FLORES A MARÍA HABEMOS POR MAYO
UN MES DE LAS FLORES DE MI INFANCIA
Para Casiana García que en el Cielo habrá dejado de vestir de luto.
Cuando me criaba a mí, aquella anciana ya era viuda, pues su esposo murió de resultas de una aciaga coz que le diera uno de los mulos, que a la sazón era mulero su marido. Casiana, que así se llamaba nuestra vieja vecina, vivía con Mariquilla, su hermana. Desde que le murió el su "difunto" Casiana se vistió de luto, y nunca más se la vio gastar otro vestuario. Hoy me he acordado de ella, pues Mayo está a la puerta. Y Casiana, por siempre vestida de riguroso luto, será para mí Mayo Florido cuando traigo estos recuerdos de la niñez.
Se abrían de par en par las puertas de la casa de María La de Brígida, vecina nuestra y de Casiana, y allí se congregaba muchedumbre de mujerucas que venían de la barriada y allende, algunas con su silla en previsión de haberle tomado la vez alguna otra. Mayo tenía esas cosas: las mujeres celebraban el Mes de María cantando las Flores. Y hasta la hermana de Casiana, la Mariquilla venía a cantar al amor de los amores. Digo que era raro que la Mariquilla se apuntara a estas devociones, pues solía decir que "los santos son de palo". Cuando lo decía delante de Casiana, ésta se apresuraba a protestar que esa herejía no la había aprendido su Mariquilla de la casa de sus padres, que en gloria estén, amén. Y, aunque era la hermana menor, no se mordía la lengua, no... Casiana le decía: "Eso lo aprendiste de tu novio el miliciano, que miradlo si era malo que se fue y te dejó que ni para vestir santos... Pues hasta tu fe se la llevó".
Era pasar la Romería de la Virgen de la Cabeza, y María La de Brígida hacía las diligencias para armar el altar de las Flores en su casa. Montaba una mesa sobre otra de mayor superficie, las cubría con una sábana muy decente, y luego se ponía a cabildear, yendo de muñidora por las casas vecinas que, por tradición, colaboraban en la hacendera. Magdalena La Sorda ponía el mantón de Manila, Patrocinio La de Salvador ponía los candelabros, Águeda La Teresica traía al Cristo de Limpias en escayola, venía por otro conducto una talla del Patriarca San José en el mismo material, San José con su bastón florido, y el Niño Jesús en sus brazos. Y María La de Brígida ponía de su santoral doméstico a Cristo Rey, entronizado, con su cetro en una mano y en la otra el Orbe, y el Sagrado Corazón floreciéndole en el pecho, como una herida brotándole a Cristo su Sacratísima Sangre y su infinito Amor a raudales. La Virgen del Carmen, con su escapulario al vivo la ponía también María La de Brígida. Luego, las demás devotas, que de otras calles venían, contribuían con lo que podía cada una: se traían estampas de San Antonio de Padua, de San Cayetano, de Fray Leopoldo. Y al final, helo ahí: quedaba un altarico muy aparatoso, con macetones con flores al natural puestos a su pie, sobre las baldosas de la casa. Y sobre la mesa, otros tiestos menos graves, así como floreros con agua en los que, cuales carcajes vistosos, se disponían claveles, rosas, lirios... flechas y saetas para el Inmaculado Corazón de María.
Era una fiesta. Para los niños de la calle, los pocos que habíamos, era una fiesta. Corretear por entre las mujeres que se afanaban en aquellos preparativos. Era un jaleo de féminas parlanchinas y dicharacheras aquello. Las mujeres hablaban todas a la vez, era imposible que se entendieran, por eso, a la hora de poner un santo aquí en vez de allí, ganaba siempre la que terminaba por arremangarse y poner el santo donde ella había postulado in pectore. Luego, las veíamos sentarse a sus sillas de madera labrada y asientos de anea. Y de la bulla del gineceo las mujeres pasaban al recogimiento más devoto. María La de Brígida dirigía las Flores. Se ponía sus gafas a horcajadas de la aquilina nariz y se persignaba... Obedientes, las otras, hacían otro tanto.
Nosotros, los zagales, mirábamos. Al callarse súbitamente ellas, sin que nosotros supiéramos el motivo que las silenciaba de consuno, tanto nos extrañaba aquel repentino apoderamiento del silencio que, por un momento, nos quedábamos como alelados, mirándolas allí como si le hubiera pasado algo inexplicable a tanta mujer junta. Nos acercábamos y nunca faltaba alguna, la más distraída de todas, que se llevaba el índice a los labios y, haciéndonos guiños, nos gesticulaba que no interrumpiéramos: lo que allí se estaba haciendo era tan serio como la Misa, pensaba uno. Pero por más que miraras, ni estaba D. José el cura, ni hombre había en derredor.
Y sentado sobre las rodillas de la abuela, o de Casiana, acompañaba uno el Avemaría que, para entonces, ya se la sabía uno. Al término de las Flores, un día me dijo Casiana acercándome al altar: "Mira, mira el Escapulario...". Casiana quitó con tacto el escapulario que colgaba de la mano de la Virgen del Carmen, yo miraba la peana sobre la que se afirmaba la Virgen sobre una nube, de la que surgían querubes.
-¿La medalla? -dije yo, pues nunca había oído nombrar un escapulario ni sabía lo que aquello era.
-Sí, esa medalla se llama Escapulario, ¿no ves que es de tela? Y éste escapulario se llama "Detentebala". Si algún día vas a la guerra, no se te olvide llevarlo al cuello, pues espanta los tiros.
Casiana, por aquel tiempo se hablaba de la entrada de España en la OTAN, no hacía otra cosa que pensar que su nieto y yo iríamos a la guerra.
Miré el escapulario que me mostraba Casiana. Sobre la tela vieja había estampado un Sagrado Corazón de Jesús del que irradiaban líneas a manera de rayos. La leyenda no la puedo recordar, pero supongo que la jaculatoria era la tradicional, pues a juzgar por el tejido aquel "Detente" habría estado en la del 36: "Reinaré en España", era la divisa.
Y aquel niño que fui -y sigo siendo- se quedó mirando aquel "Detente bala".
-¿Qué dice, Casiana? -pregunté.
Y Casiana me respondió:
-Reinará, Nuestro Señor Jesucristo reinará en España. Y entonces ni las bombas ni los moros podrán con nosotros. Reinará y ganaremos como les ganamos a los del novio de mi Mariquilla. -y se persignó.
Casiana no podía engañarme. Nunca me engañó: cuando anunciaba bocadillo de salchichón, el bocadillo no era de chorizo: era de salchichón. Contemplé con plena confianza en las palabras de Casiana aquel populoso concurso de santos. Quedé fijo en Aquel que ocupaba el Centro entre Todos los Santos. Era Cristo Rey entronizado, bajo Él estaba la Virgen del Carmen. Aquellas figuras podían ser de poco valor artístico, de las fabricadas en serie, pero podía intuirse que allí, en el altarcico, el mundo celestial estaba ordenado en aquella representación material. El Justo Juez regía el Cosmos y estando Él en el Centro de aquel altarico todo estaba asegurado.
Pues aquel altarcico doméstico era, como todas las cosas visibles, un símbolo de lo invisible.
Maestro Gelimer
LIBRO DE HORAS Y HORA DE LIBROS
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