Fuente: Ecclesia, 17 de Abril de 1954, páginas 13 – 14.
La casa de los diezmos
Por Narciso Tibau
Las ciudades viejas, y todas las españolas lo son, tienen el inconveniente de no poderlas tocar sin arrancarles algo vital. Tanto como nos place el ruido de la piqueta que derriba muros en peligro, ensancha calles e higieniza barrios enteros, nos duele que por su culpa desaparezcan para siempre nomenclaturas típicas, que, desde aquel momento, se incorporan al triste vegetar de los archivos históricos, pasando –doloroso privilegio de los viejos– al reducido dominio de los que disfrutan desenterrando muertos. Y cuando la historia es eclesiástica, nos duele tanto más cuanto es insignificante el número de sus cultivadores.
Mostrándome un día un párroco una casa amenazada de demolición, me decía: «Ésta fue la casa de los diezmos». En otra ocasión me señaló el lugar que ocupaba la de «la limosna». Últimamente se me ha hablado de otra, llamada «de tercia», dedicada a guardar los vinos y de más caldos procedentes de los diezmos. (La primera estaba destinada más propiamente a los cereales y demás granos).
Nos consuela pensar que, dentro de algunos siglos, nuestros sucesores dirán: «Ésta fue la casa de la Acción Católica; ésta, la de las Hermandades», etc. Pero con todo y esto, ¡qué lástima que desaparezcan las casas de los diezmos! En realidad, parece que no van a tener en el futuro nada que las sustituya, ya que aquella manera de contribuir los fieles al sostenimiento del Obispo, Cabildo, Párroco, Templo y Culto, con los frutos directos de sus campos y de su trabajo natural, no se armonizará jamás con la organización moderna de la vida. Y, sin embargo, repito, ¡qué lástima!
Con los diezmos se alimentaban de unos mismos frutos los fieles, los ministros sagrados, y, lo que es más hermoso todavía, se abastecía la misma mesa del Señor. Todos consumían un mismo pan, y con idéntico aceite se iluminaban los tres hogares. Nunca se logrará entre ellos más íntima comunidad.
En el primer catecismo de nuestra infancia aprendimos el quinto precepto de la Iglesia, redactado todavía así: «Pagar diezmo y primicias según uso y costumbre». Posteriormente se modificó en el sentido de generalizar el precepto «atendiendo a las necesidades de la Iglesia según uso y costumbres». Últimamente se concretó otra vez de esta manera: «Contribuir al sostenimiento de Culto y Clero según uso y costumbres».
Pocos son hoy los seglares que sepan algo de cómo cumplían nuestros antepasados con esta grave obligación. ¿Pecaríamos de exageración si dijéramos que son muchos los que ignoran que ésta también pesa sobre ellos, al menos en cuanto a la preocupación de cómo se satisface en nuestra Patria? Las dolorosas circunstancias que originó la República pusieron nuevamente sobre el tapete esta cuestión, con resultados muy diversos en Parroquias y Diócesis. Al revivir la normalidad de relaciones entre la Iglesia y el Estado se terminó, en la mayor parte de aquéllas, con discusiones, diálogos y suscripciones que, a pesar de todo, no habían dejado de dar su fruto. El aumento enorme que ha sufrido el coste de la vida ha obligado de nuevo a autorizadas voces a levantarse apelando a la conciencia de nuestros fieles, tan dormida y mal formada en este aspecto. El decoro del culto y el sostenimiento digno de los sacerdotes es punto de vital importancia para la dignidad y eficacia del apostolado de la Iglesia.
En un libro de principios del siglo XVI, que quiere ser un tratado de administración de diezmos, se da, en el prólogo, una casi completa enumeración de las razones del precepto, así como una curiosa relación de las personas e instituciones que participaban de los diezmos recogidos. Dice así:
«Precepto de la Iglesia es que todos paguen décimas de sus frutos, lo cual reservó Dios en reconocimiento de su dominio desde la ley natural por la promesa de Jacob, y por precepto judicial en la ley escrita, y con mayor razón por el mandamiento eclesiástico en la evangélica, donde los fieles se hallan mucho más favorecidos y beneficiados.
Es también ley moral y natural por estar dedicadas las décimas al sustento de los sacerdotes, y especialmente los Obispos y Curas de almas, cuyo dispensador es el Sumo Pontífice, Vicario de Jesucristo, verdadero esposo de la Iglesia, de quien los diezmos son el dote y patrimonio».
