Para cerrar éste conjunto de escritos que puso aquí el forista Hyeronimus:
El Virreinato de Méjico (parte 1 de 3)
El Virreinato de Méjico (parte 2 de 3)
El Virreinato de Méjico (parte 3 de 3)
Última parte de la Conferencia del Marqués de Cerralbo dando toque final a su tan magistral recorrido por el Virreinato novohispano.
Todos lo virreyes se desvelaron en formar armadas y ejércitos; pero en el interior tan seguros se consideraron por la paternal bondad del gobierno, que es una excepción las doce compañías que hubo organizado Palafox en 1642.
En cambio, cuadrillas de bandoleros asolaban el país, y desde el principio ya vemos en 1552 al Virrey Velasco instituir la Santa Hermandad en su persecución; la que activa de tal modo y con tanta energía el Marqués de Gelves en 1622, que restablece con mano dura el orden y la seguridad, distinguiéndose como infatigable protector de los débiles.
Pasa casi un siglo, y durante ese tiempo van los bandidos reanimando sus maldades, cuando en 1710 el Duque de Alburquerque establece el protector Tribunal de la Acordada, que, trabajando con incansable celo en persecución de toda suerte de criminales, despachó en cien años 57,506 causas: mucho temieron que se prestase a abusos e injustas persecuciones este procedimiento; más, por el contrario, sirvió para demostrar nuevamente la justicia de los virreyes; y de tal colosal número de 62,850 reos, sólo 68 pasaron a la Inquisición.
Queriendo dar ejemplo de cuánto interesa sustanciar pronto las causas, llevó por sí mismo el Conde de Revillagigedo la que aterrorizaba a la villa de Guadalupe por el asesinato del riquísimo Dongo y de toda su familia; descubrió los criminales, y a los quince días, convictos y confesos, pagaron su infame delito.
Pero conforme se desarrollaba la riqueza en Nueva España, se extendía el comercio: e inmediatamente acudieron en su amparo los virreyes, estableciendo ya en 1582 el Conde de la Coruña un Tribunal especial de comercio, con nombre de Consulado.
Esta protección interior necesitaba un complemento que garantizase la exportación, tan peligrosa como aventurada por los infinitos piratas que infestaron los mares: conocido el peligro, al punto el Marqués de Cadreita le vence, creando la armada de Barlovento, con destino especial de proteger a la marina mercante.
Tan necesario era el amparo al comercio con las armas, como desarrollarle por el crédito y el giro; y el tantas veces citado y admirable virrey Bucarelli realiza un progreso y un acto que por sí solo demuestra, no sólo su honradez, generalmente reconocida, y su talento superior, sino que es confirmación indudable de que esa misma honradez era carácter general del Virreinato.
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Virrey Antonio María de Bucareli
Quiso establecer un giro de comercio en 1773; pero hallándose sin recursos, pidió prestada una cantidad, y en el acto le entregó el comercio la enorme cifra de 2,800.000 pesos, sin esa precisa condición moderna de garantías, escrituras e intereses: dio el Virrey su palabra por único depósito o resguardo, y aquella palabra es el diploma más solemne y grandioso de la administración del virreinato; fue una escritura en la que firmaba el honor con la garantía de la conciencia.
Excusado es decir que el Virrey cumplió con la exactitud de caballerosidad, y el beneficio fue grande para el Estado y para la gloria de todos.
Este mismo excelso gobernante pasa su atención del comercio a la enorme riqueza que representaba la explotación de las minas, de tan inmenso producto, que llegó el total de América desde 1492 a 1803, según Humboldt, a 4,851 156 000 pesos, en cuya cifra figura Méjico con una producción en plata de 2,028 000 000 de pesos; la de oro asciende a 68,778 411 y la de cobre queda en 542,893. Crea el Virrey para orden de su explotación y amparo de los trabajadores, el Tribunal de Minería.
