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Tema: La Cristiandad, una realidad histórica

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    La Cristiandad, una realidad histórica

    La Cristiandad. Una realidad histórica

    ALFREDO SÁENZ, S.J.
    «Hubo un tiempo en que la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados. Entonces aquella energía propia de la sabiduría cristiana, aquella su divina virtud había compenetrado las leyes, las instituciones, las costumbres de los pueblos, impregnando todas las clases y relaciones de la sociedad; la religión fundada por Jesucristo, colocada firmemente sobre el grado de honor y de altura que le corresponde, florecía en todas partes secundada por el agrado y adhesión de los príncipes y por la tutelar y legítima deferencia de los magistrados; y el sacerdocio y el imperio, concordes entre sí, departían con toda felicidad en amigable consorcio de voluntades e intereses. Organizada de este modo la sociedad civil, produjo bienes superiores a toda esperanza. Todavía subsiste la memoria de ellos y quedará consignada en un sinnúmero de monumentos históricos, ilustres e indelebles, que ninguna corruptora habilidad de los adversarios podrá nunca desvirtuar ni oscurecer».
    León XIII, Immortale Dei, 1885, 28.

    Presentación
    del Autor
    En el año 1991 dicté un curso sobre la Cristiandad a solicitud de la Corporación de Abogados Católicos. Me pareció un ofrecimiento interesante ya que si bien pululan las monografías sobre la Edad Media, apenas sí se ha intentado la exposición de una visión panorámica que incluya la diversidad de los aspectos que caracterizan a dicho período. Me puse, pues, a bucear en la abundantísima literatura medievalista. Y de dicha lectura brotó el curso, dictado en ocho conferencias, cada una de ellas desdoblada en dos.
    Más allá de mis expectativas, el curso fue seguido por un público numeroso, selecto, evidentemente interesado en los distintos temas que lo jalonaban. Durante el transcurso, y especialmente al término del mismo, varios de los asistentes me preguntaron si no pensaba publicar las ponencias. Mi respuesta, reiterada una y otra vez, fue negativa, ya que pensaba no haber dicho nada original, ni tratarse de un trabajo de investigación científica. En las conferencias eslabonaba una cita con otra, no declarando siempre su origen, como es normal en el estilo hablado. El único mérito, si lo hubo, lo constituía la síntesis de todo lo leído, y el abanico de temas que posibilitaba la comprensión de lo que fue la Weltanschauung medieval.
    Pero hubo un hecho, quizás providencial, que me hizo revisar la decisión. Con ocasión de un retiro que estaba predicando en el Monasterio de San Bernardo a las Carmelitas de Salta, fui invitado a cenar con un grupo de conocidos y amigos en la quebrada de San Lorenzo. Allí conversamos sobre temas muy diversos, explayándonos en la situación actual y en lo que parecía esconderse tras las invocaciones al Nuevo Orden Mundial. A raíz de esto Último, una joven allí presente dijo, en un momento dado, poco más o menos lo siguiente: «Todos los que están preocupados por el futuro de la historia expresan sus reservas frente a lo que al parecer se pretende introducir con el Nuevo Orden Mundial. Por otra parte, se sigue denigrando, tanto en las conversaciones como sobre todo en los manuales de historia, lo que fue y lo que significó la Edad Media. ¿No sería interesante que alguien escribiese un libro sobre dicha época, mostrando que es posible que el Evangelio logre de hecho impregnar una sociedad? Porque si no, pareciera que la idea de una sociedad cristiana es una pura utopía».
    Entonces, en ese preciso momento, decidí en mi interior escribir este libro. Porque pensé que, dado que dicha joven nada sabía acerca del curso que yo había dictado en Buenos Aires, ni del pedido que los asistentes al mismo me habían dirigido, por ella me hablaba Dios. Al menos, así creí entenderlo. Esta es la razón por la cual Ud., estimado lector, tiene este volumen en sus manos.
    Sí, eso es lo que pretendí al abocarme a su redacción: mostrar cómo es posible la refracción temporal del Evangelio, como fue de hecho posible la realización de una sociedad cristiana, a pesar de todos los defectos que la mancillaron. Una sociedad donde la cultura, el orden político, la organización social, el trabajo, la economía, la milicia, el arte, fueron alcanzados por el influjo de Aquel que dijo: «Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra». Hoy estamos lejos de ese mundo, pero su recuerdo no sólo suscitará nuestra nostalgia sino también el deseo de ir tendiendo a una nueva Cristiandad, esencialmente idéntica a aquélla, si bien diversa en sus expresiones exteriores, dados los cambios evidentes que la historia ha ido produciendo a lo largo de los siglos. ¿No será eso lo que el Papa nos quiere decir al insistir una y otra vez en la necesidad de lanzarnos a una «nueva evangelización»? ¿O cuando exhortó al mundo de nuestro tiempo a «abrir de par en par las puertas al Redentor»?
    Si en algo este libro puede contribuir a ello, el intento quedará plenamente logrado.

    Prólogo
    P. Carlos Biestro
    Es sabido que Dios salva al mundo suscitando hombres e inspirando obras que contradicen al mundo con la defensa de aquellas causas que cada época particular tiene por perdidas: el P. Alfredo Sáenz hace en este libro el elogio de la Cristiandad.
    Como va contra la corriente, este fruto de una profunda inteligencia y enorme capacidad de trabajo parecerá a muchos una nueva muestra de la mentalidad oscurantista, que halla más gusto en desenterrar fósiles que en ocuparse de las cuestiones actuales o imaginar el porvenir. Y sin embargo, es necesario considerar el tema de la Cristiandad porque quienes hoy tienen en sus manos (hasta donde ello es posible para los simples mortales) determinar el rumbo de las naciones, procuran instaurar un Nuevo Orden Mundial que parodia al Cristocentrismo Medieval. No sabemos si tal empresa tendrá éxito esta vez –la Escritura enseña que algún día, Dios sabe cuándo, la Humanidad formará un solo rebaño bajo el Mal Pastor, el Anticristo– pero tenemos certeza del significado de la mala imitación que el Nuevo Orden Mundial hace del orden temporal vigente en los siglos cristianos: la parodia, en este caso, significa un reconocimiento inconsciente que lo ficticio rinde a algo auténtico. La meta por la cual bregaron Papas, Obispos y Reyes tiene tanta actualidad hoy como siglos atrás.
    Cristo hace nuevas todas las cosas; su virtud regeneradora puede así trasponer a un plano superior una noción ya conocida por los paganos: la Idea Imperial. Esta expresaba la intención de reunir a todos los hombres por medio de la religión, la cultura y los lazos de sangre. La familia humana reflejaría así la unidad del cosmos, que por sus armonías se mostró a la reflexión de los filósofos como una gran ciudad. Los esfuerzos más conocidos para concretar esta aspiración fueron realizados por Alejandro Magno y Augusto.
    La unificación religiosa planteaba una grave dificultad porque la ciudad antigua tenía sus propios dioses. Para resolver este problema, los grandes adalides que se propusieron obtener el cetro del mundo hicieron obligatorio el culto de la ciudad dominadora y del Emperador. Tal es el significado de Júpiter Capitolino y del endiosamiento del César. La Providencia quiso que Pedro confesara por primera vez la Divinidad del Señor en Cesarea de Filipo, donde se levantaba un templo en honor de la Autoridad Romana, para poner en evidencia el abismo que media entre el verdadero Dios hecho hombre y los hombres que fingen una condición divina. Pero debemos reconocer que los paganos habían buscado mal algo bueno. Se habían equivocado en permitir que un hombre intentara subir a los cielos y asentar su trono sobre las estrellas; mas el recuerdo brumoso de los oráculos primitivos los llevó a acertar cuando cifraron la salvación de la Humanidad en la obra de un Pastor de pueblos que uniese en sí, de modo misterioso, la naturaleza de Dios y del hombre. La Idea Imperial fue, pues, un elemento más de la «preparación evangélica» que puso a disposición de la naciente sociedad cristiana los mejores logros de la civilización latina, en la cual había aparecido la Iglesia.
    Todos aquellos bienes estuvieron, sin embargo, a punto de perderse para siempre: la filosofía había desembocado en la desesperación de alcanzar la verdad; la cultura consistía en «corromper y ser corrompido»; y el poder romano, erigido sobre la base firme de viejas virtudes campesinas y guerreras se desmoronó por obra del desenfreno. El espectáculo provocó la indignada denuncia de Horacio:
    «Fecundo en culpas, nuestro siglo mancha
    El hogar, las estirpes y las bodas;
    Y de esta fuente de maldad se ensancha,
    Fluyendo al pueblo ya la Patria toda».
    Para probar el carácter único del Señor, San Pablo lanza a los cuatro vientos una afirmación que tiene la fuerza de un mazazo: «¡Resucitó!». También la Cristiandad salió de un sepulcro: ella dio nueva vida a los huesos secos del fracaso pagano. De tal modo, la historia confirma la enseñanza de la fe: al margen de Cristo, la vida humana corre hacia la perdición, porque es imposible para la sola creatura detener el avance inexorable de la culpa y la muerte que reinan desde la Caída Original. Sólo en el Señor las personas y las sociedades pueden alcanzar la salvación.
    Debemos considerar el talante espiritual de aquel pequeño grupo de fieles enviados por el Señor como ovejas entre lobos y cuyo credo se convirtió en el fundamento místico de un nuevo orden temporal. Su enseñanza tiene plena vigencia. Bien sabemos que teólogos de renombre afirman que no podemos mantener la actitud ingenua de los primeros cristianos, pero no hemos avanzado tanto como para dejar atrás al sentido común, y se nos ocurre que si somos cristianos del año 2000, ello se debe a que durante veinte siglos ha habido una cadena ininterrumpida de hombres y mujeres que se han tomado la molestia de creer para que también nosotros llegásemos a aceptar lo que fue creído por todos, siempre, en todas partes.
    Los paganos encontraron sorprendente la negativa de la Iglesia a aceptar cualquier forma de sincretismo: nadie podía llamarse con verdad discípulo de Cristo y dar culto a los dioses de Roma. Ese atrevimiento sólo podía nacer de un ánimo insolente, malvado. Tácito pensó que los cristianos eran la hez de la tierra. Estalló la persecución vaticinada por el Evangelio, y al cabo de tres siglos se hizo evidente que una fuerza misteriosa había sostenido a quienes habían mostrado una voluntad absoluta de permanecer firmes en la fe, aun a costa de la vida.
    La sangre de los inocentes expió los crímenes ancestrales, y una vez que la tierra fue purificada de sus culpas, se hizo apta para recibir la simiente de la Palabra de Dios. Ella fue sembrada por los grandes Obispos, quienes se levantaron como atalayas del pueblo que Dios les había confiado. Escrutaron la Verdad Revelada, combatieron incansablemente las herejías, consideraron los grandes problemas de su tiempo y se esforzaron por hallar soluciones. Se entiende que esto equivalía a predicar la llamada «verdad peligrosa», porque la luz del Evangelio provoca la irritación del mundo. San Ambrosio excomulgó al Emperador. responsable de la masacre de Tesalónica. San Juan Crisóstomo denunció a la Emperatriz como una nueva Herodías. Soportó intentos de asesinato, recibió malos tratos y murió semimártir rumbo al destierro. Pero la Palabra de Dios no quedó encadenada y descubrió a quienes habían aceptado recibirla la posibilidad de un nuevo orden cuyo eje es Cristo.
    Junto al Mártir y al Obispo, la tercera figura fundacional de una vida terrena informada por el Evangelio fue el Monje. La fe enseña que el hombre ha sido creado para ver a Dios y vivir en El. Muy pocos piensan seriamente en estas cosas. Quienes huyeron a los valles solitarios y rincones apartados no cometieron tal error: dejaron todo para encontrar el Todo, la Vida, por la que todo vive y cuya delicia es ensimismarse en nuestras almas para hacemos participes de su Secreto. «En Francia los arqueólogos descubren restos de fundaciones monásticas cada 25 kilómetros. Francia estaba como atrapada en una red de oraciones». Entre el siglo V y el XVII fueron fundados en Europa 40.000 monasterios.
    Aquella oración traspasó el cielo y permitió que la creatura sintonizara con el Creador. Y sólo entonces el esfuerzo por restaurar el orden perdido dejó de ser estéril. El Señor construyó la casa y guardó la ciudad. Alrededor de las Abadías se formaron caseríos, que con el paso del tiempo se convirtieron en ciudades. La regla benedictina inspiró leyes e instituciones de aquellos pueblos, que aprendieron a vivir en paz. Poco a poco apareció «la forma cristiana de todas las cosas». Y si el advenimiento del Evangelio permitió descubrir que el alma es naturalmente cristiana, de igual modo, la impregnación de la política, la milicia, la especulación filosófica y teológica, el trabajo y el arte por la fe mostró que también el orden temporal es naturalmente cristiano. Bien sabemos que hubo numerosas falencias y miserias, pero ellas se debieron ala frágil condición humana y no son imputables al principio rector de esa estructura. Hasta donde la sociedad fue fiel al bautismo común, «produjo bienes superiores a toda esperanza», como dejó dicho León XIII.
    La Escritura enseña que «el hombre en la opulencia no comprende». Cede con facilidad a la seducción del mundo; su mirada se enturbia por el afán de posesión y dominio. Aspira a comenzar desde sí mismo. Esta mala conversión se hace patente si atendemos a aquellas mismas causas que hicieron posible el surgimiento de la Cristiandad.
    En lugar de aquella voluntad absoluta de perder todo con tal de salvar el movimiento esencial de la vida humana hacia Dios, prevaleció una actitud de instalación en el mundo. Surgió el burgués, enemigo irreductible del modo de vida cristiano. Con frecuencia cada vez mayor, las sedes episcopales fueron entregadas a hombres duchos en la intriga y hábiles para los negocios. La misma decadencia afectó a la vida monástica. Un estudio sobre 236 monasterios ingleses cuya erección tuvo lugar entre el siglo X y el XIV revela que 14 fueron fundados en el siglo X. 33 en el XI, 143 en el XII, 42 en el XIII, y sólo 4 (menos del 2 %) en el siglo XIV. Enrique VIII fue la espada del Cielo: el Rey sifilítico y su pandilla pudieron disolver la casi totalidad de los monasterios y apoderarse de aquellas tierras porque la angurria de riquezas había ocupado el vacío creado por el desinterés hacia Dios.
    Este olvido de lo Unico Necesario se reflejó en el más alto saber humano, la filosofía. Guillermo de Ockham sentó principios que cortan el camino por el que la mente va a Dios. Según el lamentable franciscano, nuestros conceptos son signos arbitrarios incapaces de permitirnos conocer las cosas en su verdad:
    «Stat rosa pristina nomine
    Nomina nuda tenemus».
    No en vano esta filosofía ha sido llamada nominalismo: al igual que en el Paraíso, se trata de dar el nombre a las cosas. Pero esta vez el hombre no se reconoce cooperador de Dios ni intenta descubrir la verdad que el Señor ha puesto en su obra, sino que excluye al Creador e interpreta la creación desde sí y para sí. La realidad debe estar en consonancia con los esquemas elaborados para explicarla. Los versos que cierran la obra más famosa de Umberto Eco: «la rosa primigenia está en el nombre, tenemos los nombres desnudos» expresan la coartada de quien ha cifrado la beatitud en el Poder: si nuestros conceptos son arbitrarios, entonces el hombre es el árbitro del mundo. Ello explica una característica asombrosa de los nuevos tiempos: la primacía de la acción sobre la contemplación; el destierro del que ve y la potestad de ordenar confiada al que hace, es decir, el predominio del mediocre o del necio, quienes sólo pueden dar palazos de ciego e inexorablemente van a parar –y conducen a los demás– al hoyo.
    Desde el siglo XIV hasta el presente la ideología nominalista ha tenido un influjo cada vez mayor sobre la religión, la política y las ciencias. Y ahora la Historia ha terminado, nos dice Francis Fukuyama, al comunicarnos graciosamente la interpretación de «La Ciudad de Dios» hecha por el Departamento de Estado. La evolución ideológica de la Humanidad reposa en el punto omega: la democracia liberal ya no halla serios adversarios en nuestro planeta e ingresamos así en el «estado universal homogéneo».
    Puede ser que desde el punto de vista de la dialéctica hegeliana hayamos llegado a la pacificación total, pero si en lugar de sumergirnos en Hegel miramos alrededor nuestro, resultará innegable que aquella atmósfera particular de Dinamarca que tan desagradable impresión produjo en el joven Hamlet es agua de rosas en comparación con el aroma que traen las tibias brisas de esta primavera de la Historia. Porque cuando han sido superados todos los conflictos internos del sistema, se agudiza al máximo la oposición entre el sistema y la naturaleza humana.
    El hombre de nuestro tiempo vive idiotizado por la mentira y es víctima del robo sistemático cometido por los traficantes de naciones, pero la nota que con más claridad muestra al «estado universal homogéneo» como un arrabal del Infierno es el ataque prolijo contra la vida, denunciado entre otros por el Cardenal Ratzinger: «la guerra de los poderosos contra los débiles», que responde por completo a la lógica del pecado.
    Y también resulta lógico que el Nuevo Orden Mundial proponga una religión de muerte, ofrecida como una mística humanitaria cuya finalidad es expandir las fronteras de la conciencia para obtener la autorrealización. El hombre de Acuario puede «construir su propia trascendencia» porque el Dios con el que busca establecer contacto es la energía primordial del cosmos, el fondo del que proceden todas las cosas y que llega hasta nosotros por evolución ascendente. Para conquistar la cumbre del Carmelo, sólo se requiere conocer los secretos de la mente, sin necesidad de la Encarnación, la gracia y el latín, como en otras épocas más atrasadas. Ahora bien, aunque sea enojoso hacer el papel de aguafiestas, no podemos dejar de señalar los aspectos menos humanitarios de esta mística: el Dios de la era de Acuario no es personal, se halla tan presente en nuestra alma como en un gato o una piedra, y el glorioso tránsito desde esta vida hacia la felicidad de ultratumba es la abolición del yo, su disolución en el campo universal de energía ciega. La «Nueva Era» –New Age– es la vieja gnosis que tentó a nuestros primeros padres en el Edén, y también en esta oportunidad la búsqueda de una falsa divinización conduce a «morir de muerte».
    El proceso de apostasía de las naciones cristianas iniciado hace siete siglos ha favorecido la aparición de falsos profetas. Quienes no quieren aceptar la verdad que los salvaría, enseña el Apóstol, son entregados al poder engañoso de la mentira. Y la mentira tiene por instrumento a aquellos que, al decir de Jeremías, «curan a la ligera la llaga de mi pueblo, exclamando: “¡Paz, paz!”, cuando no hay paz».
    De cuantos propalan fábulas impías y cuentos de viejas, según la expresión de San Pablo, pocos han influido tanto como Maritain para falsificar la relación entre Cristo y el orden temporal: la Cristiandad, dice, ya ha sido abolida históricamente; ahora debemos renunciar a ella como ideal y sustituirla por una nueva concepción profanocristiana y no sacrocristiana de lo temporal. «La idea discernida en el mundo sobrenatural a manera de estrella de este humanismo nuevo... no será ya la idea del Imperio Sagrado que Dios posee sobre todas las cosas, será más bien la idea de la Santa Libertad de la criatura, unida a Dios por la gracia». Con todo, nos parece difícil que pueda recibir la gracia quien se obstina en rechazar a Cristo después de haberlo conocido suficientemente.
    La atribución de un carácter mesiánico a la Democracia Universal niega al verdadero y único Salvador, e introduce solapadamente una nueva religión. El culto de un poder político cualquiera implica la adoración del Hombre, porque el Estado es una alta obra de nuestra razón práctica, y de este modo entroncamos con la superstición encargada de justificar el Nuevo Orden Mundial.
    Afortunadamente la actitud del P. Alfredo Sáenz se encuentra en las antípodas de este modo claudicante. El no ha sido fascinado por la riqueza, el confort, los progresos y las ilusiones de una civilización que ignora voluntaria mente al Rey de Reyes y Señor de los Señores. El Autor de este libro –se transparenta en cada página de la obra– no acepta convertirse en vendedor de religión para la sociedad de consumo a cambio de las treinta monedas de una vida burguesa, de cuyos horizontes está excluida la posibilidad del conflicto y la persecución. Predica la «verdad peligrosa» que contradice al mundo.
    Y en la milicia a la que se ha entregado para que el Señor reine en las almas y también en la sociedad, encontramos algo característico de los siglos cristianos: el espíritu de la caballería. Este se cifra en la decisión de no ceder ante el poderoso, porque quien defiende una causa aparentemente perdida se reconoce depositario y testigo de un valor espiritual que no puede traicionar. Y ésta es la salvación del mundo, que mencionábamos en el comienzo de estas líneas: el Evangelio nos dice que las tinieblas resisten a la Luz, pero el Señor nació y resucitó de noche para dar a entender la victoria de su Luz sobre las tinieblas. Por ello, aun en la noche más cerrada, el cristiano mantiene viva «la esperanza de la aurora».
    Tal esperanza es la que ha hecho posible este libro, cuya lectura hace arder el corazón y nos invita a ser como antorchas en el mundo para que nuestra vida se transforme en testimonio de aquella Luz por la que todo vive y cuya delicia es ensimismarse en nuestras almas para hacernos partícipes de su Secreto.



    http://www.gratisdate.org/fr-fundacion.htm
    Emmanuel I El Sabio dio el Víctor.

  2. #2
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    Respuesta: La Cristiandad, una realidad histórica

    Capítulo I
    Cristiandad y Edad Media
    Hemos titulado esta primera conferencia «Cristiandad y Edad Media». Trataremos de explicar en ella el sentido de ambas palabras, los hitos principales que jalonan su historia y las características de la Cristiandad medieval.

    I. Las expresiones «Edad Media» y «Cristiandad»
    Siempre es conveniente, antes de entrar en materia, delimitar los términos que se van a emplear. Máxime que en este caso se trata de palabras muy vapuleadas por el uso y no siempre bien entendidas.
    1. La «Edad Media»
    Bien decía Régine Pernoud, una de las medievalistas más caracterizadas de la actualidad, que no hay casi día en el que no se tenga ocasión de escuchar frases tales como «ya no estamos en la Edad Media», «eso es volver a la Edad Media» o «no tengas mentalidad medieval». Y ello en cualquier circunstancia, ya se quiera sostener las banderas de la liberación femenina, como defender ideas ecológicas, o luchar contra el analfabetismo (¿Qué es la Edad Media?; título original: Pour en finir avec le moyen âge, Magisterio Español, Madrid 1979, 44).
    Digamos de entrada que la misma denominación de «Edad Media» no tiene propiamente sentido alguno. Tomada en su acepción etimológica, supone una división tripartita del tiempo. Trataríase de una edad «intermedia» entre otras dos edades, una pasada, la Antigüedad clásica. Y otra futura, la Modernidad. Si con eso se quiere decir que, cronológicamente, es como un puente entre una edad que la precede y otra que la sigue, no se afirma con ello absolutamente nada. ¿Qué época no es un paso entre la que la antecede y la que la continúa? En ese sentido toda edad –exceptuadas la que abre la historia y la que la cierra– sería edad «media». Y nosotros mismos, un día, seremos también «medievales» para nuestros sucesores.
    Pero las cosas no son tan sencillas. Hay en la fórmula una categorización muy determinada, de influjo hegeliano, según parece insinuarlo la división tripartita de la historia, como prejuzgándose que no habrá jamás otros períodos en el devenir histórico. La Edad Media resulta así una edad-víctima, entre otras dos edades, en una posición de evidente inferioridad; ella incluiría varios siglos de tinieblas después de los siglos de luz que fueron los de la antigüedad clásica, y antes de los siglos de plenitud que son los modernos, en continuo progreso hacia una consumación intrahistórica.
    Según se ve, la denominación de «Media» para designar a la época de la Cristiandad no es ingenua ni inocente. Encierra toda una calificación axiológica. ¿Cómo fue que se la denominó así? El calificativo lo impusieron los humanistas del Renacimiento, que consideraron a esa época como un lapso de mera transición entre dos períodos de gloria. En el entusiasmo que se despertó entre ellos por los valores de la Antigüedad clásica, fueron de una injusticia clamorosa para la época que inmediatamente los precedió. La misma denominación de «gótico», que emplearon para caracterizar auno de los tipos de construcción medieval, no hace sino confirmar dicho menosprecio. Las catedrales del período de oro medieval fueron llamadas «góticas», cosa de salvajes, de godos, de bárbaros. Bien señala Daniel-Rops que como muchos de esos humanistas eran «protestantes» o «protestantizantes», los prejuicios religiosos escoltaban a los criterios estéticos. Menospreciando una época que se había inspirado totalmente en la enseñanza de la Iglesia, lo que en el fondo pretendían era descalificar a la Iglesia Católica (La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada, Luis de Caralt, Barcelona, 1956, 11).
    Calderón Bouchet, en un magnífico libro dedicado a la Edad Media, al que recurriremos frecuentemente, señala que fue la burguesía la que logró imponer esta denominación despectiva. «Dueña del dinero omnipotente, de las plumas venales y las inteligencias laicas, inundó el mercado con una versión de la historia medieval que todavía persiste en el cerebro de todos los analfabetos ilustrados» (Apogeo de la ciudad cristiana, Dictio, Buenos Aires, 1978, 220).
    Tal es la idea que quedó en el vulgo acerca de la Edad Media, idea hoy todavía inculcada en los manuales de historia y fácilmente aceptada por la generalidad. Nos han hecho creer, escribe R. Pernoud, para poner un ejemplo, que todas las mujeres eran entonces como la reina Fredegunda, cuya distracción favorita consistía en atar a sus rivales a la cola de un caballo al galope. «Todo lo cual nos permite tildar unos tres siglos de «tiempos bárbaros», sin más» (¿Qué es la Edad Media?... 87).
    Señala Daniel-Rops que tanto la fórmula «Edad Media» como la idea que contiene, fueron totalmente ignoradas por los hombres de ese tiempo. Nadie creía en aquel entonces que pudieran darse cortes dialécticos o paréntesis en el curso de la historia. El hombre medieval «tenía un sentido de la filiación, de la fidelidad, infinitamente mayor que el hombre moderno, vuelto íntegramente hacia el porvenir, y que admite espontáneamente que una cosa o una institución que aparezca en el futuro valdrá más que su homóloga de la hora presente; en la “Edad Media” sucedía al revés: todo legado del pasado se consideraba respetable y ejemplar. Hasta el siglo XIV, la mayoría de los europeos creyeron así que prolongaban la civilización antigua en lo que ésta tenía de mejor» (La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada... 10).
    Algo semejante afirma C. S. Lewis en un notable libro sobre la cosmovisión de la Edad Media. A diferencia del hombre moderno, que cree incuestionablemente en el «progreso indefinido», el hombre de aquella época juzgaba que las cosas habían sido mejores en el pasado que en el presente, sobre la base de que las cosas perfectas son anteriores a las imperfectas. «El amor no es ahora como en la época de Arturo», afirmaba Chrestien de Troyes, autor del siglo XII, en una de sus novelas de caballería. Y sin embargo la literatura que de ese período nos queda no deja la sensación de tristeza, de envidia, ni de pura nostalgia o melancolía. La humildad se veía recompensada con los deleites de la admiración (cf. La imagen del mundo; Introducción a la literatura medieval y renacentista, A. Bosch Ed., Barcelona, 1980, 64-140).
    Algunos autores han llamado la atención sobre un detalle interesante relativo a aquel respeto que el hombre medieval experimentaba por la antigüedad. Era tal su aprecio por ella que releían su propia historia a la luz de los griegos y de los romanos. Cuando Eginardo, por ejemplo, secretario y biógrafo de Carlomagno, intentó describir los rasgos físicos y espirituales del gran Emperador, recurrió con toda naturalidad a la semblanza física y espiritual que Suetonio hiciera de Augusto. Más de una vez Tito Livio y Salustio proporcionaron a los cronistas medievales las frases y colores con que describir un combate caballeresco o una gesta de cruzados. Suetonio y Tácito fueron los modelos de los historiadores cristianos. (Sobre este respecto, cf. C. S. Lewis, op. cit., 133-141).
    Dos reflexiones suscitan estos hechos. Ante todo que no fueron los llamados «renacentistas» quienes volvieron a descubrir la Antigüedad. La Edad Media ya conocía y admiraba los tiempos clásicos. La diferencia es que aquéllos iniciaron un movimiento de retorno a la antigüedad «pagana», mientras que los medievales la asumieron releyéndola a la luz del cristianismo. Y la segunda reflexión: la humildad histórica, que caracterizó a los medievales, estuvo en el origen de su inmensa capacidad creadora; a diferencia de los renacentistas, que se afanaron por «imitar» lo más posible a los antiguos, los medievales, inspirándose en ellos, supieron encontrar acentos de verdadera originalidad.
    La Edad Media fue, incuestionablemente, una época romántica. Por eso, según observa C. Dawson, no resulta extraño que su redescubrimiento, luego del menosprecio renacentista, fuese un logro del romanticismo. Así como el Renacimiento significó el retorno a la antigüedad y el resurgir de la literatura clásica, de manera semejante el movimiento romántico tuvo su primer origen en la vuelta a la Edad Media y en el renacimiento de la literatura medieval. «El redescubrimiento de la Edad Media por los románticos es un acontecimiento de no menor importancia en la historia del pensamiento europeo que el del helenismo que los humanistas llevaron a cabo. Significó una inmensa ampliación de nuestro horizonte intelectual. Para Boileau y otros, la Edad Media constituía simplemente un claro en la historia de la cultura. No tuvieron ojos para la belleza del arte medieval ni oídos para la melodía del verso de la Edad Media. Los románticos restauraron todo esto para la posteridad» (Ensayos acerca de la Edad Media, Aguilar, Madrid, 1960, 251).
    El romanticismo es objetable desde diversos puntos de vista. Pero al menos posee esto en su haber: el redescubrimiento de la tradición medieval, trovadoresca, aristocrática y caballeresca.
    2. La «Cristiandad»
    También la expresión «Cristiandad « tiene su historia. El término apareció por primera vez en el sentido que hoy le damos hacia fines del siglo IX, cuando el Papa Juan VIII, ante peligros cada vez más graves y acuciantes, apeló a la conciencia comunitaria que debía caracterizar a los cristianos. Hasta entonces la palabra sólo había sido empleada como sinónimo de «doctrina cristiana» o aplicada al hecho de ser cristiano, pero al superponerle aquel Papa el sentido de comunidad temporal, proyectó la palabra hacia un significado que sería glorioso.
    Fue, pues, a partir del siglo IX que la palabra entró a integrar el vocabulario corriente. Desde entonces se habló de «la Cristiandad», de los peligros que se cernían sobre ella y de las empresas que alentaba. Ulteriormente, los Papas que se sucedieron en la sede de Pedro, al utilizar dicho vocablo lo enriquecieron con nuevos matices. Gregorio VII introdujo la idea de que la Cristiandad decía relación a determinado territorio en que vivían los cristianos, de modo que había Cristiandad allí donde se reconocía públicamente el Evangelio. Urbano II, al convocar la Cruzada, entendió que unificaba a la Cristiandad en una gran empresa común, orientándola hacia un fin heroico. Pero fue sobre todo Inocencio III quien llevó la idea de Cristiandad a su culminación, al tratar de convertirla en el sinónimo de una suerte de Naciones Unidas, sobre la base del reconocimiento de una misma doctrina y una misma moral (cf. Daniel-Rops, La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada, 39).
    Como se ve, la palabra y su contenido conocieron una historia enriquecedora. Según Daniel-Rops, la Cristiandad encontraba su fundamento en el bautismo común de quienes la integraban. Donde hubiera bautizados había Cristiandad, o, al menos, el esbozo de una Cristiandad. Los desgarros provocados por los cismas o herejías no prevalecieron sobre esta idea básica, hasta el punto de destruirla. Cuando Bizancio se separó de la Santa Sede, por ejemplo, ello no impidió que los Papas ayudasen a los griegos al verse éstos amenazados por los turcos. Más aún: los grupos tan lejanos de cristianos herejes perdidos en las entrañas del Asia fueron considerados como hermanos por los católicos de Occidente; y así, en su momento, S. Luis entró en tratos, no sólo políticos sino también religiosos, con los mogoles, cristianos nestorianos (ibid. 40).
    La Cristiandad quiso heredar, si bien en un nivel más elevado, la unidad del desaparecido Imperio Romano, sobre la base del cristianismo compartido. Lo cual deja entender –y esto es fundamental– que no hay que confundir Cristiandad con Cristianismo. Cristianismo dice relación con la vida personal del cristiano, con la doctrina que éste profesa. Cristiandad tiene una acepción más amplia, con explícita referencia al orden temporal. La Cristiandad es el conjunto de los pueblos que se proponen vivir formalmente de acuerdo con las leyes del Evangelio de que es depositaria la Iglesia. O, en otras palabras, cuando las naciones, en su vida interna y en sus mutuas relaciones, se conforman con la doctrina del Evangelio, enseñada por el Magisterio, en la economía, la política, la moral, el arte, la legislación, tendremos un concierto de pueblos cristianos, o sea una Cristiandad. Para aclarar la idea: en la China actual, dominada por el ideario comunista, hay Cristianismo (porque hay cristianos individuales que viven en el heroísmo de la fidelidad a pesar de la persecución) pero no hay Cristiandad (porque el orden temporal está allí estructurado con prescindencia, o mejor, rechazo de los principios del Evangelio).
    ¿Quién había de regir a la Cristiandad? Desde el punto de vista espiritual, competía a la Iglesia semejante misión. Sin embargo, debemos dejar bien en claro que así como no es lo mismo el Cristianismo que la Cristiandad, tampoco lo son la Iglesia y la Cristiandad. La Iglesia es la depositaria de la doctrina de Cristo y la santificadora del hombre a través de los sacramentos, que comunican la gracia. La Cristiandad es la organización temporal sobre la base de los principios cristianos. Sin la Iglesia, por cierto, no podría existir Cristiandad. En cambio, aunque no haya Cristiandad, no por ello la Iglesia deja de existir. Es fácilmente perceptible el peligro y la tentación de confundir a la Iglesia, sociedad sobrenatural, con la Cristiandad, sociedad temporal iluminada por la doctrina de Cristo. Dicha confusión estuvo en el origen de las grandes luchas doctrinales e incluso políticas que sacudieron a la Edad Media. A ello nos referiremos en su momento. En vez de dejar que cada una obrase en su ámbito propio, surgió la tentación de identificarlas, sea porque los jefes políticos pretendieron manejar a la Iglesia, subordinándola a sus intereses terrenos, sea porque los dirigentes de la Iglesia se inclinaron a salir del plano espiritual para actuar indebidamente en el orden temporal (cf. Daniel-Rops, op. cit., 41-42).
    Cerremos este apartado con una última distinción. Si bien la Edad Media fue una época de Cristiandad, y lo fue por excelencia, es preciso dejar bien en claro que la Cristiandad no se identifica con la Edad Media. La Cristiandad es una vocación permanente de la Iglesia y de los políticos cristianos. No siempre se podrá realizar hic et nunc, por ejemplo en los países comunistas, o incluso en los países liberales, mientras sigan siendo tales. Pero no por ello la Iglesia y los cristianos que actúan en el orden temporal renunciarán definitivamente a dicho ideal. Durante las persecuciones de los primeros siglos, o también en el transcurso de las invasiones de los bárbaros, que duraron décadas, los cristianos y sus jefes espirituales sabían perfectamente, como es obvio, que estaban lejos de vivir en un régimen de Cristiandad y que ese régimen era por aquel entonces irrealizable en lo inmediato. Sin embargo, en medio de las angustias y la sangre derramada, los mejores hombres de aquellos tiempos comenzaron a proyectarla. Fue precisamente en medio del torbellino de los bárbaros invasores que S. Agustín se abocaría a escribir su gran obra De Civitate Dei, donde quedaron esbozados los principios estructurales de lo que, siete siglos después, sería la Cristiandad medieval.
    También hoy la Iglesia, si bien vive en un régimen a-cristiano o, como quería Péguy, post-cristiano, no puede renunciar para siempre al ideal de Cristiandad, que no es otra cosa que la impregnación social de los principios del Evangelio. Y si, por ventura, apareciese una nueva Cristiandad, sería sustancialmente igual a la de la Edad Media, aun cuando accidentalmente diferente, atendiendo, a la diversidad de condiciones que caracteriza a la época actual en comparación con aquélla, tanto en el campo económico como social. Todo lo rescatable deberá ser salvado. Pero el ideal sigue en pie.

    II. Raíces y prolegómenos históricos de la Cristiandad
    Antes de adentrarnos en el análisis mismo de lo que fue la Cristiandad nos convendrá considerar sus orígenes y sus momentos preparatorios. Porque la Cristiandad no apareció como resultado de dos o tres decretos sino que fue la concreción de una aspiración históricamente mantenida y acrecentada a lo largo de varios siglos. Como primera aproximación y en líneas muy generales podemos decir que surgió sobre los cimientos de un imperio pagano de la antigüedad, el greco-romano. Se desarrolló luego gracias a la influencia que sobre aquél ejerció la Iglesia, y ello a lo largo de unos 500 años durante los cuales el catolicismo fue siendo aceptado como la moral y la religión de la naciente Europa. Y no sólo de Europa, ya que la Cristiandad rebasaría los límites del viejo Imperio Romano que la vio nacer, extendiéndose hasta zonas donde nunca había llegado la administración imperial.
    1. Las raíces greco-latinas
    Las últimas raíces de la Cristiandad deben ser buscadas en el suelo de la cultura griega y de la civilización latina. La civilización cristiana se erigió sobre la base de la ley romana, y la cultura católica floreció embebida en la sabiduría helénica. La civilización brota principalmente de la vida activa y la cultura de la contemplativa.
    Refirámonos ante todo al aporte griego. Al comienzo, los Padres de la Iglesia mostraron serias vacilaciones en aceptar el contenido del pensamiento heleno, juzgando que con la buena nueva que era el Evangelio ya bastaba y sobraba. Los filósofos griegos eran considerados poco menos que como heraldos del demonio. Pero luego dicho prejuicio comenzó a ceder, y algunos Padres, sobre todo de la Escuela de Alejandría, se abocaron a la tarea de rescatar a Platón, Aristóteles, los trágicos y poetas griegos, poniéndolos al servicio de la doctrina católica. Clemente de Alejandría llegó a afirmar, no sin cierto atrevimiento, que no eran dos los testamentos sino tres, el Antiguo Testamento, el Nuevo Testamento y el Testamento de la filosofía griega (cf. Stromata VI, 17 ss: PG 9, 380 ss). «¿Quién es Platón sino Moisés que habla en griego?» (Stromata I, 22, 148: PG 8, 896). De este modo, los Padres de la Iglesia constituyeron una especie de eslabón entre la Grecia clásica y la naciente Europa.
    Pero también el aporte griego llegaría al Occidente medieval por intermedio del influjo de Bizancio. Los pueblos jóvenes y semibárbaros de Europa nunca dejaron de contemplar con respeto y admiración el Imperio de Oriente, al que consideraban heredero y depositario no sólo del Imperio Romano sino también de la cultura antigua. El prestigio que Constantinopla ejerció sobre la Europa medieval fue realmente extraordinario. Muchos de los elementos arquitectónicos de Bizancio se incorporarían a las iglesias románicas, y tanto los mosaicos y tapices, como los esmaltes y marfiles de dicha procedencia, serían considerados por los occidentales como la expresión misma de la belleza.
    Por otra parte, el aporte romano. Los cristianos no pudieron dejar de leer sin emoción aquel texto profético de Virgilio, donde el poeta de la romanidad, inspirándose en el mito de las cuatro épocas, creado por Hesíodo, tras decir que, transcurrida la edad de oro, en que los hombres vivieron al modo de los dioses, así como la de plata, que fue la del aprendizaje del cultivo de la tierra, y la de bronce, dominada por la raza de los guerreros, se había llegado a la edad de hierro, en que los hombres sólo se complacían en el mal, preanunciaba en su IVª Egloga la anhelada salvación: «He aquí que renace, en su integridad, el gran orden de los siglos; he aquí que vuelve la Virgen, que vuelve el reinado de Saturno, y que una nueva generación desciende de las alturas del cielo. Un niño va a poner fin a la raza de hierro ya traer la raza de oro.
    Nacerá bajo el consulado de Polion. Este niño recibirá una vida divina y verá a los héroes mezclados con los dioses y se le verá con ellos; y gobernará el globo pacificado por las virtudes de su padre»*. En correspondencia con la profecía de la famosa Sibila de Cumas, Virgilio había vaticinado una nueva era, un retorno a la edad primordial. Éste es el Virgilio que los romanos transmitieron a los cristianos, el profeta de Cristo. Dante no se equivocaría al escogerlo como guía hasta el umbral del Paraíso, es decir, hasta el umbral donde reina la Gracia.
    *Puede verse el texto completo de la Egloga, en su original latino y en su versión castellana de Carlos A. Sáenz, en «Gladius» 4 (1985) 34-37.
    He ahí uno de los aportes de Roma. Pero no fue el único. También le ofrendó la llamada «pax romana», tan alabada por S. Pablo. Gracias a la vigencia de la misma, el Evangelio estuvo en condiciones de viajar por las magníficas vías del Imperio, y en todas partes, desde Siria hasta España, los apóstoles de Cristo pudieron recurrir a una sola ley y hacerse entender en una sola lengua. Era como si Dios, en sus inescrutables designios, hubiera ampliado las fronteras del Imperio a fin de disponer una vasta cuna para el cristianismo naciente. S. León Magno lo expresó de manera explícita: «Para extender por el mundo entero todos los efectos de gracia tan inefable, preparó la Divina Providencia el imperio romano, que de tal modo extendió sus fronteras, que asoció a sí las gentes de todo el orbe. De este modo halló la predicación general fácil acceso a todos los pueblos unidos por el régimen de una misma ciudad» (Hom. en la fiesta de los Stos. Apóstoles Pedro y Pablo, en San León Magno, Homilías sobre el año litúrgico, BAC, Madrid, 1969, 355).
    Un día este Imperio abrazaría el cristianismo. Belloc llega a decir que la conversión del Imperio a la Fe no fue un episodio entre otros grandes episodios de la historia, ni un capítulo más de la misma. Fue la Cosa Determinante, una nueva creación, en grado y en calidad, e incluso «el acontecimiento más importante en la historia del mundo» (cf. H. Belloc, La crisis de nuestra civilización, Sudamericana, Buenos Aires, 1966, 33 y 77).
    2. Las invasiones bárbaras
    Aprovechando la senilidad y el resquebrajamiento del Imperio Romano, en el siglo V diversos grupos comenzaron a infiltrarse, en algunos casos, en el mismo, o a invadir, en otros, las diversas regiones desguarnecidas que lo integraban. La mayor parte de ellos eran cristianos, si bien herejes, ya que adherían por lo general al arrianismo. Culturalmente primitivos, veían en el cristianismo no sólo la religión del Imperio Romano, sino también «el orden latino» con toda su herencia de derecho y de civilización. No deja ello de ser curioso, ya que para los mismos romanos el cristianismo era relativamente un recién llegado. Procedía del oriente helénico, su lengua madre era el griego y su explicitación teológica había sido principalmente obra de los Padres y Concilios orientales.
    ¿Cuál sería el resultado de semejante invasión? ¿Acabarían los bárbaros con los restos del Imperio o se asimilarían a él? El que mejor vio en medio de esta baraúnda fue San Agustín, uno de los más grandes genios del cristianismo, quien dejaría una huella indeleble en el pensamiento medieval. Cuando casi todos perdían la cabeza ante la desgracia generalizada, cuando el viril S. Jerónimo no podía contener su llanto al enterarse del saqueo de Roma, cuando los bárbaros se lanzaban incontenibles a la invasión del Africa cristiana, e incluso cuando su propia sede de Hipona se veía cercada por los vándalos, S. Agustín se puso a escribir una obra magistral, De Civitate Dei, donde señaló que no había que desesperarse, ya que lo que concluía era un mundo en buena parte decrépito, y que se hacía necesario levantar la mirada por sobre los estrechos horizontes de lo cotidiano, para considerar los hechos contemporáneos a la luz de esa gran visión que va del Génesis al Apocalipsis. La opción que ahora se presentaba no era: o el Imperio o la nada, sino o con Cristo o contra Cristo, o la Ciudad de Dios o la Ciudad del Mundo.
    Así, pues, para el Aguila de Hipona, como lo llamó la posteridad, los hechos ruinosos del momento no eran decisivos, sino anecdóticos. Más allá del caos sangriento y de las invasiones sin sentido, lo verdaderamente trascendente era poner los fundamentos de la Ciudad de Dios. Según él, dos son los gritos que explican la historia: el grito de S. Miguel, Quis ut Deus?, y el grito de Satanás, Non serviam!, dos gritos que dividieron a los ángeles, y ulteriormente a los hombres, en dos grandes agrupaciones históricas, en dos «ciudades», división que no pasa tanto por las fronteras geográficas cuanto por la actitud de los individuos y de las sociedades. Se trataba, pues, de ponerse a trabajar en pro de la Ciudad de Dios. El espíritu de S. Agustín continuó viviendo y dando frutos mucho después que el Africa cristiana hubiese dejado de existir, contribuyendo a modelar el pensamiento del Cristianismo occidental como pocos lo han hecho.
    Algunos se han preguntado si Agustín fue el heredero de la vieja cultura clásica y uno de los últimos representantes de la antigüedad, o más bien el iniciador de un mundo nuevo y algo así como el primer hombre medieval. Hay parte de verdad en ambas apreciaciones. S. Agustín es un puente por el que pasa toda la tradición antigua al mundo que se va gestando, si bien aún en lontananza.
    3. El Imperio Carolingio
    Ante el espectáculo de la devastación que llevaban adelante los bárbaros, desde la lejana Bizancio, legítima heredera del viejo Imperio en ruinas, uno de sus grandes emperadores, Justiniano, lanzó sus ejércitos a la reconquista de Occidente, comenzando por Africa e Italia, las dos regiones que más habían sufrido de parte de los invasores. Al comienzo fueron recibidos como liberadores, pero pronto los presuntamente liberados comenzaron a cambiar de opinión, no sólo por la opresión fiscal con que fueron gravados, sino también porque en los bizantinos ya no veían más a romanos, sino a griegos, que pretendían helenizar el Occidente, sobre todo a Italia, tan orgullosa de su herencia latina.
    Semejante desilusión hizo que los Papas comenzaran a volver sus ojos hacia los pueblos bárbaros, para ver si por acaso alguno de ellos era capaz de tomar el relevo del antiguo Imperio hecho añicos. Pero antes de seguir adelante se impone una acotación retrospectiva. Cuando los bárbaros invasores se fueron instalando en las tierras ocupadas o conquistadas, dado que, como dijimos, la mayor parte de ellos eran arrianos, la Iglesia volcó su propósito pastoral a la conversión de una tribu concreta, la de los francos, por ser casi el único pueblo no contaminado por la herejía. No que fueran católicos; eran paganos, y por tanto más proclives a aceptar la verdad católica que los arrianos. La experiencia enseñaba que era más fácil convertir a un pagano que a un hereje. Logróse así la conversión del jefe franco Clodoveo, y su ulterior bautismo, en 498 o 499, juntamente con su pueblo. Una especie de nuevo Constantino, esta vez un Constantino bárbaro.
    El poder franco no dejó de irse acrecentando a lo largo de los siglos. Hasta que un descendiente de Clodoveo, si bien alejado de él por varias centurias, Carlomagno, recibió en Roma, el día de Navidad del 800, la corona de Emperador de los Romanos de manos del Papa León III. La trascendencia del hecho fue inmensa ya que, según dijimos más arriba, desde que desapareció el Imperio de Occidente, los emperadores de Constantinopla, herederos de Augusto, se consideraban como legítimos soberanos del antiguo mundo romano –oriental y occidental–, no habiendo dejado jamás de reivindicar dicho derecho. Pero ahora se daba una situación insólita: además del Papa en Roma y del Emperador en Bizancio se erigía en Occidente un monarca, casi bárbaro, con pretensiones imperiales. La cosa fue que el ascenso de Carlos significó algo así como la fundación de un nuevo Imperio, lo que implicaba mucho más que una mera repartición territorial. Carlos se iba perfilando como un nuevo Augusto, cuyo dominio en Occidente encontraba cierta legitimación militar , a saber, su victoria y señorío sobre numerosas tribus bárbaras. Según era de prever, los bizantinos lo acusaron de usurpación. Se pudo esperar un choque, ya que las fronteras de los dos Imperios se tocaban. Mas no fue así. En 809, si bien a regañadientes, Bizancio llegó a un acuerdo con Carlomagno. De este modo hubo de nuevo dos Imperios, el de Oriente y el de Occidente.
    Como se ve, la coronación de Carlomagno en Roma fue un acontecimiento de enorme relevancia, constituyendo lo que podríamos denominar el umbral de la Edad Media. Al recibir la corona imperial de manos del Papa, Carlomagno afirmaba no sólo su propio poder sino también el origen espiritual del mismo, con la intención de establecer un orden nuevo. El Papado había encontrado un cuerpo, el Imperio se veía informado por un alma. No deja de ser sintomático que el libro de cabecera del fundador de Europa fuese aquel De Civitate Dei de S. Agustín. (Para ampliar datos sobre este tema cf. R. Calderón Bouchet, Apogeo de la ciudad cristiana... 112-114).
    Las metas que Carlomagno se propuso en su gobierno fueron tres. La primera, consolidar la religión. De todos los que le sucedieron en el poder, Carlos fue el que estuvo más penetrado del carácter sacro de su misión, esforzándose por edificar el Imperio sobre dos pilares: la administración eclesiástica (buenos obispos) y la administración imperial (buenos condes). Su grito de guerra –las llamadas «aclamaciones carolingias»– fue: Christus vincit, Christus regnat, Christus imperat! Sería justamente al son de ese grito que varios siglos después los cruzados se lanzarían al combate en Tierra Santa.
    La segunda meta brota de la primera: extender la civilización. Trataremos ampliamente de ello en la próxima conferencia. Y la tercera: instaurar la paz, la vieja «pax romana» vuelta ahora «pax Christi in regno Christi» (cf. al respecto G. de Reynold, La formación de Europa. VI. Cristianismo y Edad Media, Pegaso, Madrid, 1975, 434-436).
    4. La segunda oleada de invasiones bárbaras
    Mucho antes que Carlomagno subiera al trono, un pueblo, que por cierto no integraba el mundo llamado «bárbaro», había conquistado en el siglo VII al Africa bizantina, la provincia más civilizada y cristiana de occidente. Eran los árabes, quienes en buena parte acabaron con la floreciente Iglesia africana, gloria de la Cristiandad occidental y latina, que prácticamente desaparecería de la historia. En los primeros años del siglo VIII, la invasión musulmana cubría casi por completo la España cristiana, extendiéndose luego hasta amenazar la misma Galia. La naciente cristiandad se había convertido en una isla, entre el Sur musulmán y el Norte bárbaro.
    Carlomagno había logrado detener ambos peligros, tanto en la zona meridional como en la boreal. Pero, tras su muerte, se produjo una avalancha de pueblos, piratas o salteadores, quienes aprovechando el caos que se había desencadenado a raíz de la desaparición del gran Emperador, tras poner pie en un territorio, terminaban conquistándolo e instalándose en él. Finalmente, y a costa de penosos esfuerzos apostólicos, acabarían siendo ganados por el cristianismo y la civilización, convirtiéndose, también ellos, en forjadores de la nueva Europa que habría de salir del caos. Pero hasta entonces, ya que estas conversiones recién tendrían lugar a lo largo de los siglos X y XI, ¡qué años terribles de incertidumbre, de angustia y devastación debieron soportar las regiones de la Europa central y occidental!
    ¿Cuáles fueron esas tribus? Nombremos ante todo a los normandos, término que significa «hombres del norte». Eran pueblos paganos, oriundos de las regiones escandinavas (actuales Dinamarca, Noruega y Suecia), que se instalaron en Irlanda y parte de Escocia, las costas de Holanda e Inglaterra meridional. Los suecos tomarían un rumbo diverso ya que, surcando el golfo de Finlandia, penetrarían en la gran arteria fluvial del Dnieper, llegando hasta Nóvgorod y Kiev, las viejas ciudades de la Rus. Los descendientes de Carlomagno, por cierto muy inferiores a él, no tuvieron el talento ni el coraje necesarios para equipar flotas capaces de enfrentar los ágiles esquifes de los vikingos. Sin embargo poco a poco los normandos fueron cambiando su actitud de piratas nómades por la de conquistadores, y, ya cristianos, comenzaron a establecerse en diversos territorios de Europa occidental, como Normandía, Inglaterra e Italia del sur.
    Mas entonces apareció en lontananza un enemigo más feroz, que provenía de las estepas de los Urales, emparentado con los hunos, el pueblo magiar, al que los europeos, aterrorizados por sus depredaciones, llamaron «húngaros», palabra de la que, según algunos etimologistas, proviene el término «ogro». Pero aun ellos acabarían a la larga por aceptar el cristianismo a tal punto que el Papa coronaría a su rey Esteban, quien sería santo. El antiguo Imperio de Carlomagno era ahora una sombra de lo que había sido: un imperio sin la ley romana, sin las legiones romanas, sin la ciudad y sin el Senado.
    5. Del Imperio Otónico al Sacro Imperio Romano Germánico
    Si miramos las cosas desde el punto de vista de la gestación de la Cristiandad, la coyuntura podía parecer desesperante. Pero no fue tal. Se trataba de hechos dolorosos, sí, pero eran dolores de parto, ya que de la confusión de estos siglos nacerían los pueblos de la Europa cristiana. Por otra parte, los logros del período carolingio no se habían perdido del todo. Quedaba al menos el recuerdo de esos tiempos gloriosos, y en cualquier momento podían ser retomados, acomodándose, por cierto, a las nuevas circunstancias.
    En medio del caos, la Iglesia buscó al hombre adecuado, como siglos atrás había puesto sus ojos en Clodoveo, y luego en Carlomagno. El ducado más poderoso era el de Sajonia, cuyos integrantes, tras haber sido feroces paganos, eran ahora cristianos fervorosos, bajo la conducción de un noble llamado Otón. Dicho príncipe era, por cierto, inferior a Carlomagno, no mostrando el mismo interés que aquél por instruirse, por civilizarse, sin por ello ser del todo inculto. Era, simplemente, un hombre de guerra. Montado sobre su caballo, con sus cabellos y su barba roja al viento, parecía un guerrero invencible. Las circunstancias de su vida fueron, con todo, muy semejantes a las de Carlomagno. Más aún, tuvo la voluntad expresa de llegar a ser un segundo Carlomagno, restaurador del Imperio que aquél había fundado.
    Y así se hizo coronar Rey de Germanos en 938, bajo el nombre de Otón I. El joven príncipe, tuvo especial cuidado en que la ceremonia se llevase a cabo en la ciudad que durante el gobierno de Carlomagno había sido capital del Imperio, Aix-la-Chapelle –Aachen, dicen los alemanes, Aquisgrán, nosotros–, según los solemnes ritos eclesiásticos. Recuperaba así la tradición carolingia, agregándole el patriotismo tribal de los sajones, siempre sobre la base de una estrecha armonía entre la Iglesia y la Corona. Invitado por el Papa, Otón se dirigiría a Italia en 961 para recibir de manos del Pontífice la corona imperial.
    A Otón I lo sucedió su hijo, Otón II, a quien aquél había hecho casar con una de las hijas del emperador bizantino Romano II, la princesa griega Teófana, que llevó a Occidente las tradiciones de la Corte Imperial del Oriente. El hijo nacido de esa unión, Otón III, pudo así reunir en su persona la herencia de las dos grandes vertientes del orbe cristiano, la bizantina y la occidental. Asesorado por su preceptor Gerberto, quien luego sería Papa bajo el nombre de Silvestre II, tuvo el mérito de ir creando una conciencia europea integradora de los grandes valores sembrados aquí y allá. En este sentido Otón III fue un digno continuador del espíritu de Carlomagno, ya que durante su reinado las grandes tradiciones de las épocas anteriores se unieron e integraron en la nueva cultura de la Europa premedieval. No era todavía, por cierto, el logro del ideal, pero el esbozo estaba dado: un Imperio como comunidad política de los pueblos cristianos, gobernado por las autoridades concordantes e independientes del Emperador y del Papa. Deseando manifestar mediante un signo concreto su decisión de empalmar con la vieja tradición del Imperio Romano, Otón se dirigió a Roma, y tras hacerse levantar un palacio sobre el monte Aventino, reasumió íntegramente el ceremonial de la corte bizantina, tomando el nombre de Emperador de los Romanos.
    C. Dawson llega a decir que fue en este territorio intermedio donde reinaron los Otónidas, que se extendía desde el Loira hasta el Rin, donde nació en realidad la cultura medieval. Tal fue la cuna de la arquitectura gótica, de las grandes escuelas, del movimiento monástico, de la reforma eclesiástica y del ideal de las cruzadas. Tal fue también la zona donde se desarrolló el régimen feudal, el movimiento comunal del Norte europeo y la institución de la caballería. Fue allí donde al fin se logró una admirable síntesis entre el Norte germánico, la doctrina sobrenatural de la Iglesia y las tradiciones de la cultura latina. (cf. C. Dawson, Así se hizo Europa, La Espiga de Oro, Buenos Aires, 1947, 368).
    No deja de ser paradigmático que el sucesor de Otón el Grande fuese un santo, Enrique II, canonizado junto con su mujer Cunegunda.
    El tiempo no nos permite detallar los acontecimientos que se fueron sucediendo. Baste decir que inicialmente el Emperador fue Rey de Romanos. Pronto su Imperio recibirla el calificativo de «sacro», y más adelante de «germánico». Sería el Sacro Imperio Romano Germánico, columna vertebral de la Edad Media propiamente dicha.
    Data asimismo de este período la aparición de los diversos Reinos. S. Esteban de Hungría, como ya lo dijimos, recibió del Papa su corona. En España, los señoríos que no estaban en manos de los musulmanes se fueron unificando, con la emergencia de grandes figuras como la del rey S. Fernando. En Sicilia, los antiguos normandos establecieron un reino cristiano con los Guiscard. Y en Francia apareció una familia, la de los Capetos, que durante 300 años la gobernarían, encontrando su arquetipo en la figura de S. Luis.
    * * *
    Según el P. Julio Meinvielle, así como con Pedro, Santiago y Juan, los tres apóstoles del Tabor y del Huerto, símbolos de las tres virtudes teologales, se formó alrededor de Cristo el núcleo esencial del apostolado cristiano, del mismo modo, con Roma, España y Francia, quedó en sustancia constituida la Cristiandad.
    Roma, España y Francia heredaron el genio de esos tres apóstoles en la misión que de hecho les tocó desempeñar en el curso de la historia del cristianismo. Roma es la Fe por ser la sede del apóstol en favor del cual Cristo rogó para que su fe no desfalleciese. España es la Esperanza o Fortaleza porque, conquistada para Cristo por Santiago, heredó el ímpetu y ardor de este apóstol, a quien Sto. Tomás de Aquino, en su comentario al evangelio de S. Mateo, llama el principal luchador contra los enemigos de Dios. Francia es la heredera del apóstol de la Caridad (cf. J. Meinvielle, Hacia la Cristiandad, Adsum, Buenos Aires 1940, 54-55).
    Sin embargo, agrega Meinvielle, es preciso aludir también al papel de Alemania, que representa la Voluntad, el brazo secular, la espada al servicio de la Iglesia, como lo mostró con Otón el Grande y S. Enrique (cf. ibid. 69). Podríamos asimismo incluir en este listado de naciones que influyeron particularmente en la construcción de la Cristiandad a las Islas Británicas, sobre todo por el papel cumplido por la poética Irlanda, de donde partieron numerosísimos monjes para misionar el entero continente europeo. Y por qué no a la naciente Rusia, hija de los terribles vikingos, convertida en la persona de su príncipe S. Vladimir, quien se bautizó con su pueblo en el Dnieper, el río que baña a Kiev, su capital, aportando a la comunidad de naciones cristianas el amor a la Belleza –filocalia–, que según las crónicas había sido para ese pueblo la razón inmediata de su conversión. Por desgracia el cisma, ya próximo, dañaría sensiblemente su pertenencia al gran edificio de la Cristiandad europea.
    G. Walsh ha sintetizado con perspicacia las diversas vertientes históricas que confluyeron en el Medioevo. Ante todo el logos griego, primero sospechado, como dijimos, pero luego asumido, principalmente por obra de los Padres de la Escuela de Alejandría. Luego el foro romano, que estuvo también al comienzo distanciado del cristianismo, al que persiguió cruelmente, para luego convertirse en la persona de Constantino, y ofrecer a la expansión de la Iglesia toda su infraestructura. En tercer lugar la fuerza germana, que primero trajo la sangre con las invasiones, pero ulteriormente, gracias a la conversión de sus pueblos, produjo un S. Benito, un S. Isidoro, un S. Beda, y políticamente un Carlomagno y luego un Otón. Finalmente la fantasía céltica, inicialmente caracterizada por la pereza y la desidia, pero que luego se puso en movimiento con S. Patricio y los monjes irlandeses, esa fantasía que crearía el ideal de la búsqueda del Grial, y que aportaría al Occidente su cuota de humor y el espíritu caballeresco. La Edad Media sería así una síntesis de la gracia con la sabiduría helénica, la eficiencia romana, la fuerza teutónica y la imaginación céltica. (cf. G. Walsh, Humanismo Medieval, La Espiga de Oro, Buenos Aires, 1943, 27-65).

