Permítanme ustedes que,en el día de hoy y con ocasión de la celebración de un acto lleno de sentido taurino, en ésta Aula Cultural, en el que tengo el honor de participar, en un lugar tan entrañable, emblemático y simbólico como lo constituye la sede de Fuerza Nueva, organización que supo siempre mantener el concepto de Fiesta como auténtico y ancestral patrimonio español, estimándola como un alto valor en su sentido nacional y patriótico, y reconociendo el hecho de la Tauromaquia como una máxima expresión y fuente de inspiración de las más raciales y genuinas manifestaciones humanas y artísticas hispanas, permítanme ustedes, señoras y señores les exponga un tema, nos planteemos una problemática tan actual como preocupante tal es el dilema existente ante concepto de Autoridad en la Fiesta y su aplicación sobre la misma, frente al concepto mismo de Fiesta y la actitud del estamento profesional hacia aquella, hacia la Autoridad.CONFERENCIA AULA DE FUERZA NUEVA DE MADRID= = = = = = = = = = = = = = = = = = = = = = = = = = = = = = = =16 DE FEBRERO DE 2006---- AUTORIDAD Y FIESTA NACIONAL -----------------------------------------------------
¿A dónde nos dirigimos pues?
Al Entendimiento o Conflicto entre las partes.
Ante un supuesto desacuerdo ¿qué es lo que no espera?
Imposición de la norma o Insumisión por los estamentos objeto de la misma.
El análisis de hechos anómalos que se viene produciendo en las últimas temporadas, el estudio del clima generado en la relación existente entre la Administración y la Fiesta, la crisis de autoridad así como, la presumible, falta de voluntad en la aceptación de la normativa legal por los profesionales taurinos, nos conduce a la certera, aunque triste, conclusión de la existencia de un proceso de descomposición de nuestra Fiesta Nacional Española, no sólo en su esencia sino que afecta, así mismo, a su grado de aceptación y credibilidad por parte de la sociedad en general.
Un a fiesta única, definida como “la más singular, sorprendente y sutil creación de la cultura popular que pueblo alguno haya sido capaz de alumbrar a los largo de la Historia”.
En efecto, pero siempre en el seno un marco jurídico. Y para afianzar ésta realidad innegable, y a efectos de recordatorio, bueno sería hacer un “paseillo” sobre la Historia Jurídica en los Toros y La Fiesta.
La Fiesta de los Torosnace, crece y se desarrolla con la tutela y control de la Autoridad, desde los albores de sus primeras manifestaciones populares hasta nuestros días con la celebración de las distintas clases de espectáculos taurinos.
Desde disposiciones de ínfimo rango, pasando por Partidas Reales, Ordenanzas Reales, Gubernativas o Municipales, Reglamentos locales, provinciales o de ámbito nacional, hasta el ordenamiento legal vigente, ya, con rango de Ley y su Reglamento que lo desarrolla, estatal o autonómico.
Pocas actividades humanas y ninguna referida a los espectáculos, han sido objeto de una preocupación tan constante del legislador a lo largo de los siglos, como lo han sido los espectáculos taurinos.
Desde la consolidación del Derecho Hispano en la Edad Media han surgido normas que hacían referencia a la lidia de toros, caracterizándose, generalmente, no por la regulación de su celebración, sino por ser, fundamentalmente, normas restrictivas o prohibitivas, y como tales, en general, breves.
Resultó evidente, ante la reiteración de tales normas coercitivas negativas, que la eficacia de las mismas fue nula como consecuencia de la falta de sintonía entre el legislador y la realidad social.
Ha sido habitual que el arraigo de la afición taurina en las costumbres populares se haya impuesto a las trabas legales. Como acertadamente señala Don José María de Cossío, en su monumental obra “Los Toros”, “La afición decidida del pueblo ha luchado muchas veces con la opinión de los doctos y, ésta, prevaleciendo en múltiples ocasiones, ha tenido su reflejo en la legislación, con limitaciones y prohibiciones de procedencia canónica o de procedencia civil”
A lo que puede añadirse que la afición ha superado a los legisladores.
El primer texto legal del que existe constancia, de general aplicación, que hace alusión a los toros, lo encontramos en LAS PARTIDAS del Rey Sabio, Alfonso X (año 1256-1263), relativo al comportamiento que han de tener los clérigos, que les prohibía la participación en los mismos, tanto activa, como pasivamente.
Merece la pena, por curioso, referir el contenido de la Partida VII, referente a los “infames”, considerando como tales a los profesionales taurinos, y entendida la profesionalidad, en términos actuales, a los que cobran por ello.
Los cantantes y toreros, entre otros, que actúan por dinero salen verdaderamente malparados, al incluirles en el mismo grupo de infames que los proxenetas.
El argumento en que se basaba la propia Ley para menospreciar a los lidiadores retribuidos es que si arriesgan su cuerpo por dinero, fácilmente harán por dinero “otras maldades”.
Curioso sofisma. Por el contrario considera el legislador que son merecedores de gloria, por ser hombres valientes y esforzados, los lidiadores que, sin mediar dinero, lo realizan para probar su fuerza.
Natural, y afortunadamente, los tiempos cambian y los conceptos morales también. Y así vemos como el toreo viene demostrando secularmente, que a los profesionales les mueve otros altos valores y principios que superan el mero interés económico que, por otra parte, resulta totalmente legítimo.
Además de la labor altruista y benefactora realizada habitualmente en pro de causas nobles.
Por citar un ejemplo, ¿Saben ustedes que Antonio Bienvenida participó en más de 500 Festivales Benéficos?
Siguiendo el espíritu tridentino, el dominico Papa Pío V (1566-1572), dictó una Bula (1567) por la que “se prohibía correr toros en los dominios de los Príncipes Cristianos”, así como “prohibición a los clérigos de asistir y participar en éstos espectáculos”, todo ello bajo pena de excomunión y anatema.
Posteriormente, el Papa Gregorio XIII (1572-1585), preocupado más por la ciencia y la cultura, ante la presión de los embajadores del Rey Felipe II, atenuó la norma pontificia de su antecesor al dictar otra Bula (1575) por la que limitaba la pena de excomunión sólo a los eclesiásticos.
En la propia Bula reconoce el Papa que adopta tal decisión por la súplica que le había hecho Don Felipe, Rey de España, “movido por el provecho que de tal correr toros solía venir a sus reinos de España”.
En relación con éste suceso es oportuno citar a Rodríguez Marín, que sentara cátedra en la crítica literaria española, y que en 1907 publica en“A B C” un artículo titulado “Felipe II, El Rey Taurófilo”, referido a su “Historia Anecdótico-Curiosa”, y dice así:
“ se columbra a Felipe II, al prudente y austero Felipe II…., defendiendo muy a lo rey y a lo de la tierra, nada menos que en contra de la voluntad de Roma, la conservación de la Fiesta Nacional”.
Pues bien, el punto principal que subraya el artículo es que la afición de los españoles era tan arraigada y tan fuerte que ni el gran poder de un santo y un papa, San Pío V, pudo nada contra ella.
Además, resulta sorprendente que hasta el sombrío y serio Felipe II defendiera el espectáculo taurino contra Roma; pero esto se debe a que Felipe II…… era todo un español.
