Hoy se cumplen 64 años desde las matanzas de Filipinas.
Fue en los compases finales de la II Guerra Mundial, cuando sólo faltaba por saber cuándo y cómo desaparecería el Eje. Mientras los Aliados iniciaban la carrera hacia Berlín, Japón era bombardeado sin descanso desde las islas de Guam y Saipán, apenas a cuatro horas de vuelo de los B-52, las temibles "fortalezas voladoras". Pero para dar el paso de la invasión era preciso tomar antes un territorio cercano y que pudiera servir de base operativa, desde luego más grande que esas pequeñas islas arrebatadas a sangre y fuego. Filipinas, así, convertido en el cauce principal del avance Aliado hacia Tokio, volvió a ser escenario de batallas cruciales, esta vez para expulsar a los japoneses. Fue un tarea relativamente fácil, en buena parte gracias a la superioridad tecnológica y material que ya entonces ostentaban los Estados Unidos. La marina de guerra nipona, de hecho, fue aniquilada en la batalla de Leyte, en una lucha desigual donde los americanos dispararon casi como a los patitos de las casetas de las ferias, y el avance por el territorio filipino no tuvo complicaciones especiales, puesto que los soldados nipones se replegaron en general a las montañas. Se sabía que Manila, la capital, y situada en la isla de Luzón, la más cercana a Japón, sería un hueso más duro de roer, con aproximadamente 600.000 habitantes y con cerca de 5.000 súbditos de países Aliados encerrados en la Universidad de Santo Tomás. Pero no tenía porqué salirse de la pauta; la ciudad no había sido fortificada y las tropas del ejército de tierra nipón también evacuaron la ciudad, junto con su gobierno títere, dirigido por Jose P. Laurel.
La violencia que tuvo lugar a partir del 3 de febrero dejó a todos con el paso cambiado. La liberación sin apenas violencia de los occidentales concentrados en el campus del barrio España de esa universidad, la mas antigua de Asia, fue un éxito completo. Pero desencadenó unas expectativas excesivas y el general MacArthur proclamó inmediatamente, el 6 de febrero, que la ciudad había caído a las 6 y media de esa misma mañana. No era cierto. La vanagloria desbordante de ese general le llevó a dedicar más tiempo a pensar cómo ufanarse (en un desfile planeado para esa misma tarde) que en sopesar los desafíos pendientes. Porque desde Tokio el ministerio de la Marina le ordenó al comandante Iwabuchi Sanji (el apellido antes del nombre) evitar, con los cerca de 15.000 efectivos a su cargo, que la ciudad y su excelente puerto natural pudieran ser utilizados en el ataque final a Japón. Esta orden, uno de los muchos ejemplos de la rivalidad interna entre Marina y Ejército de esos años, fue mucho más que un contratiempo. El avance de los soldados de MacArthur pasó a ser fieramente resistido por unos soldados que, sin escapatoria, no sólo emplearon la arquitectura centenaria del período español como su mejor escudo sino que, en demasiados casos, utilizaron a los residentes civiles como su moneda de cambio final; morirían matando. El final de los combates, así, tardó en llegar un mes y en ese lapso de tiempo Manila se convirtió en la versión urbana de la estrategia de "tierra quemada" utilizada años antes por Stalin, incluso en el coste humano, porque la cifra de muertes civiles se calcula en 50.000, de los cerca de 600.000 que tenía la ciudad. Hubo "matanzas al por mayor" como apuntó en su diario el director del colegio de San Juan Letrán, Juan Labrador con partidas de soldados aprovechando los descansos en los bombardeos para causar el mayor número de estragos entre la población indefensa. Así ocurrió en el Club Price o en el Club Alemán de Manila, dos edificios con protección de hormigón que el día 10 de febrero se convirtieron en trampas fatales para quienes se habían refugiado allí contra los bombardeos. En el primer caso, una partida de unos 30 soldados ordenó a los refugiados concentrarse en el patio para después ametrallarles a mansalva mientras arrojaban granadas, provocando alrededor de 200 muertos, aunque se llegaron a cifrar en 278 al poco de acabar la batalla. El Club Alemán sufrió la mayor masacre de toda la batalla, porque en los aproximadamente 4000 metros cuadrados, con un edificio de dos plantas, se calcula que estaban concentradas unas 800 personas, de las que sólo sobrevivieron cinco. La partida de soldados-asesinos fue menos, apenas una decena, pero utilizaron materiales inflamables para prender las partes inflamables del edificio con la gente dentro, tiroteando a los que intentaban salir: la mayoría murió abrasada.
