MÉXICO, DE VIRREINATO A REPÚBLICA

Jesús Caraballo


Mapa resultado del Tratado de Guadalupe Hidalgo

Muy felices se las prometían los mejicanos cuando en 1821, -hará este año, concretamente el 27 de septiembre, dos completos siglos-, proclamaban la independencia de España, con un territorio de casi cinco millones de kilómetros cuadrados que le deja España, los cuales incluían el actual territorio mejicano; más el de diez estados hoy día estadounidenses, todos los del oeste, que le garantizaban el monopolio del Pacífico y situaban la frontera septentrional de Méjico en el mismísimo Canadá; a los que añadir, por si ello fuera poco, los territorios de las actuales repúblicas centroamericanas de Honduras, Nicaragua, Guatemala, Costa Rica y Salvador, que a poco alcanzaban, por el sur, el futuro Canal de Panamá.

Un territorio tan inmenso que, de hecho, la primera forma político-territorial que adopta el Méjico independiente, -algo pomposamente-, es la de “imperio”( el Primer Imperio Mexicano, para diferenciarlo del no menos pomposo y aún más irrisorio Segundo Imperio proclamado por Maximiliano de Austria en 1863). Un imperio, en honor a la verdad, tan pomposo como efímero, durando apenas los dos años que Agustín de Iturbide consigue aferrarse a un trono tan enteco y endiablado, que se verá convertido para él en paredón.

Tan fabuloso territorio, sin embargo, comienza con la independencia un inexorable proceso de menoscabo que lo deja reducido a lo que actualmente conocemos como Méjico o Estados Unidos Mexicanos, su nombre oficial.
La primera merma se produce el 1 de julio de 1823, menos de dos años después de su emancipación, cuando Guatemala, Honduras, Salvador, Nicaragua y Costa Rica proclaman su completa independencia, lo que quiere decir que lo es no sólo frente a España, sino frente a Méjico también. Hablamos ya de cuatrocientos cincuenta mil kilómetros cuadrados, esto es, una superficie sólo poquito menor que la de toda una España.

Lo peor, sin embargo, está todavía por venir, y llega en 1848, en forma de una guerra devastadora entre unos Estados Unidos que por virtud de la llamada “Doctrina del destino manifiesto” se han propuesto como objetivo de su política territorial e internacional la llegada al Pacífico, y un Méjico que se desangra en innumerables gobiernos y golpes de Estado, en un ambiente de auténtico conflicto civil.

El resultado final de la misma será el nefasto Tratado de Guadalupe Hidalgo que firman Méjico y Estados Unidos en 1848, por el que aquél cede a éstos dos millones de kilómetros cuadrados, más de la mitad de su territorio, vale decir los actuales estados norteamericanos de California, Nevada, Utah, Nuevo México y Tejas enteros, y partes de Arizona, Colorado, Wyoming, Kansas y Oklahoma.

Con todo lo cual, se queda Méjico reducido a 1.964.375 km², poco más de una tercera parte de lo que era cuando constituía un virreinato más de la gran patria hispana.

Son muy dados muchos mejicanos –no todos, desde luego- a quejarse de su pasado hispánico, y a imaginar nacidas en él todas las desgracias que les han ocurrido como nación, -y hasta como individuos-, desde que iniciaran su andadura independiente hace este año dos enteros siglos.

Tal vez harían bien esos mejicanos tan quejumbrosos, en mirarse en Alemania, reducida a escombros en 1945 – infinitamente más pobre entonces que la misma Méjico, castigada como no lo ha sido nadie en la historia-, hace apenas tres cuartos de siglo, -125 años menos de los que Méjico lleva de independencia-, y convertida hoy, sin embargo, en la verdadera locomotora de Europa y en uno en de los países más ricos, prósperos y mejor organizados del mundo.

Pero harían bien, sobre todo, esos mejicanos, en preguntarse qué es lo que se hizo mal para dejarse casi tres millones de kilómetros cuadrados en el camino, en unos años, eso sí, en los que, proclamada su total independencia, la solícita madre patria no estaba allí desde hacía mucho tiempo, por lo que poca responsabilidad cabe reclamarle.




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