Fuente: La Esperanza, 7 de Agosto de 1850, página 1.



REMITIDO


Un suscriptor nuestro, sujeto entendido en materia de propios, nos remite desde Jaén las observaciones siguientes:



A pesar de que en 29 de Noviembre último la Junta General de Agricultura opinó en su mayoría por la no enajenación de los bienes de propios, vemos se trata ahora de llevarla a efecto con aplicación a las obras de ferrocarriles. Al que ha presenciado la enajenación de los bienes de la Iglesia y de los pósitos, no debe extrañar caiga al fin el hacha de la innovación, suspendida hasta aquí, sobre el patrimonio común de los pueblos.

Habiendo servido algunos años en un ramo tan fecundo en recursos para el Tesoro Público, y que tantos beneficios proporcionó a los pueblos, comprendo que nadie más que ellos deberían ser opuestos a su enajenación, por cuanto se les despojaba de una riqueza procomunal que habían de sustituir sus vecinos con la suya privada, por medio de las derramas, para cubrir sus presupuestos municipales.

No poseemos el lenguaje seductor que se necesita para persuadir; pero sí bastante franco, y sobre todo dirigido siempre al bien general. Éste se encuentra interesado, no sólo en la no enajenación proyectada, sino que lo estaba muy positivamente en que no se hubiera dilapidado y destruido el patrimonio común de los pueblos, sobre que vamos a explanar algunas observaciones, tanto sobre su origen, cuanto sobre el respeto con que siempre fueron atendidos por la Corona: todo con el objeto de que los pueblos tengan un conocimiento del grande interés de su conservación.

Seguramente no se conoce, o se afecta desconocer, el dominio de los pueblos sobre sus propios, comunes y baldíos, que se ha hecho desaparecer de una plumada, y se quiere todavía sostener por algunos la conveniencia de realizar la enajenación de lo que ha podido salvarse de la codicia privada. Preténdese colocar estos fondos en la clase de bienes nacionales, y como tales se les ha hecho sufrir igual suerte que los de la Iglesia, pósitos, etc., desentendiéndose del triste resultado que ha proporcionado en lo general aquella desamortización, que ha dado en verdad la ruina y miseria de cien mil familias, un recargo de más de cien millones en el presupuesto general: ¿y para qué? Para enriquecer [a] un corto número.

Las leyes aseguraban a los pueblos el dominio de cuanto adquirieron legítimamente y poseían; en nuestro pobre juicio, creemos sería atentatorio a la propiedad despojar a los pueblos de estos bienes, sea cual fuere el objeto a que se quieran destinar, pues, cuando más, podría privárseles de nuevas adquisiciones.

Los pueblos poseen los propios, comunes y baldíos en virtud de un verdadero contrato, por el cual se circunscribía el territorio de cada uno demarcándolo con límites fijos y estables; para poblarlo, se convidaban a cuantos quisieran establecerse en él, dándoles la propiedad de las tierras que pudieran cultivar; estas nuevas poblaciones necesitaban abrir caminos y repararlos, construir fuentes, edificar casas y hornos concejiles, y satisfacer otros gastos comunes; para realizarlo, dejaban indivisas ciertas tierras de las que se habían consignado a cada lugar, y los pueblos usaban de ellas del modo que parecía más útil a la comunidad de los vecinos.

Atraídos con las ventajas que proporcionaba a los colonos este sistema, se repobló España, que estaba desierta por haber abandonado los españoles sus hogares huyendo de la tiranía de los sarracenos, y porque del mismo modo la abandonaban los moros cuando la reconquistaron nuestros progenitores. A estas nuevas poblaciones concurrieron muchos extranjeros, que fijaron en ellas su domicilio; como cada nueva población se componía de gentes tan diversas en genios y costumbres, creyeron sabiamente nuestros Reyes que no podían gobernarse bien con leyes generales, y así formaron para cada pueblo un código especial que se conoce con el nombre de fuero; estos fueros son unas verdaderas escrituras del contrato de población, y en todos se halla establecido el derecho de propiedad de las tierras en favor de los Concejos, con las pensiones que pagaban al fisco los pobladores. (Fueros de Cuenca, Logroño, Miranda, Toledo, y otros).