Los españoles sufrieron como el resto de los habitantes y en algunas de esas masacres constituyeron la mayoría de las víctimas. Las hermanas vascas Rosario y Josefina Gárriz, por ejemplo, perdieron a maridos e hijos en el Club Price, a otros cuatro primos y la cuñada en el Club Alemán y a un primo más, Laurentino, sin saberse bien si la culpabilidad recaía en la metralla de una bomba americana o en el tiro de un soldado japonés: en el listado consta "procedencia dudosa". Fueron las víctimas más numerosas, por ejemplo, en las residencias de dos personajes de la comunidad española, ambos relacionados con la Compañía General de Tabacos de Filipinas, cuya sede central estaba en Las Ramblas, las del empresario Carlos Pérez Rubio y del doctor Emilio Mª de Moreta, las dos repletas de gente en busca de lugares seguros. En la primera, el día 12 de febrero murieron 26 del total de 40 incautos refugiados, aparentemente después de desposeerles de sus bienes, y en la segunda, el día 17, murieron 35 personas (13 hombres, 13 mujeres y 9 niños; sobrevivieron otras 26 personas, 11, 10 y 5, respectivamente), tras separar los soldados a hombres y mujeres, y arrojarles granadas de mano a los unos y bayonetear y disparar a las otras. La más rememorada fue la del consulado de España del 12 de febrero en la calle Colorado, otro edificio que atrajo a los japoneses por la concentración de personas, muchas de las cuales habían acudido allí pensando que la bandera española les protegería. Se sabe que el primero en morir fue un joven guarda que les recibió con una bandera a decirles que era territorio español, pero no está claro qué ocurrió después, puesto que la única superviviente fue una niña de 7 años, Ana María Aguilella, a la que se quedó la mente en blanco sobre esa experiencia. Murieron entre 60 y 70 personas, entre ellos 16 españoles, la mayoría a bayoneta, el arma predilecta de los soldados japoneses.
El último cobijo ante el avance americano, Intramuros, la antigua capital amurallada, sumó devastación a las muertes, que incluyeron a misioneros, puesto que allí estaban los conventos-madre de las órdenes religiosas. El día 18, al poco de comenzar el acoso contra el recinto amurallado, un centenar de españoles y mestizos refugiados en la antigua Universidad de Santo Tomás (que habían salvado la vida días antes, tras ser devueltos vivos de una estancia en la prisión de Fuerte Santiago), recibieron nuevas órdenes para salir. El centenar aproximado de hombres mayores de 14 años, incluidos los religiosos, fueron conminados a abandonar el recinto en dos filas y después obligados a entrar los que cabían en dos refugios antibombas junto al antiguo palacio del Gobernador, uno casi exclusivo para los misioneros, mientras que el resto siguieron andando. Todos sufrieron el mismo destino tras ser encerrados e impedidos sus movimientos; en el caso de los enclaustrados en el refugio, les ametrallaron y les arrojaron granadas de mano por los tubos de la ventilación y los demás, tras ser atados de manos, fueron ametrallados. Los hubo con suerte y salieron ilesos, pero sólo salió un misionero vivo de todo el grupo, el palentino Bernardino de Celis. El destino de las joyas arquitectónicas españolas fue parejo al de las personas, aun cuando la conciencia de preservarlas ya había llevado al gobierno filipino a promulgar medidas para su protección. Las paredes de sus edificios recibieron la mayor proporción de impactos de la Guerra del Pacífico, en parte porque los soldados japoneses también utilizaron por primera vez cohetes para defenderse. Además, hubo varias fases, porque si las primeras dos semanas fueron relativamente tranquilas, a partir del día 18 los ataques se intensificaron para preparar la incursión, culminando en el bombardeo masivo del día 23, el día del ataque. Dentro del recinto amurallado, además, los bazokas, cuyos proyectiles tienen un efecto máximo sobre las paredes de ladrillos y hormigón, fueron una de las armas preferidas. Aun así, las paredes del último reducto nipón, el edificio de Hacienda, se resistieron a caerse, a pesar de que los norteamericanos concentraron en ese baluarte la experiencia de los días anteriores. Acabó todo el 3 de marzo de 1945; entre la primera incursión en Santo Tomás y la limpieza del último baluarte había pasado un mes entero.
Con el fin de la lucha, Manila empezó una nueva etapa habiendo de reinventarse, literalmente, desde sus mismos cimientos. Su parte de identidad hispana fue una de las más perjudicadas. Los residentes españoles disminuyeron drásticamente su número. De los cerca de 2000 españoles (con cédula de nacionalidad) previos a la guerra, 238 de ellos murieron (cerca de cincuenta religiosos, otras tantas mujeres y alrededor de 250 heridos) y pocos meses después, otros 300 regresaron definitivamente a España, algunos con una mano delante y otra detrás. Además, también desaparecieron muchos otros miles de mestizos de origen hispanizado que sentían una doble lealtad, tanto hacia su país de origen como al lugar donde vivían. Pero la fisonomía de Manila también cambió radicalmente, y no sólo por los restos centenarios desaparecidos de forma definitiva. Se dejó para siempre de utilizar la lengua española por la calle, tal como había ocurrido hasta entonces en Ermita y Malate, meca de los hispanistas frente a los llamados sajonistas, donde los censos del año 1939 indican un tercio de sus moradores eran hispanohablantes, algo excepcional cuando la media del país era el 2,7%. En la posguerra, los hispanohablantes ya no tuvieron barrios donde se concentraban y el idioma quedó reducido al ámbito de lo familiar y de los círculos de amigos más íntimos. Filipinas, así, perdió esa hispanidad que en la primera parte del siglo XX le había valido para compensar la influencia americana, en un curioso ejemplo de identidad colonial devenida en uso anticolonial, y abrazó con pasión al país que le había librado del yugo japonés. Ahora, las tornas han cambiado, pero lo español ya no es sino parte de la historia en Filipinas. Ocurrió a partir de esta batalla, pero no desde 1898.