    III. Los siglos propiamente medievales
    Decimos «siglos propiamente medievales» porque casi todo lo que hemos tratado hasta ahora puede ser incluido en lo que hemos llamado la preparación, la gestación del Medioevo.
    ¿Qué siglos abarca el Medioevo propiamente dicho? Para varios historiadores la Edad Media comenzó con las Grandes Invasiones de los bárbaros, es decir, a comienzos del siglo V, y terminó con la toma de Constantinopla por parte de los turcos en 1453. Pero, según bien observa Daniel-Rops, ello implicaría englobar un milenio que comprende fases demasiado diferentes entre sí como para constituir un bloque histórico. Casi por instinto, nos sentimos inclinados a establecer en ese largo período evidentes distinciones. Cuando pensamos en las obras maestras del arte medieval, por ejemplo, solemos referirnos a la parte central de dicho período, que va desde mediados del siglo XI a mediados del siglo XIV. Cuando, por el contrario, evocamos «la noche de la Edad Media II pensamos en la época de descomposición que siguió a Carlomagno.
    Si consideramos, pues, con ecuanimidad aquel presunto milenio de la «Edad Media», advertiremos en él tres períodos bien diferenciados entre sí: la época de preparación, los siglos de plenitud, y el deslizamiento hacia la decadencia. El primero es el de los tiempos bárbaros, el tercero coincide con la segunda mitad del siglo XIV y comienzos del XV. Daniel-Rops prefiere, y a nosotros nos parece muy justo, circunscribir lo que propiamente fue la Edad Media a la parte central de aquel milenario proceso, restringiéndola a los tres primeros siglos del segundo milenio, en que la historia alcanzó una de sus cumbres. Y al titular su libro sobre la Edad Media La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada, el autor quiso caracterizar a dicha época por sus dos realizaciones más notables.
    Pero el mismo Daniel-Rops señala una ulterior especificación. En el interior de ese período más esplendoroso también son advertibles diversos momentos. Al comienzo, en la segunda mitad del siglo XI, la Cristiandad fue tomando conciencia del sentido preparatorio que habían tenido los esfuerzos realizados anteriormente; prodújose luego el despliegue del siglo XII, sólido, sobrio y vigoroso; y finalmente se alcanzó el culmen, en el siglo XIII, la época de la erección de las grandes Catedrales, de la Suma Teológica de Sto. Tomás y del apogeo del Papado. Las diferencias entre esos tres momentos son reales, y a veces los estudiosos los han opuesto entre sí, o se han preguntado cuál de ellos fue el más fecundo, si el siglo XII o el siglo XIII, si el siglo de S. Bernardo o el de S. Francisco, si el siglo del románico o del gótico. A juicio del historiador francés, dichas diferencias no prevalecen sobre la unidad de fondo. Por lo que juzga preferible atender más a lo que aúna esos momentos diferentes, a lo que mancomunó a los hombres durante aquellos tres siglos en una misma y grandiosa cosmovisión, en la adopción de los mismos principios, las mismas certezas, y las mismas esperanzas (cf. Daniel-Rops, La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada... 12-13).
    Con todo, la generalidad de los autores coinciden en ver en el siglo XIII el siglo de oro medieval. O. Dawson, por ejemplo, sostiene que nunca ha existido una época en la cual el cristianismo haya alcanzado una expresión cultural tan perfecta como en aquel siglo. Europa no ha contemplado un santo más notable que S. Francisco, un teólogo superior a Sto. Tomás, un poeta más inspirado que Dante, un rey más excelso que S. Luis. Es evidente que hubo en aquel siglo grandes miserias. Pero no lo es menos que en aquel entonces, en mayor grado que en ningún otro periodo histórico de la civilización occidental, la cultura europea y la religión católica realizaron una simbiosis admirable; las expresiones más altas de la cultura medieval, sea en el campo del arte, como de la literatura o de la filosofía, fueron religiosas, y los representantes más eximios de la religión en aquel tiempo fueron también los dirigentes de la cultura medieval (cf. C. Dawson, Ensayos acerca. de la Edad Media... 218-219).
    Algo semejante sostiene H. Belloc. En su opinión, el siglo XIII fundó una concepción del Estado que parecía inconmovible. Toda la sociedad se ordenaba de manera armónica, cada hombre se sentía en su lugar, la riqueza asumía una función menos odiosa e incluso noble, la propiedad estaba bien dividida, y los trabajadores se veían protegidos por las garantías que les acordaban las corporaciones y las costumbres. «El siglo XIII –concluye– fue el tipo de nuestra sociedad hacia el cual los hombres después de sus últimos fracasos han vuelto la mirada y al que después de todos nuestros errores y desastres modernos tenemos que recurrir otra vez» (H. Belloc, La crisis de nuestra civilización... 89-90).
    Refiriéndose más concretamente a Francia escribe G. Cohen: «No terminará jamás nuestra exaltación frente a la catedral ni terminaremos jamás de dar gracias por ellas al siglo de San Luis, al gran siglo, al siglo XIII» (La gran claridad de la Edad Media, Huemul, Buenos Aires, 1965, 120).

    IV. Notas características de la Cristiandad medieval
    Podemos señalar cuatro notas que especifican la Cristiandad de la Edad Media, y la contradistinguen de otros períodos de la historia.
    1. Centralidad de la fe
    La sociedad medieval, a pesar de la clara distribución de sus estamentos, de que hablaremos en otra conferencia, constituyó un logrado esfuerzo por integrar todas las clases de la sociedad en la unidad de una sola fe. Lo que creía el aldeano, el mendigo y hasta el criminal, era lo que creía el Emperador y el Papa. Precisamente en esto se funda el comunista italiano Antonio Gramsci para explicar por qué la Iglesia logró formar en la Edad Media lo que él llama «un bloque histórico»: aquello que creía Sto. Tomás era lo mismo que creía la viejita analfabeta, a pesar del diverso nivel de penetración en el contenido doctrinal. El lenguaje común de la fe, aprendido en el catecismo, colocaba al noble, al aldeano y al artesano en idéntica relación con Dios; y era dicho lenguaje el que estaba en el origen de la ciencia, del arte, de la música y de la poesía. Desde el sacramento del matrimonio hasta la consagración del Emperador, la vida social estaba impregnada de espíritu religioso.
    La fe era el centro de todo. Daniel-Rops ha explicitado esta afirmación tan escueta. Si se trataba de la organización política, dice, ésta era, en su sustancia, absolutamente inescindible de la fe cristiana. ¿Sobre qué reposaba, en efecto, el vínculo feudal que unía al siervo con su señor sino sobre una fórmula religiosa, sobre un juramento pronunciado sobre el Evangelio? ¿Quién confería al Emperador ya los Reyes su carácter de vicarios de Dios sobre la tierra en lo que atañe al orden temporal, sino la consagración litúrgica?
    Y si se trataba de la vida social, era en última instancia el Cristianismo quien asignaba a cada uno de los estratos de la sociedad su papel en la prosecución del bien común, así como el que proclamaba las exigencias de la justicia en la relación entre artesanos y aprendices, entre señores y aldeanos.
    La misma actividad económica no era independiente de la enseñanza de la Iglesia, en su condena de la especulación y la usura, y en el ejercicio de lo que se dio en llamar «el justo precio».
    Asimismo en el orden doméstico fue la Iglesia la que estableció firmemente el valor sacramental de la familia, fundamento de la fecundidad, el mutuo amor y la indisolubilidad del matrimonio.
    Y precisamente por ser católica, es decir, universal, la Iglesia despertó también en la sociedad esa ansia de expansión que tanto caracterizó a la Edad Media, tal cual se manifestó no sólo en el impulso apostólico y misionero de las Ordenes Mendicantes sino también, y sobre todo, en aquella epopeya, única en su género, y sostenida durante casi dos siglos, que fue la Cruzada.
    La fe constituyó asimismo el basamento de la actividad intelectual, de la filosofía y del arte. Como dijo S. Bernardo, «desde que el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, habita también en nuestra memoria y en nuestro pensamiento» (cf. Daniel-Rops. La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada, 98-99).
    Por supuesto que en la Edad Media se cometieron graves pecados, pero quienes así obraban tenían, indudablemente, el sentido del pecado, sabían que ofendían a Dios. Entre los relatos de la época se incluye el caso de aquel Caballero del Barrilito que, cuando ya no pudo más de blasfemias y de crímenes, se fue a buscar a un ermitaño y recibió por penitencia la orden de llenar de agua un pequeño barril; durante semanas y semanas trató de llevar a cabo aquella orden, tan fácil, en apariencia, pero era en vano. Cuantas veces sumergía el recipiente en algún arroyo, inmediatamente se vaciaba. Sólo el día en que el verdadero arrepentimiento hizo que cayera una lágrima de sus ojos, el barrilito se llenó hasta desbordar. Ese sentido del pecado que encaminaba al confesionario a los penitentes, era el mismo que lanzaba por los caminos de la peregrinación a incontables arrepentidos, y que suministraba a los trabajos de las catedrales numerosos obreros voluntarios que buscaban así la purgación de sus faltas. La sociedad medieval fue, pues, una sociedad anclada en la fe, teocéntrica, que hizo suya la enseñanza de S. Agustín acerca de lo que debe ser una ciudad católica, fundada en el primado de Dios sobre todo lo que es terrenal. Aquellos hombres, escribe Dawson, «no tenían fe en sí mismos ni en las posibilidades del esfuerzo humano, sino que ponían su confianza en algo más que la civilización, en algo fuera de la historia» (Así se hizo Europa ... 12). El fin último de la existencia era suprahistórico, la contemplación de Dios después de la muerte, la visión beatífica.
    P. L. Landsberg lo expresa de otra manera: La vida del hombre medieval, afirma, estaba totalmente determinada en su estilo por una idea clara acerca del sentido de la vida, ese sentido cuya desaparición hace la desgracia del mundo moderno; o, en expresión de Guardini, por el primado del «logos» sobre el «ethos», el primado del ser sobre el devenir (cf. P. L. Landsberg, La Edad Media y nosotros, Revista de Occidente, Madrid, 1925, 43.48).
    Es esta centralidad de la fe lo que explica el rechazo generalizado y casi instintivo de la herejía. Aquellos cristianos medievales no podían soportar las blasfemias de los herejes. Y no sólo por lo que ellas tienen de ofensa a Dios, sino también, aunque secundariamente, por sus consecuencias en el orden temporal. Dado que el entero régimen sociopolítico descansaba sobre la fe, la herejía, más allá de ser un pecado religioso, aparecía igualmente como un atentado contra la sociedad. Cuando los Albigenses, por ejemplo, condenaban la licitud del juramento, estaban vulnerando los soportes mismos de la arquitectura social del Medioevo, que reposaba precisamente sobre la firmeza de aquél.
    Por cierto que no era el Estado quien tenía la misión de pronunciarse sobre las verdades de la fe y los errores de las herejías sino las autoridades de la Iglesia, en lo que estaban de acuerdo el poder espiritual y el poder temporal. Así fue como se creó el tribunal de la Inquisición. Hoy el común de la gente se escandaliza de que haya existido una institución semejante. Sobre ella habría mucho que decir, pero contentémonos aquí con recordar lo que asevera Daniel-Rops, es a saber, que para comprenderla se requiere ponerse en la perspectiva de la época, cuando la sociedad aceptaba como obvio lo que Sto. Tomás enseñaba desde la cátedra: «Mucho más grave es corromper la fe, que es la vida del alma, que falsificar la moneda, que sirve para la vida temporal» (Summa Theologica, II-II, 11,3,c.). Y por aquel entonces los gobiernos castigaban severamente a los falsificadores de moneda (cf. Daniel-Rops, La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada... 678-679).
    2. Predominio del símbolo
    En un excelente curso que el Dr. Félix Lamas dictara sobre la Cristiandad, se dice que la historia ha conocido tres sistemas explicativos de la arquitectura social.
    Existieron, ante todo, sociedades fundadas en el mito, es decir, que hacían depender de talo cual mito sus valoraciones fundamentales, su concepción de la vida del hombre y de su historia. Ello acaeció –y de algún modo sigue acaeciendo– sobre todo en Oriente, particularmente en la India. Seria injusto despreciar lisa y llanamente tales sociedades. Con frecuencia esos mitos fundacionales, a pesar de los errores que incluyen, no carecen de grandeza y armonía, constituyendo verdaderos sistemas poético-religiosos. Señala Lamas que posiblemente dicha dignidad sea explicable por la proximidad geográfica de aquellas regiones con el territorio en que tuvo lugar la revelación primitiva, y de donde partió luego la dispersión de los pueblos.
    Están, asimismo, las sociedades fundadas en la razón. La primera de ellas apareció quizás con Aristóteles, cuya enseñanza determinó en Grecia el triunfo de la razón sobre el mito. Asimismo el Imperio Romano fue una sociedad racional –que no hay que confundir con «racionalista»– ya que allí la razón se encarnó en la organización social. De ahí que el triunfo de la Roma imperial y universalista significase la victoria política de la razón, que al triunfar socialmente sobre el mito fue preparando a los pueblos para recibir el misterio.
    Lo racional que vence a lo mítico entraña un auténtico progreso. Porque el mito es estático, no evoluciona; en cambio la razón, por tener que estar atenta a las mutaciones de lo real, implica posibilidad de desarrollo, de profundización. El racionalismo, en cambio, en cuanto rebelión de la razón contra el misterio, significa un retroceso.
    Finalmente hay sociedades fundadas en el misterio. Siendo éste la explicitación más rica de lo real, de la verdad revelada, las sociedades que en él se basan serán más perfectas. Históricamente la primera sociedad que encarnó el misterio en su tejido social fue la judía. Dios se manifestó al pueblo que había escogido, estableciendo con él una alianza sobre la base de esa revelación mistérica. Es asimismo una sociedad de este género la islámica, si bien en ella lo mistérico se mezcla con lo mítico. Nos queda –y acá arribamos al tema de nuestro especial interés– la sociedad fundada sobre el misterio plenario, la Cristiandad. Pero, como bien concluye Lamas su agudo análisis, dicha sociedad no dejó de lado la razón, sino que entabló un diálogo fecundo entre el misterio y la razón, buscando su armonía. Y, podríamos agregar nosotros, en cierta manera asumió también lo valedero que palpitaba en los antiguos mitos, acogiendo a veces su vocabulario, despegado, como es obvio, de los errores que podía encubrir.
    Como el misterio está inextricablemente unido con el ámbito cultual, puédese afirmar que la civilización medieval fue, esencialmente, una civilización litúrgica, en el sentido lato del término, una civilización del gesto y del símbolo.
    Sobre este tema nos ha dejado H. Huizinga reflexiones inspiradas*. El pensamiento simbólico, dice, se presenta como una continua transfusión del sentimiento de la majestad y la eternidad divinas a todo lo perceptible y concebible, impidiendo que se extinga el fuego del sentido místico de la vida e impregnando la representación de todas las cosas con consideraciones estéticas y éticas. En un mundo semejante cada piedra preciosa brilla con el esplendor de toda una cosmovisión valorativa. Vívese en una verdadera polifonía del pensamiento, en un armonioso acorde de símbolos. El trabajo del humilde artesano se convierte en el eco de la eterna generación y encarnación del Verbo. Entre el amor terrenal y el divino corren los hilos del contacto simbólico**.
    *Si bien Huizinga, holandés protestante, a nuestro juicio no siempre ha captado bien el espíritu de la Edad Media, sin embargo su honestidad intelectual le ha permitido saborear algunos de sus valores.
    **Cf. H. Huizinga, El otoño de la Edad Media, Revista de Occidente, Madrid, 1967, 317-322. Para una comprensión más acabada de este tema, nos parece fundamental la lectura de A. K. Coomaraswamy, La filosofía cristiana y oriental del arte, Taurus, Madrid, 1980, donde el autor ceilandés, analizando las culturas tradicionales, señala que es propio de ellas el conferir sentido simbólico aun a los utensilios profanos. Sus casas, vestidos y vehículos eran más lo que significaban que lo que eran en sí. Cf. mi extenso comentario a dicho magnífico libro en «Mikael» 27 (1981) 101-110.
    En la misma línea Guardini ha dejado escrito: «El hombre medieval ve símbolos por doquier. Para él la existencia no está hecha de elementos, energías y leyes, sino de formas. Las formas se significan a sí mismas, pero por encima de sí indican algo diverso, más alto, y, en fin, la excelsitud en sí misma, Dios y las cosas eternas. Por eso toda forma se convierte en un símbolo y dirige las miradas hacia lo que la supera. Se podría decir, y más exactamente, que proviene de algo más alto, que está por encima de ella. Estos símbolos se encuentran por todas partes: en el culto y en el arte, en las costumbres populares y en la vida social... Según la representación tradicional, el mundo todo tenía su arquetipo en el Logos. Cada una de sus partes realizaba un aspecto particular de ese arquetipo. Los varios símbolos particulares estaban en relación unos con otros y formaban un orden ricamente articulado. Los ángeles y los santos en la eternidad, los astros en el espacio cósmico, las cosas en la naturaleza sobre la tierra, el hombre y su estructura interior, y los estamentos y las funciones diversas de la sociedad humana, todo esto aparecía como un tejido de símbolos que tenían un significado eterno. Un orden igualmente simbólico dominaba las diferentes fases de la historia, que transcurre entre el auténtico comienzo de la creación y el otro tan auténtico fin del juicio. Los actos singulares de este drama, las épocas de la historia, estaban en recíproca relación, e incluso en el interior de cada época, cada acontecimiento tenía un sentido» (R. Guardini, La fine dell’epoca moderna, Brescia, Morcelliana, 1954, 31-32.38ss).
    Por eso la sociedad medieval sintió la necesidad de expresarse poéticamente, como lo hizo en sus grandes Sumas: la Teológica de Sto. Tomás, la Lírica de Dante, la Edilicia de las catedrales... Bien dice R. Pernoud, que a diferencia de los modernos, que ven en la poesía un capricho, una suerte de evasión, y en el poeta un bohemio, un bicho raro, la gente de la Edad Media consideró la poesía como una forma corriente de expresión, como parte de su vida, algo tan natural como las necesidades materiales. Para ellos el poeta era el hombre normal, más completo que el incapaz de creación artística (cf. R. Pernoud, Lumière du Moyen Âge, Grasset, París, 1981, 250-251).
    3. Sociedad arquitectónica
    La respublica christiana de la Edad Media era un cuerpo de comunidades que, partiendo de la familia, pasaba por las corporaciones de oficios, defendidas ambas por los caballeros de espada, y culminaba en la monarquía, reflejo de la monarquía divina, que confería unidad al conjunto del organismo social, sin herir sus legítimas pluralidades. Señala Landsberg que la clave que explica esta visión arquitectónica, tan propia del Medioevo, es la creencia de que el mundo es un cosmos, un todo concertado con arreglo a un plan, un conjunto que se mueve serenamente según leyes y ordenaciones eternas, las cuales, nacidas del primer principio que es Dios, tienen también en Dios su referencia final. Cuando Sto. Tomás, el espíritu más grande de los que plasmaron la idea medieval del mundo, quiso definir el propósito de la filosofía, dijo que su finalidad consistía ut in anima describatur totus ordo universi et causarum eius (que en el alma se inscriba todo el orden del universo y de sus causas). El alma era considerada cual un microcosmos, y el orden del alma, un reflejo del orden del universo.
    Abundemos en esta idea tan rica. Dios es uno. Y al crear no puede no reflejarse en su obra. Por eso el mundo, que proviene del Dios uno, es en su conjunto –macrocrosmos y microcosmos– no sólo una unidad sino también un universo, es decir, algo que se dirige hacia la unidad (versus unum). En la concepción medieval, fuera de Dios no había cosa alguna que fuese un fin último en sí misma. Cada cosa servía a otra más alta. Así el mundo de los elementos inanimados, junto con el de las plantas y animales, servía al hombre. A su vez, dentro del hombre, lo inferior servía a lo superior: por ejemplo la sensibilidad al entendimiento, los instintos a la razón. En el campo social existía asimismo una jerarquía duradera y sólida hecha de señoríos y servidumbres. Finalmente, la naturaleza toda, comprendidos el hombre, el animal y el ángel, servía a la glorificación del Ser Supremo que los había creado a ellos ya su orden, los conservaba y los guiaba. Todos los seres glorificaban a Dios por su mera existencia y esencia, ya que en ellos se reflejaba la suma bondad. Pero, al mismo tiempo, las criaturas dotadas de razón tendían a Dios como a fin último de un modo especial, pues podían encaminar su vida hacia El por libre decisión y alcanzarlo con conocimiento amoroso (cf. P. L. Landsberg, La Edad Media y nosotros... 18-26).
    Concluye Landsberg observando cómo en Sto. Tomás, que ha compendiado bien esta actitud del hombre medieval, la metafísica no sólo fundamenta la historia, la ética y la política, sino que las incluye dentro de si. La vida del hombre es vivida y conocida primariamente en conexiones metafísicas y desde puntos de vista metafísicos. Es ésta una nota esencial que distingue el pensamiento y sentido modernos de los de la Edad Media. Esquematizando, se podría decir: el pensamiento moderno es histórico, el medieval es metafísico.
    El genial escritor inglés C. S. Lewis, que ha reunido en un libro varias conferencias suyas pronunciadas en Oxford sobre lo que llama «el Modelo medieval», afirma que en contraposición con nuestra mentalidad, para la cual la tierra es «todo», en la concepción medieval la tierra era «pequeña». Toda ella se subordinaba al mundo angélico, dispuesto jerárquicamente en nueve coros, según la enseñanza de Dionisio, y el mundo angélico se subordinaba a Dios. En sentido inverso, la luz venía de lo alto, de Dios, pasaba por los coros angélicos y llegaba a la tierra. Una suerte de escala de Jacob, que va de la tierra al cielo y del cielo a la tierra. En el pensamiento moderno, que es evolucionista, el hombre ocupa la cima de una escalera cuyo pie se pierde en la oscuridad; en el mundo medieval ocupaba el pie de una escalera cuya cima era invisible a causa de la abundancia de la luz (cf. C. S. Lewis, La imagen del mundo... 74 s. 54 s).
    El orden medieval era, pues, arquitectónico, una gran catedral. Cada cual sabía que allí donde Dios le había colocado en la tierra, tenía una tarea definida que cumplir, con vistas a un fin perfectamente claro, en la certeza de estar colaborando en una obra que lo superaba. Como se expresa tan garbosamente Huizinga: «El hombre medieval piensa dentro de la vida diaria en las mismas formas que dentro de su teología. La base es en una y otra esfera el idealismo arquitectónico que la Escolástica llama realismo: la necesidad de aislar cada conocimiento y de prestarle como entidad especial una forma propia, de conectarle con otros en asociaciones jerárquicas y de levantar con éstas templos y catedrales, como un niño que juega al arquitecto con pequeñas piezas de madera» (El otoño de la Edad Media... 356).
    La Cristiandad fue, así, un tejido de símbolos y de armonías sintetizadoras: el Imperio, símbolo de la universalidad en el campo político; la Iglesia, símbolo de la vocación de unidad salvífica en el ámbito religioso; las grandes Sumas Teológicas y Filosóficas, símbolos de la síntesis lograda en el nivel del pensamiento; la Catedral, con sus agujas apuntando hacia Dios, como toda la sociedad medieval, símbolo de la unidad artística, subordinando a sí la escultura, la pintura, los vitrales y la música; la organización corporativa de los oficios, donde aún no se había iniciado el antagonismo entre capital y trabajo, símbolo de la unidad en el campo económico y social.
    El P. Meinvielle ha creído encontrar un compendio luminoso del espíritu arquitectónico y finalista que caracterizó a la Edad Media en aquella frase del Apóstol: «Todo es vuestro; vosotros sois de Cristo; Cristo es de Dios» (1 Cor 3,22-23). Un orden inferior, el de la multiplicidad, en que la multitud del macrocosmos se unifica en el microcosmos que es el hombre («todo es vuestro»); un orden mediador, que se concentra en Jesucristo («vosotros sois de Cristo»); un orden final, el de la perfecta consumación («Cristo es de Dios»). La llave de esta admirable catedral es Jesucristo, el cual, siendo Dios, se hizo hombre, y desde abajo arrastró hacia Dios a todas las cosas que habían salido de su mano creadora. El es la recapitulación del universo (cf. J. Meinvielle, Hacia la Cristiandad... 9-11).
    4. Época juvenil
    La Edad Media fue una época de exuberancia. Lo fue, ante todo, desde el punto de vista demográfico, ya que experimentó un permanente y nunca detenido incremento de población. Pero lo fue también por el empuje de su gente, contrariamente a lo que muchos creen. A este respecto señala Calderón Bouchet que frecuentemente se piensa en la Cristiandad como si hubiese estado dominada por una especie de quedantismo o platonismo ejemplarista, decididamente opuesto a la menor veleidad de cambio. Nada más ajeno a la realidad de ese período histórico. «La imagen de un orden fijo e inamovible viene sugerida por el carácter paradigmático y eterno del objeto del saber teológico y la visión teocéntrica del mundo inspirada por su cultura. La vida medieval conoció un fin y una tendencia inspiradora única: el Reino de Dios, pero ¡cuánta diversidad y qué riqueza en los movimientos accidentales para lograrlo!» (Apogeo de la ciudad cristiana... 253).
    La Edad Media estuvo acuciada por un fecundo pathos. Fue una época juvenil, aventurera, que quiso gozar de la vida; sus hombres sabían divertirse, jugar y soñar.
    No deja de ser sintomático que en los tratados de moral de aquel tiempo, encontremos enumerados ocho pecados capitales, en lugar de los siete conocidos. ¿Y cuál es el octavo? Nada menos que la tristeza, tristitia. El hombre medieval era capaz de gozar porque estaba anclado en la esperanza. Sabía que si el pecado lo podía perder, la Redención lo salvaba. Bien escribe Drieu la Rochelle: «No es a pesar del cristianismo, sino a través del cristianismo que se manifiesta abierta y plenamente esta alegría de vivir, esta alegría de tener un cuerpo, de tener un alma en ese cuerpo..., esta alegría de ser» (Cit. en R. Pernoud, Lumière du Moyen Âge, 116).
    La Edad Media llevó muy adelante el sentido del humor. Aquellos hombres tenían el sentido del ridículo y en todo era posible que hallasen motivo de gracejo. Expresiones de dicho humor se las encuentra en los lugares más inesperados, por ejemplo en las sillas de coro de las iglesias, donde a veces el artesano reprodujo imágenes de canónigos representados con rasgos grotescos o posturas ridículas. Nada escapó a esta tendencia, ni siquiera lo que aquella época juzgaba como más respetable. Los dibujos y miniaturas que han llegado hasta nosotros revelan una simpática malicia e ironía. Evidentemente, esos hombres sabían mezclar la sonrisa con las preocupaciones más austeras (cf. R. Pernoud, op. cit., 253-254).
    A veces las manifestaciones de alegría no eran tam sanctas. La Edad Media conoció poetas bastante laxos, por ejemplo los llamados «goliardos», chacoteros y mal afamados, pero eruditos a su modo, que reflejaban su manera de entender la alegría de vivir en propósitos como éste:
    «Meum est propositum in taberna mori.
    Ut sint vina proxima morientis ori.
    Tunc cantabunt lætius angelorum chori:
    “Sit Deus propitius huic potatori”».
    (Me propongo morir en la taberna / con el vino muy cerca de mi boca. / Entonces cantarán más alegremente los coros de los ángeles: / «¡Dios sea clemente con este borracho!’).
    A la Edad Media le fue inherente el gozo de la existencia. «En su filosofía, en su arquitectura, en su manera de vivir –escribe R. Pernoud–, por doquier estalla una alegría de ser, un poder de afirmación que vuelve a traer a la memoria aquella expresión zumbona de Luis VII, al que reprochaban su falta de fasto: ‘Nosotros, en la corte de Francia, no tenemos sino pan, vino y alegría’. Palabra magnífica, que resume toda la Edad Media, época en que se supo apreciar más que en ninguna otra las cosas simples, sanas y gozosas: el pan, el vino y la alegría» (ibid., 258).
    No parece, pues, exagerado afirmar que el sentido del humor constituyó una de las claves de la Edad Media. Por algo le cupo a Sto. Tomás resucitar el recuerdo de la virtud de la eutrapelia, casi totalmente olvidada en la época patrística, rescatándola del rico arsenal ético de Aristóteles, la virtud del buen humor, de la afabilidad, de la amistad festiva*.
    *Hemos analizado esta virtud en el artículo La eutrapelia, «Gladius» 22 (1991) 57-86. Allí señalamos hasta qué punto la doctrina tomista sobre dicha virtud penetró el tejido social de la Edad Media, tan erróneamente considerada como una época triste y aburrida.
    Para Daniel-Rops la Edad Media fue la «primavera de la Cristiandad». Lo que más impresiona en los años que corren de 1050 a 1350 es su riqueza en hombres y en acontecimientos. Durante aquel lapso de tiempo, grandes multitudes se lanzaron a la conquista del Santo Sepulcro, así como a la reconquista de España, ocupada por los moros, se discutieron espinosos problemas en las Universidades, se escribieron epopeyas y poemas imperecederos, millones de personas recorrieron las rutas de peregrinación, otros se internaron por espíritu de aventura o por celo apostólico en el corazón del Africa o de la lejana Asia... Fue la época de las iglesias románicas y de las atrevidas naves góticas, de Chartres, Orvieto, Colonia, Burgos, junto a las cuales se erigieron esas otras catedrales del espíritu que fueron la mística de S. Bernardo y S. Buenaventura, la Suma Teológica de Sto. Tomás, las Canciones de Gesta, la Divina Comedia de Dante y los frescos de Giotto.
    Asimismo resulta admirable el florecer de la santidad, con Santos tan diferentes entre sí como S. Bernardo, S. Domingo, S. Francisco, entre miles; santos en el campo de la política, como los reyes S. Esteban, S. Luis y S. Fernando; santos en el ámbito de la cultura, como S. Anselmo, S. Buenaventura y Sto. Tomás. Se destacaron también notables jefes militares que acaudillaron huestes aguerridas como Godofredo de Bouillon o el Cid Campeador. Y en cuanto a los Sumos Pontífices, hay que reconocer que hubo Papas admirables como Gregorio VII o Inocencio III.
    Daniel-Rops cierra su elogio: «Muchos filósofos de la historia, desde Spengler a Toynbee, piensan que las sociedades humanas obedecen, como los seres individuales, a una ley cíclica y reversible que les hace atravesar unos estados análogos a los que, para el ser fisiológico, son la infancia, la juventud, la edad adulta y la vejez. Y en la medida en que tales comparaciones son válidas no cabe dudar de que, durante esos tres siglos, la humanidad cristiana de Occidente conoció la Primavera de la vida, la juventud, con todo lo que ella implica de vigor creador, de violencia generosa ya menudo vana, de combatividad, de fe y de grandeza» (Daniel-Rops, La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada... 7-9).


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    Respuesta: La Cristiandad, una realidad histórica

    Capítulo II
    La cultura en la Cristiandad
    Terminamos la conferencia anterior aludiendo al abanico de esplendores que se desplegó en la Edad Media, al carácter arquitectónico y catedralicio de su Weltanschauung, que incluye la religión, la cultura, la política, la economía, el trabajo, el arte. A partir de la presente conferencia iremos exponiendo los diversos componentes de esa catedral. Hoy nos abocaremos al análisis de la cultura, a partir de sus prolegómenos en la época de Carlomagno.

    I. El Renacimiento Carolingio
    No sería justo afirmar que con la caída del Imperio Romano, se extinguió todo resabio de cultura. Aquí y allá, en la Europa primitiva dominada por las tribus bárbaras, se fueron encendiendo pequeños focos de vida intelectual. Así, durante los siglos V y VI, en el norte de Italia dominada por Teodorico, rey ostrogodo, con sede en Ravena, tuvo lugar un pequeño «renacimiento» con el apoyo de Boecio y Casiodoro. En la España visigótica apareció también una gran figura, S. Isidoro de Sevilla, eminente autor enciclopédico, quien tuvo el mérito de transmitir a las generaciones venideras lo que él había sistematizado del pensamiento antiguo. Gran Bretaña, por su parte, a comienzos del siglo VIII, nos legó a S. Beda el Venerable, monje erudito, que creó en la Iglesia anglosajona un centro de cultura en torno a su persona. Según algunos autores, Beda representa en Occidente el momento culminante de su cultura intelectual durante el período comprendido entre la calda del Imperio y el siglo IX.
    También a Inglaterra le debemos a Vinfrido, que tomaría luego el nombre de Bonifacio, uno de los hombres más grandes del siglo VIII, el principal artífice de la conversión de los germanos al cristianismo, quien sería el que consagrase a Pipino el Breve, padre de Carlomagno, muriendo finalmente mártir en Fulda en 754. Tanto S. Beda como S. Bonifacio prepararon un compacto grupo de monjes misioneros, los cuales, en todos los lugares donde predicaron, juntamente con el cristianismo llevaron las letras y la civilización.
    Sin embargo todos esos esfuerzos no tuvieron sino un carácter preparatorio. Fue la influencia personal de Carlomagno la que confirió al resurgir cultural, hasta ahora restringido a núcleos muy limitados, proyecciones más amplias. Nada muestra mejor la verdadera grandeza de su carácter que el celo que puso este príncipe guerrero y casi analfabeto en restaurar la educación y elevar el nivel general de la cultura en sus dominios. El llamado «renacimiento carolingio», que se manifestó tanto en las letras como en las artes, tuvo su centro en el mismo palacio del Emperador, sito en Aquisgrán, ciudad ubicada en el corazón geográfico del Imperio. Allí se formaría una verdadera escuela, que por tener precisamente su sede en dicho palacio, tomó el nombre de «Escuela Palatina», desde donde, como por oleadas, se iría difundiendo por todo el Imperio un hálito de cultura, con epicentro en diversas sedes episcopales y monásticas tales como Fulda, Tours, Corbie, San Gall, Reichenau, Orleans, Pavía, etc.
    ¿Cómo hizo el Emperador para llevar a cabo su gran proyecto? Ante todo mediante una suerte de convocatoria cultural, gracias a la cual logró que concurriesen a Aquisgrán hombres cultos de todas las regiones que estaban bajo su dominio. Del sur de Galia acudieron el poeta Teodulfo de Orleans y Agobardo; de Italia, el historiador y poeta Pablo Diácono, autor de la «Historia de los Lombardos», así como Pedro de Pisa y Paulino de Aquileya; de Irlanda, Clemente y Dungal; del monasterio de Fulda, el joven Eginardo, quien luego escribiría la vida de Carlomagno; y así de otros lugares. Anglosajones, irlandeses, españoles, italianos, germanos..., de todas las regiones antiguamente civilizadas por los romanos afluían ahora sus mejores exponentes a la corte de Carlomagno para contribuir con su aporte al Renacimiento carolingio.
    Pero semejante concentración de cerebros habría resultado anárquica si el gran Emperador no hubiera pensado en alguno que los organizara. Teóricamente hablando, sólo un discípulo de Beda y Bonifacio, en cuyo ámbito medio siglo antes se había producido lo que se dio en llamar «el prerrenacimiento anglosajón», podía estar en condiciones de dirigir con acierto la gran empresa cultural que se proponía llevar adelante el soberano, y providencialmente este discípulo apareció en uno de los viajes que el rey hiciera por Italia. De paso por la ciudad de Pavía, tuvo la oportunidad de conocer allí a un monje de la escuela de York, discípulo del arzobispo Egberto, el cual, a su vez, había estudiado con S. Beda. Este monje se llamaba Alcuino, quien desde muy joven se había destacado en el estudio de las artes liberales y en las letras latinas, de acuerdo con la gran tradición que provenía de Boecio, Casiodoro, Isidoro y Beda. No sería un genio, pero tenía todas las condiciones que caracterizan al organizador y al maestro. Carlomagno, feliz con el hallazgo, le propuso establecerse en su capital e instaurar allí el método de estudios que regía en la escuela de York, en Inglaterra. Así fue como Alcuino se puso al frente de la Escuela Palatina de Aquisgrán, haciendo de ella un modelo de institución formativa para la mayor parte de Europa occidental. Desde Aquisgrán se extendió por doquier el ciclo de las artes liberales –de dicho ciclo hablaremos enseguida–, que había explicado S. Isidoro y habían seguido los anglosajones, completado con el estudio de la Sagrada Escritura y de la Teología. Tanto Galia, como Germania e Italia, por la voluntad de Carlomagno y el celo de Alcuino, conocieron de este modo un período de esplendor cultural.
    Un dato curioso. Carlomagno concibió su empresa como una especie de resurrección de la cultura grecoromana. Quizás en el telón de fondo de su intento se escondiese una idea más vasta, la de reinstaurar el Imperio antiguo, ahora con sede en Aquisgrán. Los intelectuales que trajo de tantos lados tomaron apodos que recordaban los tiempos clásicos; así, el poeta franco Angilberto, se hizo llamar Hornero, el visigodo Teodulfo, Píndaro, y el inglés Alcuino, Flaccus. Las artes de la época se inspiraron en las formas antiguas e incluso los retratos que nos quedan en ciertos manuscritos carolingios nos ofrecen efigies tan individualizadas como los bustos romanos de la época de Augusto.
    ¿No resulta curioso este Renacimiento antes de tiempo? Refiriéndose a lo que acaecería luego, en la Edad Media propiamente dicha, y al Renacimiento ulterior, escribe R. Guardini: «La relación de la Edad Media con la antigüedad es bastante viva, pero diversa de como será en el Renacimiento. Esta última es refleja y revolucionaria; considera la adhesión a la antigüedad como un medio para apartarse de la tradición y liberarse de la autoridad eclesiástica. La relación de la Edad Media, por el contrario, es ingenua y constructiva. Ve en las literaturas antiguas la expresión inmediata de la verdad natural, desarrolla su contenido y lo elabora ulteriormente... Cuando Dante llama a Cristo “el sumo Júpiter”, hace lo que la liturgia cuando ve en Él al Sol salutis, algo pues totalmente diverso de lo que hará el escritor del Renacimiento, al designar con nombres de la mitología antigua las figuras cristianas. En este caso nos encontramos frente al escepticismo o a una falta de discernimiento; en cambio en el primer caso se expresa la conciencia de que el mundo pertenece a los que creen en el Creador del mundo» (La fine dell’epoca moderna... 22-23).
    Carlomagno murió en 814, pero el Renacimiento cultural que había impulsado, y que se manifestó también en la arquitectura, la iluminación y la miniatura, lo sobrevivió casi durante un siglo. De Gran Bretaña e Irlanda siguieron llegando al país de los francos hombres ilustres como Juan el Erígena, llamado también el Irlandés o el Escoto, que huían con sus libros de las embestidas de los escandinavos. De la abadía de Fulda, que continuó resplandeciendo como un vigoroso centro de cultura religiosa y profana, salió Rábano Mauro, teólogo y literato que introdujo en Alemania la ciencia de las Etimologías de S. Isidoro.
    El hecho es que la Europa occidental postromana consiguió alcanzar su unidad cultural por primera vez durante el reinado de Carlomagno, clausurándose así el período del dualismo en materia de cultura que había caracterizado la época de las invasiones bárbaras, y lográndose la completa aceptación por parte de los bárbaros del ideal de unidad que sustentaban conjuntamente el Imperio y la Iglesia católica. Según Dawson, todos los elementos que constituirían la civilización europea estaban ya representados en la nueva cultura: la tradición política del Imperio romano, la tradición religiosa de la Iglesia católica, la tradición intelectual de la cultura clásica y las tradiciones nacionales de los pueblos bárbaros. Tal sería la primera gran síntesis, en los albores de la Cristiandad, un verdadero puente entre la cultura antigua y la cultura medieval, la aurora de «la gran claridad de la Edad Media». De no haberse producido el renacimiento carolingio, la continuidad cultural se hubiese visto quebrada y la civilización habría perecido en los dos siglos de caos que siguieron a la desaparición de Carlomagno, sin que los hombres que vinieron después hubiesen podido recoger una sola piedra del edificio que había levantado la antigüedad.

    II. La cultura popular
    Entremos ahora en el análisis del período específicamente medieval, en sus siglos propiamente tales. La Edad Media conoció, como es natural, la escolaridad en sus diversos grados. Pero antes de explayarnos sobre ello, digamos algo acerca de la cultura general del pueblo.
    Señala Daniel-Rops que si hay una idea generalmente admitida en los manuales y en el común sentir de la gente es el de la ignorancia de las multitudes en la Edad Media, como si se hubiese tratado de un pueblo poco menos que analfabeto y, por lo mismo, sometido ciegamente a cualquiera que tuviese un mínimum de autoridad o de conocimientos. Preconcepto evidentemente disparatado cuando quedan de aquella época tantos testimonios populares de fecundidad intelectual y artística.
    En primer lugar, se pregunta Rops, ¿era el número de analfabetos en la Edad Media tan grande como se piensa habitualmente? Dada la multitud de clérigos, que en aquel tiempo eran los mejor formados intelectualmente, y de profesores famosos que salieron de los rangos del pueblo más sencillo, parece difícil concluir que la instrucción común de los niños haya sido tan deficiente. Destacados intelectuales de la Edad Media fueron de extracción social humildísima.
    Asimismo, y esto es capital, por aquel entonces no se pensaba que fuese lo mismo saber leer que ser instruido. «Pues si en nuestros días la pedagogía y la cultura descansan sobre datos que son sobre todo visuales, adquiridos por la lectura y la escritura, en cambio en la Edad Media, en la que el libro era raro y costoso, el oído desempeñaba un papel mucho mayor» (Daniel-Rops, La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada, pág. 376.
    Como prueba de este primado del oído sobre la vista, se ha traído a colación el siguiente dato tomado de un capítulo de los Estatutos Municipales de la ciudad de Marsella, que datan del siglo XIII, donde tras la enumeración de las cualidades requeridas para ser un buen abogado, se concluye con estas palabras: «litteratus vel non litteratus», es decir, sepa leer o no. En aquel tiempo, conocer el derecho –así como la costumbre– era para un abogado más importante que saber leer y escribir (cf. ibid.)
    Atinadamente se ha observado que si la cultura medieval no se basó en la escritura humana, sí lo hizo en la Escritura sagrada, revelada por Dios, y conocida por la gente a través de mil conductos. Los sermones, las conversaciones, el arte expresado en las catedrales, toda la producción literaria en verso o en prosa, y hasta los sainetes y romances, presuponen en el pueblo un conocimiento pasmoso de la Biblia, una frecuentación familiar del Antiguo y del Nuevo Testamento. Y si se ha dicho que los vitrales constituían «la Biblia de las analfabetos» es porque incluso los más ignorantes eran capaces de descifrar allí historias que les resultaban familiares, llevando a cabo ese trabajo de interpretación que en nuestros días saca canas verdes a los especialistas de arte. Y todo eso es cultura.
    De ahí que sea tan equitativo lo que a este respecto afirma Régine Pernoud, es a saber, que cuando se quiere juzgar del nivel de instrucción del pueblo durante la Edad Media no corresponde minusvalorar lo que llama «la cultura latente», es decir, ese cúmulo de nociones que la gente recibía participando en la liturgia, o escuchando relatos en los castillos, o incluso oyendo las canciones de los trovadores y juglares. Desde que apareció la imprenta, nos cuesta concebir una cultura que no pase por las letras (La femme au temps des cathédrales, Stock, París, 1980, 74). Señala la autora que quizás hoy nos sea posible entender mejor el influjo nada desdeñable que tienen en la educación algunas formas de expresión cultural por el gesto, la danza, el teatro, las artes plásticas, los audiovisuales...
    No siempre, en efecto, se identificó cultura y letras. Se cuenta que de visita por España, Chesterton conoció en cierta ocasión a un grupo de labriegos, e impresionado por la sabiduría que revelaba su modo de hablar y de comportarse, dijo admirado: «¡Qué cultos estos analfabetos!».
    Particularmente la predicación fue determinante en la formación de la cultura popular de la Edad Media. No era aquélla, como lo es ahora, una suerte de monólogo, a veces erudito, ante un auditorio silencioso y convencido. Se predicaba un poco en todas partes, no solamente en las iglesias, sino también en los mercados, las plazas, las ferias, los cruces de rutas. El predicador se dirigía a un auditorio vivo –y vivaz–, respondía a sus preguntas, atendía a sus objeciones. Los sermones obraban eficazmente sobre la multitud, podían desencadenar allí mismo una cruzada, propagar una herejía, provocar una revuelta... El papel didáctico de los clérigos era entonces inmenso; no sólo enseñaban al pueblo la doctrina revelada, sino también la historia y las leyendas. En la Edad Media la gente se instruía escuchando.
    Y hablando de leyendas, R. Pernoud ha señalado su gran virtud formativa: «Las fábulas y los cuentos dicen más sobre la historia de la humanidad y sobre su naturaleza, que buena parte de las ciencias incluidas en nuestros días en los programas oficiales. En las novelas de oficio que ha publicado Thomas Deloney, se ve a los tejedores citar en sus canciones a Ulises y Penélope, Ariana y Teseo...» (Lumière du Moyen Âge., 132).
    Digamos, para terminar, que buena parte de la educación popular era transmitida por ósmosis, de generación en generación. El hijo del campesino era iniciado por su padre en el arte rural, el aprendiz se instruía en su menester gracias a la enseñanza de su maestro, cada uno según su condición. ¿Hay derecho a tener por ignorante a un hombre que conoce a fondo su oficio, por humilde que sea?