Seguidamente, el franciscano Sixto V (1585-1590), hombre de extraordinario carácter y de grandes decisiones, en Bula (1586) dirigida al Obispo de Salamanca, reitera la prohibición de sus predecesores, ante la inobservancia de los eclesiásticos de su jurisdicción de las normas pontificias anteriores.
Por último el papa Clemente VIII (1592-1605) en virtud de Decreto dictado en 1596, moderó el rigor de sus antecesores, levantando los anatemas y censuras eclesiásticas, excepto para los frailes mendicantes.
En general, la postura de la Iglesia en relación con los espectáculos taurinos se basaba, por extrapolación, como señala Don José María de Cossío en “las páginas inflamadas de los escritores eclesiásticos de los primeros siglos de la Iglesia contra las Fiestas gentiles del circo”, lo cual, ciertamente, no es, ni mucho menos comparable.
Antes de abordar la aparición y desarrollo de la normativa taurina escrita debemos contemplar sus precedentes orales y consuetudinarios como consecuencia de la existencia de la actividad taurina popular como precursora del toreo actual.
La mayoría del público que acude a presenciar las corridas de toros ignora seguramente los orígenes de la Fiesta, y, sobre todo las evoluciones por las que ha pasado para llegar a la forma actual, que se puede considerar como definitiva.
Algunos eruditos han querido demostrar que el encuentro del hombre con el toro es tan antiguo que se remontan a los tiempos de los límites de historia con la prehistoria.
El mismísimo Fernando Claramunt, en su magnífica obra de “Historia del Arte del Toreo” cita a la Cueva de Altamira, uno de los más destacados Monumentos del arte Universal, como “El Primer cartel de toros, el más admirable de los que luego se han ido fijando por las paredes de España”. Y apunta como, ya, de ello se había dado cuenta don Miguel de Unamuno y así expresado en unos versos:
“Cavernario bisonteo,
introito del rito mágico
que culmina en el toreo”
A diferencia de falsos ecologistas o singulares animalistas, el español cabal, como otros hombres mediterráneos de ayer, adora al toro y lo reverencia.
El culto al toro se extiende desde Mesopotamia y el norte de África hasta la Península Ibérica. Resulta fundamental para comprender la corrida de toros actual. Si no tuviera un origen religioso o ritual podría parecer un deporte cruento, comparable a la caza y a los juegos sangrientos deportivos que hubo en Roma.
Nuestros abuelos que no abandonaron nunca del todo el territorio peninsular, se han convertido pasadas numerosísimas generaciones en hispanos. Y muchos de sus descendientes son hoy abonados de Las Ventas de Madrid, de la Real Maestranza de Sevilla o de otras Plazas de Toros, o miembros de asociaciones de solera como El Círculo Taurino Amigos de la Dinastía “Bienvenida”…y otras.
España se ha diferenciado del resto de países europeos en la persistencia y regusto del culto del toro. Una muy específica y estrecha relación con él: “esa vieja relación varias veces milenaria del hombre español con el toro bravo” de que habla don José Ortega y Gasset”.
Preciso es citar al tan recordado, aunque hoy día subliminalmente censurado, Rafael García Serrano en ése suculento festín literario titulado “Los Toros de Iberia”, como rinde su admiración al toro como animal mítico, por encima de todos los demás animales; como símbolo eterno de cultura.
Merecen recordarse unas páginas del poeta y ganadero Fernando Villalón en un capítulo de su “Taurofilia Racial”. Su pensamiento imbuido de un lujo imaginativo muy andaluz procedente del mundo de los refinados tartesios, le llevó a éste hecho: Un día pisó con sus botos camperos el suelo de la marisma y exclamó: “Fue aquí, exactamente aquí, dónde tuvo su origen el toreo” y añadió: “El mundo consta de dos partes: Cádiz y Sevilla”. Se refería naturalmente al mundo civilizado.“Toros eternos de Iberia, unos con la tierra que tiene,entre mares, la forma de su piel; toros de Gerión codiciadospor Hércules; toros que, en las astas inflamados haces, lanzóOrisón a los Cartagineses”,que escribiera Luys Santa Marina.
La costumbre popular del toro nupcial y en coso, muy extendida por todo el territorio nacional es de tiempo inmemorial y quizás más que la de correr toros por las calles, dónde se simbolizaba el vínculo de la sexualidad mediante el ejercicio de suertes de toreo con garbo y valentía esquivando a la res. “Para torear y casarse hay que arrimarse” dice una máxima.
La primera Corrida Nupcial, bien documentada, data del año 1080 y tuvo lugar en el coso de San Vicente de Ávila con motivo de la boda de Sancho de Estrada con Doña Urraca Flores, concertada por el Obispo de Oviedo Don Pelayo.
Existen opiniones muy autorizadas que consideran a España como “cuna de los torneos taurinos” buscando su raíz en el largo período que dominaron los árabes a España; pero lo cierto es que hasta el reinado de Enrique III no se encuentra testimonio histórico indubitado en que nos hable de los festejos en que ya los caballeros alanceaban toros a caballo, auxiliados por peones, que no eran otra cosa que sirvientes asalariados que exponían su vida para salvar la de sus amos en caso de peligro.
La crónica de Gutierre Díez de Games, que relata las proezas realizadas en Sevilla por el Conde de Buelna, es acaso el primer documento auténtico dónde resulta comprobado, porque la preciosa narración de Moratín, en la que aparece tan señalada la figura del Cid Campeador, es una creación de la fantasía del poeta, que no deriva de ninguna fuente autorizada, según la conclusión de Natalio Rivas.
Aunque el ordenamiento jurídico de los festejos con el toro sufría una influencia normativa de origen canónigo, fue, fundamentalmente, la acción civil en los territorios castellanos de la Edad Media, la auténtica reguladora de la actividad, con disposiciones basadas en criterios de seguridad, sanidad e higiene, y respeto a la integridad física del animal, en evitación de lesiones y heridas que le pudieran inferir, y de la muerte del mismo.
Véanse los trabajos de la profesora Doña Beatriz Badorrey Martín sobre historiografía medieval, y legislación en los toros.
Para su cumplimiento se preceptúan las obligaciones y se contemplan las posibles infracciones, estableciendo las sanciones correspondientes, además de fijar la ubicación específica para la celebración del espectáculo, el coso, o arenal de la villa, a extramuros delaciudad.
Tras su reconquista, Madrid fue creciendo hasta alcanzar un notable desarrollo en las primeras décadas del siglo XIII, y al mismo tiempo que otras muchas ciudades y villas castellanas, se organizó administrativamente constituyéndose en las entonces denominadas de “Villa y Tierra”.
Así pues la Villa es el centro político, económico y jurídico de la Comunidad. Y para ejercer éste gobierno va elaborando sus propias normas, esto es su propio derecho.
En un principio ése derecho fue oral o consuetudinario, lo creaba y lo transmitía el pueblo de generación en generación, pero ante el incesante aumento fue necesario fijarlas en documento escrito que se conoce como “Fuero de Madrid”.
Los fueros municipales son los códigos, o conjunto de normas, por los que se regía una determinada comunidad. De su redacción se encargaba a veces el propio municipio, en otras ocasiones el Rey y, por último, otras veces el fuero es el resultado de la avenencia o acuerdo entre el Concejo y el Señor.
Entre éstas tres categorías, merece especial atención la primera, es decir los fueros que son el resultado de la facultad normativa del municipio, que como corporación autónoma elabora y estatuye las prescripciones que han de regir su vida jurídica.