Organizados todos los servicios y regularizada la administración, era indispensable repartir con justicia los tributos y conocer todas las fuerzas vivas de la colonia; para subvenir a estas necesidades, el famoso Conde de Revillagigedo forma el Censo de población en 1793; y ya que los tributos he citado, oportuno es consignar la bajísima contribución que pagaban los indios; pues hecho por la ley de Indias el cálculo de la ley del jornal, supo que llegaba a 60 pesos anuales y sólo se les exigía desde 1590, ocho reales por bracero que pasase diez y ocho años sin llegar a cincuenta, y en 1760 sube a su cifra máxima de un peso y 25 centavos: beneficiosísima capitación si se le compara con la tercera parte de todo el producto total que les exigía su emperador Moctezuma, y de las tres quintas partes que nos impusieron los árabes cuando la conquista de España.
Gran dificultad ofrecía al general desarrollo de la riqueza la falta de moneda, que no existía en Méjico cuando llegaron los españoles; y uno de los primeros cuidados del primer Virrey, fue crear una Casa de Moneda de plata, que empezó a funcionar en 1536; y para extender a mayor importancia las transacciones, se resolvió en 1675 a fabricar moneda de oro el virrey, tantas y justas veces elogiado, Fr. Payo Enríquez de Rivera.
Muchos son los distinguidísimos oradores que, procediéndome en esta tribuna, han dedicado luminosos estudios a la cultura americana, y no osaría entrar por este hermoso campo, si no creyese de mi deber, y para complemento de los cuadros que he expuesto, apuntar, aunque sea ligeramente, de qué modo tan efectivo protegieron los virreyes el desarrollo de la inteligencia.
Que la dedicaron la más preferente atención se comprueba por haber establecido la imprenta en Méjico en 1535, pues el primer Virrey, Conde de Tendilla Juan Cromberger, el envío de todos los útiles necesarios a la impresión, y se cree que el mismo Conde llevase en su compañía la imprenta, y al lombardo Juan Pablos, que fue el primer impresor en América, como el libro que vio la luz en el Nuevo Mundo la obra de San Juan Clímaco, Escala espiritual para llegar al Cielo, traducida por Fr. Juan de la Magdalena: obra conocida tan sólo por relación, pues la más antigua que ha llegado a nosotros, es la Breve y más compendiosa doctrina christiana en lengua mexicana y castellana, que en 12 fojas en 4° mandó imprimir en 1539 el primer Obispo de Méjico Fray Juan de Zumárraga; como es el primer grabado que se hizo y publicó en América, la portada representando Nuestra Señora imponiendo la casulla a San Ildefonso, que enriquece el famoso tripartito de Doctrina cristiana del Dr. Juan Gersón, impreso en 1544 por orden del mismo ilustre Prelado.
Era ya tan importante el desarrollo intelectual en la Nueva España, que no bastando ni correspondiendo a ella las diferentes escuelas desde un principio establecidas por los españoles, funda el segundo virrey D. Luis de Velasco la Regia y Pontificia Universidad de Méjico en 1552.
La organización que sabiamente dio a sus estudios el venerable Palafox, aun resuena aquí entre los brillantes periodos de la asombrosa conferencia del Sr. Jardiel, y los aplausos calurosísimos con que todos le seguimos y le premiabais, porque en esta doctrina asamblea del Ateneo, siempre se ha hecho noble e independiente justicia.
Grandes desvelos inspiró a los primeros virreyes, y después a muchos otros, propagar la cultura, por la atrasadísima que era la de los aztecas, a los cuales hallaron los españoles en la bárbara edad del bronce y de la piedra. ¡Suerte y consuelo para los americanos, porque así pueden asegurar, en su gloria y elogio, que no era suyo, que no era de su país, el hierro ingrato con que se fabricaron los vergonzosos grillos impuestos a Colón!
En esta rápida excursión por la brillante historia del virreinato de Méjico se han confirmado cumplidamente todos mis elogios y todas mis afirmaciones; si algo falta para la prueba, culpa es mía, que no he alcanzado a demostrarla: y si falta la terminación de la historia, ni la culpa me pertenece, porque no lo reconozco, ni ha de caer sobre el Virreinato, porque no le alcanza.
Las instituciones han de juzgarse por su espíritu, por su constitución y por su historia; pero en cuanto los hombres, por su torpeza, por sus debilidades o por su tiempo, las bastardean, no pueden caer las censuras sobre la institución, cuando en su esencia y forma no hay inevitable tendencia a la perdición y al vicio, sino que se alcanzan a los procedimientos.
la crítica filosófica ha de ejercitarse con todo rigor para demostrar si una institución es intrínsecamente buena y corresponde a su misión y a su deber, ajustados al tiempo, al lugar y a las necesidades.