    III. Las fuentes de la cultura medieval
    Antes de entrar en el análisis de lo que era la educación –no aquélla por ósmosis o ambiental, sino la estrictamente profesional– digamos algo sobre los arroyos que desembocaron en el río de la cultura medieval.
    1. La vertiente patrística
    Desde un comienzo, las preocupaciones teológicas de las dos mitades del mundo cristiano habían sido diferentes. Mientras el Oriente se apasionaba por las controversias en torno al misterio de Cristo, sobre todo de la unión hipostática, el Occidente se mostraba mucho más interesado por los problemas de índole soteriológica y moral. El gran tema teológico del Occidente fue la doctrina de la gracia; la vida cristiana era entendida como la vida de la gracia, y los sacramentos, primordialmente como canales de gracia. El Oriente, en cambio, privilegió la doctrina del Verbo encarnado y de nuestra comunión con El; la vida cristiana era concebida como un proceso de deificación –Dios se hizo hombre para que el hombre se hiciera Dios–, y los sacramentos más bien como misterios de iluminación.
    El representante más conspicuo de la teología occidental fue, sin duda, S. Agustín, el doctor de la gracia. Su influencia domina por entero la cosmovisión medieval, tanto desde el punto de vista de la teología de la historia como desde el ángulo de la educación. Ya hemos visto hasta qué punto inspiró al mismo Carlomagno. El representante supremo de la teología oriental fue Orígenes, uno de los genios más conspicuos del pensamiento cristiano, que tanto influyó en el mundo griego a través de los Capadocios (S. Gregorio de Nyssa, sobre todo) y de S. Anastasio. Pero existe una gran diferencia entre estos dos hombres notables. Mientras que S. Agustín fue, y sigue siendo, el maestro reconocido de la teología occidental, Orígenes resultó repudiado, después de su muerte, en el propio ambiente griego, a raíz de algunos errores bastante gruesos que se encuentran en sus escritos, de modo que muchas de sus obras fueron quemadas, llegando paradojalmente hasta nosotros gracias a diversas traducciones latinas hechas en Occidente. Esto demuestra el aprecio que de manera ininterrumpida el Occidente siguió sintiendo por el Oriente, al que no se cansaba de mirar como la cuna física e intelectual del cristianismo. Lo que no puede decirse recíprocamente del mundo oriental, que nunca disimuló cierto desprecio por la cultura del Occidente cristiano, Agustín incluido.
    El Occidente medieval frecuentó las obras teológicas griegas, que algunos Padres latinos, sobre todo S. Hilario y S. Ambrosio, habían previamente asimilado y glosado. De manera particular fueron tenidas en cuenta las traducciones de las obras de Dionisio, que tanto influyeron por su doctrina de la iluminación.
    Pero el autor griego que más repercusión tuvo en Occidente fue, a no dudarlo, S. Juan Damasceno, del siglo VIII, el Sto. Tomás del Oriente. El Damasceno concibió una suerte de gran Summa Theologica, que se convertiría en uno de los clásicos de la teología occidental. Su obra impulsó a los escolásticos –sobre todo a S. Buenaventura y Sto. Tomás– a revisar y completar la doctrina agustiniana de la gracia, realizándose en esta forma una síntesis de las dos grandes tradiciones teológicas, la del Oriente y la del Occidente. Conservándose las intuiciones fundamentales de la doctrina de S. Agustín, se enfatizó notablemente el carácter ontológico del orden sobrenatural. La gracia no sólo fue un poder que mueve la voluntad, sino una luz que ilumina al hombre y lo transfigura. Esta simbiosis de la tradición agustiniana y la doctrina de los Padres griegos, a través del Damasceno, es quizás uno de los logros más trascendentes de la escolástica medieval*.
    *Cf. al respecto C. Dawson, Ensayos acerca de la Edad Media... 125-128. En nuestro libro De la Rus’ de Vladímir al «hombre nuevo» soviético, Gladius, 1989, 162-163, hemos abordado este tema señalando la posibilidad de que en la presente coyuntura, tras el cisma que desde hace siglos separa «los dos pulmones de la Cristiandad», más que Sto. Tomás sea S. Juan Damasceno el posible punto de encuentro entre Oriente y Occidente.
    Señalemos algo más. En la asunción que realizó el Occidente de la patrística oriental se incluye, si bien de manera larvada, la asunción del antiguo pensamiento griego ínsito en el pensamiento patrístico, sobre todo de los dos filósofos mayores de la antigüedad, Platón y Aristóteles. A nuestro juicio, uno de los méritos más relevantes de Sto. Tomás, merced al cual ha sido proclamado por la Iglesia Doctor Communis, es el hecho de haber llevado a cabo una síntesis genial no sólo de la Sagrada Escritura y de los Santos Padres, tanto orientales como occidentales, sino también de lo mejor del pensamiento clásico griego (Platón, y muy particularmente Aristóteles). La Summa Theologica no es sino el grandioso resultado de dicha asimilación.
    Hay quienes gustan oponer Sto. Tomás a S. Agustín, lo que constituye un grave error, preñado de consecuencias, cuya aceptación destruiría el carácter arquitectónico de la inteligencia medieval. Sto. Tomás resulta inobviable porque no fue otro el principal constructor de la catedral de la inteligencia especulativa y contemplante. S. Agustín es imprescindible porque complementa a Sto. Tomás con su imperecedera indagación acerca de la teología de la historia.
    2. El aporte islámico y judío
    Algunos medievalistas, entre otros G. Cohen, han manifestado su extrañeza al constatar un hecho a primera vista asombroso, es a saber, que la Edad Media, a pesar de fundarse tan decididamente sobre la fe, no vacilara en incluir entre sus maestros y guías a algunos autores que estuvieron privados de ella, como por ejemplo Aristóteles, Virgilio, Ovidio... El mismo Cohen no disimula su admiración por la humildad y buena voluntad de los medievales en aceptar que esa lección les llegase en buena parte por la intermediación de los árabes infieles y hostiles pero cultos, que tradujeron a su lengua las obras de aquellos grandes, y que para colmo fueran los judíos quienes ulteriormente virtiesen las obras de los griegos, del árabe al latín (La gran claridad de la Edad Media... 166).
    Es sobre todo Dawson quien ha destacado esta vertiente de la cultura medieval. Estamos tan acostumbrados a considerar la cultura como algo propio y característico europeo, dice el escritor inglés, que se nos hace difícil pensar que hubo una época en que la región más civilizada de Europa Occidental fuese una provincia de cultura extraña. En un tiempo en que el Asia Menor era todavía una región cristiana, y España, Portugal y el sur de Italia eran lugares donde florecía la cultura musulmana, resulta obviamente erróneo identificar la Cristiandad con el Occidente y el Islam con el Oriente. El hecho es que la cultura occidental creció a la sombra de la gran civilización islámica, y gracias a ella, más aún que a Bizancio, empalmó con el mundo clásico griego, heredando su ciencia y su filosofía. Señala Dawson que fueron dos los principales focos del influjo árabe: España y Sicilia. España, ante todo, ya que cuando el resto de Europa occidental parecía próximo a sucumbir ante los ataques simultáneos de los sarracenos, vikingos y magiares, la cultura de la España musulmana entraba en la fase más brillante de su desarrollo, superando incluso a las civilizaciones orientales en genio y en originalidad.
    Destacóse ante todo en España, al sur de la Península, el famoso califato de Córdoba, que en el siglo X fue la zona más rica y poblada de Europa occidental. Sus ciudades, con sus palacios, sus colegios y sus baños públicos, se parecían más a las ciudades del Imperio romano que a los miserables villorrios de Galia y de Germania. Córdoba misma era la ciudad más grande de Europa después de Constantinopla; se dice que contaba con 200.000 casas, 700 baños públicos, y fábricas que empleaban a 13.000 obreros entre tejedores, operarios de arsenales y curtiembres. En el campo de la cultura, no estaban menos adelantados. Los gobernadores musulmanes rivalizaban entre sí en el patrocinio de eruditos, poetas y músicos. La biblioteca del Califa de Córdoba parece que llegó a contener 400.000 manuscritos.
    El otro centro en España fue Toledo. A raíz de su reconquista, en 1085, los cristianos entraron en posesión del tesoro de la ciencia musulmana con los elementos de la cultura griega que los árabes habían recogido en Siria y Persia para traerlos consigo hasta España. Así llegó a Occidente un Aristóteles «nuevo», o sea obras suyas hasta entonces desconocidas, con glosas de comentaristas árabes. Cuando ocupó la sede toledana el arzobispo Raimundo, encontró entre su grey una buena cantidad de sacerdotes que llevaban nombres árabes, y que, además de conocer el latín, sabían hablar en árabe, lo cual significaba que podía contar con colaboradores de gran valor para el intercambio entre las culturas árabe y cristiana. Raimundo aprovechó esta coyuntura con admirable acierto, alentando a aquel grupo de clérigos para que tradujesen las obras árabes, o vertidas al árabe, a la lengua latina. Tal fue el origen de la llamada «Escuela de Traductores de Toledo». Y así esa ciudad se convirtió en el gran centro de comunicación intelectual entre el Occidente cristiano y la cultura musulmana, acudiendo a ella hombres de estudio de diversos países de Europa. Fueron traducidos libros de Matemáticas, Astronomía, Alquimia, Física, Historia Natural, Filosofía; el Organon de Aristóteles, con glosas y compendios de filósofos árabes como Avicena, Algacel y Averroes; obras de Euclides, Ptolomeo, Galeno e Hipócrates, con comentarios de matemáticos y médicos musulmanes. Gracias a estos traductores, la ciencia de los griegos que había conocido Europa en la antigüedad, entraba de nuevo en el Occidente después de haber dado la vuelta por el Oriente musulmán y por España.
    En cuanto a Sicilia, liberada ya en el siglo XI del dominio musulmán por los conquistadores normandos, continuó siendo durante mucho tiempo un punto de encuentro de corrientes árabes y cristianas, irradiándose sobre el sur de Italia. El artífice más activo de dicha amalgama intelectual fue el emperador de Alemania Federico II Hohenstaufen, nacido en Italia de madre napolitana, cuya innata curiosidad lo inclinaba irresistiblemente hacia la ciencia musulmana. En 1224 creó la Universidad de Nápoles, y durante todo su reinado no dejó de patrocinar la escuela de Medicina de Salerno, verdadera facultad donde enseñaron los mejores maestros árabes y judíos en la materia. De igual modo contribuyó al conocimiento de las obras de los filósofos musulmanes; una vez traducidas, las hacía difundir en las escuelas y Universidades. El mismo Emperador sostenía continua correspondencia con sabios musulmanes, a los que admiraba sin reservas.
    Este contacto entre las dos culturas encontró también un lugar privilegiado en las costas del golfo de Lyon, con epicentro en el condado de Barcelona. Ya en el siglo X, algunas escuelas monásticas y episcopales de Cataluña, como Ripoll y Vich, tenían en cuenta los datos de la ciencia musulmana, sobre todo en matemáticas, música y astronomía. Por un lado, Barcelona ejercía soberanía sobre algunas ciudades musulmanas de la España oriental, como Tarragona y Zaragoza, y, por otro, sus príncipes se habían aliado matrimonialmente con las grandes casas del Languedoc y de Provenza, aspirando a la conformación de un poderoso Estado que se extendiera desde Valencia hasta la frontera italiana. Pues bien, los puertos de esta región –sobre todo Barcelona, Montpellier, Narbona y Marsella– estaban en relación con las comunidades musulmanas de las islas Baleares y de España, así como con Africa y Asia Menor. Dichas relaciones, predominantemente comerciales, no fueron exclusivamente tales, ya que también en esta región –no menos que en Sicilia y en Toledo– el Cristianismo occidental entabló fructíferos contactos con el pensamiento musulmán. Algunas de las primeras traducciones latinas de las obras científicas árabes fueron hechas en Marsella, Toulouse, Narbona, Barcelona o Tarragona.
    Dawson destaca asimismo el influjo de la España musulmana tanto en la práctica de la equitación, que era para ellos una de las bellas artes, como en la profesión de juglar, despreciada por la Europa feudal pero considerada en el Islam como un arte noble. Y así, es en la España mora, más bien que en la Europa nórdica, donde debemos buscar el prototipo del trovador caballeresco. Fue característica de España, no sólo en la época de la dominación musulmana, sino también después de la Reconquista, su pasión por la poesía y por la música, compartida por todas las clases y estados, desde los teólogos, filósofos y estadistas, a los juglares vagabundos que cantaban en los torneos y en las esquinas de las calles. De la España musulmana la nueva poesía lírica se extendería con fuerza extraordinaria por toda la Europa occidental.
    Nos pareció importante detenernos en el análisis de Dawson, ya que esta vertiente de nuestra cultura es por lo general bastante ignorada. No fue sino en el siglo XIII, después de la época de las Cruzadas y la gran catástrofe de las invasiones mogólícas, cuando la cultura de la Cristiandad occidental empezó a equipararse con la del Islam, y aun entonces siguió recibiendo influencias orientales. Sólo en el siglo XV, con el Renacimiento y la gran expansión marítima de los Estados europeos, adquirió el Occidente cristiano ese papel preponderante en la civilización, que hoy consideramos como una especie de ley natural*.
    *Cf. C. Dawson, Así se hizo Europa... 223-224; Ensayos acerca de la Edad Media... 258-263. En este último libro dedica un excelente capítulo a nuestro tema bajo el título de «El Occidente musulmán y el fondo oriental de la baja Edad Media», cf. 145 ss).

    IV. Los tres niveles de la enseñanza
    Como indicamos más arriba, la Edad Media conoció las diversas esferas de enseñanza que nos son hoy habituales: primaria, secundaria y superior .
    1. La enseñanza primaria
    Si bien no se empleaba la denominación que ahora usamos de «enseñanza primaria», era un hecho que normalmente los chicos iban al colegio. Por lo general, se trataba del colegio anexo a la parroquia. Todas las parroquias, en efecto, tenían obligación de crear una escuela y de proveerla suficientemente. En 1179, el Concilio de Letrán había hecho de ello una exigencia estricta. Por aquel entonces era común, y hoy lo sigue siendo en regiones tradicionales, incluso en nuestra Patria, encontrar contiguas la iglesia, la escuela y el cementerio.
    Así, pues, en la base de la enseñanza medieval estuvieron las escuelas parroquiales, que correspondían a lo que nosotros llamamos «escuelas primarias». Como con mucha frecuencia las parroquias dependían de los Señores, eran éstos quienes en realidad fundaban la escuela y la mantenían. La enseñanza se impartía en un local colindante con la iglesia, o a veces en el interior mismo del templo. El maestro no solía ser el párroco sino un simple fiel, quien era mantenido sea por alguna persona adinerada, sea más generalmente por sus propios alumnos, quienes le retribuían en especies, habas, pescado, vino, y, rara vez, con algún sueldo.
    ¿Cuál era el contenido de su enseñanza? Ante todo, la doctrina cristiana –el catecismo–, y también la lectura, la escritura, el arte de «fichar» –es decir, de contar con fichas–, ciertas nociones de gramática, ya veces algunos rudimentos de latín para poder entender mejor la liturgia. Como los libros eran prácticamente inencontrables, se los suplía con carteles murales, hechos con pieles de vaca o de oveja, sobre los cuales se escribía lo que se quería enseñar, por ejemplo, los números, las letras, los catálogos de las virtudes y de los vicios.
    Puédese así afirmar que en los siglos XII y XIII, la mayor parte de los países de Occidente conoció un sistema de instrucción elemental bastante desarrollado. Por cierto que la instrucción era inescindible de la educación.
    2. La enseñanza secundaria
    En un grado más elevado se encontraban, por una parte, las escuelas monásticas, y por otra, las escuelas catedralicias y capitulares, que correspondían poco más o menos a lo que hoy llamamos «enseñanza secundaria», con algunos elementos de enseñanza superior .
    Al principio este nivel de docencia estaba ligado al convento. No olvidemos que los monasterios, ya desde la época de las invasiones bárbaras, constituyeron verdaderos focos de cultura. Por aquel entonces S. Benito había impuesto a sus monjes no sólo la obligación del trabajo, sino también del estudio. Pronto los monjes se abocaron a copiar libros antiguos, en orden a lo cual casi todos los conventos benedictinos reservaron un local contiguo a la iglesia. Los monjes dedicados a dicha tarea se dirigían a ese recinto en las primeras horas de la mañana, y sentados delante de sendos pupitres pasaban horas y horas inclinados sobre los pergaminos, reproduciendo e «iluminando» los textos. Así fueron copiando las perícopas de la Escritura, los textos de los Santos Padres y de la antigüedad clásica, de tal modo que en medio del naufragio ocasionado por las invasiones bárbaras, lograron salvar la cultura antigua, y transmitirla al Medioevo. De esos rescoldos de cultura encendidos en los monasterios, dispersos en medio de la noche, brotaría el gran incendio de la cultura medieval.
    Si bien la importancia de los monasterios para la educación perduró durante la entera Edad Media, con todo, a mediados del siglo XII, las escuelas monásticas tendieron a declinar. Ya no fueron tanto los religiosos quienes tuvieron a su cargo la enseñanza, sino el clero diocesano, favorecido por el renacimiento urbano. Y así comenzaron a aparecer escuelas dependientes de los Obispados o de los Cabildos eclesiásticos. Algunas se destacaron sobremanera, por ejemplo la de Chartres, esclarecida por figuras como Fulgerto, Ivo, y luego Juan de Salisbury. Nombremos asimismo a Cantorbery y Durham, en Inglaterra; Toledo, en España; Bolonia, Salerno y Ravena, en Italia.
    Estos establecimientos estaban regidos por la autoridad religiosa. El llamado «maestroescuela», era, por lo común, un canónigo elegido por el Obispo o por el Cabildo. ¿Quiénes acudían a tales escuelas? Todos los que quisieran, sin distinción de posiciones sociales. La enseñanza era paga para los pudientes pero gratuita para los pobres, lo cual hacía que todos, ricos y pobres, pudiesen recibir una educación adecuada. Por eso tenemos tantos ejemplos de grandes personajes, bien formados, que provenían de familias de humilde condición: Sigerio, que sería primer ministro en Francia, era hijo de siervos; S. Pedro Damián, en su infancia había cuidado cerdos; Gregorio VII, el gran Papa de la Edad Media, era hijo de un oscuro cuidador de cabras.
    En cuanto al contenido de la enseñanza, se seguía el esquema tradicional, inspirado, si bien remotamente, en Aristóteles, concretado por S. Agustín, y que Alcuino había adoptado cuando Carlomagno le encargó organizar su Escuela. Los conocimientos se dividían en siete disciplinas, distribuidas en lo que se llamó el trivium: Gramática, Dialéctica y Retórica; y el quadrivium: Aritmética, Geometría, Astronomía y Música. Recibieron el nombre de «artes liberales», porque en ellas el espíritu humano se desenvuelve con más libertad, diversamente de lo que acontece con las «artes mecánicas», como la carpintería, la construcción, etc., que de alguna manera someten al hombre a las exigencias de la materia. Pero, como se recordaba siempre de nuevo, tanto el trivium como el quadrivium no eran sino medios –un método– para conocer la verdad en sus múltiples aspectos.
    Detallemos sucintamente lo que dichas materias incluían. La primera que integraba el trivium, la Gramática, no era entendida en el sentido restringido que hoy le damos, ya que a más del aprendizaje de la lectura y la escritura, abarcaba también todo lo que se requiere saber para «componer» un libro: sintaxis, etimología, prosodia, etc. Luego venia la Dialéctica, lo que no carecía de sentido, dado que después de haber aprendido a leer y escribir como conviene, era preciso aprender a argumentar, probar y rebatir, en una palabra, el juicio crítico, el arte del debate. Finalmente la Retórica, que se ordenaba a la formación del orador, y que era considerada como un arte práctica y ennoblecedora a la vez. Ya Cicerón había dicho que el hombre se distingue de los animales por el lenguaje, que el hombre es un animal parlante, de donde se sigue que cuanto mejor habla, mejor es. Por eso la elocuencia era, a sus ojos, el arte supremo; y no solamente un arte, sino una virtud.
    En cuanto al quadrivium, incluía, como dijimos, la Aritmética, la Geometría, la Astronomía y la Música. Respecto a las tres primeras asignaturas poco podemos agregar a lo que todo el mundo sabe acerca de su contenido. En lo que toca a la música hemos de señalar que abarcaba el conjunto de lo que hoy llamamos «las bellas artes»; el término «música» dice relación a las «musas», no reductibles a las solas armonías sinfónicas.
    3. La enseñanza universitaria
    Tras el trivium y el quadrivium, es decir, las artes y las ciencias, el estudiante culminaba el ciclo de los conocimientos accediendo al nivel universitario.
    La palabra «Universidad», que hoy aplicamos con exclusividad a las casas de altos estudios, tenía por aquel entonces un sentido mucho más general. La Europa misma se autodenominaba Universitas christiana. Aquel término, que encontramos también referido a los municipios, a los profesores y alumnos de los institutos de enseñanza, o a los artesanos de una misma profesión y localidad, merece una explicación. Universidad viene de «universus» o «versus-unum», significando el conjunto de los que tienden a una misma cosa. La «universidad», en sentido lato, es, pues, una comunidad natural a la que pertenecen los que cumplen un mismo oficio, o tienen una misión común.
    La Universidad, esta vez en sentido estricto, es una creación peculiar del Medioevo cristiano. Ni los chinos, ni los indios, ni los árabes, ni siquiera los bizantinos montaron jamás una organización educativa semejante. Concretamente, las Universidades fueron creaciones eclesiásticas, prolongación, en cierta manera, de las escuelas episcopales, de las que se diferenciaban por el hecho de que dependían directamente del Papa y no del obispo del lugar. Los profesores, en su totalidad, pertenecían a la Iglesia, y en buena parte a Ordenes religiosas. En el siglo XIII, las ilustrarían sobre todo la Orden franciscana y la dominicana, gloriosamente representadas por un S. Buenaventura y un Sto. Tomás. La Universidad constituía un cuerpo libre, sustraído a la jurisdicción civil y dependiente únicamente de los tribunales eclesiásticos, lo cual se consideraba como un privilegio que honraba a esa corporación de élite.
    a) Las diversas Universidades:un propósito sinfónico
    La historia de las Universidades comienza en París. Desde principios del siglo XII, era París una ciudad de profesores y estudiantes. En el claustro de la catedral de Notre-Dame funcionaba una escuela catedralicia, heredera del prestigio de la escuela de Chartres, y en la orilla izquierda del río Sena, dos escuelas abaciales, la de S. Genoveva y la de S. Víctor. El pequeño puente que unía entonces la ciudad con la orilla izquierda del Sena, estaba repleto de casitas que se llenaron de estudiantes y de profesores. Un día los profesores y alumnos comprendieron que formaban una corporación, o sea, un conjunto de personas dedicadas a la misma profesión. Y entonces hicieron lo que habían hecho ya los zapateros, los sastres, los carpinteros y otros oficios de la ciudad: agruparse para constituir un gremio. El gremio de profesores y estudiantes se llamó Universidad. Enterado del hecho, el Papa la colocó bajo su amparo, y los Papas posteriores resolvieron que sus estudios fueran válidos para todo el orbe cristiano.
    A mediados del siglo XIII, vivía en París un maestro llamado Robert de Sorbon, canónigo de la catedral y consejero del rey S. Luis. Preocupado por la situación de los estudiantes pobres, le pidió al rey que le cediera algunas granjas y casas de la ciudad, y agregando dinero de su propio peculio, fundó un Colegio para alojar a 16 estudiantes de Teología necesitados. El Colegio se llamó de la Sorbona, en homenaje a su creador. La Universidad de París fue considerada como la más importante de la Cristiandad, principalmente por la preeminencia que en ella se otorgaba a la Teología, la reina de las ciencias.
    Juntamente con la Universidad de París, hemos de destacar, en el siglo XII, la de Bolonia, especializada en derecho civil y canónico, que eclipsaría a las viejas escuelas jurídicas de Roma, Pavía y Ravena, y que en su materia apenas tendría rival en la Cristiandad. Si respecto a la Universidad de París, el Papa puso bajo su amparo a la agrupación de maestros y estudiantes defendiéndola del poder del obispo local, en Bolonia sostuvo a las agrupaciones de estudiantes contra el poder de la municipalidad. A esta Universidad acudieron los jóvenes de todos los países de la Cristiandad que deseaban conocer el mundo de las leyes. Una característica muy especial suya fue el influjo que en ella ejerció la rica burguesía comerciante, que veía el estudio del Derecho como un instrumento para asegurar sus negocios. Máxime que fue en Bolonia donde se reflotó una ciencia olvidada, el Derecho Romano, que suministraría a los Emperadores argumentos en su lucha con el Papado. Dicho Derecho venia en cierto modo a reemplazar el derecho consuetudinario, más anclado en las tradiciones nacionales e impregnado de espíritu evangélico. En cierto modo, las luchas entre el Imperio y el Papado fueron luchas del Derecho romano contra el Derecho canónico.
    Asuntos muy diferentes interesaban a los numerosos alumnos que estudiaban en la Universidad de Salerno. En esa ciudad del sur de Italia se conocían los libros de los médicos que habían llegado de la vecina Sicilia durante el período en que la ocuparon los griegos y los árabes. En 1231, el emperador Federico II, gran admirador de la ciencia árabe, como dijimos anteriormente, prohibió que se enseñara en cualquier otra ciudad de sus dominios y desde entonces Salerno se convirtió en el gran centro de la enseñanza de medicina.
    En el sur de Francia, en tierras del Languedoc, se destacó la Universidad de Montpellier, frecuentada por estudiantes que provenían de Italia y de las tierras musulmanas de España. Sus escuelas de medicina fueron célebres ya en el siglo XII. Juan de Salisbury, obispo de Chartres, asegura que en su tiempo Montpellier era tan concurrida como Salerno por jóvenes que querían aprender el arte de curar.
    El movimiento de creación de nuevas Universidades se hizo más intenso a partir de mediados del siglo XIII. En el curso de este siglo abrió sus puertas la Universidad de Oxford, la primera de Inglaterra, muy semejante, en su organización, a la de París, si bien diferente de ella por su notoria inclinación a lo pragmático, tan típica del espíritu inglés, que con el tiempo daría origen al empirismo y al nominalismo que se vislumbra en Duns Scoto y se manifiesta en Ockham. Pronto surgió la Universidad de Cambridge, como resultado de la emigración de un grupo de profesores y de alumnos de Oxford.
    Junto a estas Universidades, que aparecieron de manera espontánea, siendo luego oficialmente reconocidas, comenzaron a surgir Universidades creadas directamente por algún gran personaje, religioso o político. Son, así, de iniciativa real las primeras Universidades de la Península Ibérica, todas ellas del siglo XIII: Coimbra, fundada por el rey Dionis; Palencia, creada por Alfonso VIII, rey de Castilla. Pero la gran universidad fue Salamanca, erigida por Alfonso IX hacia 1220, cuyos privilegios confirmó el rey S. Fernando, y a la que el Papa Alejandro IV declaró uno de los cuatro Estudios Generales del mundo.
    Frente a este abanico de Universidades, los estudiantes elegían según la rama que más les atraía, ya la que querían dedicar su vida, aunque la casa de estudios estuviese lejos de su lugar de residencia. Las Universidades eran cosmopolitas. La de París, por ejemplo, albergaba estudiantes de todas las naciones, al punto que se formaron en ella diversos grupos según las proveniencias –los picardos, los ingleses, los alemanes y los franceses–, que tenían su autonomía, sus representantes y sus actividades propias. También los profesores provenían de todos los lugares de la Cristiandad: Juan de Salisbury vino de Inglaterra; Alberto Magno, de Renania; Sto. Tomás y S. Buenaventura, de Italia... Y los problemas que estaban sobre el tapete eran los mismos en París, Edimburgo, Oxford, Colonia o Pavia. Sto. Tomás, oriundo de Italia, expondrá en París una doctrina que había esbozado escuchando en Colonia las lecciones de Alberto Magno.
    Este conglomerado tan heterogéneo de profesores y estudiantes se entendía gracias a una lengua común, el latín, que era el idioma que se hablaba corrientemente en la Universidad. El uso del latín facilitaba el trato entre los estudiantes, permitía que los profesores se comunicasen entre sí y con sus alumnos, disipaba la imprecisión en los conceptos, y salvaguardaba la unidad del pensamiento. En París, el barrio que albergaba a los estudiantes fue llamado por los vecinos «Barrio Latino», justamente por ese común empleo de la lengua de Cicerón.
    Justa, pues, la expresión de Daniel-Rops cuando, refiriéndose a las universidades medievales, escribió: «Bella unidad geográfica de la inteligencia, en la que cada gran centro tenía asignado su papel, y en la que los intercambios recíprocos se regulaban como con un propósito sinfónico» (La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada, 696).
    El espíritu sinfónico se reflejaba también en el carácter enciclopédico de la inteligencia. Los estudios iniciales se ordenaban a la adquisición de una cultura general, propedéutica necesaria para cualquier ulterior especialización. Hoy nos asombra la amplitud de miras de los sabios y letrados de la época. Si bien sobresalían en una u otra rama de los conocimientos, jamás pensaron que debían limitarse a ella. Hombres como S. Alberto Magno, S. Buenaventura, Sto. Tomás, y tantos otros, abarcaron realmente todos los conocimientos de su tiempo. Nada más expresiva que la palabra Summa, a la que con tanto gusto parecieron recurrir para titular sus obras principales, en orden a explicitar la totalidad del conocimiento. Por otra parte resulta sobrecogedora la fecundidad de aquellas personalidades: S. Alberto Magno dejó 21 volúmenes de grandes infolios; Sto. Tomás, 32; Duns Escoto, 26...
    b) Los procedimientos académicos
    Los estudios se distribuían en cuatro Facultades: Teología, Derecho, Medicina y Artes (artes liberales). En las cuatro Facultades, la manera de enseñar era prácticamente la misma. Antes de exponer dicho método, hagamos una acotación previa. Los profesores de aquel tiempo, si bien enseñaban a razonar a sus alumnos y exigían de ellos un gran esfuerzo intelectual, concedían gran valor al argumento de autoridad. «Somos como enanos sentados sobre las espaldas de gigantes –decía Bernardo de Chartres–. Así, pues, vemos más cosas que los antiguos, y más lejanas, pero ello no se debe ni a la agudeza de nuestra vista ni a la altura de nuestra talla, sino tan sólo a que ellos nos llevan y nos proyectan a lo alto desde su altura gigantesca». Era una cultura fundamentalmente humilde.
    El método que se utilizaba incluía tres momentos: primero se tomaba un texto, las «Etimologías» de S. Isidoro, por ejemplo, o las «Sentencias» de Pedro Lombardo, o un tratado de Aristóteles, según la materia enseñada, y se lo leía pausadamente –era la lectio–; luego se lo comentaba –era la quæstio–, haciéndose todas las observaciones a las que podía dar lugar, desde el punto de vista gramatical, lingüístico, jurídico, etc.; finalmente se discutían las posibles objeciones –era la disputatio–. De allí nacieron las llamadas quæstiones disputatæ, cuestiones en torno a las cuales se entablaba un debate, y que debían sostener los candidatos al título ante un auditorio formado por profesores y alumnos, durante el cual todo asistente podía tomar la palabra y exponer sus dificultades; en ocasiones, dieron lugar a tratados completos de filosofía o de teología.
    Una costumbre que contaba con general beneplácito era la de los quodlibetalia, o discusiones libres sobre un tema cualquiera. Señala G. d’Haucourt que la costumbre de decidir después de haber pesado los pros y los contras, creó en el hombre medieval hábitos de libertad y de precisión. Los varios siglos en que dicho hombre se acostumbró a razonar con rigor lógico contribuyeron evidentemente a aguzar el instrumento de la inteligencia que se había embotado durante la época trágica de las invasiones. Afinados, adiestrados con este método, los hombres de la Edad Media vieron surgir entre ellos algunos genios y los rodearon de alumnos que supieron escucharlos, comprenderlos, admirarlos, y así los estimularon a expresarse ya dar su medida (cf. G. d’Haucourt, La vida en la Edad Media, Panel, Bogotá, 1978, 77).
    Terminado el primer ciclo, el estudiante recibía el grado de bachiller, que le permitía comenzar a enseñar, si bien de manera restringida, mientras seguía estudiando. Luego, tras un examen general, venía la licenciatura, que lo calificaba para ingresar en la corporación de los profesores y para dictar cátedra. Entre el bachillerato y la licencia el alumno debía escuchar la lectura de varios libros de Aristóteles, entre los cuales la Metafísica, la Retórica y las dos Éticas, asimismo los Tópicos de Boecio, los libros poéticos de Virgilio y algunas otras obras consideradas fundamentales.
    El doctorado, culminación del curriculum académico, era un título complementario y más bien honorífico. Este subir por gradas de los estudiantes se parece al camino que emprendía el hombre de armas para llegar a caballero; el aspirante empezaba su entrenamiento sirviendo como paje o escudero a un señor, pasaba después a la categoría de «bachiller», y finalmente recibía la espada al ser armado caballero. También es comparable al proceso que seguía el artesano para acceder al maestrazgo en su oficio; empezaba siendo aprendiz, luego ascendía a oficial, y finalmente era aceptado en el rango de maestro. En el curso de una ceremonia religiosa y solemne, el nuevo doctor recibía, con el birrete cuadrado, un anillo, símbolo de su desposorio con la sabiduría; era una investidura análoga en su orden a la estilada en la institución de la caballería o en la vida religiosa cuando el monje pronunciaba sus votos.
    La Universidad fue la gran creación de la Edad Medía. De la de París, deslumbrante de gloria teológica, se hablaba como de «la nueva Atenas» o del «Concilio perpetuo de las Galias». Su Rector era todo un personaje; en las ceremonias oficiales precedía a los Nuncios, Embajadores e incluso Cardenales; cuando el Rey de Francia entraba en su capital, era él quien lo recibía y cumplimentaba. La Universidad fue el gran orgullo de la Cristiandad.

    V. La escolástica
    La palabra «escolástica « suscita muy diversas reacciones. Para algunos es nombre de gloria, por cuanto ha significado un momento de síntesis, de armonía entre lo natural y lo sobrenatural, de acuerdo entre la fe y la razón. Para otros, en cambio, como los protestantes o los Enciclopedistas del siglo XVIII, es un nombre de ludibrio, cual si se tratase de una fútil logomaquia en torno a bagatelas inútiles, aceptadas por mera sumisión al autoritarismo de los maestros.
    ¿Qué es, en verdad, la Escolástica? No otra cosa que la aplicación de la inteligencia humana al estudio de la verdad revelada, en orden a penetrar, en cuanto lo consiente la limitación del hombre, el significado de los misterios sobrenaturales; y consecuentemente el intento de elaborar un sistema orgánico en el que se integren tanto las verdades naturales como las reveladas. El método predileccionado fue el de la disputatio. Cada tesis que reclamaba su admisión en la organicidad del sistema debía haber sido previamente campo de batalla intelectual entre los doctores, e incluso, también, entre estudiantes y maestros.
    A diferencia de la mayor parte de las discusiones actuales, que suelen partir de cero, las controversias escolásticas en la Edad Media aceptaban tres puntos indiscutibles de referencia, tres presupuestos básicos. El primero era la autoridad de la Revelación, el derecho de la divina Sabiduría a ser acatada sin discusión por la inteligencia humana. El segundo era el respeto a la luz natural de la razón, especialmente en el ámbito de los principios metafísicos y de sus deducciones más inmediatas. El tercero era el valor doctrinal de la Tradición, en particular de la tradición patrística, sobre la base de aquello del enano que se sube sobre los hombros de un gigante.
    Fundamentalmente la Escolástica tuvo en cuenta para sus análisis el binomio fe-razón. Según el lugar más o menos preponderante que se le daba a la primera o a la segunda, podemos distinguir en la Escolástica diversos períodos. Los expondremos siguiendo a Daniel-Rops, porque nos parece que ha desarrollado el tema con claridad y de manera sintética.
    1. El primer período de la Escolástica
    El problema cardinal era el lugar respectivo que en la investigación habían de tener la razón y la fe. ¿Debía la razón ayudar a la fe, o la fe a la razón? ¿Para comprender era preciso creer primero, o, al revés, para creer era preciso previamente comprender? Tal fue la gran alternativa que los pensadores de la Edad Media tuvieron que afrontar. En el ardor de las polémicas, los escolásticos se fueron declarando a favor o en contra de una u otra de esas posiciones.
    Es cierto que a los comienzos algunos autores fueron aún más radicales, disolviendo el dilema en favor de la fe, así como en los siglos últimos los racionalistas lo disolverían en favor de la razón. ¿Para qué la razón, decían aquéllos si ya la fe nos lo da todo? «Dios no necesita de filosofía alguna para atraer a las almas. Aquellos a quienes Cristo envió a evangelizar a los hombres y naciones ignoraban la filosofía». Pero esta posición era evidentemente: exagerada, cercana al fideísmo. Y así los maestros del primer período escolástico juzgaron inconveniente: prescindir de la ayuda de la filosofía. Si la razón podía contribuir a una mejor penetración en los misterios de la fe, ¿Por qué dejarla de lado? De este modo nació la fórmula: Fides quærens intellectum, la fe se pone en busca de su inteligencia.
    La figura que encarnó este primer momento de la especulación medieval fue S. Anselmo (1033-1109), llamado a veces «el Padre de la Escolástica». «Yo no trato de comprender para creer –decía–, sino que creo para comprender», iniciando de este modo la investigación medieval de la teología, sobre la base de una unión fecunda de la razón y de la fe.
    S. Anselmo fue así el primer pensador de la Edad Medía que se interesó por el recurso a la razón, siempre: dentro de una actitud transida de sabiduría y de mesura. Pero no todos los estudiosos de su tiempo se condujeron de la misma manera. El recurso a la razón no carecía de peligros si faltaba aquel espíritu de mesura. Ello se pudo comprobar en un pensador que concitaría un eco inmenso en su época. Nos referimos a Berengario (1000-1088), quien exaltó tanto la razón que pretendió someter a ella el misterio mismo de la Eucaristía, cayendo prácticamente en la herejía.
    Desposar la razón y la fe era una empresa ardua. Los hombres del siglo XII lo experimentaron. Y quizás nunca de manera tan ardiente como en el conflicto doctrinal que estalló entre Abelardo, enamorado de la razón, y S. Bernardo, el místico de aquel siglo. Fueron estos dos hombres los que mejor encarnaron las tendencias de su época. A Abelardo (1079-1142), joven francés de origen noble, lo había caracterizado desde la adolescencia su pasión por conocer, juntamente con cierta búsqueda de prestigio y de originalidad a cualquier precio. La dirección de la Escuela de Santa Genoveva, lo condujo a la fama. Ulteriormente se ordenó de sacerdote, sin dejar por ello de enseñar. Con motivo de algunas afirmaciones atrevidas, un Concilio provincial lo condenó por primera vez, ordenando quemar un libro suyo sobre la Trinidad y obligándolo a enclaustrarse en una celda. Terminado su período de reclusión, construyó una ermita, a la que afluyeron miles de estudiantes. Luego retornó a París donde volvería a encontrar los inmensos auditorios de su juventud. Sólo la intervención de S. Bernardo (1091-1153), la personalidad más descollante de la época, fue capaz de desenmascarar los errores que se escondían en sus aseveraciones, tan cercanas a posiciones limítrofes.
    Por fin Abelardo resultó condenado. ¿Lo fue acaso por incredulidad? En manera alguna. Abelardo se quería realmente cristiano, proclamando que, como hijo sumiso de la Iglesia, «aceptaba todo lo que ella enseña y rechazaba todo lo que ella condena». ¿Por herejía? Sería demasiado decir. Pues aunque S. Bernardo no trepidó en afirmar que «recordaba a Arrio cuando hablaba de la Trinidad, a Pelagio cuando hablaba de la gracia, ya Nestorio cuando hablaba de la Persona de Cristo», en realidad todo ello era más bien una tendencia genérica que una serie de afirmaciones formales. El fondo del problema radicaba en su concepción de las relaciones de la razón y de la fe. «No se puede creer lo que no se comprende», afirmaba. Era precisamente lo opuesto a la tesis de S. Anselmo.
    Como dijimos, fue S. Bernardo su principal contradictor. «¿Qué me importa la filosofía? –decía este último–. Mis maestros son los Apóstoles, que no me habrán enseñado a leer a Platón o a desentrañar las sutilezas de Aristóteles, pero me han enseñado a vivir. Y ésta, creedme, no es pequeña ciencia. Conocer a Dios es una cosa; pero vivir en Dios es otra, y más importante». Atinadamente señala Daniel-Rops que con sólo repetir eso, S. Bernardo ejerció una influencia considerable en el espíritu de la Escolástica. Y, de hecho, su mística, en lugar de oponerse a aquélla, en cierto modo la penetró, atemperando con su unción el peligro de aridez que podía tener el método de la Escuela.
    2. Apogeo de la Escolástica
    El siglo XIII, siglo de oro de la Edad Media, como lo señalamos anteriormente, lo fue también en el orden intelectual, reuniendo una constelación de gigantes de la Escolástica, como S. Alberto Magno, S. Buenaventura, Sto. Tomás, y también, aunque sus nombres no tengan el mismo timbre de gloria, ya que introdujeron serias desviaciones, Duns Scoto y Roger Bacon. Fue la época del apogeo de las Universidades y del ingreso en sus cátedras de numerosos frailes franciscanos y dominicos. Esto último no se llevó a cabo sin que se produjesen algunos remezones, en buena parte fruto de envidias.
    Y se ligó con un hecho de capital importancia, que influiría decisivamente en el curso del pensamiento escolástico, la llamada «invasión aristotélica». Podríase afirmar que hasta entonces, en líneas generales, por cierto, el pensamiento cristiano, desde los Santos Padres, había sido preferentemente platónico. El aristotelismo, con su realismo y sus métodos tan racionales, era por lo común poco conocido. Es verdad que, como dijimos más arriba, el Estagirita había reaparecido en Occidente merced al influjo de la cultura musulmana y judía. A partir del siglo XII, comenzaron a multiplicarse sus traducciones gracias a árabes como Avicena y Averroes, o a judíos como Maimónides. La irrupción de este pensamiento, al parecer tan poco integrable con la tradición cristiana, no dejó de preocupar a los hombres de Iglesia, máxime que las ideas de Aristóteles se presentaban escoltadas por los dudosos comentarios del árabe Averroes. Pero fue precisamente entonces, y esto no deja de ser providencial, cuando un hombre genial, Sto. Tomás, descubrió que el pensamiento de Aristóteles no era incompatible con el Evangelio, más aún, podía resultar muy apto para esclarecer algunos aspectos de la filosofía e, indirectamente, de la misma teología, sin que ello implicase ruptura alguna con la tradición.
    Antes de decir algunas palabras sobre los «grandes» del glorioso siglo XIII, aludamos, aunque sea de paso, a algunos de sus precursores, como Alejandro de Hales, perteneciente a la Orden de los Hermanos Menores, y S. Alberto Magno, de la Orden de Predicadores. Tales «precursores» fueron eximios, por cierto, pero en alguna forma quedarían eclipsados por los dos gigantes de la siguiente generación, el franciscano S. Buenaventura y el dominico Sto. Tomás.
    La figura de S. Buenaventura (1221-1274) es realmente luminosa. Nos hubiera gustado extendernos en la exposición de la vida y el pensamiento de este gran Doctor de la Iglesia pero el tiempo es tiránico… Tras entrar en la Orden de San Francisco y ser discípulo de Alejandro de Hales en París, pasó luego a ocupar una cátedra en dicha Universidad, donde enseñó con gran aceptación de los estudiantes. Ulteriormente fue nombrado Ministro General de su Orden. Su actividad resultó incansable, predicando por doquier, asesorando sínodos y concilios, frecuentando a varios Papas y aconsejando a numerosos nobles, lo que no obstó a su recogimiento, ya que fue un hombre de intensa vida interior. Su personalidad se revela verdaderamente polifacética: sin dejar de meditar y escribir incesantemente, fue exégeta, organizador de su Orden, gran orador, pero sobre todo eximio teólogo y místico profundo.
    La otra gran figura, la figura cumbre, es Sto. Tomás (1225-1274). Oriundo de Roccasecca, en las cercanías de Monte Cassino, fue vástago de una de las más nobles familias de Italia; el emperador Barbarroja era tío suyo, y Federico II su primo. Tras estudiar con S. Alberto Magno en el Estudio dominicano de Colonia, fue nombrado profesor en la Universidad de París, donde a la sazón enseñaba Buenaventura. Como éste, asesoró también a diversos Papas, asistió a Concilios, enseñó en las Universidades, al tiempo que escribía y escribía, sin cansarse jamás.
    Este esgrimidor de ideas, afirma con admiración Daniel-Rops, era el mismo que cuando tenía que resolver una cuestión ardua, apoyaba su frente contra la puerta del sagrario; el mismo que, con la sencillez de un estudiante, ponía su trabajo bajo la protección de la Santísima Virgen; el mismo que confesaba haber «conocido, en visiones místicas, cosas junto a las cuales todos sus escritos no eran más que paja», como lo explicitó al final de su vida; el mismo que escribió ese gran homenaje al Santísimo Sacramento que es el Oficio de Corpus Christi y los versos del Lauda Sion o el Pange lingua; el mismo, en fin, que en su lecho de muerte, en la abadía de Fossanova, se hizo leer por un monje el más místico de los libros de la Escritura, el Cantar de los Cantares...
    El número de las obras que escribió durante su relativamente breve existencia es abrumador y el contenido de las mismas variadísimo. Casi ningún tema de trascendencia quedó sin ser tratado por su pluma, y siempre de manera genial. Nadie ha concebido más atrevidamente que él el sueño de una catedral de la inteligencia donde los conocimientos particulares se ordenaran tan jerárquicamente a lo universal. Comentó diversos libros de la Sagrada Escritura con una penetración exegética que pasma, pronunció espléndidos sermones, redactó obras apologéticas de gran nivel, libros sobre Lógica, Física, Ciencias Naturales, Política y Metafísica, precisando verdades de orden teológico y filosófico, de derecho privado y público, de índole especulativa y práctica. Pero por sobre todo tuvo la idea –tan típicamente medieval– de abocarse a la confección de una Summa, con el propósito de ofrecer a sus estudiantes una enseñanza precisa y sistemática. Y así llevó a cabo una obra que trascendería su época, proyectándose a todos los tiempos por venir: la Summa Theologica, que es la Summa de su genio, lo más sublime que en el orden intelectual nos legara la Edad Media. Redactada en forma de preguntas y respuestas, según la costumbre vigente en la Escolástica, es a la vez una obra maestra de análisis y de síntesis. De análisis, porque allí va tomando una por una las cuestiones que interesan, y examinándolas con un asombroso arte de disección intelectual. De síntesis, pues los elementos así analizados se integran en aquella catedral de la inteligencia, a la que aludimos poco hace. Y no sólo llevó adelante este trabajo de índole arquitectónica, sino que se autopropuso un sinnúmero de objeciones –más de diez mil– contra las tesis sostenidas en el cuerpo de cada artículo, dándoles sus consiguientes respuestas. Fue tal su mirada de águila que no sólo impugnó los errores propuestos hasta entonces sino que se adelantó a errores futuros refutándolos por adelantado. Un profesor que tuve en filosofía, me decía que en una de esas objeciones había resumido en pocas palabras lo que en el siglo XX sería la sustancia del existencialismo, con la réplica adecuada.
    Dijimos hace un momento que fue también gloria de Sto. Tomás el haberse animado a asumir el pensamiento de Aristóteles en todo lo que era valedero, integrándolo al patrimonio de la tradición. En la inteligencia de que el Estagirita era el filósofo antiguo de mayor valor especulativo, el Doctor Angélico se propuso poner su doctrina al servicio de Cristo. Quizás lo más enriquecedor que tomó de Aristóteles tiene que ver con aquella discusión a que aludimos al comenzar a tratar de la Escolástica, es a saber, la conexión entre la fe y la razón. Aristóteles mostró hasta dónde puede llegar la razón del hombre. Para Sto. Tomás, la razón y la fe tienen cada una su ámbito propio, su campo específico de acción, con lo cual comenzaba a resolverse el famoso problema de sus mutuas relaciones. Jamás la razón podía oponerse a la fe, dado que la verdad es una, por ser Dios la fuente de todos los órdenes de verdad. La verdad según la razón y la verdad según la fe debían, pues, coincidir en sus apreciaciones y en sus resultados, más aún, debían ayudarse mutuamente en colaboración jerárquica.
    Justamente señala Daniel-Rops que al afirmar de manera tan categórica la distinción entre la fe y la razón, Sto. Tomás abrió las compuertas para un desarrollo vigoroso de la filosofía, con su método peculiar, distinto del de la teología, si bien a ella subordinada. Semejante actitud presupone una clara distinción entre la naturaleza y la gracia. La naturaleza es el soporte de la gracia, y la gracia, al tiempo que supone la naturaleza, la eleva de manera inconmensurable. Dicha distinción corresponde a la distinción entre razón y fe, así como entre natural y sobrenatural. Tales distinciones, aplicadas al orden temporal, están también en la base de aquello a que aludimos en la conferencia anterior, y que desarrollaremos en la próxima, es a saber, las relaciones entre el poder político y la autoridad espiritual, así como la subordinación de lo temporal a lo sobrenatural. Distinguir para unir. Porque lo que más se destaca en el pensamiento de Sto. Tomás es su capacidad de integración y de armonía: armonía del objeto con el sujeto en el ámbito del conocimiento; armonía del alma con el cuerpo en el hombre individual; armonía de los seres inorgánicos y orgánicos en el mundo físico; armonía de los trascendentales metafísicos del ser en el interior del ente; armonía de la creación con el Creador; armonía de la Iglesia y del Estado en la polis; armonía de las naciones en el orden internacional.
    Dicha unión armónica brota, sin duda, de una consideración sintética del universo, entendido como obra sublime de un Dios perfectísimo, así como de un concepto elevado del hombre, considerado como criatura privilegiada salida de las manos de Dios para retornar a Dios. Bien dice Daniel-Rops que «el Tomismo es a la vez una Filosofía y una Teología separadas en su orden y unidas en sus propósitos. Es como una pirámide del espíritu; las bases descansan fuertemente sobre el suelo de lo real, de lo concreto, de lo sensible, pero la cumbre se hunde en lo infinito y lo invisible» (La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada, 410-411). Algo así como las catedrales góticas, podríamos agregar por nuestra parte, bien hundidas en la tierra pero flechadas hacia las alturas.
    De Sto. Tomás ha escrito C. Dawson: «La naturaleza le había preparado bien para tal tarea. Hijo, no del Norte gótico, como Alberto o Abelardo, sino de la extraña frontera de la civilización occidental –en donde se mezclaban la Europa feudal y los mundos griego y sarraceno–, descendía de una familia de cortesanos y trovadores, cuya suerte estaba íntimamente ligada a la de aquella brillante corte medio oriental, medio humanista, del gran emperador Hohenstaufen, ya la de sus malogrados sucesores, cuna de la literatura italiana y, al propio tiempo, una de los principales canales a través de los que la ciencia árabe llegó al mundo cristiano... La mente occidental se emancipa con él de sus maestros árabes, para retornar a su origen. En verdad, hay en Sto. Tomás una real afinidad intelectual con el genio griego. Más que ningún otro pensador occidental, medieval o moderno, poseyó la única tranquilidad y el don de la inteligencia abstracta que caracteriza a la mente helénica» (Ensayos acerca de la Edad Media, 180-181).
    El vigor incomparable de su sistema reside en esa solidez con que todo se ordena, se articula y se equilibra en él, desde lo más humilde a lo más sublime. Tal es, en síntesis, el pensamiento tomista, una de las cúspides a que ha llegado la inteligencia del hombre, y la expresión más pura de la idea medieval.
    3. La tercera generación escolástica
    Después de la muerte de Sto. Tomás, las cosas comenzaron a complicarse. El mismo año en que murió el Doctor Angélico, nacía, en Escocia, un hombre sumamente capaz, que había de ser el que con más vigor se opusiera al Tomismo: Juan Duns Scoto (1274-1308). Fue primero alumno y luego maestro en Oxford, ejerciendo ulteriormente la docencia en París y en Colonia. Apodado por sus contemporáneos «el Doctor Sutil», original hasta la paradoja, sus alumnos quedaban deslumbrados al terminar sus clases. La doctrina de este franciscano se encuentra principalmente en dos grandes obras, fruto de su enseñanza: el «Opus Oxoniense», que incluye sus clases en Oxford; y el «Opus Parisiense», con sus clases de París. Allí se afirma que la voluntad supera en el hombre a la inteligencia, de donde el término de «voluntarismo» con que se suele calificar su teoría. Con esta afirmación tomaba distancia del tomismo en lo que toca a la función de las dos facultades espirituales del hombre, así como también por su insistencia en el papel que atribuye a la voluntad en relación con la gracia.
    Lo quisiera o no, sus principios tendían a romper aquella síntesis que tan felizmente había logrado Sto. Tomás entre la fe y la razón, las verdades reveladas y la filosofía. Algunos aciertos parciales, como por ejemplo el hecho de haber sido uno de los pocos en su tiempo que vislumbró el misterio de la concepción inmaculada de la Santísima Virgen, en el contexto de una rica teología mariana, así como el papel de Nuestra Señora en la obra de la redención, no obstan a que diversas tesis suyas, por ejemplo, la del influjo puramente moral que a su juicio tendrían los sacramentos, no dejen de ser preocupantes. Su discípulo Guillermo de Ockham (1300-1349 ó 1350), también franciscano, llevaría hasta el extremo algunas de sus ideas, acabando en una suerte de empirismo anarquizante, que no dejaría de tener graves consecuencias en la historia. Siglos después, Lutero diría de él: «Ockham, mi padre»*.
    *Para el análisis histórico-doctrinal de las diversas etapas del desarrollo de la Escolástica medieval, hemos seguido a Daniel-Rops, cf. La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada... 394-415.


    http://www.gratisdate.org/fr-fundacion.htm

  4. #4
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    Respuesta: La Cristiandad, una realidad histórica

    Exelente, Hyeronimus. Entonces ¿Yo como un tonto me compré este libro y usted se lo da a los demás gratis? :P Broma che, es mejor tener el libro, eso es obvio...