La propiedad y el dominio de estas tierras comunes, se miró como una cosa tan sagrada, que se prohibió su enajenación con graves penas. Por eso decía el fuero de Sepúlveda: «Qui vendiere raiz de concejo, peche tanta é tal raiz doblada al concejo, é qui la comprare, pierda el precio que dio por ella, é lexe la heredat asi como es dicho, ea ningun ome non puede vender, nin dar, nin empeñar, nin robrar, nin sanar heredat del concejo».

Las leyes generales de la nación reconocen la legitimidad de este dominio, pues la 10, Título 28, Partida 3, expresamente dice: «Campos, viñas, olivares, é otras heredades pueden haber las cibdades é las villas», y no sólo les conceden el privilegio de la restitución, sino que prohíben que puedan perder sus propiedades (Ley 7, Título 29, Partida 3).

Es tan antigua y notoria la propiedad y el usufructo que compete a las municipalidades en los bienes de sus propios y comunes, que, según el erudito Marina, se miró en la nación como fundamental la ley que les aseguraba su absoluto dominio. Así aparece que la reclamaron repetidas veces contra la violenta usurpación. En las Cortes de Medina del Campo de 1305, se quejaron al Rey los procuradores de la injusticia con que algunos de sus antecesores habían despojado de sus comunes a varias ciudades y villas, y en su consecuencia declaró el señor Don Fernando IV que «los privilegios y cartas dadas contra los comunes non valan, ni usen de ellas, é que los concejos tomen sus comunes, é los hayan, é que les sea esto así guardado da aqui adelante». No obstante una declaración tan expresa, dispuso el señor Don Alfonso II de los comunes de algunos pueblos; pero las Cortes celebradas en la misma ciudad en el año 1323, reclamaron contra la infracción de sus propiedades, y mandó el Rey que los poseedores las restituyesen a los Concejos, «autorizando a los pueblos para destruir y deshacer cuanto en sus comunes se hubiese labrado y poblado»; verdad que en aquella época era desconocida la teoría de los hechos consumados.

En tiempo del señor Don Felipe V, experimentaba el Tesoro Público grandes escaseces, y para remediarlas ordenó que se vendiesen los baldíos sobrantes de los pueblos; se ejecutó la venta de muchos; pero, habiendo reclamado el Reino contra la injusticia con que se despojaba a las ciudades y villas de sus propiedades, consultó el Rey con el Consejo, y, conformándose con su dictamen, «no sólo mandó suspender las ventas, sino que anuló cuantas se habían ejecutado, reservando a los compradores el derecho de reclamar su precio contra el Real Erario». También entonces continuaba desconocida aquella teoría.

Si en el año de 1736, en que estaban reunidos los tres poderes en el Rey, se declaró que no podía apropiarse los baldíos sobrantes de los pueblos sin faltar a la justicia, no se alcanza la razón por la que pueda suponerse pueda enajenarse los propios; si a los Reyes, con todo su decantado poder ilimitado, no les era lícito abrogarse el dominio del patrimonio común de los pueblos, no sabemos cómo puede desconocerse este absoluto dominio que los pueblos tienen a sus propios, comunes y baldíos, y trate de despojárseles.

En el quinto género de las condiciones de millones, párrafo 18, página 62, se puso la de que no se vendieran tierras baldías, sino que quedaran para el aprovechamiento de los pueblos. En el año de 1650, suplicaron al Rey los procuradores del Reino que las dehesas y pastos mandados vender por S. M. se redujeran al estado que tenían en el año de 1636, para evitar los atrasos que sufría la labor, por el que había tenido la crianza de ganados; y en virtud de esta súplica, se expidió su Real Cédula promulgada en Cortes de Madrid en dicho año, prohibiendo romper tierras y cortar términos baldíos, realengos y de propios.