El virreinato de Méjico cumple con todas estas condiciones, tiene por alma la fe católica, por impulso y protección el cetro de sus monarcas, por espíritu y régimen las leyes de Indias, y por cuerpo las grandiosas figuras de sus virreyes: fue una institución genuinamente española por su origen, su aspiración y su desarrollo: desde el punto en que falta uno de estos caracteres y se rinde el criterio o la acción a intervenciones o influencias extranjeras, ya el Virreinato no existe, porque ha dejado de ser español.
De este modo entiendo que cierra su historia el 12 de julio de 1794, al entregar su vara de juez, su bastón de general y sus cuentas de gobernador, el admirable y españolísimo D. Juan Vicente de Güemes Pacheco de Padilla, Conde de Revillagigedo, en las manos del extranjerizado rapaz e inepto cuñado de Godoy, D. Miguel de la Grúa y Talamanca, Marqués de Branciforte, que convierte la administración en un mercado en su beneficio, y al gobierno en un desastre nacional. ¿Para qué seguir en la enumeración de virreyes como Azanza, que le sucede, y que baste decir cómo conduciría, cuando llegó a ser Ministro de José Bonaparte? No se salven de mi omisión y mi silencio algunas pobres excepciones, como Marquina y Garibay y otras más distinguidas, como Lizana y Calleja, porque no son bastantes a compensar las tropelías de Iturrigaray, las desgracias de Venegas y Apodaca, y las traiciones de O’Donojon.
La Revolución francesa había enseñado a romper la amorosa unión del pueblo con el Soberano, y a lanzarse el individuo a todas las independencias, y aunque en América se conservaba íntima y segura aquella, por los prestigios y paternal gobierno de la Monarquía española, como lo demuestra que en los primeros y en los constantes y en los últimos gritos de la independencia, jamás se suprimieran los vivas a la fe católica y al Rey de España.
Termina, pues, el virreinato con el Conde de Revillagigedo, que no pareció sino que el cielo, reconociéndole como glorioso epílogo de aquella institución, y como deseando honrarla con espléndida corona de luces y colores, produjo la sorprendente y en Méjico nunca contemplada aurora boreal del 12 de Noviembre de 1789, que es la celestial diadema del Virreinato.
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Virrey Juan Vicente de Güemes, Conde de Revillagigedo
Qué aun en el periodo de 1535 a 1794 se produjeron algunas contadísimas excepciones, que ni empañar consiguen el deslumbrador brillo del Virreinato, ni he de desmentirlo, ni aun con ellas se dejó de demostrar la justicia de los reyes, que jamás impuestos ni detenidos por la potestad del Virrey, deponen sin contemplaciones al Marqués de Cruillas y al de Branciforte, a Iturrigaray y a O’Donojon; pero más fueron los que, mereciendo por sus actos y servicios premios excepcionales, ascendieron al virreinato del Perú, como el Conde de Tendilla y el de Monterrey: los Sres. Almanza y el de Velasco; el Marqués de Montesclaros y el de Guadalcázar, el Conde de Salvatierra, el de Alba de Liste y el de Monclova: otros pasan a la presidencia del Consejo de Indias, como D. Pedro Moya de Contreras en 1585, y D. Luis Velasco, Marqués de Salinas, en 1611, y el famoso arzobispo D. Fr. Payo Enríquez de Rivera, en 1680: y no son pocos los que descansando de agitadas y fructuosas empresas, por su amor a la América española, dejaron sus cenizas encomendadas a la santidad de las basílicas que levantaron y al amor del pueblo que protegieron: y allí quedan como heraldos de nuestro amor y nuestra gloria, y así, entre las generales bendiciones mueren en Nueva España D. Luis de Velasco y el Conde de la Coruña, el Marqués de Castrofuerte y el Duque de la Conquista, el Marqués de las Amarillas, el gran Bucarelli y los Gálvez, padre e hijo: única excepción de herencia en tan excelsa autoridad.
