Claves de la derrota cristera
Jesús Caraballo 24/06/2022
¿Sirvió de algo la guerra cristera, mantenida por los católicos mexicanos entre 1926 y 1929 para defender la libertad de la fe católica? ¿Tuvieron en algún momento posibilidad real de ganar la contienda? ¿Fueron traicionados por la Santa Sede y/o por los obispos negociadores, o bien optaron éstos por un posibilismo realista en evitación de males mayores?
Son preguntas que no han hallado una respuesta unánime en el siglo transcurrido desde entonces.
Hay que recordar que el contexto que prepara la guerra es una persecución de tal magnitud que, según uno de los mayores historiadores del periodo, el francés, Jean Meyer,«todo el mundo sabía que la aplicación literal de la ley significaba el final de la Iglesia»: no podía tener colegios ni fundar monasterios, los sacerdotes debían ser mejicanos hijos de mejicanos, debían registrarse ante el gobierno para ejercer su ministerio (es lo que exige hoy el Partido Comunista chino, por tener un término de comparación) y solicitar su autorización para cambiar de parroquia o diócesis…
A quién servía el Estado estaba claro. El presidente perseguidor Plutarco Elías Calles invitó al periodista italiano Marco Appelius a visitar Méjico, y el invitado no dudó en calificar el país como «un feudo de la Segunda Internacional social masónica».
En estas condiciones, ¿qué impidió al pueblo católico sojuzgado, una vez alzado en armas, la victoria total que pretendían para el Reinado Social de Cristo?
Los obispos eran unánimes en el rechazo a las leyes de Calles, pero estaban profundamente divididos entre enfrentarse a ella con una resistencia a ultranza o con medidas más moderadas. Se impuso la primera tesis y los obispos decretaron la suspensión de culto público como medida de presión. Una medida insólita que resultaría decisiva en el estallido de la guerra. El gobierno reaccionó cerrando los templos, prohibiendo el culto privado, deteniendo sacerdotes y deportando obispos. La mecha para los primeros levantamientos quedó encendida.
En 1925, se fundó la Liga Nacional para la Defensa de la Libertad, agrupando diversas asociaciones católicas con el objetivo de «detener al enemigo y reconquistar la libertad religiosa». Desde el principio, tuvo el objetivo político de conseguir el poder y una actitud de ir a la ofensiva, a diferencia del Partido Católico Nacional, más a la defensiva.
La Liga no logró coordinar a los cristeros ni un adecuado suministro de armas. En su determinación de controlar la rebelión, incluso habría entorpecido la labor de otras organizaciones católicas más eficaces.
Sin embargo, fue un gran acierto de la Liga convencer al general Enrique Gorostieta Velarde, para aceptar el mando militar de los sublevados, cuya inteligente dirección aumentó su combatividad, poniendo en aprietos al ejército federal en los Estados donde los cristeros tuvieron mayor fortaleza.
Aunque se ha intentado presentar a Gorostieta como un agnóstico que aceptó esa misión por dinero, la publicación en los últimos años de su correspondencia privada le presenta inequívocamente como un «católico sincero».
La diferencia de fuerzas
Los federales tenían una moral más baja que los cristeros. Sufrían tantas deserciones que para contrarrestar la fe de sus rivales alguno de sus mandos, como el general Eulogio Ortiz, planteaba ejecuciones sumarias a cualquier soldado que llevase un escapulario. Hubo incluso quien, como el coronel «Mano Negra», arengaba a sus tropas al grito de «¡Viva Satán!».
Su superioridad de fuerzas era total, pudiendo disponer su comandante en jefe, el general Joaquín Amaro, de hasta 110.000 hombres frente a los 25.000 de Gorostieta. La estrategia gubernamental era clara: custodiar las grandes ciudades, controlar el ferrocarril y cortar los abastecimientos cristeros, y luego instaurar el terror en las zonas rurales, fusilando a todos los enemigos capturados y quemando campos y matando ganado.
Sin embargo, a mediados de 1928 los cristeros tenían tal fuerza que no podían ser ya vencidos, aunque tampoco se veía que pudiesen derrocar a Calles. Un objetivo al menos estaba logrado, pues, dado que ese aparente empate daba a la Iglesia fuerza de negociación.
Estados Unidos no tuvo ninguna duda en apoyar a Calles, y así lo hizo. Primero, por su compromiso de favorecer la expansión del protestantismo en México. Además, consideraban que la fortaleza y estabilidad de su gobierno era la mejor garantía para que éste atendiera los compromisos financieros con sus acreedores, entre los que figuraba la Casa Morgan, de la que había sido socio el embajador Dwight Whitney Morrow, quien llegó a su misión diplomática en octubre de 1927.
Los cristeros fallaron en una previsión. Dieron por supuesto el apoyo económico de algunos millonarios católicos estadounidenses, entre ellos el petrolero William Buckley (afectado también en sus negocios por el gobierno de Calles), pero eso no sucedió. El jefe civil supremo de los rebeldes, René Capistrán Garza, se desplazó hasta Estados Unidos en busca de armas o dólares, pero volvió sin una cosa ni otra.
A pesar de sus pretensiones claramente políticas, el movimiento cristero no tenía de un programa definido que aplicar en caso de una eventual victoria. Los cristeros fueron, en su abrumadora mayoría, gente sencilla del campo que se levantó en armas contra la persecución religiosa que llevó a la suspensión de las misas, y su fin casi único era la restauración del culto.
