Re: Virreinato del Río de la Plata
EL RIO DE LA PLATA,1776-1914: DESARROLLOS CIENTIFICOS Y CULTURALES
LUIS ALBERTO ROMERO
UNESCO, Historia del desarrollo científico y cultural de la Humanidad Volumen VI, cap. 12: La América Latina y el Caribe, 1789-1914.
El Virreynato del Río de la Plata, 1776-1810
La creación del Virreinato del Río de la Plata en 1776 transformó las condiciones sociales y culturales de la zona más austral del Imperio hispánico en América.
Se estableció una administración sólida y consistente -el Virrey y los Gobernadores Intendentes-, con el propósito de defender el territorio, controlarlo eficazmente y hacerlo progresar.
Este impulso se sintió sobre todo en Montevideo, fondeadero de la flota de guerra, y en Buenos Aires, la capital y a la vez el puerto de ese nuevo espacio político y económico, que incluía al Alto Perú y sus minas de plata.
Buenos Aires, puerto de la plata, tuvo un importante comercio, que fue más bien pasivo hasta que las dificultades políticas y navales de España, notorias desde 1795, permitieron a los comerciantes porteños ensayar un estilo mercantil activo y autónomo.
El dinamismo comercial de Buenos Aires estimuló la explotación ganadera, consistente en la matanza de animales cimarrones en las llanuras de Entre Ríos y la Banda Oriental, para exportar los cueros.
Se trataba de una actividad primitiva, con mínimos requerimientos técnicos, adecuada para una sociedad primitiva, que creció al margen de las convenciones sociales, donde blancos pobres, indios y negros se mezclaron libremente.
En el Interior del Virreinato, en cambio, la sociedad se organizó según las líneas de castas, y fue más estable y ordenada.
Las actividades económicas -agricultura de escala reducida, ganadería, artesanías- se desarrollaron sin grandes sobresaltos y orientadas a las necesidades de consumo del Alto Perú.
La sociedad decente se concentraba en las ciudades, que eran centros comerciales y administrativos.
En las décadas finales del siglo XVIII se manifiesta en este confín hispanoamericano una sensible renovación cultural, coincidente con las ideas de los tiempos, pero canalizada en el marco de la cultura establecida.
No hubo aislamiento, pero tampoco brusca irrupción de novedades, sino un calmo procesamiento, que fue dotando de nuevos contenidos a la cultura escolástica.
El centro cultural tradicional era la Universidad de Córdoba, fundada a principios del siglo XVII y administrada por los jesuitas hasta su expulsión en 1767.
Los sucedieron los franciscanos primero, y desde 1800 se hizo cargo el Obispado.
En Córdoba se estudiaba teología, y la enseñanza pasaba por la doble censura eclesiástica y política, que permitió que las nuevas ideas fueran abriendose paso, de manera moderada y dosificada.
Así, en el marco del aristotelismo, comenzó a hablarse de la nueva física, la de Descartes y Newton, que aunque solo fuera para criticarla.
En 1801 el rector fray Sullivan decidió comprar un "laboratorio" de física experimental, compuesto de diversas "máquinas", que se ofrecía en venta.
El Cabildo de Córdoba negó la autorización, argumentando que en la Universidad debía enseñarse teología, aunque admitió que podía desarrollarse la física teórica.
En cambio, el rector recibió el apoyo franco de las más importantes autoridades administrativas, incluyendo al Virrey, que apoyaron la enseñanza de la física experimental.
Esta incorporación graduada de las novedades del siglo se dio en mayor medida en Montevideo, donde en 1787 se estableció una cátedra de filosofía en el Colegio Franciscano, y sobre todo en Buenos Aires; desde 1771 se hacían allí gestiones para fundar una Universidad, y superar así la situación de inferioridad frente a Córdoba o Charcas.
Según el Cabildo Eclesiástico de Buenos Aires, la nueva Universidad debía incorporar, entre otras cosas, la enseñanza de la física moderna, apartándose de Aristóteles.