Varios son los virreyes que renunciaron a sus cargos, y entre ellos habría de citarse al Marqués de Cerralbo, que la repitió dos veces, y del que por razones que comprendéis no me ocupo sino incidentalmente, y que siendo hasta su época la duración del virreinato de seis años, se redujo a tres, lo que no impidió que gobernase por espacio de once, que tanto se necesitaba de su prudencia y de su dirección para arreglar el país, tan hondamente perturbado por el Marqués de Gelves.
Queda a grandes rasgos hecha la historia; si en el manto esplendente del Virreinato hay algunas manchas, no se advierten siquiera, por la inmensidad de laureles que todo le cubren. Fácil es que en la colosal pirámide de Egipto falte una piedra, y que en su hueco arteramente se guarezca el beduino miserable desde donde asalta, roba y asesina al extasiado y errante viajero; pero ¿ha de perder su grandeza, su importancia, su general respeto y su más general admiración; ha de dejar de ser la maravilla del mundo y su más grandioso monumento, por la insignificancia accidental de que en sus escalones se esconda un asesino? ¿Han de inspirar terror porque entre las quebradas sinuosidades de sus inmensos sillares se guarezca el sanguinario chacal o se enrosque y aceche la sierpe venenosa?
He terminado la prolija y fatigosa carrera de mi trabajo; mi deseo es y fue cumplir lo mejor que se me alcanzase; pero mis ocupaciones son tan extraordinarias, que sabe nuestro ilustre Presidente, el Sr. Sánchez Moguel, que no dejaron sino tres días para escribir este pobre discurso: limítome, pues, a no poder ofreceros sino el homenaje de mi entusiasta y patriótica voluntad.
Pero son tantas la veces que con justo y asombrado elogio hice mención de las españolas leyes de Indias, que, ya por su incomparable valer, ya porque fueron el genio, la acción y el juicio del Virreinato, habréis de permitirme en su obsequio una rápida y última enumeración tomada al acaso, porque escoger es imposible entre tan nobles y cristianas leyes, entre aquella espléndida diadema de joyas donde hay tantos brillantes que representan los torrentes de lágrimas que por ellas se enjugaron, tantas perlas que figuran la prístina nitidez de las virtudes que ellas protegieron, tantas esmeraldas que copian los campos fertilizados por su organizada agricultura, tantos carbunclos que atestiguan el fuego deslumbrante que en la inteligencia y en la inspiración encendieron, tantos rubíes que retratan la generosa sangre de los españoles, y tantos zafiros que con su irisado turquí proclaman que su aspiración sublime es apoyarse en la felicidad social de la tierra para conquistar la del cielo.
Empieza el sublime Código con la enumeración de las grandes atribuciones que se conceden al Virrey, pero también le exige estrecha cuenta que siempre se lo tomó; se le obliga, así como a todas las demás autoridades, a jurar que velará sin descanso por elbuen tratamiento, conservación y aumento de los indios; se prohíbe que en su viaje de ida se hagan al Virrey obsequios ni que deje de pagar sus hospedajes, para que no le conquisten por las dádivas o los halagos los conculcadores de conciencias, dejando en cambio, que todos lo festejos y atenciones que los pueblos quieran les hagan volver de su gobierno, porque entonces se convierten en noble recompensa de sus servicios lo que antes fuese compra o adulación.
Oblígase a los virreyes y demás autoridades a hacer minucioso inventario de los bienes que poseen al ir a sus empleos, para fácil averiguar cómo salen de ellos con probidad, que es siempre razón de justicia.
Prohíbese con toda entereza que los Virreyes ni ningún empleado tenga bienes, industrias, comercio ni explotaciones en el territorio de su mando, ni que casen a sus hijos en el país que gobiernen ni en los colindantes, ni que empleen a ninguno de sus amigos.
Y llegase hasta prohibirles que lleven en su compañía más parientes que su mujer e hijas, y en diferentes artículos se insiste mucho, pero mucho, en que a ningún Virrey ni a ninguna autoridad, bajo ningún caso, les acompañen sus yernos.
Declárase la correspondencia particular libre, recíproca y secreta; ordénase que en los países a donde puedan ir misioneros no vayan los soldados, para mejor conquistar las voluntades que los cuerpos.