Eso dice mucho del fervor puramente religioso que inspiró a los combatientes, pero era una debilidad política. En los lugares donde pudieron establecer una autoridad, los cristeros sustituyeron la constitución de 1917, antirreligiosa, por la de 1857 reformada en algunos artículos, pero que había sido considerada antes como el origen remoto de la opresión que vivía la Iglesia. En otros manifiestos rechazaban ambos textos legislativos, como es el caso de la Constitución de los Cristeros jurada el 1 de enero de 1928, que proclamaba el «vasallaje a Dios» y la soberanía del pueblo, con una forma representativa republicana y demócrata. En la misma, las mujeres tenían derecho a voto, con lo cual la legislación cristera se anticipó un cuarto de siglo a la legislación de sus adversarios.
El papel del clero
La relación del clero y la cristiada es compleja. Cuando se desencadenó la rebelión, a los sacerdotes se les ordenó concentrarse en las ciudades bajo control del gobierno, donde teóricamente estaban más seguros. La inmensa mayoría obedeció, con lo cual puede hablarse de una postura pasiva en contra del alzamiento, dado que su presencia en la clandestinidad habría fortalecido moralmente a los cristeros.
De 3.500 sacerdotes, un centenar fueron activamente anticristeros. Sesenta y cinco desobedecieron la orden de ir a la ciudad y se quedaron en el campo con su grey, sin que eso signifique necesariamente apoyar a los cristeros, aunque sí sufrir la persecución gubernamental. Solo cuarenta respaldaron abiertamente a los cristeros, y hubo cinco que tomaron las armas y combatieron con ellos con su sotana. El gobierno asesinó entre 1926 y 1929 a noventa sacerdotes, algunos de ellos ya venerados como mártires.
En cuanto a los obispos, al principio, la mayoría dejó libertad a sus fieles para adherirse o no al movimiento cristero, pero esta mayoritaria actitud expectante se fue poco a poco alineando con las directrices vaticanas, contrarias a la lucha armada. De los 38 obispos, una docena llegaron a negar a los católicos el derecho a la sublevación, y hubo algunos que colaboraron activamente con el gobierno contra los cristeros, amenazándoles con la excomunión. Tres respaldaron a los sublevados con discreción y tres lo hicieron abiertamente, reuniendo fondos y alentando a los combatientes: José Manríquez y Zárate, obispo de Huejutla; José María González y Valencia, obispo de Durango, y Leopoldo Lara y Torres, obispo de Tacámbaro, a los que algunos añaden también el nombre de Miguel de la Mora, obispo de San Luis.
El punto más controvertido del final de la guerra cristera son los «arreglos» firmados por los obispos con el gobierno y la actitud de la Santa Sede. El arzobispo de Morelia, Leopoldo Ruiz y Flores, fue el encargado de negociar directamente con el presidente Emilio Portes Gil (quien en 1928 había sustituido a Calles) y lo hizo de una manera cuanto menos ambigua respecto a los intereses que representaba.
En su afán de cerrar un trato, acabó aceptando algunas condiciones que la Santa Sede había considerado inaceptables, pero jugó con los tiempos, con las traducciones y con las interpretaciones para firmar en buena medida un ingenuo cheque en blanco al gobierno. El restablecimiento del culto desactivaba el principal motivo de movilización cristera, pero el gobierno solo cumplió los «arreglos» el tiempo suficiente para desarmar a los cristeros.
Los cristeros no fueron consultados en el acuerdo, por lo cual la palabra «traición» no suena excesiva para describir lo que padecieron por parte de sus pastores, desconfianza que se perpetuaría en el tiempo. Los dirigentes cristeros, a quienes se había prometido amnistía, fueron paulatinamente asesinados por agentes gubernamentales.
Pasada la crisis, la persecución religiosa se reactivó, hasta el punto de que el propio Ruiz y Flores reconocería años después que fue peor en la década de los treinta que antes de la suspensión del culto en 1926. La Iglesia fue sometida a un control administrativo aún más intenso, limitando el número de sacerdotes permitidos en función de la población, con cifras que van del 1 por 100.000 en Veracruz al 1 por 25.000 en Jalisco, o un único sacerdote autorizado en un estado como Chiapas.
La Masonería
Los Calles o Portes, como otros presidentes mexicanos, no perseguían a la Iglesia por un mero deseo de poder o por convicción ideológica, que también, sino en ejecución de una política trazada en las logias masónicas. Un célebre discurso a los masones del presidente Emilio Portes Gil, es de una expresividad inigualable: «La lucha es eterna: la lucha se inició hace veinte siglos… En Méjico, el Estado y la Masonería en los últimos años han sido una misma cosa: dos entidades que marchan aparejadas, porque los hombres que en los últimos años han estado en el poder han sabido siempre solidarizarse con los principios revolucionarios de la Masonería».
¿Fue, pues, inútil la lucha de los cristeros?. En realidad, la cristiada, que bien puede calificarse de “epopeya”, fue un loable esfuerzo popular, contrario a ese proceso de secularización radical patrocinado por el Estado liberal y revolucionario en su agresión al catolicismo. Ese «enseñar los dientes» de los católicos sojuzgados, aunque no consiguiese evitar el hostigamiento inmediatamente posterior, ganó para la Iglesia un modus vivendi de distensión a partir de la segunda mitad de los años treinta, bajo Lázaro Cárdenas. Duró casi sesenta años permitiendo una libertad tolerada hasta el reconocimiento en 1992 por Carlos Salinas de Gortari de la personalidad jurídica de la Iglesia y una seminormalización legal.
https://espanaenlahistoria.org/episo...rota-cristera/
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