el Estado, de la que son los individuos los fundadores y el soporte en todo momento.
Al convertirse el individuo en el centro de todo, se subvierte el orden natural de los deberes y de los derechos. El derecho a la felicidad personal es la base de la familia y destruye a la familia, que exige siempre el sacrificio personal. El individualismo en la familia suprime los hijos, disuelve el matrimonio o rompe por lo menos la comunidad familiar. El derecho a la riqueza y al placer es la base de la vida social y destruye la comunidad del trabajo, donde ya no habrá convivencia plena en la producción, sino coincidencia accidental de intereses, cuya balanza se inclinará del lado del más fuerte. El individualismo en la empresa económica rompe una comunidad de vida: en la producción buscan empresarios y trabajadores, cada uno por su lado, una utilidad material para vivir fuera de ella. El derecho al poder es la base de la vida política y destruye al Estado haciéndolo objeto de la lucha social y de la dominación de clase. El individualismo en política conduce a la democracia, a la anarquía, al socialismo o a la dictadura. Pues el socialismo responde al deseo (legítimo después de todo) de extender a los desposeídos el derecho a la felicidad, al placer y al mando que el liberalismo limitaba a los poseedores.
Una sociedad religiosa, una sociedad orgánica crea una cultura. Una sociedad intelectual, una sociedad individualista, crea tan sólo una técnica. La palabra civilización significaba en el siglo XVIII tanto como secularización: reducir a la esfera de la vida civil lo que pertenecía hasta entonces a la vida espiritual o a la eclesiástica…
* * *
La civilización individualista tiene un marcado sello burgués. “El portador originario del liberalismo es el hombre ilustrado de la ciudad, formado por ideas del humanismo. Representa el dinero frente a la propiedad fundiaria, la libertad frente a la vinculación, la religión de este mundo frente a la del más allá, el Estado utilitario frente a la ordenación divina” (2).
La concepción orgánica de la sociedad está dominada por rasgos inconfundiblemente aristocráticos: la idea de servicio, de vinculación a la comunidad, la fidelidad, el honor. Al romper el burgués los moldes de la sociedad jerárquica, no sustituyó al noble (conforme a las nuevas condiciones de la vida económica y social) en su puesto de mando y de servicio. Trató de imitarle tan sólo en el papel de usuario del placer y de la elegancia, al que había sido relegado el aristócrata por la propia concepción burguesa del Estado. El aristócrata había producido un estilo de vida auténtico, puesto que correspondía a una función social. Cuando se separó su vida de su función, ese estilo de vida tenía al menos la autenticidad del recuerdo. El noble holgazán era todavía valiente y generoso, educado y compasivo, buscaba el placer, pero no rehuía el dolor; cuando vino la revolución no quiso matar y supo morir. El burgués no pudo crear su propio estilo de vida porque tampoco supo cumplir su propia función social, desvinculado desde el primer momento de todos los grupos sociales para dar a su yo la máxima ilustración, el máximo bienestar, el mayor poder.
Quizá su renta no procedía del privilegio, sino del trabajo; pero con su trabajo no servía a la sociedad, se servía a sí mismo. El noble propietario era para las gentes de su dependencia tan señor como protector, gobernante, tutor y jefe de familia. El burgués es tan sólo jefe de empresa: no convive, no tutela, no compadece. En la explotación económica imita a su congénere el administrador del gran señor ausente. Su móvil es la ganancia. En su vida social, pública y privada, que se desarrolla lejos de su otra vida, la de trabajo, imita al gran señor que había desertado de su puesto de servicio. Pero le imita mal. Molière, que era burgués, dejó en su Bourgeois gentilhomme un monumento acabado de esta imitación desgraciada.
En una sociedad orgánica, el ideal aristocrático del deber, la vinculación y el servicio trascendía a las corporaciones profesionales de la ciudad y a las familias y colectividades del campo. En una sociedad individualista todos quedaron liberados de esas ataduras, y es el ideal burgués de la ganancia y el goce el que domina a todos los individuos. También el trabajador ha sido arrancado de su puesto. Si no gana bastante, vivirá como un miserable, y si gana bastante, vivirá como un pequeño burgués, con el mismo divorcio entre su vida y su trabajo, con el mismo afán de goces y la misma ausencia de servicios.
Los hombres de todas las clases viven separados por la distancia, la indiferencia o el odio, en las auténticas tareas de comunidad. Pero se encuentran luego juntos, mezclados, formando parte de la misma masa, en las manifestaciones más inauténticas de su vida de imitación, desde los locales públicos de esparcimiento hasta los colegios electorales; pues desde lo más trivial, como es la diversión, hasta lo más noble, como es el gobierno, todo ha salido fuera de esas esferas naturales en que los hombres se conocen y se aman.
