Con una tijera y un envase de voligoma cualquiera arma una historia argentina desmitificada. Así, por ejemplo, Pacho O'Donnell o Felipe Pigna (best sellers de última onda) o el programa televisivo de Mario Pergolini Algo habrán hecho, por la historia argentina inspirado en los textos del segundo.
Escribe Ricardo Fraga
A la historia argentina oficialmente mitificada, y que acuñara a lo largo del s. XX la Academia Argentina de la Historia (e inspirada básicamente en las dos grandes historias de Bartolomé Mitre: la de Belgrano y San Martín), se opone ahora una historia esencialmente ideologizada y, lo que es aún más grave, descontextualizada, esto es, descolocada de su marco general y concreto que, bueno es recordarlo, no fue otro que el antiguo Imperio español (s. XV-XIX) que, si se pudo haber extinguido en lo político (tema a debatir), ha sobrevivido en todos los demás aspectos que lo caracterizaron a lo largo de varios siglos: cultural, religioso, folclórico, sociológico y, principalmente, lingüístico ya que, en definitiva, "cada uno tiene la nacionalidad de la lengua que habla" (Herder) y desde California al Cabo de Hornos no hay otra lengua común que la castellana (con más el portugués que es también una lengua española).
Quizás, el único historiógrafo nacional que ha abordado con rigor documental y seriedad interpretativa dicha relación ha sido don Vicente D. Sierra cuya monumental Historia argentina es fuente permanente y obligada de consulta para el estudioso que quiera conocer y comprender los complejos sucesos que llevaron a la configuración del Estado argentino.
Precisamente el grosero error de los autores y programas arriba mencionados (y otros) consiste en partir de un supuesto falsísimo (que, sin embargo, casi todo el mundo da por descontado): el nacimiento de la nación argentina en los sucesos de 1810 y su independencia de la nación española, como consecuencia de la acción coordinada (y heroica) de nuestros próceres (inmaculados prohombres del bronce, en la visión academicista, o soñadores revolucionarios del futuro, en la (ahora de moda) interpretación dialéctica.
Para no herir susceptibilidades vernáculas me limitaré a transcribir algún párrafo de cartas del libertador Simón Bolívar que, probablemente, no encaje demasiado bien con la dimensión bolivariana que ha dado en atribuirle Hugo Chávez como, entre nosotros, el esquema sanmartiniano no pudo jamás someterse al rigor histórico del epistolario del General.
En plena guerra civil de secesión de la Corona de Castilla (que es el nombre técnico y correcto que debe darse a los enfrentamientos fratricidas que transcurren desde 1814 -retorno de Fernando VII a Madrid- hasta 1824, batalla de Ayacucho) estampaba Bolívar esta soberbia confesión acerca de la estructura imperial que (él era uno de los actores principales) ante sus ojos se desintegraba: "terribles días estamos atravesando, la sangre corre a torrentes; han desaparecido los tres siglos de cultura, de ilustración, de industria (forjados por España), por todas partes aparecen ruinas de la naturaleza (el terremoto de 1812) o de la guerra" (vale decir la famosa pax hispanica). Y en otra ocasión, ante el desmadre de la utopía enceguecedora que, desde los inicios contagiara a las clases dirigentes al tiempo de la emancipación (y que hace hoy furores en los ya mentados intelectuales de la plasticola) asentaba el adalid del Norte: "los códigos que consultaban nuestros magistrados no eran los que podían enseñarles la ciencia práctica del gobierno, sino los que han formado ciertos buenos visionarios que, imaginándose repúblicas aéreas, han procurado alcanzar la perfección política presuponiendo la perfectibilidad del linaje humano. Por manera que tuvimos filósofos por jefes, filantropía por legislación, dialéctica por táctica y sofistas por soldados" (¡Jorge Lanata, chúpate esa mandarina!).
En el delirio rusoniano de aquella perfectibilidad los países emergentes de la disolución (¡deje de leer el billiken ilustrado!) quedaron atrapados por ciertas tendencias que, si bien Salvador de Madariaga describe en primer lugar para la Nueva Granada, valen también (en diversa medida) para toda la América española: a) tendencia al localismo y a la anarquía (situación normal de la Argentina desde 1810 hasta 1890, sin contar el siglo XX); b) tendencia del hombre de garnacha (abogados) a organizar el gobierno (manía más vigente que nunca); c) tendencia de las clases altas a obedecerse a sí mismas (oligarquías económicas); d) tendencia de las clases bajas a permanecer leales a la Corona (sic) (que aún en el s. XX constataba Ramiro de Maeztu en su Defensa de la hispanidad en el Alto Perú, último baluarte de la resistencia realista).
