LA RECOMPENSA DE LOS CONQUISTADORES:
Del carácter mixto público-privado de la Conquista y del compromiso contractual entre la Corona y la Hueste se desprende que, en caso de que la empresa culminara en éxito ( Como en tantísimas ocasiones ocurrió para Las Españas ), al Monarca de la Hispanidad correspondíale hacer frente a su responsabilidad y reconocer la justa aspiración a la recompensa del conquistador en virtud de una formulación claramente expresada de lo que es denominado como el “ Derecho Premial “. Los miembros de las huestes se habían enrolado en la conquistadora empresa con el propósito del servicio a Dios mediante el trabajo por su Patria, la principal centinela del Occidente, y también con el afán de mejorar sus vidas. Las Capitulaciones ofrecían esperanzadores premios y suponían el momento de reclamarlos al Rey Católico, que desde la Piel de Toro seguía jubiloso el desarrollo de una gesta que dilataba por días los confines ultramarinos del Imperio Español.
El Conquistador, como cualquier español del siglo XVI que abrigase el fervor de una hidalga mentalidad, seguía abrigando esperanzas señoriales. Y la Monarquía, después del precedente inmediato de las Islas Canarias, tenía perfectamente claro que en las nuevas Indias Occidentales los límites de lo que estaba dispuesto a conceder terminaba justamente en la frontera de la concesión señorial. El modelo realengo del posterior poblamiento que desde el principio se diseña para la América no resultaba compatible con la concesión de “ feudos “, “ señoríos “ ni “ vasallos a perpetuidad “. La Historia de estas primeras décadas que siguieron a la Conquista es también la Historia de cómo se fue perfilando el tipo de recompensa que la Corona estaba dispuesta a otorgar a sus heroicas armadas sin menoscabar los intereses generales que correspondían al bien común del Imperio y sin que se resintiera en un ápice el principio de autoridad mayestática en unos territorios tan lejanos como desconocidos.
Rechazadas las aspiraciones de los conquistadores de verse elevados a títulos de nobleza ( Porque lo que es “ nobleza militar “ por mérito lo eran, y así muchos recobraron lo que sus antepasados; los que procedían de la hidalguía peninsular ) y de lograr señoríos, amén de la prohibición tajante de la esclavitud del indio americano ( Igualmente vasallos de un Imperio Tradicional Común ), la recompensa regia manifestase en cuatro concesiones :
1 ) – El propio botín inmediato de la Conquista
2 ) – Cargos públicos
3 ) – Tierras
4 ) – Encomiendas
Hay abundante legislación de la época que garantiza la preeminencia del conquistador a la hora de recibir mercedes. Las propias Leyes Nuevas del 1542 reiteraban la orden a las autoridades locales de que “ prefieran en la provisión de los corregimientos y otros aprovechamientos cualesquier a los primeros conquistadores “. La medida se ampliaría a posteriori a los “ beneméritos “, hijos de aquéllos, en el disfrute de las prebendas. El tema, en el plano legal, no ofrece dudas al respecto. La Corona siempre mantuvo sobre el papel, incluso en el siglo XVII, su compromiso premial con la Capitanía y resto de membresía de las conquistadoras huestes en el reparto de tierras y cargos en el gobierno local.
Lo que cabría resaltarse es que, desde colombina época, y con muy contadas excepciones ( Como con los caníbales centroamericanos ), la Corona se negó en rotundo a la esclavitud de los amerindios. No obstante, el sueño de tener vasallos de esta raza superó a cualquier otra pretensión personal. Vasallos fueron declarados de un Imperio Común, aunque con leyes ajustadas a su propia realidad natural, pero nunca como colonias de mero placer y explotación, que es el modelo judeomasónico implantado, por ejemplo, por el “ Reino Unido “ y Holanda, entre otros. El caso de la Nueva España, por significativo en el aspecto a tratar, puede servir de ejemplo. Según el mismísimo Hernán Cortés, para sus soldados no había “ cosa que más los arraigase-en la tierra-que tener indios “. En su tercera Carta de Relación de Mayo del 1522 al Emperador Carlos I de España y V de Alemania considera que ha obrado en justicia : “ Visto el mucho tiempo que habemos andado en las guerras y las necesidades y deudas en que a causa dellas estaban puestos…., fuéme casi forzoso depositar los señores y naturales destas partes a los españoles, considerando en ello las personas y los servicios que en estas partes a V.M. han hecho “. Esta idea de que los indios tuviesen “ señor perpetuo “ era compartida también por el Obispo de Méjico, Fray Juan de Zumárraga, el cual, en el año de 1529 aconsejaba también al Emperador Hispánico de la Casa de Austria que para la conservación de la tierra era “ cosa muy conveniente, y sin ella no puede haber sosiego en esta Nueva España, que V.M. haga merced a los indios y a los españoles pobladores dellas de les dar los indios por repartimiento perpétuo….y que los conquistadores sean preferidos y sucesive los que mejor han servido en la tierra “. Y es que vemos cómo los hombres españoles de esta época cabalgaban entre el Medievo y el Renacimiento….