Este sería el caso del Fuero de Madrid, elaborado en latín y, ya, con algunos giros castellanos entre el año 1158 y 1214, durante el reinado de Alfonso VIII.
Pues bien, éste Fuero madrileño fue completado por ocho preceptos, y corresponden a los reinados de Alfonso VIII y Fernando III. Y éstas adiciones están ya escritas en castellano.
Pero lo importante para nosotros es que una de ellas se refiere a las corridas de toros. Que dice así:
“Los Jurados, los Alcaldes, los fiadores y el Concejo de Madrid ajustaron esto: que cualquier hombre que corriere vaca o toro dentro de la villa, pague tres maravedíes a los fiadores; y cuando y cuando metieren en la villa la vaca o el toro, llévenla atada con dos sogas, una a los cuernos y otra al pié. Igualmente, el hombre que tirase una piedra o garrocha a la vaca o al toro, o bien corriera en el coso con lanza o palo aguzado, pague dos maravedíes a los fiadores, por cada cosa que ejecutare de las vedadas en la carta ”.
Es muy posible que se trate ésta de la disposición sobre fiestas de toros más antigua. Como no aparece fecha ni nombre del monarca bajo cuyo reinado se elaboró, algunos autores la sitúan anterior a 1219, por el hecho de que la siguiente aparece datada ese año.
Por lo que se refiere a la aplicación del Fuero de Madrid, y en consecuencia de ésta norma taurina, se puede asegurar su vigencia durante éste siglo XIII y las cuatro primeras décadas de la centuria siguiente, concretamente hasta el año 1339. Ese año Alfonso XI otorgó a Madrid un texto de carácter general, El Fuero Real, y obligó a la Villa a observarlo.
El Fuero Real anuncia la decadencia de los Fueros municipales frente a los códigos promulgados por el poder central. Sin embargo esto no afectó a la regulación de los aspectos particulares de cada municipio como la organización de fiestas y diversiones públicas, que permanecieron en el ámbito de lo local.
Como consecuencia, en los siglos siguientes, los Concejos continuaron regulando las corridas a través de Nuevas Ordenanzas, y sobre todo de Acuerdos Municipales.
El Concejo era el encargado de organizar todos los espectáculos taurinos. En primer lugar, cuando se trataba de festejos ocasionales. el Corregidor ordenaba el día que se debían correr los toros, y además le correspondía presidir los festejos.
Sirva éste apunte como el precedente histórico del ejercicio de la Presidencia en los espectáculos taurinos, a cuyo tema le dedicaremos especial mención más adelante.
El Rey Enrique IV, tan excéntrico y tan plagado de extravagancias y rarezas, mantuvo en Castilla y León con todo auge las lidias de los toros en las festividades cívicas y religiosas.
Los Reyes Católicos, aunque no prohibieron descaradamente la tauromaquia, la llegaron a anular, dando preferencia a las justas y torneos.
“El ser cosa de los árabes” los prevenían extraordinariamente, porque hasta en ese aspecto querían extirpar todo vestigio musulmán.
Hay constancia de que en la última época de la Reconquista los españoles musulmanes del Reino de Granada participaban en fiestas de toros rivalizando con los cristianos en los momentos de tregua.
Reunificada España desde 1492, Carlos I y Felipe II verán desde muy cerca los toros.
Durante los siglos XVI y XVII, y principios del XVIII el toreo, que sigue siendo a caballo, va presentando nuevos modos que preparan su transformación.
La normativa que se venía promulgando para la celebración de festejos taurinos adquiere una nueva dimensión durante el siglo XVI, su adecuación al hecho de su notoria expansión, y a la feliz circunstancia de que los espectáculos de toros se trasladaran desde el coso, que era un lugar abierto y peligroso, a otro más reducido y fácil de cerrar como era una plaza pública de la ciudad.
En el caso de Madrid, y como referencia, el gran número de festejos que se celebraban anualmente en un recinto que servía como mercado de la Villa, y que además constituía el centro de la vida pública, hizo que el Rey Felipe III dispusiera en el año 1617 la construcción de una nueva Plaza en el mismo lugar.
Y así, dos años después, el 3 de Julio de 1619, se inaugura la nueva Plaza, definitivamente llamada Plaza Mayor, por supuesto con un festejo taurino en el que se corrieron 15 toros de Zamora.
Durante el dominio de la Casa de Austria subsistieron en ésta Plaza Mayor las luchas en que los nobles lucían su valor, no sólo en el ejercicio de la lanza, sino en los combates arriesgados que sostenían a pié, cuando era derribada la cabalgadura por el empuje de las reses astadas, rematándolas a cuchilladas para hacer alardes de valentía y para rendir homenaje a la dama cuyo corazón pretendían conquistar.
Debe considerarse como primeros conatos de reglamentación de la fiesta de los toros, propiamente dicha y de ámbito de aplicación extensivo, las órdenes y prohibiciones, primero del Consejo de Castilla, y después de la Sala de Alcaldes de Casa y Corte, encaminadas a que no se perturbara el festejo con la intromisión del público en la Plaza.
Tales órdenes o advertencias se comunicaban por el pregonero y prevenían más frecuentemente la costumbre de lanzarse el público al ruedo para desjarretar al toro.
Durante todo el siglo XVII se producen éstas órdenes. Valgan como ejemplos las comunicadas al Marqués de Uxena con fecha 24 de Junio de 1659, y las dictadas por la Sala de Alcaldes de Casa y Corte, para prevenir tales perturbaciones, y reiterando prohibiciones de determinadas conductas del público asistente, en los años 1660, 71, 74 y 75.
En el capítulo sancionador por las infracciones cometidas, varían las penas que se conminan, llegando a señalarse en auto de 1661 la de “doscientos azotes y seis años de galeras” para los espectadores, y hasta “cincuenta ducados de multa y dos años de destierro” a empleados de la plaza.
En 1675 se ordena, como en la comunicación antes relatada, que sean los alguacilillos los que se repartan por las escalerillas de los tablados para impedir que baje nadie a la plaza.
Con cierta imaginación se podría interpretar como precedente de los reglamentos taurinos una “forma de arrendamiento de la plaza de toros para las próximas fiestas de toros que se han de celebrar 31 de Mayo y 2 de Junio de 1738”, de la Plaza de Sevilla.
Pero la mayor importancia la tienen, desde el punto de vista reglamentario, las ordenanzas dimanantes del Consejo de Castilla hacia 1770, de orden de Carlos III. En ellas se dispone que presidan la Plaza los Corregidores, a cuyas órdenes ha de estar la fuerza armada y todo dependiente de la autoridad que concurriere a la fiesta; que dos alguacilillos a caballo, seguidos de cierto número de soldados de caballería despejasen el redondel; que se vigilase la seguridad del edificio y la asistencia de los médicos, cirujanos y botiquines, por si eran precisos sus servicios.
Disponían asimismo, y hasta 1884 así vino haciéndose, que “concluido el despejo de plaza leyese el pregonero un bando en el que se señalaban las penas acordadas a los que arrojasen a la plaza cosa alguna que pudiesen dificultar la lidia o imposibilitarla”, y, finalmente, “que asistiera con el pregonero el verdugo para castigar en el acto, y con la pena que impusiese el Presidente, al que quebrantase los preceptos del bando.”