La oposición de Córdoba impidió la creación de la Universidad porteña, pero en 1773 se fundaron los Reales Estudios, de nivel primario, y en 1783 el Real Colegio de San Carlos, donde estudiaron los futuros próceres de la Revolución, y donde enseñaron no pocos de sus futuros funcionarios.
Sin embargo, no fue allí donde tomaron contacto con las nuevas ideas pues, salvo algunos agregados de modernidad, la enseñanza se ajustó a los criterios, ciertamente flexibles, de la escolástica.
La renovación intelectual cobró impulso desde 1790. Influyó la apertura comercial de Buenos Aires, la llegada de libros y de periódicos españoles, que comentaban las nuevas ideas, y también los viajes de estudio de algunos jóvenes, como Belgrano.
Signo de los tiempos fue el Teatro de la Ranchería, donde en 1789 se estrenó Siripo, obra del criollo Manuel de Lavardén, o el establecimiento de la Imprenta de Niños Expósitos, donde en 1802 comenzó a editarse el Telégrafo Mercantil, primer periódico rioplatense.
Al igual que en la España de Carlos III, circulaban las nuevas ideas, había un nuevo público atento a ellas, y sobre todo un grupo de activistas y militantes.
No eran ideas subversivas. La monarquía y la Iglesia compartían la aspiración de los ilustrados a la realización de la felicidad del pueblo, y estos contaban con tan poderoso apoyo para llevar adelante sus ideas.
Tal era, particularmente, la posición de Manuel Belgrano, designado en 1794 por el Rey como Secretario del Consulado, desde donde llevó adelante una intensa acción renovadora.
Belgrano y sus amigos creían que no se trataba de inventar nuevas ideas sino de adecuar algunas de las que estaban en boga en Europa.
Siguiendo las lecciones de la fisiocracia, debía fomentarse la agricultura, identificada con la civilización, y crear así una alternativa al fuerte desarrollo ganadero que ya se vislumbraba.
Hipólito Vieytes difundió esas ideas desde el Semanario de Agricultura, fundado en 1802, y las continuó Belgrano en el Correo de Comercio, que empezó a aparecer a principios de 1810.
También el comercio con todo el mundo se asociaba con la apertura, la circulación de ideas y la civilización, como lo planteó Lavardén en Nuevo aspecto del comercio en el Río de la Plata, o casi en los mismos términos el oriental Dámaso Larrañaga, al inaugurar en 1816 la Biblioteca Pública de Montevideo.
En este aspecto, los intereses de los ilustrados coincidían con los de los comerciantes porteños, por entonces lanzados a arriesgadas operaciones comerciales o empresariales, como fue el caso del mismo Lavardén, que dirigió el primer saladero rioplatense, en la Banda Oriental.
En Bueos Aires, a diferencia de Córdoba, las inquietudes culturales o científicas se relacionaron pronto con las necesidades más inmediatas de la sociedad: el saber científico era apreciado en tanto ayudaba a resolver los problemas prácticos.
En 1798 se creó el Protomedicato de Buenos Aires, para habilitar a quienes ejercían la medicina, ocuparse de atender los problemas de la salud pública -como la vacunación contra la viruela- y formar nuevos médicos.
En 1801 comenzó la enseñanza de la medicina, a cargo de Cosme Argerich, y en 1808 se graduó la primera camada de médicos, de destacada actuación posterior.
En 1799, por iniciativa del Consulado, se creó una Escuela de Dibujo, que se cerró poco después, y otra de Náutica, donde tuvo amplio desarrollo la enseñanza de las matemáticas y de los métodos experimentales.
La Escuela debía combinar la enseñanza científica con la formación de los pilotos reclamados por un activo comercio porteño, que incursionaba por Africa o el Caribe.
Ambas iniciativas se interrumpieron como consecuencia de la crisis política que siguió a las Invasiones Inglesas y que desembocó en la ruptura del lazo colonial.
Independencia y guerras civiles, 1810-1852
Los primeros años de vida independiente fueron muy difíciles.