Curiosamente, la Autoridad Monárquica rompió en el 1529 su norma de no otorgar señoríos ni nobleza titulada en el Nuevo Mundo, concediendo “ para siempre jamás “ uno de inmensas proporciones en el Valle de Oaxaca, con el Marquesado anexo del mismo título. La donación incluía plena jurisdicción civil y criminal, alta y baja, en 21 villas y pueblos de la Nueva España, en el que se integraban “ hasta en número de veinte y tres mil vasallos “ : Estamos ante el caso de Hernán Cortés. Con todo, constituye este cortesiano caso una excepción que la propia Corona encargaríase de limitar en posteriores épocas recortando atribuciones ( Contando con la Tradición Hispana de coartar la posibilidad del abuso de poder; y recelando de que ello pudiera ocurrir en una tierra tan extensa y lejana ) en el ámbito jurisdiccional. Aunque estas manifestaciones señoriales-oficialmente otorgadas o veladamente asumidas de hecho por los conquistadores-se dieron en las cuatro primeras décadas del siglo, a partir de los años cuarenta el Imperio intenta por todos los medios reconducir el proceso hacia un diseño marcadamente realengo, tal como había sido concebido en un principio. El Derecho Premial, por muy sólidas que fueran las bases en las que se cimentaba, no era razón suficiente para desvirtuar una normativa que desde el punto de vista de las razones de los estados hispánicos resultaba axiomática. La prueba de fuego tuvo lugar cuando la Autoridad Imperial hubo de asumir la abolición de la recompensa más codiciada por el conquistador : La encomienda ( En un principio, muy inspirada en modelos hispánicos tales como los cortijos de los Reinos de la Andalucía, los pazos del Reino de Galicia, o los caseríos de los Señoríos Vascongados ).
En Las Américas la encomienda nació como una institución teóricamente proteccionista para con el indio americano, en virtud de la cual el Imperio transfería temporalmente a un particular ( el encomendero )-contando mucho los méritos de Conquista-el deber de tutela ( Instrucción, defensa, evangelización, etc. ) sobre un grupo de indios, a cambio de la cesión al encomendero del derecho a percibir en su nombre el tributo que todo amerindio estaba obligado a satisfacer al rey en calidad de vasallo. El caso es que la encomienda siempre fue una donación graciosa del Emperador y no un contrato o una capitulación.
Cuando se habla de la encomienda como institución hispanoamericana, cabe precisarse el dónde y el cuándo de su práctica y aplicación concreta. En la fase imperial antillana, hasta los años 30 ( Del siglo XV, se entiende ), adquiere una modalidad más arcaica bajo la denominación indistinta de “ encomienda “, “ repartimiento en encomienda “ o simplemente “ repartimiento de naturales “; constituía pues todo el proceso organizativo de la forja del incipiente Imperio Hispanoamericano. En esta primera época se adjudica no sólo el tributo, sino también el trabajo del grupo encomendado y, en la práctica, la vida y bienes de los indios. Esta modalidad original de encomienda hispánica de las Antillas, aunque suele decirse que desapareció desde mediados del primer tercio del XVI, también estuvo vigente en el grandioso Nuevo Continente durante más tiempo del que se viene diciendo.