    Pensé que esta Fundación no era tan conocida, pero veo que si, es muy buena. Yo, todavía no la he usado, pero cuando les pida algún libro contribuiré con algo. Tengo amigos que ya han aprovechado y tienen unos cuantos que no me acuerdo sus títulos.

    Como se ha dicho antes, La Cristiandad existió y es ejemplo de Sociedad, pero como bien afirme el Padre se pecaba, y mucho. Lean la parte que el Padre cuenta como se le ocurrió escribirlo, obra de Providencia!

    Salud en Cristo, hermanos foreros.
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  5. #5
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    Respuesta: La Cristiandad, una realidad histórica

    Capítulo III
    El orden político de la Cristiandad
    En la presente conferencia trataremos de exponer el modo como la Edad Media entendió el orden político, tanto en lo que hace a la estructuración jerárquica de la sociedad, cuanto a las relaciones que habían de mediar entre la autoridad espiritual y el poder temporal, con una mirada final a las proyecciones internacionales.

    I. El Feudalismo y los lazos de la fidelidad
    El orden político de la Edad Media tuvo su raíz en una contextura institucional de notable originalidad: el feudalismo.
    1. La génesis de la institución feudal
    Para captar el sentido del feudalismo es preciso examinar su origen en la Europa caótica de los siglos V al VIII. A lo largo de dichos siglos el Imperio romano se fue haciendo pedazos no sólo por el embate de las invasiones bárbaras sino también como consecuencia de la descomposición interior. En el viejo Imperio todo había dependido de la fuerza del poder central. Desde el momento en que ese poder se vio agrietado y desbordado, la ruina se hacía inevitable. Los Emperadores eran creados y destituidos según el capricho de sus guardias pretorianas. Roma fue tomada y retornada por los bárbaros, la Europa entera no era sino un vasto campo de batalla donde se enfrentaban las armas y las tribus.
    En medio del desconcierto generalizado, del sálvese quien pueda, comenzaron a despuntar diversos poderes locales. A veces era el jefe de una banda que agrupaba en torno suyo a un grupo de aventureros; otras, el dueño de algún terreno, que trataba de asegurar en él la tranquilidad que el Estado, prácticamente inexistente, ya no estaba en condiciones de garantizar. La tierra se había convertido en la única fuente de riqueza, y como el intercambio de mercancías se había vuelto muy dificultoso por la peligrosidad de los caminos, era menester defenderla personalmente.
    R. Pernoud compara dicha situación con lo que hoy sucede en diversos lugares, y por nuestra parte podríamos agregar que también entre nosotros, a saber, la necesidad de policías paralelas para proteger a los ciudadanos pacíficos amenazados por la ola de la delincuencia descontrolada. «Esto puede ayudarnos a comprender lo sucedido entonces: un campesino modesto, incapaz de garantizar su propia seguridad y la de su familia, se dirige a un vecino más poderoso que él con posibilidad de mantener un grupo de hombres armados; éste se compromete a defenderle y, a cambio, le pide una parte de sus cosechas. Aquél se beneficiará de una serie de garantías, y éste, el señor, se hallará más rico, más poderoso y, en consecuencia, más apto para ejercer la protección que se le pide. El acuerdo, en principio, favorecerá tanto al uno como al otro, sobre todo en circunstancias difíciles. Es un acuerdo de hombre a hombre, un contrato recíproco que, por supuesto, no sanciona ninguna autoridad superior, pero que estaba basado en una promesa, en un juramento, sacramentum, que era un acto sagrado y tenía un valor religioso» (¿Qué es la Edad Media?, 105-106).
    Sin embargo, no pensemos que el feudalismo fue desde el comienzo una institución aristocrática y rodeada de todo el aparato de la caballería y de la heráldica, como sucediera en los últimos tiempos de la Edad Media. Los primeros señores feudales han de haber sido, en su mayoría, aventureros que hablan logrado imponerse, e incluso jefes de bandidos que habían llegado a esa posición por medio de una mezcla juiciosa de poder e intimidación. En esa época, aciaga y anárquica, sólo podían sobrevivir los más fuertes.
    La institución feudal no es, con todo, el mero resultado de una época caótica, sino que tiene también raíces en la organización social de los pueblos bárbaros, en los hábitos de aquellas tribus. Las tradiciones y las costumbres eran entre ellos más consistentes que las leyes escritas. Estas apenas si eran otra cosa que la codificación de diversas tradiciones. Pues bien, en su vida cotidiana los pueblos germánicos se estructuraban sobre la base de la comunidad, a tal punto que su visión jurídica, a diferencia del derecho romano, tan poco favorable a las agrupaciones, se basaba sustancialmente en el derecho de asociación, el Genossenschaftsrecht. Asimismo, lo que vinculaba realmente a quienes integraban dichos pueblos, era el lazo de la fidelidad a sus compromisos, fundados ellos mismos en el honor y la confianza recíproca. De este modo, la sociedad germánica se estableció sobre dos pilares: el de la comunidad –Gemeinschaft– y el de la adhesión –Gefolgschaft–, o vínculo que une al guerrero con el jefe*. La Iglesia consideró que ambos elementos eran integrables en la concepción cristiana de la vida, y así los asumió bautizándolos con su doctrina de la comunidad eclesial. Sin esta pastoral, el régimen feudal, tal como se dio en los hechos, difícilmente hubiera podido establecerse. Por eso algunos autores no han temido definir el feudalismo como la aceptación generalizada en toda Europa de las instituciones germánicas bajo la influencia doctrinal y moral de la Iglesia.
    *Conviene advertir que esta concepción de la sociedad privó no sólo en las comarcas estricta y puramente germánicas, sino también en los pueblos francos, lombardos y burgundios, que se habían instalado en las antiguas provincias romanas. El jefe bárbaro ocupó el lugar del gobernador romano y del antiguo terrateniente.
    2. La fidelidad recíproca
    Nos resulta hoy dificil entender este tipo de sociedad. En la actualidad, el orden social, en buena parte circunscrito al plano económico, se funda en los contratos de trabajo, en el salario. En dicho plano, las relaciones de hombre a hombre se reducen a las relaciones del capital y del trabajo: por un trabajo dado, se recibe, en cambio, una suma determinada de dinero. Tal es el esquema básico de las relaciones mutuas, con el dinero como nervio central.
    Para comprender el orden político medieval, hay que imaginarse la sociedad sobre una modalidad totalmente diferente, donde la noción de trabajo asalariado, e incluso en parte la del dinero, están ausentes o son muy secundarias. Las relaciones de hombre a hombre se fundan en la noción de fidelidad, que implica, por una parte, la seguridad de la protección, y por otra, la seguridad del vasallaje. El vasallo no se limita a una actividad determinada, a un trabajo preciso, con una remuneración prefijada, sino que compromete su persona, o mejor, su fe. El señor, por su lado, se obliga a asegurar la subsistencia del vasallo, su debida protección. Tal era la esencia del feudalismo.
    El hecho es que en el siglo XII, que señala el apogeo del sistema feudal y su concreción más acabada, nos encontramos con una jerarquía de señores y, por consiguiente, una gama de vasallajes. Con diferencias de detalles según las distintas regiones, su gradación es, poco más o menos, la siguiente: en la base, los simples nobles o caballeros; sobre ellos, los Barones y Señores castellanos, llamados así porque poseían un castillo o fortaleza; más arriba, según un orden que variaba de región a región, los Vizcondes, Condes, Marqueses, Duques, que enseñoreaban, al parecer, sobre antiguas circunscripciones administrativas del Imperio; y por fin, en la cumbre, el Rey, como Príncipe Soberano de todos ellos. Entre un escalón y otro se daban aquellos vínculos mutuos de protección y fidelidad. El señor debía ayuda y justicia a su vasallo, y siempre que éste fuera injustamente agredido, estaba obligado a defenderlo (cf. Daniel-Rops, La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada… 26).
    Los vínculos que unían tan estrechamente al señor con sus vasallos se expresaban a través de un rito muy significativo, que comprendía tres partes: el homenaje, el juramento y la investidura.
    Comenzaba el ritual con el homenaje. El vasallo, en presencia de su señor, se postraba de rodillas, en actitud de acatamiento, y colocaba sus manos entre las suyas, como signo de entrega, abandono y confianza. El señor, a su vez, le daba un beso, símbolo de paz, apego y fidelidad.
    Venía enseguida la ceremonia del juramento, el elemento más importante del rito. Según señalamos anteriormente, para el hombre medieval el juramento era algo trascendente, una especie de «sacramentum», cosa sagrada. Se juraba generalmente sobre los Santos Evangelios, cumpliéndose así un acto estrictamente religioso, que comprometía no solamente el honor sino la fe, la persona entera. La Iglesia trató de destacar la significación del juramento en el acto de vasallaje, dejando bien en claro su sentido cristiano. El valor que se atribuía al juramento, Como lo acabamos de recordar, era por aquel entonces inmenso, y el perjurio se veía como algo verdaderamente monstruoso. La transgresión de un juramento era la acción más execrable que se pudiera imaginar.
    ¿Cuál era el texto del juramento? Extremadamente sucinto:
    –¿Queréis ser mi hombre?
    –Quiero.
    –Os recibo como a mi hombre.
    –Prometo seros fiel.
    La ceremonia se completaba con la investidura solemne del feudo* por parte del señor, en signo de la cual entregaba al vasallo un objeto que la simbolizase, por ejemplo una gleba de tierra o un ramo de vid, si se trataba de un feudo civil, o la llave de la puerta o la cuerda de la campana para un feudo religioso. Era la llamada traditio (entrega), gesto expresivo del nuevo poder que se otorgaba al súbdito; la investidura cum baculo et virga, para emplear los términos jurídicos usados en la época.
    *Investidura significaba la acción y efecto de conferir un cargo o una dignidad importante.
    Como se puede ver, el lazo que unía al vasallo con su señor era proclamado en el curso de una ceremonia pletórica de ese simbolismo y esa atención a las formas tan caros al espíritu de la Edad Media. Porque en aquel entonces toda obligación, contrato o pacto, debía traducirse mediante un gesto simbólico, forma visible e ineludible de la aquiescencia interior. Cuando, por ejemplo, se vendía un terreno, lo que propiamente constituía el acto de venta, era la entrega por parte del vendedor al nuevo propietario de un manojo de paja o un terrón de tierra proveniente de su campo; si luego se levantaba un escrito –lo que no siempre acontecía– sólo era a modo de recuerdo: el acto esencial era la «traditio». La Edad Media es una época en la que triunfó el rito, el signo, el símbolo, sin lo cual la realidad permanecía imperfecta, inacabada, desfalleciente.
    De la ceremonia del vasallaje, de las tradiciones que lo integran, se deduce el elevado concepto que la Edad Media tenía de la dignidad de las personas. La idea de una sociedad fundada esencialmente sobre la fidelidad recíproca era, sin duda, audaz. Como resulta obvio, es innegable que hubo abusos, felonías y traiciones. Pero queda en pie que durante más de tres siglos, la fe y el honor constituyeron el fundamento básico, la armazón vertebral del entramado político.
    Antes de cerrar este tema destaquemos la importancia social del honor. Por cierto que no fue el mundo medieval el que inventó el honor; lo novedoso fue que lo hizo fundamento de su orden público, integrado, como de costumbre, en la órbita de su concepto cristiano de la vida. Una conocida cuarteta tomada de «El Alcalde de Zalamea» expresa con sobria majestad dicha tesitura:
    Al rey la hacienda y la vida
    se ha de dar, pero el honor
    es patrimonio del alma
    y el alma sólo es de Dios.
    La cuarteta constituye un resumen acabado de la mentalidad medieval. El lazo de lealtad al soberano implicaba la disposición a la entrega de los propios bienes, incluso la misma vida, si fuera necesario, pero ninguna autoridad tenía derecho a pedir al hombre su envilecimiento, exigiéndole la comisión de una felonía. El sentido del honor era la disposición interior que fundaba los vínculos del vasallaje y señalaba los límites de la lealtad. Porque el Señor supremo era sólo Dios*.
    *A veces he pensado si algo de esta concepción medieval no habrá pasado a una institución típicamente argentina cual es nuestra estancia. Hasta no hace mucho tenían vigencia en ella esas relaciones de protección y fidelidad entre el patrón y la peonada. Sería un tema digno de estudio.
    3. Protección y vasallaje
    Señala R. Pernoud cómo de la formación empírica de la institución feudal, modelada por los hechos, las necesidades sociales y económicas, se seguía una gran diversidad en la aplicación de los principios generales. La naturaleza de los compromisos que ligaban al señor con sus vasallos variaba según las circunstancias, la naturaleza del suelo y el estilo de vida de los habitantes; de este modo los acuerdos y relaciones entre ambos se diferenciaban de una provincia a otra, o incluso de un campo a otro. Pero más allá de estas diversidades, había algo que permanecía estable, a saber, el pacto recíproco: fidelidad por una parte, protección por la otra; o en otras palabras: el lazo feudal. Porque este sistema nada tenía de utopista, no había brotado de un escritorio, sino que era el resultado de circunstancias concretas. Como dijera Henri Pourrat: «El sistema feudal ha sido la organización viva impuesta por la tierra a los hombres de la tierra» (L’homme à la bêche, Histoire du paysan, Flammarion, Paris, 1941, 83).
    Durante la mayor parte de la Edad Media, la característica esencial de la relación señor-vasallo es que se trataba de algo eminentemente personal: tal vasallo, concreto y determinado, se encomendaba a tal señor, igualmente concreto y determinado, se adhería a él y le juraba fidelidad, esperando de él subsistencia material y protección moral. La Edad Media amó todo lo que era personal y preciso. Ninguna época ha sido más propensa a descartar las abstracciones y las leguleyerías, en orden a enaltecer el trato de hombre a hombre. «El horror de la abstracción y del anonimato son características de la época», concluye R. Pernoud (cf. Lumière du Moyen Âge... 32-33.35). Semejante tesitura implica un magnífico homenaje a la persona humana.
    Más concretamente, ¿cuáles eran las cargas feudales del vasallo? Como el señor debía pagar de su haber las erogaciones inherentes a su cargo, era lógico que obtuviera el dinero de los hombres a él encomendados. Su obligación primordial de proteger a sus súbditos –no olvidemos que la nobleza tuvo un sesgo prevalentemente militar– implicaba, como es obvio, capacidad de lucha en orden a defender su dominio contra las posibles agresiones. Pues bien, la guerra exigía un equipo costoso: espadas, lanzas, escudos, cascos, cotas de malla, armaduras y caballos. Para proveerse de ello debía apelar a los recursos del feudo. Esta colaboración financiera era semejante a los impuestos actuales, no suponiendo más gastos que el de cualquier otro tipo de gobierno. Asimismo la ayuda personal en la milicia estaba incluida frecuentemente en el servicio de un feudo; el homenaje prestado por un vasallo noble a su señor suponía el concurso de las armas todas las veces que le fuese requerido.
    Los señores, por su parte, tenían el deber de amparar a sus vasallos y de hacer justicia. Los castillos más antiguos, los que fueron construidos en la época turbulenta de las invasiones bárbaras, manifiestan de manera patente la función protectora del señor: las casas de los siervos y de los campesinos están ubicadas en las laderas de aquellos castillos; allí la población se refugiaba en caso de peligro, allí encontraba socorro y abastecimiento en caso de asedio. Defender a sus vasallos y hacer justicia. Tratábase de un deber arduo, que implicaba responsabilidades muy exigitivas, de las que debía dar cuenta a su soberano. Según puede verse, los poderes del señor feudal, lejos de ser ilimitados, como se lo ha creído generalmente, eran mucho menores de los que en nuestros días posee el jefe de una empresa o incluso un propietario cualquiera. Aquél no era un señor soberano, con absoluta propiedad sobre su dominio, sino que dependía siempre de un superior. Aun los señores más poderosos se subordinaban al rey. De la nobleza se exigía más equidad y rectitud moral que de los otros miembros de la sociedad. De hecho, por una misma falta, la multa infligida a un noble era muy superior a la que se imponía a un labrador. En caso de mala administración, el señor incurría en penas que podían llegar a la confiscación de sus bienes.
    Señala R. Pernoud que, hacia el fin de la Edad Media, las cargas de la nobleza fueron disminuyendo paulatinamente sin que sus privilegios se aminorasen; en el siglo XVIII se hizo flagrante la desproporción entre los derechos de que gozaban y los deberes insignificantes que les correspondían. El gran mal fue arrancar a los nobles de sus tierras; ya no eran más «defensores», y sus privilegios se encontraron sin sustrato. Ello provocó la decadencia de la aristocracia, corroída luego por la doctrina de los Enciclopedistas y la irreligión volteriana. En lo que compete a su Patria, observa la autora que semejante desviación significó la ruina de Francia, ya que «una nación sin aristocracia es una nación sin columna vertebral, sin tradiciones, presta a todas las vacilaciones ya todos los errores» (Lumière du Moyen Âge... 41-42).
    La «infidelidad» en este campo, sea por parte del súbdito como de su señor, la ruptura del lazo feudal, con la consiguiente traición a los compromisos contraídos, constituía un verdadero crimen, el gran delito de la felonía. Calderón Bouchet ha especificado el delito y sus consecuencias: Si el vasallo faltaba a su juramento y el señor lograba probar su deslealtad ante la corte, aquél era considerado felón y desposeído de su feudo. Cuando sucedía lo contrario, el vasallo tenía derecho a hacer comparecer a su señor ante la corte de sus pares para que diese razón de la ofensa cometida. Constituían dicha corte los grandes vasallos del señor, por lo que el súbdito presuntamente ofendido tenía la garantía de un juicio proferido por personas tan interesadas como él en hacer respetar sus derechos comunes. En coincidencia con aquello que decía R. Pernoud acerca del carácter directo de las relaciones entre los hombres de la Edad Media, concluye Calderón Bouchet: «La justicia medieval es llana y directa, carece de los artilugios de un sistema jurídico racionalizador, pero es contundente, inmediata y concreta. No se funda en principios abstractos, sino en vínculos personales claramente determinados por los interesados y defendidos por ellos mismos ante personas afectadas por una situación semejante» (El apogeo de la ciudad cristiana... 190; cf. 186 ss).
    4. El vínculo rural y la universalidad
    Una reflexión final sobre el feudalismo. Hemos señalado en una conferencia anterior cómo el hombre del Medioevo vivía en un universo piramidal, sintiéndose parte integrante de un mundo jerárquico que iba desde los seres inorgánicos hasta Dios, pasando por los ángeles. La institución feudal sólo es inteligible a esa luz. Nace de lo concreto, de lo natural, de la tierra, pero se integra en la universalidad. A este respecto señala el mismo Calderón Bouchet cómo muchos autores no han dejado de manifestar su extrañeza ante una suerte de paradoja que parece signar a la Edad Media: la tendencia al fraccionamiento político, tan característica del feudalismo, y el sueño de una Cristiandad universal unida bajo el cetro de un solo Emperador. Pero tal paradoja no es sino el reflejo de otra paradoja más profunda, perceptible en la misma Iglesia: su tendencia universalista y el valor que asigna a las comunidades más inmediatas y concretas. Así pudieron coexistir el particularismo feudal y el universalismo imperial, sin que la presunta incompatibilidad suscitara en los hombres de ese tiempo la sensación de estar tironeados por tendencias irreconciliables. El feudalismo brota de este movimiento natural a constituir comunidades intermedias, sobre la base contractual de servicios o fidelidades, sin exigir ninguna renuncia innecesaria, ni imponer el abandono de las ideas universales (cf. ibid. 201-203).
    La sociedad feudal se integró de este modo en la cosmovisión típica del hombre medieval, cosmovisión universal, imperial. Lo cual no significa que hubiese olvidado su verdadero origen, su proveniencia rural. A este respecto R. Pernoud acota una observación que, a mi juicio, es digna de interés. La forma predominantemente urbana de la sociedad actual parece tan obvia, señala la insigne medievalista, que para la mayor parte de la gente es casi un axioma la creencia de que la civilización procede de la urbe, de la ciudad. Incluso la palabra «urbanidad» tiene vestigios de dicha idea. Pero tanto esa creencia como esta expresión fueron ignoradas en la Edad Media. Hubo, de hecho, una civilización que brotó de los castillos, es decir , de los dominios feudales, que se conformó en ámbitos rurales, y nada tuvo que ver con la vida urbana, todavía incipiente. Esa civilización dio origen a la vida «cortesana», adjetivo que proviene de court (cour = patio) , el lugar del castillo donde comúnmente se reunía la gente. El castillo feudal, a la vez que instrumento de defensa y cobijo natural de toda la población rural en caso de ataque o asedio, fue un foco cultural rico en tradiciones originales. Su función educativa es comparable a la que ejercieron los monasterios, generalmente alejados de las ciudades, como por ejemplo Mont-Saint-Michel, espléndida abadía construida en un islote cercano al continente, golpeado por las olas del océano, que fue un centro de irradiación intelectual en el medio rural circundante, estrechamente vinculado con las poblaciones vecinas.
    Poco a poco, esa cultura comenzaría a declinar. En Francia, a partir del siglo XIV, las ciudades fueron concentrando en sí los diversos órganos de gobierno, las escuelas, los talleres, las artes, es decir, todos los centros del poder y del saber. Este largo periplo, en que progresivamente la ciudad fue tomando la primacía sobre el campo, culminaría con la reorganización política de 1789 por la cual la ciudad principal de cada departamento pasó a ser el centro de su actividad administrativa, y París el punto neurálgico desde donde se dispondría todo (cf. R. Pernoud, ¿Qué es la Edad Media?... 110-113). La misma autora dice en otro lugar: «El estudio de este tipo de sociedad [feudal] resulta sumamente interesante en una época como la nuestra en la que muchos reclaman para las ‘regiones’ si no la autonomía, si al menos posibilidades de desarrollo autónomo... No será, pues, inútil que recordemos que ha existido una forma de Estado diferente a la actual, que las relaciones humanas pudieron establecerse sobre unas bases distintas a las de la administración centralizada y que la autoridad pudo residir –y de hecho residió– fuera de las ciudades» (ibid. 104).
    Podemos aplicar estas reflexiones a la situación de nuestra Patria en la época de los caudillos federales... situación trastocada y finalmente destruida por el unitarismo centralista y destructor de los valores provinciales y regionales.

    II. Los Reyes y el Imperio
    En los umbrales de la Edad Media los lazos personales entre el vasallo y su señor inmediato eran más poderosos que la lealtad al monarca, pero el momento culminante del Medioevo llegó cuando el Rey se ubicó en la cúspide del poder político nacional logrando el equilibrio de las fuerzas intermedias, y el Emperador en el pináculo universal, enseñoreando las monarquías locales.
    1. Del feudo al Reino y al Imperio
    Dentro del grupo de señores feudales, había uno que era más importante, señor de señores. Como los demás, administraba su feudo personal en el que hacía justicia, defendía a quienes lo poblaban y recibía de ellos auxilio en caso de necesidad y rentas en especies o en dinero. Pero, a diferencia de los demás, a él competía de manera particular la defensa del reino, por lo que los otros señores estaban obligados a prestarle ayuda militar. No deja de ser interesante observar este origen feudal de la monarquía. También ella brotó de lo natural, de la tierra, de raigambres concretas. «La Edad Media no tuvo idea de un Estado sin personificación responsable –escribe Calderón Bouchet–. La nación se llamó reino y su encarnación era el monarca. El Estado en el sentido moderno del término es invención jacobina. El hombre medieval tenía su patria en el terruño, pero podía reconocerse como súbdito o vasallo de un rey» (Apogeo de la ciudad cristiana, 208).
    Y de los Reinos se llegó al Imperio. Cuando Carlomagno arribó al poder, la evolución estaba casi terminada. En toda la extensión de su territorio había numerosos señores, con mayor o menor poder, cada uno de los cuales agrupaba en torno a sí a sus hombres, sus vasallos. La gran sabiduría de los Carolingios consistió en no pretender tomar en sus manos todo el aparato administrativo que dependía de los señores inferiores, sino mantener la estructuración concreta que habían encontrado y que los había precedido. La autoridad inmediata de los Emperadores no se extendía más que a su feudo ya un pequeño número de señores, los cuales, a su vez, tenían autoridad sobre otros, y así en más, hasta llegar a los estratos sociales más humildes. Dicha distribución del poder no obstaba para que una decisión del poder central pudiese llegar al conjunto del Imperio. Lo que los Emperadores no tocaban de manera directa podía sin embargo ser alcanzado indirectamente.
    En alabanza, pues, de Carlomagno hay que decir que reveló sus dotes de gran estadista cuando en vez de dedicarse a combatir a sus señores vasallos, como podía haber sido su inclinación natural, se contentó con integrarlos en la pirámide del Imperio; al reconocer la legitimidad del doble juramento que todo hombre libre debía a su señor local ya su señor imperial, confirmó y consagró la estructura feudal de la sociedad.
    De este modo se fue consolidando la jerarquía civil de la Cristiandad. En la cima de la pirámide, el Emperador . Por debajo de él, los diversos reyes, poco numerosos, y luego los duques y los condes, muy abundantes. Siempre dentro del tejido de la sociedad feudal, fundada sobre la protección del que está arriba y el vasallaje de quien se encuentra abajo.
    Entre los diversos reinos podemos mencionar el de Francia, donde nació el primer Imperio premedieval, el reino inglés o escocés, y los reinos hispánicos, que estaban fuera del poder del Imperio. Los reyes que estaban dentro del Imperio acataban al Emperador. Los otros no; eran pequeños emperadores. Terminada la Edad Media, el Occidente conocería un solo Emperador, Carlos V, cuyo dominio no se extendería a Francia ni a Inglaterra.
    2. La consagración del rey: un acto sacramental
    La tradición de esta liturgia se remonta al tiempo de los reyes de Israel, cuando el profeta Samuel ungió como tal a Saúl (cf. 1 Samuel 10,1 s) y luego a David (cf. ibid. 5,1 s). El hecho es que desde el siglo XI se estilaba la ceremonia de la consagración de los reyes en la mayoría de los países cristianos. Para destacar el carácter sacro de los mismos, la Iglesia elaboró el ritual de su consagración con todo el esplendor y solemnidad posibles. Tres momentos componían ese rito: el juramento, por el que el pretendiente al trono se comprometía a hacer justicia y proteger a la Iglesia; la elección, anunciada por la autoridad eclesiástica local, ratificada luego por los obispos allí presentes y propuesta finalmente a la aclamación del pueblo; y la unción, momento culminante, que convertía al pretendiente en rey, ungido del Señor .
    Ha llegado hasta nosotros un ordo redactado en Reims, bajo el reinado de S. Luis, que ofrece una idea bastante acabada del desarrollo de la ceremonia. En la catedral de dicha ciudad, con sus muros cubiertos de tapices, se había erigido una alta tribuna en medio del crucero. Era domingo. La víspera por la tarde, el pretendiente al trono, recibido solemnemente por el Cabildo eclesiástico, había ingresado a la iglesia, permaneciendo allí en prolongada oración. Al amanecer, tras el canto de las horas del Oficio Divino que correspondían a esos momentos (maitines y prima), los nobles se presentaban junto a las puertas de la catedral. En torno al altar se habían ya ubicado los Arzobispos y Obispos. A las nueve de la mañana el Príncipe hacía su ingreso solemne, seguido por los nobles, al son de las campanas y de la música litúrgica. Una vez instalado en su sitial comenzaba la Santa Misa donde se desplegaba toda la majestad de la liturgia.
    Había llegado la hora del juramento. El Príncipe ponía su mano derecha sobre el libro de los Evangelios, y juraba respetar los derechos de la Iglesia, cumpliendo sus mandatos, así como juzgar con equidad y combatir a los herejes. Entonces el Arzobispo se volvía hacia los nobles allí presentes y al resto de la asamblea, que en el espíritu del ceremonial representaba al pueblo entero, solicitándoles su fidelidad y homenaje, de un modo semejante a como el vasallo individual se comprometía a ser fiel a su señor, conforme a lo que dijimos anteriormente. Según se ve, el compromiso de fidelidad entre la nación y su soberano era mutuo.
    En el entretanto, se había colocado sobre el altar el cetro, el bastón de mando, la larga y estrecha varita que simbolizaba la administración de la justicia, la espada envainada y la corona; en una credencia, al costado, los zapatos de seda, la túnica y la capa. Entonces, casi como si fuera un sacerdote que se prepara para la celebración de la Misa, el Príncipe era revestido pieza por pieza: los nobles le ponían los zapatos atándole los cordones, le fijaban las espuelas, y finalmente el Arzobispo le ceñía la espada. Había llegado el momento culminante: el Rey se ponía de rodillas ante el altar, y el Arzobispo, tomando un poco de crisma u óleo consagrado, lo ungía en la frente, en el pecho, en la espalda, en los hombros, y en las articulaciones de los brazos, confiriéndole el vigor que venía del cielo, mientras el coro cantaba la antífona: «Así fue consagrado el rey Salomón». Luego lo revestían con la túnica y la capa, ascendiendo de este modo al trono, con el cetro en la mano derecha y la varita de la justicia en la izquierda, para que lo contemplase y aclamase todo su pueblo, mientras el Arzobispo y los principales nobles del Reino tomaban conjuntamente la corona y la colocaban pausadamente sobre su frente (cf. Daniel-Rops, La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada... 262-263).
    Como se decía en aquel entonces con toda naturalidad, el rey era tal «por la gracia de Dios». Esa fórmula, comúnmente aceptada, y que hoya algunos les resulta poco menos que grotesca, implicaba la afirmación del origen divino del poder, al tiempo que denotaba la grave responsabilidad asumida por el gobernante de un pueblo, al cual en cierto modo Dios había no sólo elegido sino también ungido como su vicario en el orden temporal. De esta manera la Iglesia santificaba la autoridad en la persona del rey, y la impregnaba con el espíritu del cristianismo.
    Sobre la expresión «Rey por la gracia de Dios», R. Pernoud acota una interesante observación: «Los dos sentidos que esta fórmula tomó son muy reveladores, por su oposición, de la evolución de la monarquía. En boca de S. Luis, ese término es una fórmula de humildad, que reconoce la mano del Creador en las tareas divinas asignadas a sus criaturas; en boca de un Luis XIV, la misma fórmula se convierte en la proclamación de un privilegio de predestinado» (Lumière du Moyen Âge... 261-262).
    El gobierno terreno era concebido a imagen del gobierno divino del mundo. Así como el macrocosmos, se decía, es regido incesantemente por Dios en forma monárquica, y el microcosmos –que es el hombre– es gobernado por el alma, simple y una, de modo análogo el corpus politicum es conducido por la autoridad de un único conductor, el monarca, «el ungido del Señor».
    3. La misión del rey
    Ya hemos dicho que el rey medieval encabezaba la jerarquía de los señores feudales, de manera semejante al modo como el señor feudal regía su feudo, y el padre de familia conducía su hogar. Pero su dominio no era despótico sino servicial, es decir, que empleaba su poder para el servicio de sus súbditos. Ello se concretaba especialmente en dos ámbitos: el gobierno y la justicia, simbolizados por sus respectivos atributos: el cetro y la vara.
    El rey era, ante todo, un gobernante. Como tal, ejercitaba su poder directamente sobre su propio territorio, sobre su feudo particular. En lo que tocaba al territorio de los otros señores, el rey no poseía sino un poder indirecto. Es cierto que entre ellos había algunos que dependían inmediatamente de él, pero por lo general eran poco numerosos. En cuanto a los demás señores feudales, no sujetos directamente a la corona, todos podían apelar de su superior inmediato al rey, que era la instancia suprema en el reino. Sus decisiones se transmitían por una serie de intermediarios hasta el último de sus súbditos. Con todo no debemos equivocarnos pensando que su poder era semejante al de los dirigentes políticos de la actualidad. La autoridad que podía ejercer se reducía a una suerte de control general, de modo que todo lo que estuviera prescripto por la costumbre fuese normalmente ejecutado, manteniéndose así la «tranquilidad del orden». Sobre esta base se fundaba su capacidad de ser el árbitro nato para aquietar las querellas que podían surgir entre sus vasallos. Señala R. Pernoud que en Francia este poder podría parecer meramente platónico, ya que durante la mayor parte de la Edad Media su rey dispuso, juntamente con un dominio exiguo, de recursos inferiores al de sus grandes vasallos. Pero el prestigio que le confería la consagración, convirtiéndolo en ungido de Dios, primaba sobre la escasez de sus medios coercitivos. La autoridad real, hasta el siglo XVI, se fundó más sobre la fuerza moral que sobre los efectivos militares (cf. Lumière du Moyen Âge, 76-77).
    En segundo lugar le competía hacer justicia. Justicia frente a los derechos de Dios conculcados, y justicia frente a los derechos del hombre vulnerados. El hombre de la Edad Media, así como era muy sensible al honor, lo era también a la justicia. Se decía que dado que era misión del rey hacer justicia, convenía que también como persona individual llevase una vida justa delante de Dios. Así estaría en mejores condiciones de discernir el bien del mal. Y una vez discernido lo que era justo, debía tener el coraje de proclamarlo y defenderlo.
    En un antiguo libro llamado De legibus et consuetudinibus Angliæ, se encuentra un párrafo típico del espíritu medieval en esta materia, donde la teología y el derecho mezclan sus aguas en un mismo cauce: «El rey debe ejercer el poder del derecho, como vicario y ministro de Dios en la tierra, porque aquella potestad es de sólo Dios, mientras que la potestad de injusticia es del diablo y no de Dios, y según las obras de cuál de ellos obrare el rey, será su ministro. Por tanto cuando hace la justicia es vicario del rey eterno, cuando se inclina a la injusticia es ministro del diablo».
    Asimismo hemos hallado este texto en las Partidas del rey don Alfonso el Sabio: «Los santos dixeron que el rey es señor puesto en la tierra en lugar de Dios para cumplir la justicia et dar a cada uno su derecho, et por ende lo llamaron corazón et alma del pueblo; ca así como el alma yace en el corazón de home, et por ella vive el cuerpo et se mantiene, así en el rey yace la justicia que es vida et mantenimiento del pueblo en su señorío... Et otrosí dicieron los sabios que el emperador es vicario de Dios en el imperio para hacer justicia en lo temporal, bien así Como lo es el papa en lo espiritual» (2ª Part., Tit. I, Ley I).
    4. Las limitaciones del poder real
    Observa R. Pernoud que en la Edad Media no había lugar para un régimen autoritario ni para una monarquía absoluta. El rey medieval veía atemperada su autoridad por el complejo entramado del tejido social. Lejos de ser el poder central y el individuo las dos únicas entidades existentes, se escalonaban entre ambos una multitud de eslabones intermedios a través de los cuales aquéllos se comunicaban entre sí. El hombre de la Edad Media no fue jamás un ser solitario. Necesariamente integraba un grupo, sea por el lugar donde vivía, sea por la asociación o «universidad» a que pertenecía, lo que lo inmunizaba de posibles prepotencias. El artesano, por ejemplo, a la vez que controlado se veía amparado por los maestros de su oficio, que él mismo había elegido. El campesino estaba sometido a su señor, el cual era vasallo de otro, éste de otro, y así hasta el rey. Estos contactos personales jugaban el papel de «tapones» entre el poder central y el individuo, lo que protegía a éste de medidas generales arbitrariamente aplicadas, y lo liberaba de tener que enfrentarse con poderes irresponsables o anónimos, como lo sería, por ejemplo, el de una ley, un trust o un partido.
    Por otra parte, la autoridad del poder central se limitaba estrictamente a los asuntos de índole pública. En las cuestiones de orden familiar, tan importantes para la sociedad medieval, el Estado no tenía ingerencia alguna. Los matrimonios, los testamentos, la educación, los contratos entre individuos, eran normados únicamente por los usos y costumbres, así como la profesión y, en general, todas las circunstancias de la vida personal (cf. R. Pernoud, Lumière du Moyen Âge... 74-75).
    Nada menos autócrata que un monarca medieval. Las crónicas y los relatos de la época, nos lo muestran yendo y viniendo en medio de la multitud, en contacto familiar con su pueblo; constantemente hablan de asambleas, de discusiones, de juntas de guerra. El rey nunca obraba sin haber pedido previamente consejo a su mesnada. Y esta mesnada no estaba compuesta, como luego lo estaría Versalles, de cortesanos dóciles y serviles; aquéllos eran hombres de armas, monjes, sabios, jurístas, e incluso vasallos tan poderosos como el mismo rey ya veces más ricos que él. Este solicitaba sus consejos, deliberaba con ellos, atribuyendo mucha importancia a esos contactos personales. Fue a partir del Renacimiento que los reyes optarían por recluirse en sus palacios.
    Como se ve, el rey feudal no poseía ninguna de las atribuciones que hoy parecen normales en la autoridad política. No podía promulgar leyes generales ni imponer impuestos para la totalidad de su reino. Ni siquiera estaba en su poder movilizar un ejército nacional. Sólo a partir del siglo XV los reyes comenzarían a arrogarse tales derechos hasta volverse absolutistas. No deja de ser curioso que en 1789 se hablara de abolir el «feudalismo» –sinónimo de tiranía–, que en esa época no respondía a nada concreto. «Los términos ‘feudal’ y ‘feudalismo’ fueron, en efecto, prostituidos –escribe R. Pernoud–. Lo mismo que se llamó ‘gótico’ con una intención peyorativa a todo lo que no era “clásico”, se tildó de “feudal” todo lo que se quería destruir del Ancien Régime» (cf. ¿Qué es la Edad Media?... 119; cf. 117-119).
    Como hemos insinuado antes, frente al rey existían diversos controles, o contra-poderes efectivos, capaces de oponer resistencia a una decisión injusta del monarca. ¿Cuáles eran?
    Ante todo, el mismo Dios, del cual el rey no era sino vicario, y ante cuya voluntad debía rendir la suya propia. Un gobernante moderno, que prescinde de Dios en su quehacer gubernativo, es mucho más propenso a volverse totalitario.
    Asimismo, la Iglesia, cuya influencia, real y efectiva, limitaba el poder regio. Aunque considerásemos tan sólo su ascendiente sobre los fieles, ello no era de poca monta. Ya hemos señalado la inmensa fuerza que tenía la fe durante la Edad Media. Una sanción eclesiástica, como el interdicto o la excomunión, sacudía a todos los cristianos, desde los más humildes hasta los reyes. Calderón Bouchet pone el ejemplo de los hermanos de Sto. Tomás, quienes retiraron su apoyo a Federico II cuando éste fue excomulgado, y prefirieron morir en los calabozos del terrible Emperador antes que resistir al interdicto del Papa (Apogeo de la ciudad cristiana... 228).
    También la Caballería, fuerza armada de aquellos tiempos, constituía un efectivo contralor al poder del rey, el cual no contaba con otro recurso militar para hacer cumplir sus órdenes. Como bien señala Calderón Bouchet, los esbirros y mercenarios podían ser útiles para un golpe de mano o para una empresa de pequeña envergadura. Las grandes operaciones exigían la colaboración de los caballeros y éstos tenían un código de honor cuya ruptura implicaba el delito de felonía. Es cierto que entre sus deberes estaba el de servir al soberano, pero ello debía ser en el contexto de determinadas reglas éticas y religiosas que les impedían el acatamiento a una orden abusiva. Hoy en día un presidente puede ordenar un ataque aéreo con «bombas inteligentes» o la destrucción de una aldea entera, mujeres y niños incluidos, pero un caballero medieval no podía admitir una orden contraria a su honor (ibid. 228-229).
    A los controles anteriores podemos agregar el de los Parlamentos. Estas asambleas, que vieron la luz en el siglo XII, representando a todos los estamentos de la comunidad, se reunían en torno al rey, con el propósito de disponer la ayuda voluntaria que pudiera prestársele en alguna emergencia, por ejemplo una guerra, ya que en aquella época no había impuestos obligatorios. El primero de esos cuerpos colegiados surgió en Huesca, un pequeño Estado de España al pie de los Pirineos. Desde allí la institución se propagó hacia el norte hasta llegar a Inglaterra, la cual, al decir de Belloc, era casi siempre la última provincia del Oeste que recibía cualquier institución nueva. No hubo Parlamento completo en Inglaterra hasta fines del siglo XIII (La crisis de nuestra civilización, 84-85).
    Pero lo que por sobre todo limitó a la monarquía medieval fue la costumbre, es decir, ese conjunto de usanzas, tradiciones y hábitos no impuestos por la fuerza o por decisión de alguna autoridad, sino brotados de la vida de un pueblo, y que se fueron desarrollando espontáneamente, según los avatares del acontecer histórico, lo que ofrecía la ventaja de ser ampliamente maleables, adaptables a los hechos nuevos. A la larga esas costumbres resultaban aprobadas, aunque fuere implícitamente, por los gobiernos respectivos. Relatan los cronistas que cuando Godofredo de Bouillon se hizo cargo del Reino de Jerusalén, pidió ser informado por escrito acerca de los usos y costumbres que se estilaban en las regiones recién conquistadas. Carlyle duda de la veracidad de la noticia, pero ve en ella el testimonio de lo que en la práctica sucedía: «Toda la historia –escribe– ilustra vivamente el hecho de que la concepción medieval de la ley está dominada por la costumbre. Aunque los juristas piensen que los cruzados deben legislar para una nueva sociedad política, conciben esa legislación como a una colección de costumbres vigentes» (cit. en R. Calderón Bouchet, Apogeo de la ciudad cristiana... 182-183). Un nuevo gobernante venía a conducir una vieja sociedad, y ello no era factible si prescindía de sus leyes tradicionales, fijadas por las costumbres.
    El rey medieval era, pues, la antípoda del rey absoluto. Su poder implicaba un servicio, según aquel principio fundamental, enseñado por S. Tomás: «El pueblo no está hecho para el príncipe, sino el príncipe para el pueblo». De ahí la grave responsabilidad que recaía sobre sus hombros. Por eso, si promulgaba una ley contraria a la moral, era lícito desacatarla. En casos extremos, cabía la resistencia armada, hasta llegar a su deposición.

