Ernesto Palacio en su extraordinario libro “La historia falsificada” nos dice que la historia “debe rehacerse continuamente, en la medida que lo requieran las necesidades actuales de la comunidad” ya que “ella no es un simple relato de hechos (…), sino (…), una conciencia, en la cual la función de la memoria consiste en retener lo que nos es útil”
Palacio, lejos de caer en el relativismo histórico por considerar que cada época tiene una “verdad histórica” aclara que “sí las interpretaciones varían con las épocas y los autores, ello no implica generalmente un proceso de destrucción paulatina y fatal de las viejas verdades, sino la exhibición de aspectos inéditos o mal apreciados y, en definitiva, un aumento de la experiencia común”
El siguiente es un texto muy actual y del que podemos extraer una gran enseñanza.
“Vivimos en una trágica encrucijada de la Historia, en que domina la preocupación angustiosa por los destinos colectivos, y hay una conciencia despierta sobre los peligros que nos acechan y sobre la necesidad de elegir entre los caminos oscuros que se abren a nuestro paso. Sabemos que no es indiferente éste o aquél; que hay que elegir bien, porque en ello puede irnos la vida; que no debemos abandonarnos al optimismo providencialista, arrorró con que nuestros mentores halagaron nuestros oídos- hasta adormecerlos y que hizo las veces de ideal nacional hasta los comienzos de la guerra europea. Nadie cree ya entre nosotros en el progreso indefinido hacia la democracia perfecta; ni en la retórica de tierra de promisión, fundada en la extensión de nuestro territorio y en el número de nuestras vacas; ni en- el mito de la prosperidad creciente con que nuestros políticos pretendieron cohonestar su imprevisión y su pereza. Hemos sufrido en carne propia los rigores de la crisis y nuestra dependencia de la política y la economía mundial; hay hambre en nuestros campos porque sus productos se malvenden; el optimismo ha quedado relegado a tópico de oratoria oficialista, y nuestra confianza en el porvenir ha cedido ante el pánico y ha sido sustituida por un sentimiento de indefensión y la convicción consiguiente de que no debemos "esperar" sino "hacer" nuestro destino.”
La primera parte ya la vivimos pues “nadie cree ya entre nosotros” que la bonanza económica durará para siempre, aunque los “mentores halagaron nuestros oídos hasta adormecerlos y que hizo (y hace) las veces de ideal nacional”, y todo esto lo sufrimos porque nuestros políticos con su falso optimismo quisieron “cohonestar su imprevisión y su pereza”, resguardándose muy bien detrás de la bonanza económica. Es evidente que hoy “el optimismo ha quedado relegado a tópico de oratoria oficialista” pues la realidad de la calle dice otra cosa.
La segunda parte todavía no la experimentamos, pero estamos pronto a ello, pues no hay hambre en nuestros campos, pero si hay malestar en nuestras ciudades.
¿Cuál es la solución que propone Palacio?
“Hacer nuestro destino. Fácil es decirlo; pero, ¿estamos preparados para ello? Obrar sí, pero, ¿en qué sentido? Una nación obra válidamente en el sentido que la determina su propia índole, prescrita en su historia. Para hacer, hay que ser.”
De esta manera, el problema de lo que hacemos esta condicionado por el problema de lo que somos, y para Palacio, en ese momento histórico (y hoy también) no sabemos lo que somos, pues para saber lo que somos necesitamos una historia, que es la que nos lo comunica. No sabemos lo que somos “porque se nos ha confundido deliberadamente sobre nuestros orígenes y no sabemos ahora de donde venimos.” Para Ernesto Palacio debemos contemplar “la situación del conjunto de las naciones, mirar hacia afuera, no hacia adentro”. Pero ninguno de nuestros políticos piensa siquiera de esta manera y nos transforma en una república semi colonial (basta ver lo que hacen las mineras en nuestro país para darse cuenta de esto)
Así, estamos huérfanos, huérfanos por no haber reconocido a nuestros padres (causa de que nuestros padres relegaron de los suyos) por eso “a semejanza de los liberales de España, nosotros quisimos ser también cualquier cosa menos españoles” y buscamos nuestros orígenes en el mito de la Revolución Francesa. “La paternidad revolucionaria, está si era nuestra razón de ser, nuestro título a la admiración del mundo, nuestro galardón, la cifra de nuestra esperanza.”