Estas ordenanzas prestan algunos de sus preceptos más elementales a los carteles de las corridas, que insertan como advertencias, así como otras generales referidas al orden público.
La llegada de la dinastía de Borbón, importadora de otros gustos y aficiones, hizo que se eclipsaran los antiguos deportes que pasaron a ser episódicos en la vida española.
La nobleza, siempre identificada con la Corte, no sentía estímulo alguno por lo que había sido su diversión predilecta; pero el campo que ella abandonó fue seguidamente ocupado por la plebe. Los sirvientes de baja estofa, entre los que se encontraban pícaros y rufianes, y que habían venido prestando su ayuda a los próceres en momentos de riesgo, se convirtieron en verdaderos lidiadores de a pié, ejecutando lances, que eran muestran de aptitudes espontáneas e innatas, que más tarde encontraron expresión concreta y definida, al aparecer los verdaderos creadores del arte taurino.
Y así llegamos al Siglo XVIII, el impulsor de la Tauromaquia moderna y, paradójicamente, con la importación de la Ilustración.
Éste siglo es realmente decisivo en la historia de la tauromaquia y, precisamente, por sus contradicciones.
Por un lado, renacen con brío las normas prohibitivas o restrictivas de los espectáculos taurinos y, por otro, el inicio de la importancia del toreo a pié.
Como señala Chueca Goitia en su “Historia de España”, dirigida por Menéndez Pidal, “la fiesta de toros floreció y se construyeron en las ciudades españolas cosos tan importantes como las plazas de las Maestranzas de Sevilla y Ronda, amén de las plazas de Madrid y otras capitales”.
El espíritu de la Ilustración, que inundó el pensamiento europeo, basado en el dominio de la razón en contraposición a los principios tradicionales, hasta entonces generalmente no cuestionados, hizo acto de presencia en España favorecido con el cambio de la dinastía reinante.
La nueva corriente, que tenía sus raíces fuera de nuestras fronteras, influyó en muchos de nuestros intelectuales y políticos de la época, pasando a considerar las fiestas de los toros como espectáculo tradicional rechazable.
En el transcurso del siglo XVIII se dictaron diversas disposiciones con el carácter anteriormente apuntado, tanto reguladoras como prohibitivas, y si no estrictamente prohibitivas, si como de “prohibición bajo reserva de autorización”.
La organización del espectáculo en el siglo XVIII, con el predominio del toreo a pié, y la consagración del diestro como profesional, trajo consigo la evolución de las disposiciones pertinentes.
Dichas normas fueron recogidas en la denominada LA NOVISIMA RECOPILACION DE LAS LEYES DE ESPAÑA, publicada en 1805, por mandato del Rey Carlos IV, recoge dentro de su texto varias disposiciones relacionadas con el mundo de los toros, la mayoría son reproducción de normas promulgadas durante el siglo XVIII, y referidas al otorgamiento de privilegios a las Maestranzas de Sevilla y Granada.
Sin duda, la norma más significativa de la Novísima Recopilación, en relación con los espectáculos taurinos, es la contenida en la Ley VI que reproduce la muy conocida Pragmática sanción de 9 de Noviembre de 1785, de Carlos III.
De las Diversiones Públicas y Privadas.Prohibición general de las Fiestas de toros de Muerte.
Disposición Prototipo de prohibición bajo reserva de autorización.
No obstante la prohibición señalada, su cumplimiento no fue, ni mucho menos, ejemplar. Un año después, en concreto el 7 de Diciembre de 1786 por Real Orden, recogida en la Novísima Recopilación, reconocía, aunque se centraba en Valencia y en otros pueblos, la celebración de corridas de toros, por lo que insistía en la “cesación de todas ellas, exceptuando únicamente Madrid”.
Transcurrido un año (30 de Septiembre de 1787) otra Real Orden volvía a insistir en la prohibición, puesto que seguían celebrándose “algunas corridas de toros en varios pueblos”.
Asimismo, como prueba de la inoperancia de la Pragmática sanción está el auge que iban adquiriendo los lidiadores de a pié, lo que motivó la publicación en Cádiz en el año 1796 de la obra “LA TAUROMAQUIA O ARTE DE TOREAR. OBRA UTILISIMA PARA LOS TOREROS DE PROFESIÓN, PARA LOS AFICIONADOS Y TODA CLASE DE SUJETOS QUE GUSTEN DE TOROS”, atribuída al diestro José Delgado “Pepe illo”.
La desobediencia a la no celebración de corridas de toros de muerte era constante. Y Carlos IV volvió a insistir en la prohibición el 20 de Diciembre de 1804 y 10 de Febrero de 1805, que fueron recogidas como Ley VII, de la Novísima Recopilación de 1805, por las que se establecía “la absoluta prohibición de fiesta de toros y novillos de muerte en todo el Reyno”.
La proscripción de los espectáculos taurinos no se limitó a lo preceptuado anteriormente, sino que alcanzó también a las capeas y toros ensogados que se corrían por las vías públicas, en virtud de Ley de “Prohibición del abuso de correr por las calles novillos y toros que se llaman de cuerda”, recogiendo la Real Providencia de Carlos IV, de 30 de Agosto de 1790.
Toda ésta normativa se genera por la necesidad de ir regulando la realidad del toreo a pié como una creación de empuje popular.
No están de acuerdo los que han profundizado sobre la cuestión de quién fuera el primero que practicó la suerte de matar con espada muleta. Unos, y parece que son los mejor enterados, afirman que Francisco Romero, padre de Juan y abuelo del famoso Pedro Romero.
Otros afirman que tal privilegio lo disfrutaron los hermanos sevillanos Pedro, Félix y Juan Palomo.
También hay quién cree que fue Juan Esteller “El Valenciano”, que inauguró, en unión del “Pamplonés”, el 30 de Mayo de 1754, la que se denominó Plaza Vieja, situada cerca de la Puerta de Alcalá de Madrid.
En todo caso, nadie duda que en la época de lo referido toreros comenzó el toreo que podemos llamar moderno. Y no es de extrañar que le concedan la primacía Francisco Romero, no sólo porque brilló más que sus contemporáneos sino porque fue el primero que consumó la suerte de recibir.
Alternando con “Costillares”, estrella de primera magnitud, inventor del “volapié” e intérprete de primorosas labores artísticas, aparecen dos temerarios y rudos lidiadores, que tuvieron entusiasmados durante años a los públicos ávidos de fuertes emociones, Antonio Bellón “El Africano” y el guipuzcoano Martín Barcaiztegui “Martincho” del que Francisco de Goya, que fue su gran amigo y camarada, inmortalizó con sus pinceles sus hazañas heroicas y portentosas.
La evolución del toreo hacia reglas de lidia, creación de suertes, indumentaria, forma y pautas del espectáculo se van afirmando con el gran Pedro Romero, Jerónimo José Cándido y Pepe Illo.
La rivalidad y los celos profesionalesentre Romero y Pepe Illo enturbiaron su relación y acentuó su competencia en los ruedos. La natural prudencia del rondeño frente a la osadía del sevillano ocasionaba que éste resultara herido las más de las veces, como así ocurriera en la celebración de de la Corrida Real, 1789, con motivo de la Jura de Carlos IV.