    III. La autoridad espiritual y el poder temporal
    Tal fue el título que René Guénon eligió para uno de sus memorables libros. Titulo sugestivo, por cierto, ya que plantea desde el inicio la diferencia de los dos ámbitos: el espiritual, al que anexa la palabra «autoridad», que parece ser menos material, y el temporal, al que une la palabra «poder», de índole más terrena*. Acá nos explayaremos en el tratamiento que dio la Edad Media al espinoso tema de la relación entre la Iglesia y el Estado. El orden político, en una época de tanta fe, no pudo en modo alguno desentenderse de este asunto. Y menos pudo hacerlo el magisterio de la Iglesia, como es obvio.
    *En otro lugar hemos comentado ampliamente la notable obra del pensador francés. Cf. «Moenia» XVII (1983) 27-49.
    1. Jalones históricos del problema
    Según dijimos, el Imperio de Carlomagno nació indisolublemente unido a la Iglesia. Esta era esencial al Imperio, que se consideraba como el custodio temporal de la misma, y la organización política suprema de la Cristiandad. La suerte del Imperio estaba, pues, unida a la de la Iglesia; pero sería falso afirmar lo contrario, es decir, que la Iglesia estuviera indisolublemente unida al Imperio, y que necesitara de éste, con necesidad absoluta, se entiende. De hecho, tras la destrucción del Imperio cristiano que rigió los destinos de la Edad Media, la Iglesia siguió existiendo, y existirá hasta el fin de los tiempos, aun en medio de una sociedad apóstata o pagana, ya que es imperecedera, según la enseñanza y la promesa del mismo Cristo. En cambio la Cristiandad puede desaparecer, y de hecho desapareció, la Cristiandad entendida como la hemos descrito, es decir, como una sociedad impregnada por el espíritu del Evangelio.
    Tras estos prolegómenos, analicemos los hechos históricos que tuvieron que ver con las relaciones que median entre la autoridad espiritual y el poder temporal. Cuando en el curso del siglo X se instauró el régimen feudal, tanto los Emperadores como los Reyes se creyeron con derecho para designar a los Obispos, e incluso, en algunos casos, al mismo Papa. Más aún, desde la época de los Otones, el Sumo Pontífice no podía asumir sin haber previamente jurado fidelidad al Emperador. Una teoría que flotaba en el ambiente, si bien jamás fue formulada de manera explícita, sostenía que el señor temporal no confería al candidato escogido la autoridad espiritual sino tan sólo la posesión de las tierras anexas a su título, pero de hecho la gente no era capaz de distinguir esta entrega temporal de la elección espiritual. En la ceremonia de donación, que se llamaba Investidura, el Príncipe entregaba al nuevo Obispo el báculo y el anillo, mientras le decía: Accipe Ecclesiam (recibe la Iglesia). Un cronista de la época de Otón el Grande relata una de estas ceremonias en forma tal que el Emperador aparece como confiando al Obispo la cura pastoralis, es decir, la responsabilidad pastoral, cosa que sólo puede conferir la autoridad espiritual. La confusión era evidente.
    Lo que sucedía en el nivel de la jerarquía –Papa y Obispos– se daba también en un nivel inferior, en el ámbito de las parroquias. La iglesia pertenecía al señor del lugar como el horno, el molino y el lagar. Y dicho señor se creía con derecho a designar para que la atendiera a un sacerdote de su elección, el cual debía prestarle juramento de fidelidad, requisito necesario para que fuese por aquél investido de su cargo.
    Pregúntase Daniel-Rops qué podían valer aquellos Papas nombrados por los Emperadores, aquellos Obispos escogidos por los Reyes, y aquellos párrocos elegidos por los señores a su capricho. Sin embargo, contra lo que se podía prever, encontramos un gran número de ellos, e incluso la mayoría, que fueron fieles a su vocación y ejercieron con celo su cargo pastoral. Lo que no disipó el gran peligro de que apareciesen pastores indignos en los puestos directivos de la Iglesia (cf. La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada, 215-216).
    Esta confusa situación fue la que dio pábulo a que estallase la llamada Querella de las Investiduras. Tratóse, por cierto, de una polémica de gran nivel. El poder del Emperador viene de Dios, es vicario de Dios. La autoridad del Papa viene de Dios, es vicario de Dios. ¿Cómo compaginar aquel poder con esta autoridad? ¿Cuál de las dos instancias había de tener la primacía dentro de la sociedad cristiana?
    La polémica duró siglos. Como es obvio, no disponemos del tiempo necesario para exponer sus diversos y variados avatares. Destaquemos tan sólo la tesis del obispo Ivo de Chartres (1040-1117), quien moriría antes de haber visto el triunfo de la misma. La solución por él propuesta, relativamente sencilla, consistía en distinguir, en un título eclesiástico, el elemento espiritual y los beneficios temporales que, en una época fundada en la organización feudal, dicho título llevaba anejo. Un Obispo, un Abad, un párroco, eran hombres de Dios, ministros de Cristo para la comunicación de la vida divina, y al mismo tiempo titulares de determinados dominios concedidos por los laicos. En la investidura habían de separarse, pues, la consagración, simbolizada por la entrega del báculo y el anillo, y la dación de los bienes temporales; la investidura espiritual era estricta competencia de la autoridad eclesiástica; la investidura temporal pertenecía de derecho al soberano. Aquella solución, tan clara y tan lógica, fue conquistando poco a poco las inteligencias. El Concordato de Worms (1122) establecería el acuerdo sobre esos presupuestos, cerrándose así la trágica Querella de las Investiduras.
    2. Lo sacro y lo profano
    Tras la consideración histórica, analicemos en sí mismo el tema de las relaciones entre lo espiritual y lo temporal. Tres son las situaciones posibles. La primera se da cuando el poder político se opone a la Iglesia, por considerarla adversaria o al menos molesta para sus designios; estalla entonces la persecución. La segunda se establece cuando el poder político ignora, de hecho, a la Iglesia, como sociedad sobrenatural; a lo más la considera como una agrupación analogable a las sociedades intermedias que hay en la nación; es un régimen de neutralidad. Históricamente, la primera situación se dio durante los tres primeros siglos, mientras que la segunda resultaba simplemente inconcebible para la mentalidad de la Edad Media. Quedaba, pues, la tercera posibilidad, que se da cuando impera una estrecha colaboración entre la autoridad espiritual y el poder temporal. A esta situación se tendió durante el Medioevo, y de alguna manera logró establecerse, por cierto que luego de estruendosos conflictos, como el de las Investiduras, al que acabamos de referirnos, si bien tales desinteligencias no constituyeron la regla general. La gran mayoría de la gente pensaba con S. Bernardo: «Yo no soy de los que dicen que la paz y la libertad de la Iglesia perjudican al Imperio o que la prosperidad de éste perjudica a la Iglesia. Pues Dios, que es el autor de la una y del otro, no los ha ligado en común destino terrestre para hacerlos destruirse mutuamente, sino para que se fortifiquen entre sí».
    Pero no se trataba sólo de colaboración sino de jerarquización, es decir, de determinar a quién correspondía la preponderancia, si al poder temporal o a la autoridad espiritual. En líneas generales, la primacía de lo sacro sobre lo profano fue un principio inconcuso, más aún, fue el principio esencial que vertebró a la Cristiandad en su conjunto. Sobre dicho principio se basó la Cristiandad y en el grado en que tal principio es desconocido, la Cristiandad se autodestruye. El problema se hacía, sin embargo, más agudo, cuando se trataba de sacar sus consecuencias prácticas. Con todo hay que decir que de hecho dicho primado nunca fue negado abiertamente, hasta los tiempos de la Reforma. Un símbolo del mismo, referido concretamente a las relaciones entre la Iglesia y el Estado, lo encontramos en una costumbre aceptada durante la Edad Media: en las ocasiones en que el Papa y el Emperador se encontraban, el Emperador debía sostener el estribo mientras el Papa montaba, y llevar las riendas del caballo pontificio. Cuando hubo enfrentamientos concretos, a nadie se le ocurrió objetar el principio como tal. A lo más se buscaba algún argumento para atacar al Papado, diciéndose, por ejemplo, que el Papa era una mala persona, o un usurpador .
    Autoridad espiritual y poder temporal. El Papa llevaba la tiara y tenía en sus manos las llaves de Pedro, símbolos de su autoridad universal («todo lo que atares en la tierra quedará atado en el cielo»). El Emperador, en el momento de su coronación, era revestido con un manto azul, constelado de estrellas, y tenía en sus manos el globo imperial, símbolos de su poder universal. La Iglesia se afirmaba como sociedad perfecta y, como tal, no necesitaba del Estado, si bien el apoyo de este último le era sumamente útil para su defensa y expansión. El Estado, por su parte, se consideraba igualmente sociedad perfecta, y en su orden era autosuficiente; sin embargo necesitaba también de la Iglesia, y de una manera mucho más profunda que ésta de aquél, ya que su fin propio era el bien común temporal, y dicho bien estaba esencialmente ordenado al bien último sobrenatural.
    En otras palabras, según la cosmovisión medieval, a la autoridad espiritual le competía, como función suprema, la contemplación, y luego, la enseñanza de la doctrina y la comunicación de la gracia a través de los sacramentos; al poder temporal le correspondía el gobierno político, que incluye tanto el quehacer administrativo y judicial como el militar, salvaguardando así el tejido social. El escalón que descendía de la autoridad espiritual al poder temporal es el que iba de la contemplación a la acción. El poder temporal era de por sí insuficiente para dar al hombre todo lo que necesitaba para el cumplimiento plenario de su vocación, que no sólo era natural sino también sobrenatural, de donde necesitaba que un principio superior, cual era la autoridad espiritual, lo consolidase, infundiéndole estabilidad. Tal era el sentido de la «consagración» del rey, a que nos referimos anteriormente.
    La Edad Media nos ha dejado dos expresiones poético-simbólicas de las relaciones entre la autoridad espiritual y el poder temporal. La primera de ellas es la de las dos espadas. El término toma su origen del Evangelio cuando, al término de la Ultima Cena y de las predicciones de Jesús sobre su Pasión ya próxima, los discípulos le dijeron: «Señor, aquí hay dos espadas» (cf. Lc 22,38). En nuestro caso las «dos espadas» representan la autoridad espiritual y el poder temporal. Según la primera elaboración medieval, ambas pertenecían por derecho a S. Pedro ya sus sucesores, aun cuando el uso de la material se delegase en el Estado. La Iglesia empuñaba la primera, porque lo espiritual era su cometido específico, y entregaba la segunda –el poder temporal– a los reyes, para que éstos la usasen en su nombre y bajo su control. Fue S. Bernardo quien concretó el tema: «Una y otra espada... son de la Iglesia. La temporal debe esgrimirse para la Iglesia y la espiritual por la Iglesia. La espiritual por mano del sacerdote, la temporal por la del soldado, pero a insinuación del sacerdote y mandato del rey» (De Consideratione I. IV, c. 3-7). A Pedro se le dijo: «Vuelve tu espada a la vaina». «Luego le pertenecía –comenta S. Bernardo–, pero no debía utilizarla por su propia mano».
    El argumento escriturístico no es muy convincente, que digamos, pero la consecuencia a que arribaba era la aceptada por la generalidad de sus contemporáneos y que los Sumos Pontífices mantendrían durante los siglos XII y XIII. Podríamos sintetizarla así: en el campo espiritual, el Papa, como cabeza de la Iglesia, por ser tal, tiene en primer lugar un poder directo que le permite juzgar a todos los cristianos, incluidos los Príncipes, cuando cometen pecados; pero junto a ese poder directo dispone de otro poder, que llamaban indirecto, por el cual puede hacerse obedecer de los que ejercen el gobierno temporal con el fin de que las leyes por ellos promulgadas se amolden a los principios divinos. Sobre el telón de fondo de este esquema doctrinal se desarrollaron los graves acontecimientos de la querella entre el Sacerdocio y el Imperio a que nos referimos anteriormente (cf. Daniel-Rops, La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada, 232-233).
    S. Buenaventura terció en el debate con la competencia que le era propia. La Iglesia –decía– tiene a Cristo por cabeza de un doble orden: sacerdotal y civil, porque El es, al mismo tiempo, sumo sacerdote y rey. Su representante en la tierra, el obispo de Roma, ha recibido de Cristo el carácter sacerdotal, pero tiene, a la vez, potestad del Señor para delegar la espada de la autoridad civil al poder político, confiando al rey la dignidad de su cargo temporal, «cuya razón es porque, siendo el mismo sumo sacerdote, según el orden de Melquisedec, rey de Salem y sacerdote del Dios altísimo, y habiendo sido investido Cristo de ambas potestades, recibió de El entrambas el vicario de Cristo en la tierra, a quien competen, por lo mismo, las dos espadas» (De perfect. evang. q.4, a.3, sol. obj. 8).
    Junto con la imagen de las dos espadas, se popularizó otra, la del sol y la luna. La Iglesia era comparada con el sol, y la Realeza con la luna. « Así como la luna –enseñaba Inocencio III– deriva su luz del sol, al que es inferior tanto en calidad como en cantidad, en posición y en efecto, el poder real deriva el esplendor de su dignidad del poder del Papa» (PL 214, 377). La imagen del sol y de la luna ayudó a comprender la misma doctrina simbolizada en la fórmula de las dos espadas.
    La conjunción de la autoridad espiritual con el poder temporal fue también comparada con la unión del alma y el cuerpo. Así como el alma da forma y anima al cuerpo, así el orden sobrenatural hace las veces del alma, animando y vivificando el entero orden temporal.
    Fácilmente se pensará hoy que esta doctrina suministraba una excusa para que el Papa se entrometiera en el orden estrictamente temporal. Pero no fue así, al menos por lo general. Lo que movía a los Papas cuando se pronunciaban sobre algo temporal no era el orgullo, sino una convicción profunda de su misión sobrenatural y del carácter sublime de dicha misión por sobre todo el orden de las cosas terrenas. Por cierto que hubo Papas y Obispos malos, que abusaron de aquella potestad con fines subalternos. El canónigo Tomás de Chantimpré, en un curioso libro simbólico publicado en 1248 bajo el título de «Las Abejas», cuenta que un predicador que se aprestaba a comenzar un sermón delante de los asistentes a un Concilio, vio que se le aparecía el demonio y le gritaba: « ¿No sabes qué decirles? , pues diles esto: ¡Los Príncipes del Infierno saludan a los Príncipes de la Iglesia!» Pero la Edad Media conoció grandes Papas, varios de los cuales llegaron a la santidad. Algunos de ellos fueron amenazados, insultados, desterrados y hasta encarcelados por ser fieles al Evangelio, mas a pesar de todo no depusieron jamás la profunda convicción de su dignidad pontificia. Y precisamente por ello no se mostraban resentidos cuando algunos de entre sus fieles cuestionaban talo cual de sus procederes que no les parecía correcto. En aquellos tiempos los cristianos tenían mucha más libertad de espíritu que ahora para enrostrar las desviaciones de sus jerarcas.
    Destaquemos sobre todo la figura de Gregorio VII (1013-1085); entre sus numerosos méritos hay que incluir el coraje con que salió al encuentro de los males de la Iglesia medieval, principalmente la simonía y la fornicación, dando comienzo a una auténtica reforma, pero desde adentro de la Iglesia. Otro gran Papa fue Inocencio III (1160-1218), el mayor de los Papas medievales, cuyo pontificado fue uno de los más brillantes de la historia, apasionado también por el ideal de la reforma que hizo triunfar en el Concilio de Letrán (1215).
    * * *
    También en este tema de la relación entre los dos poderes, como en tantos otros puntos, fue Sto. Tomás quien expresó la doctrina de manera clara e inequívoca. En su libro De Regimine Principum sostiene que «el fin natural del pueblo formado en una sociedad es vivir virtuosamente, pues el fin de toda la sociedad es el mismo que el de todos los individuos que la componen. Pero puesto que el hombre virtuoso está determinado también para un fin posterior, el propósito de la sociedad no es meramente que el hombre viva virtuosamente, sino que por la virtud llegue al disfrute de Dios». Si el hombre pudiese alcanzar este fin con sus solas capacidades naturales, competería al rey dirigirlo hacia esa meta, y no necesitaría de ninguna instancia ulterior; pero la fruición de Dios o visión beatífica, no es el resultado de la voluntad del hombre ni un término al que pueda arribarse gracias a la dirección humana; pertenece al gobierno divino, al gobierno de Cristo. Ahora bien, «la administración de este Reino ha sido encomendada no a los reyes, sino a los sacerdotes, a fin de que lo espiritual fuese distinto de lo temporal»; y especialmente al Sumo Pontífice, representante del Señor, «a quien todos los reyes de los pueblos cristianos están sujetos como a nuestro mismo Señor Jesucristo» (cf. De Regimine Principum, L. I, cap. 13). El argumento consiste básicamente en que aquellos que tienen a su cargo el logro de los fines próximos han de subordinarse a los que tienen por misión la consecución de los fines últimos.
    La doctrina política de Sto. Tomás puso las cosas en su lugar, ofreciendo un sólido fundamento a la legítima autonomía del Estado en el ámbito del orden temporal, pero sin olvidar su ineludible subordinación a los fines últimos que encarna la Iglesia. Ya en el siglo XII, el canonista de Inocencio III había enseñado que «ambos poderes, el del Papa y el del Emperador, proceden de Dios, y ninguno de ellos depende del otro». Pero fue Sto. Tomás quien precisó con más nitidez la idea de un orden natural y de una ley natural con entidad propia, sobre la base de que el «derecho divino, que es de gracia, no destruye el derecho humano, que es de razón natural» (Summa Theologica II-II, 10, 10, c.) En su Comentario de las Sentencias, parece extraer el corolario político de dicho principio cuando enseña que en materia de bien civil es mejor obedecer al poder secular que al espiritual (cf. II Sent., dist. XLIV, 2,2).
    Algunos decenios después de la muerte de Sto. Tomás, Bonifacio VIII, en su Bula Unam Sanctam (1302), expondría de manera sintética el gran tema de las relaciones entre lo espiritual y lo temporal, asumiendo la doctrina tradicional, desde S. Bernardo hasta Sto. Tomás. León XIII, en su Encíclica Immortale Dei (1885) declararía formalmente que el poder temporal y el poder espiritual son soberanos, cada uno en su esfera, si bien conexos entre sí. Distinguir para unir.

    IV. Hacia un orden internacional
    De la confesada unidad de doctrina, así como del principio de la fraternidad universal, principio antitético al egoísmo de los pueblos, no menos que de las personas individuales, era normal que surgiese el anhelo de una especie de federación universal. Siglos atrás había escrito S. Agustín, refiriéndose a la Iglesia: «Tú unes ciudadanos con ciudadanos, naciones con naciones... no sólo en sociedad, sino en cierta fraternidad». La idea universalista inspiró a Dante su obra De Monarchia. No en vano Dante se confesaba discípulo espiritual de Sto. Tomás.
    Por supuesto que el ideal dantesco era una expresión de deseos más que una realidad lograda. Entre las diversas naciones, cada una de las cuales conoció una evolución muy diferente, hubo por cierto choques reiterados y violentos. Sin embargo, como bien señala Daniel-Rops, lo que domina el entero cuadro político de aquella época es que, por encima de los conflictos, existió una unidad de fondo, que se manifestó de mil maneras, e hizo que durante tres siglos Europa viviese un período de concordia, como nunca lo había experimentado desde que con las invasiones bárbaras se dio por terminada la Pax Romana, y como ya no habría de experimentarlo en adelante. Más allá de las innegables crueldades e incluso brutalidades que mancillan las luchas de la Edad Media, los europeos se sabían miembros de una misma familia suprarregional y supranacional.
    ¿Cuáles fueron las expresiones de esta comunidad internacional? Sería largo de enumerar. Señalemos, con todo, algunas de ellas. Por ejemplo, la casi inexistencia de burocracia en las fronteras. Un español que pasaba por el reino franco no tenía que presentar ningún tipo de documento o pasaporte. Especialmente los peregrinos que se dirigían a los principales centros de devoción de la época, podían recorrer todos los países que quedaban de paso sin encontrar la menor restricción administrativa. Y ello aun en medio de una guerra.
    Más positivamente, podemos observar con cuánta frecuencia los diversos pueblos europeos se aliaron sin vacilaciones para realizar conjuntamente una acción solidaria. Las Cruzadas fueron de ello el ejemplo más pasmoso, no sólo las que se encaminaron a la liberación de Tierra Santa sino también las que se lanzaron a la Reconquista de la España ocupada por los moros, donde numerosos franceses e ingleses se alistaron para auxiliar a sus hermanos españoles y portugueses. En caso de conflictos o malentendidos entre naciones, frecuentemente se vio cómo los Príncipes recurrían al arbitraje de alguna persona de elevados quilates morales, un santo como S. Bernardo, por ejemplo, antes de lanzarse a la lucha entre hermanos cristianos.
    La unidad de Europa se manifestaba en todos los campos. Algunas veces el Papa que se elegía era italiano, otras francés, otras inglés. Los Obispos y Abades eran, a menudo, absolutamente extraños a la diócesis o al monasterio para los que eran nombrados. Los religiosos de las grandes Ordenes se intercambiaban de un país a otro con toda naturalidad. El mismo universalismo era también advertible en el ámbito de la cultura. Como lo señalamos en la conferencia anterior, los profesores más eminentes eran solicitados por las diversas Universidades, sin atenderse a su proveniencia, Con lo cual la cultura se universalizaba. Daniel-Rops llega a hablar de una Teología, una Filosofía, una Literatura de Europa, en las que participaban todos los países y de cuyos logros se beneficiaban todos. Algo semejante sucedía en el campo de las Artes; los maestros más señalados eran apreciados muy lejos de sus países de origen, al punto que hubo franceses que trabajaron en España, e ingleses que se instalaron en Hungría; más aún, talleres enteros de escultores y canteros se desplazaron por toda Europa (cf. La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada... 36-37).
    Por supuesto que no todo fue color de rosa. Hubo, según dijimos, numerosos conflictos y guerras. Pero fue precisamente a raíz de ello que surgió la idea de contar con una especie de tribunal supremo, Con capacidad para juzgar a pueblos y monarcas. Como pareció obvio, los ojos de la Cristiandad se dirigieron hacia el que consideraban más adecuado: el Sumo Pontífice. Fue él quien acogería tanto el lamento de las reinas injustamente repudiadas Como el llanto de los pueblos oprimidos, para recordar a los reyes la fidelidad y la justicia, so pena de que quedaran destronados con sólo declarar a sus súbditos libres del juramento de fidelidad. No se olvide que la Iglesia, guardiana de la fe, era también depositaria de los juramentos, base de la sociedad medieval.
    ¡Qué sensación de fuerza y de humanidad se trasunta en aquellas Bulas Pontificias que comienzan Con estas palabras: «Hemos llegado a saber que N. N. oprime a su pueblo»! y el Papa, inerme, obtenía entonces lo que tantas veces las actuales Naciones Unidas, armadas, no logran conseguir. La intervención del Sumo Pontífice no era reductible a un mero fallo judicial. Detrás de su intervención aleteaba el espíritu de su paternidad universal. Como escribe J. Meinvielle: «La Iglesia –forma divina universal– al informar los diversos Estados de la tierra, los confortaba, en su propia razón de Estados, y, al recibirlos en su seno, los estrechaba también en una hermandad sobrenatural, que robustecía los vínculos derivados del Derecho de Gentes» (Unidad de la civilización cristiana, en «Verbo» 278, 1987, 25). No era una simple Federación de Estados. Era la Cristiandad.
    Concluyamos diciendo que, desde el punto de vista que estamos tratando, la Cristiandad podría definirse como la «universidad» de los príncipes y de los pueblos cristianos que, animados de una misma fe, adhieren a una misma doctrina, y reconocen el mismo magisterio espiritual. La paz en la Edad Media ha sido, precisamente, según la lograda fórmula de S. Agustín, la «tranquilidad» de este orden.

    V. Dos figuras arquetípicas de reyes
    Jamás la historia ha conocido una galería tan amplia de reyes santos como la Edad Media: S. Eduardo de Inglaterra, S. Hermenegildo de España, S. Enrique emperador, Sta. Eduvigis de Hungría, Sta. Margarita de Escocia, Sta. Eduvigis de Polonia, S. Esteban de Hungría, S. Vladimir de Rus, Sta. Isabel de Portugal, y tantos más.
    Nos limitaremos a evocar a dos de ellos, que fueron entre sí primos hermanos, S. Luis y S. Fernando.
    1. San Luis, rey de Francia
    Daniel-Rops ha compuesto un logrado retrato del santo, que acá esbozaremos. Por las descripciones de sus contemporáneos se sabe que era un hombre alto y enjuto, de cabello rubio y ojos azules. Espiritualmente se trataba de una persona superior, pero que nada tenía de santurrón ni de mojigato; al contrario, era afable, amante de las bromas y de la eutrapelia, lo que no obstaba a que gustase conservar las debidas distancias, y cuando era necesario, mostrarse cortante. Juntaba de manera eximia la nostalgia del Dios, cuya visión final anhelaba, con la preocupación política por los asuntos de la tierra que el mismo Dios había puesto a su cuidado.
    La vida de S. Luis es un testimonio vivo de cómo un rey puede hacer brillar en sus obras el primado de las cosas de Dios por sobre las cosas del hombre. «Querido hijo, lo primero que quiero enseñarte –diría a su primogénito Felipe, en la carta-testamento que le dejó– es que ames a Dios de todo corazón; pues sin eso nadie puede salvarse. Guárdate de hacer nada que desagrade a Dios». Tal sería el principio rector que lo guiaría a lo largo de toda su vida, en perfecta consonancia con aquello que, siendo niño, había oído de labios de su madre, Blanca de Castilla, a saber, que lo prefería muerto a pecador. En medio de las agotadoras tareas que le exigía el timón de la nación, nunca le faltó tiempo para rezar cada día las Horas litúrgicas y para leer asiduamente la Sagrada Escritura y los Santos Padres. Se confesaba con frecuencia, se azotaba en castigo de sus faltas, ayunaba severamente, llevaba cilicio, y vivía con extrema sobriedad, al menos mientras su cargo no le obligaba a ponerse trajes de gala.
    La fe no era para él algo puramente privado, vivido en el santuario secreto del alma, sin influjo alguno sobre su conducta, sino que impregnaba todo su obrar, y lo impulsaba a la caridad, que es como la flor de la fe. Su generosidad era proverbial. Con frecuencia salía a caminar por las calles de París o de las otras ciudades de su Reino, para distribuir dinero a los pobres que a su paso iba encontrando; pasaba largos ratos cuidando en los hospitales a los enfermos más repugnantes; invitaba a su mesa a veinte pobres tan sucios y malolientes que los mismos guardias del Palacio se sentían descompuestos; cuando, según la costumbre de aquel tiempo, se anunciaba desde lejos, al son de campanillas, la presencia de algún leproso, Luis se acercaba a él y lo besaba, como si fuese el mismo Cristo. Todas estas anécdotas, y muchas más, no son producto de la imaginación de algún biógrafo servil o beatón, sino que provienen de las más seguras Crónicas de la época. Y esa caridad, que fue tan personal, es decir, de persona a persona, no obstó a que la volcara también a la creación de obras e instituciones educativas, así como a la erección de hospitales, hospicios, orfelinatos y numerosos conventos.
    El espíritu de la Caballería se encarnó en él. S. Luis fue un soldado intrépido, de un coraje pasmoso, que en las batallas se dirigía siempre hacia los puntos más peligrosos, porque estaba seguro de la justicia de su causa y amparado en la certeza de la vida eterna, que sabía lo esperaba si moría en la demanda. El lustre de su personalidad era tal que se imponía incluso a sus adversarios. Cuando durante las Cruzadas cayó prisionero de los musulmanes, fue proverbial el ascendiente que logró ejercer sobre el propio Sultán vencedor. Y del caballero no tuvo sólo las condiciones militares, sino también aquellas virtudes de dadivosidad y de delicadeza, de protección a los débiles y de amor a Nuestra Señora, que integraban lo que podríamos llamar la espiritualidad caballeresca.
    Admirable fue también la fidelidad que mostró en su vida conyugal, una fidelidad no demasiado fácil, por cierto, pues su mujer, Margarita de Provenza, era una joven más bien ligera, superficial, y de un nivel psicológico y espiritual muy inferior al de su marido, si bien ha de decirse en su favor que cuando llegaron épocas difíciles, supo mostrar sus quilates de reina, como por ejemplo durante la epopeya de la Cruzada emprendida por su esposo, donde quedó sola en Francia, debiendo asumir responsabilidades vicarias. El anillo de S. Luis tenía grabada esta fórmula: «Dios, Francia, Margarita», es decir, en orden jerárquico, los tres amores que ocuparon su corazón.
    Pero, como bien señala Daniel-Rops, por eminentes que sean las virtudes personales de un hombre, cuando se trata de un político es preciso que trasciendan el ámbito privado y en alguna forma se manifiesten cotidianamente en sus deberes de Estado. Y así lo fue ciertamente en el caso de S. Luis, como lo demuestran una multitud de episodios. En el testamento a su hijo, tras recordarle que la principal obligación del reyes amar a Dios por sobre todas las cosas y ejercer su real actividad como si estuviera siempre en su santa presencia, le advierte que semejante actitud lo obliga no sólo a la ecuanimidad sino incluso a inclinarse del lado más débil. «Si sucede que un rico y un pobre se querellan por alguna razón, sostiene antes al pobre que al rico, pero busca que se haga la verdad, y cuando la hayas descubierto, obra de acuerdo con el derecho». Los artesanos no tuvieron protector más benévolo, más preocupado por sus necesidades y más generoso para con sus profesiones que aquel rey que hizo de Esteban Boileau el organizador de las «corporaciones». Sin embargo no siempre S. Luis vio claro lo que debía hacer, sea dentro de la nación como en lo que hace a las relaciones internacionales. Y en esos casos no trepidaba en consultar a algún entendido en la materia, en ocasiones al mismo Sto. Tomás, con quien a veces compartió lo que hoy llamamos «almuerzos de trabajo» ...
    Una de las características más notorias del santo rey fue su amor a la justicia, lo que lo llevó a poner especial cuidado en la selección de los jueces del Reino. Es célebre aquella escena, relatada por Joinville, consejero del rey e historiador, según la cual S. Luis, luego de oír la Santa Misa, solía dirigirse al bosque de Vincennes, se sentaba junto a una encina y escuchaba «sin impedimento de ujieres» a quienquiera le «trajese un pleito». El cuadro tiene un valor simbólico, pero aun cuando no haya sido cierto que personalmente hiciese justicia, es indudable que la búsqueda de la misma fue su preocupación más absorbente. La equidad del rey era integérrima, por lo que sus decisiones no siempre concluían en actos de clemencia. Algunos lo experimentaron severamente, por ejemplo aquel cocinero que, habiendo sido reconocido culpable de delitos graves, esperaba escapar a la pena capital por el hecho de pertenecer a la Mesnada Real, ya quien el rey en persona ordenó que lo ahorcasen; o como aquella dama de la nobleza, cuyo amante, a solicitud suya, había asesinado a su marido, por la cual intercedieron los frailes, las altas damas de la Corte y la reina en persona, ya quien el rey hizo quemar en el mismo lugar de su crimen, «porque la justicia al aire libre es saludable»…
    Francia fue en su tiempo, a los ojos de toda Europa, la tierra más venturosa de la Cristiandad, dando la sensación de una impresionante actividad creadora. Fue entonces cuando Robert de Sorbon, capellán del rey, erigió aquel colegio –la Sorbona– que había de ser célebre hasta nuestros días. Fue entonces cuando toda Francia, y particularmente París, se pobló de institutos y casas de estudios. Fue entonces cuando se elevaron las torres de Notre-Dame de París, cuando Chartres rehizo su catedral, devastada por un incendio; cuando se edificaron Reims, Bourges y Amiens. Y fue entonces cuando, para cobijar la corona de espinas traída de Tierra Santa por iniciativa de S. Luis, se erigió esa maravilla de piedra cincelada y de policromos vitrales que se denomina la Sainte-Chapelle.
    En lo que atañe a las relaciones internacionales se comportó con verdadera hidalguía, severo a veces en la defensa de la grandeza de su Francia, generoso otras para salvar la concordia de la Cristiandad. Con frecuencia fue llamado para que hiciese de árbitro entre naciones en pugna, como lo había sido S. Bernardo en el siglo anterior .Hijo fidelísimo de la Iglesia, estuvo lejos de cualquier tipo de servilismo en relación con la misma, no tolerando intervención alguna de Roma en su política interna.
    La Cruzada –o mejor las Cruzadas, ya que se lanzó dos veces a la misma sagrada aventura– había de ser el broche de oro de aquella «política sacada de la Sagrada Escritura», según la conocida expresión de Bossuet. Si bien no le acompañó el éxito desde el punto de vista militar, sin embargo el heroísmo de que hizo gala en su campaña de Egipto y la sublime belleza de su muerte acaecida en Túnez confirieron a su imagen el supremo toque de la grandeza cristiana (cf. Daniel-Rops, La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada... 359-371).
    De él escribiría Montalembert: «Caballero, peregríno, cruzado, rey, ceñido con la primera corona del mundo, valiente hasta la temeridad, no dudaba menos en exponer la propia vida que en inclinar su frente ante Dios; fue amante del peligro, de la humillación, de la penitencia; infatigable –campeón de la justicia, del oprimido, del débil, personificación sublime de la caballería cristiana en toda su pureza y de la verdadera realeza en toda su augusta majestad». Su fiesta litúrgica se celebra el 25 de agosto*.
    *Sobre S. Luis puede verse también el magnífico elogio que del Santo pronunciara el Card. Pie, publicado en «Mikael» 25, 1981, 131-152.
    2. San Fernardo, rey de Castilla y de León
    S. Fernando (1198?-1252), es, sin duda, el español más ilustre del siglo de oro medieval, el siglo XIII, y una de las figuras máximas de España, sólo comparable quizás con Isabel la Católica. Fernando es uno de esos arquetipos humanos que conjugan en grado sublime la piedad, la prudencia y el heroísmo; uno de los injertos más logrados de los dones y virtudes sobrenaturales en los dones y virtudes humanas.
    Un accidente fortuito de su tío Enrique I hizo del joven Fernando, el rey de Castilla. La verdadera heredera era su madre, pero ésta, comprendiendo los dotes de su hijo, tras hacerse proclamar reina de Castilla, tomó enseguida la corona que la cubría y la depositó sobre la cabeza de su hijo. Poco más tarde, al cumplir Fernando los 18 años, fue armado caballero en el Monasterio de las Huelgas, junto a Burgos, por el obispo del lugar, y en presencia de su madre quien le ciñó la espada. Desde entonces comprendió que su misión era ser caballero de su tierra y de Cristo. Aquella espada sólo podría desenvainarse contra los enemigos de la fe.
    La vida de Fernando fue intachable. Tras casarse, tuvo de su mujer nada menos que 13 hijos, a quienes en su momento armó también caballeros. En León, lo mismo que en Castilla, el pueblo lo quería y lo alababa. Hasta físicamente se mostraba atractivo y gallardo, «caera –diría luego de él su hijo– muy fermoso ome de color en todo el cuerpo, et apuesto et muy bien faccionado». De elevada estatura, distinguido y majestuoso sin perder la sencillez, amable con firmeza, reunía en espléndida armonía las cualidades del padre de familia, del guerrero y del hombre de Estado. Si tenía el don de enseñorear sobre los demás, era porque antes había logrado dominarse a sí mismo.
    Hombre virtuoso como pocos, no era la suya una virtud triste ni huraña, ni su corte tenía el aspecto de un monasterio. Gustaba de la magnificencia, los desfiles militares, la liturgia solemne. Prefería las armaduras esbeltas, arrojaba la lanza con destreza, cabalgaba con elegancia, y era siempre el primero, tanto en la iglesia como en el campo, lo mismo en la guerra que en los torneos… y hasta en el ajedrez, que jugaba con pericia. En su corte, quizás por influencia de los árabes circundantes, la música alcanzó un nivel semejante al que conoció en el entorno de S. Luis. Fernando no sólo amaba la música selecta y cantaba con gracia, sino que era también amigo de los trovadores, e incluso se le atribuyen algunas «cantigas», especialmente una en loor de Nuestra Señora. Todo esto resulta encantador como sustento psicológico y cultural de un rey guerrero, asceta y santo. Su hijo Alfonso X el Sabio heredaría la afición poética de su padre, tan cultivada en el hogar. Históricamente parece cada vez más cierto que el florecimiento jurídico, literario y hasta musical de la corte de Alfonso fue resultado del esplendor de la de su padre.
    A un género superior de docencia pertenece la encantadora noticia anecdótica que debemos también a su hijo: cuando Fernando iba a caballo con su séquito, al toparse en los polvorientos caminos castellanos con gente de a pie, se hacía a un lado para que el polvo no molestara a los caminantes ni cegara a las mulas.
    Pero la poesía, la guitarra y el ajedrez eran sólo una distracción en medio de las fatigas del campamento. Lo permanente en aquella vida heroica, la idea fuerza, la preocupación de todos los instantes, era la reconquista de España, la vuelta de Andalucía a la civilización cristiana. Sólo amó la guerra justa, como cruzada católica y de legitima restauración nacional, evitando siempre en lo posible la lucha contra otros príncipes cristianos, para lo cual recurrió generalmente a la negociación.
    Tenía 25 años cuando, rodeado por su ejército de caballeros, se acercó por primera vez a las orillas del Guadalquivir, dando inicio a aquella gesta gloriosa de treinta años, que sólo la muerte pudo interrumpir. Fernando conoció victoría tras victoria. Ningún descalabro en su camino de gloría, ninguna batalla perdida. Al paso de su caballo, Castilla se iba ensanchando sin cesar: primero Baeza, luego Córdoba, Jaén, Murcia, Sevilla, toda la Bética meridional hasta el Mediterráneo, hasta el océano. Cuando conquistó Córdoba, purificó la gran mezquita, consagrándola al culto católico. Sólo quedaba Granada. Si bien no llegó a ocuparla, logró que su emir le pagara tributo; dos siglos después sería conquistada por Fernando e Isabel, el mismo año del descubrimiento de América.
    No era la búsqueda de la vana gloria lo que desenfundaba aquella espada victoriosa, sino sólo el pensamiento de la patria y el afán por el reinado de Cristo. «Señor, Tú sabes que no busco una gloria perecedera, sino solamente la gloria de tu nombre», terminó cierta vez en forma de plegaria un discurso delante de su corte. Considerábase un «caballero de Dios», le gustaba llamarse «el siervo de Santa María» y tenía a honra el título de «alférez de Santiago».
    Abundemos sobre la faceta mariana de su personalidad. Según la costumbre de los caballeros de su tiempo, Fernando llevaba siempre consigo, atada con una cuerda a la montura de su caballo, una imagen de marfil de Nuestra Señora, la venerable «Virgen de las Batallas», que se conserva hasta hoy en Sevilla. Aun cuando estaba en campaña, no dejaba de rezar el oficio parvo mariano, antecedente medieval del rosario. A la imagen patrona de su ,ejército, la «Virgen de los Reyes», le erigió, durante el asedio de Sevilla, una capilla estable en el campamento, y tras la victoria, renunciando a entrar a la cabeza de su ejército en dicha ciudad, le cedió a la Virgen el honor de presidir el cortejo triunfal. Esa imagen preside hoy una, espléndida capilla en la catedral sevillana. Cuando el eco de sus resonantes victorias llegó hasta
    Roma, los Papas Gregorio IV e Inocencio IV lo proclamaron «atleta de Cristo» y «campeón invicto de Nuestro Señor», respectivamente, cual cruzado benemérito de la Cristiandad.
    Es bastante conocida la faceta guerrera de la personalidad de Fernando. No lo es tanto su actuación como gobernante, que últimamente la historia ha ido reconstruyendo. Por ejemplo, sus relaciones con la Santa Sede, los obispos, los nobles y los municipios. En el orden educacional, no sólo creó las Universidades de Falencia y Salamanca, Sino que también se preocupó por buscar profesores dentro y fuera de España, concediendo grandes privilegios a los estudiantes. Destacóse asimismo por la represión de las herejías, las cordiales relaciones que mantuvo con los otros reyes de España, su administración económica, y sobre todo el impulso que dio a la codificación del derecho español, ordenando la traducción del Fuego Juzgo en lengua castellana e instaurando el idioma español como lengua oficial de las leyes y documentos públicos, en sustitución del latín. También promovió el arte, acogiendo con la misma esplendidez a los trovadores provenzales que a los artistas ya los sabios. En este catálogo de aciertos no podemos omitir la reorganización de las ciudades conquistadas; en los estados del sur de España encaró con sabiduría el difícil problema de la convivencia; él mismo se declaró «rey de tres religiones», considerando igualmente como súbditos suyos a los cristianos, los judíos y los musulmanes.
    A semejanza de su primo, S. Luis, fue celoso en la administración de la justicia. Visitaba personalmente los pueblos de sus estados, oía los pleitos y en ocasiones pronunciaba también las sentencias correspondientes. Durante su largo reinado, siempre que pudo favoreció al pobre contra las injustas pretensiones de los poderosos, y tanto le preocupaba este tema que llegó a instalar en su palacio de Sevilla una rejilla que lo comunicaba con la sala de audiencias, para observar si sus jueces procedían con rectitud. «Oía a todos –nos cuenta un escritor que lo conoció–; la puerta de su tienda estaba abierta de día y de noche, amaba la justicia, recibía con singular agrado a los pobres y los sentaba a su mesa, los servía y les lavaba los pies... Más temo, solía decir, la maldición de una pobre vieja que a todos los ejércitos de los moros».
    Fue bajo su reinado que, gracias al botín de tantas conquistas, España se cubrió con el manto espléndido de sus catedrales góticas: Burgos, Toledo, León, Osma, Palencia... El mismo rey impulsaba las obras, y al tiempo que volcaba en ellas sus tesoros, alentaba a los artistas en su emprendimiento. La vida de S. Fernando transcurrió sin especiales contrariedades, ignorando la derrota y el fracaso. Mientras su primo S. Luis se dirigía al cielo a través de la adversidad, Fernando lo hacia por el sendero de la dicha. Dios condujo a ambos a la santidad pero por caminos opuestos: a uno bajo el signo del triunfo terreno y al otro bajo el de la desventura y el revés. Pero ambos se hermanaron encarnando el dechado caballeresco de su época. Un nieto de S. Fernando, hijo de Alfonso, se casaría con Doña Blanca, hija de S. Luis.
    No teniendo ya casi nada que conquistar en la Península, Fernando, todavía joven –52 años– pensó llevar sus tropas al territorio africano. Cien mil hombres se habían concentrado en las orillas del Guadalquivir, una flota numerosa comenzó a moverse por el Estrecho de Gibraltar, las armerías toledanas trabajaban al máximo de su capacidad, y ya los príncipes marroquíes, previendo un desastre, enviaban embajadas suplicantes. Pero la muerte invalidó el proyecto, aquella muerte admirable que Alfonso su hijo y sucesor, nos ha relatado con palabras conmovedoras. «Fijo –le dijo el moribundo– rico en fincas de tierra e de muchos buenos vasallos, más que rey alguno de la cristiandad; trabaja por ser bueno y fazer el bien, ca bien has con qué». Y luego, aquella postrera recomendación, en que –el amor a la patria se cubre de gracejo: «Sennor, te dexo toda la tierra de la mar acá, que los moros ganar ovieron al rey Rodrigo. Si en este estado en que yo te la dexo la, sopieres guardar, eres tan buen rey como yo; et si ganares por ti más, eres maior que yo; et si desto menguas, no eres tan bueno como yo».
    Advirtiendo que se aproximaba el instante de su muerte, tomó en sus manos una vela, ofreció su vida a Dios. Y mientras los clérigos allí presentes entonaban el Te Deum, entregó su alma al Señor. Todos lo lloraron, incluidos los árabes, que admiraban su lealtad. A sus exequias asistió el rey moro de Granada con cien nobles que llevaban en sus manos antorchas encendidas; la nobleza lo lloraba, el pueblo había perdido su protector. Un rey como aquél sólo aparece cada tanto.
    En su sepulcro grabaron en latín, castellano, árabe y hebreo este epitafio: «Aquí yace el Rey muy honrado Don Fernando, señor de Castiella é de Toledo, de León, de Galicia, de Sevilla, de Córdoba, de Murcia é de Jaén, el que conquistó toda España, el más leal, é el más verdadero, é el más franco, é el más esforzado, é el más apuesto, é el más granado, é el más sofrido, é el más omildoso, é el que más temía a Dios, é el que más le facía servicio, é el que quebrantó é destruyó’ a todos sus enemigos, é el que alzó y ondró a todos sus amigos, é conquistó la Cibdad de Sevilla, que es cabeza de toda España, é passos hi en el postrimero día de Mayo, en la era de mil et CC et noventa años».
    S. Fernando descansa en la abadía de Las Huelgas, allí mismo donde fue armado caballero, que es como el Panteón Real. Su fiesta litúrgica se celebra el 30 de mayo.
    http://www.gratisdate.org/fr-fundacion.htm

  6. #6
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    Una pequeña corrección: San Fernando no está enterrado en Las Huelgas, sino en la capilla real de la catedral de Sevilla.

  7. #7
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    Capítulo IV
    El orden social de la Cristiandad
    En una obra literaria medieval que lleva por nombre, Poème de Miserere, cuya autoría pertenece a Reclus de Molliens, se indica con claridad la estructuración que caracterizó a la sociedad de aquella época:
    Labeur de clerc est de prier
    Et justice de chevalier.
    Pain leur trouvent les labouriers.
    Gil paist, cil prie et cil défend.
    Labor del clérigo es rezar
    y justicia la del caballero;
    Pan les proporcionan los que trabajan.
    Uno da el pan, otro reza y otro defiende.
    Un estamento que oraba, otro que trabajaba y otro que combatía defendiendo la justicia. En esta constitución tripartita se reconocía la fórmula ideal de la sociedad medieval, tan semejante al organismo humano, que posee, también él, una cabeza, un corazón y diversos miembros. Era un sistema armonioso de distribución de fuerzas.
    En otro poema del mismo autor, el «De Carité», se afirma algo semejante, si bien señalándose mejor el papel complementario de los tres estamentos:
    L’épée dit: G’est ma justice
    Garder les clercs de Sainte Eglise
    Et ceux par qui viande est quise.
    Oficio mío es, dice la espada,/ Proteger a los clérigos de la Santa Iglesia/ Y a aquellos que procuran el sustento.
    Analicemos cada uno de los niveles.

    I. Los que oran
    En la cumbre de la pirámide social de la Edad Media se encontraba el estamento eclesiástico –«labeur de clerc»–, porque decía relación con el orden superior, el orden sobrenatural, constituyendo una suerte de puente entre la tierra y el cielo. Expondremos el papel de este estamento en el contexto más general del modo como en aquella época se entendía la vida espiritual.
    1. La Edad Media: una época religiosa
    Durante los 300 años de su transcurso, la Edad Media conoció etapas muy diversas. Sin embargo los cambios que dichas etapas implicaban jamás menoscabaron la unanimidad de la fe, que siempre siguió siendo un dato indiscutido. Y conste que se trataba de una fe que no se restringía al plano meramente cerebral sino que imbuía casi con naturalidad todas las facetas de la actividad humana. Como dice Daniel-Rops, «nada se hizo entonces en la tierra que no tuviera, directa o indirectamente, a Dios como fin, como testigo o como juez» (La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada… 44).
    Por cierto que en aquellos tiempos se cometieron muchos pecados. Nada seria más erróneo que ver en la Edad Media una época poco menos que edénica, donde nadie se salía del carril de los mandamientos. La verdad es que se pecaba grave y conscientemente. ¿No resulta ello incoherente con un espíritu de fe tan invasor como el que caracterizó a la Edad Media? ¿Cómo las costumbres estaban tan poco acordes con la fe? Fue, sin duda, una deficiencia responsable. Sin embargo, hay que notar algo fundamental, que diversifica aquel período del nuestro. Y es que aquellos hombres, cuando se comportaban mal, sabían lo que estaban haciendo, sabían que lo que hacían era una falta. Nadie por aquel entonces hubiera podido imaginar el error más grave del mundo moderno, que es no ya el de combatir a Dios, negando su soberanía y su dominio, sino el de marginarlo, el de pensar y comportarse como si El no existiera. Entonces Dios no era algo muerto, era una realidad, algo tan vivo y real como los que lo ofendían.
    Interesante a este respecto el juicio de Charles Péguy sobre el mundo de nuestro tiempo. Escribiéndole a un amigo le decía que tanto la existencia del pecador como la del santo son propias de una época cristiana; son dos creaciones, dos inventos del cristianismo. Decir que el mundo de hoy se ha descristianizado, no quiere decir que la santidad haya quedado sepultada bajo el número ingente de los pecados. Eso sería insignificante. Eso no sería más que un mal cristianismo, un mal siglo cristiano, como tantos otros. Por lo demás, siempre el contingente de los santos fue exiguo en comparación con los pecadores. Pero lo que ya no es para nada normal, lo que constituye precisamente el drama de nuestro tiempo, es que nuestras miserias ya no son cristianas. Mientras la gente sabía que los pecados eran pecados, había una salida, había, por así , decirlo, materia para la gracia. En cambio hoy no es así. El mundo se ha vuelto perfectamente descristianizado, totalmente acristiano: ya no se alaba públicamente la santidad, y ya no se sabe lo que es el pecado. (El texto completo de esta carta puede verse en «Esquiú» 23 de diciembre 1990, 6-11).
    La Edad Media valoraba la santidad y no justificaba el pecado. O mejor, vivía con cierta naturalidad el orden sobrenatural. Esta aceptación de lo sobrenatural, este vivir en ese orden como el pez en el agua, es una de las características más típicas del hombre medieval, que le permitíó desarrollarse sobre la base de certezas, y no de meras opiniones, y emprender grandes acciones, seguro de que podía superarse siempre más. Asimismo hizo que su vida se desarrollase en una atmósfera de poesía y de asombro, caldo de cultivo de la inspiración artística que en tan alto grado resplandeciera en la Edad Media. Pero dicha manera de encarar la existencia no estuvo exenta de peligros, porque no siempre se supo distinguir adecuadamente entre lo que era de veras sobrenatural y lo que aparecía como maravilloso a la imaginación. De la inclinación a creer en el contenido de la fe se pasaba fácilmente a la credulidad en tradiciones cuyo origen era con frecuencia sospechoso, ya las que la Iglesia jerárquica no reconocía fundamento alguno, por ejemplo, en leyendas relativas a la infancia de Jesús, al estilo de los evangelios apócrifos, o en milagros no pocas veces estrafalarios que se atribuían con excesiva ingenuidad al poder de los santos.
    De esta forma, el sentido auténtico de lo sobrenatural se mezcló en ocasiones con la credulidad popular y la tendencia a lo maravilloso. Hoy ello se nos hace extraño, en una época tan racionalista como la nuestra, pero aquellos hombres eran más sencillos y tendían a creer en lo que se les decía. Un ejemplo de esta mixtión es claramente advertible en el culto de las reliquias, cosa tan loable y tan recomendada por la Iglesia desde los primeros siglos. Todo el mundo estaba en pos de reliquias. Pero, ¿quién garantizaba la autenticidad de las mismas? A decir verdad, esta preocupación no les hacía perder el sueño, lo que aprovechaban algunos vivillos, que siempre los hay, para poner a disposición de los fieles, a buen precio, por supuesto, cestos de la multiplicación de los panes, o algunas gotas de sudor de Cristo en el Huerto… Como era de esperar, la Iglesia denunció reiteradamente semejantes fraudes, pero el pueblo simple no se conmovía demasiado por tales advertencias.
    El espíritu religioso lo invadía todo. El almanaque civil era casi un calendario eclesiástico, un elenco de las fiestas y santos de la Iglesia. No se decía «el 11 de noviembre» sino «el día de S. Martín». Los domingos eran designados con la primera palabra del introito de la Misa del día: el domingo de Lætare, de Quasimodo, etc. Para el pueblo, el año nuevo comenzaba no el 1º de enero sino en Navidad y Epifanía, cuando se concluían los trabajos y se terminaba de levantar las cosechas. La llegada de la primavera lo señalaba el día de Pascua –como se sabe, por la diferencia de hemisferios, la Pascua en Europa coincide con la primavera–, primavera natural y sobrenatural, resurgir de la naturaleza y resurrección del cuerpo de Cristo. Las fiestas de Todos los Santos y de Todos los Difuntos indicaban la llegada del fin del año, y entonces la Iglesia, acompañando el declinar de la naturaleza, incluía en su liturgia reflexiones diversas sobre la precariedad de la vida humana y la gloria reservada al que perseveraba en la fe.
    Más allá de todas las limitaciones, la Edad Media fue indudablemente una época gloriosa de santidad, cuyos frutos germinaron a todo lo largo y ancho de la Cristiandad. Hubo santos que huyeron del mundo haciéndose eremitas, o que se santificaron en él. Hubo santos en todos las países, en todos los estratos y ambientes de la sociedad, entre los sacerdotes y monjes, obispos y Papas, pero también entre los laicos, reyes, príncipes, artesanos y labradores.