La película y la masacre
Las masacres de Manila horrorizaron a la España de 1945. Llegaron en un momento especialmente complicado para el régimen de Franco, que se veía en las garras de Moscú. Entre el 4 y el 11 de Febrero, la conferencia de Yalta entre Churchill, Stalin y Roosevelt aguzó ese presentimiento de los difíciles tiempos venideros cuando, como recordó después el número dos del Ministerio de Exteriores en ese momento, José María Doussinague: "Europa quedaba entregada al mayor enemigo que ha tenido nunca la civilización cristiana." La batalla de Manila y sus muertos a manos japonesas serían el mejor argumento para proclamar que España había estado siempre de corazón con el bando Aliado y, por ello, el gobierno relajó la censura y permitió no sólo informar de las masacres (incluyendo unas imágenes especialmente explícitas en el NO-DO, que bien poco debieron de sosegar a los familiares) sino también dio libertad a la prensa extranjera para informar. Fue parte de una estrategia encaminada a declarar la guerra a Japón, que incluyó también la sugerencia de enviar una División Azul (marina), paralela a los esfuerzos del año 40 por declarar la guerra y sumarse al Eje cuando los Aliados parecían a punto de ser derrotados. Roosevelt y Churchill respondieron con los mismos desaires de Hitler años antes (Londres, por ejemplo, declaró que para quería declarar la guerra, Alemania estaba más cerca) y Franco hubo de recular. Por ello, en pocos días el gobierno de Franco dejó caer la campaña de prensa y enfrió sus ánimos bélicos, pero no dejó de utilizar el argumento de la solidaridad occidental entre los pueblos orientales (es decir, no-occidentales) que permitía tan bien escenificar el territorio asiático. La película Los Últimos de Filipinas fue estrenada ese mismo año de 1945, con unas escenas donde figuraba un batallón de soldados norteamericanos que había intentado salvar a los soldados españoles encerrados en la iglesia de Baler tras el fin de la guerra de 1898.
Aunque contemporáneas, la película es lo que ha pasado a la memoria. En el año 1945, Los últimos del 98 impidieron el paso a los que sí marcaron un antes y un después. Canciones y emotividad aparte, el régimen prefirió correr un tupido velo sobre lo ocurrido en Filipinas, especialmente una vez que fue obligado a recordar su pasada simpatía hacia la ocupación japonesa y hacia el Japón. La heroica historia de unos sufridos soldados comandados por un iluso, así, ha turbado de tal forma que ahora, ciertamente, la masacre de Manila está completamente arrinconada y el olvido ha sido como una especie de segunda muerte para esos cientos de personas que fueron asesinadas ahora hace justamente sesenta años. Quién sabe, quizás vaya a pasar lo mismo con los atentados del año pasado. Posiblemente, nuestros hijos acaben sabiendo mejor los resultados electorales del 14 de marzo que la masacre de tres días antes.
A raíz de los comentarios de ayer sobre el artículo de «El Mundo» que nos citaba a Miguel del Rey a mí, conviene añadir algo más, a pesar de lo que ya contamos en «Campos de muerte» sobre el brutal y psicopático régimen político japonés en los años 30 y 40 del siglo pasado.
Tras la paz de Paris de 1899, varios miles de españoles siguieron en Filipinas. Muchos eran religiosos, pero había también plantadores de azúcar, comerciantes y empleados de la compañía de tabacos. En los años 30 del siglo XX eran una colonia próspera y feliz, que mantenía su idioma y el recuerdo de los 300 años de presencia española.
En febrero de 1945, lo japoneses, acosados por las tropas norteamericanas que habían desembarcado en las islas el año anterior y se acercaban a Manila, enloquecieron de odio y rabia contra los filipinos y, además, contra todo lo occidental y europeo, matando a más gente que las dos bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki.
«Cuando perdieron todo se complicó y el trato a la población se volvió violento. Sus víctimas fueron tanto filipinos, como chinos, alemanes, suizos o españoles. No podían tolerar que el resto del mundo se enterase de su humillación, así que se negaron a abandonar el país por las buenas y se produjo una matanza indiscriminada». Quien escribió esto es Carmen Güell, pero son declaraciones de Elena Lizarraga (herida de bala en cuello, otra en las piernas y rematada en el suelo de un bayonetazo en la espalda a sus 21 años), mientras veía como asesinaban a padre y a una de sus hermanas. Junto a parte de su familia murieron más de 300 españoles asesinados brutalmente, incluyendo ancianos, mujeres y niños.
Franco llegó a considerar declarar la guerra a Japón, pues la indignación en la opinión pública española fue inmensa, y la destrucción del pasado español en la batalla casi total. Al año siguiente la mayor parte de los supervivientes regresaron a España y los pocos que quedaron allí, se fueron fundiendo con la población local, hasta desaparecer.
… también conviene que estas cosas no se olviden.
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