La nación no es más, en nuestro humilde juicio, que la reunión de los Concejos, y no puede tener mayor autoridad que a la que a éstos compete sobre las propiedades de los demás. Ningún Concejo puede, aun con el título de prescripción, adquirir la propiedad de los bienes de otro Concejo (Ley 14, Título 5, Libro 5 del Espéculo), y, así, no podrá adquirir la nación el dominio de los propios y comunes de los pueblos, porque la universalidad de los Concejos no puede tener más autoridad que la que compete a las partes que lo forman, pues nadie puede dar a otro lo que no tiene.

Cuando dos o más hombres forman una Compañía, cuanto ganan se hace propio de la Sociedad, y a todos y cada uno pertenece el dominio y el usufructo de lo que han adquirido. Los fundadores de los pueblos, fueron unos verdaderos socios a quienes el soberano, por su propia autoridad o en nombre del Reino, dio las tierras asignadas a cada población. Cada nuevo poblador se apropió la que podía cultivar, y todos convinieron en dejar indivisa la parte o partes que creyeron convenientes para los usos y gastos de la comunidad. Así como cada uno adquirió la propiedad y el usufructo de su parte, que no puede quitársele sin faltar a la justicia, adquirieron también todos el pleno dominio de cuanto destinaron para el uso común y para los gastos generales de la universalidad de los vecinos. A la parte destinada para esto, llamamos propios de los pueblos; y a la destinada para aquél, conocemos con el nombre de comunes. Estas donaciones son irrevocables (Ley 6, Título 10, Libro 5, de la Nueva Recopilación), y, no pudiendo el Rey privar a cada vecino de las tierras que en la primitiva división adquirieron sus progenitores, tampoco puede despojar a los Concejos de la porción que dejaron indivisa para el uso y gastos generales de la comunidad, y parece una notoria injusticia suponer que su dominio y usufructo pertenece, ni puede pertenecer, a otro que a la mancomunidad de los vecinos de los pueblos.

Los que opinan por la enajenación, profesan regularmente un odio implacable contra el despotismo de los Reyes, y sus sistemas, directamente o indirectamente, parecen dirigirse a consolidar y fortalecer el poder arbitrario. Su preocupación no les deja ver que es más temible la arbitrariedad de un cuerpo colegiado, que la decantada de los mismos Reyes. Éstos no están tan expuestos a dejarse arrastrar por una facción; es más fácil hacerles conocer sus desvaríos, y les es más temible la censura de la opinión pública y el odio de sus súbditos. Los cuerpos colegisladores están exentos de la responsabilidad individual. Las pasiones se fomentan y se excitan fácilmente en las deliberaciones de muchos, pues basta para excitarlas cualquier sofista, porque son pocos los que tienen perspicacia para desenvolver paralogismos, y, creyendo hacer el bien, es arrastrada la multitud a la injusticia.

Mal que pese a algunos, es preciso convenir que es imposible atacar la propiedad de las corporaciones sin que deje de resentirse la de los particulares, porque, según dijo el desgraciado Luis XVI al Parlamento de París, «ambas se sostienen sobre unos mismos principios. La propiedad pública está esencialmente ligada con la privada, y, traspasados una vez los límites del derecho natural, fuente única de las leyes positivas, ya no hay dique que pueda contener su ímpetu, y es consiguiente una confusión desastrosa en que sólo se conozca una debilidad que cede y una fuerza que oprime. Las más sensibles ideas, y los más constantes principios de orden social, conducen a tan terribles consecuencias. Cada individuo y cada corporación, tiene una propiedad que le une a la sociedad. Por ella, y para ella, trabaja y contribuye a la causa pública, y, en cambio, le retribuye el gobierno la seguridad de su conservación. De esta garantía manan los intereses de los particulares, cuya reunión produce el interés público. No hay propiedad, sea la que fuere, de un simple ciudadano, de una corporación, o de un orden religioso, que no tenga derecho para exigir de la sociedad, o del Príncipe que es su jefe, que le haga justicia. Cada uno puede reclamar su propiedad, porque se le debe de justicia».

Sentado el legítimo dominio que tienen los pueblos a sus propios y comunes, nos ocuparemos, aunque ligeramente, del respeto que estos fondos han merecido siempre a nuestros Reyes, y aun al gobierno intruso napoleónico; los graves y transcendentales perjuicios que se irrogaron a los pueblos de su enajenación, así como al Estado.

