Revista FUERZA NUEVA, nº 127, 14-Jun-1969
Katyn
Por Frank W. Baulrich, autor del libro “El desafío ruso”
En la ceremonia de la celebración del vigésimo aniversario de la OTAN, el presidente de Norteamérica, Richard Nixon, declaró que: “El puño cerrado del organismo se transformará en mano abierta hacia la Unión Soviética y sus aliados, a medida que las circunstancias vayan cambiando”.
A pesar de que el puño cerrado no fue, que digamos, el distintivo de los miembros de la OTAN, sino la señal de identificación de los comunistas, la posibilidad de cambiar el odio en disposiciones amistosas, alegrará a todos los seres pacíficos. Sin embargo, además de que semejantes demostraciones tendrían otro significado si proviniesen del habitual agresor soviético, el hecho es que se producen muy poco tiempo después de la agresión a Checoslovaquia y de las amenazas a la Alemania Federal. En efecto, para los hombres del Kremlin puede significar la luz verde para seguir la serie de sus fechorías en Europa y, en el momento que se están discutiendo las condiciones de paz en el Oriente Medio, pueden aparecer como el precio de la supervivencia del Estado israelí. (…)
Que Norteamérica titubee ante una posible guerra nuclear, para defender a los Estados europeos, que no fueron capaces de unirse frente al peligro soviético, puede encontrar una justificación. Por otra parte, que las juventudes revolucionarias y sus inspiradores marxistas vean en el triunfo ruso la realización de sus sueños de cambio de estructuras, se explica igualmente, porque a los jóvenes les falta el recuerdo personal de las atrocidades cometidas a partir de 1907 por los comunistas rusos, y a sus maestros les embarga el afán de poder, pero que las multitudes, que no olvidaron los crímenes atroces perpetrados por los bolcheviques, no reaccionen y parezcan resignarse al destino que les espera, es realmente inexplicable..
A pesar de que la descripción de los fosas comunes de Katyn (Rusia) haya sido profusamente difundido en el pasado, voy a precisar los recuerdos de un testigo ocular del espectáculo más espantoso del salvajismo comunista, esperando que los pueblos occidentales tomarán conciencia de lo que significa caer en manos de los soviéticos.
“En el curso de la última Guerra Mundial y perteneciendo a una unidad combatiente del frente del Este, fui designado para asistir, conjuntamente con una comisión médica internacional, a la investigación sobre la matanza de los oficiales del Ejército polaco, hechos prisioneros por los rusos en 1939, cuyos restos habían sido encontrados enterrados en fosas comunes, en el bosque de Katyn. Acompañado del alférez V. (…) nos dirigimos el día 3 de mayo de 1948, hacia Smolensk, donde llegamos al día siguiente.
Katyn está ubicado sobre el lado derecho de la carretera de Brest-Litovsk a Moscú, aproximadamente diez kilómetros antes de llegar a Smolensk. Este bosquecito, que era propiedad de C.P.U. desde la época de la revolución bolchevique, servía de necrópolis a sus innumerables víctimas y, en 1930, las ejecuciones sumarias de los enemigos del régimen comunista seguían consumándose allí. A pesar de que estaba totalmente prohibido a los campesinos cultivar los campos circundantes a menos de dos kilómetros del bosque, algunos se habían acercado y habían oído gritos de terror, seguidos de disparos. Al principio de 1940, aquellos alaridos se habían incrementado considerablemente, para cesar, casi por completo, semanas más tarde.
Atemorizada, la gente de los alrededores no se atrevió a hablar, hasta que, perdido el terror a represalias, unos hombres se decidieron a confiar su terrible secreto a las autoridades de ocupación (alemanas). Fue suficiente para que éstas ordenaran inmediatamente un registro de la zona y descubriesen los primeros despojos humanos, enterrados a tres metros de profundidad en la arena del bosque, al pie de los pinos. Una zona despejada de árboles adultos, pero plantada de arbustos, llamó la atención de los investigadores. Siguiendo los límites del claro, se excavó hasta encontrar cuerpos alineados, revestidos del uniforme polaco. Sobre una altura de ocho metros, los cadáveres estaban apilados y, bajo el peso, las capas inferiores estaban aplastados, al punto de no dejar sobresalir más que los cráneos y los puntas de las botas de estos desventurados.