    2. Cinco características de la espiritualidad medieval
    No es fácil sistematizar las principales manifestaciones del espíritu religioso que distinguieron a los hombres de la Cristiandad. Hagamos el intento.
    a) La impronta escriturística
    Contrariamente a lo que generalmente se cree, la Edad Media tuvo predilección por la Sagrada Escritura. Es cierto que en aquel entonces no serían muchos los que la habrían leído íntegramente, pero la lectura no es el único modo de acceder al contenido de un libro. El hecho es que la Biblia fue entonces conocida, al menos en sus líneas generales, con mucha mayor amplitud y profundidad que en nuestros días. Especialmente se frecuentó el Evangelio y, consiguientemente, los principales hechos de la vida de Cristo. Pero también se conoció el Antiguo Testamento, considerado cual preludio del Nuevo, según la manera como lo habían interpretado los Padres de la Iglesia, que veían en la vieja alíanza la prefiguración y anuncio profético de la nueva. A la luz del Nuevo Testamento los cristianos penetraron en el misterio de la Iglesia y su culminación en el Apocalipsis.
    La mejor prueba del modo como los cristianos de la Edad Media entendían la Sagrada Escritura nos lo proporcionan la escultura y los vitrales de las catedrales, que en aquella época eran como las casas del pueblo. Según veremos en conferencias ulteriores, la distribución de las imágenes en las catedrales supone una mente ordenadora y teológica. Pero, como bien ha escrito Daniel-Rops: «¿Para qué iban los maestros constructores a haber multiplicado las páginas de aquellas “Biblias de piedra”, de aquellos Evangelios transparentes, si los usuarios del edificio no hubieran visto en todo ello más que jeroglíficos?, Se ha dicho que la catedral ‘hablaba al analfabeto’; pero hay que admitir que éste era capaz de entender su lenguaje» (La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada… 60).
    Por cierto que la Sagrada Escritura era conocida y estudiada con más profundidad en las Universidades y Facultades de Teología. No deja de resultarnos admirable el grado en que los hombres más intelígentes la asimilaban hasta citarla con una facilidad que nos resulta pasmosa, como por ejemplo S. Bernardo, quien en sus escritos y sermones no sólo pasaba con toda naturalídad de los tipos y figuras del Antiguo Testamento a las realidades del Nuevo, sino que hasta su mismo estilo estaba profusamente impregnado de giros bíblicos. Asimismo la Escritura era ampliamente conocida en los conventos donde, ya desde los tiempos de S. Benito, la lectio divina, en que la Escritura constituía lo principal, había de ocupar una buena parte de la jornada del monje. Pero lo que acá queremos recalcar es hasta qué punto ese conocimiento no quedó encerrado en los claustros universitarios y en los monasterios, sino que se proyectó a la generalidad de los fieles, informando su espiritualidad.
    b) El culto a los santos
    La segunda nota de la religiosidad medieval es el culto de los santos, que fue cobrando gran importancia en el transcurso de aquella época. Dicho culto no fue, por cierto, un invento del Medioevo, ya que provenía de los primeros siglos del cristianismo, pero entonces alcanzó una magnitud impresionante. Como lo hemos señalado, a veces se dejó contaminar por la credulidad y la superstición. Pero ello no obsta a que valoremos lo que tenía de positivo. «El, hombre de la Edad Media se sentía humilde e inerme ante el Eterno –escribe Daniel-Rops–, y experimentaba así la necesidad de colocar entre el Todopoderoso y él, unos intermediarios, unos hombres como él que hubieran conquistado el cielo levantando hasta la perfección su propia naturaleza. Ese deseo del alma que Nietzsche formuló en aquellos términos célebres: “el hombre es algo que quiere ser superado”, lo acalló el cristianismo de la Edad Media admirando a los Santos, lo que sin duda vale más que idolatrar a los campeones de boxeo ya los artistas de cine» (ibid., 61.) En cierto modo, cada uno es lo que admira.
    Los hombres de esa época unían con toda naturalidad las vidas de los santos a la Escritura tan amada. Para ellos, según observa el mismo Daniel-Rops, la historia de los grandes hombres y mujeres que habían servido a Dios hasta el heroísmo de la santidad, fue la tercera parte de un tríptico, cuyas dos primeras eran el Antiguo y el Nuevo Testamento (cf. ibid.) Tal aserto encuentra una confirmación en las esculturas de los pórticos de las catedrales, así como en los vitrales, donde se los ve mezclados familiarmente con los grandes personajes de la Sagrada Escritura. Algunas crónicas que relataban las vidas ejemplares de los santos eran leídas en el marco de la liturgia, pero muchas otras pertenecían al repertorio de los juglares y trovadores al mismo título que los Cantares de Gesta.
    Cada nación, cada provincia, cada ciudad, tenía sus propios santos. Cada época del año, su santo especialmente venerado. Cada oficio contaba con la protección de un santo «patrono». Cada necesidad, con su especial intercesor.
    c) La devoción a la humanidad de Cristo
    Podríase decir, en términos muy generales, que si el primer milenio del cristianismo insistió más en la divinidad de Nuestro Señor, el segundo se inauguró predileccionando su naturaleza humana. Un autor llegó a decir que la gran novedad de la Edad Media fue la inteligencia y el amor, o, por mejor decir, la pasión por la humanidad de Cristo. Quizás este cambio de acentuación encuentre su origen en S. Bernardo. El Verbo encarnado ya no será el Pantocrátor del arte bizantino sino un Cristo más cercano, más aproximado al hombre, sin por ello obviar su divinidad. Desde entonces se iban a enfocar con predilección todos los aspectos humanos del Señor, para analizarlos en los libros y predicarlos en los sermones. De este tiempo es la costumbre del pesebre, instaurada por S. Francisco, y la consiguiente veneración del Niño recién nacido, del que S. Bernardo evocaría con ternura incluso sus pañales; se honró al Niño de Nazaret, sobre quien S. Elredio de Rieval escríbió un tratado. Y especialmente se meditaron los misterios dolorosos del Señor, su agonía en el Huerto, los detalles de su Pasión, su muerte. Incluso ciertos estudiosos han creído descubrir en algunos discípulos de Bernardo el origen remoto de la devoción al Sagrado Corazón.
    El despliegue de la devoción a la humanidad de Cristo trajo consecuencias en diversos campos. Por ejemplo en la liturgia, donde se fomentó la adoración a la Hostia consagrada, signo visible del Cristo inmolado, rodeándola de piedad y de fervor; con motivo del milagro de Bolsena, se instituyó la fiesta de Corpus Chrísti, para la que Sto. Tomás escríbió el texto de la Misa y del Oficio Divino, que incluye obras maestras de la poesía medieval como el Lauda Sion, el Adoro te devote, el Pange lingua, y otros textos igualmente sublimes; asimismo a raíz de aquel milagro se edificó esa joya rutilante que es la catedral de Orvieto, con el deseo de que sirviese de relicario grandioso para los paños y objetos sagrados tocados por la Sangre de Cristo.
    El culto de la humanidad de Jesús se reflejó también en el arte. Fue la causa de que en cada catedral se dedicase al Verbo encarnado una de las fachadas. En la Portada Real de Chartres, por ejemplo, la imagen de Cristo como Señor ocupa el centro, rodeado por las representaciones de los misterios de su Encarnación y Glorificación.
    d) El culto a Nuestra Señora
    La devoción a la Santísima Virgen conoció durante la Edad Media un auge extraordinario. Si se buscaban intercesores, ¿quién podía interceder mejor que la Madre del Verbo encarnado? Su culto estuvo estrechamente asociado al de Jesús. «Toda alabanza de la Madre, pertenece al Hijo», predicaba S. Bernardo.
    Fue en esta época cuando se escribieron los antífonas marianas Alma Redemptoris Mater, Ave Regina coelorum, así como la Salve Regina –según algunos, compuesta por el obispo de Puy, Ademaro de Monteil, uno de los que encabezaron la primera de las Cruzadas–, que los guerreros cristianos entonaron al ocupar Jerusalén. Fue asimismo durante el Medioevo que los cistercienses introdujeron la costumbre de llamar a María «Nuestra Señora», quizás por influjo del vocabulario de la Caballería. Fue el tiempo en que trovadores y juglares cantaban por doquier los milagros atribuidos a la Santísima Virgen. Fue también la época en que el Ave María empezó a difundirse entre los cristianos y en que pronto se instauraría la práctica del Rosario. Se buscaron en el Antiguo Testamento las figuras que profetizaban la suya, viéndosela sobre todo como la segunda Eva –Eva se hizo Ave–, la verdadera «madre de los vivientes». Se cantó a la Virgen de la Navidad, reclinada cabe su Hijo recién nacido, pero también se la contempló junto a la cruz, de pie, como la Virgen de los Dolores, la Madre del Stabat Mater.
    Según era de esperar, este fervor se reflejó igualmente en el campo del arte. Fueron innumerables las iglesias que llevaron el nombre de la Virgen, por ejemplo en Francia las llamadas «Notre-Dame» (de París, de Chartres, de Amiens, etc.). La Virgen compareció en las fachadas de las catedrales, en las esculturas de los pórticos y en los tímpanos, cada vez con más frecuencia, primero con su Hijo, luego sola, e incluso «en Majestad», actitud reservada anteriormente a sólo Cristo. El culto mariano dio al cristianismo medieval un toque de ternura que constituye uno de sus aportes más admirables*.
    *Para ampliar el análisis de estas notas de la espiritualidad medieval, cf. Daniel-Rops, La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada... 59-67.
    e) El ansia de peregrinaje
    Señala R. Pernoud una suerte de paradoja que caracterizó a la Edad Media, el encuentro misterioso de dos polos aparentemente contrarios, es a saber, el apego al solar y el ansia de peregrinación. Como ya lo hemos señalado, en aquel tiempo los hombres echaban raíces profundas en el hogar, la familia, la parroquia, el terruño, la profesión que ejercían. Y, con todo, esos seres remachados al suelo, estuvieron en perpetuo movimiento. La Edad Media fue testigo de los más grandes desplazamientos de multitudes, de la circulación más intensa que los siglos hayan conocido, exceptuado quizás el nuestro. El Medioevo es, a la vez, una época en que se construye y una época en que se viaja, dos actividades que a primera vista parecen absolutamente inconciliables, y que sin embargo coexistieron con total naturalidad (Lumière du Moyen Âge, 254-255).
    La tendencia a la movilidad de los cristianos quizás tenga que ver con el carácter de la Iglesia como «peregrina» en este mundo. Sea lo que fuere, lo cierto es que la Edad Media estuvo signada por la actitud de búsqueda, de «demanda», que fue uno de los asuntos más cautivantes de la literatura de la época, la obsesión de la partida en orden a encontrar un tesoro escondido, el ansia del descubrimiento, la prosecución de la dama con la que soñaban los caballeros andantes, el tema del paraíso perdido, del «gesto clave» que cumplir. El Grial, ese cáliz de una materia desconocida a los mortales, que muchos buscan, pero que sólo un corazón puro será capaz de encontrar, sigue siendo una de las aventuras más seductoras de la Edad Media (cf. R. Pernoud, op. cit., 167-168).
    Quizás debamos incluir en este contexto la gran experiencia medieval de las peregrinaciones. Resulta hoy difícil imaginar aquellos inmensos desplazamientos, aquellas impresionantes multitudes que se lanzaban por los caminos de la peregrinación. La Roma del primer «Año Santo» de la historia, vio pasar por sus calles más de dos millones de peregrinos... ¿Por qué se hacía una peregrinación? Las razones eran diversas. Había quienes esperaban de Dios alguna gracia especial, por ejemplo la salud, si se trataba de un enfermo. Otros porque deseaban que Dios se apiadase de ellos y les perdonase un gran pecado. Otros porque el confesor se la había impuesto a modo de penitencia. O simplemente para expresar su fe o su devoción. No siempre las rutas ofrecían seguridad; con frecuencia hacían su aparición grupos de bandoleros que desvalijaban a los pobres peregrinos. Justamente para la defensa de los mismos surgirían diversas Ordenes Militares dedicadas a la custodia de los caminos. Generalmente a lo largo de la ruta los peregrinos iban encontrando albergue en las abadías y hostales construidos especialmente para ellos. Casi todos iban a pie, pocos a caballo o en burro. A veces se les agregaban algunos juglares, cuyas voces alternaban con los cantos religiosos de la multitud. Cada tanto los peregrinos se detenían. Habían llegado a tal o cual santuario, ya que los grandes caminos estaban jalonados por lugares que cobijaban reliquias de santos, o que conservaban recuerdos de alguno de ellos, curiosamente mezclados con los de los héroes, a veces legendarios, de los Cantares de Gesta.
    Tres fueron los centros principales. El primero, como es obvio, Jerusalén. La costumbre de peregrinar hasta esa ciudad santa la inauguró S. Elena, la madre de Constantino, en el siglo IV, y desde entonces el flujo nunca se detuvo. Los que allí acudían fueron llamados «Palmeros», porque se cosían al cuello la imagen de una palma. El segundo fue Roma, más cercana que aquélla, pero igualmente meritoria, cuya importancia fue siempre creciendo en la Edad Media. Los que a ella se dirigían eran llamados «Romeros», y su peregrinación «romería», palabra que luego serviría para designar cualquier tipo de peregrinaje. Y finalmente Compostela, lugar que rivalizaba en atractivo con los otros dos. Dante llegó a decir que «en sentido estricto, se entiende por peregrino el que va a la Casa de Santiago». Explayémonos un tanto sobre este lugar de peregrinación, ya que es fundamental en la historia de nuestra Madre Patria. Según la tradición, en el año 45 atracó en las costas de Galicia una barca, donde siete discípulos de Santiago, que habían evangelizado España juntamente con él, llevaban los restos del apóstol, decapitado en Jerusalén, para que pudiesen reposar allí, santificando para siempre la tierra de su apostolado. Con el tiempo fue desapareciendo la memoria precisa del lugar donde había sido enterrado, hasta que un ermitaño, iluminado por una estrella, logró encontrarlo. Era el Campus Stellæ, el campo de la estrella, Compostela. El apóstol Santiago tuvo mucho que ver con la historia de España. Según las viejas crónicas se habría aparecido durante la batalla de Clavijo, para cargar contra los árabes a la cabeza de los ejércitos cristianos, por lo que fue llamado «Matamoros». El hecho es que los peregrinos a Compostela –que recibían el nombre de «Jacobitas», ya que Santiago se dice Iacobus en latín– fueron siempre numerosísimos durante la Edad Media, y dicha peregrinación tuvo, como el santo que la provocaba, no poco que ver con la Reconquista de España. «Santiago y cierra España», tal era el grito de batalla. Pareció natural que en las iglesias que jalonaban el camino se representase al santo con el atuendo de un soldado. Ni era raro que el peregrino se convirtiese en cruzado.
    Junto a estos tres grandes centros, hubo otros de menor importancia: en Tours, la tumba de S. Martín; en Normandía, el Mont-Saint-Michel, cuyos peregrinos eran llamados «Migueletes»; y en tantos lugares, diversos santuarios de la Virgen.
    En fin, la Cristiandad vivió en movimiento. Aquel caminar por Dios y por la fe es una muestra del carácter de la piedad medieval, con su nostalgia de lo infinito, su impaciencia de los límites. En una obra reciente se ha podido demostrar cómo el Dante, que tanto propició las grandes peregrinaciones de la Edad Media, compuso la Divina Comedia al modo de una magna peregrinación a través de los distintos estados del alma humana. También las cruzadas, se agrega en dicha obra, fueron una forma de peregrinación, de sublimación de la idea del homo viator, donde las imágenes de la Jerusalén terrestre y la Jerusalén celestial conocieron una curiosa simbiosis (cf. E. Mitre Fernández, La muerte vencida. Imágenes e historia en el Occidente medieval (1200-1348), Encuentro, Madrid, 1988, 77-80.139).
    * * *
    Tales fueron las características más salientes de la religiosidad medieval. Seríamos injustos si no señaláramos también sus principales falencias. La Edad Media sufrió, y de manera prolongada, el embate de dos recalcitrantes tentaciones: la de la carne y la del dinero. En el umbral del siglo XIV, es decir, al término de aquella edad, se seguía fustigando exactamente los mismos pecados que S. Bernardo denunciara en el siglo XII, y los Santos Francisco y Domingo en el siglo XIII. Basta con abrir la Divina Comedia para tener una recapitulación de esas críticas; el Dante pobló el Infierno y el Purgatorio de Cardenales «a quienes hay que llevar, de tanto como pesan», de «lobos rapaces con hábitos de pastores» y de clérigos impúdicos. Pero aun cuando estas defecciones resultan innegables, también hay que reconocer una permanente y retornada voluntad de reforma, sobre todo de parte de los santos, quienes no dudaron en levantarse con intrépida indignación contra los vicios que mancillaban a la Esposa de Cristo.

    3. El florecer de las Órdenes Religiosas
    Resulta realmente prodigioso el resurgimiento de viejas Ordenes y la aparición de nuevas familias religiosas de toda índole.
    a) Órdenes Monásticas
    Ya hemos destacado el valor, no sólo espiritual sino también cultural, de las grandes Ordenes antiguas, sobre todo de la fundada por S. Benito. Desde el comienzo, la abadía benedictina tomó la forma de un pequeño estado que podía servir de paradigma a la nueva sociedad cristiana que surgió luego del desastre ocasionado por las invasiones bárbaras.
    En el curso de la Edad Media dos fueron las grandes Ordenes Monásticas que brillaron en Occidente. La primera de ellas fue la Orden benedictina, que multiplicó sus monasterios por toda Europa, siempre en fidelidad a la regla que el gran patriarca del monacato, S. Benito, escribiera en Monte Cassino; y la segunda, la Orden del Cister, aparecida en el siglo XII, que recibió un decidido impulso merced al espíritu ardiente de S. Bernardo. El crecimiento de las Ordenes Monásticas fue impresionante. Cluny, monasterio benedictino fundado a comienzos del siglo X, cuya influencia se extendería a toda la Iglesia, contaba en 1100 con 10.000 monjes y 1450 casas. El Cister, en menos de 50 años, agrupó 348 monasterios, y el biógrafo de S. Bernardo no exageraba al decir que el gran Abad se había convertido «en el terror de las madres y de las esposas, pues, allí donde hablaba, todos, maridos e hijos, se encaminaban al convento».
    Como dijimos más arriba, el monasterio era una pequeña ciudad, con su sala capitular, el claustro, el scriptorium, las celdas o dormitorios, el comedor, la hospedería, la enfermería y las dependencias donde se conservaban los productos agrícolas cosechados. En torno a él vivía una especie de «familia», una verdadera ciudad monástica, integrada por los que administraban las tierras de la abadía o trabajaban en ella, cuyas casas circundaban los edificios conventuales, dando origen a verdaderas aldeas. Todos vivían muy cerca del convento, si bien una «clausura» los separaba de la Comunidad, a fin de que la intimidad y el recogimiento de los monjes no se viesen turbados.
    b) Órdenes Canonicales
    También durante la Edad Media aparecieron diversas comunidades de Canónigos Regulares. Tratábanse de grupos de presbíteros o colegios de sacerdotes, que se instalaban junto al Obispo para asegurarle la continuidad en la recitación del Oficio Divino y ayudarlo en su gestión pastoral.
    Es cierto que el origen de tales instituciones se remonta a la época carolingia. Pero como con el correr de los siglos se habían introducido diversos abusos, los mejores de entre ellos quisieron ahora volver a las fuentes. Y la fuente principal fue nada menos que S. Agustín, el primero que, en Tagaste, y luego en su sede episcopal de Hipona, se había rodeado de sacerdotes que no sólo colaboraban con él sino que llevaban vida comunitaria y religiosa, según una Regla que el mismo santo había redactado para ellos. Sobre la base del retorno a los remotos orígenes agustinianos, nacieron diversas Ordenes de este tipo, por ejemplo, los Canónigos del Gran San Bernardo, fundados por S. Bernardo de Menthon (923-1008), la Congregación de San Rufo, iniciada, por Benito, obispo de Aviñón (1039-1095), y algunas otras, en diferentes ciudades. Quien más se destacó en este emprendimiento fue S. Norberto (1085-1134), el cual fundó la famosa Orden de los Premonstratenses.
    c) Órdenes Mendicantes
    Hubo quienes prefirieron renunciar a la paz de los claustros monásticos para lanzarse más directamente a las lides apos-tó1icas. Así creyó entenderlo S. Domingo de Guzmán (1170-1221), hijo de un noble de Castilla, quien siendo sacerdote había recorrido el sur de Francia predicando contra la herejía de los Albigenses. Fundó entonces la Orden de Predicadores, cuyos miembros se dedicarían no sólo a la contemplación sino también al apostolado, principalmente intelectual y de predicación. De dicha Orden saldrían Sto. Tomás, S. Raimundo de Peñafort, Eckhardt y tantos otros grandes.
    La Orden iniciada por S. Domingo ejerció un influjo considerable en la vida religiosa y cultural de la época. Sin embargo mayor aún fue la influencia que tuvo otro gran fundador, S. Francisco de Asís (1182-1226), creador de la Orden de los Hermanos Menores, difundiendo en el ambiente la piedad evangélica y la devoción a la humanidad de Jesús, tan propias de su espiritualidad. También de esta Orden salieron grandes teólogos, como S. Buenaventura; con todo S. Francisco predileccionaba el corazón y la experiencia personal. Los dominicos polemizaron eficazmente con los cátaros, desdeñadores de la materia; pero Francisco, al rehabilitar el valor de lo tangible, destruyó el catarismo en su raíz, siendo quizás su cántico de las creaturas el que logró sobre esa herejía la victoria decisiva. Lo que Domingo alcanzó con su teología, Francisco lo obtuvo con su cántico (cf. G. Duby, Le temps des cathédrales, Paris, 1976, 178). Dante se refirió a ambos en la Divina Comedia. En el canto XI del Paraíso puso en boca de Sto. Tomás el elogio de S. Francisco: «fu tutto serafico in ardore», así como de S. Domingo: «per sapienza in terra fu / di cherubica luce uno splendore»...
    Tanto la Orden de S. Domingo como la de S. Francisco tuvieron gran afluencia de candidatos. En 1316, los franciscanos contaban con 1400 casas y más de 30.000 religiosos; los dominicos, en 1303, con 600 casas y 10.000 frailes.
    Junto a estas dos grandes Ordenes, surgieron otras, dado que algunas Ordenes monásticas fueron convertidas en mendicantes. Así los Carmelitas, al advertir que su presencia en Tierra Santa se hacía prácticamente imposible a causa de los turcos, se expandieron por Europa como «Tercera Orden Mendicante». Y también los Agustinos, bajo cuyo nombre el Papa unió a diversos grupos que seguían la regla de S. Agustín.
    Los Mendicantes no limitaron su actividad a sólo Europa, sino que se lanzaron también a las misiones extranjeras. Entre estos misioneros se destaca la figura de S. Jacinto, notable dominico que se dirigió hacia el este, instalándose en Kiev, en 1222, de donde tuvo que partir hacia el sur de Rusia y Ucrania, preparando allí las bases de lo que con el tiempo seria la Iglesia Uniata Ucraniana. La Iglesia medieval entró asimismo en contacto con los mogoles. Lo hizo a través de un doble conducto: el de la diplomacia, sobre todo por medio del rey S. Luis, cuya idea era entablar un acuerdo con los mogoles, algunos de los cuales eran cristianos, si bien herejes, frente al enemigo común, el Islam; y el apostólico, llevado a cabo por un grupo de hermanos franciscanos que, partiendo de Constantinopla, se internaron en el corazón de Asia hasta llegar a la corte del Khan, en Karakorum. De esta época son también los aventurados viajes de Marco Polo quien, como se sabe, llegó hasta la China.
    Asimismo fueron numerosos los religiosos mendicantes que se dirigieron al Africa del Norte, especialmente los franciscanos, siguiendo el ejemplo de su padre y fundador, quien ya había ido allí con varios de sus primeros compañeros. Más tarde acudieron también los dominicos, algunos de los cuales morirían mártires. Comprender al Islam no era tarea fácil. Ni bastaba el entusiasmo apostólico. Era preciso ciencia y sabiduría. Así lo entendió una de las personalidades más apasionantes de toda la historia de las misiones en la Edad Media: Raimundo Lulio (1235-1316). Detengámonos un tanto en esta figura excepcional, quien juntó de manera admirable una notable inteligencia, gracias a la cual pudo penetrar en el alma del Islam, con una generosidad ilimitada, que lo condujo casi hasta el martirio.
    La vida de Raimundo fue una verdadera epopeya. Aquel catalán era un hombre de hierro. Siendo joven había llevado una vida muy poco edificante, hasta que un día, sintiendo que Dios lo había «herido», se convirtió, entregándose a su servicio, como terciarío franciscano. Desde hacía mucho que conocía bastante bien a los musulmanes; había alternado con muchos de ellos, aprendiendo su lengua con tanta perfección que estaba en condiciones de escribir en árabe. Ahora que se había convertido concibió un plan grandioso, con varias etapas: ante todo se dedicaría a formar misioneros en institutos donde se les enseñara las lenguas del lugar, luego redactaría compendios de la fe cristiana en los idiomas de los pueblos que habían de ser evangelizados, y por fin se expondría él mismo al martirio, ofreciendo así a los infieles el testimonio supremo de la caridad.
    Año tras año, insistió ante los Reyes y los Papas en favor de su plan. Algunos atendieron su propuesta, como el rey Jaime de Cataluña, quien creó un Colegio especial para formar un grupo de Hermanos Menores de acuerdo al proyecto de Lulio. Asimismo París, Oxford, Bolonia y Salamanca resolvieron crear en sus Universidades cátedras de árabe, gríego, hebreo y caldeo. Habiendo logrado todo esto, Raimundo pensó que sólo le restaba dar el testimonio anhelado.
    Y así se embarcó para Túnez. Había allí algunos cristianos, especialmente comerciantes. Pero él quería ir a los árabes. Vestido como un sabio del Islam, comenzó a mezclarse con las muchedumbres, que en las esquinas de las calles y en las plazas, se agolpaban en torno a los juglares o predicadores, según la milenaria tradición oriental. Durante varias semanas se comportó de este modo, no perdiendo ocasión alguna para predicar el Evangelio. Hasta llegó a entablar controversias con los sabios musulmanes en sus propias escuelas. Pero un día fue denunciado como cristiano a las autoridades; llevado ante el tribunal, y acusado de blasfemo, fue condenado a muerte. ¿No era eso lo que había buscado? Sin embargo Dios no lo quiso así. Un poderoso personaje de Túnez que lo había conocido, abogó en su favor, salvándole la vida. Lo cual no le evitó ser terriblemente azotado, tras lo cual fue expulsado, arrojándosele a un barco genovés que estaba a punto de zarpar. Pero Lulio era indomable, y apenas llegada la noche, se tiró al agua, y nadó hasta la costa, decidido a reanudar su tarea de evangelización.
    No tenemos tiempo para detallar lo que luego sucedió. Sólo digamos que muchos le aconsejaron desistir de su empresa, y dedicarse a predicar en las Baleares y en España, donde había tanto por hacer. Pero él se negó una y otra vez, convencido de que Dios lo quería en el Africa. Estaba ya muy avejentado, y sin embargo mostraba cada vez menos «prudencia», hasta el punto de atacar públicamente la doctrina de Mahoma en las plazas y en las calles. Se diría que tenía urgencia por ser martirizado. Fue nuevamente detenido, mas esta vez lo salvaron de la muerte algunos comerciantes genoveses y catalanes. Tras seis meses de arresto, las autoridades ordenaron su expulsión. Pero pronto retornó, dedicándose ahora a escribir tratados sobre la religión islámica y la manera de rebatir la doctrina musulmana. Por fin, en 1316, el populacho, amotinado por un controversista enemigo, se abalanzó sobre él. lo molió a palos, y lo dejó por muerto. Los genoveses lo cargaron en un navío. Lleno de pesar por no poder dar su vida en la tierra de sus sueños, murió cuando Mallorca aparecía en el horizonte. Nos hemos detenido en la figura de Raimundo, a quienes llamaron «Raimundo el Loco», el «Doctor Iluminado», «el Loco de Dios», porque nos parece encantadora. Y porque es de nuestra misma sangre.
    d) Órdenes Redentoras
    Aparecieron asimismo Ordenes de talante heroico, cuyos miembros se ofrecían voluntariamente para ser enviados a los países musulmanes, ocupando el puesto de tal o cual cautivo cristiano, lo cual, como es evidente, entrañaba gravísimos peligros. Así, en 1240, S. Ramón Nonato fue martirizado por el rey de Argel. La primera Orden de este estilo fue la de los Trinitarios, creada en 1198 por S. Juan de Mata y S. Félix de Valois, cuya vocación específica era liberar a los cristianos cautivos del Islam.
    Poco después, en 1223, aparecieron los Mercedarios: por iniciativa de S. Pedro Nolasco y S. Raimundo de Peñafort, quienes introdujeron en su regla el voto de sustituirse a los cautivos. Desde su fundación hasta la Revolución francesa estas dos Ordenes liberaron más de 600.000 cautivos, entre los cuales figuraría el inmortal Cervantes.
    e) Órdenes Militares
    Bástenos aquí con mencionarlas, ya que de ellas algo diremos al tratar de la Caballería.
    * * *
    Todas estas Ordenes apuntaban a fines diversos. Así como sobre un mismo paisaje grandes pintores pueden componer cuadros sumamente diferentes, en torno al tema único del amor de Dios se desplegó un amplio abanico de actitudes espirituales. Un benedictino, un cisterciense, un franciscano, un dominico, un mercedario, no siguieron, por cierto, los mismos caminos. El hijo de S. Benito, trataba de santificarse por la obediencia a la Regla, el culto divino, la oración, la lectio sacra, el trabajo y el amor a la belleza puesta al servicio de Dios. La reforma del Cister implicó una contemplación más intensa y prolongada, un mayor espíritu de mortificación, más tiempo dedicado al trabajo manual, y predileccionó el despojo por sobre la belleza formal, pero lo que de severo hubo en aquella espiritualidad quedó compensado por la inclinación de la misma hacia la humanidad de Cristo y hacia la Virgen María. Asimismo hubo diferencias entre las dos grandes Ordenes que surgieron a comienzos del siglo XIII, no obstante llamarse ambas «mendicantes». Los hijos de S. Francisco acentuaron el espíritu de pobreza absoluta, juntamente con un amor delicado a Jesucristo y una actitud de admiración frente al mundo creado. La espiritualidad de los dominicos, en cambio, se orientó con preferencia hacia la contemplación y la especulación teológica, cuya abundancia estaría en el origen de la actividad apostólica. La actitud de los mercedarios expresó el tema del amor de Dios desde el punto de vista de la dación personal –canje heroico– por aquellos en favor de los cuales Cristo había derramado su sangre, haciéndose así cautivos en el Señor (cf. Daniel-Rops, La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada… 56-57).

    4. San Bernardo, motor inmóvil del Medioevo
    Antes de dar por terminada la presente conferencia, presentemos una figura paradigmática de santo medieval, el arquetipo del estamento de los «orantes», tal cual lo concibió la Cristiandad, S. Bernardo de Claraval.
    a) La persona
    Nació Bernardo el año 1090. Era un joven robusto, de frente amplia, ojos azules y penetrantes. Todos sus contemporáneos concuerdan en afirmar que brotaba de él un prestigio singular.
    Un día comprendió que Dios lo llamaba para seguirlo de cerca. Su padre se opuso. Pero entonces comenzó a manifestarse aquella capacidad de fascinación que durante toda su vida habría de emanar de su persona. Uno tras otro, todos sus hermanos, sin excepción, hicieron suya la decisión de Bernardo. Comentando este poder de atracción contagiosa escribe R. Guénon en su tan breve como precioso estudio dedicado a nuestro santo: «Hay ya en ello algo de extraordinario, y sería sin duda insuficiente evocar el poder del “genio”, en el sentido profano de esta palabra, para explicar semejante influencia. ¿No vale mejor reconocer en ello la acción de la gracia divina que, penetrando en cierta manera toda la persona del apóstol e irradiando fuera por su sobreabundancia, se comunicaba a través de él como por un canal, según la comparación que él mismo emplearía más tarde aplicándola a la Santísima Virgen?» (R. Guénon, Saint Bernard, 4ª ed., Ed. Traditionnelles, Paris, 1973, 6-7).
    Nos referiremos enseguida al influjo que seguiría ejerciendo a lo largo de su vida en diversos ámbitos del mundo de su época. Pero digamos desde ya que el atractivo que fluía de su personalidad no se limitó tan sólo al círculo de quienes la conocieron cara a cara, sino que se multiplicó inmensamente a raíz de su frondosa y elegante producción literaria. Dice Gilson que S. Bernardo «renunció a todo excepto al arte de escribir bien». Véase, si no, su magnífico «Comentario del Cantar», en 96 admirables sermones, sus tratados dogmáticos, su famosa De consideratione en que señala sus deberes a los Papas...
    b) Monje y caballero
    S. Bernardo fue antes que nada y por sobre todo un monje. Si bien las circunstancias lo llevaron a veces a salir del monasterio, hay que decir que aun en medio de sus viajes, de sus mediaciones político-religiosas, de sus debates doctrinales, fue y siguió siendo monje. Con frecuencia le ofrecieron títulos y honores, incluida la misma tiara pontificia, pero él siempre prefirió su humilde condición de monje del Cister.
    Sin embargo, S. Bernardo no fue un monje común. Detrás de su cogulla monacal se escondía el yelmo del caballero. La iconografía ha conservado aquella imagen del monje blanco que, predicando desde el elevado atrio de la iglesia de Vézelay, el día de Pascua de 1146, a una inmensa multitud, volvió a encender en ella el entusiasmo que había decaído, y lanzó a la Cristiandad a la segunda Cruzada para la recuperación del Santo Sepulcro. Habían pasado casi cuarenta años desde que Godofredo de Bouillon conquistara Jerusalén. Pero el enemigo, que era abrumador, había logrado retomar la iniciativa, y la nobleza europea ya no vibraba por la causa de las Cruzadas, como la del siglo pasado. Bernardo sufría ante esta situación, y entonces se había dirigido al Papa, que era por aquel entonces Eugenio III, antiguo monje suyo en Claraval, solicitándole su intervención. Con la Bula del Papa en sus manos, Bernardo entró en acción, consiguiendo en Vézelay resultados espectaculares, ya que las multitudes, profundamente conmovidas, reclamaban el honor de cruzarse allí mismo. Relatan las crónicas que faltó tela para las cruces, que todos querían coser sobre sus hombros. Hasta el manto de Bernardo sirvió para ello. Pero tal éxito no satisfizo del todo al santo, quien desde Vézelay se lanzó a los caminos de Europa para seguir enrolando nuevos combatientes.
    El Abad de Claraval parece de la misma pasta que Godofredo de Bouillon o el Cid Campeador. El cristianismo que predicó fue enérgico, conquistador y casi castrense. Su mismo modo de dirigirse a la Santísima Virgen, llamándola «Nuestra Señora», brota del lenguaje caballeresco; se consideró como el caballero de la Virgen y la sirvió como a la dama de sus sueños. S. Bernardo trató de dar forma institucional a su concepción del cristianismo, imaginando una Orden religiosa que la encarnara. Tal fue la Orden del Temple, orden militar y caballeresca, cuya misión sería la defensa de Tierra Santa ante los ataques de los infieles. Para ellos hizo redactar estatutos adecuados y escribió aquel «Elogio de la nueva milicia», donde exalta el ideal del caballero cristiano enamorado de Jesucristo y de la tierra en que vivió Nuestro Señor. Los templarios eligieron un hábito blanco, como los monjes del Cister (la gran cruz roja fue un añadido posterior). En la concepción de Bernardo, la Caballería habría así hallado su expresión más acabada en aquellos hombres que unían el espíritu de fe y de caridad, propio de la vida religiosa, con el ejercicio de la milicia en grado heroico. Algo parecido a lo que era él: un monje-caballero.
    Pero ya se sabe lo que aconteció con la Orden del Temple, o mejor, lo que de ella se dice, es a saber, que con el tiempo se fue mercantilizando, entrando en transacciones financieras, no siempre por encima de toda sospecha. Así se degradan las cosas más nobles. Sin embargo, hay demasiados misterios en este asunto para que pueda hacerse de ello un juicio imparcial. No deja de ser sintomático que fuera Felipe el Hermoso, uno de los grandes rebeldes de la Edad Media contra la supremacía de la autoridad espiritual, quien proclamara el acta de defunción de aquella «milicia de Cristo», como la había llamado S. Bernardo. Guénon lo ha advertido en su libro sobre el santo: «El que dio los primeros golpes al edificio grandioso de la Cristiandad medieval fue Felipe el Hermoso –escribe–, el mismo que, por una coincidencia que no tiene sin duda nada de fortuito, destruyó la Orden del Temple, atacando con ello directamente la obra misma de S. Bernardo» (op. cit., 17-18).
    Señala Daniel-Rops que tanto la Orden del Temple como el ciclo literario de la busca del Santo Grial ocuparon un lugar considerable en la leyenda áurea que se formó en torno a la figura de S. Bernardo, apenas éste hubo muerto. Los caballeros del Grial, puros, desprendidos, ya la vez heroicos, no parecen sino la expresión literaria de «la nueva milicia» esbozada por Bernardo. El poema del alemán Wolfram von Eschenbach, en la parte que empalma con la obra del poeta francés Guyot, hace de Parsifal el rey de los templarios. Y no son pocos los comentaristas que se han preguntado si el arquetipo de Galaad, el caballero ideal, el paladín sin tacha, no habrá sido el propio Bernardo de Claraval (cf. La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada… 143). El guía que Dante elige en el canto 31 del Paraíso para suplir a Beatriz es «un anciano vestido como la gloriosa familia», evidentemente el Abad de Claraval.
    Monje y caballero. «Hecho monje –escribe Guénon–, seguirá siendo siempre caballero como lo eran todos los de su raza; y, por lo mismo, se puede decir que estaba en cierta manera predestinado a jugar, como lo hizo en tantas circunstancias, el rol de intermediario, de conciliador y de árbitro entre el poder religioso y el poder político, porque había en su persona como una participación en la naturaleza del uno y del otro» (R. Guenon, op. cit. 20).
    c) La conciencia de la sociedad
    No se puede sino destacar con admiración el feliz encuentro entre el genio de S. Bernardo y el reconocimiento del pueblo. Porque con frecuencia la historia ha sido testigo de la existencia de hombres superiores que en su momento no fueron reconocidos como tales. Acá, felizmente, se produjo el encuentro enriquecedor. Este hombre, dotado de tan eminentes cualidades, fue venerado por la sociedad de su tiempo, lo que permitió entre ambos un activo intercambio espiritual. El hecho de que sus contemporáneos lo apreciasen en tal forma que escuchasen sus consejos y se enmendasen al oír sus reprensiones, constituye una muestra acabada de cómo esa época supo valorar, más aún que a los «especialistas» de la política, la diplomacia o la economía, a los hombres religiosos, a los santos y a los místicos.
    Por eso S. Bernardo se permitió intervenir en tantas cuestiones aparentemente ajenas a la vida monástica. «Los asuntos de Dios son los míos –exclamó un día–, nada de lo que a El se refiere me es extraño». Ofender a Dios era ofenderlo a él, y por eso se erguía decididamente cuando estaban en juego «los asuntos de Dios».
    Dice Daniel-Rops que S. Bernardo concebía los «asuntos» de Dios de dos maneras. Por una parte se atentaba contra el Señor cuando se violaba su ley, cuando sus preceptos eran burlados; con lo que el Santo se situó en el corazón mismo de aquella gran corriente de reforma que constituiría una fuerza de incesante renovación en la conciencia de la Iglesia durante la Edad Media. Pero Dios era también afectado cuando se amenazaba a la Iglesia en su libertad, en su soberanía, o en el respeto que se le debía (cf. La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada… 121).
    El género epistolar se avenía especialmente con su temperamento apasionado y tan personal en su manera de expresarse. A veces entusiasta, otras indignado, sus cartas son una radiografía de su modo de ser. El amor, la ternura, la irritación encuentran con facilidad los términos adecuados, por lo general no carentes de elegancia. Muchas de esas cartas se dirigen a las autoridades eclesiásticas ya los poderes civiles. Lo notable es que tanto los obispos como los políticos aceptasen las interferencias de este monje y con frecuencia le hicieran caso.
    Especialmente interesante resulta su actitud con la persona del Papa. Por una parte lo admiraba y veneraba, pero precisamente por eso lo quería santo y sabio, a la altura de su inmensa responsabilidad. Cuando veía que el círculo que lo rodeaba era incompetente o vicioso, que su Curia estaba llena de «empleados», carentes de espíritu sobrenatural, con qué virulencia estigmatizaba a aquellos rapaces. ¡Que el Papa escoja gente mejor, que elija «en todo el universo a quienes debían juzgar el universo»!
    Intervino asimismo, y de manera decidida, en las luchas doctrinales de su tiempo. Sintomática fue su contienda con Abelardo, aquel hombre devorado por la pasión de razonar, precursor de cierta mentalidad racionalista que atenta contra la misteriosidad de la fe. Entendiendo que su silencio lo favorecía, Bernardo entró en escena. Para dirimir la disputa, Abelardo solicitó la convocatoria de un Concilio. Ya desde el comienzo del mismo se mostró hasta qué punto la actitud de ambos era diferente. Abelardo se sentía seguro de sí, de su capacidad dialéctica, considerando el Concilio como una especie de palestra donde lucir su inteligencia. Bernardo era un santo, un hombre lleno de Dios. El hecho es que antes que Abelardo abriese la boca, Bernardo comenzó a atacarlo, arguyendo que los temas que pretendía discutir no eran temas sujetos a discusión, porque rozaban el orden de la fe. Y lo abrumó con un diluvio de citas tomadas de las Escrituras y de los Padres, identificándolo con Arrio, Nestorio y Pelagio. Totalmente desconcertado, Abelardo apeló del Concilio al Papa. Y se encaminó hacia Roma. Pero no tuvo tiempo de llegar... ni valía ya la pena hacerlo porque al arribar a Cluny le alcanzó la condena romana. Advertido del hecho, y enterándose de que su adversario se encontraba indispuesto, Bernardo acudió inmediatamente al lecho del enfermo y le dio el ósculo de paz (cf. Daniel-Rops, op. cit., 128-131).
    d) El eje de la rueda
    Se ha comparado a Bernardo con el eje de una rueda. A semejanza del eje que no se mueve, Bernardo estaba inmóvil en su contemplación, pero así como el eje quieto mueve a toda la rueda, de modo similar él ponía en movimiento la entera sociedad. Ya, muchos siglos atrás, había dicho Boecio que así como cuanto más nos acercamos al centro de una rueda, menos movimiento notamos, de manera análoga cuanto más se aproxima un ser finito a la inmóvil naturaleza divina, tanto menos sujeto se ve al destino, que es una imagen móvil de la eterna Providencia.
    Bernardo era un hombre de oración, fijado en su contemplación, y sin embargo lo vemos actuar en todos los campos, incluidos los más temporales. No deja de resultar impresionante el hecho de que la desnuda celda de un monje pudiera llegar a ser el centro mismo de Occidente. Y viceversa, no deja de ser menos impresionante que en lo más intenso de sus tareas nunca olvidase que su energía era de origen sobrenatural. «Mi fuego –decía– se ha encendido siempre en la meditación».
    A semejanza del Motor inmóvil, desde el «centro» fue Bernardo capaz de atender la periferia. «Tener hasta ese grado el sentido de los hombres y de los acontecimientos –escribe Daniel-Rops–; ser capaz de llevar adelante tantas tareas diversas; saber dirigir la inmensa red de los Hermanos de su Orden para ser informado y para que sus instrucciones sean ejecutadas; mantener una correspondencia gigantesca con cuanto era importante en la Cristiandad de Occidente; y seguir siendo entre tanto el mismo hombre de pensamiento, de oración y de contemplación que conocemos, es todo ello el irrecusable testimonio de su valía única». Viene aquí al caso aquel espléndido pensamiento de Pascal: «No muestra uno su grandeza por ser una extremidad, sino más bien por tocar las dos a la vez y por llenar todo lo que hay entre ambas» (ibid., 137-138).
    Con frecuencia lo reprendieron por «abandonar» la celda y fastidiar a los demás, en vez de dedicarse a la oración –»esos monjes que salen de los claustros para molestar a la Santa Sede ya los Cardenales»–, pero tales acusaciones que a menudo llegaban a Roma, apenas si le impresionaban. Y en cuanto al simpático Cardenal que le escribió amonestándolo, le respondió secamente que las voces discordantes que alteraban la paz de la Iglesia le parecían ser las de las ranas alborotadoras que atestaban los palacios cardenalicios o pontificios.
    Bien ha escrito Guénon: «Entre las grandes figuras de la Edad Media, pocas hay cuyo estudio sea más propio que la de S. Bernardo para disipar ciertos prejuicios caros al espíritu moderno. ¿Qué hay, en efecto, más desconcertante para éste que ver un contemplativo puro, que siempre ha querido ser y permanecer tal, llamado a ejercer un papel preponderante en la conducción de los asuntos de la Iglesia y del Estado, y triunfando a menudo allí donde había fracasado toda la prudencia de los políticos y los diplomáticos de profesión?... Toda la vida de S. Bernardo podría parecer destinada a mostrar, mediante un ejemplo impresionante, que existen para resolver los problemas del orden intelectual e incluso del orden práctico, medios completamente distintos que los que se está habituado desde hace mucho tiempo a considerar como los únicos eficaces, sin duda porque son los únicos al alcance de una sabiduría puramente humana, que no es ni siquiera la sombra de la verdadera sabiduría» (R. Guénon, op.cit., 5).
    e) Encarnación de la religiosidad medieval
    S. Bernardo es la imagen más lograda del hombre tal y como pudo concebirlo la Edad Media, si bien en su cumbre, «pero es que una montaña forma también cuerpo con la extensión de las llanuras que la rodean y arraiga en ellas» (Daniel-Rops, La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada… 116).
    El Santo de Claraval llevó a su más alto grado las diversas notas que caracterizan el espíritu religioso de la Edad Media. Si aquella época se distinguió por su impronta escriturística, advertimos que tanto el pensamiento como la elocuencia de S. Bernardo manan directamente de esa fuente. No es de extrañar, ya que desde su juventud escrutó los libros de la Sagrada Escritura con ternura y minuciosidad. Algunos de sus sermones son simple y llanamente un tejido de textos bíblicos, ordenados conforme a un ritmo tomado de los salmos y de los profetas.
    También encarnó en gran nivel la profunda devoción que el hombre medieval experimentara por la humanidad de Cristo, que fue para él no sólo el modelo admirable, sino el hermano y el amigo. Asimismo fue medieval por su delicado amor a la Madre de Dios. Cuenta una encantadora tradición que, en cierta oportunidad, oyendo entonar a sus hermanos la Salve Regina, no pudo resistir el fuego del amor que lo consumía y exclamó: O clemens, o pia, o dulcis, palabras que en adelante quedarían incluidas en dicha plegaria. La piedad mariana de la Edad Media es inescindible de quien quiso ser caballero de «Nuestra Señora».
    Deudor de la espiritualidad medieval, por otra parte contribuyó como nadie a consolidarla y darle fuste. Dice Daniel-Rops que ninguna de las grandes formas de la piedad medieval dejó de recibir su impronta. Y no sólo los elementos interiores de aquella piedad, sino también sus manifestaciones exteriores, como la Catedral y la cruzada (ibid., 120. Para el tratamiento de la semblanza de S. Bernardo nos hemos valido del excelente capitulo a él dedicado en el libro citado de Daniel-Rops, págs. 101-147, cuya lectura recomendamos).
    * * *
    Nada mejor para cerrar esta conferencia sobre «los que oran» que un texto notabilísimo del Doctor Angélico, que bien podría haber sido la carta magna de la sociedad medieval, donde se señala con absoluta claridad no sólo el primado de la contemplación y del contemplador sobre todas las ocupaciones de los hombres, sino también la ordenación de éstas a aquélla ya aquél como a su fin:
    «¿Pues para qué el trabajo y el comercio, sino para que el cuerpo, provisto de las cosas necesarias o convenientes para la vida, esté en el estado requerido para la contemplación? ¿Por qué las virtudes morales y la prudencia, sino para procurar el dominio de las pasiones y la paz interior, que la contemplación necesita como presupuesto? ¿Para qué el gobierno de la vida civil sino para asegurar el bien común y la paz exterior necesaria para la contemplación? De suerte que, si se las considera como es’ menester –concluye gallardamente–, todas las funciones de la vida humana parece que están al servicio de los que contemplan la verdad» (Contra Gentes, lib. III, cap. 37).

    II. Los que trabajan
    En la presente conferencia trataremos del segundo estamento que integraba el tejido social de la Edad Media, el de los que trabajaban.
    Antes de abocarnos directamente a la consideración del tema, insistamos sobre algunas características propias de la época, a las que ya hemos aludido en anteriores conferencias, pero cuyo recuerdo nos servirá de introducción a lo que ahora nos va a ocupar.
    Y ante todo la relación que el hombre de la Edad Media mantuvo con el espacio circundante, muy diversa de la que impera en la actualidad. En aquel entonces la proximidad se determinaba por la distancia que se podía recorrer, de ida y vuelta, entre la salida y la puesta del sol. No existiendo la luz eléctrica, la vida del hombre estaba regida por el curso del día natural, de sol a sol. Uno se consideraba «de viaje» cuando se veía obligado a pernoctar fuera de su casa. Ustedes se preguntarán qué tiene que ver esto con nuestro tema. Lo tiene, y mucho, ya que en buena parte se debió a ello el que las relaciones laborales, económicas y políticas, se desarrollasen en pequeños ámbitos cuya dimensión dependía de la longitud del paso del hombre o del ritmo de su cabalgadura. Esas reducidas circunscripciones antiguas son las aldeas y cantones de la Europa actual. El hecho de vivir en perímetros tan limitados para nuestro modo de ver las cosas, desarrolló particularidades altamente originales y enriquecedoras: distintas maneras de hablar (pronunciaciones y vocablos propios) , de vestirse, de comer, de distraerse, de trabajar , sus santos lugareños, sus héroes, y también su legislación. El primer patriotismo se encendió en el rescoldo de las aldeas y regiones. Las guerras fueron casi siempre luchas de un señorío contra otro, es decir, de una aldea contra otra aldea, o de un cantón contra otro cantón (cf. G. D’Haucourt, La vida en la Edad Media…, 18-19).
    Otro aspecto que queremos recordar en esta breve introducción es la tendencia comunitaria que caracterizó al hombre medieval. Se hubiera podido creer que por el hecho de vivir habitualmente en pequeños espacios, aquel hombre hubiese sido un individualista nato. Es muy posible que haya de atribuirse en amplia medida al influjo del cristianismo, especialmente a la idea de comunión que brota del Evangelio, aquello que el P. Mandonnet designó como «el fenómeno más característico de la vida de Europa en los siglos XII y XIII, el poder de afinidad», que tanto impulsó a trabajar codo a codo. En varios reglamentos de los oficios que de aquella época han llegado hasta nosotros, cuando se habla de la solidaridad en el trabajo, se apela con frecuencia a la ley del amor promulgada por Cristo (cf. Daniel-Rops, La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada… 332).
    Sin embargo no parece justa la opinión de Burkhardt según la cual la Edad Media habría sido una época absolutamente «colectivista». Acertadamente señala Landsberg que la Edad Media fue al mismo tiempo menos y más comunitaria que la época moderna. Menos comunitaria, o mejor, no colectivista, por cuanto el hombre individual era considerado cual sujeto irrepetible de su salvación personal. Por estrechos que fuesen los vínculos sociales, existía, con todo, una zona profunda e intocable en cada persona, la esfera religiosa, el ámbito del cara a cara con Dios. Si alguna vez tuvo vigencia social la fórmula agustiniana «Dios y el alma», fue evidentemente durante la Edad Media. Cuanto más religioso es un pueblo, prosigue Landsberg, tanto menos expuesto está a convertírse en rebaño. Los norteamericanos actuales, con todo su «individualismo» y su exaltación de la «persona humana», son mucho más uniformes y gregarios que el pueblo de la Edad Media. Las expresiones vitales que de aquella época han llegado hasta nosotros, como son las canciones populares, las leyendas, los cuentos y los mitos, para nada indican que el pueblo de donde brotaron fuese una masa impersonal; al contrario, destácanse allí toda suerte de individualidades... Por otra parte, el hombre de la Edad Media fue mucho más comunitarista y solidario que el moderno, no sólo en el nivel popular, de los gremios y asociaciones, sino también en la esfera de sus pensadores. Por aquel entonces no existía el típo del sabio solitario, al estilo de Burkhardt, que procede del Renacimiento, y particularmente del Humanismo. Los grandes hombres de la Edad Media estuvieron mucho más íntimamente integrados en la sociedad. En síntesis, se puede afirmar que lo individual y lo comunitario encontraron un equilibrio feliz (cf. P. L. Landsberg, La Edad Media y nosotros… 150-152).
    Tras estos prolegómenos entremos en la materia del presente tema. Distinguiremos tres tipos de «trabajos»: el rural, el artesanal y el comercial.