Le faltará a este prólogo, según algunos, mayor concreción en los conceptos; le sobrarán, según otros, tantas alusiones a la ley natural; y quizás se echará de menos la razón estricta de justicia que obliga a los fieles a mantener a quienes trabajan por ellos en el negocio de más trascendencia, que es su salvación eterna; pero nadie le negará la verdad de su raciocinio y la fuerza emotiva de su exposición sencilla. No en balde, se dirigía a una comunidad ilustrada y convencida de lo que creía.
La partición de los diezmos es también aleccionadora. Si de momento sorprende, se adivina en seguida que responde exactamente a la organización interna de nuestra Iglesia. Incluso, por poco que se medite, la parte correspondiente al Rey tiene perfecta explicación:
«Su Majestad, a quien están concedidos dos novenos para el fin de la defensa de la Iglesia; la Mesa Episcopal y la Capitular del Cabildo eclesiástico, cuya parte se llama Préstamo; la Fábrica de la Iglesia de cada diezmería; el Arcediano en los lugares de su Distrito; los beneficiados y Curas de las Parroquias; y otras partes que se llaman prestameras y se proveen a congrua de otros eclesiásticos».
El cuerpo del libro, que, como hemos dicho, quiere ser un tratado de administración de diezmos, nos traslada a un mundo de relaciones entre la Iglesia y sus fieles difícil de comprender, tanto como hermoso para soñarlo para hoy, a pesar de todos los inconvenientes y fallos que se le quieran señalar. No fue seguramente el menor de éstos el excesivo volumen de las operaciones a realizar, y la impunidad externa en que quedaban los Ananías y Zafiras, a los que la Iglesia se contentaba con predicarles sus deberes. Se tuvo que ir forzosamente a una organización burocrática que, aun dejando a la Iglesia su máxima participación posible, relegaba en manos de seglares la recolección directa de los frutos, con lo que se quitaba a los diezmos aquel sabor primero que tuvieron cuando de las manos de los fieles pasaban sin intermediario ninguno a las de la Iglesia.
Pero tanto vale: siempre quedó la vinculación de la tierra que se labraba, de las bestias que pacían, y de las labores que en casa se realizaban, al sostenimiento del sacerdote y al esplendor del culto; vinculación que unía a Iglesia y a fieles, en años buenos y malos, a estrecheces derivadas de malas cosechas y a la alegría de los campos cargados de bendiciones materiales de Dios. Y aun, cuando menos en las Parroquias pequeñas, debió persistir hasta el último momento la evangélica entrega directa de que hablábamos antes, de lo cual existen todavía reliquias en algunas de nuestras Parroquias agrícolas más cristianas.
Si al pago de los diezmos unimos, tal como lo aprendimos en nuestro primer catecismo, el de las primicias, ¡qué aromas de campo en primavera se desprenden de las prácticas de vida cristiana de nuestros antepasados!
Diezmos y primicias: contribución medida y pesada, de una parte, como cumplimiento de un deber de justicia; y de otra, la selección de lo primero para que, antes de probarlo los hombres, se regale en ello el Señor en la persona de sus ministros. Si los diezmos aportan a la Iglesia la seguridad de su sustento, las primicias lo llenan todo de un aire primaveral que encanta, como si, al resucitar de la muerte aparente del invierno y de su consiguiente descanso, quisiera entonar la tierra un renovado homenaje al Creador, que por un año más la ha fecundado con lluvias y con soles. Si en los diezmos contaban las espigas caídas al ritmo seguro y monótono de la hoz, las primicias eran la amorosa siega que hacían en el huerto, con las primeras luces del día, nuestras cristianas amas. Debía parecer en los regazos llenos de nuestras abuelas como la entrega al Señor del primogénito.
Hemos culpado de muchos pecados a las generaciones que nos han precedido en la fe, hoy tan debilitada, en una religión actualmente apenas ilustrada, en una cultura religiosa sin base sólida dogmática que la sostenga, en una piedad tornadiza como las veletas; pero es preciso, para ser justos, estudiar dónde empiezan exactamente las culpas, así en el espacio como en el tiempo.
Quizás nos asombraría la comprobación de cuán cerca estamos del principio nosotros mismos al acomodarnos tan fácilmente a un estado de cosas que ha llegado a hacer creer en la no vigencia, para nosotros, del quinto precepto de la Iglesia, la cual, por el contrario, continúa pregonándola desde el antiquísimo torreón de su catecismo, a cuya demolición no podrá llegar nunca la moderna piqueta que abate muros, ensancha calles e higieniza barrios enteros de las ciudades viejas, pero que no puede con las leyes de Dios. ¡Qué pena si un estado de cosas, más o menos ventajoso para la Iglesia, lo lograra borrar de la conciencia de los fieles!
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