Caso curioso es el de José Delgado “Pepe Illo”, que siendo autor de la obra didáctica “Tratado de Tauromaquia”, en el ruedo ofrecía un estilo improvisado y anárquico, de tan nula observancia de sus propios preceptos que le deparó numerosos percances, hasta el mismo de su cogida y muerte en 1801 en la Plaza de Madrid.
Es en el siglo XIX cuando surgen los antecedentes de las Reglamentaciones Modernas.
Los avatares políticos de éste período desviaron la preocupación de los legisladores hacia otros temas, aunque sin olvidarse de un modo absoluto de la costumbre popular de los toros.
Las referencias legales de la época eran más testimoniales que otra cosa, sin ninguna aportación o incidencia real en los espectáculos taurinos, que se veían alterados por los sucesos que acaecían en España, y no por la voluntad directa de sus gobernantes.
José Bonaparte, tan desconocedor de las costumbres españolas, estableció en el año 1810 los requisitos para autorizar las “funciones de toros”.
Con Fernando VII en el poder, los toros no fueron ajenos a las veleidades del mismo. En 1814 prohibió las corridas de toros, para al año siguiente levantar la prohibición.
Por Real Decreto de 28 de Mayo de 1830, Fernando VII a instancia del Conde de la Estrella, creó en Sevilla la Escuela de Tauromaquia. Más que un privilegio fue, por la inoportunidad del momento, un flaco servicio a los partidarios taurinos, ya que dicha creación coincidió, como se relata en la “Historia de España” de Menéndez Pidal con “el cierre de Universidades y la implantación de una férrea censura en prensa y publicaciones de todo tipo”.
La vida de la Escuela fue efímera, en 1834 se clausuró. No puede afirmarse que el resultado de la Escuela fuera exiguo por el hecho de haber dado sólo dos toreros de fuste: Francisco Arjona “Cúchares” y Francisco Montes “Paquiro”.
Si en tan corta vida, la Escuela descubrió a dos máximas figuras de la Historia del toreo, el éxito fue indudable.
La Escuela taurina, al igual que cualquier otra Escuela de arte, no hace figuras, descubre a éstas y enseña el oficio, no el arte que es innato.
Al igual que sucediera en 1796 con la publicación de la Tauromaquia de “Pepe Illo”, a raíz de la Pragmática prohibitiva de Carlos III, en el año 1836 fue publicada en Madrid la obra de Francisco Montes “Paquiro”: “TAUROMAQUIA COMPLETA, O SEA ARTE DE TOREAR EN LA PLAZA, TANTO A PIE COMO A CABALLO”.
Parece un sino de la fiesta de toros que cualquier norma prohibitiva o restrictiva produce el efecto contrario. Le sirve de impulso.
“Paquiro”, con su obra “Tauromaquia Completa”, se consagra como el gran legislador de la fiesta de los toros, no sólo por lo que respecta a la doctrina técnica-taurina, sino por lo que hace a la forma de conducirse el espectáculo. La misión de peones, picadores y espadas se deduce claramente de la exposición de las reglas de torear para cada uno de ellos.
Las clases de toros que deben rechazarse por indignos de ser lidiados, y los atributos y funciones de cuantos intervienen en el espectáculo, quedan definidos.
Además de todo ello, aún agrega un capítulo, “Reforma del Espectáculo”, cuyas observaciones habían de ser, en su mayoría, recogidas para la redacción de los futuros reglamentos.
El tratado de “Paquiro” contiene la doctrina inspiradora de la posterior reglamentación taurina.
El siglo XIX, además de la consolidación del toreo a pié, sin perjuicio de su constante y permanente evolución, fue el siglo de la construcción de la mayoría de la las Plazas de Toros, trasladando la celebración del espectáculo de las plazas mayores de las ciudades a recintos específicos que facilitasen el mismo y cubriese la demanda de una mayor asistencia de espectadores.
Es cierto que ya a finales del siglo anterior, el XVIII, consta la construcción, entre otras, como ya se hemos referido, de las plazas de Ronda (1785), de Sevilla (1761), así como la antigua plaza de Madrid junto a la Puerta de Alcalá (1754) con cabida para 12.000 personas, que la hizo construir Fernando VI y la costeó con su propio peculio, regalándola al Real Hospital a “fin de que aumentase sus recursos con los rendimientos de las corridas”.
Pero, efectivamente, el auge constructivo se realizó en el transcurso del siglo XIX.
Así se erigió en Madrid (1.874) la nueva Plaza de Toros llamada “de la Fuente El Berro”, con aforo para 13.200 espectadores, de estilo mudéjar, cómoda y bellísima, fue la mejor y la más bonita de todas las de España.
Las nuevas Plazas de Toros trajeron consigo la regulación de los
espectáculos a celebrar en las mismas, creando con ello el germen de las reglamentaciones generales que han aparecido durante el siglo XX, hasta nuestros días.
Las autoridades administrativas provinciales dictaron, con mayor o menor extensión, las normas aplicables a los espectáculos taurinos que se celebrasen en las plazas de toros ubicadas en el ámbito territorial de su jurisdicción.
Se tiene como primera reglamentación de esas características la que promulgó en 1847 Don Melchor Ordoñez, Gobernador Civil de Málaga, con el siguiente título: “Condiciones bajo las cuales ha sido concedido por el Jefe Político de esta provincia el permiso para las dos corridas de toros que tendrán lugar en ésta ciudad los días 3 y 13 de los corrientes”.
Posteriormente, siguiendo el ejemplo anterior, se dictaron las normas específicas de las plazas que ha continuación se indican: 5 de Junio de 1852, Madrid; 1857, Barcelona; 1858, Sevilla; 1861, Puerto de Santa María; 1862, Guadalajara; 1863, Logroño; 1867, Jaén; 1868, Madrid; 1872, Cádiz; 1876, Málaga; 1880, Puerto de Santa María; 1880, Madrid; 1882, Bilbao; 1883, Barcelona; 1887, Barcelona; 1887 Murcia; y 1896 Sevilla.
Muchas de ellas fueron dictadas para unos determinados espectáculos con fechas concretas, sin perjuicio, que de hecho, se prorrogó tácitamente su aplicación a espectáculos que se celebraron en la misma plaza con posterioridad.
Por Real Orden de 3 de Julio de 1865 fue suprimido, en las corridas de toros, el despeje de la plaza que realizaba la Fuerza armada.
Reminiscencia simbólica del despeje de ruedo es la actual vuelta al mismo que realizan los alguacilillos.
La Ley reguladora del gobierno provincial, de 29 de Agosto de 1882, establece (art. 25),como competencia de los Gobernadores Civiles, en los espectáculos públicos taurinos en los que pueda comprometerse el orden público, el poder conceder o negar la concesión del permiso para su celebración, así como la facultad de presidirlo si lo juzga conveniente.
Se aprecia como el legislador, en éste año de 1882, modificó la política taurina mantenida hasta entonces, al reconocer expresamente, una realidad contra la que no se puede ir en contra.
En éste sentido, la Real Orden de 31 de Octubre de 1882 decía literalmente en su preámbulo: “Las corridas de toros constituyen un espectáculo tan arraigado en las costumbres populares que sería temerario empeño intentar suprimirlo, cediendo irreflexivamente a las excitaciones de los que le califican de bárbaro y opuesto a la cultura”.
Efectivamente, los toros, como espectáculo imparable, se iba creando un espacio de protagonismo en la vida nacional, en ese convulso siglo XIX.