    1. El trabajo rural
    Ya hemos observado anteriormente el cimiento agrícola de la sociedad medieval. Podríase decir que fue el campo la base sobre la cual descansó el entero tejido existencial de la Edad Media, la vida de sus monasterios, la sabiduría de sus teólogos, la ciencia de sus filósofos y legistas, el poder de sus reyes y estadistas, el esplendor de su arte.
    Cuando los autores medievales afirmaban la división tripartita de la sociedad –los que oran, los que combaten y los que trabajan–, por este último estado entendían principalmente a los que labraban la tierra, excluyendo de él a los mercaderes y, más en general, a los habitantes de las ciudades. Si bien nosotros incluiremos en la categoría de «los que trabajan» a los artesanos e incluso a los comerciantes, propiamente y en sentido estricto tanto éstos como aquéllos encajaban con dificultad en el esquema medieval.
    a) El trabajo y la tierra en la Edad Media
    Señala Calderón Bouchet que dos fueron las razones principales por las que la Edad Media privilegió el quehacer rural, es a saber, el influjo de la Iglesia, que no veía el comercio con buenos ojos, y el poco atractivo que por la vida urbana experimentaban las poblaciones bárbaras incorporadas al ámbito del Imperio.
    Grandes provincias imperiales, como por ejemplo Germania o Inglaterra, carecían de ciudades importantes, y muchas antiguas ciudades romanas habían visto mermar considerablemente su población. Las aldeas supérstites estaban invadidas por el campo. Como todavía puede observarse en algunos villorrios españoles, el campo penetra el tejido urbano, y las casas de esos pueblos cobijan de noche, en su planta baja, a algunos animales de la hacienda. Todo el mundo, incluidos los más ricos, aun los obispos y los reyes, estaban marcados por el espíritu rural, y para su subsistencia en buena parte dependían del campo. La mayoría de los que habitaban en las aldeas poseían en ellas la casa en que moraban, rodeada de un terreno cuyo nombre latino era mansus, del que extraían los productos con que se alimentaban.
    Cada aldea tenía su señor y su cura párroco. El sacerdote vivía del diezmo que recaudaba de sus fieles y, en general, participaba del mismo tipo de vida que ellos. El tributo que le debían entregar no era excesivamente oneroso y por lo común consistía en productos de la tierra, animales de corral o trabajo personal. El mansus familiar proveía así al sustento de los labradores y al diezmo parroquial. Las tierras pertenecientes a las abadías ya los obispados suministraban los bienes necesarios para el presupuesto de los mismos. Cuando los temporales o grandes sequías arruinaban las cosechas, los ojos de los labriegos se dirigían a los monasterios, ya que ellos albergaban depósitos de cereales, precisamente en orden a subsanar los inconvenientes que podían surgir en eventualidades semejantes. El dinero era escaso y de poco uso, reservándose tan sólo para las grandes transacciones comerciales. En cuanto a los señores, que eran por lo general hombres de armas, y guardianes natos del orden social, recibían también de sus subordinados una contribución que frecuentemente consistía en trabajo personal. Ellos tenían su fortuna en la tierra y vivían de sus productos. Inútil intentar un rendimiento que excediese sus necesidades, ya que no hubieran sabido dónde colocar las ganancias obtenidas, a no ser que las destinasen a alguna nueva construcción, como un castillo más poderoso, o un convento, o un templo parroquial, todas obras de utilidad social, pero en sí el lucro o el provecho financiero mismo no los tentaba.
    En cuanto al régimen agrario de la Edad Media, digamos que tuvo un carácter mixto. Existía una propiedad familiar exclusivamente relacionada con sus posesores y beneficiarios directos, pero había también una serie de bienes colectivos atendidos por todos los habitantes de la aldea con su esfuerzo común.
    La vida rural tuvo asimismo no poco que ver con la vida religiosa de los labradores. La Iglesia cuidó que las principales fiestas del año litúrgico coincidiesen lo más posible con el ciclo de las estaciones y las faenas agrícolas correspondientes, realizándose así una interesantísima comunión entre la vida espiritual y el acontecer cósmico. La campana de la parroquia o del convento confería a la existencia campesina un ritmo no sólo cronológico sino sacral. Poco antes del alba tocaba a laudes y clausuraba la jornada a la hora de vísperas. De este modo, la oración matutina y la plegaria vespertina enmarcaban el trabajo, confiriéndole una significación trascendente. Los días de fiesta eran numerosos, mucho más que en nuestros tiempos. Tanto los domingos como los días festivos los campesinos asistían a la Santa Misa y con frecuencia a los oficios de las Horas canónicas. Asimismo participaban en las procesiones, presenciaban en los atrios representaciones teatrales de los misterios sagrados, escuchaban sermones y homilías, aprendían el catecismo. Todo ello, sumado a las visitas domiciliarias de los sacerdotes, constituía una especie de cátedra ininterrumpida para su educación en los principios de la fe y la moral. La entera existencia del campesino latía al ritmo establecido por la Iglesia. Desde el nacimiento hasta la muerte, pasando por el matrimonio y las enfermedades, los momentos fundamentales de su vida resultaban sublimados por el aliento sobrenatural de la liturgia (cf. R. Calderón Bouchet, Apogeo de la ciudad cristiana, 235-241).
    b) Vida rural y servidumbre
    Dice R. Pernoud que según la visión tan sumaria como injusta que generalmente se tiene de la sociedad medieval, pareciera que en ella no hubiese habido lugar sino para dos categorías de hombres, los señores y los siervos. De un lado la tiranía, la arbitrariedad, los abusos de poder, y del otro la miseria, la obligación de impuestos y la sujeción irrestricta a la servidumbre corporal. Tal es la idea comúnmente aceptada y expuesta no solamente en los manuales de historía que se usan en los colegios, sino también en círculos intelectuales más elevados. El simple sentido común basta, sin embargo, para darse cuenta de lo difícil que resulta admitir que los descendientes de los invencibles soldados de las legiones romanas, de los indómitos galos, de los guerreros de Germania y de los fogosos vikingos hayan podido ser domados en tal forma que se convirtiesen durante siglos en mansas ovejas, sujetos a toda clase de arbitrariedades.
    La realidad no fue tan simple, y poco tiene que ver con semejante manera de ver las cosas. Entre la absoluta libertad y la servidumbre, la sociedad rural incluía una serie de situaciones intermedias, una notable variedad en la condición de las personas y de los bienes. Se sabe con seguridad que, aparte de la nobleza, había una cantidad de hombres libres que prestaban a sus señores un juramento semejante al de los vasallos nobles, y una cantidad no menos grande de individuos cuya condición era un tanto imprecisa entre la libertad y la servidumbre.
    Eran libres todos los habitantes de las ciudades, las cuales, como es sabido, se multiplicaron desde comienzos del siglo XII. Cualquiera que fuese a establecerse en algunas de las ciudades recién creadas –nótese los nombres de algunas de ellas: Villafranca, en España, Villeneuve, en Francia– era declarado libre, como ya lo eran los burgueses y artesanos en las ciudades más antiguas. Fuera de ello, un gran número de campesinos eran también libres; especialmente aquellos que en Francia fueron llamados roturiers (plebeyos, los que no son nobles) o vilains (villanos), no teniendo esos términos, claro está, el sentido peyorativo que luego tomarían; «roturier» era una de las denominaciones que recibía el campesino, el labrador, porque «roturaba» la tierra, es decir, la rompía con la reja del arado; el «vilain» o «villano» era el que habitaba una «villa», término latino que designaba una casa de campo o granja.
    Además de los hombres libres, había por cierto un gran número de siervos. También esta expresión ha sido a menudo mal comprendida, quizás a raíz de que en la antigüedad romana la palabra servus era sinónimo de «esclavo». Y así se confundió la servidumbre, propia de la Edad Media, con la esclavitud que caracterizó a las sociedades antiguas y de la que no se encuentra vestigio alguno en la sociedad medieval (cf. R. Pernoud, Lumière du Moyen Âge, 43-46).
    Abundemos sobre esta confusión porque ha sido causa de numerosos equívocos. La esclavitud fue, probablemente, el hecho que más profundamente distinguió a la civilización de las sociedades antiguas. Sin embargo, cuando se recorren los textos de historia, se observa con extrañeza la curiosa reserva con que suelen tratar un hecho inconcuso cual es la desaparición de la esclavitud al comienzo de la Edad Media y, más aún, su súbita reinstalación a principios del siglo XVI. Fustigan con dureza la servidumbre medieval, pero silencian por completo –lo que no deja de resultar paradójico– la reaparición de la esclavitud en la Edad Moderna.
    La situación del siervo en nada se asemejaba a la del esclavo. A diferencia de éste, no estaba sometido a un hombre –el amo–, sino adherido a un terreno determinado, conforme a aquella concepción tan típicamente medieval, del vinculo entre el hombre y la tierra que trabaja. Es cierto que a diferencia del villano, aldeano libre, que podía abandonar voluntariamente su tierra, el siervo estaba adscripto obligatoriamente a la suya, pero en compensación de ello la tierra de este último era inembargable, y en caso de guerra, no estaba obligado a la prestación de ningún servicio militar. El propietario libre, en cambio, se veía sometido a toda suerte de responsabilidades sociales; si se endeudaba de manera irreparable, la autoridad tenía derecho a apoderarse de su tierra; en caso de guerra, podía ser obligado a combatir, y en caso de derrota y de saqueo de su campo no se le debía compensación alguna. Como puede advertirse, el siervo se encontraba protegido contra las vicisitudes que amenazaban a su vecino «libre», y ello era visto como algo tan ventajoso que algunos textos de la época hablan del «privilegio que tienen los siervos de no poder ser arrancados de su tierra», conociéndose innumerables casos de aldeanos libres que se hacían siervos para estar tranquilos y protegidos (cf. Daniel-Rops, La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada… 328).
    Quizás sea R. Pernoud quien mejor ha investigado este tema de la «incardinación» del aldeano en su tierra. La gran medievalista sostiene que la servidumbre fue una institución derivada de los imperativos de la época, sobre la base de la necesidad de lograr la indispensable estabilidad para el adecuado cultivo de la tierra. En la sociedad que se fue gestando durante los siglos VI y VII, la vida se organizó en torno a la tierra nutricia y el siervo era su pieza fundamental. Debía «radicarse» en su terruño, ararlo, sembrarlo, recolectar las cosechas. Ciertamente, sabía que no podía abandonar la tierra, pero sabía también que no podía ser expulsado de la misma, y que tendría su parte en sus propias cosechas. La ligazón entre el hombre y la tierra en que vivía constituye la esencia de la servidumbre. Fuera de ello, el siervo gozaba de los mismos derechos que el hombre libre: podía casarse, establecer una familia, la tierra que trabajaba pasaría a sus hijos después de su muerte, lo mismo que los bienes que hubiese podido adquirir. El señor, por su parte, tenía –es preciso destacarlo– las mismas obligaciones que su siervo, aunque, por supuesto, en un plano diverso, ya que tampoco podía abandonar sus tierras, venderlas o enajenarlas a su arbitrio.
    Como se ve, la situación del siervo era totalmente diferente de la del esclavo; éste no podía casarse, ni fundar una familia, ni hacer valer, en ningún caso, su dignidad de persona, que nadie le reconocía; era un objeto, una cosa, una res, que se podía comprar o vender, y sobre la cual otro hombre, su amo, ejercitaba un poder sin límites (cf. R. Pernoud, ¿Qué es la Edad Media?... 128).
    Seríamos ciertamente injustos si no señaláramos las limitaciones de esta institución social. La adscripción del siervo a la gleba implicaba diversas restricciones a su libertad, como consecuencia de su misma asignación al suelo. En caso de abandono de la tierra que estaba a su cuidado, el señor tenía sobre él lo que se llamaba el «derecho de persecución», es decir, que podía hacerle volver a la fuerza a su terruño, ya que, como hemos señalado, al siervo no le era lícito abandonar su tierra; la única excepción era para los que iban a peregrinación o se enrolaban en alguna cruzada. Asimismo el señor poseía lo que los franceses denominaron el «derecho de formariage», que al comienzo significaba la prohibición para el siervo de casarse fuera de su feudo, pero que con el tiempo se fue convirtiendo en una compensación que éste debía dar a su señor por las pérdidas que tal hecho podía producirle; con todo la Iglesia no se contentó con esta mitigación sino que protestó sin cesar contra la costumbre en vigor que parecía atentar contra la libertad de establecer espontáneamente la propia familia*. Finalmente, cuando el siervo fallecía, el señor poseía el denominado «derecho de manmuerta», es decir, que podía retomar los bienes que aquél había adquirido a lo largo de su vida; tal derecho, que nos parece abusivo, en la realidad se veía fuertemente mitigado o simplemente suprimido por cuanto el señor otorgaba al siervo el derecho de hacer testamento o reconocía de hecho a la familia como comunidad globalmente propietaria y, por tanto, legítima heredera.
    *Señala Daniel-Rops que aquí está el origen del llamado «derecho de pernada», sobre el cual se han dicho y escrito tantas tonterías. Al señor correspondía autorizar a su siervo o sierva la facultad de casarse; pero como en la Edad Media todo se expresaba con gestos simbólicos, para mostrar su consentimiento ponía su mano sobre la pierna del siervo o sobre el lecho conyugal. De ahí a lo imaginado. Cf. La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada... 329, en nota.
    En suma, la restricción fundamental impuesta a la libertad del siervo era no poder abandonar la tierra que cultivaba. Esta adherencia a la gleba es, como ya lo dijimos, una característica típica de la época, y, reiterémoslo una vez más, desde dicho punto de vista el señor estaba sujeto a las mismas obligaciones que su siervo, ya que tampoco él podía en caso alguno alienar su dominio o desentenderse de él. En los dos extremos de la jerarquía se encuentra el mismo apremio de estabilidad, inherente al alma medieval. Señala Pernoud que fue así como nació el campesinado europeo; perseverando durante siglos en el mismo terruño, sin responsabilidades civiles ajenas a su menester, sin obligaciones militares, el campesino se convirtió en el verdadero señor de su tierra (cf. Lumière du Moyen Âge... 47).
    Sería ridículo pensar que la situación de los siervos fuese idílica. Por eso la progresiva «liberación» de sus restricciones fue considerada como una conquista, aun dentro del período medieval. Los siervos podían comprar su libertad total, sea pagando cierta cantidad de dinero a su señor, sea comprometiéndose a abonar un impuesto anual como lo hacía el propietario libre. Esta obligación de rescate explica por qué las manumisiones fueron a menudo aceptadas de muy mala gana por sus presuntos beneficiarios; la ordenanza que en 1315 promulgó Luis X el Hutín, sucesor de Felipe el Hermoso, por la que quedaron liberados todos los siervos del dominio real, chocó en muchos lugares con la oposición de «siervos recalcitrantes». Sin embargo es innegable que, en líneas generales, la manumisión implicó un progreso. Crónicas antiguas atestiguan múltiples actos de emancipación referidos a 100, 200 e incluso 500 siervos; otras, en cambio, se refieren a una familia o a una sola persona. Y es que, según bien observa Pernoud, con la servidumbre ocurrió lo mismo que sucede con cualquier restricción de la libertad, que considerada como soportable cuando, impuesta por las necesidades de la vida, supone una contrapartida ventajosa, se vuelve intolerable tan pronto como el hombre puede autoabastecerse y valerse por sí mismo (cf. ¿Qué es la Edad Media?... 132).
    De la vieja esclavitud de los primeros siglos de la Europa cristiana, en que el hombre podía ser comprado y vendido como una mercancía cualquiera, arribamos a la completa liberación del campesino. Refiriéndose al despliegue de dicho proceso observa Belloc que la causa última que determinó dicha evolución no fue otra sino la religión común a todos, que sin renegar de las desigualdades naturales, afirmó la igualdad esencial de todos los hombres, sin distingos de rango o de riqueza. Ya desde el comienzo se fue haciendo cada vez más difícil, moralmente, «comprar y vender hombres cristianos». De ahí que el ilustre escritor inglés atribuya, sin más, al influjo de la fe católica, la gradual transformación de los esclavos en hombres plenamente libres (cf. H. Belloc, La crisis de nuestra civilización... 74-75).
    Agrega Belloc: «Al perder esta Fe comenzamos de nuevo a volver sobre nuestros pasos. Con la decadencia de la religión, esto que nuestros reformadores ni siquiera sueñan aún, pero que va implícito en todos sus planes en forma ostensible, vuelve el Estado servil, es decir, la Sociedad fundada v marcada con el sello de la esclavitud».
    e) La figura del aldeano
    Los diversos estudios de R. Pernoud demuestran la enorme injusticia que cometen quienes aceptan sin más la leyenda del campesino miserable, inculto y despreciado, que todavía se encuentra en un gran número de manuales de historia. Su régimen general de vida y su género de alimentación no tiene nada que merezca excitar especialmente nuestra compasión. El campesino, señala la estudiosa francesa, no ha sufrido en la Edad Media más de lo que el hombre en general ha sufrido en todas las épocas de la historia de la humanidad. Padeció, por cierto, la consecuencia de las guerras, ¿pero acaso éstas han perdonado a sus descendientes de los siglos XIX y XX? Por lo menos el siervo medieval estaba eximido de toda obligación militar, y en caso de emergencia podía encontrar amparo en el castillo de su señor. Pasó, asimismo, hambre en las épocas de malas cosechas, pero sabía que en la ocurrencia contaba con el granero de su señor o del monasterio vecino.
    ¿Fue el campesino despreciado? Quizá nunca lo fue menos, de hecho, que en la Edad Media. La literatura de esa época donde el labrador aparece ridiculizado no debe inducirnos a engaño, observa Pernoud; ello no es sino una prueba más del resentimiento, tan antiguo como el mundo, que experimenta el juglar o el comerciante frente al campesino, el «rústico», cuya morada es estable; es asimismo una prueba más de la tendencia, tan inconfundiblemente medieval, de reírse de todo; incluso de lo que parece digno de respeto. En realidad, jamás fue más estrecho el contacto entre los estamentos dirigentes y el pueblo rural. La noción del lazo personal, básico en la sociedad medieval, facilitaba todo tipo de contactos de persona a persona, concretados tanto en las ceremonias locales como en las fiestas religiosas y profanas, donde el señor encontraba a su siervo, lo conocía mejor, compartiendo su existencia mucho más íntimamente de lo que en nuestros días la comparten las familias pudientes y sus domésticos. La administración del feudo lo obligaba a conocer todos los detalles de su vida: el nacimiento de un nuevo hijo, el matrimonio o la muerte de algún miembro de la familia, sus litigios con otros siervos, etcétera. En nuestros días, el jefe de una empresa o el patrón de una fábrica, fuera del contrato con sus obreros y del pago del sueldo convenido, se juzga libre de toda obligación material y moral respecto de dichos asalariados; jamás se le ocurriría invitarlos a comer a su casa, en ocasión, por ejemplo, del matrimonio de uno de sus hijos. En fin, el trato es totalmente diferente del que prevalecía en la Edad Media. El campesino se ubicaba, quizás, en el extremo de la mesa, pero al menos se sentaba en la mesa de su señor .
    El aldeano no era, pues, un personaje despreciable dentro de la sociedad medieval. Lo prueba el patrimonio artístico que nos ha legado la Edad Media, donde se revela con toda claridad el lugar que en ella ocupaba. Su figura aparece por doquier: en los cuadros, en los tapices, en las esculturas de las catedrales, en las iluminaciones de los manuscritos; allí se lo encuentra representado una y otra vez, realizando los trabajos propios del campo, arando, manejando la azada, podando la viña, matando un cerdo. Era uno de los temas más corrientes de inspiración. Véase, si no, el himno a la gloria del campesino que trasuntan las miniaturas de las «Tres riches heures du Duc de Barry», o los pequeños bajorrelieves de los diversos meses en la fachada de Notre-Dame de París, o las esculturas del Maestro de los Meses en el pórtico de la catedral de Ferrara... ¿Alguna otra época ha dejado, por ventura, tan numerosas representaciones vivas y realistas de la vida rural?
    También en esta materia se han confundido las épocas. Lo que es verdad para la Edad Media no lo es para la época del Renacimiento y del Humanismo. A partir del siglo XVI se va haciendo patente un creciente divorcio entre los nobles, los artistas y el pueblo. Cada vez se comprenderán y se integrarán menos, llevando existencias paralelas. La vida intelectual y artística será patrimonio casi exclusivo de la burguesía; el campesino se verá excluido de ella, así como de la actividad política. Es indudable que desde el siglo XVI hasta nuestros días, el campesino ha sido si no despreciado, al menos preterido y considerado como de segundo orden, pero no resulta menos innegable que en la Edad Media ocupó un lugar relevante en la vida de la sociedad (cf. R. Pernoud, Lumière du Moyen Âge... 50-54). Agrega la autora: «Notemos que es también en el siglo XVI cuando vuelve a aparecer el desdén, familiar a la Antigüedad, para con los oficios manuales. La Edad Media asimilaba tradicionalmente las “ciencias, artes y oficios”».

    2. El trabajo artesanal
    Dijimos que en la Edad Media se consideraba «trabajador» por antonomasia al que labraba el campo, trabajo noble por excelencia. Sin embargo la vida urbana desarrolló otros dos tipos de trabajo: el de los oficios y el del comercio.
    a) El origen de las corporaciones
    La palabra «corporación» es un vocablo moderno, cuyo uso se propagó recién en el siglo XVIII. Hasta entonces no se hablaba sino de oficios, maestrazgos y jurandas. Después de haber sido considerada, según algunos historiadores, como sinónimo de «tiranía», la corporación ha sido objeto de juicios menos severos, ya veces de elogios entusiastas.
    ¿Cómo nacieron las corporaciones? Algunos autores sostienen que su origen más remoto debe ser buscado nada menos que en la antigua Roma; sobreviviendo a la decadencia del Imperio, habrían llegado hasta la Edad Media. Y a modo de ejemplo anotan en favor de su hipótesis el hecho de que las corporaciones medievales del Languedoc y Provenza afirmaban expresamente que sus estatutos procedían de la antigüedad romana*.
    *De acuerdo a los Statuta Marsiliæ, redactados en el siglo XII, la ciudad de Marsella contaba con cien corporaciones de oficios, cuyos dirigentes eran elegidos según reglamentaciones bien determinadas, jugando un papel significativo en el régimen político de la ciudad.
    Aliase a esta tesis Calderón Bouchet quien señala que en el sur de Francia, así como en las ciudades italianas, no habría habido solución de continuidad entre el régimen municipal romano y el régimen medieval. Pero agrega un dato importante, y es el innegable influjo que ejerció el cristianismo, si no en la organización al menos en el espíritu de las nuevas asociaciones (cf. R. Calderón Bouchet, Apogeo de la ciudad cristiana... 260-261).
    Sin embargo el mismo autor recuerda que no todas las corporaciones tuvieron un fin edificante. Las hubo de muy mala índole, llegando algunas de ellas a asociar grupos de comerciantes próximos al bandidaje. «Tienen estatutos pintorescos donde se comprometen a asistir a los banquetes periódicos sin armas, para poder emborracharse a gusto y pelear sólo a puñetazos y con sillas» (ibid. 262).
    Quizás sea atribuible a dicha influencia cristiana algo relevante de destacar y es el hecho de que fue en los hogares de aquellos artesanos donde se comenzó a honrar por vez primera las profesiones llamadas serviles. La Antigüedad sólo había considerado la agricultura como ocupación digna del hombre libre, reputando las artes manuales como trabajo propio de esclavos. También la Edad Media, según ya lo hemos destacado, privilegió el trabajo rural, pero ello no fue obstáculo para que enseñara a valorar asimismo la labor artesanal.
    Cada gremio reclamaba para sí una antigua prosapia y eminentes antepasados: los cerveceros, por ejemplo, se remitían al rey borgoñón Gambrino, personaje legendario del tiempo de Carlomagno, de quien decían que había enseñado a los alemanes a fabricar cerveza; los hortelanos, por su parte, pretendían que su ocupación era la más vetusta de la humanidad, ya que en el paraíso Adán se había dedicado a la horticultura (!).
    b) Comunión del capital y del trabajo
    La organización corporativa medieval está en las antípodas de lo que podría ser una concepción clasista de la sociedad, y consiguientemente ignoró todo tipo de lucha de clases.
    En la planta baja de las casas se hallaban instalados los talleres de los diversos oficios, que hacían las veces, al propio tiempo, de tiendas al por menor. Podríase decir que en buena parte las ciudades medievales eran la resultante de una multitud de pequeños talleres. Semejante configuración las diferencia sustancialmente de nuestras modernas urbes, en las que entre el fabricante y el consumidor se interponen los negocios y tiendas de los intermediarios, en enormes almacenes al por mayor.
    El sistema artesanal tenía una base estrictamente familiar. Era la casa hogareña el pequeño mundo en que el carpintero, el tejedor, el orfebre, transcurrían su vida, repartida entre el trabajo y los placeres domésticos. Sus auxiliares en la profesión eran sus propios hijos, algún oficial, y uno o a lo sumo dos aprendices, quienes prácticamente se incorporaban al grupo familiar y colaboraban no sólo en el trabajo del maestro, sino también en los menesteres domésticos del ama de casa. No se podría entender más cabalmente el artesanado medieval que viendo en él la organización familiar aplicada a la profesión. En su seno, al modo de un organismo integrador, se cobijaban todos los que integraban un oficio determinado: maestros, oficiales y aprendices, no bajo la égida de una autoridad cualquiera, sino en virtud de esa solidaridad que surge naturalmente del ejercicio de un mismo quehacer. También la corporación era, como la familia, una asociación natural, que brotaba, no del Estado, o del monarca, sino desde las bases.
    Cuando el rey S. Luis encargó a Etienne Boileau que redactase el llamado «Libro de los oficios» (Livre des métiers), no lo hizo con la idea de ejercer un acto de autoridad, imponiendo una minuciosa reglamentación obligatoria para los distintos gremios. Sólo quiso que su preboste pusiese por escrito las costumbres y tradiciones ya existentes. El único papel del rey en relación con las corporaciones, como por otra parte con todas las demás instituciones de derecho privado, no era sino controlar la aplicación leal de los usos y prácticas en vigor. A semejanza de la familia, e incluso de la Universidad, la corporación medieval constituía un cuerpo libre, no sujeto a otras leyes que las que ella se había forjado para sí misma. Tal fue una de sus características esenciales, que conservaría hasta fines del siglo XV.
    Un estudioso de los oficios en Francia, Emile Coomaert, escribe en su libro Les corporations en France (Les Editions Ouvrieres, Paris, 1968): «En París se creó un notable edificio corporativo que comprendía., a fines del siglo XIII, cerca de 150 oficios representados por cinco mil maestros artesanos». El ejemplo de París se extendió con el prestigio de la monarquía, y otras ciudades de Francia siguieron el modelo de su organización social.
    El régimen corporativo no era horizontal, sobre la base de dos franjas, la patronal arriba, y la sindical abajo, sino vertical o jerárquico, abarcando al maestro ya sus artesanos. El capital y el trabajo conspiraban hacia un mismo fin. No podía existir antagonismo entre ambos por una razón muy sencilla: el que trabajaba era el dueño del capital, o mejor, el capital era un capital artesanal.
    c) Maestros y aprendices
    Como acabamos de decir, la organización corporativa era esencialmente piramidal. Se comenzaba siendo aprendiz y se terminaba accediendo al maestrazgo.
    El ingreso al rango de los aprendices acaecía durante la niñez o la adolescencia, en el marco de una ceremonia. El hecho implicaba una especie de contrato, no escrito, por lo general, pero certificado por cuatro testigos, miembros de la corporación, dos de los cuales eran maestros y dos oficiales. El maestro aceptaba recibirlo, comprometiéndose a proporcionarle un lugar donde vivir y la debida alimentación, así como a enseñarle el oficio y tratarlo en forma digna y paternal; el candidato, por su parte, prestaba juramento de fidelidad a lo que iba a aprender, obligándose sus padres a entregar una retribución pecuniaria a su protector, según lo fijaban los estatutos, y el mismo joven a un determinado número de años de trabajo, destinados tanto a su propio adiestramiento como a indemnizar al maestro en especie, por la pensión suministrada y por el tiempo otorgado.
    Como puede verse, el aprendiz quedaba ligado con su maestro por una especie de pacto bilateral. Siempre ese lazo personal, tan apreciado en la Edad Media, que implicaba obligaciones para entrambas partes, y donde se vuelve a encontrar, traspuesta esta vez al campo artesanal, la doble noción de «protección-fidelidad» que unía al señor con su vasallo. Pero dado que acá una de las partes contratantes era un chico de 12 a 14 años, toda la preocupación recaía en asegurar la protección de que éste debía gozar, y mientras las reglamentaciones mostraban la mayor indulgencia cuando se trataba de los defectos e infracciones del aprendiz, precisaban con estricta severidad los deberes del maestro: no podía éste tomar sino un aprendiz por vez, o a lo más dos, para que la enseñanza fuese personal y fructuosa, y no le era lícito abusar de sus discípulos descargando sobre ellos una parte de sus encargos; asimismo señalaban lo que el maestro debía gastar cada día para la alimentación y el sostenimiento de sus alumnos. En una palabra, el maestro tenía respecto del aprendiz los deberes y las cargas de un padre, y había de velar por su conducta y su comportamiento moral.
    Con el fin de que todo esto no quedara en pura exhortación, los maestros se veían sometidos a la visita y control de los jurados de la corporación, que periódicamente inspeccionaban sus talleres donde, entre otras cosas, examinaban la manera como el aprendiz era alimentado, educado e iniciado en el oficio.
    Para acceder al nivel superior era preciso haber concluido el tiempo de aprendizaje. Dicho tiempo variaba, por supuesto, según la mayor o menor complejidad del oficio, si bien por lo general no superaba los cinco años. Terminada la preparación, el candidato debía hacer la prueba de su habilidad en presencia del jurado de la corporación, lo que está en el origen de la llamada obra maestra, cuyas exigencias se hicieron cada vez mayores.
    Si todo salía bien, el joven se convertía en oficial. Podía entonces solicitar, si así lo deseaba, el permiso de la corporación para hacer un viaje de perfeccionamiento. En caso positivo, el gremio lo proveía de los debidos certificados y todos los maestros del mismo oficio que residían en las diversas ciudades de la Cristiandad habían de recibirlo en su casa como oficial visitante. La afición al simbolismo, tan típica del hombre medieval, determinaba que el viaje debía comenzar un día de primavera, Con la alforja al hombro y el bastón en la mano, el nuevo artesano peregrinaba de ciudad en ciudad, entraba al servicio de quien le parecía mejor, continuaba su camino cuando lo juzgaba oportuno, pasaba por los apremios propios de quien está de viaje, y adquiría acrisolada experíencia artesanal. Así transcurrían varios años de su juventud en una suerte de poético noviazgo con el oficio del que se había enamorado. Hasta que por fin lo vencía la añoranza de su pueblo natal, y se decidía a retornar a su casa.
    Allí el oficial constituía una familia y se convertía en maestro, instalando su propio taller, probablemente no lejos de la casa donde había vivido en sus tiempos de aprendiz, ya que era frecuente que en la misma calle se alineasen todos los artesanos del mismo oficio. Entre unos y otros no había rivalidad ni competencia desleal. Cada cual trabajaba para su propia clientela, que solía ser reducida. Tocaba a los dirigentes del gremio regular las relaciones entre los diversos maestros de la corporación, así como las de éstos con sus oficiales y aprendices, determinar los horarios cotidianos de trabajo, los precios que se habían de pagar por las materias primas y lo que se debía cobrar por el trabajo ejecutado.
    La corporación no sólo era una comunidad de índole laboral, sino también un centro de ayuda mutua. Entre las obligaciones que la caja de la asociación, alimentada con las contribuciones de sus miembros activos, debía atender, figuraban las pensiones en favor de los maestros ancianos o impedidos, la ayuda a los miembros enfermos durante su tiempo de indisposición y convalescencia, y el sustento de los huérfanos. Asimismo la corporación asistía a sus integrantes cuando estaban de viaje o en caso de falta de trabajo. En la ordenanza de uno de los gremios, el de los zapateros, se lee: «He aquí nuestro reglamento: Si un compañero llega a una ciudad, sin dinero y sin pan, no tíene sino que darse a conocer, y no necesita ocuparse de otra cosa. Los compañeros de la ciudad no solamente lo reciben bien, sino que le proveen gratis el alojamiento y la comida...».
    De los centenares de oficios que se encuentran mencionados en el «Livre des métiers» a que aludimos más arriba, si bien la mayoría eran propios de hombres, cinco por lo menos estaban reservados al sexo femenino. Dos tareas, sobre todo, parecían concernir particularmente a las mujeres, por cuanto podían llevarse a cabo con facilidad en el propio hogar, como actividades anejas a las ocupaciones caseras. La primera era la elaboración de la cerveza, que en aquellos tiempos consumían los que no podían permitirse el lujo del vino. La segunda, la hilandería; en todos los grandes centros de tejeduría (Florencia, Países Bajos, Inglaterra...) eran mujeres las que tenían a su cargo los procesos preliminares de dicha artesanía.
    Un dicho de la época decía que Dios había dado tres armas a las mujeres: ¡el engaño, el llanto y la rueca!
    d) La obra bien hecha
    El hombre medieval no consideraba el trabajo exclusivamente como un medio indispensable para ganarse la vida. Según su modo de ver las cosas, implicaba un valor en sí, una actividad realmente meritoria. También en este plano es advertible el influjo de la enseñanza cristiana. Ya S. Benito lo había exigido de sus monjes no sólo para subvenir a las necesidades materiales sino también como un medio de santificación. Cuando el labrador trabajaba su campo, cuando la hilandera enhebraba sus agujas, cuando el orfebre labraba los metales, tenían la conciencia de que estaban realizando una obra noble, que los preparaba para el cielo. Ese desprecio por el trabajo manual que caracterizaría a los hombres del Humanismo y que ha llegado hasta nuestros días, fue totalmente desconocido en la época de la Cristiandad medieval, donde no se distinguía el «artesano» del «artista» (Sobre esta materia cf. mi libro El icono, esplendor de lo sagrado, Gladius, Buenos Aires, 1991, 316-320).
    Pero no se trataba, a la verdad, de trabajar por trabajar, sin interesarse por el resultado del trabajo. Los reglamentos que de aquellos tiempos han llegado hasta nosotros descienden a detalles nimios tales como determinar el número de hilos que había de tener la trama de una tela, o el espesor que debían poseer las piedras que se utilizaban para la edificación de una casa. Todo en orden a que la obra resultante fuese lo más perfecta posible.
    El influjo de principios superiores, de orden religioso sobre la organización material del trabajo, tuvo consecuencias venturosas para los usuarios, pues garantizó la lealtad del producto. Y también las tuvo para el mismo artesano, pues defendió a la vez la calidad de su alma, su integridad moral (cf. Daniel-Rops, La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada… 332-335).
    Asimismo ese influjo religioso determinó un sistema de justicia laboral y social, celosamente custodiado por los maestros-jurados o «guardias del oficio». Porque todos los años, el conjunto de la corporación, o el cuerpo de los maestros, según las costumbres, elegían un consejo formado por los maestros más destacados. Los consejeros electos prestaban juramento –de ahí su nombre de «jurados»– de velar por la observancia de los reglamentos, visitar y proteger a los aprendices/ zanjar los diferendos que podían surgir entre los diversos talleres del mismo gremio, inspeccionar los negocios para controlar las cuentas. Los fraudulentos eran públicamente desenmascarados y su mala mercadería expuesta como tal delante del pueblo. Sus mismos compañeros habían sido los primeros en denunciarlos, ya que sentían que se atentaba contra el honor del oficio, experimentando una suerte de vergüenza colectiva. Los infractores eran puestos al margen de la sociedad; se los miraba como si fuesen caballeros perjuros que hubieran merecido la degradación. Todo intento por monopolizar un mercado, todo conato de entendimiento entre algunos maestros en detrimento de los otros, todo proyecto de acaparar una cantidad demasiado grande de materias primas, era severamente reprimido. Se castigaba también implacablemente el propósito de conquistar la clientela de un vecino, lo que hoy llamaríamos el abuso de la publicidad. Había, sí, una sana competencia, pero en base a las cualidades personales del artesano: la única manera de atraer legítimamente al cliente era hacer el producto más perfecto, más noble que el del vecino, pero a igual precio.
    En ese mundo de pequeños talleres se desarrolló una industria firme y activa, sin duda que con un ritmo bien diferente del que caracteriza a la industria moderna. Se trabajaba casi tan sólo a la luz del día, sin el recurso de la iluminación artificial, se descansaba regularmente desde el toque del Angelus, al ponerse el sol, hasta que sonaba la campana del alba. El trabajo se llevaba a cabo con un profundo sentido del deber, sin los apresuramientos de la producción moderna, de modo que la obra elaborada salía sólida y perfecta, tan bien rematada por dentro como por fuera. No deja de emocionarnos aquella frase que un investigador de nuestro tiempo descubrió en una piedra preciosamente tallada que halló en el techo de la catedral de Colonia, en un sitio inaccesible a la vista del hombre: «Si nadie más lo ve, al menos lo verá Dios que está en los cielos». Se trabajaba, es cierto, con gran respeto por las reglas y formas tradicionales, pero ello nada tiene que ver con la uniformidad de la moderna fabricación en serie según moldes estereotipados, ya que en los numerosos y pequeños talleres independientes de entonces desplegaba el hombre una curiosidad y una inventiva jamás conocidas hasta entonces.
    A diferencia de lo que acaece hoy, cuando al parecer la única preocupación del productor y, por consiguiente, del comerciante es vender objetos lo más vulgares, prácticos y baratos que sea posible, fabricados exclusivamente con ese propósito para su difusión masiva.. antaño se trabajaba cada pieza en particular, artesanalmente, considerándosela como un objeto independiente, y poniéndose en su elaboración todo el esmero posible, en orden a satisfacer el gusto de los numerosos usuarios que querían pagar en su justo valor la obra de que se tratase. Un abanico, las tapas de un libro, un peine, un tenedor, todas esas cosas pequeñas, como lo prueban las que de entre ellas han llegado hasta nosotros, revelan delicadeza, ingenio, un verdadero buen gusto por parte de su anónimo artífice. Podríase decir, hablando en general, que el artesano medieval hacía un culto de su trabajo, según lo confirman distintos testimonios que encontramos en novelas de gremios, al estilo de las de Thomas Deloney sobre los tejedores y los zapateros de Londres. Cuando estos últimos se referían a su arte lo llamaban «el noble oficio», y aceptaban complacidos el proverbio: «Todo hijo de zapatero es príncipe nato». Es un rasgo típicamente medieval esta altivez del propio estado, en estrecha relación con aquel «orgullo de la obra bien hecha», que refiriéndose a la antigua Francia Péguy tanto alabara.
    Actualmente a la gente le importa poco que la canilla que hace girar o la silla en que se sienta sean más o menos hermosas. Pero el hombre antiguo vivía con un ritmo más pausado, se movía entre horizontes más limitados. Y en consecuencia prestaba más atención a las cosas que lo rodeaban. La sociedad de nuestro tiempo ha inventado los objetos «descartables»; para el hombre medieval los utensilios de su casa eran cosas poco menos que sagradas, llenas de historia y rodeadas de cariño, que se transmitían de padres a hijos. Cada objeto tenía su nombre: el herrero diferenciaba uno por uno sus martillos, las campanas de la torre tenían apelativos propios; por el tono del sonido toda la ciudad sabía cuándo tañía la «María», cuándo la «Isabel»...
    Entre las numerosas ocupaciones artesanales se encontraban diversas especialidades según las diferentes regiones. Los alemanes del sur se distinguieron de manera especial en el tallado de la madera, como lo muestra palmariamente el primor con que tallaban las puertas de los armarios, labradas en forma de palacios, con cornisas, columnas y ventanas. En el arte textil se destacaron los flamencos, autores de esos tan enormes como espléndidos tapices, con escenas tomadas de la Sagrada Escritura o de los libros de caballerías, sobre un fondo de paisajes o castillos. El arte del cristal prosperó en los talleres venecianos, donde aquellos artesanos supieron infundir al cristal, con su soplo, las formas más exóticas, decorándolo con elegancia incomparable. La confección de lozas y porcelanas encontró su epicentro en los talleres de Limoges.
    Un trabajo que así se desposaba con la belleza no podía brotar sino del corazón de un auténtico artista. El artesano era un artista, no sólo mientras confeccionaba su obra sino en todo momento. Cuando el carpintero, por ejemplo, llegada la noche, dejaba ya en reposo su martillo, o cuando el zapatero abandonaba la lezna, no pocas veces dedicaban sus ratos de ocio a componer versos. Se sabe que en Florencia, a la par de una literatura de gran nivel, como la de Dante y Petrarca, existía toda una literatura de carácter lírico, privativa de los artesanos.
    En esta misma línea hemos de mencionar las famosas escuelas de «maestros cantores», principalmente en el sur de Alemania. En Maguncia, Nuremberg y otras ciudades, los gremios organizaron competencias culturales con pruebas, grados y exámenes públicos. ¿Cómo se concretaban? Un domingo, por ejemplo, aparecían en la ciudad numerosos carteles– anunciando un certamen de canto en talo cual iglesia, luego de terminados los oficios lítúrgicos. Reuníanse entonces en el templo los miembros del gremio y numerosos espectadores. En presencia de un jurado competente, un tejedor, un panadero, un peluquero, interpretaban sendas canciones cuya letra y música habían compuesto ellos mismos, algunas veces sobre temas teológicos, otras sobre asuntos morales o didácticos, siempre en verso, con alegorías y acertijos. Luego los jueces acordaban los premios correspondientes. Recordemos a este respecto la magnífica ópera de Wagner «Los maestros cantores de Nuremberg»...
    Estamos a años luz de aquella época, ahora que el trabajo se ha convertido en algo tan tedioso y tan prosaico. Bien decía Chesterton que se le hacía difícil imaginar un coro de sindicalistas, tanto como un ensamble de banqueros o de prestamistas. Los oficios de hoy han perdido poesía.
    e) El espíritu religioso de las corporaciones
    Ya hemos señalado cómo las corporaciones, al igual que las demás instituciones medievales, estaban impregnadas de espíritu religioso. Los miembros de las diversas artesanías se asociaban bajo la protección de un Santo que muchas veces había tenido, durante su vida terrena, especial relación con su oficio. Así los carpinteros veneraban a S. José, que había trabajado en el taller de Nazaret; los peleteros, a S. Juan Bautista, que en el desierto se había vestido con pieles de camello; los que se dedicaban a la pesca, a S. Pedro, el pescador de peces y de hombres; los que hacían peines, a S. María Magdalena, la cual, según la leyenda, antes de su conversión, se pasaba todo el día acicalándose su hermosa cabellera; los changadores a S. Cristóbal, quien de acuerdo a la tradición había llevado a Cristo sobre sus hombros. Aquellos trabajadores pensaban que cada uno de los oficios, a semejanza del estado eclesiástico, había sido instituido por Dios para bien de la sociedad.
    Los artesanos se complacían evocando sus trabajos en los policromados ventanales que donaban a las capillas laterales de la catedral. Todavía hoy podemos encontrar allí escenas típicas de sus oficios, así como las diversas tareas que realizaban en sus talleres, perennizadas ante los ojos de Cristo o de la Virgen, cuyas figuras coronan el vitral. A veces representaban también fuera del templo sus actividades artesanales, como se puede ver en el campanario de la Catedral de Florencia.
    Cada corporación tenía sus propias tradiciones, sus fiestas, sus ritos piadosos, sus diversiones, sus cantos, sus insignias. En las fiestas locales y en las procesiones solemnes, sus miembros se encolumnaban tras la imagen de su santo patrono, desplegando los estandartes del gremio, y confiriendo a la ciudad ese aspecto polícromo, abigarrado y ruidoso, que tanto caracterizó a aquella época.
    S. Raimundo de Peñafort y un grupo de teólogos con él relacionados fueron quienes lograron que la celebración del domingo se iniciase el sábado por la tarde, no sólo en Orden a afirmar el carácter sacro del «día del Señor», que litúrgicamente comienza en las segundas vísperas del sábado, sino también para suavizar el régimen del trabajo. El mal llamado «sábado inglés» no es una conquista reciente, como muchos creen, sino una vieja costumbre cristiana abandonada cuando el auge del capitalismo y retomada bajo el influjo de los modernos movimientos obreros.
    A veces las corporaciones tuvieron que ver con el orden político. En algunas ciudades, los delegados de los oficios ejercieron verdadera influencia en la dirección de los asuntos comunales, a tal punto que ninguna decisión tocante a los intereses de la ciudad podía ser tomada sin ellos. Un historiador de la comuna de Marsella, M. Bourrilly, afirma que en el siglo XIII los dirigentes de los gremios fueron «el elemento motor» de la vida municipal, a tal punto que se podría decir que en aquel tiempo Marsella tuvo un gobierno de base corporativa (Para estos temas se leerá con provecho R. Pernoud, Lumière du Moyen Âge... 64-72).
    En lo que toca a Francia, la buena relación de sus reyes con las corporaciones duró hasta la Revolución Francesa. La exaltación desmesurada del individuo y la consiguiente fobia –por las asociaciones intermedias, juntamente con la aparición de los primeros síntomas del capitalismo, hicieron que se viese en la organización corporativa de los oficios una forma de limitación de la libertad. De ahí que dicho régimen fuese abolido por la Convención en virtud de la famosa ley Le Chapelier, dejando al individuo, cada vez más desarmado, frente al Estado, cada vez más omnipotente.

    3. La actividad comercial
    Dijimos que la Edad Media consideró «trabajadores» por antonomasia a los que labraban el campo. Los artesanos ya fueron vistos como menos dignos de elogio, pero mucho menos los que se dedicaban al negocio de la compraventa.
    a) La economía y el surgimiento de las ciudades
    Tanto el comercio como los oficios estuvieron especialmente ligados con la ciudad, pero fue sobre todo el comercio el que mayormente comulgó con el nuevo espíritu que ella trasuntaba. Será, pues, conveniente introducirnos en el presente tema refiriéndonos, aunque sea de manera sucinta, al lugar que la ciudad ocupó en la Edad Media.
    Las ciudades no son, por cierto, un invento medieval. Ya existían durante el Imperio Romano, si bien habían entrado en franca decadencia con motivo de las grandes invasiones bárbaras, cediendo su primacía a los castillos y aldeas rurales contiguas, defendidas por sus respectivos señores feudales. Cuando la situación dejó de ser tan azarosa, otra vez las ciudades comenzaron a reaparecer. Dicha mudanza se originó principalmente en Italia. Ya desde el siglo X, Venecia había sabido aprovechar las crisis intestinas del Islam y las dificultades de Bizancio, para constituir una flota e irse fortaleciendo cada vez más. Génova y Pisa, por su parte, se consolidaron desde el siglo XI como ciudades poderosas. A fines de dicho siglo, el movimiento provocado por las Cruzadas impulsó más aún el renacimiento municipal, dando origen a diversas industrias, y con ellas, a numerosos centros urbanos como Gante, Arrás, Mesina, Colonia, Maguncia, etc.
    De este modo, el mapa de Europa cambió decididamente de fisonomía. Si hacia el año 1000 el campo estaba poblado de monasterios y solitarios castillos feudales, en torno a los cuales se acurrucaban chozas de barro y diminutas aldehuelas, hacia el año 1300 encontramos por todas partes populosas ciudades, a orillas de los ríos, en las cercanías de los puertos naturales, o en torno a los palacios de los príncipes y las residencias episcopales. Este fenómeno provocó una notable transformación social; el dinero fue pasando de manos del noble y del campesino a las del ciudadano, los artesanos y mercaderes comenzaron a ostentar blasones, y la vida intelectual se concentró principalmente en las ciudades. Poco a poco las nuevas urbes se fueron arrogando un alto grado de independencia social y de poder político, al tiempo que comenzaron a desarrollar una cultura propia, justamente en los momentos en que el espíritu caballeresco y monástico comenzaba a declinar. Es verdad que no pocos nobles, príncipes y prelados trataron de enfrentar el poder cada vez mayor de las ciudades, tanto en el norte de Francia como en Italia, en Flandes y en el sur de Alemania. Pero la corriente era irrefrenable. Olas de campesinos abandonaban sus tierras ya sus señores, buscando morada en el amurallado recinto de la ciudad.
    Por cierto que esas ciudades no eran como las de ahora. En las calles de las urbes actuales la gente se cruza cada día con una multitud de rostros extraños, y sólo muy de tanto en tanto alguien se topa con algún conocido. Los amigos viven a lo mejor en el otro extremo de la ciudad, y con frecuencia sólo se los puede visitar unas cuantas veces por año, o contentarse con hablarles por teléfono. El hombre de la ciudad actual carece asimismo de contacto personal con los diferentes profesionales que lo atienden o con los comerciantes que lo abastecen. Se siente rodeado de indiferencia, y en medio del tráfago urbano, vive casi como un ermitaño. Las ciudades medievales, en cambio, se asemejaban a los actuales pueblos de provincia. Todo el mundo se conocía y el movimiento de inmigración y emigración era tan escaso que las relaciones entre sus habitantes resultaban mucho más estrechas y duraderas, aun en las ciudades de mayor importancia.
    En concomitancia con el fenómeno de resurgimiento de las ciudades es advertible otra importante transformación: la economía fue pasando de la esfera privada a la social y política. Durante la época feudal, a semejanza de lo que acontecía en el mundo clásico, las actividades económicas giraban en torno a la vida hogareña. El padre de familia era el jefe de los que la integraban, al tiempo que organizaba el trabajo de sus miembros en orden a la sustentación económica del grupo. Los hijos y el personal de servicio, aprendices y domésticos en general, completaban lo que hoy llamaríamos «la unidad económica».
    A este respecto escribe Marcel de Corte: «Para los griegos, la economía –de oikos, casa– es la actividad de la familia, célula fundamental donde se cumplen las actividades que permiten a los hombres vivir y transmitir la vida. De igual modo que la transmisión de la vida por el matrimonio, la adquisición económica tiene por propósito proveer a la familia de recursos y medios de subsistencia indispensables y por ende pertenece al dominio de lo privado. El Estado se reserva el dominio del orden público... La ciudad agrupa a las familias a fin de darles, más allá de la economía doméstica de subsistencia, un conjunto de bienes excelentes que la comunidad familiar no puede dar: el orden, la paz, el desarrollo del espíritu, las artes, etc. El Estado no tiene por fin específico el problema de atender a la subsistencia de los ciudadanos. Esta usurpación de una faena familiar acusa el avance del estatismo moderno».
    Pues bien, esto último es aquello a lo que fue tendiendo, si bien todavía en grado muy incipiente, la concepción económica ligada al renacer de las ciudades, tergiversándose subrepticiamente el sentido más noble de la economía. La burguesía, desdeñosa del pueblo sencillo, comenzó a prevalecer sobre la nobleza. Un vasto movimiento de emancipación sacudió a las ciudades de Italia, Francia y Flandes; y la revolución económica corrió paralela con la revolución municipal.
    b) La aparición del burgués
    Acabamos de hablar de la burguesía, y no en vano, ya que fue en los últimos siglos de la Edad Media, en coincidencia con el prosperar de las ciudades, cuando apareció la figura del burgués, aquel personaje que llevaría el sello de la vida industriosa, pero también la marca indeleble de su origen plebeyo.
    Propio era de la mentalidad del burgués la exaltación de lo utilitario, de lo práctico, de todo aquello que puede pagarse. Frente a la moral del renunciamiento, tan característica del cristianismo monacal, y frente al espíritu heroico, inescindiblemente ligado a la concepción caballeresca, el burgués introduce una ética de nuevo estilo, basada en la búsqueda de la ganancia y del lucro.
    Fueron precisamente aquellos dos estamentos, el eclesiástico y el caballeresco, quienes atacaron con más decisión el espíritu burgués, lamentándose de que Frau Geld (Doña Moneda) empezara a regir el mundo. En la figura del gran comerciante florentino Cosme de Médicis –si bien éste nació cuando la Edad Media acababa de cerrarse–, podemos ver personificada la moral egoísta que constituye la base de toda sociedad esencialmente orientada hacia el lucro. Es el negociante ordenado, diligente, aborrecedor de los ociosos, asiduo a su despacho, cotidiana y puntualmente, lleno de iniciativas, sobrio en su vida privada, que dirige la banca paterna y consolida el influjo social de su familia. Codicia, sí, el dinero, pero no apetece menos el poder, casando a sus hijas con jóvenes de la burguesía florentina. Para el logro de sus fines apela a veces, pocas veces, a la fuerza; pero más generalmente prefiere las sutiles vías de la astucia, y en vez de recurrir a los tribunales para que condenen a quienes se alzan contra él, los persigue hábil y fríamente, imponiéndoles tributos cada vez más onerosos, hasta lograr su ruina.
    Desde el comienzo la Iglesia miró con desconfianza al burgués, principalmente por la inclinación que en él se iba insinuando de emancipar de la fe su actividad económica. A comienzos del siglo XIV, la tensión entre la Iglesia y el estamento burgués se acrecentó en gran forma por el empalme de la conciencia burguesa con aquella corriente a que aludimos en una conferencia anterior, es a saber, la que se manifestó en las grandes Universidades urbanas, cuando intentaron reflotar el Derecho Romano, encontrándose nuevos argumentos que oponer a las tesis pontificias de la soberanía de la autoridad espiritual, en pro de la total autonomía del orden temporal. El nuevo espíritu, que tanto heriría la cosmovisión medieval, habría de afirmarse precisamente en las ciudades.
    No resulta casual que el movimiento de la Iglesia en pro de la valoración de la pobreza, encarnado principalmente en la espiritualidad y la persona de S. Francisco, fuera exactamente contemporáneo de la expansión plutocrática, ni que los Frailes Menores se instalasen justamente en las ciudades. Aunque es cierto que esta acción bienhechora influyó muy positivamente en la reanimación de la fe, no bastó para frenar la evolución hacia el primado de la riqueza y el creciente materialismo.
    c) Economía y «lucro»
    La Iglesia, a pesar de todo, siguió insistiendo en lo suyo. Su doctrina económica durante la Edad Media estaba tan alejada como era posible de las teorías actualmente en vigencia. Era una economía sin espíritu de lucro, en la que no se buscaba la riqueza por sí misma, una economía que no sacrificaba la gratuidad –el gasto gratuito para la gloria de Dios y la ayuda de los pobres– en aras del ahorro y el acrecentamiento del capital. Fiel a su origen doméstico, era asimismo una economía muy próxima a los hombres, sus beneficiarios directos. El ministro inglés Disraeli hubo de rendirle este homenaje en el siglo pasado: «Nos quejamos ahora del absentismo de los propietarios; los monjes residían siempre, y gastaban sus rentas en medio de los que las producían por su trabajo». La economía medieval propiciada por la Iglesia estaba a mil leguas de la que sustentan los grandes capitalistas, tan alejados de todo contacto con la gente concreta de la cual depende la producción. Durante la Edad Media la economía estaba a la altura y al servicio del hombre.
    En su libro sobre la Cristiandad, Daniel-Rops nos ha dejado una buena síntesis acerca del modo como la Edad Media concibió la economía. Hablando en general, nos dice, las nociones de propiedad, de trabajo, de ganancia, no eran consideradas desde un punto de vista meramente económico, como lo son ahora, sino en función de los servicios que podían prestar. La propiedad de las tierras no pertenecía a un hombre por el mero hecho de que las hubiera recibido o comprado, como frecuentemente sucede en nuestros días, en que un propietario sólo puede ser desposeído de ellas en caso de quiebra e incapacidad para saldar sus deudas, pero no si las emplea malo las mantiene improductivas. En la Edad Media sucedía exactamente lo contrario: aunque un señor estuviese abrumado de deudas, en ningún caso podía ser desposeído de su propiedad; en cambio no se veía dificultad en que ésta le fuese confiscada, si se mostraba indigno de su cargo o traidor a su juramento. El principio moral se anteponía al principio económico.
    Algo semejante acaeció en lo que se refiere al trabajo. En nuestros días las relaciones laborales entre el patrón y el obrero se reducen esencialmente al principio del salario: el obrero recibe tal cantidad de dinero a cambio de determinado tiempo de trabajo. El hombre de la Edad Media fundaba sus relaciones y justificaba sus servicios laborales sobre presupuestos enteramente diferentes, de fidelidad, de abnegación, de protección y de caridad. Por supuesto que las excepciones podían ser numerosas, y que había avaros y explotadores, pero los principios seguían siendo predominantemente morales y no económicos.
    Señala Daniel-Rops que lo que fue exactamente el papel de la Iglesia en este campo, queda de manifiesto en la famosa cuestión del préstamo a interés, o, como decían los teólogos, de la «usura». Esta palabra no designaba únicamente, como ahora, el interés abusivo o superior a la tasa legal, sino, más generalmente, todo interés percibido con ocasión de un préstamo de dinero.
    Desde los primeros siglos, la Iglesia se había declarado en contra de este tipo de transacciones. En la época del Imperio Romano, el préstamo a interés era de uso corriente. Pero una vez que el cristianismo comenzó a influir en las costumbres, pareció execrable que un hermano prestara dinero a otro hermano que lo precisara y sacase de ello provecho. ¿Acaso no había dicho el Señor: «Dad los unos a los otros sin esperar nada en cambio» (Lc 6,34)?, argumentaron los Padres de la Iglesia. Las penas canónicas con que se amenazó a los usureros fueron drásticas: a los clérigos la destitución, ya todos, clérigos y laicos, la excomunión. A veces se equiparó en un mismo vituperio la usura y la fornicación. Los nombres de los usureros eran exhibidos en las puertas de las iglesias. Inocencio III aconsejó al poder temporal que castigase sobre todo y más severamente a los «grandes usureros», a modo de advertencia ejemplificadora.
    La prohibición del préstamo a interés y de la especulación económica suscitó la aparición de grupos clandestinos o semi-clandestinos, que operaban libremente en dicho campo. Destacáronse en ello principalmente los italianos del norte –los «lombardos»– y los judíos. La importancia de esos grupos se hizo particularmente considerable cuando comenzó a desarrollarse el comercio en gran escala y, juntamente con él, la Banca. El resentimiento que naturalmente brota de los deudores cuando piensan en sus acreedores se volcó de manera especial contra los lombardos y los judíos, sobre todo contra estos últimos, que por no estar sujetos a la jurisdicción de la Iglesia, podían ejercer la «usura» sin que las leyes los alcanzasen. Tal fue la razón de algunos progroms populares...
    Con el tiempo la Iglesia iría atenuando la condenación del préstamo a interés. Porque lo que en el fondo quería reprobar era la especulación pura, el dinero logrado sin trabajo ni riesgos. Pero si el prestamista corría algún peligro real de pérdida económica, o si el deudor demoraba voluntariamente la devolución de lo que le habían prestado, ¿no parecía justo que aquél recibiese una indemnización a cambio de ello?
    Sin embargo la Iglesia mantuvo la norma: toda ganancia obtenida sin trabajo ni riesgo, simplemente en base a un préstamo de dinero, era inmoral. Por cierto que en varias ocasiones las autoridades de la Iglesia toleraron abusos en este terreno; más aún, algunos Papas tuvieron que recurrir a los banqueros y hasta permitieron administrar las rentas pontificias a gente de pocos escrúpulos. Pero esas fueron las excepciones que confirman la regla. En principio, la Iglesia se opuso con decisión a quienes propiciaban la primacía del dinero; más aún, quiso que también el dinero se sometiese a la doctrina del Evangelio (cf. Daniel-Rops, La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada… 336-340).
    d) La figura del mercader
    La actividad comercial no tiene, en sí, nada de reprensible. Todas las sociedades han contado siempre con personas dedicadas a la compraventa de productos y mercancías. Sin embargo no deja de resultar curiosa la evolución que a lo largo de la Edad Media fue sufriendo la figura del comerciante. Cuando lo vemos aparecer en escena, advertimos que gozaba de general benevolencia, siendo considerado como un bienhechor de la sociedad, por cuanto viajando de aquí para allá, incluso fuera del propio país, ofrecía, a veces con detrimento de la propia seguridad, todas aquellas mercaderías que eran necesarias a ricos y pobres. Entre un sinnúmero de libros de caballería e historias de santos, ha llegado hasta nosotros una novela anónima, escrita por un poeta alemán, cuyo héroe es justamente un comerciante cristiano, «el buen Gerardo», que emula a los caballeros por su prestancia, por su actitud de hombre de mundo que sabe actuar siempre como corresponde, rivalizando en bondad, modestia y sencillez con los mismos religiosos.
    Pero a medida que se fue haciendo menos peligrosa la profesión de mercader y sus bolsos se fueron llenando con siempre mayor rapidez, comenzó a extenderse un sentimiento de antipatía en relación con ellos, coincidiendo en el ataque los caballeros, los artesanos e incluso los sacerdotes. Las arremetidas arreciaron sobre todo en los últimos tiempos de la Edad Media. Los artesanos denunciaban en ellos a los intermediarios encarecedores de sus productos. La literatura los presentó como haraganes que se limitaban a vivir del trabajo de los demás, que nada producían, y que se enriquecían gracias al engaño. Una fábula proveniente de Nuremberg –la de la araña y de la abeja– los estigmatiza sin piedad: la araña se burlaba de la abeja, nos cuenta, porque ésta tenía que trabajar todo el día, mientras que ella se sentaba tranquilamente, envolvía a la presa en su red, y por fin chupaba su sangre. En la abeja –concluye la fábula– ha de verse a aquellos que se alimentan del trabajo de sus manos y comen el pan con el sudor de su frente; al bando de las arañas, en cambio, pertenecen los usureros, los acaparadores, los comerciantes, etcétera. En un libro escrito en Alemania hacia 1250 se decía que sólo había que reconocer tres estamentos de origen cristiano: los caballeros, los clérigos y los campesinos; el cuarto, el de los mercaderes, era obra del diablo.
    Como puede verse, una sombra de sospecha se ceñía sobre esta cuestionada profesión, sujeta por cierto a múltiples tentaciones. La gente los veía enriquecerse más y más. Por otra parte, el boato del comerciante era sustancialmente distinto de la magnificencia de las cortes y de los castillos feudales. El mercader se mostraba más insaciable en sus placeres, nunca satisfecho del todo, siempre codiciando. La vida mercantil creaba en poco tiempo fortunas que un artesano jamás hubiera podido alcanzar, fortunas que, por lo demás, podían evaporarse con idéntica rapidez. El temor de que esto último aconteciese es lo que impulsaba a aquellos «nuevos ricos» a aprovechar el tiempo de las vacas gordas, entregándose desbocadamente a los placeres, que había que disfrutar con tanta celeridad como intemperancia. Dante nos dejó un admirable cotejo entre el severo atuendo y sencilla vida doméstica de los nobles de rancio linaje y el lujo chillón ostentado por los comerciantes.
    La indiferencia religiosa, o la mezcla de religión y avaricia, y el consiguiente maquiavelismo antes de tiempo, constituyeron también una nota característica de la vida comercial. Venecia, ciudad eminentemente mercantil, no trepidó en concertar, sin mayores escrúpulos, no obstante las severas advertencias de la Iglesia, tratados comerciales con el sultán Saladino y con el Khan de los tártaros; más tarde, la ciudad, con gran escándalo de la Cristiandad entera, entablaría alianza con los turcos, llegando en cierta ocasión a pensar seriamente en llamarlos a Italia, para que la ayudasen en sus luchas contra otros Estados italianos.
    Por cierto que hubo también comerciantes virtuosos. Como aquel rico mercader de Bourges, Jacques Coeur, quien en el ocaso de la Edad Media, soñaría con poner su dinero al servicio de la gran empresa mística de la Caballería: «Yo sé que el Santo Grial no se puede ganar sin mi ayuda», decía (!).