La guerra, muy costosa, originó una aguda penuria económica.
Fuera de Buenos Aires produjo depredación de riquezas, tanto en las regiones ganaderas como en los centros urbanos, afectados también por la apertura comercial y, sobre todo, la desaparición del flujo de metales provenientes del Alto Perú, que quedó en manos realistas.
Pero también fueron años de efervescencia patriótica y de ebullición de las ideas: en Buenos Aires se tradujo El Contrato Social, se publicó el periódico La Gaceta, al que siguieron otros también destinados a educar al pueblo, y hubo "una feliz revolución en las ideas", de tono más radicalizado en algunos, como Mariano Moreno o Bernardo de Monteagudo, o más moderado, como el Deán Gregorio Funes, que por entonces formulaba el nuevo plan de estudios de la Universidad de Córdoba.
Funes admitía la necesidad de ampliar la enseñanza de la fisica experimental y las matemáticas, pero recomendaba conservar la tradicional escolástica para la metafísica.
Belgrano, en cambio, recomendaba enseñar lógica según Condillac, abandonar la metafísica y reforzar los aspectos morales de la religión.
La penuria financiera hizo que se interrumpiera la existencia de varias instituciones creadas al fin de la Colonia. Algunas sobrevivieron, adecuadas a las nuevas necesidades militares: el Instituto Médico Militar, o la Academia de Matemática y Arte Militar, indispensable para la formación de los artilleros.
Luego de 1815 pudieron reanudarse algunos emprendimientos. Así, se rehabilitó el antiguo Colegio de San Carlos, convertido en Colegio de la Unión del Sur.
Juan Crisóstomo Lafinur, profesor de filosofía, introdujo en sus cursos las teorías de la ideología, suscitando el rechazo de los más tradicionales, quienes en 1819, en ocasión de los exámenes públicos de sus alumnos, lo acusaron de poner en peligro la existencia del alma.
A la guerra de Independencia siguieron, sin solución de continuidad, los conflictos civiles, que fueron disolviendo la unidad política virreinal.
Algunas partes se convirtieron de hecho en estados independientes: Bolivia, Paraguay o la Banda Oriental, cuya independencia se declaró en 1828, después de una guerra entre las provincias del Río de la Plata y Brasil.
En otros casos se formaron estados provinciales autónomos, de finanzas escuálidas y economías empobrecidas, cuyos gobernantes fueron denominados caudillos.
En cambio la provincia de Buenos Aires vivió un período de prosperidad, posibilitada por la notable expansión de la explotación ganadera, que ganó nuevas tierras al sur.
El estado provincial se organizó sobre bases modernas, y se alentó una renovación cultural de resultados notables, condicionada sin embargo por una inestabilidad política que pronto desembocaría en nuevas guerras civiles.
La explotación ganadera, realizada en estancias, mantuvo su arcaísmo técnico, pero en los saladeros -donde se preparaban los cueros y la carne salada- se incorporaron algunas innovaciones, como la grasería, que introdujo el químico español Antonino Cambaceres.
Otros profesionales vinieron al Plata para ocuparse de obras del puerto, de salubridad, urbanización, o de las empresas mineras, por entonces prometedoras pero que no llegaron a prosperar.
La necesidad de trazar los linderos de las estancias estimuló la creación del Departamento Topográfico, y el desarrollo de la agrimensura, la medición pluvial y otras actividades que requirieron una nueva experticia ingenieril.
Muchos de esos expertos fueron contratados en Europa por Rivadavia, aprovechando los exilios obligados por las persecuciones políticas, y una cierta ilusión que despertaba el "rio de la plata".
Así, llegó a Buenos Aires un numero importante de científicos de primer nivel: el naturalista Aimé Bonpland, que fue colaborador de Humboldt, los físicos italianos Pedro Carta Molina y Fabricio Mossotti, el matemático Mauricio Chauvet, los escritores José Joaquín de Mora y Pedro de Angelis o el ingeniero Carlos Enrique Pellegrini.
