Historia de una lucha heroica y desigual – Por Cosme Beccar Varela
Contrariamente a lo que suele creerse, en la Argentina no hubo nunca un “partido conservador”. Los políticos que dominaron el país después de Caseros y gobernaron hasta la elección de Hipólito Irigoyen en 1916, eran liberales, masones y enemigos del catolicismo como filosofía que debía inspirar los actos de gobierno en un país cuyos habitantes eran católicos en un 99%.
Ellos se dedicaron durante esos 64 años a expulsar al catolicismo de la sociedad, de la enseñanza y de los poderes públicos. Es decir, se empeñaron en destruir moralmente a la Argentina y nunca a conservarla en sus verdaderos fundamentos. Fueron revolucionarios y no conservadores.
Tuvieron el poder durantes más de medio siglo y lo ejercieron en forma tiránica en beneficio de los integrantes de sus logias y de una ideología laicista que chocaba frontalmente con las enseñanzas de la Iglesia.
Estoy estudiando ese triste período de nuestra desdichada Historia para escribir mi cuarta novela histórica (a pesar de que las otras tres fueron sepultadas por la malicia del enemigo que se negó a aceptarla en las grandes librerías y por la indiferencia de los amigos que no la compraron en las pequeñas), pero a medida que estudio me duele cada vez más comprobar la premeditación y alevosía con que esa “oligarquía” realizó su nefasta política y eso me repugna tanto que me disuade. No sé en qué terminará este intento.
Sin perjuicio de ello, quisiera dar a conocer desde ya a quien fuera el Jefe indiscutido de la única resistencia ideológica y política que intentó organizarse contra la camarilla de los políticos masónicos, al gran orador católico Don José Manuel Estrada.
Para situar al lector en la época quisiera recordar que en 1874 fue “elegido” Presidente de la Nación, Nicolás Avellaneda, ministro de Sarmiento. Tenía 37 años pero ocupaba su cartera desde los 31. Había nacido en Tucumán, sus antecedentes eran magros, su figura más magra aún (medía menos de 1,60m, usaba tacos altos para simular mayor estatura y no debía pesar más de 60 kilos). Nada de esto fue óbice para que su carrera empezara como ministro del temperamental Sarmiento y pasara del ministerio a la Presidencia de la Nación. Cómo pudo ser posible tan meteórica carrera sólo puede explicarse con el apoyo de las logias, que, como dije, dominaban el país.
La “elección” no fue, como puede creerse, un sufragio popular, pues éste no existía sino en teoría. Fue la decisión de las logias y uno de los que contribuyó decisivamente a esa elección fue el militar Julio Argentino Roca, jefe de una guarnición de la frontera con los indios pero activo intrigante político, nacido en 1843, también en Tucumán, y apenas seis años menor que Avellaneda.
Las logias imponían la ideología, pero los militares imponían los gobiernos provinciales de los cuales dependía el nombramiento de los integrantes del Colegio Electoral que a su vez nombraba al Presidente. Avellaneda, desde su ministerio, se dedicó a construir su base electoral con la ayuda de Roca.
En pago de este servicio, Roca fue ascendido a general en 1874 (a los 31 años) y nombrado Jefe del Estado Mayor del Ejército siendo Ministro de Defensa Adolfo Alsina, candidato indiscutido a la Presidencia una vez terminado el mandato de Avellaneda.
Roca se las arregló para desprenderse de Alsina. Éste inició la campaña al desierto y en una de sus visitas al frente fue envenenado (él mismo lo dijo antes de morir) y falleció en pocos días.
Roca fue nombrado, entonces, Ministro de Defensa y en uso de su poder tomó en forma absoluta las riendas del Ejército al que condujo a una nueva campaña al desierto con el objeto de afirmar su prestigio y su dominio sobre la oficialidad. Esa campaña fue importante porque implicó un acto de ocupación de la Patagonia, pretendida por Chile pero que nada podía hacer en ese momento para oponerse porque se encontraba en guerra con el Perú.
Oportunamente muerto Alsina, indiscutido caudillo popular y sin duda sucesor de Avellaneda, quedó la candidatura de Roca como dominante ya que tenía en sus manos la mayoría de los gobiernos de Provincia.