La destrucción del Imperio obedeció, en realidad, a una multitud de causas endógenas (difíciles de sintetizar en una nota) que todavía sobreviven en América (adviértase la potencial nueva fragmentación de Bolivia, tan país de opereta como otras ensoñaciones independentistas) pero que fueron desencadenadas al conjuro de una razón exógena (sin la cual la separación no hubiera acontecido como de hecho aconteció): la ocupación napoleónica de la Península, la crisis de Bayona, el cambio de dinastía.
La monarquía sobreviviente salvó, en cambio, al Brasil de la fragmentación (ya que el posterior secesionismo paulista no tuvo éxito final).
La secesión (guerra de independencia) no previó la catástrofe económica que ello acarrearía: "ni uno solo de aquellos hombres parece haber prestado atención a las consecuencias económicas de lo que fraguaban; todo lo más barruntaron que sería posible comprar auxilio británico mediante concesiones arancelarias... No vislumbraron los caudillos de la revolución que, descoyuntado el imperio español, sus partes dispersas quedarían expuestas a caer presa del aparato económico y financiero que ya desarrollaban con sin igual pujanza los dos países anglosajones" (Salvador de Madariaga, Bolívar).
Que las guerras del primer tercio del siglo XIX fueron guerras civiles lo sostuvo ya hace muchas décadas el historiador francés Marius André pero, más recientemente, lo ha puesto de resalto François-Xavier Guerra quien, al señalar las dificultades que se siguen de confundir las nociones de nación (en lo cultural) con nación (como colectividad humana autogobernada) ha constatado el gravísimo error que se comete cuando se afirma que una conciencia criolla fue causa directa de la independencia: "afirmación cada vez más discutible -agrega- pues todo estudio preciso de estos fenómenos culturales en la época colonial lleva siempre a afirmar correlativamente que (dichos conceptos) coexistían con un fuerte sentimiento de pertenencia a ese conjunto político que era la monarquía hispánica".
¿Sabía Ud. que el pronunciamiento liberal de Riego en la Península impidió la acción militar de Fernando VII sobre los insurgentes americanos dando prevalencia a los objetivos políticos de la francmasonería que interactuaba en ambos frentes?
Lo que advino después fue una construcción mitológica (indestructible) que tuvo (y tiene) por doble función justificar la balcanización de la totalidad común y facilitar la acción disolvente de la geopolítica sajona antes nombrada.
Una visión idéntica (¿por qué no?) proporciona el mismo Norberto Galasso cuando (poniendo, sin embargo, el arado delante del buey) advierte que "se cumplen todos los requisitos para hablar de una nación latinoamericana, que tendió a serlo en sus orígenes pero que fue despedazada, fragmentada o balcanizada por la acción de las burguesías comerciales de los respectivos puertos de cada país que entrelazaban sus intereses con el capital extranjero, primero inglés y después yanqui" (habría que puntualizar que la nación latinoamericana preexistente es el antiguo reyno de Indias cuya integridad venía garantizada por su incorporación a la Corona. Por lo demás la partición de la unidad política no siempre fue obra exclusiva de los británicos como se verifica, por poner sólo un ejemplo, en la disputa entre Colombia y Perú por el distrito de Guayaquil).
El fraccionamiento que se siguió se sintetiza en dos inmortales frases de Bolívar: "Temo más a la paz que a la guerra" y "hemos arado en el mar".
"El 25 de 'mayo' -clamó acaloradamente con aflautada voz la maestrita normal- 'yovía' torrencialmente..." y el pueblo "que (supuestamente) quería saber de qué se trataba" no logró enterarse por no podérselo convocar a la mítica plaza ya que no tañía la campana del Cabildo por falta de badajo (mandado quitar después de la asonada del 1º de enero de 1809). El 25 de mayo de 1810 el único pueblo presente bastaba para aglomerarse en la galería de aquel histórico edificio del Cabildo (hoy su réplica desde 1936) constituido por soldados patricios y jóvenes de la legión informal (cfr. el exhaustivo Roberto Marfany).
Esto es historia real, verificable documentalmente por las actas del extinguido Cabildo de la muy noble y muy leal ciudad de la Santísima Trinidad (Buenos Aires). Lamentablemente el común de los argentinos (cuando no el común de los investigadores) dan por verdaderos dogmáticos los dislates cronográficos más descomunales, sin que apenas sea posible advertirles de su crasa ignorancia (y no hay peor necedad que la que se desconoce).
Pero la historia no es antojo y la verdad luce siempre (aunque el error y la mentira la quieran camuflar). Quien desconoce su pasado (advierte el gran Cicerón) está condenado a no salir de la niñez (inmadurez), ya que la historia es testigo de los tiempos, luz de la verdad, vida de la memoria, maestra de la vida, mensajera de la antigüedad...".
Ya repite muy bien la copla de Castellani:
"el veinticinco de mayo
día del trueno y el rayo,
último del despotismo
y primero... de lo mismo"
Artículo extraído de www.panodigital.com
Actualmente hay 1 usuarios viendo este tema. (0 miembros y 1 visitantes)
Marcadores