Mientras duró la bonanza rivadaviana, estos centíficos combinaron las actividades profesionales con las científicas y académicas.
Mossotti, por ejemplo, instaló un observatorio astronómico en el Convento de Santo Domingo y escribió un artículo en una importante revista científica europea sobre el eclipse de 1833.
Además realizó observaciones pluviométricas para el Departamento Topográfico y enseñó física en la Universidad de Buenos Aires, que acababa de crearse.
Este era un viejo proyecto porteño, que se concretó en 1821.
Según el modelo francés, la Universidad debía regir el conjunto de la enseñanza, en sus tres niveles.
Así, se crearon varias escuelas primarias y se introdujo el método Lancaster, muy adecuado dada la escasez de docentes y de recursos para pagarlos.
El Colegio se reorganizó como Colegio de Ciencias Morales, y recibió alumnos becados, provenientes de las provincias del Interior.
Además del derecho, la Universidad impulsó la enseñanza de las ciencias experimentales, gracias al aporte de los físicos italianos mencionados, y de la medicina; aquí se aprovechó el saber de los excelentes médicos formados hasta entonces, como Cosme Argerich hijo o Francisco Javier Muñiz, un notable y esforzado médico militar, que se dedicó también a la paleontología.
En filosofía se impuso la nueva corriente de la ideología, y se siguió a Condillac, Cabanis y Destutt de Tracy, con quien se carteaba Bernardino Rivadavia.
Juan Manuel Fernández de Agüero, profesor de filosofía, tuvo por ello un conflicto con el rector de la Universidad, un canónigo más tradicional, pero fue respaldado por las autoridades políticas.
El impulso renovador alcanzó a toda la vida cultural porteña y se prolongó a algunas ciudades del Interior.
Buenos Aires tenía cinco librerías, se editaba un número considerable de períodicos, había representaciones teatrales y de ópera, cenáculos literarios y polémicas.
Pero los conflictos políticos pronto derrumbaron un edificio de bases débiles.
La renuncia de Rivadavia a la presidencia en 1827 acabó con muchos proyectos.
La penuria fiscal obligó a abandonar otros, particularmente las obras públicas, y con el correr de los años se llegó, ya en tiempos de Rosas, a suspender los sueldos de maestros y profesores universitarios.
Por otra parte, las luchas políticas crearon un clima crecientemente faccioso, y muchos científicos e intelectuales emigraron o fueron expulsados de sus empleos.
La mayoría de los europeos se volvieron; algunos sobrevivieron dedicándose a otra cosa, como el ingeniero Pellegrini, que terminó como pintor de moda.
El gobierno de Rosas, instalado en 1829, se consolidó como dictadura en 1835.
Se caracterizó por el orden autoritario, el clima extremadamente faccioso y una suerte de xenofobia, acentuada por los bloqueos impuestos por franceses e ingleses.
Su poder, así como el de la mayoría de los gobernantes de las provincias, se apoyaba en las masas rurales, hostiles a las clases urbanas ilustradas.
En todo el territorio rioplatense predominó esta hostilidad del campo hacia las ciudades y la cultura que ellas representaban.
Una nueva generación intelectual se propuso comprender esta situación, y tratar de actuar sobre ella.
Eran en su mayoría jóvenes estudiantes universitarios, insatisfechos con la enseñanza de sus maestros -algunos tan respetados como Diego Alcorta. Se inspiraban en los filósofos eclécticos y también en los poetas y literatos románticos, a través de quienes llegaban las ideas de Herder.
También influían los ecos de la revolución de 1830. La juventud universitaria e intelectual quería entender lo que sus predecesores no habían comprendido, y actuar en consecuencia.
Se trataba de descubrir lo propio del pueblo argentino, lo irreductible a las teorías abstractas, y sobre todo explicar a Rosas y la aceptación que tenía en la gente.
Luego, querían actuar eficazmente, pues todos aspiraban a ser políticos.
