Si no de la historia grande, al menos de la infamia chica y de la neurastenia gruesa, el señor Kirchner acaba de escribir una nueva página. No con cualquier tinta, más bien con la de la ridiculez y el oprobio, que le son connaturales a su talante. Quien gusta identificarse con los pajarracos bobalicones de nuestra Patagonia, creyendo que la inclusión en tal escala zoológica lo beneficia, no puede trepidar en la consumación de animalescos actos. Que esos son casi todos los de aquellos que él llama su gobierno y los argentinos de bien la tiranía.
La nueva página aludida tiene como epicentro la lucha de las Fuerzas Armadas contra el terrorismo. Ocurre que la runfla montoneril y erpiana alzada con el poder no cesa un instante de reivindicar sus pasados homicidios, ni de ensalzar su cruenta lucha revolucionaria, ni de prodigar elogios a sus criminales protagonistas, ni de exaltar al cruel guerrillerismo, ni de elevar al procerato a los capitanejos marxistas.
Ocurre asimismo que para imponer despóticamente esta cosmovisión ficticia de los sucesos se falsifica burdamente la historia, se tuercen los significados, se silencian las verdades esenciales y se acallan las voces de legítima protesta. Ocurre al fin -por ponerle un límite estético a la lista de perversiones- que a modo de sórdidos emblemas ideológicos exhiben los politizados pingüinos a madres y abuelas de terroristas, impúdicamente subsidiadas y con derecho público a las más procaces apologías del delito, sin que tal manifiesto pollerudismo inquiete las restricciones hormonales de alguno de los oficialistas Fernández. Todo esto ocurre, por decir lo mínimo. Pero si un haz de soldados fieles viste sus uniformes, recuerda a sus camaradas caídos en la guerra justa contra el comunismo internacional y rinde tributo público a sus olvidadas memorias y destratadas gestas, cae sobre ellos la cárcel, el castigo y la ignominia. Súbitamente, el poder del Estado Terrorista se pone al servicio de la persecución y del vejamen de los testigos de la verdad, con una rudeza que no prodiga a los facciosos delincuentes callejeros que sabe incorporar a sus cuadros partidarios. Peor cobardía no puede exhibir Néstor Kirchner.
Fue tanto el pavor como la gallinería inherente a su desquiciada personalidad, lo que impulsó su vociferación del Día del Ejército, para decirles a esos cuadros ajenos a la épica que no les tenía miedo, que no quería militares que asesinaran a sus propios hermanos, sino más bien las tropas de San Martín y de Belgrano. Si “el miedo descubre a las almas innobles”, según
el verso virgiliano de la Eneida, téngase aquí una contundente prueba.
Porque asesinos de hermanos es un rótulo apto para calificar a los terroristas que el presidente tiene abundantemente a su alrededor y a los que él mismo representa y protege; mas no para nombrar a quienes derechamente debieron enfrentarlos, en una contienda que no declararon y en nombre de la nación toda, salvajemente atacada, que exigía y reclamaba además ser defendida por sus guerreros. En cuanto a sus deseos belgranianos y sanmartinianos, yerra fiero el tremoso collón. Más le conviene conservar estas desmovilizadas huestes de cúpulas rastreras, de generalatos serviles y traidores, de altos mandos trocados en felpudos, de subordinados conformes con ser comandados por la misma e insolente hez que ayer mató sus camaradas. Porque el Belgrano que pedía escapularios para la tropa no hubiera consentido su impiadosa y anticristiana conducción. Y el San Martín que repudió las “máximas subversivas” de socialistas y comunistas, lo hubiera fusilado sin más trámites que un bando, una rúbrica y un tambor batiente. No; más le conviene a Kirchner esta paródica milicia de cómplices o timoratos.
En cuanto a los otros, a los que resisten incentivados sin duda por los más altos móviles, convendrá que con urgencia dejen de equivocarse y de aceptar las categorías mentales impuestas por el enemigo. El Proceso es el primer culpable de esta democracia moderna, eficiente y estable con la que soñó y acabó legándole al país, después de rendirse en Malvinas.
Tan culpable como los radicales y peronistas que, alentados y conducidos por sus respectivos líderes, integraron las organizaciones subversivas y se alternan en el poder hasta hoy. El liberalismo es pecado. El de Martínez de Hoz, el de Menem o el de sus actuales continuadores.
La reconciliación es un don que la víctima ofrece para fundar una paz en la justicia, si el victimario se disculpa y enmienda; no es un salvoconducto para equiparar las acciones honestas con las deshonestas, ni un toma y daca de simétricas responsabilidades, ni un pacifismo sentimentalista enhebrado de abrazos y de remilgos mutuos. El soldado no tiene un trabajo, que si pierde acude al sindicato acorde para obtener compensaciones. Tiene una vocación y un honor, que no admiten ser ensuciados. Bien estará que como gesto simbólico se le vuelva la espalda a un presidente desaforado y energúmeno, que no tuvo las agallas de enrolarse en los combates físicos del marxismo y ahora los reivindica como propios.
Mas para que el símbolo sea completo, los patriotas cabales deben acompañar y repetir este gesto. Y volver el rostro hacia Dios, pidiéndole la fortaleza necesaria para acabar con el execrable despotismo de estos indisimulables miedosos.
Antonio Caponnetto
Editorial del N° 56 de Cabildo.
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