El gobernador de Buenos Aires, Carlos Tejedor era su único oponente con alguna chance de victoria ya que había armado una fuerza provincial con posibilidades de deshacer la trama de Roca. Pero en 1880, éste no dudó un instante en exigir que el presidente Avellaneda intimara el desarme de la Provincia de Buenos Aires y ante la desobediencia de Tejedor trajo todas las fuerzas militares de su mando y derrotó a Tejedor en una guerra civil que costó 3.000 muertos a los porteños. Después se ha intentado presentar esa guerra civil como una resistencia de Tejedor a la “capitalización” de la ciudad de Buenos Aires. Pero eso es falso: fue lisa y llanamente por la resistencia de Tejedor a aceptar la imposición de la presidencia de Roca por la “liga” de los gobernadores creados por aquel.
Como consecuencia de esa “democrática” solución, el Colegio Electoral, que ya era de Roca, lo eligió Presidente ese mismo año de 1880.
Su candidatura no fue obra de la “república” sino de los cuarteles. Así lo denunció el gran José Manuel Estrada poco después, diciendo a sus alumnos el 21 de Junio de 1884, al día siguiente de ser destituido por Roca de su cátedra por oponerse a la enseñanza laica que el general-presidente promovía: “Recibí misión de enseñaros el derecho. Gobernantes abortados de los campamentos y de la descomposición de las oligarquías, no son jueces de mi enseñanza; pero la sociedad entera es testigo de que ahora os enseño a ejercerlo sin mirar a los que fraguan despotismos desde arriba y desde abajo, acomodando el cuello para recibir el yugo”.
La enseñanza laica y la supresión de la enseñanza católica en las escuelas era uno de los objetivos principales del gobierno de Roca. Sabía que si el pueblo no aprendía el Catecismo, a la larga o a la corta perdería su Fe. Y eso es lo que ocurrió, como lo podemos verificar con dolor 130 años después.
Para lograr ese objetivo, nombró ministro de educación, en un primer momento, a Manuel Pizarro y como éste era tenido por católico, los miembros de la logia lo objetaron, pero Roca, con su cinismo clásico les respondió: “…Pizarro tiene la condición de ser católico…Tiene talento y es dócil; cuando sea necesario se lo puede enderezar contra la catedral”. (“Católicos y liberales”, por Néstor Tomás Auza, pag. 54).
Como no le resultó suficientemente dócil lo substituyó por su amigo masón y ateo, Eduardo Wilde que fue el que en definitiva hizo aprobar la ley de enseñanza laica.
Estrada reunió a un grupo de católicos insignes, entre los cuales estaban Pedro Goyena, Tristán Achaval Rodriguez y Emilio Lamarca y con ellos fundó el 1 de Agosto de 1882 el diario “La Unión”. Inmediatamente tuvo un éxito extraordinario, pues los católicos estaban muy preocupados por el rumbo que tomaba la política de Roca. El diario opinaba abiertamente de política ya que consideraba que el deber de los católicos no sólo era defender la libertad religiosa sino todas las demás libertades garantizadas por la Constitución de las cuales Roca y sus cómplices se burlaban.
Pocos días después, el 15 de Agosto de 1882, el Obispado de Buenos Aires empezó a publicar otro diario, “La Voz de la Iglesia”, que hacía sorda oposición a “La Unión”, usando un lenguaje “apolítico”, moderado y contemporizador, quitando lectores a “La Unión” (Auzá, op. cit. pag. 155).
Ante de iniciarse el debate en el Congreso la ley de enseñanza laica, los católicos presentaron un petitorio con 16.000 firmas para que se mantuviera la enseñanza religiosa en las escuelas. Según decía un diario liberal, ninguno de los diputados liberales que proponían el laicismo había conseguido 16.000 votos. Pero estaba claro que la “democracia” no existía, sino la voluntad inquebrantable de la masonería de erradicar la fe católica del pueblo.
Pocos días después, el petitorio tenía 180.000 firmas (Auzá, op. cit. pag. 221). Si pensamos que Buenos Aires en ese momento tenía alrededor de 100.000 habitantes, esta era una enormidad de firmas provenientes de todo el país.
Estrada estaba convencido que si no se fundaba un partido católico, sin compromisos con el régimen liberal, no habría posibilidad alguna de hacer valer los derechos de la Iglesia y tampoco las libertades de los ciudadanos aseguradas por la Constitución.
Así, el 3 de Julio de 1884 inició un viaje al interior del país para ponerse en contacto con los grupos católicos que se habían formado en las Provincias, con el fin de convocar una gran Asamblea que debería reunirse en Buenos Aires cuanto antes. Visitó Santa Fe, Córdoba, Santiago del Estero, Tucumán y Salta, siendo recibido en todas partes con gran entusiasmo. Multitudes acudían a oírlo y aplaudían sin reservas su maravillosa e inspirada oratoria.