La "generación del '37" se desenvolvió primero en la Buenos Aires de Rosas y luego optó por emigrar a Santiago de Chile o a Montevideo, y sumarse allí a los antirrosistas.
En el exilio escribieron sus obras más importantes: el Dogma socialista de Esteban Echeverría, el Facundo de Domingo Faustino Sarmiento o el Fragmento preliminar al estudio del Derecho, un texto previo de Juan Bautista Alberdi, con el que aspiró a doctorarse en Buenos Aires.
Organización y apertura, 1852-1880
La caída de Rosas en 1852, coincidente con el comienzo de la gran expansión del capitalismo, transformó las condiciones del Río de la Plata.
La producción pecuaria para la exportación -sobre todo la lanar- se desarrolló firmemente; creció el comercio exterior, se intensificó el flujo de inmigrantes y se multiplicaron las empresas colonizadoras.
Ambas capitales, y algunas otras ciudades, crecieron y se modernizaron aceleradamente. Sin embargo, los estados no llegaron a afirmarse plenamente sino al fin del período: la guerra entre las dos facciones tradicionales -blancos y colorados- se perpetuó en Uruguay hasta 1876, y en la Argentina el gobierno central solo acabó con las disidencias internas en 1880.
Para agravar las cosas, ambos países participaron, junto con el Brasil, en una cruenta guerra con el Paraguay.
En este proceso de construcción económica e institucional tuvo activa participación el conjunto de los intelectuales y políticos formados en el exilio rosista, quienes propusieron las grandes alternativas para la organización de ambos países, fundadas en el liberalismo político y la apertura económica.
En la Argentina los más destacados fueron Juan Bautista Alberdi -su Bases sirvió de modelo para la Constitución de 1853- y Domingo Faustino Sarmiento, que fue presidente en 1868 y tuvo influencia en muchos campos, en especial el educativo.
En Uruguay, en cambio, los "doctores" -que militaban en los dos partidos tradicionales- no lograron doblegar la influencia de los "caudillos".
Los grandes instrumentos para renovar la sociedad y avanzar hacia el progreso fueron la inmigración -que se estimuló por la vía de la colonización- y la educación, sobre todo la primaria o "popular".
Los grandes propagandistas e impulsores fueron Sarmiento y el uruguayo José Pedro Varela, puesto en 1876 a cargo de la Instrucción Pública por el presidente Latorre.
Las acciones más espontáneas se sistematizaron casi simultáneamente en los grandes instrumentos legales que establecieron la educación obligatoria, gratuita y laica.
En 1870 se fundó la Escuela Normal de Paraná, donde Pedro Scalabrini difundió las ideas genéricamente denominadas positivistas, particularmente el laicismo y la fe en la ciencia.
Los educadores allí formados -los "normalistas"- tuvieron una enorme influencia en la educación pública en las décadas siguientes.
Las ideas del progresismo racionalista y laico alcanzaron un enorme auge, así como la doctrina evolucionista de Darwin.
Los grupos renovadores, liberales y anticlericales, chocaron con la Iglesia católica, especialmente cuando sus obispos se empeñaban en seguir las ideas ultramontanas de Pio IX, y también con intelectuales que combinaban esas posturas con un espiritualismo más genérico.
En el Uruguay, el obispo Vera se empeñó en erradicar el catolicismo liberal y "masón", alineando a su grey en el ultramontanismo cerrado, mientras que los liberales fundaron en 1872 el Club Racionalista y aprobaron una Profesión de fe racionalista, que combinaba el liberalismo doctrinario con una vigorosa apelación moral.
Los choques ideológicos fueron quizá desproporcionadamente intensos, en relación con las cuestiones reales en juego: tanto el Estado como la Iglesia apenas estaban comenzando a organizarse, pero aquel definió su preeminencia en cuestiones claves, como la educación.
En torno de la educación se dirimieron otros debates. En 1863 se inició en la Argentina la creación de Colegios Nacionales, destinados a formar a las nuevas elites políticas, cultas y solidarias con el Estado nacional.