Reconócese a los indios libres de toda esclavitud; impídese que ninguno sea cargado con más peso que el de dos arrobas, ni se impongan trabajos personales; no se les obligue a pescar perlas, ni hagan, por nocivo, el desagüe de los lavaderos de mineral; que el tributo del jornalero que gane 60 pesos al año no pase de dos, y que los indios de tierra caliente, como Nueva Granada, no satisfagan, por pobres, tributo de ninguna especie; que en sus pueblos los alcaldes sean indios; que todos aquellos sepan leer y escribir; que tengan libre comercio con los españoles; que no se destinen a dehesas para el ganado de éstos, las que linden con los cultivos de los indios; a ninguno de los últimos, en ninguna de las provincias y reinos de América, se le pueda exigir contribución mientras no le quede lo necesario para vivir y para criar y dotar a sus hijos, y en todo caso una reserva para curarse de sus enfermedades; a todos los que sirviesen en el ejército veinte años con lealtad, a llegar a los cincuenta se les deja todo su sueldo; en sucesos de miseria o peste en los pueblos, no se exija tributo; que los abogados y procuradores de los indios tengan sueldo del Estado para que no paguen nada aquellos y les sea más fácil y gratuita la justicia. A los encomenderos que no protejan a los indios, se les quiten sus propiedades y encomiendas.
Y como es un Código de caridad y justicia, no son leyes para un tiempo determinado, sino que abarcan a todos, como universales y eternos son los principios que le informan: todas las graves cuestiones modernas allí se tratan, legislan y resuelven: voy a demostrarlo con las órdenes y palabras del gran rey Felipe II, que deberían aprender de memoria los trabajadores de nuestros días, que últimamente alarman a la sociedad con sus fiestas de Mayo: véase cómo los monarcas se han adelantado nada menos que desde 1593 a conceder por su voluntad lo que hoy se demanda imperiosamente. Decía así Felipe II en la famosa instrucción del año citado:
“Todos los obreros trabajarán solamente ocho horas al día, cuatro por la mañana y cuatro por la tarde, de modo que no faltando un punto de lo posible, se atienda a procurar la salud y conservación del trabajador.”
Pero aún hay más, aun ordena y concede mucho más el Rey, de lo que hoy se pide, pues dispone que los sábados se trabajen sólo siete horas a fin de dedicar la octava a las listas y cobro de sus jornales para no pasar jamás de ocho las que ha de estar el bracero sujeto a su trabajo.
¿Qué puedo añadir después? Aquí no cabe ni mayor elogio, ni más palmaria demostración de la sublimidad paternal de las leyes de Indias, si no copiar el admirable codicilo de Isabel I, que las inició, y la cláusula amorosa y paternal que Felipe IV escribió de su puño y letra como dignísimo sello y remate de tantas maravillas.
Decía así en su testamento la Serenísima y muy Católica reina D.ª Isabel, de gloriosa memoria:
“Cuando nos fueron concedidas por la Santa Sede Apostólica las Islas y Tierra Firme de el mar Océano, descubiertas y por descubrir, nuestra principal intención fue al tiempo que lo suplicamos al Papa Alejandro VI de buena memoria, que nos hizo la dicha concesión, de procurar inducir y traer pueblos de ellas y los convertir a nuestra santa fe católica y enviar a las dichas Islas y Tierra Firme prelado y religiosos, clérigos y otras personas doctas y temerosas de Dios, para instruir los vecinos, y moradores de ellas a la fe católica, y los doctrinar y enseñar buenas costumbres, y poner en ello la diligencia debida, según más largamente en las letras de la dicha concesión se contiene. Suplico al Rey mi Señor muy afectuosamente, y encargo y mando a la Princesa mi hija, y al Príncipe su marido, que así lo hagan y cumplan, y que éste sea su principal fin y en ello pongan mucha diligencia, y no consientan ni den lugar a que los indios vecinos y moradores de las dichas Islas Firmes, ganados y por ganar, reciban agravio alguno en sus personas y bienes: más manden por deservido y aseguraos que aunque no lo remediéis, lo tengo que remediar y mandaros hacer gran cargo de las más leves omisiones en esto, por ser contra Dios y contra mi y en total ruina y destrucción de esos Reinos, cuyos naturales estimo y quiero que sean tratados como lo merecen vasallos que tanto sirven a la Monarquía, y tanto la han engrandecido e ilustrado”.