Que los Reyes respetaron el patrimonio común de los pueblos, queda probado, y bastan las palabras del señor Don Juan II: «Nuestra merced y voluntad es de guardar sus derechos, rentas y propios, a las nuestras ciudades, villas y lugares, y de no hacer merced de cosa alguna de ellos; por ende mandamos que no valgan la merced ú mercedes que de ellos é parte de ellos hiciéremos a persona alguna. Y si algunas cartas y mercedes de las tales cosas fueren dadas por los Reyes nuestros progenitores y por Nos, sean ningunas, y sean obedecidas y no cumplidas; y que las nuestras Justicias, por no las cumplir, no cayan en pena alguna, aunque tengan cualesquier cláusulas derogatorias (Leyes primera y segunda, del Título 16, Libro VII, de la Novísima Recopilación). Entonces no era conocida la responsabilidad y omnipotencia ministerial.

No es menos digna de consideración la Orden expedida por el Excmo. Señor Conde de Montarco, Comisario Regio General de las Andalucías, fecha 29 de Mayo de 1811, en que, entre otras cosas, decía: «Atendiendo el Rey (José Napoleón) a que está pendiente en el Consejo de Estado un arreglo general de Valdíos y tierras concejiles, al derecho incuestionable que a ellas tienen los pueblos, derecho que es el ánimo de S. M. respetar, y a los graves inconvenientes que pueden resultar a los mismos de la enajenación de sus propios, así por la ligereza con que se procedería a otras operaciones bajo pretexto de necesidades urgentes, como por el vil precio que por efecto de las circunstancias se rematarían estas ventas, se ha servido S. M. resolver se suspenda toda especie de enajenación de propios, y que los Intendentes no den curso a ninguna instancia de esta naturaleza».

Que los pueblos han experimentado, y experimentarían, graves y trascendentales perjuicios de la completa enajenación, o más bien despojo, de sus propiedades, se patentiza con que, verificada ésta, tendrían que satisfacer por medio de repartimientos municipales y provinciales las respectivas cargas, y, en el estado de lujo a que los gastos municipales se han hecho subir y a las insoportables exacciones que sufren los vecinos por virtud de las contribuciones, sería sumirlos en la miseria. El Estado perdería los millones que recauda del 20 por 100 impuesto a los propios, y éstos serían un nuevo aumento a los presupuestos.

En esta provincia, antes de la muerte del último monarca, producían sus propios la suma de un millón ochocientos veinte y nueve mil seiscientos treinta y cuatro reales, once maravedíes; de esta suma, se satisfacían al Tesoro Público, con destino a la Caja de Amortización, trescientos sesenta y cinco mil novecientos cuarenta y seis reales, veinte maravedíes; se pagaban por sueldos de empleados de justicia, médico, cirujanos, maestros de primeras letras, festividades de iglesia, obras públicas, fuentes, empedrados, director de aguas termales, etc., un millón doscientos diecisiete mil quinientos treinta y cuatro reales, dieciséis maravedíes, resultando un sobrante de doscientos cuarenta y seis mil doscientos cincuenta y tres reales, cinco maravedíes, que se invertía en pagar parte o el todo de la Contribución de Paja y Utensilios de muchos pueblos, redención de censos, reintegro de anticipos hechos en años de epidemias, hambres, etc. No se nos pretenda alucinar con las ventajas que la enajenación producirá por efecto de la construcción de ferrocarriles, porque a esto contestaremos que el resultado cierto y positivo será que los pueblos verán saciarse la codicia de algunos con sus pingües propiedades comunales, ascendentes a dos millones de reales; carecerán de una renta o productos de sesenta millones para cubrir sus presupuestos municipales; verán que éstos no sólo no desaparecen, sino que acrecerán cada vez más, teniendo por consiguiente que sufrir, sobre el cupo de contribuciones y presupuesto provincial, la suma de los sesenta millones para los municipales; éste, y no otro, será el resultado, que nosotros deploraremos como verdaderos monárquicos y defensores del absoluto dominio de los pueblos en sus propios, si se lleva a efecto la enajenación proyectada, como deploramos la destrucción de los pósitos.