El Colegio Nacional de Buenos Aires, que dirigió Amadeo Jacques, debía servir de modelo a sus pares: el Monserrat de Córdoba y el de Concepción del Uruguay.
Conforme a sus propósitos, la orientación de la enseñanza era fuertemente humanista. También se reorganizó la Universidad. Bajo el rectorado de Juan María Gutiérrez (1861-73), la Universidad de Buenos Aires se recuperó de la incuria rosista; se creó el Departamento de Ciencias Exactas, donde en 1868 se recibió la primera camada de ingenieros, conocidos como "los doce apóstoles".
Pese a ese impulso, la Universidad argentina se mantuvo distante de la renovación intelectual y de los debates de su tiempo.
Al margen de la Universidad, el desarrollo de las ciencias fue muy significativo. El estado argentino hizo un gran esfuerzo para estimular las instituciones y traer científicos europeos de valer, como Germán Burmeister, un notable sabio alemán contratado en 1862, que reorganizó el Museo de Ciencias de Buenos Aires y lo convirtió en una institución notable.
Luego Burmeister se trasladó a Córdoba, donde en 1870 impulsó la creación de la Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas y la Academia de Córdoba, convertida en 1878 en Academia Nacional de Ciencias.
Simultáneamente, el Gobierno nacional establecía allí el Observatorio Meteorológico, de modo que Córdoba se convirtió en un segundo centro de irradiación científica.
En Buenos Aires y en Córdoba proliferaron las publicaciones, como los Anales del Museo, que editó Burmeister, y se estableció un diálogo con los principales centros del mundo.
En 1872 un grupo de docentes de la Facultad de Ciencias Exactas de Buenos Aires fundó la Sociedad Científica Argentina. Eran sus animadores los miembros de la primera camada de ingenieros, encabezados por Luis Huergo, que se proponían intervenir activamente en las cuestiones de interés público.
En 1875, en concidencia con la Exposición Industrial, la Sociedad Científica organizó un concurso relativo a los aportes de la ciencia a la industria nacional, y particularmente a la elaboración de materias primas nacionales.
Huergo y otros ingenieros intervinieron en el debate acerca del puerto de Buenos Aires, y también opinaron sobre las obras de salubridad que realizaba la Ciudad.
No fueron los únicos científicos que por esos años buscaban combinar el saber con las
necesidades de la sociedad: los médicos encararon la solución de los graves problemas de higiene de una ciudad que en 1871 había sido diezmada por la fiebre amarilla.
Del optimismo a la duda, 1880-1914
En las décadas finales del siglo, en ambos países se avanzó hacia la instauración del orden y la unidad políticos -aunque el Uruguay vivió su última guerra civil en 1904-, de afirmación y desarrollo de las instituciones estatales y de sostenido crecimiento económico.
Este se basó en el comercio exterior, las exportaciones agropecuarias, la inversión de capitales -particularmente en ferrocarriles y puertos- y sobre todo la inmigración, que modificó profundamente el perfil de la sociedad.
El campo se modernizó y crecieron las grandes ciudades, especialmente Buenos Aires y Montevideo. El proceso social se caracterizó por una fuerte movilidad, una creciente diversificación, y también la emergencia de nuevos conflictos, en las ciudades y en el campo, que sin embargo hasta 1914 tendieron a resolverse en términos de integración.
El régimen político, originariamente controlado por elites de origen tradicional, fue evolucionando hacia una participación más amplia y una creciente democratización, cuyas aristas potencialmente conflictivas todavía no se vislumbraban en 1914.
El formidable crecimiento económico y el nuevo orden político estimularon una filosofía espontánea: los valores del positivismo -progreso material, ciencia, laicismo- fueron asumidos de manera natural y escasamente crítica, más conformista que militante, y difundidos ampliamente, en diarios, revistas y libros, a medida que -por efectos de la política educativa- aumentaba en la sociedad la masa de letrados.