El motín de Aranjuez, la invasión francesa, la Guerra de la Independencia, el delirante patriotismo del pueblo madrileño que se privaba de asistir a los toros, su espectáculo favorito, antes de que tolerar en la plaza la presencia del soberano intruso José Bonaparte, el retorno de Fernando VII,.
Las contiendas políticas de absolutistas y liberales alcanzaban a toreros y espectadores. Persecución del gran Curro Guillén, cuya cogida y muerte en la Plaza de Ronda, no pudo evitar el quite heroico de su banderillero Juan León.
En la plaza de toros riñas airadas y descompuestas entre espectadores, hasta llegar a las manos.
Toreros que se posicionaban en cada uno de los bandos, haciendo pública ostentación, ya, en el paseíllo, o en su indumentaria, como los matadores Antonio Ruíz “El Sombrerero” y el mismo Juan León, demostrando una valentía muy propia en aquellos tiempos, y que nos recuerdan otros más cercanos, en que los hombres despreciaban la vida por defender sus ideales.
Toreros del Romanticismo. Antonio Montes “Paquiro” el de la Tauromaquia, Manuel Domínguez, por mal nombre “Desperdicios”, ,. Francisco Arjona “Cúchares”, del que el arte toreo adopta su nombre; patriota exaltado que demostró con hechos elocuentísimos su amor a España, elfino Cayetano Sanz, el afamado y galante gitano Manuel Díaz “El Lavi”, el otro gitano y menos galante José Ulloa “Tragabuches”, torero bandido tras matar a “la Nena”, su mujer.
La técnica y el estilo van refinando el arrojo de los toreros, y aparece la pareja cumbre de la rivalidad. El público poseído de enardecimientos próximos a la locura luchaba y discutía sobre las cualidades y los méritos de sus ídolos populares: “Lagartijo” y “Frascuelo”. Insuperables, con capa y muleta uno, y matando el otro.
Rafael Molina “Lagartijo El Grande”, de Córdoba,al que rebautizó elagudo ingenio de Mariano de Cavia con el nombre de “Gran Califa del Toreo”.
Época nominada por Fernando Claramunt, hombre cabal y ejemplo de españolía, como la Primera Edad de Oro del Toreo, la segunda sería la de Joselito y Belmonte.
Cierra “el ochocientos” el reinado absoluto de Rafael Guerra “Guerrita”: “Después de mí,…naidie y después de naidie,…el Fuentes”, sentenció con soberbia torera.
Fernando, el padre de “Los Gallos”, Mazzantini, Don Luis, Reverte, El Espartero, “Litri”, “El Algabeño”, “Minuto”…. la época del “Guerra”, y apareciendo, ya, “Bombita” hacia el siglo XX.
Ya en los inicios de éste siglo, el espectáculo más nacional, la Fiesta de los toros, exige por su expansión un marco jurídico adecuado.
El año 1917 marca un hito en la historia jurídico-taurina. La Real Orden de 28 de Febrero de 1917, aprobó el REGLAMENTO DE LAS CORRIDAS DE TOROS NOVILLOS Y BECERROS.
Reglamentación de ámbito superior a los Reglamentos particulares que se aprobaron en la segunda mitad del siglo XIX, y de contenido plural, no limitado a puntos muy concretos como era la tónica de la legislación vista hasta ahora.
Es, ya, promulgado por el ministro de la Gobernación Don Joaquín Ruiz Jiménez porque obliga a su cumplimiento íntegro en Barcelona, Bilbao, Madrid, San Sebastián, Sevilla, Valencia y Zaragoza. En las demás capitales y provincias los Gobernadores están autorizados para aplicarlos o no, salvo en los artículos relativos a las condiciones que han de reunir las enfermerías y las puyas que se utilicen en la suerte de varas.
A éste le sustituye el Reglamento de 1.923, por Real Orden de 20 de Agosto se aprobó el Reglamento de las Corridas de Toros, Novillos y Becerros, firmado por el Duque de Almodóvar del Valle,ministro de la Gobernación.
Por primera vez se disponía que una Ley taurómacafuera de obligada aplicación en todo el territorio nacional. Aunque por poco tiempo ya que el General Martínez Anido, ministro de la Gobernación, en 9 de Febrero de 1924, publica una Real Orden que lo modifica, reduciendo la obligatoria observancia de sus preceptos a las plazas que se clasifican como de primera categoría, tales como: Madrid, Sevilla, Valencia, San Sebastián, Bilbao, Barcelona (plaza Monumental y Las Arenas), Barceloneta, y Vista Alegre (Madrid).
Como norma complementaria, pero trascendente, se publicó en la Gaceta de Madrid el 7 de Febrero de 1.928 una Real Orden a Instancia del General Don Miguel Primo de Rivera por la que se hacía obligatorio el uso de petos defensivos para los caballos de picar en las Plazas de primera categoría y en la de Tetuán de los Victorias, coso éste último dónde se venían realizando las pruebas de los distintos modelos de peto.
Dicha Orden fue ratificada por otra del 13 de Junio del mismo año que extendía su obligatoriedad a todas las plazas de España.
Si bien ésta medida trajo consigo la erradicación del cruel y repugnante aspecto que entonces ofrecía la suerte de varas con el sacrificio de caballos indefensos, también es cierto que supuso un antes y un después en el devenir del toreo.
Tras los precedentes citados surge la Primera Reglamentación Nacional propiamente dicha en 1930.
El General Don Enrique Marzo, ministro de la Gobernación, el 12 de Julio de 1930 firma “El Reglamento para la Celebración de Espectáculos Taurinos”, que es ya de cumplimiento forzoso para toda España, de total vigencia para todos los cosos y que supuso bastantes innovaciones.
En el seno de éste marco jurídico iniciado con el siglo, el toreo sigue su auge y en los ruedos de España toma el relevo de “Guerrita” el sevillano Ricardo Torres “Bombita” y en segundo lugar el cordobés Rafael González “Machaquito”.
Es la suya, durante el reinado de Alfonso XIII, la España de “Bombita” y Machaquito”, en competencia de guante blanco. En éste tiempo le disputaron la primacía el genial Rafael “El Gallo”, el mejicano indómito Rodolfo Gaona, el pundonoroso Vicente Pastor, y Manuel Mejías “Bienvenida”, torero crucial en la Fiesta por ser el artífice de la, quizás, más gloriosa dinastía torera, la de “Bienvenida”.
El crítico de “El Liberal” Don Modesto le apoda “El Papa Negro”, para distinguirlo de “Bombita” al que ya había bautizado como el “Papa del Toreo”,y asombrado ante su actuación en Madrid le dedica éstos curiosos versos:
“”De Bienvenida el pendón
ondula mirando al cielo
y entre gloriosas muletas
se estremecen las coletas
de Lagartijo y Frascuelo””
Ésta época supone la introducción a la nueva era. Con la irrupción en Madrid de los novilleros José Gómez “Gallito” y Juan Belmonte ya es inminente la llegada de la Edad de Oro del Arte del Toreo.
¡Lagartijo! ¡Ha vuelto Lagartijo! Gritaban los espectadores desde los tendidos delirantes ante el arte de José.
Juan produce asombro y desata el entusiasmo. Un grupo de intelectuales le rinde homenaje, y Don Ramón de Valle Inclán le dice: “Sólo te falta morir en la plaza”. Y Belmonte responde: “Se hará lo que se pueda, Don Ramón”.