La concepción individualista, que destruye las comunidades, destruye también las tradiciones. El hombre debe ser liberado de las trabas sociales e igualmente de las tradiciones que suponen una cierta continuidad en el tiempo de una generación a otra. Las tradiciones familiares, profesionales y locales completan la imperfección del individuo, pues le dan un punto de salida y le aseguran una continuación a su llegada. El hombre que no continúa algo que ha recibido, sino que empieza por sí mismo, se desenvuelve con más libertad, pero con menos eficacia social. La tradición, especialmente la familiar, vincula al hombre a las tareas sociales y le da ante ellas un sentido de responsabilidad. Pero no interesa eso. Interesa siempre el individuo aislado, su mayor libertad de gustos o de instintos. Hoy la familia no educa. La educación se lleva a cabo también en establecimientos públicos, oficiales o privados, donde los hijos de gentes de todas las clases, formando pequeñas masas que corresponden a las grandes masas de sus progenitores, sin más diferenciación que la del dinero, son instruidos en serie por maestros formados en serie, con libros escritos en serie, en una formación que ha de despreciar por fuerza cuanto haya de peculiar, de personal y (¡oh paradoja!) de individual en los sujetos pasivos de la educación. Y si en la generación de los padres, los hombres que debieran colaborar desde distintos puestos de una comunidad en la misma empresa son totalmente extraños entre sí, más lo serán en la generación de los hijos, pues éstos ni siquiera estarán ya en aquella comunidad, en aquella empresa en que laboraban sus padres. Y si vuelven a ella, vuelven como extraños. La formación en masa rebaja al nivel del inferior, y la mezcla de gentes de todas procedencias tampoco es una auténtica convivencia social; es una proximidad transitoria cuyo fin natural es la dispersión centrífuga. El hijo del marqués, el hijo del fabricante y el hijo del obrero que han asistido juntos a las mismas aulas no volverán ni a sus fincas, ni a su fábrica, ni a su taller (el último, con más razón que los primeros). Buscarán el empleo mejor remunerado al que puedan darle acceso su título académico y sus influencias, y en él desenvolverán una existencia egoísta. Probablemente serán funcionarios de un escalafón sin ver en la función nada más que las posibles ganancias y la seguridad de un cierto nivel de vida.
El Estado, que arrebató a la sociedad sus funciones, las va poniendo, en forma de cargos y empleos, al servicio de los individuos de la sociedad. En la atribución de los puestos prevalece el interés individual sobre el social. Se atribuye el cargo (teóricamente, por supuesto) a quien “lo merece”, como si el puesto de dirección fuera una recompensa o un premio. Y es que en realidad lo es. La idea del “mérito” personal que da “derecho” a una determinada función social, en la que se encuentra una utilidad particular, constituye una de las más grandes subversiones introducidas en las concepciones sociales por el estilo burgués.
* * *
La sociedad, en sus grupos pequeños, en los que tienen más íntima cohesión (paucitas nobilitat: es el pequeño número el que ennoblece), daba a sus individuos una formación, una disposición previa, mediante la educación y la tradición familiares, que los colocaban por encima de los posibles fallos de su subjetividad, en aquel nivel superior que exigen las comunidades sociales a las que se va a servir. El Estado, mediante un tipo de selección individualista, suprime esas disposiciones espirituales y las sustituye por una simple preparación técnica y una prueba mecánica o una designación arbitraria.
El criterio individualista dominó toda la transformación social. La “liberación” de las clases inferiores se anuncia y se proclama desde el punto de vista de los “derechos” del hombre. Todos los individuos tienen el mismo derecho a participar en el gigantesco concurso nacional del que sale la provisión de los cargos y de las sinecuras, en una mezcla abigarrada que desarraiga y trasplanta a todo el mundo para dar “a cada uno lo suyo”, según una justicia distributiva que atiende por igual a los deseos del egoísmo y a las pretensiones de la petulancia individual.
En el orden social y político, ya hemos visto más arriba cuáles eran las consecuencias del individualismo: la dominación social y el absolutismo político. Se temía la coacción que ejercían sobre el individuo la familia, la corporación y la clase y no se temía, en cambio, la del Estado. Al suprimir aquélla, hubo que aumentar la de éste, que es bastante más intolerable y que no tiene límites. Pero podría pensarse siquiera que en la esfera individual el hombre ha ganado, aunque sea a costa de la sociedad, y que tiene mayores posibilidades de desenvolvimiento personal. Y no es cierto. El individuo se rebaja.