A partir de 1890 se empezó a notar un cierto giro, de la confianza a la duda: lo marcó la orientación que en 1892 el presidente y filósofo Julio Herrera y Obes, de tendencia espiritualista, imprimió a las instituciones culturales uruguayas, el clima de tensión y desconfianza en las instituciones políticas que se inició en la Argentina con la Revolución de 1890, la creciente y crispada preocupación por la nacionalidad, en las décadas finales del siglo, o las enormes dudas acerca del rumbo tomado, que se manifestaron en la elite dirigente en torno del Centenario de la Revolución de Mayo.
Los nuevos estados asumieron plenamente el programa de "educar al soberano": asegurar la escolaridad básica, gratuita, laica y obligatoria, y confiar en que ella formaría a los nuevos ciudadanos.
Las escuelas primarias y los colegios nacionales, de nivel medio, cumplieron esa función y le aseguraron al Estado el dominio sobre un campo en el que ni la Iglesia ni las instituciones de las colectividades extranjeras pudieron competir.
Las ideas pedagógicas del llamado normalismo se difundieron ampliamente, y cobraron nuevo impulso en la Universidad de La Plata, creada en 1905, donde se puso el acento en la enseñanza práctica y en los métodos experimentales, en desmedro de la educación humanística clásica. En otros campos el Estado también avanzó sobre terrenos en los que la Iglesia tenía hipotéticas aspiraciones, como el Registro Civil de nacimientos, matrimonios y defunciones.
En la Argentina el avance se detuvo allí, y desde 1890 se manifestó una actitud más contemporizadora, mientras que en el Uruguay, luego de una pausa parecida, el impulso laico recibió un poderoso impulso por obra de Jose Batlle y Ordoñez, presidente desde 1903 y figura dominante durante dos décadas. Su "reforma moral" unió progresivamente la modernización estatal, el intervencionismo económico, el desarrollo de políticas de seguridad social y un impulso al laicismo que, luego de diversas medidas parciales, culminó en 1919 con la separación de la Iglesia y el Estado.
El reconocimiento científico sistemático del territorio fue una de las consecuencias de su control efectivo por parte del Estado.
Un grupo de sabios alemanes, radicados en Córdoba, acompañó al general Roca en su "conquista del Desierto", relevando el territorio, y luego el perito Francisco P. Moreno y el Comandante Fontana exploraron y describieron sistemáticamente la Patagonia y el Chaco.
Moreno reunió una enorme colección de piezas óseas y objetos industriales con las que se dotó al Museo de La Plata, flamante capital de la provincia de Buenos Aires.
El Museo, luego unido a la Universidad, se convirtió en una institución dedicada a la investigación en ciencias naturales y antropológicas, modelo de otras que por entonces también fomentó el Estado argentino, como el Museo Etnográfico, fundado por Juan B. Ambrosetti en la Universidad de Buenos Aires, el Observatorio de La Plata, también incorporado a la Universidad, el Museo Darwinion, creado por Cristobal Hicken, el similar iniciado a partir de los esfuerzos personales de Miguel Lillo en Tucumán, y también el Jardín Zoológico y el Jardín Botánico en Buenos Aires.
El desarrollo científico estuvo acompañado de un intenso debate en torno de las teorías de Darwin. En Montevideo esas discusiones se dieron en el ámbito del Ateneo, fundado en 1877, donde a propósito del evolucionismo discutieron espiritualistas y positivistas.
En Buenos Aires la discusión fue igualmente intensa, al punto que Eduardo Holmberg pudo escribir en 1875, alrededor de esa disputa, un cuento satírico, "Dos partidos en lucha", que remataba con la imaginaria llegada de Darwin a Buenos Aires.
Entre sus enemigos reales estaban los intelectuales católicos, como José Manuel Estrada, y también científicos como Germán Burmeister, que rechazaban el evolucionismo y defendían el creacionismo.
Entre los partidarios de Darwin se encontró Florentino Ameghino, el más notable científico argentino del período. Ameghino, que tropezó con la férrea oposición de Burmeister, dirigió el Museo de Buenos Aires desde 1902.