Con todo, el caso es que teóricamente, desde el 1536, la Corona Austro-Hispana había fijado la nueva modalidad que podríamos denominar “ continental “, en virtud de la cual el encomendero tan sólo tenía derecho al mero tributo del grupo encomendado previa tasación de éste por las Reales Autoridades de acuerdo con el número de amerindios. En estas nuevas concesiones era normal la fórmula limitativa de que el beneficiario “ haya y cobre los tributos que hubiesen de dar conforme a la tasa que de ellos está hecha y sin que por sí ni interpósitas personas no se sirva de ellos en ningún servicio personal en su casa ni otros servicios no obras…”. Según ello, este tipo de encomienda clásica no daba a su titular derecho sobre las propiedades de los indios, ni sobre sus tierras ni trabajo personal, ni a la jurisdicción señorial alguna sobre la población encomendada. Y, desde luego, no era una cesión perpetua-como en la inmensa mayoría de ocasiones solicitaban sus beneficiarios-, sino limitada a una o dos vidas como mucho. Todo ello, naturalmente, era en teoría….En la practicidad, el encomendero solía exigir, sobre todo a los indios que no podían abonar su tributo en metálico, el pago de éste en trabajo personal en sus tierras, o bien el pago en especie ( Mantas, gallinas, cera, productos de la tierra….). Era la vieja fórmula disfrazada bajo un nuevo ropaje legal. El encomendero siguió siendo de hecho “ señor “ de sus asiático-australoides.
Para el conquistador, la encomienda era algo por lo que había merecido ciertamente participar en la Misión Conquistadora de la Hispanidad ( Apoyada por el Papado de Roma ). Fue siempre la más deseada recompensa, aunque no la más prodigada a la hora de beneficiar a los integrantes de las huestes. Sólo una minoría de los conquistadores que vivían en torno al 1540 en la Nueva España ( 362 entre 1200 ) eran encomenderos, pero todos ellos eran los más antiguos en la tierra y los que se habían hecho acreedores a la recompensa. Los demás quedáronse, sencillamente, sin este premio, aunque lograron tierras y también algún que otro novedoso cargo local. En el Peruano Virreinato de la Nueva Castilla, a su vez, aún estaba más acentuada la situación, pues de los 8000 españoles instalados en la zona en el año de 1555 tan sólo entre 480 y 500 eran encomenderos; otros tantos ocupaban cargos públicos y el resto se distribuía en los más diversos menesteres. Muchos también, por su escasez participativa en la Conquista o por haber llegado tarde, se quedaron sin recompensa o relegados a los últimos oficios y prebendas.
El grupo encomendero siempre constituyó una minoría en la sociedad indiana de las décadas que siguieron a la Conquista. En ellos radicó una especie de proceso formativo de una aristocracia conquistadora ( Muchos, aínos de la mentalidad hidalga, esto es, procedentes de la pequeña nobleza guerrera de la Reconquista Hispánica, que vivían en celtíbero solar ciertas horas bajas ) junto con sus hijos, los “ beneméritos “, los futuros transmisores de tan elevado rango. No era extraña la práctica de la endogamia entre estos clanes para conservar o concentrar apellidos y rentas y desenvolvíanse por la vida como la nobleza media peninsular. Habían conquistado el país para los Reinos de Las Españas ( Como hablaba Pascual de Andagoya, “ por la riqueza destos reynos…” ) y se consideraban lo más granado de aquella novedosa sociedad hispanoamericana; lo más elevado de la naciente República de los Españoles; el auténtico nervio y sostén de aquellos nuevos Reinos de la Hispanidad.
El caso es que, en Noviembre del 1542, con una enorme influencia-que servidor sigue sin entender-del judío infiltrado Bartolomé de las Casas, el César de Romanos y Germánicos promulgó en Barcelona las famosas Leyes Nuevas, una Real Provisión con extenso articulado, encaminado entre otros fines a preservar la integridad del amerindio, y en uno de cuyos puntos se abolía la encomienda. Mejor dicho : No desaparecerían las existentes, pero sí pasarían, al menos nominalmente, a la Autoridad Imperial conforme fueran extintos sus titulares.