La familia, la corporación y la clase limitan la libertad del individuo, es cierto, pero también protegen esa libertad. Lo mismo que en el juego de los poderes políticos, ocurre esto en la formación individual. Aquellos grupos sociales vinculan al individuo y le dan una formación; en cierto modo, se produce dentro de ellos una nivelación que coarta el desenvolvimiento libre. Peros esos grupos constituyen tanto un factor de nivelación como de diferenciación. Si por un lado dan a la individualidad una formación de grupo o de cuerpo, por otro lado constituyen un círculo protector que le permite desenvolverse conforme a su propia peculiaridad. Pues no ha de olvidarse que el individuo está mucho más desamparado cuando se encuentra formando parte de una masa que cuando vive en una célula social de la que es elemento integrante.
En una comunidad muy grande, en que todos son iguales, ha de predominar por fuerza lo que es común a todos, lo que es propio hasta de los más inferiores. En este sentido, “lo más general humano” es lo más bajo del hombre. “Lo que es común a muchos ha de ser asequible al espíritu más bajo y primitivo de entre ellos” (3). Los impulsos y las representaciones más elementales son el denominador común de todas las personalidades. De ahí que las masas sólo se muevan por ideas simplicísimas.
Si el individuo necesita aislarse para desarrollar su genuina personalidad, lo que le aísla precisamente de la masa es la pertenencia a un grupo reducido de personas que tiene, como tal grupo, su personalidad propia de la que el individuo participa. La formación y la cultura que se dan en serie a grandes grupos de hombres están condicionadas por el nivel inferior. La que da la familia puede tener en cuenta todas las especialidades del individuo. Y si se da algún nivel cuando el grupo familiar tiene una personalidad muy acusada, es un nivel superior que mejora al individuo más que le constriñe. Frente a esa “nivelación”, la libertad individualista es la libertad de la arbitrariedad, la anormalidad y el capricho. Una aristocracia nivela hacia arriba, una democracia nivela hacia abajo. En definitiva, lo que eleva a un tiempo mismo al individuo y a la sociedad no es la demolición, sino el reconocimiento de las comunidades naturales.
El Estado democrático las ha demolido, y prosigue incesantemente su tarea de demolición. Las concepciones individualistas y burguesas se han infiltrado en todos los partidos y en todos los Estados. Y se vuelven, en primer lugar, contra los mismos que las introdujeron.
Para que el Estado ataque, decía Jouvenel, no es necesario que encuentre hostilidad: con una inconsciencia animal derriba lo que le es obstáculo y devora lo que le es alimento. Lo mismo que en otros tiempos aniquiló a la aristocracia gentilicia, que le preexistía, o a la nobleza feudal, que era su hermana gemela, el Estado moderno persigue a su propia criatura, la aristocracia capitalista, con una voracidad saturniana. El final será éste: “Es la destrucción de toda autoridad en provecho de la única autoridad estatal. Es la plena libertad de cada uno con respecto a todas las autoridades familiares y sociales, pagada con una sumisión completa al Estado. Es la perfecta igualdad de todos los ciudadanos entre sí, al precio de su igual aniquilamiento ante la potencia estatal, su dueño absoluto. Es la desaparición de toda fuerza que no venga del Estado, la negación de toda superioridad que no esté consagrada por el Estado. Es, en una palabra, la atomización social, la ruptura de todos los lazos particulares entre los hombres, que ya no están unidos más que por su común esclavitud frente al Estado. Es, a la vez, y por una convergencia fatal, el extremo del individualismo y el extremo del socialismo” (4).
El día en que se termine este proceso, habrán triunfado por fin los dos grandes motores del estilo burgués: la envidia y el egoísmo. Libérrimo el individuo, la superioridad social vendrá determinada por la posesión de los resortes del gobierno. El ejercicio del mando, en cualquiera de las escalas de la administración, será el único privilegio reconocido y existente, al que aspirarán todos: los unos, por inteligentes; los otros por necios: los unos, por ricos, los otros, por pobres. La función se habrá convertido por fin en una renta a distribuir al funcionario. Y un individuo suelto, cuya función empieza y acaba con su propia persona, que ha roto todos los vínculos naturales que le ligan con los demás hombres, salvo el de una cierta solidaridad de intereses materiales, es un funcionario peligroso.