Fue un géologo y paleontólogo notable, que desarrolló la teoría del origen americano del hombre, y más precisamente pampeano, y formuló una cosmovisión de raiz evolucionista en Mi credo.
El positivismo ganó la Universidad de Montevideo durante el largo rectorado de Adolfo Vasquez Acevedo, entre 1880 y 1900, solo interrumpido durante la breve reacción espiritualista del noventa.
En Buenos Aires penetró más lentamente, pero a fines del siglo ya estaba instalado en la Facultad de Filosofía y Letras, donde en 1904 Ernesto Quesada inauguró la cátedra de sociología.
Fue característica de estas décadas la preocupación sociologista: se trataba de comprender, a la luz de los planteos de Comte y Spencer, de Taine, Le Bon, Durkheim o Simmel, problemas novedosos de la realidad social.
La afluencia masiva de extranjeros dio lugar a la reflexión sobre la raza y sobre el crisol de razas. Las multitudes -visibles en las grandes ciudades- obligaron a pensar en cómo manejarlas. Muchos se preguntaron por las raíces de esa sociedad tan heterogénea, que buscaron en la herencia española o en la tradición criolla, y otros tantos se inquietaron por el cosmopolitismo creciente, que quisieron enfrentar con una prédica nacionalista.
Tal fue el caso de Ricardo Rojas, José María Ramos Mejía, Agustín Alvarez, Juan Agustín García o Carlos Octavio Bunge, mientras que José Ingenieros exploró desde la psiquiatría los linderos entre la locura y el crimen.
Muchos pasaron de la reflexión a la acción, proponiendo reformas sociales o políticas. Lo hizo en el Uruguay José Batlle y Ordoñez, y de una manera más moderada el argentino Joaquín V. González, quien asesorado por Juan Bialet Massé, propuso en 1904 un Código del Trabajo que legalizara la actividad de los sindicatos.
Por su parte, Roque Sáenz Peña e Indalecio Gómez impulsaron la reforma electoral, que en 1912 abrió las puertas a la democracia.
De un modo u otro, todos ellos tenían una sólida fe en el progreso y en la capacidad humana para promoverlo y regularlo. Pero hacia fines de siglo empezaba a instalarse una duda acerca de estos valores.
Se manifestó en la indagación de los males de la sociedad, según la ciencia positivista, pero también en el cuestionamiento al positivismo, y a la creencia más espontánea que asociaba progreso con bienestar material.
Esta orientación está presente en la crítica filosófica al positivismo, que en el Uruguay realiza Carlos Vaz Ferreira y en la Argentina Rodolfo Rivarola o Coriolano Alberini.
A la vez, se hacen manifiestas actitudes e iniciativas marcadamente intolerantes, como lo fue la Ley de Residencia, sancionada en la Argentina en 1902, que autorizaba a expulsar a los extranjeros indeseables, o las manifestaciones más exasperadas del nacionalismo.
Pero quizá la expresión más cabal de ese giro sea la obra del uruguayo José Enrique Rodó, cuyo Ariel (1900) se convirtió en emblema de la concepción aristocrática y espiritualista que, según empezaba a afirmarse, caracterizaba la esencia hispanoamericana.
En muchos sentidos, la Primera Guerra Mundial significó un corte en este proceso. Los agudos problemas sociales que la siguieron conmovieron hasta lo más hondo las bases del optimismo progresista, mientras que la crisis económica mundial, y los problemas fiscales cada vez más serios, dificultaron la función promotora de la cultura y la ciencia que tan energicamente venía asumiendo el Estado.
A partir de las angustias de los años que siguieron, aquellas décadas anteriores a la Gran Guerra empezaron a ser recordadas como la edad dorada.
El Río de la Plata, 1776-1914. Desarrollo científico y cultural
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http://bicentenario.educ.ar/wp-conte...culturales.pdf
La Iglesia es el poder supremo en lo espiritual, como el Estado lo es en el temporal.
Antonio Aparisi
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