El 15 de Agosto de 1884 se reunió la Asamblea con 140 delegados de todo el país y después de varios días de brillantes discursos, se votó y aprobó la siguiente resolución: “La Asamblea declara que el estado actual de la República exige la unión política de los católicos argentinos y su intervención colectiva en la vida pública con el propósito de mantener los principios cristianos en el orden social y el gobierno de la Nación”. Es así que se decidió formar el partido “Unión Católica”. (Auzá, op. cit. pag. 279). El objetivo de Estrada era conseguir que se eligiera un candidato católico para la Presidencia de la Nación en 1886.
Los masones temblaron al conocer esta decisión porque sabían perfectamente que Estrada era un gran orador y un hombre íntegro imposible de sobornar o amenazar y que la inmensa mayoría del pueblo era católica. Además el Jefe estaba rodeado de grandes personalidades como Pedro Goyena, Tristán Achaval Rodriguez, Emilio Lamarca y muchos otros.
Inmediatamente empezaron a maniobrar para dividir ese grupo y en caso de no lograrlo, arruinarlos económicamente (como lo hizo Roca exonerando a Estrada y a Emilio Lamarca de sus cátedras, al igual que a otros eminentes profesores católicos de Córdoba) y aún eliminarlos físicamente si fuera necesario.
Los dividieron, destituyeron en forma totalmente ilegal al Obispo de Salta Mons. Risso Patrón a causa de una Pastoral condenatoria de la política oficial, pero aún así, viendo que los católicos tenían éxitos electorales como el de Catamarca en Enero de 1884, les pareció necesario acabar con ellos.
Es así que en Noviembre de 1884 muere súbitamente Mons. Risso Patrón en las vísperas de publicar una segunda pastoral. Antes de morir, elogió la obra de Estrada. Después murió el Dr. Rafael García un juez católico de Córdoba, justo cuando estaba por renunciar al Juzgado para dedicarse a trabajar en la “Unión Católica”. En Enero de 1887 falleció Tristán Achaval Rodriguez, a los 42 años de edad. En 1892 murió Pedro Goyena, el más brillante orador católico en el Congreso, a los 49 años. Dos años después, a los 52 de su edad, murió de una extraña enfermedad el Dr. José Manuel Estrada.
Si se tiene en cuenta que la carrera de Roca y sus amigos estuvo siempre favorecida por muertes oportunas, como la de Adolfo Alsina, y que en una carta a Sarmiento, cuando este era Presidente, le ofreció deshacerse de los caudillos santiagueños Taboada de una manera discreta, cabe sospechar que todos o algunos de esos brillantes católicos fueron envenenados. Los detalles de la enfermedad de Estrada me hacen pensar eso al menos respecto de él.
Lo cierto es que la lucha contra la “oligarquía” masónica iniciada por Estrada y sus compañeros, previamente despojada de todo principio católico, sirvió después de plataforma a la campaña de Leandro Alem y de Irigoyen para fundar la “Uníón Cïvica Radical”. Curiosamente el nuevo partido tomaba la denominación “Unión” como primera palabra de su nombre.
La “Unión Cívica Radical” proclamó la necesidad de “moralizar” la política, acabando con los manejos ocultos de las minorías que habían regido el país desde 1853 en adelante, mediante el sufragio secreto y universal. Por supuesto, todo aquello fue un escamoteo y una falsificación de lo que hubiera sido, sin duda, la salvación del país: el triunfo de la Unión Católica.
El gran José Manuel Estrada luchó como un héroe y murió como un mártir. Cuando vio que la Curia de Buenos Aires le hacía una discreta oposición y que sus amigos se dividían por no comprender la importancia de la obra política que estaban realizando, seguramente supo que no podía ganar. Pero eso no lo hizo abandonar la lucha. Los católicos de hoy, que estamos en mucho peores condiciones que las de su tiempo, podemos tal vez pensar lo mismo, pero eso debería movernos a apresurar nuestra unión y a redoblar nuestros esfuerzos, nunca jamás a la dispersión y a la apatía.
Cosme Beccar Varela
NOTA: Al lector que haya leído hasta aquí le agradezco su paciencia. El artículo es un poco largo, pero no había cómo abreviarlo, si es que debía ser comprensible.
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