Cuando llegamos a Katyn, un olor espantoso nos asaltó, obligándonos a taparnos la nariz. Frente a la primera fosa abierta en toda su extensión, que nos pareció ser de cincuenta metros de largo por veinticinco de ancho y once de profundidad, la visión era horrible. Alrededor, los cuerpos recién extraídos yacían en medio de billetes de banco arrugados y con la ropa desgarrada, en espera de ser identificados y vueltos inhumar en forma individual. Las comisiones médicas procedían a la autopsia, sacando los cabellos a la entrada de la bala en la nuca, así como en el lugar de la salida, encima del cráneo. Los médicos, ya acostumbrados a estas heridas idénticas, operaban maquinalmente, pero, a pesar de su indiferencia profesional, no podían ocultar una mueca de repulsión. Sus conclusiones unánimes fueron: “Muerte acontecida tres años antes, por tiro en la nuca”.
A poca distancia de este primer osario, otro de dimensiones más reducidas, ofrecía un espectáculo idéntico, pero con la diferencia que las víctimas tenían las manos atadas detrás de la espalda, la boca llena de serrín y los omoplatos rasgados a bayonetazos. Eran los cuerpos de los cadetes, cuya juventud se había revelado ante un fin tan atroz, y habían opuesto una resistencia desesperada para acostarse, boca abajo, sobre los cuerpos de sus compañeros y esperar, en esta posición, el tiro que acabaría con sus sueños. ¿Cómo tal monstruosidad fue posible? Parece hoy increíble y, sin embargo, para vergüenza de la humanidad, no se trata de una pesadilla sino de una terrible realidad.
Aproximadamente, a doscientos metros de las fosas, existía un pabellón que servía de círculo a los verdugos y donde bebían licores hasta embrutecerse lo suficiente como para cumplir, sin flaquear, con su siniestro cometido. En efecto, en la parte trasera del edificio, se encontraron un montón de botellas vacías de bebidas, en su mayoría de marcas francesas: Coñac, Martel, Cointreau, Champagne, etc. En el pueblo vecino, delante de una isba, los alemanes habían hecho un muestrario, en una vitrina, de los documentos encontrados sobre las víctimas, en particular los diarios íntimos, los cuales se terminaban con estas palabras: “Esta mañana nos retiraron nuestros anillos y nuestros relojes. Tengo miedo…”
Durante años, los soviéticos negaron haber sido los autores del genocidio, intentando culpar a los alemanes, pero las pruebas, por el contrario, eran demasiado numerosas y contundentes para que la opinión mundial pueda seguir creyéndolo. Hoy en día no quedará menor duda que Katyn fue, después de las matanzas de 1917, la peor muestra de la salvajez de los comunistas rusos.
Aunque no se puede vivir con el recuerdo permanente de tales horrores, no debemos olvidarlo y admitir que el comunismo de nuestros días (1969) ha evolucionado, porque es incapaz de cambiar nunca. Las pruebas abundan al contrario, que su pérdida rápida de prestigio les volvió más feroces y, si mañana podían hacerse con el poder, en cualquier país europeo las atrocidades alcanzarían niveles jamás concebidos.
Para convencerse de ello, basta con recordar los crímenes comunistas en Corea, Vietnam, Argelia, Cuba, etc., en donde las víctimas no se pueden cifrar. En su libro “La Guerra de Corea”, Robert Leckie escribe en las páginas 174 y 175 lo que sigue:
“En casi todas las ciudades, las tropas de las Naciones Unidas encontraron las muestras concretas de las técnicas de “liberación” utilizadas por los comunistas. En Sachon, los norcoreanos incendiaron la prisión en la cual habían dejado encarcelados a 280 nativos. En Anui, en Makpo, en Kongju… los soldados encontraron fosas comunes conteniendo centenares de civiles ejecutados, en medio de las cuales muchas mujeres y niños. Cerca del campo de aviación de Taejon, 500 soldados surcoreanos estaban tendidos con las manos atadas detrás de las espaldas, asesinados de un balazo en la cabeza. Entre septiembre y octubre de 1950, se descubrieron los cadáveres de 5.000 a 7.000 civiles asesinados, así como los de diecisiete soldados surcoreanos y, por lo menos, cuarenta soldados norteamericanos (…) Los únicos que escaparon a la matanza fueron dos soldados americanos, un surcoreano y tres civiles, los seis habían fingido la muerte y se habían dejado enterrar vivos”.
Se podría repetir hasta el infinito lo ya escrito sobre los crímenes comunistas en todos los países donde pudieran satisfacer su locura homicida, pero estos nuevos relatos serían incapaces de convencer y conmover a los lectores que no lo han sido por los ejemplos dados. Es de esperar que sean la minoría y que la voluntad de salvación de los europeos contribuirá a desterrar el marxismo bajo todas sus formas. |
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