La oreja de Jenkins

JUAN MANUEL DE PRADA



Inglaterra se hizo sobre la exaltación del voluntarismo; y, hasta el mismo instante en que se deshaga, querrá seguir imponiendo su voluntad
A los guardias civiles que custodian la aduana de Gibraltar les han sacado fotos, que han colgado en una web probritánica, tildándolos de «torturadores». ¡Y todo porque han extremado su celo en los registros! En una época tan flojita como la nuestra, a cualquier requilorio se le llama «tortura»; y siempre hay gentucilla taimada que se aprovecha de esta flojedad, para ponerse victimista. En otras épocas menos flojas, uno todavía podía toparse con tipos bragados como el guardacostas Julio León Fandiño, quien tras apresar al contrabandista Robert Jenkins en las costas del Caribe, le rebanó una oreja al tiempo que le decía sarcásticamente: «Vuelve a Inglaterra y dile a tu rey que lo mismo le haré si a lo mismo se atreve». Y Jenkins, con su oreja conservada en un frasco de formol, fue, en efecto, a decírselo a su rey, a la sazón Jorge II, quien iracundo declaró la guerra a España, lanzando una flota que era la mayor que recordaban los siglos contra la ciudad de Cartagena de Indias, donde fue escabechada por Blas de Lezo. Ocurrió en 1741, pero tan retumbante victoria apenas se recuerda en nuestros libros de historia, que en cambio dedican capítulos enteros a la Armada Invencible y a Trafalgar. Pero ya se sabe que nadie aventaja a los españoles en masoquismo.
A Fandiño habría que erigirle monumentos en las plazas, recordando el desorejamiento de Jenkins. Aquel Fandiño sabía que con la pérfida Albión no hay forma de «dialogar». Entre los síntomas más característicos de la flojera contemporánea se cuenta la apelación constante al «diálogo». Pero el verdadero diálogo sólo es posible cuando existe un principio común que las partes aceptan; no existiendo tal principio común, el diálogo deviene imposible («diálogo de besugos»), o en todo caso se alcanzará un acuerdo de conveniencia mutua, lo que a la larga es aún más perjudicial que la falta de acuerdo, por mucho que se disfrace de «consenso» (palabra predilecta del cínico disfrazado de demócrata), pues se funda sobre la renuncia de los principios, disfrazada de «cesiones» parciales. Durante siglos, los españoles supieron que con la pérfida Albión era inútil «dialogar», porque los principios que ambas partes sostenían eran radicalmente opuestos. Esta disparidad insalvable en los principios se percibe muy claramente en el modo en que ambas naciones construyeron sus respectivos imperios: España se pregunta sobre la legitimidad de su conquista, acudiendo al derecho natural y fundando el derecho de gentes; Inglaterra se guía tan sólo por el liberalismo sensualista, y todas sus conquistas se logran, mediante la intriga y la violencia, contra el derecho natural y el derecho de gentes, que la filosofía inglesa niega rabiosamente.
Recordaba Belloc que Inglaterra fue la única provincia romana que se pasó al bando bárbaro enemigo y le prestó su ayuda. Y que la Reforma no habría sido más que un episodio sin consecuencias, si en Inglaterra no hubiese habido un rey con problemas de incontinencia venérea. Inglaterra se hizo sobre la exaltación del voluntarismo; y, hasta el mismo instante en que se deshaga, querrá seguir imponiendo su voluntad. Contra este designio no hay «diálogos» que valgan. Fandiño lo sabía cuando desorejó al contrabandista Jenkins; pero también sabía que Blas de Lezo respondería de ese desorejamiento. Sólo surge un Fandiño allá donde lo asiste un Blas de Lezo. Hoy Blas de Lezo ni está ni se le espera; y nuestros Fandiños tienen que hacer controles aduaneros de mírame y no me toques, para que no los tachen de «torturadores». Y dialogar, dialogar mucho, hasta quedarse sin saliva, con los contrabandistas que los torean en la verja de Gibraltar, seguros de que nadie les tocará las orejas.






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