Pero “la adopción de este mito arbitrario envenenó toda nuestra vida colectiva. Porque declararnos hijos de la Revolución, tanto daba como declararnos hijos del Caos, ya que sus principios implican la negación de todas las condiciones de la convivencia social. Ellos nos obligaban a despojarnos, en nombre del Progreso, de nuestra religión heredada; en nombre de la Civilización, de nuestra predisposición atávica por la aventura; en nombre de la Prosperidad, de nuestro idealismo caballeresco; en nombre de la Igualdad, del culto por los héroes; en nombre de la Libertad, de la sumisión a la autoridad legítima. Todas las virtudes sociales en que habría podido fundarse la grandeza nacional fueron hostilizadas y befadas con el fin de imponernos un igualitarismo de hormiguero laborioso y laico, donde la única aventura legítima consistiría en enriquecerse, el único culto honrado sería el del becerro de oro y los únicos héroes los fundadores de escuelas destinadas a perpetuar esa abyección. Renunciamos así a la Historia para resignarnos a la prosperidad material de la factoría, cuya vida se cuenta por la periodicidad de sus balances. Y en esta empresa bastarda a que nos condenaba la generación organizadora ni siquiera conseguimos el objetivo que nos proponíamos, ya que la riqueza material no la obtiene una nación con los mismos procedimientos de una casa de comercio, sino por añadidura, cuando se propone una finalidad trascendente a la riqueza misma. “Para ser ricos —escribe Maeztu- hay que tener conciencia de un ideal y de una misión. Esaú vendió por un plato de lentejas su derecho de primogenitura, y ésta es una de las parábolas de más extensa aplicación que se han escrito. ¿Cuántas veces no habrán hecho otro tanto los politicastros de la América hispánica y los de la misma España? ¿No hemos visto a los hijos de las mejores familias disputarse las representaciones de las firmas extranjeras, sin dárseles una higa de que estaban enajenando la economía nacional, al poner en manos extrañas lo que debiera hacerse por las propias?...”
De esta manera, el mito que adoptamos no fue fructífero sino totalmente disolvente, porque la Revolución nunca lleva al orden, presupuesto necesario para una convivencia pacífica. Pero lo peor de todo fue que reemplazamos las “virtudes sociales” heredadas y que tan grande habían hecho a España y a América (por más que les pese a los progre y a los liberales de antaño) y las reemplazamos por ideas abstractas sin contenido que lo único que buscaban era resguardar una nueva realidad: la obtención, mantenimiento y acrecentamiento de la riqueza material, ¡que ni siquiera obtuvimos! Porque “la riqueza material no la obtiene una nación con los mismos procedimientos de una casa de comercio, sino por añadidura, cuando se propone una finalidad trascendente a la riqueza misma.” ¿Tenemos esta “finalidad trascendente” como objetivo primordial?
Por último, Palacio se pregunta “¿Dónde esta el camino de la salvación?” y se contesta diciendo que “solo una revisión de nuestra historia nos pondrá en condiciones de proclamar abiertamente ante el mundo nuestro ser y nuestro ideal”
El problema planteado por Palacio es en otro momento histórico, evidentemente, que lo lleva a decir que esta revisión que el demanda, y que de hecho se esta realizando, “tenderá naturalmente a restablecer el vínculo natural con la tradición hispana”, cosa que hoy no solo no se da sino que el rechazo es manifiesto.
¿Esta revisión a la que estamos frente logrará el cometido que propone Palacio? ¿Desdeñando de nuestros orígenes hispanos lograremos saber cuál es nuestra “finalidad trascendente”? La respuesta es fácil y de sentido común: ninguna revisión que niegue la realidad puede dar buenos frutos. Por eso debemos volver a revisar la historia con humildad y reconocer las bondades del orden hispano, aceptarlo y si es necesario, superarlo, pues negando la realidad no hacemos más que destruirnos.
Fuente: Actualidad e Historia: Ernesto Palacio analiza la realidad argentina
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