La España taurina otra vez apasionadamente dividida, como en los tiempos de Lagartijo y Frascuelo. Los de José y los de Juan, aunque el enconamiento de sus partidarios no hace mella en su fraternal amistad.
Pero en Talavera un toro mata a Joselito, “Bailaor” de nombre, de la ganadería de la viuda de Ortega, procedente del encaste Veragua-Santa Coloma. Juan se queda sólo un 16 de Mayo de 1920.
En Talavera acabó la competencia. En Talavera, dijo Belmonte, “José me ha ganao la partía”.
Se había terminado la Edad de Oro del Toreo.
Juan Belmonte continúa toreando un año más y da paso a la llamada Edad de Plata que se cierra con la Guerra de Liberación.
Cuando todos veían en Manolo Granero al sucesor de Joselito, un toro le da muerte dos años después en la Plaza de Madrid, el toro “Pocapena” de la ganadería de Veragua. Mayo de 1922 la tarde de la confirmación de Marcial Lalanda.
La conmoción de las tragedias va siendo superada por un plantel de toreros extraordinarios con el claro afán de parecerse todos ellos a Joselito y Belmonte.
Las figuras como Rafael “El Gallo”, Ignacio Sánchez Mejías, Rodolfo Gaona constituyen el eslabón hacia la nueva era con toreros como “Chicuelo”, Marcial Lalanda, Nicanor Villalta, Valencia II, Nacional II o Antonio Márquez, y a los que se van sumando las nuevas estrellas como “El Niño de la Palma” (“es de Ronda y se llama Cayetano”, tituló Gregorio Corrochano augurándole la primacía del toreo, para más tarde, decepcionado, le sentenciara aquello de “ni es de Ronda ni se llama Cayetano…que es de Arriate y le llaman cucufate”).
A los malogrados Manuel Báez “Litri” y Curro Puya, muertos por cornadas, se les unían en grandiosa competencia Félix Rodríguez, “Cagancho”, “Barrera”, “Gitanillo de Triana”, Victoriano de la Serna, “El Estudiante”, Pepe Bienvenida, con los mejicanos “Armillita”, “Solórzano” y “Carnicerito” “El Soldado” y Lorenzo Garza”.
Fruto de la iniciativa adoptara Joselito “El Gallo” para la construcción de Plaza de Toros Monumentales, y en cuyos proyectos colaboró, se inaugura en Madrid, año 1931, la Plaza de Toros de Las Ventas del Espíritu Santo.
De nuevo la tragedia aparece con la muerte de Sánchez Mejías en la plaza de Manzanares, año 1934, y García Lorca le escribe la famosa elegía del “llanto por su amigo”.
Pero, de entre todos ellos, fueron Domingo Ortega y Manolo Bienvenida los que ocuparon la cumbre del toreo en ésta maravillosa etapa, que se cierra con la llegada del Alzamiento Nacional, a cuya causa, por cierto, se suma prácticamente todo el mundo del toro.
José “El Algabeño” muere en el frente. Victoriano Roger “Valencia” es asesinado y enterrado en Paracuellos. Mueren muchos ganaderos en la zona republicana y las vacadas desaparecieron en poco tiempo. “Manolete”, novillero, sirve en el Ejército Nacional y, tras su muerte, la propaganda comunista le imputa la infamia “de estoquear rojos para entrenarse con la espada”.
Domingo Ortega torea una corrida en Valencia para el Ejército Rojo, y es sacado a hombros por los milicianos. Gracias a ello consigue un salvoconducto para viajar a Francia y pasarse a la zona nacional.
Manolo Bienvenida, que ya había cortado dos rabos en Las Ventas, torea en Sevilla una corrida, presidida por el General Quipo de Llano, a beneficio de las tropas de Franco.
En su muleta aparecía en letras blancas un “Viva España”, y como represalia son detenidos y presos en Alicante, por milicianos, su madre y sus hermanos cuando se disponían a embarcar a Orán dónde los esperaba “El Papa Negro” con su hijo Antonio que habían huido con anterioridad.
Enterado su padre, consiguió llegar a Capitanía General de Sevilla para afrontar el problema, y en presencia del alto mando militar le recriminó a su hijo que como consecuencia de su acto “había puesto en peligro la vida de su madre y hermanos”, a lo que Manolo emocionado le contestó: “Qué importa, padre, la vida de nuestra familia cuando está en juego la vida de España”.
La vida de tan ejemplar español, y grandioso torero, se truncó con veinticinco años en San Sebastián, Julio de 1938, como consecuencia de una rápida y cruel enfermedad.
La actividad taurina, aún quedando muy escasa durante el conflicto, fue mucho más intensa en la zona nacional.
Acabada la Guerra, con la Victoria, el Estado español surgido del 18 de Julio, va creando el nuevo ordenamiento jurídico, pero en la Fiesta sigue vigente el Reglamento de 1930, aunque con sucesivas y oportunas modificaciones hasta la redacción del nuevo en 1962.
Un acontecimiento crucial se produce para la post-guerra. La alternativa de Manuel Rodríguez “Manolete”, Abril de 1939 en Sevilla, de manos de Manuel Jiménez “Chicuelo”.
“El Monstruo”, como le llamara el crítico Ricardo García “Kahíto”, enlaza la tauromaquia de antes de la guerra con la que viene, supropia era, la de “Manolete”.
El toreo contribuye enormemente a devolver la tranquilidad a los españoles, a mitigar su sacrificio, y van apareciendo Pepe Luís Vázquez, Antoñito Bienvenida, Carlos Arruza, Pepín Martín Vázquez, Angel Luís Bienvenida, Luís Miguel Dominguín.
Año tras año, en las corridas de Beneficencia, el público muestra su cariño y entusiasmo a Su Excelencia, y conoce los vehementes y emocionados brindis que le ofrecen los toreros.
“Dicen de mí, que tengo la mejor muleta, le dijo Luís Miguel con su arrogancia habitual, pero lo que no cabe duda es que usted sí es el primer espada de España! ¡Va por usted, Caudillo”!
Otra tragedia en el toro conmueve la Fiesta y España entera.Agosto de 1947,
“Ya se apagaron los olés
y la muerte por Linares
va encendiendo sus faroles.
¡Ay, campanas, que agonía,
las campanas de Linares,
cuando doblan noche y día
con un son de soleares”
Así la cantó el bueno de Rafael Farina.
Luís Miguel recoge el testigo, y con Aparicio, Litri y Ordoñez en triunfal paseo, recuperando la sonrisa el abnegado pueblo español, la Fiesta se encamina hacia una nueva reglamentación y a otra época dorada, la de “El Cordobés” y la Feliz España del desarrollo.
El Ministro de la Gobernación general Alonso Vega, por Orden de 15 de Marzo de 1962, apruebael nuevo Reglamento de Espectáculos Taurinos. Es la normativa que menos se parece a la anterior, pues no sólo recoge disposiciones complementarias y posteriores, sino que es la que agrega más innovaciones, algunas de ellas de suma importancia para la pureza e integridad de las corridas en su intento de combatir fraudes y mixtificaciones.
Es de resaltar la importancia en éste tiempo de la creación del Libro Genealógico del Ganado de Lidia, y el Registro Oficial de Nacimiento de reses de Lidia.