La medida parecía ser un golpe mortal para la reducida y meritoria élite encomendera y las reacciones ante su promulgación no se hicieron de esperar. En todos los rincones de Las Indias Occidentales se levantaron airadas voces de protesta reclamando la derogación de la norma. La intensidad del revuelo no fue uniforme. En el Perú, donde la disposición regia llegaba en pleno desarrollo de las tristes guerras civiles ( 1537-1548 ), la notificación no hizo más que caldear aún más el ambiente. La persona enviada a Lima-La Ciudad de los Reyes-con el encargo de aplicar las Leyes Nuevas fue Blasco Núñez de Vela, primer titular también del Virreinato de la Nueva Castilla. La sublevación de Gonzalo Pizarro ( Hermano del Conquistador y auténtico fundador del Perú ) y de su lugarteniente, el también procedente de la Extremadura de León, Francisco de Carvajal ( el Demonio de los Andes ) en nombre de los encomenderos aportó un nuevo giro a esta fase de la civil contienda entre el 1544 y el 1546, que finalizaría con la derrota y muerte del primer Virrey en Añaquito en Enero del 1546, cuando ya las Leyes Nuevas habían sido derogadas. Sólo en su sucesor, el presidente de la Audiencia de Lima, esto es, el Licenciado Pedro de Lagasca ( 1547-1550 ), pudo poner fin a las levantiscas aspiraciones de los sublevados en la batalla de Xaquixaguana, en Abril del 1548, y consolidar la Autoridad Real en un Virreinato que parecía prácticamente pacificado, aunque un par de nuevos brotes de insurrección se reprodujeron de forma aislada en el 1553 y en el 1554. De lo dicho, sin embargo, parece que interesa más el espíritu que alimentó a los conspiradores que el desarrollo, bastante complejo por cierto, de las luchas civiles. Un párrafo de los Comentarios Reales del Inca Garcilaso nos brinda la clave al poner en labios del Demonio de los Andes una comunicación a Gonzalo Pizarro en la que le pide que “ se perpetuase en el señorío de aquel Imperio no solamente como gobernador del Emperador, sino como Señor Absoluto, pues lo había ganado juntamente con sus hermanos….”
También ocasionaron graves alteraciones las Leyes Nuevas en el Virreinato Novohispánico, a pesar de que al frente andaba un hombre de probada autoridad como Antonio de Mendoza ( De noble abolengo castellano )y de que fue enviado desde la metrópoli un visitador, esto es, el Inquisidor Francisco Tello de Sandoval, para hacerlas cumplir. Aunque no alcanzó las proporciones del Perú, hubo asimismo conatos de rebelión tanto por lo decretado en el año de 1542 como por la reiteración en el 1549 y el 1550 de la prohibición de aprovecharse del servicio personal por vía del tributo.
No obstante, la última y más conocida conjura fue la protagonizada en el 1565 por Martín Cortés ( Hijo bastardo del Conquistador de Méjico ) y los hermanos Alonso y Gil González Dávila, dos de los hombres más ricos de la Nueva España en ese momento. El destierro del primero y el ajusticiamiento de los hermanos Dávila pusieron fin a la conspiración con “ ejemplaridad “….Y similar descontento generalizado, aunque sin manifestaciones externas o conjuras, provocó la abolición de las encomiendas en otras tantas amplias regiones indianas.
Con independencia de los conflictos originados en los Reinos Hispanos de América con motivo de la promulgación de las polémicas Leyes Nuevas, los grupos encomenderos se movilizaron para intentar lograr la derogación del artículo que abolía la institución. Destacaron en este cometido los novohispanos, que enviaron representantes de la Corte y encontraron apoyo en un sector de miembros del Consejo de Indias. El caso es que, finalmente, se salieron con la suya, ya que el 20 de Octubre del 1545 el Emperador, que encontrábase en la ciudad de Malinas, firmó la Real Cédula que derogó la abolición. Fue un triunfo moral y real de la sociedad encomendera. Aunque la institución quedó reducida teóricamente a dos vidas-primer titular y sucesor-, de hecho la medida nunca aplicase con “ rigor “ y sus descendientes siguieron disfrutando de ella durante tres o cuatro generaciones-y más-mediante sucesivas prórrogas hasta que quedó definitivamente abolida en el XVIII por los Borbones. Eso sí; nunca accedió la Corona al derecho de perpetuidad.
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