La superioridad de los tales consiste pura y simplemente en la “hábil explotación de una posición privilegiada dentro del Estado”. También ellos llegan a ser los dueños de la riqueza, pero de distinta manera que los privilegiados anteriores. El noble la heredaba, el capitalista la conquistaba con su trabajo. La forma de enriquecerse del funcionario tiene otro nombre: el fraude y la corrupción.
El Estado absoluto no puede llegar a otra meta. No fía de las jerarquías sociales, y confía la tutela de la sociedad a sus empleados. Como si éstos fueran hombres de otra clase y no tuvieran los mismos móviles y los mismos intereses, agravados por estas circunstancias: que disponen de lo que no es suyo, que gobiernan a hombres con los que no conviven, que no se deben a la sociedad, sino a la facción que señorea al Estado, que han conquistado su posición por sus méritos (?) y encuentran en ella su recompensa. Son los nuevos señores, más ausentes, más alejados, más extraños que nunca.
2. LA MONARQUÍA DE LA REFORMA SOCIAL
Ni la sociedad por sí misma, ni el Estado por sí mismo pueden resolver la crisis. La sociedad está tan atomizada, están tan dispersos sus elementos, que ahora es verdaderamente cuando podría darse el supuesto de un contrato social, si quedara todavía un filósofo inteligente para proponerlo. Pero lejos de eso, la posibilidad de un libre convenio de voluntades individuales lo mismo puede llevar al acuerdo que a la no avenencia. En la disolución de la sociedad y en su artificiosa reconstrucción jurídica por el Estado absoluto está el origen de todos los separatismos.
El Estado tampoco puede, porque la reorganización de la sociedad es una tarea eminentemente social. El crecimiento orgánico ha de producirse de modo natural, y con libertad, dentro de la sociedad misma, y dentro de ella deben formarse los jefes que arrastren y eduquen a los demás. Para que los individuos vuelvan a sentirse vinculados a los grupos, con una misión y una responsabilidad dentro de ellos, es preciso que esos grupos existan y tengan vida autónoma. Mas para que puedan tenerla y no caigan y no caigan al servicio de intereses bastardos, de sus componentes o de sus iguales o superiores, necesitan una autoridad por encima de todos, independiente de todos. Esa autoridad es el Estado; ahí está el papel del Estado en la reconstrucción social, como lo estuvo en la formación y en la evolución normal de la sociedad: en gobernar a la sociedad sin destruirla, en permitirle que sea libre, pero que sea libre ella con su libertad propia, hecha posible por la existencia del Estado, pero no delegada ni arbitrariamente atribuida por el Estado.
Es decir, el Estado, para servir a la sociedad, para ser forma que contenga y mantenga la vida social, ha de separarse de la sociedad y recobrar su soberana independencia, renunciando a las dos formas de confundirse con ella: la de constituirse a sí mismo conforme a la voluntad popular, y la de constituir a la sociedad conforme a su voluntad dictatorial.
Si el Estado quiere tener una base social, “tiene que desprenderse primero de su omnipotencia, separar círculos de funciones, para hacer posible una vida social autónoma, genuina”. Jung, que seguramente fue demasiado lejos en su desdén por la cuestión de la forma del Estado, reconoce que tampoco es propio del pensamiento orgánico dejar a las partes la formación de un Todo. Las partes mismas necesitan ser alimentadas por el todo, y por él ajustadas y llevadas a armonía, si han de llenar su tarea. La polaridad de lo orgánico exige una acción recíproca de abajo y de arriba, que es al mismo tiempo de tensión y concentración (5). Debe haber zonas del Derecho rodeadas de tales vallas protectoras que ni la arbitrariedad del Estado pueda osar remontarlas. Por el contrario, el Estado tiene la alta misión de cuidar que esos derechos no sean amenazados o destruidos por fuerzas superiores. El Estado garantiza los derechos de los grupos sociales, y es, por tanto, el enemigo de todo absolutismo, de cualquier parte que venga (6).
Bien fácilmente se comprende que la autoridad que necesita el Estado para cumplir esa alta misión es mucho más plena, vigorosa y auténtica que la autoridad con que en la edad democrática pretende cumplir todas las funciones sociales. Esta segunda autoridad es la fuerza de la revolución o de la dictadura, fuerza llena de debilidad y de miedo.
El totalitarismo de Estado no es consecuencia del principio de autoridad, sino de la falta de autoridad de la democracia. Es tan sólo una tentación de los gobiernos autoritarios el seguir en esa dirección, pero se equivocan. No pierden nada de su autoridad, antes la fortalecen, si permiten la vida social orgánica.