A lo cual Carlos II añadió la siguiente confirmación:
“Y porque nuestra voluntad es que los indios sean tratados con toda suavidad, blandura y caricia, y de ninguna persona eclesiástica o secular ofendidos: Mando que sean bien y justamente tratados, y si algún agravio han recibido lo remedien, y provean de manera que no se exceda cosa alguna lo que por las letras apostólicas de la dicha concesión nos es inyungido y mandado”.
Y la hermosa cláusula que Felipe IV escribió por su Real mano en la Recopilación de las leyes de Indias, dice de esta manera:
“Quiero que me deis satisfacción a mi y al mundo del modo de tratar esos mis vasallos, y de no hacerlo, con que en respuesta de esta Carta vea yo ejecutados ejemplares castigos en los que hubieren excedido en esta parte, mandamos a los Virreyes, Presidentes, Audiencias y Justicias, que visto y considerado lo que su Majestad fue servido de mandar y todo cuanto se contiene en las Leyes de esta Recopilación, dadas en favor de los Indios, lo guarden y cumplan con tan especial cuidado, que no den motivo a nuestra indignación, y para todos sea cargo de residencia”.
Voy a concluir, única palabra que tal vez sonará bien en vuestros oídos; pero el tema es tan amplio y los hechos tan grandiosos, que necesitarían de mucho más espacio del por costumbre concedido a los estrechos límites de una conferencia; esta razón y la del tiempo ya excesivo con que el reloj me advierte que apuro vuestra bondad y paciencia, y, sobre todo, la imposibilidad de que mi pobre palabra entretenga y adorne con galanuras de dicción la aridez de mis enumeraciones históricas, hácenme llegar al término con la más solicita petición de que me dispenséis cuanto haya podido molestaros; gratitud que he de deberos, nuevo favor que he de añadir a la honra con que me habéis distinguido y que tengo por muy preciada al concederme por unas horas tan afectuoso hospedaje en esta ilustre tribuna, que, siendo una gloriosa lumbrera de la patria, parece el luminoso faro de la ciencia, la ilustración y la oratoria.
Estas conferencias, con excepción de la mía, han de ser el timbre más grandioso de la conmemoración universal del Centenario colombino. Si ellas, con sus estudios y con sus declaraciones, son el íntimo y fraternal abrazo con que España sacó a América de las infranqueables brumas del Atlántico, levantándola sobre los gigantes hombros españoles, para mostrarla al viejo mundo ya vencida para siempre la barrera que nos separaba, las encrespadas olas del Océano, quisiera que mis palabras, quisiera que mi poco valer, servir pudieren para más y más estrechar los lazos con nuestra hermana predilecta, dirigiéndola mi saludo, el saludo de un entusiasta español que por sus convencimientos y por sus amores vive en la admiración y en el cariño de la vieja España.
Sean cualesquiera los acontecimientos que aun guarda en las tinieblas del porvenir la mano sabia y justiciera de Dios, sostenidas por todas las nacionalidades su peculiar libertad y su propia independencia, siempre hallará desde su trono de inmarcesible gloria el ángel de Castilla, nuestra Isabel I, las banderas españolas tremolando sobre las inconmensurables extensiones de la América, que si arriados fueron los heroicos colores rojo y amarillo, si allí no brillan y se destacan los timbres de nuestro escudo, la bandera de España aun tremola por todas partes, porque en todos puntos, porque en todas las villas se alza la Santa Cruz, y ése es el primitivo y verdadero estandarte de nuestra heroica y amadísima patria.
Aun queda allí la sonora lengua castellana para que tengan expresión los sentimientos de gratitud que nos deben los americanos, y para que entiendan, con ejemplo el legislador, con deleite el sabio y con verdad el pueblo, nuestra historia, nuestras leyes, nuestro amor y nuestras oraciones.
Y a Dios lleguen y acoja las que le dirigimos por la felicidad de América y porque en Méjico no falten jamás en su gloria y en su beneficio gobernantes como los virreyes españoles, y códigos como las benditas leyes de Indias.