TAL Y COMO SOMOS


ASÍ SOMOS, PARA BIEN Y PARA MAL

En España no hay mendigo -español- que no se sienta de la misma arcilla con que se moldeó un Grande de España. Y a veces -y no pocas veces- el hidalgo era en términos prácticos un pordiosero, que nunca hubiera transigido con trabajar, pero que aceptaba la limosna -tal y como si fuese un derecho inalienable a su condición. Mucho de esto explicaría lo que entiende un parado por el subsidio de desempleo; no es algo meramente económico, es algo que se siente como un derecho en virtud de quien se es.

En el genuino ideario español, como algo absolutamente aceptado sin mayores teorizaciones ni alharacas, está arraigado el principio de la igualdad de todos los seres humanos, de la igualdad no de talentos ni de capacidades, sino de la igualdad en una misma dignidad humana compartida. Y absolutamente nada tiene que ver nuestra "igualdad" con la égalité, tan pregonada en 1789, y a la que aspiraban los burguesotes revolucionarios, con ese sentimiento de inferioridad que tenían ante los aristócratas de sangre, así como la envidia que los consumía por no verse nadar en la abundancia y el lujo de la aristocracia francesa.

Al español le importa un bledo la "igualdad" plasmada en un papel mojado; la "igualdad" es algo de lo que ningún español duda, pues cualquier español se contempla a sí mismo en su radical soberanía personal sin que le guste que le cuestionen lo más mínimo sus gustos, sus ideas ni sus decisiones. Y toda esa fanfarria de la soberanía nacional o popular (que me importa un carajo) le parece al español una advenediza y bastarda "soberanía" presunta que compite con su olímpica soberanía.

Muchas cosas le debemos al cristianismo, y no es la menor el habernos dotado con la más importante de las ejecutorias, que es la de ser hijos de Dios. Este noble sentido de la "igualdad" ha cuajado en nosotros y forma parte indisoluble de nuestro macizo granítico. Hasta tal punto que la desigualdad -por las razones que se quieran alegar- nos parece una insolencia que no toleramos, un atropello; y si esta desigualdad se basa, por si fuese poco, en una razón económica, entonces es que el español se ríe y ya tiene bastante para despreciar hasta el infinito. Vamos a ver, ¿que una persona se crea superior por su prosperidad económica? ¿Que pueda haber un fulano, hijo de vecino, que tome la bonanza de su bolsillo como indicio de su valía? Nos tememos que no, pues tan acostumbrados estamos a ver cómo botarates del peor pelaje llegan a ocupar relevantes cargos políticos -que no emplean sino para medrar. Es por todo esto -y más que se me quedará en el teclado: oiga usted, que para eso soy aquí el que manda- que todas esas extranjerías liberales han chocado aquí con los cráneos duros y chapados a la española.

Cuando los viajeros del extranjero venían a España se admiraban -para bien o para mal- de la campechanía y familiaridad con la que nuestros aristócratas trataban al estamento llano, así como la natural arrogancia del estamento llano, que gastaba más ínfulas que un marqués. Y esto siempre fue así, pues no hay nada para conocerse que saber lo que piensan los extraños de nosotros.

En el momento en que le abrimos la puerta a las corrientes políticas y económicas ajenas, cuando los miasmas ultrapirenaicos atravesaron las distancias y se alojaron en nuestras gentes... Todo se fue al garete y ya nadie fue igual.

Toda nuestra larga tragedia nacional que va desde mediados del siglo XVIII a nuestro presente tiene mucho que ver con la aceptación de una falsa "igualdad" (ese artificio ideológico revolucionario, entre otras novelerías adoptadas -sobre todo por las clases pudientes, más expuestas al contagio con el exterior); todas esas mentiras (que podrían ser soluciones o no para otros pueblos, pero que no condicen con nuestro caracter) han servido para abismar a las clases sociales, para chocar entre nosotros, los unos contra los otros.

Alguien que conoció muy bien el mundo, cuya mundología nos merece un respeto, fue Saavedra Fajardo. Y tras haberse pateado Europa en misiones diplomáticas, se hizo una idea de lo que éramos los españoles:

"Los españoles aman la religión y la justicia, son constantes en los trabajos, profundos en los consejos, y así, tardos en la ejecución. Tan altivos, que ni los desvanece la fortuna próspera ni los humilla la adversa. Esto, que en ellos es nativa gloria y elación de ánimo, se atribuye a soberbia y desprecio de las demás naciones, siendo la que más bien se halla con todas y más las estima, y la que más obedece a la razón y depone con ella más fácilmente sus afectos o pasiones".
(No pienso ofrecer el lugar de la cita. Que si alguien quiere servirse de ella para una tesis, se lea el libro. ¡Vaya un coñazo el regalar cosas que luego ni se agradecen!)

Todo lo que no sea pensar y vivir según nuestra propia naturaleza hispánica son falsificaciones, imitaciones del extranjero y, por ende, porquerías. Y a los españoles, últimamente, les ha dado por ser cualquier cosa menos lo que son; tal vez por desconocerse tan ricamente.

Pero, si somos inflexibles en la lógica, hemos de decir que, siendo esto tal y como lo dice D. Diego, tendríamos que acabar concluyendo que al español no le gusta que le lleven la contraria; pues llevarle la contraria es igual que quitarle la razón... Y si nos quitan la razón: ¿cómo se puede a la vez pedírsenos que obremos según razón?

Oh, Ganivet... ¡Hemos de volver a leerte!

LIBRO DE HORAS Y HORA DE LIBROS