Los años sesenta son los del “cordobesismo”. Trás su etapa revolucionaria de novillero Manuel Benítez “El Cordobés” recibe la alternativa, Mayo el 63, en Córdoba de manos del maestro Antonio Bienvenida.
El escalafón de ésta época triunfal lo componía una pléyade de grandes toreros.
A los veteranos como Gregorio Sánchez, Pedrés, César Girón, Ordoñez Curro Romero, Ostos, o Antoñete se les unió, Puerta, Camino y Mondeño, El Viti, Palomo Linares, Rafael Ortega, Victoriano Valencia o Juanito Bienvenida.
En 1.975 dos sucesos luctuosos conmueven a España: La muerte de Antonio Bienvenida y la de Francisco Franco. La transición política, o quizás deserción, abre una nueva época también en el toreo y en la legislación taurina..
La generación de los setenta, la de Manzanares, Julio Robles, Capea o Roberto Domínguez, da paso en los ochenta al reinado de Espartaco, y enlazando con la era de Enrique Ponce aún vigente.
Ponce, el torero de época, dotado de la maestría, el dominio, el valor y la seguridad como hayan podido poseer los más grandes de la historia del toreo.
Estas etapas han sido jalonadas con acontecimientos impactantes como los años de Paco Ojeda, el ascenso del colombiano César Rincón a “César del Toreo”, o el fenómeno acaecido con Julián López “El Juli”.
Sin olvidar la huella de la tragedia, las muertes de Paquirri, Yiyo y Julio Robles, grandes toreros y buenos españoles.
El nuevo orden constitucional exige un régimen jurídico adecuado para la Fiesta y sí llegamos a la última normativa legal promulgada, de ámbito nacional, como es La Ley 10/1991 de 4 de Abril, sobre potestades administrativas en materia de espectáculos taurinos, siendo Ministro del Interior Don José Luís Corcuera.
Su desarrollo viene establecido por lo dispuesto en el Reglamento de Espectáculos Taurinos, en su nueva redacción, promulgado por Real Decreto de 145/1996 de 2 de Febrero.
Si bien sigue vigente, su ámbito de aplicación se ha visto recortada por la promulgación de Reglamentos por distintas Comunidades Autónomas a las que la propia Ley otorga, en el traspaso de competencias, su propia competencia normativa en la materia. Tales son los casos de Navarra, Rioja, País Vasco y, próximamente, Andalucía.
Entre el primer texto legal del que existe constancia, de general aplicación, que hace alusión a los toros, LAS PARTIDAS del Rey Sabio, Alfonso X (año 1256-1263), y las disposiciones legales citadas transcurren casi ocho siglos. Ocho siglos de desarrollo y evolución de la actividad taurina siempre en el seno de un régimen jurídico que la regula.
El acto culminante de la Fiesta es la celebración de LA CORRIDA, y el acto de presidirla constituye el remate de la intervención del poder administrativo, es decir el ejercicio de la Autoridad.
Históricamente la designación de la figura del Presidente ha obedecido a la alta consideración de una escala de valores, conferida de carácter de Autoridad, por sí o por delegación de la misma.
Y así desde la Presidencia ejercida por el Rey, pasando por el Gobernador militar o Corregidores, Alcaldes y Concejales, hasta el colofón del Gobernador Civil y su delegación de autoridad gubernativa en el Funcionario del Cuerpo de Policía.
La Reglamentación vigente la preceptúa así: Art. 37.- El Presidente es la Autoridad que dirige el espectáculo y garantiza el normal desarrollo del mismo y su ordenada secuencia, exigiendo el cumplimiento exacto de las disposiciones en la materia.
La Presidencia en los espectáculos taurinos corresponderá, en las capitales de provincia, y por delegación de la autoridad competente a un Funcionario de Escala Superior, o ejecutiva, del Cuerpo Nacional de Policía, y en las restantes poblaciones al Alcalde que podrá delegar en un Concejal. (Art. 38.- 1).
Pero resulta curioso ver, llegados los tiempos actuales, como se va prescindiendo de la Autoridad en la Festejos taurinos.
Una posterior modificación reglamentaria añadiría lo siguiente: Cuando las circunstancias lo aconsejen, las Autoridades competentes, podrán nombrar como Presidente a personas de reconocida competencia e idóneas para la función a desempeñar . (Art. 38.- 2).
Estela que siguen los Reglamentos autonómicos. Y ya, la puntilla a la Autoridad en el Palco la tiene prevista la Junta de Andalucía, según el borrador del nuevo reglamento, que entrará en vigor ésta temporada, y que establece, entre otras novedades sorprendentes y llamativas, que la Presidencia de los Festejos Taurinos recaiga sobre un aficionado.
¡¡¡Adiós autoridad!!!
Por respeto a razones éticas y estéticas no podemos olvidar el origen de la Fiesta.
Existen tesis, quizás enigmáticas, como la de Pérez de Ayala, por las que declara que “el nacimiento de la Fiesta coincide con el nacimiento de la nacionalidad española......así, pues, las corridas de toros........ son una cosa tan nuestra, tan obligada por la naturaleza y la historia como el habla que hablamos”.
Así, también, el pensador y académico Conde de las Navas, recogía en su obra “El espectáculo más nacional”, publicada en 1924, y de un efecto total objetivista que “el devenir de la Fiesta de los toros camina paralelo con los períodos de auge y decadencia de la patria”.
Demostrado está que la Fiesta brava no camina sola. Su inercia siempre ha estado condicionada, o influenciada, por la situación social, política y económica de cada época.
En éste sentido recurramos a la sabiduría del filósofo Ortega y Gasset, el cual aseveraba, como conclusión no literal que “el que quiera saber como está España, que vaya a ver una corrida de toros”.
Asociando éstos, tan avalados, asertos nos podríamos preguntar:
¿Cómo está España?
¿Cómo está la Fiesta?.........y al fondo la Autoridad.
Pues bien, señoras y señores, por un elemental respeto a valores ancestrales, tradicionales y culturales tan arraigados, por el sentimiento de orgullo a lo que constituye un patrimonio común de los españoles, debemos ser portadores permanentes del estandarte del amor y de la defensa de la Fiesta Nacional.
Y especialmente en éstos críticos momentos, cuando las corrientes antitaurinas que abogan por la supresión de la Fiesta Nacional obedecen, mayormente, a razones antipatrióticas, antiespañolas, que desde el independentismo político la persiguen con saña por eso, por ser Fiesta Nacional Española, por constituir un inequívoco símbolo de identidad español.
¡Amemos a la Fiesta!¿No nos gusta como está? Pues a defenderla y apoyarla.
Así pues, podemos parafrasear a José Antonio, el poeta caído, cuando expresó una profunda inquietud sobre la Patria:
¡AMAMOS A ESPAÑA PORQUE NO NOS GUSTA!……pues AMAMOS A LA FIESTA PORQUE NO NOS GUSTADefendamos la Fiesta Nacional. Defendamos a la Patria.¡¡¡ARRIBA ESPAÑA!!!
Juan Lamarca López
Madrid, 16 de Febrero de 2006
¡Por España!, y el que quieradefenderla honrado muera;y el que, traidor, la abandone,
no tenga quien le perdone,
ni en tierra santo cobijo,
ni una cruz en sus despojos,
ni las manos de un buen hijo
para cerrarle los ojos.
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