Libertad y autoridad no sólo no constituyen una contradicción de difícil salida, sino que están tan recíprocamente condicionadas, que no pueden existir la una sin la otra, ambas entendidas según la verdadera naturaleza de la sociedad y del Estado. De la misma manera que es un error funesto creer que se aumenta la autoridad extendiéndola hasta el absolutismo, no lo es menos el pensar que se fomentan las libertades desviándolas por el sendero de los derechos individuales, únicos que tiene todavía en la cabeza el hombre moderno cuando piensa en la libertad: libertad de expresión, libertad de prensa, libertad de sufragio, libertad de cultos. Estas libertades son la libertad de la destrucción y del rebajamiento.
El Estado no puede continuar siendo una abstracción muerta sobre una sociedad muerta, víctimas de las fieras que lo apresaron o de los gusanos que lo descompusieron. El Estado debe encontrar de nuevo una encarnación personal, porque sólo en la persona está la vida, y en la vida, la independencia; porque, vinculado el poder en la persona, y a lo largo del tiempo en la familia, puede seguir siendo independiente de la sociedad sin dejar de estar unido a ella por el más noble, el más personal y el más social de todos los vínculos, el de servicio.
Esta es la esencia de la Monarquía, y ahí se encuentra, todavía, su porvenir, si hubiera pueblos y príncipes capaces de entenderla. La erección de un poder personal y hereditario es, en su realización histórica, y en su significación sociológica, la mejor expresión de la relación entre Estado y sociedad, porque de esa forma lo más alto del Estado queda fuera de la lucha de la sociedad y de la victoria de una clase.
Por eso en la época de la concepción republicana del Estado, en la de las revoluciones sociales, en la época de Marx, podía afirmar atrevidamente Lorenz von Stein: “No hay duda posible: la representación del Estado independiente y de la vida que le es propia no puede ser otra más que la monarquía. La monarquía no es simplemente una posible salida o solución del deslizamiento del Estado a la sociedad: es una grandiosa necesidad para la vida y la libertad de los pueblos” (7). Más aún: “La monarquía es la única parte del Estado que tiene por sí misma el derecho de su existencia. La monarquía no es un artículo de la Constitución, un mandatario del pueblo, una institución; es más bien el supuesto inmediato e incondicionado de toda Constitución, de toda forma de Derecho público” (8).
Esta es la esencia de la monarquía, su función social. Por eso cuando la sociedad conquistó el Estado y le quitó su independencia [aquí López-Amo, un tanto sofísticamente, trata de justificar a los antirreyes de la rama usurpadora, ignorando el hecho fundamental de que si los revolucionarios -que, por cierto, al principio, por lo menos, eran una minoría social- conquistaron el Estado fue porque previamente dichos antirreyes, para poder reinar, pactaron con los revolucionarios el compartimento del poder político], la monarquía fue cayendo abajo en todas partes [la antimonarquía usurpadora colaboradora de los revolucionarios sí, pero no la verdadera y auténtica Monarquía representada por los Reyes Legítimos, más popularmente conocidos como “carlistas”]. O era simple adorno, o era un verdadero obstáculo [perfecta descripción de los antirreyes usurpadores constitucionales, pero no de los auténticos Reyes Legítimos españoles en el exilio].
La caída de las monarquías ha dado una doble lección: que cuando el poder político pierde su independencia, la sociedad se disuelve, y cuando el poder político pierde su independencia, pierde él mismo su razón de ser [perfecta descripción de la antimonarquía constitucional revolucionaria representada por los usurpadores, así como de los regímenes paralelos de la república y de la dictadura]. Es lo que expresó Stein con aquella frase enérgica que resume toda su doctrina social del Estado: “No hay más reforma social posible que la que haga la monarquía, ni hay más monarquía posible que la monarquía de la reforma social”.
(1) Cfr. R. CALVO SERER, Teoría de la Restauración, Madrid, 1952, págs. 53 y sigs.
(2) EDGAR J. JUNG, Die Herrschaft der Minderwertigen. Ihr Zerfall und ihre Ablösung durch ein neues Reich, 3ª. ed., Berlin, 1930, pág. 230.
(3) GEORGE SIMMEL, Soziologie. Untersuchungen über die Formen der Vergellschaftung, 2ª. ed. Munich y Leipzig, 1922, pág. 531.
(4) O. y loc. c.
(5) Die Herrschaft, págs. 280 y 286
(6) Íbidem, pág. 158
(7) Das Königtum, pág. 20
(8) O. c., pág. 57
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