    III: Los que combaten
    En esta conferencia consideraremos el tercer estamento de la sociedad medieval. Junto a los que oran ya los que trabajan, y para defensa de ambos, estaban los bellatores, los que combaten*.
    *Hemos tratado extensamente este tema en nuestro libro La Caballería, Excalibur, Buenos Aires, 1982. Tras haber dictado la presente conferencia, apareció la 3ª edición de dicho libro, en Ed. Gladius, Buenos Aires, 1991. En nuestra conferencia abordamos algunos aspectos no incluidos en aquella obra.
    1. Historia de la caballería
    No es la Caballería una de esas tantas instituciones que han ido apareciendo a lo largo de la historia por iniciativa de la autoridad espiritual o del poder temporal. Si bien, con el tiempo, el estamento de la Caballería pasó a integrar formalmente el tejido constitutivo de la sociedad, su aparición en la escena pública no fue sino el resultado de una respuesta a circunstancias concretas.
    a) El origen de la Caballería medieval
    Chrestien de Troyes, poeta francés del siglo XII, autor de varias novelas de caballería –entre otras Lancelot, Le chevalier en lion, Perceval, etc.–, dice al comienzo de una de ellas, que lleva como título Cligès: «Por los libros que tenemos, nos son conocidos los hechos de los antiguos y del mundo de antaño. Los libros nos han enseñado que Grecia tuvo el primer premio de la caballería y de la ciencia; después pasó a Roma el conjunto de la caballería y la ciencia, que ahora ha pasado a Francia. Quiera Dios que se mantenga en ella y que tan grato le sea el lugar que no se aleje jamás de Francia la gloria que se ha fijado en ella» (Cit. en G. Cohen, La gran claridad de la Edad Media... 117, nota 5).
    Según puede verse, fue al parecer Grecia el lugar en que se originó la Caballería, más propiamente Atenas, donde había un grupo de hombres llamados «eupátrides», a quienes Solón denomina precisamente «caballeros», Otros han preferido ubicar su raíz remota en el ámbito de Roma, concretamente en los allí designados como equites romani, Con todo, y sin negar que tanto Grecia como Roma hayan cobijado en su seno instituciones o grupos que puedan ser considerados cual «antecedentes» del estamento caballeresco, creemos que se va quizás demasiado lejos en la inquisición de sus orígenes. Al menos en lo que se refiere a la concreta aparición de la Caballería en Occidente, nos parece más adecuado remitirnos a los siglos que enmarcaron las invasiones de los bárbaros, principalmente los de estirpe germánica. Los integrantes de esas tribus, que se abalanzaron tan resueltamente sobre los despojos del Imperio Romano, eran toscos y brutales, robando propiedades y haciendas, y asesinando con toda naturalidad y hasta alegría. La Iglesia, al tiempo que atendía a su conversión, trató de ir atemperando el ardor de la sangre guerrera y, más allá de ello, ofreciendo una causa noble al ímpetu hasta entonces tan mal empleado. Les presentó a aquellos guerreros ideales dígnos y sublimes como meta de sus empresas bélicas, les dijo que la fuerza debía ponerse al servicio de la justicia, de la inocencia, de la religión, de los desvalidos. El resultado de dicha actitud pastoral fue asombroso: aquellos hombres feroces acabarían convirtiéndose en caballeros. León Gautier llegó a escribir que «la Caballería es una costumbre germánica idealizada por la Iglesia» (Le Chevalerie, H. Welter, Paris, 1895, 2).
    La Caballería aparece así como la fusión de las prácticas de los bárbaros, propias de épocas de hierro y de violencia absurda e incontrolada, con el espíritu sereno y justiciero del catolicismo. Para que dicha síntesis se realizara de manera plena fue preciso, por cierto, que transcurriesen largos siglos, durante los cuales se fue produciendo el encuentro y la subsiguiente simbiosis de las dos grandes tradiciones, la del Norte, germana y bárbara, y la del Sur, romana y católica. De esta síntesis surgió la Caballería. El ataque generalizado de los árabes contra el naciente mundo cristiano fue el detonante que exigió de Occidente la formación de un conjunto estable de guerreros, constituido casi exclusivamente por hombres de a caballo. Luego esta institución se hizo permanente, y no mera respuesta a una emergencia coyuntural. Partiendo, pues, del combatiente cruel y terrible de las hordas bárbaras, capaz de asesinar inocentes y de desafiar al mismo Dios, llegamos al caballero heroico y Cristiano de fines del siglo XI, tal cual lo vemos descrito, por ejemplo, en la «Chanson de Roland». Cuando el Papa Urbano II predicara la Cruzada, lanzando el Occidente católico sobre el Oriente de la tumba de Cristo, caída en manos de los turcos, ya la Caballería era una realidad cumplida. Godofredo de Bouillon, el más grande de los Cruzados, es asimismo el modelo de toda Caballería.
    Tal fue el proceso histórico de la institución caballeresca. Raimundo Lulio lo resume en estos términos: Faltó la caridad y la lealtad, y entonces se eligieron los mejores para imponer el orden; luego, para los hombres más nobles, el animal más generoso, el caballo. Así de simple (Cf. Libro de la Orden de Caballería, en Obras literarias de Ramón Lull, BAC, Madrid, 1948, 109-110).
    b) La educación de la violencia
    Según acaba de verse, aquel cambio se logró principalmente por el influjo de la Iglesia, ¿Cuál fue su pedagogía? Ante todo ha de quedar bien en claro que la Iglesia nunca condenó la guerra y por tanto jamás se opuso a la vida guerrera como tal. Por cierto que la guerra no puede resultar grata a nadie. Más aún, parece terrible para toda persona que no haya perdido el sentido de la realidad. Sin embargo, es un hecho que existen situaciones que la vuelven inevitable. En el estado actual de naturaleza caída, donde la humanidad está sujeta a las consecuencias del pecado original, necesariamente habrá injusticias tales que, a falta de otros medios, el brazo del guerrero se haga imprescindible para restablecer el orden conculcado. Como decía S. Agustín en carta a un general bizantíno: «La guerra se hace para lograr la paz» (cf. Ad Bonifacium, Ep. 189,6: en Obras Completas de S. Agustín, t. XI, BAC, Madrid, 1953, 756). Y por eso la Iglesia no trepidó en hablar de lo que llamó «la guerra justa». En cuanto a las guerras injustas, ya el mismo S. Agustín las había calificado de manera tajante: «¿Qué otro nombre cumple darles que el de gran latrocinio?» (De Civitate Dei, 1. IV, cap. VI: en Obras Completas de S Agustín, t. XVI, BAC, Madrid, 1977, 232).
    Así, pues, es falso afirmar que la Iglesia se opuso a la guerra por principio. No sólo no lo hizo sino que además señaló que la profesión militar, si se ejerce de acuerdo a la justicia, es legítima y aun santificante. Para confirmar dicho aserto recurrió al ejemplo del mismo Cristo, quien trató con tanto cariño y hasta admiración al centurión romano que le pedía la curación de su siervo con aquellas palabras conmovedoras: «Señor, no soy digno de que entres en mi casa...» (cf. Lc 7,1-10). Y destacó cómo S. Pablo no vaciló en describir la existencia del cristiano recurriendo a términos castrenses (cf. Ef 6,13-17). Esa Iglesia, que quiso llamarse a sí misma «Iglesia militante», comparó el compromiso bautismal de sus fieles con el juramento que los soldados prestan a su bandera. En la misma línea, la antigua iconografía representó a Cristo con atuendo de guerrero –el Christus Militans–, que vino al mundo a traer la espada (cf. Mt 10,34).
    Pues bien, ahora la Iglesia se encontraba frente a una multitud de guerreros injustos y saqueadores, que recurrían a la violencia para fines depravados, o incluso por el gusto mismo de la violencia. ¿Qué hacer?
    Ante todo, ubicar el hecho de la guerra en un nuevo contexto, en su dimensión ética, como reacción última pero gloriosa contra la injusticia. Lejos de lo que en nuestros días se entiende por «pacifismo», un Papa como Gregorio VII declaraba «maldito a cualquiera que se negase a empapar su espada en sangre». Claro que se estaba refiriendo al buen combate, a la lucha por una causa noble, y no a la batalla emprendida por espíritu de venganza o con propósitos bastardos. El Liber feudorum, código cristiano de Caballería, afirmaba formalmente que el vasallo no era traidor si se negaba a ayudar a su señor en una guerra injusta. Fuera de estos casos, el uso de las armas era no sólo autorizado sino hasta recomendado por la Iglesia, pero en nombre de principios superiores: el principio de justicia, que definía al que la conculcaba y le imponía la paz, en caso necesario por la fuerza; y el principio de caridad, que impelía a correr en ayuda del débil injustamente atacado por el fuerte inicuo (cf. Daniel-Rops, La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada… 342-343).
    En segundo lugar, apuntar a la mitigación de la violencia misma mediante el recurso a una serie de disposiciones y de arbitrios prácticos que fueron progresivamente aceptados por el conjunto de la Cristiandad. La primera de esas medidas, tomada a fines del siglo X, fue lo que se dio en llamar la Paz de Dios. Al comienzo, las guerras no perdonaban a nadie, destruyéndose todo lo que se encontraba al paso. Gracias a esta estratagema de la Iglesia, por vez primera en la historia se distinguió a los guerreros de las poblaciones civiles, que quedaban al margen de las operaciones militares. Se prohibió terminantemente violar a las mujeres, maltratar a los niños, los labriegos y los clérigos, es decir, a todos los indefensos; las casas de los labradores fueron declaradas inviolables, como lo eran las iglesias. A comienzos del siglo XI se instauró la denominada Tregua de Dios, que reducía la guerra en el tiempo, así como la Paz de Dios la había restringido en el espacio. En virtud de dicha «tregua» todo acto de guerra quedaba prohibido en determinados tiempos litúrgicos: desde el primer domingo de Adviento hasta la octava de Epifanía, desde el comienzo de la Cuaresma hasta la octava de Ascensión, y, durante todo el resto del año, desde el miércoles a la tarde hasta el lunes por la mañana, en homenaje al triduo pascual. ¡Imagínese lo que serían esas guerras fragmentadas, que no podían durar más de tres días seguidos!
    Con la ayuda de estas iniciativas la Iglesia fue dando fin a aquel terrible dualismo que había caracterizado a la Edad Oscura, cuando existía un ideal para el guerrero y otro para el cristiano. Una de las grandes glorias de la Edad Media es haber emprendido la educación del soldado, transformando al guerrero, inicialmente feroz, en un noble caballero. El que antes se lanzaba a la batalla atraído por la borrachera de los encontronazos, la violencia y el pillaje, se convirtió en el defensor del débil; su violencia brutal se volvió fuerza armada al servicio de la verdad desarmada; su gusto del riesgo se mudó en coraje consciente y generoso. Era ya la Caballería medieval. Tal como se la encuentra desde el comienzo del siglo XIII, en un auténtico orden, casi un sacramento (cf. R. Pernoud, Lumière du Moyen Âge... 91-93).
    En este largo proceso de educación y cristianización de la violencia, no dejó de influir el hecho de que la Iglesia fuera tomando una participación cada vez mayor en la ceremonia del armado del caballero, elaborando para ello un ritual especial*. De este modo, el ingreso al Orden de la Caballería, juntamente con la decisión que había de caracterizar al caballero de buscar la gloria por medio de hechos hazañosos, trajo aparejado el deber de constituirse en paradigma de los demás en lo que toca a la práctica de las virtudes cristianas**, consagrando su espada al «apoyo y protección de la Iglesia, las viudas y los huérfanos, y como rendido servidor de Jesucristo».
    *Sobre el sentido de esa ceremonia no nos extenderemos acá ya que a ello nos hemos referido ampliamente en nuestro libro sobre el estamento caballeresco, donde tras señalar quién era el que confería el Orden de la Caballería, exponemos los distintos rituales que se empleaban para acoger a los candidatos que aspiraban a ingresar en dicho Orden, y el simbolismo de las diversas armas que en su decurso se iban imponiendo al novel caballero: cf. La Caballería, 3ª ed... 78-116.
    **En lo que toca a las virtudes propias de la Caballería y al código que regía su actividad –una suerte de Decálogo caballeresco– puede verse ibid., 117-195.
    Bien dice R. Pernoud que lo que se esperaba del caballero, no era simplemente, como lo soñó la antigüedad, una especie de equilibrio, un justo medio –mens sana in corpore sano–, sino un máximum. Se lo invitaba a la exuberancia, a superarse a sí mismo, a ser el mejor, el más generoso, ofrendando su persona y su vida al servicio de Dios y del prójimo. «Esas novelas en que los héroes de la Tabla Redonda van sin cesar en busca de la hazaña más maravillosa no hacen sino traducir el ideal exaltante ofrecido entonces a aquel que sentía la vocación de las armas» (Lumière du Moyen Âge... 94). Se les ponía por modelo al arcángel S. Miguel, el primer antepasado de la Caballería, vencedor de las huestes infernales. El estamento caballeresco no era sino el reflejo terreno del ejército de los ángeles que rodeaba el trono del Señor (cf. J. Huizinga, El otoño de la Edad Media… 101).
    El ápice donde culminó esta pedagogía ennoblecedora del soldado fueron las «Ordenes Militares», a que nos referiremos enseguida, nacidas al calor de las Cruzadas, la más elevada encarnación del cristianismo medieval, sobre la base del desposorio místico entre el ideal monástico y el ideal caballeresco.
    Tal fue la estrecha alianza que se estableció entre la Iglesia y la Caballería. Lo que la Iglesia hizo en el campo intelectual poniendo la razón al servicio de la fe, que no otra cosa fue la Escolástica, lo realizó también en el campo de la milicia elevando el valor humano al heroísmo cristiano.
    La Caballería fue la gran pasión de la Edad Media. El mismo adjetivo que de ella se deriva –«caballeresco»– expresa de manera cabal el haz de cualidades que despertaba la admiración general. Basta recorrer la literatura medieval o contemplar las obras de arte que han llegado hasta nosotros, para advertir que tanto en las novelas y en los poemas, como en los cuadros y en las esculturas, surge siempre y por doquier la gloriosa figura del caballero, tan garbosamente representado en la conocida estatua de la catedral de Bamberg (cf. R. Pernoud, Lumière du Moyen Âge... 95).
    * * *
    Se han señalado diversas etapas en la historia de la Caballería: la época heroica, la época galante, y la época de la decadencia (cf. al respecto nuestro libro La Caballería, 48-54). Cuando en el resto de Europa se fue desdibujando el ideal caballeresco, en España persistió dicho arquetipo. ¿No fue acaso la Conquista de América un gran acto de Caballería?

    2. Las Órdenes Militares
    La aparición de tales Ordenes –una suerte de sacralización de la Caballería– constituye una demostración muy elocuente del grado en que la espiritualidad monástica fue impregnando progresivamente los diversos estamentos de la sociedad medieval, incluido el guerrero. Los caballeros de las Ordenes Militares eran una rara mezcla de soldados y de monjes. Sin dejar de ser guerreros, hacían los tres votos religiosos –pobreza, castidad y obediencia–, al que solían agregar un cuarto compromiso, el de consagrarse por entero a la guerra contra los infieles. Acaso ninguna época de la historia nos haya dejado un símbolo tan expresivo y adecuado de su propia espiritualidad.
    Las Ordenes Militares incluían por lo general tres clases de miembros: ante todo los sacerdotes, que vivían en los conventos de la propia Orden o acompañaban a los guerreros como capellanes, y que en razón de su estado clerical no combatían en el campo de batalla; luego los caballeros nobles, que se dedicaban, ellos sí, a la guerra, llevando habitualmente vida de campaña; y finalmente los servidores o hermanos legos, que ayudaban a los caballeros en el servicio de las armas o a los sacerdotes en los oficios domésticos. Constituían, como se ve, un reflejo en pequeño de los tres estamentos de la sociedad medieval: los que oran (los sacerdotes), los que combaten (los nobles) y los que trabajan (los hermanos legos).
    El comienzo de las Ordenes Militares está inescindiblemente ligado con la epopeya de las Cruzadas, sin las cuales difícilmente hubiesen surgido. Con todo, hay que notar que la mayor parte de ellas nacieron con fines no estrictamente militares o guerreros, sino más bien caritativos y benéficos, para controlar los caminos, proteger y dar morada a los peregrinos, etc. Pero muy pronto las necesidades acuciantes de la guerra, que se prolongaba más allá de lo previsto, hicieron que sus miembros se abocasen directamente al combate.
    Aludiremos ante todo a las principales Ordenes Militares, primero a las más universales y luego a las de cuño español, que tienen una relación mayor con nuestros orígenes patrios. Lo haremos valiéndonos de los datos que nos ofrece el P. García Villoslada (cf. B. Llorca, R. García Villoslada, F. J. Montalbán, Historia de la Iglesia Católica, II, Edad Media, BAC, Madrid, 1963, 773ss).
    A continuación expondremos lo principal de su espiritualidad, especialmente en base a las enseñanzas de S. Bernardo.
    a) Órdenes Militares Palestinenses
    Diversas fueron las Ordenes creadas en relación con las peregrinaciones a Tierra Santa o las luchas contra los infieles.
    La primera de ellas, cronológicamente hablando, fue la de los Sanjuanistas, o, más precisamente, la Orden Militar de S. Juan de Jerusalén o de los Caballeros Hospitalarios. Fundada por un grupo de mercaderes oriundos de Amalfi, que estaban en Jerusalén, la Orden comenzó por dirigir un hospital bajo la advocación de S. Juan Bautista para recoger a los peregrinos que caían enfermos. Luego se transformaría en Orden Militar, comprometiéndose sus miembros a empuñar las armas en el combate contra los enemigos de la fe. Mucho tiempo después de terminadas las Cruzadas recibirían de Carlos V el dominio de la isla de Malta, de donde su nombre actual de «Caballeros de Malta».
    La segunda fue la de los Templarios, fundada por Hugo de Payens y Godofredo de Saint-Audemar, también para la protección de los peregrinos que llegaban a Tierra Santa. Poco diremos acá de esta Orden ya que enseguida nos referiremos ampliamente a ella, considerando que su espiritualidad, tan influida por la personalidad de S. Bernardo, siendo paradigmática, es la que quizás caracteriza con más perfección al caballero de una Orden Militar.
    La última es la de los Teutónicos, que fue fundada durante el curso de la tercera cruzada, teniendo una destacada actuación en la lucha contra el Islam. Cuando uno de sus grandes maestres juzgó que las Cruzadas llegaban a su fin y las huestes cristianas ya no estaban en condiciones de enfrentar a los turcos, lanzó a sus caballeros a la conquista de la Prusia pagana, empresa que culminaría con la conversión de los prusianos al cristianismo. Esta Orden tuvo un tristísimo fin, ya que en 1525, su gran maestre, Alberto de Brandeburgo, se hizo luterano, convirtiéndose su territorio en un ducado protestante.
    b) Órdenes Militares Españolas
    Las luchas que la España católica debió entablar contra sus ocupantes suscitó también en su territorio la aparición de varias Ordenes. Nombremos ante todo la de Calatrava, nacida particularmente para defender la ciudad del mismo nombre, pero que desempeñó un papel muy relevante en todo el proceso de la Reconquista española. La austeridad de vida de sus integrantes emulaba el monaquismo cisterciense. Participaron activamente en los combates victoriosos del rey S. Fernando; en uno de ellos su gran maestre murió cubierto de gloria bajo los muros de Granada.
    Asimismo la Orden de Alcántara, cuya historia corre paralela a la de Calatrava. Fundada por dos caballeros de Salamanca para defender la ciudad de su nombre, importante reducto tomado por los cristianos a los moros en 1214, luego se dedicaron más en general a la protección de los cristianos que residían en la frontera del reino de León contra los ataques de los moros de Extremadura.
    Destacóse igualmente la Orden de Santiago de la Espada, cuyos caballeros se abocaron a la custodia del camino de Compostela, siempre amenazado por los numerosos bandoleros que lo asolaban. Tomaron también parte en la Reconquista, ocupando zonas contiguas a Toledo.
    Finalmente la Orden de Nuestra Señora de la Merced, cuyo origen fue militar y caballeresco. Fundada inicialmente para la defensa de las costas españolas contra los ataques de los berberiscos, sus caballeros se dedicaron asimismo a visitar los puertos del Africa, en orden a ayudar espiritual y corporalmente a los cristianos cautivos, procurando su rescate, sea a través de dinero, sea ofreciéndose ellos mismos en heroico canje. Desde el siglo XIV la Orden dejó de ser militar y muy ulteriormente sería reconocida como Orden Mendicante.
    c) La espiritualidad del monje-caballero
    Si los caballeros tenían su espiritualidad propia, ésta brilló de manera mucho más esplendorosa en aquellos que hicieron de la Caballería una forma de vida estrictamente religiosa. Nos referiremos acá de manera particular a la Orden del Temple, ya que ella tuvo el privilegio de haber sido orientada por el mismo S. Bernardo, como lo acabamos de recordar.
    Sobre los comienzos de esa famosa Orden tenemos una referencia expresa en una obra del siglo XII, escrita por Guillermo, arzobispo de Tiro, que lleva por título: Historia rerum in partibus transmarinis gestarum (cf. PL 201, 210.888), donde se relatan los diversos emprendimientos llevados a cabo por los príncipes cristianos que estaban «más allá del mar» Mediterráneo, es decir, en Tierra Santa. Es justamente en uno de los capítulos de dicho libro que se narra cómo nació y se desarrolló la Orden de los Caballeros del Temple. «Algunos nobles pertenecientes a la orden de los caballeros –escribe Guillermo–, llenos de devoción, piedad y temor de Dios, poniéndose al servicio de Cristo según las reglas de los Canónigos Regulares, hicieron voto de vivir para siempre en castidad, obediencia y pobreza» (ibid. 526). Estos votos no cancelaban, por cierto, su preexistente vocación caballeresca sino que, agregándose a ella, la sublimaban. Los nobles caballeros, ahora también monjes, «no tenían ni una iglesia ni una casa». Entonces el rey Balduino les cedió temporalmente como morada «la parte meridional de su residencia, adyacente al templo del Señor», por lo que fueron llamados «Caballeros del Templo» o del Temple.
    En 1132, tras la aprobación pontificia de la nueva Orden, el gran maestre se dirigió a S. Bernardo pidiéndole consejos espirituales para los suyos. El abad de Claraval le escribió una extensa carta que pasaría a la historia bajo el nombre de De Laude novæ militiæ (Hemos analizado minuciosamente su contenido en nuestro libro La Caballería... 169-175). Dicha epístola, que tan diáfanamente revela la personalidad del Santo, constituye una especie de «teología de la Caballería», o si se quiere, de «mística de la Caballería», sobre la base del carácter de milicia que tiene la vida cristiana, de la fe entendida como combate.
    Hace poco hemos tenido la oportunidad de leer con provecho un notable estudio sobre los caballeros del Temple, justamente a la luz de la espiritualidad que les quiso inculcar S. Bernardo (cf. Mario Olivieri, I cavalieri del Tempio, en Gli Annali, Università per stranieri, Firenze, 10, 1988, 27-54. Al término de sus reflexiones, el Autor ofrece en apéndice la traducción italiana del relato de Guillermo de Tiro, una parte del tratado de S. Bernardo, y el texto de la Regla de la Orden). Si bien su autor revela cierta tendencia al esoterismo, no por ello deja de ofrecer interesantes observaciones, de las que vamos a servirnos en esta conferencia.
    Los caballeros del Temple son para S. Bernardo el fruto de un admirable encuentro entre el monacato y la caballería. Son monjes-caballeros. Tal es, según él, la conjunción ideal, el monacato hecho milicia, la caballería llevada a su expresión suprema. Porque la lucha que el nuevo caballero habrá de entablar no es parcial sino total. No se limitará a luchar contra el enemigo externo sino que enfrentará asimismo al enemigo interior. Los caballeros de la nueva milicia se distinguen en esto de todos los demás, sea de los caballeros que no son religiosos como de los simples monjes, por ser conjunta e inescindiblemente guerreros en el campo de lo visible y de lo invisible. «A la verdad hallo que no es maravilloso ni raro resistir generosamente a un enemigo corporal con las solas fuerzas del cuerpo. Tampoco es cosa muy extraordinaria, aunque sea loable, hacer guerra a los vicios o a los demonios con la virtud del espíritu, pues se ve todo el mundo lleno de monjes que están continuamente en este ejercicio. Mas, ¿quién no se pasmará por una cosa tan admirable y tan poco usada como es ver a uno y otro hombre poderosamente armado de estas dos espadas y noblemente revestido del cinturón militar?» (De la excelencia de la nueva milicia, I,1; trad. en Obras Completas de S. Bernardo, T. II, BAC, Madrid, 1955, 854. En adelante citaremos la obra según esta edición). El combate es global: contra la amenaza exterior de las armas materiales y contra las asechanzas del demonio en el interior del alma.
    Semejante vocación exige que el templario, antes de lanzarse a la lucha exterior para vencer a un enemigo tan concreto como él, logre el dominio de su interioridad. Sólo si alcanza el señorío de sí será capaz de encarar como corresponde el combate exterior, sólo así se lanzará confiado a la batalla. «Ciertamente, este soldado es intrépido y está seguro por todas partes; su espíritu se halla armado del casquete de la fe, igual que su cuerpo de la coraza de hierro» (ibid. I, 1... 854). Hombres y demonios no pueden dejar de temblar ante un hombre protegido con la armadura del guerrero y el poder de la fe.
    Este feliz encuentro entre la vida monástica –dominio de sí– y la caballeresca –dominio sobre los demás–, hace que tales caballeros sean a la vez, en expresión de S. Bernardo, «más mansos que los corderos y más feroces que los leones» (ibid. IV, 8... 861). Por eso las Ordenes Militares son para el Santo la expresión más pura de la Caballería, o mejor , su «sacralización». Casi un sacerdocio.
    Abundemos, con el abad de Claraval, en las consecuencias de esta extraña simbiosis de dos vocaciones. El progreso en la vida espiritual del caballero en cuanto monje no puede sino repercutir en la eficacia de la lucha exterior del monje en cuanto caballero, dado que el combate interior en orden al dominio sobre sí mismo, posibilita y potencia el combate exterior contra los enemigos de la fe. Por eso el templario ha huido primero del «siglo», se ha encerrado en un convento para cargar su cruz, ya través de la mortificación lograr señorío sobre todas sus pasiones. S. Bernardo considera que la mortificación es el mejor noviciado para el combate exterior. El ejercicio de la humildad le permitirá ir realizando el olvido de su propia persona –perderse a sí mismo–, tan propio del monje y del caballero. En las diversas formas de obediencia aprenderá el abandono de sí y del mundo. El despojo espiritual que le exige la vida religiosa será la mejor manera de alcanzar la completa renuncia de su voluntad, de sus deseos, de su propiedad, a semejanza de Francisco de Asís que se desprendió de sus vestidos para simbolizar su decisión de desapegarse totalmente del mundo. Por la sumisa dependencia respecto de sus superiores en lo que toca a la ropa y al alimento, recuperará la inocencia y la ingenua disponibilidad del niño. Así, mediante el abandono de todo lo accidental en aras de lo sustancial, su alma alcanzará la paz y la serenidad. Será un hombre esencial.
    Destaquemos cómo este proceso de gradual desnudamiento del monje-caballero, merced al cual va cayendo todo lo que es superfluo y puramente ornamental, revela una refinada concepción estética del alma, que encuentra su reflejo más logrado en la pureza de la arquitectura cisterciense propiciada por Bernardo, cuya belleza radica precisamente en su misma desnudez. Tal arquitectura, sólida y despojada, responde admirablemente al modelo caballeresco por él soñado.
    En el texto de S. Bernardo se recalca asimismo el carácter ministerial del caballero-monje. El templario ha de convertirse en un instrumento vivo de Cristo. Su vida espiritual lo ha ido preparando para ello. Si de veras ha resuelto vivir para Cristo y morir por El, ya no se perderá en el laberinto del egoísmo y de las pasiones narcisistas, ni se pondrá a sí mismo como centro de su acción. De algún modo ha renunciado a su subjetividad, ha renunciado a su yo para que en él viva Cristo, de manera análoga al sacerdote que no obra ya en nombre propio sino in persona Christi. El yo del monje-caballero es sustituido por el yo de Cristo, convirtiéndose de este modo en un instrumento dócil de la voluntad divina, tanto más eficaz cuanto más olvidado de su propia persona. Así como el «enemigo» contra el que lucha encarna en cierta manera al enemigo invisible, de modo semejante él personifica a Dios, encarna la justicia divina, es la espada de Dios.
    En su análisis de la espiritualidad que ha de caracterizar al monje-caballero S. Bernardo destaca su disponibilidad para la muerte, su decisión de abrazarse con el riesgo de la muerte. Ya se preparó para ella mediante el desapego a las cosas de esta vida ya la vida misma, a la que ha renunciado de antemano. La mortificación que ha practicado cotidianamente en el monasterio –no olvidemos que la palabra «mortificación» significa «dar muerte», en nuestro caso, a los brotes perdurantes del viejo Adán– florecerá un día en el seno de un encuentro agonal contra el enemigo de la fe, florecerá quizás en su propia muerte física, ofrecida por anticipado.
    El largo entrenamiento para la muerte, que es su vida religiosa, lo ha ido librando del espanto de la muerte. «No teme la muerte –escribe S. Bernardo–, puesto que desea morir. Y, en efecto, ¿qué puede hacer temer, sea viviendo o sea muriendo, a aquel cuyo vivir es Cristo, y el morir ganancia?» (ibid. I, 1, 854). Libre de sí mismo, se ha liberado del enemigo interior más perturbador para un soldado cual es «el miedo a la muerte». Y con la desaparición de este miedo esencial, desaparecen todos los otros tipos de «miedo», sea que provengan de preocupaciones, o de angustia por la existencia, o de temor a perder bienes o amistades, o de exagerada solicitud por seguir viviendo, consecuencias, en última instancia, del primado oculto del propio yo. Para el monje-caballero fiel a su vocación, lo transeúnte ya no es merecedor de atención, y por ende se desvanece el miedo, que es justamente preocupación por lo transeúnte y lo mudable. Puesto que «su vivir es Cristo» no se siente acosado por el temor de la muerte natural. Puede morir en cualquier momento histórico puesto que «ya» ha muerto, «ya» ha renunciado a lo temporal para vivir en lo eterno.
    Por eso se encamina al combate sin temores o turbaciones paralizantes, indiferente a su posible o probable muerte, sumergido en la voluntad de Dios, con el ojo interior apuntando más allá de lo visible. La muerte se le muestra como un acto pletórico de belleza, divinizante y transfigurador, como plenitud de su anhelo de trascendencia, de su nostalgia de lo eterno, de su vocación al martirio, que disuelve la empiricidad de su vida en la pureza absoluta del ideal.
    El caballero se dirige así al encuentro de la muerte, se desposa con la muerte. La muerte es la «dama» de sus sueños. Todos los días de su vida religiosa no fueron sino una paciente preparación, una laboriosa y eficaz purificación para el encuentro con la amada. La monotonía de sus jornadas monásticas, la reiteración de las horas del Oficio Divino, la disciplina siempre igual, lo fue concentrando en la atención y la espera de su muerte. La muerte es su éxtasis, su salida de sí final para entrar en la eternidad.
    Pero, aunque resulte obvio decirlo, el caballero no va a la batalla sólo preparado para morir, sino también dispuesto a matar. S. Bernardo une la legitimidad de la muerte del enemigo con la licitud de tomar las armas –como última instancia, se entiende, una vez probadas las otras vías–, y por tanto de la profesión militar. De ahí que el caballero se encamine a la batalla con la conciencia tranquila, dispuesto a matar o a morir. «El soldado de Jesucristo –escribe el Santo Doctor– mata seguro a su enemigo y muere con mayor seguridad. Si muere, a sí se hace el bien; si mata, lo hace a Jesucristo, porque no lleva en vano a su lado la espada, pues es ministro de Dios para hacer la venganza sobre los malos y defender la virtud de los buenos. Ciertamente, cuando mata a un malhechor, no pasa por un homicida, antes bien, si me es permitido hablar así, por un malicida; por el justo vengador de Jesucristo en la persona de los pecadores y por el legítimo defensor de los cristianos» (ibid. III, 4; 857).
    De lo dicho infiere S. Bernardo la diferencia abismal que separa al caballero santo del caballero mundano. El caballero «secular» no ha consumado la «mortificación», no ha muerto a sí mismo, lo que busca es la glorificación de su individualidad. A su juicio el honor no se identifica con la virtud, ni brota de ella y del obrar según el orden querido por Dios, sino que es el fruto de la sobrevaloración del propio yo. Carece, pues, de «interioridad», es un soldado puramente exterior. Usa la espada, sí, pero para sus propios fines; no es «ministro» o «instrumento» de nadie más que de su propia vanidad.
    El caballero secular es vanidoso porque es «vano», es decir, vacuo, sin riqueza interior, revoloteando siempre en torno a lo superfluo y accesorio, S. Bernardo dice que su militancia es feminoide, porque a semejanza de la mujer busca el ornato exterior. Presa del vértigo de sus pasiones incontroladas, sólo combate para afirmarse a sí mismo. Va a la batalla impelido por turbias motivaciones, impulsado por el fuego fatuo de la ira y la codicia. Su intención torcida todo lo pervierte: sea la victoria –que será siempre el efecto de un homicidio, ya que matar al enemigo injustamente o por intereses bastardos es simple y llanamente un homicidio– sea la derrota –que con la muerte del cuerpo traerá también la muerte eterna. Habiendo puesto su corazón en las cosas del mundo, ya triunfe, ya sea vencido, está destinado a perderse. Siempre peca porque o mata odiando o sucumbe odiando. En el fondo, no es sino una caricatura del auténtico caballero.
    Por eso, como dice S. Bernardo, la suya es non militia sed malitia. Para el Santo Doctor sólo hay Caballería verdadera si el que la ejerce es un cristiano cabal, fiel a la doctrina y moral del Evangelio. El que combate sin fe y con intenciones tortuosas, es un obrador del mal, siempre sometido al doble peligro que acecha a la caballería mundana y la hace proclive al pecado: la de matar al enemigo en el cuerpo ya sí mismo en el alma, o la de ser matado por el enemigo tanto en el cuerpo como en el alma. Eso no es milicia sino malicia. «Mas no es lo mismo respecto de los caballeros de Jesucristo, pues combaten solamente por los intereses de su Señor, sin temor de incurrir en algún pecado por la muerte de sus enemigos ni en peligro ninguno por la suya propia, porque la muerte que se da o recibe por amor de Jesucristo, muy lejos de ser criminal, es digna de mucha gloria» (De la excelencia de la nueva milicia III, 4... 857). Trayendo a colación aquel texto del Apóstol: «Si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos; de modo que, ya vivamos ya muramos, del Señor somos» (Rom 14,8), así exhorta S. Bernardo al guerrero cristiano: «Regocíjate, atleta valeroso, de vivir y de vencer en el Señor; pero regocíjate todavía más de morir y de ser unido al Señor. Sin duda, tu vida es fructuosa, y tu victoria gloriosa; mas tu muerte sagrada debe ser preferida con muy justa razón a la una ya la otra. Porque, si los que mueren en el Señor son bienaventurados, ¿cuánto más lo serán los que mueren por el Señor?» (ibid. I, 1... 855).
    En la carta que estamos comentando, el abad de Claraval hace algunas referencias al lugar sagrado donde tuvo su sede la Orden de los Templarios. No resulta irrelevante que el nuevo género de caballería haya nacido «en el país mismo que el Hijo de Dios, hecho visible en la carne, honró con su presencia, para exterminar en el mismo lugar de donde arrojó El por entonces a los Príncipes de las tinieblas, con la fuerza de su brazo, a sus infelices ministros, que son los hijos de la infidelidad» (ibid. I, 1 854). El «lugar» y la «función» integran la especificidad de la nueva milicia. Ambos son «sacros»: el lugar, porque santificado y transfigurado por la presencia física de Cristo; la función, por cuanto continúa el designio salvífíco del Señor. Así como el Verbo encarnado triunfó con su luz sobre el poder del Príncipe de las tinieblas, así sus caballeros templarios, colaboradores suyos en la obra de la redención, combaten y vencen a los acólitos de Satanás, continuando a su modo la acción redentora. La Tierra Santa pasa a ser toda ella un templo sagrado, donde se produce el empalme de los nuevos caballeros con la acción salvadora de Cristo.
    Un último aspecto digno de ser señalado es el carácter de itinerario sagrado que da su sentido a la militancia caballeresca. En el fondo no es sino una retoma, si bien en un nivel superior, de la condición itinerante y peregrina propia de todos los cristianos, que a partir del renacimiento bautismal deben encaminarse hacia la transfiguración final, a través de las pruebas propias del viaje de la vida. El decurso vital del monje-caballero, impulsado por la nostalgia divina, expresa de manera acabada esa peregrinación del pueblo de Dios, con su mirada puesta en la patria celestial y sus brazos empeñados en la lucha para neutralizar a los elementos hostiles que se interponen en el camino. Siendo la existencia un viaje y la historia un itinerario, su defensa de los peregrinos a Tierra Santa y la protección de los caminos que a ella conducen, constituyen un magnífico símbolo de su vocación de defender a los cristianos de los enemigos exteriores ya la Iglesia de los ataques del demonio.
    El hecho de que la sede de esta nueva caballería sea el Templo de Jerusalén, esconde una invitación implícita a hacer de la vida un viaje sagrado. «No dudamos de manera alguna de que esta Jerusalén de aquí abajo es la figura verdadera de aquella que en los cielos es nuestra madre» (ibid. III, 6... 859).

    3. La epopeya de las Cruzadas
    Donde sin duda se expresó mejor el espíritu idealista de la Caballería, tanto en lo que se refiere a los caballeros en general como a los integrantes de las Ordenes Militares, fue en el decurso de las Cruzadas. Hubo, por cierto, en el desarrollo de las mismas, acciones realmente deplorables, como parece ser inevitable en el obrar humano, pero el impulso fue noble y ennoblecedor .
    a) La conquista de Jerusalén
    El hombre medieval sintió siempre el llamado y la nostalgia del Oriente. Varios autores han creído poder relacionar las Cruzadas con las peregrinaciones, expresiones ambas de la impaciencia de los límites, ese sentimiento tan típico de la Edad Media, a que antes nos hemos referido. ¿Qué fueron las Cruzadas sino un peregrinaje armado? Ese hombre medieval, tan arraigado a su terruño, tan adherido a su feudo, partía sin embargo con una desenvoltura desconcertante. Sin atender a las molestias que implicaba el largo y riesgoso viaje, se ponía en camino para Compostela o para la Cruzada. Tal disponibilidad era común en aquella época, alcanzando a todos los estamentos y países de la Cristiandad.
    Para entender el porqué de las Cruzadas debemos trasladarnos con la mente al mundo oriental, o mejor, a lo que acontecía en el Imperio bizantino. Durante mucho tiempo, las relaciones entre Bizancio y el Islam habían sido relativamente cordiales, hasta el punto de que los Emperadores podían participar sin dificultades en la reconstrucción del Santo Sepulcro, que estaba en manos de los musulmanes, y enviaban trigo a la Siria islámica. Pero hacia el año 1000 la situación cambió radicalmente con la aparición de una tribu proveniente de las estepas del Aral*, que aprovecharía la decadencia en que se encontraban por aquel entonces aquellos muelles árabes de origen persa y la disgregación de su Imperio en principados provinciales. Eran los turcos, de pasta guerrera como pocos, que habían encontrado un caudillo nimbado de leyenda, el príncipe Seldjuq. Y así fue como con los Seldjúcidas se retomó la dormida Guerra Santa musulmana. A mediados del siglo XI entraron en la Mesopotamia y sin encontrar mayor resistencia conquistaron Bagdad. La campaña seguía adelante. Bizancio ya estaba en la mira.
    *Propiamente su dominio se extendía a una gran superficie comprendida en el cuadrilátero Siberia, Afganistán, Mar Caspio y Turkestán.
    Durante esa ofensiva, que fue bastante prolongada, los cristianos sufrieron dos reveses particularmente dolorosos. En 1064 se derrumbó la Armenia cristiana. Quizás los bizantinos no la defendieron como hubieran debido, posiblemente influidos por el hecho de que los armenios eran monofisitas*. La otra gran desgracia acaeció en el año 1071 cuando los turcos sitiaron Mantzikert, uno de los últimos bastiones armenios todavía en poder de Bizancio.
    *La mayor parte de los armenios sobrevivientes se fueron a Capadocia ya las estribaciones del Tauro, donde establecieron una nueva Armenia que más tarde se haría presente en el transcurso de las Cruzadas.
    Acudió en su socorro el emperador Román Diógenes quien tras luchar heroicamente acabó siendo capturado por los turcos. La derrota de los bizantinos fue un acontecimiento sintomático ya que demostró hasta qué punto el Imperio de Oriente se había vuelto incapaz de seguir siendo el bastión seguro de la Cristiandad como lo había sido hasta entonces. Sólo podría relevarlo la joven Cristiandad occidental. Como bien escribe Daniel-Rops: «La Cruzada fue la respuesta a la dimisión de las fuerzas bizantinas: 1095 estaba en germen en 1071 y el derrotado Román Diógenes reclamaba a Godofredo de Bouillon» (La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada… 496).
    Y así sucedió, en efecto. El nuevo emperador Miguel VII se dirigió humildemente al Papa Gregorio VII pidiéndole ayuda militar. El Papa asintió con presteza, exhortando en ese sentido a los Príncipes cristianos. Pero en vano. El momento político era muy difícil y apenas si consentía un esfuerzo conjunto. Mientras tanto los turcos, viendo expedito el camino, seguían avanzando en todas las direcciones posibles. En 1076, penetraban en Jerusalén, noticia que conmocionó a todo el mundo cristiano. Luego fueron ocupando el Asia Menor, entremezclando sus posesiones con las de los bizantinos. En 1081, el turco Solimán se proclamó Sultán, poniendo su capital en Nicea, donde antaño había sesionado el famoso Concilio. Dicho Sultanato perduraría hasta 1302 (cf. ibid., 495-497).
    La situación era gravísima. Occidente no podía permanecer impasible. Fue entonces cuando el Papa Urbano II reunió un Concilio en Clermont (1095), donde se hicieron presentes los principales prelados y nobles de la Cristiandad, y solicitó la formación de un cuerpo expedicionario contra el Islam. Ante la voz del Papa, la asamblea entera se puso de pie, y prorrumpió en un grito clamoroso: Deus la volt!, ¡Dios lo quiere!, que resonó por toda la meseta de Clermont, clamor que recogió el Papa para convertirlo en la divisa de la empresa. La gente comenzó a cortar retazos de los mantos y cortinas para hacer con ellos cruces de tela roja, que los voluntarios cosieron sobre el hombro derecho. Esa noche se acabó la tela roja en Clermont.
    De aquí vino la denominación de «cruzados», o «señalados con la cruz». Porque no fue sino el signo de la cruz el que guiaría a aquellas falanges. Después de la conquista de Jerusalén, la Vera Cruz los precedería en los combates. Y el canto de guerra de los cruzados sería un himno litúrgico referido a la cruz, el Vexilla Regis prodeunt, que se entona en las Vísperas de la Pasión y en las fiestas de la Cruz, compuesto cuatro siglos atrás por Fortunato, el obispo poeta.
    El grito de guerra que atronara Clermont se propagó por toda la Cristiandad, hasta Sicilia, Alemania, España, la lejana Escandinavia, con una capacidad de convocatoria que superaría incluso las previsiones del Papa, y se mantendría en el aire por lo menos durante dos siglos, para irse luego apagando lentamente. «Viose a muchos hombres –dice Michelet– asquearse súbitamente de todo lo que habían amado, y así los barones abandonaron sus castillos, los aldeanos sus campos, para consagrar sus esfuerzos y su vida a preservar de sacrílegas profanaciones aquellos diez pies cuadrados de tierra que habían recogido, durante unas horas, el despojo terrestre de su Dios».
    Y así la Cristiandad se puso en marcha, abriéndose una página admirable de su historia. Según R. Pernoud, las Cruzadas representan uno de los puntos culminantes en los anales del Medioevo, una aventura única en su género, llevada a cabo por voluntarios, y por voluntarios procedentes de todos los pueblos de Europa, al margen de cualquier organización centralizada (cf. R. Pernoud, Los hombres de las Cruzadas, Swan, Madrid, 1987, 13).
    Se trataba de ir a la reconquista de Tierra Santa. El hombre medieval conocía esa tierra hasta en sus más ínfimos detalles, ya que había sido espiritualmente alimentado desde su más tierna infancia con las Sagradas Escrituras. Todo le resultaba familiar, la cueva de Belén, el pozo de Jacob, el Calvario, los lugares por los que viajó S. Pablo... Los salmos, varios de los cuales sabía de memoria y entonaba en la liturgia, los sermones que escuchaba, las estatuas y vitrales que veía en sus catedrales, todo le hablaba de los Santos Lugares. Por otra parte, en la época feudal, montada toda ella sobre el fundamento de posesiones concretas, parecía obvio que la Tierra del Señor fuese considerada como el feudo de la Cristiandad; pensar lo contrario hubiese implicado en cierta manera una injusticia (cf. ibid., 24).
    Algunos historiadores modernos han asignado a las Cruzadas razones únicamente de índole económica. Pero, como bien señala R. Pernoud, semejante interpretación no es sino el fruto de una extraña transposición al pasado de la mentalidad de nuestra época, que todo lo ve a la luz de ese prisma (cf. ibid., 41). Mucho más cerca de la realidad estaba Guibert de Nogent, abad benedictino del siglo XX, cuando en su «Historia de las Cruzadas» aseguraba que los caballeros se habían impuesto la tarea de reconquistar la Jerusalén terrena con el fin de poder gozar de la Jerusalén celestial, de la que aquélla era imagen. Es de él la célebre frase: Gesta Dei per francos, en razón del gran número de franceses que intervinieron en la epopeya.
    Las Cruzadas iban a durar casi hasta fines del siglo XIII, y durante su entero transcurso estarían en el telón de fondo de todos los acontecimientos de la época, fueran éstos políticos o religiosos, económicos o artísticos. Se suele hablar de ocho cruzadas, pero de hecho no hubo un año en que no partiesen de Europa contingentes más o menos numerosos de «Cruzados», a veces sin armas, conducidos sea por señores de la nobleza, sea por monjes. Por eso parece acertada la opinión de Daniel-Rops de que no es adecuado hablar de «las Cruzadas», sino más bien de «la Cruzada», único y persistente ímpetu de fervor, ininterrumpido durante dos siglos, que arrojó a lo mejor de Occidente de rodillas ante el Santo Sepulcro (cf. La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada... 538).
    La primera oleada de la marea fue tan incontenible que la jerarquía de la Iglesia no pudo mayormente influir sobre ella. Fue la Cruzada popular, convocada por un religioso de Amiens, Pierre l’Ermite (Pedro el Ermitaño), hombre carismático y austero, a quien siguió toda clase de gente: algunos caballeros, por cierto, pero también numerosos mendigos, ancianos, mujeres y niños. Esa caravana de gente humilde que se pone en camino para reconquistar un pedazo de tierra entrañable, es un fenómeno único en la historia. Recordemos que en la Edad Media la guerra era prerrogativa de la nobleza y de los caballeros, y por eso resultaba tan exótico que aquellos aldeanos apodados paradojalmente «manants», es decir, los que «se quedan», se transformasen súbitamente en guerreros. La historia empezaba a convertirse en epopeya. Militarmente hablando, el proyecto de Pierre l’Ermite acabó en un resonante fracaso, como era de esperar. Sin embargo no lo consideraron así sus contemporáneos. Porque, según señala con acierto R. Pernoud, en aquellos tiempos no se esperaba necesariamente que el héroe fuese eficaz. «Para la antigüedad, el héroe era el vencedor, pero, como se ha podido comprobar, las canciones de gesta ensalzan no a los vencedores sino a los vencidos heroicos. Recordemos que Roldán, prácticamente contemporáneo de Pierre l’Ermite, también es un vencido. No debemos olvidar que nos hallamos ante la civilización cristiana, para la cual el fracaso aparente, el fracaso temporal y material, acompaña a menudo a la santidad, a la par que mantiene su fecundidad interna, fecundidad a veces invisible de inmediato y cuyos frutos se manifestarán posteriormente. Tal es, no lo olvidemos, el significado de la cruz y la muerte de Cristo. En ello estriba toda la diferencia entre el héroe pagano –un superhombre– y el héroe cristiano, cuyo modelo es el crucificado por amor» (Los hombres de las Cruzadas... 55-56).
    Sea lo que fuere, al mismo tiempo que Pierre l’Ermite lanzaba sus turbas, los nobles preparaban la cosa con seriedad, constituyendo varios cuerpos de ejército. El primero de ellos estaba formado por belgas, franceses y alemanes. Su jefe era el duque Godofredo de Bouillon, un hombre espléndido desde todo punto de vista, fuerte, valiente, de un vigor extraordinario, a la vez que sencillo, generoso, y de piedad ejemplar, el paradigma del Cruzado auténtico, casi un Santo. Las crónicas relatan que cuando entró en Jerusalén el año 1099, se negó a aceptar el título de rey de Jerusalén, por no querer ceñir corona de oro allí donde Jesús había llevado corona de espinas. Cuando murió, en 1100, su hermano Balduino tendría menos escrúpulos, y con él comenzaría formalmente el Reino Franco de Jerusalén.
    No tenemos tiempo, ni viene aquí al caso, relatar detalladamente el desarrollo histórico de las Cruzadas. Contentémonos con destacar algunos de sus aspectos más ilustrativos del espíritu que las impulsó. Como dijimos anteriormente, la entera Cristiandad se sintió galvanizada por el ideal de las Cruzadas. Hasta un espíritu tan apacible y sereno como el de S. Francisco, no ocultó su entusiasmo por la empresa. Ya desde su juventud, se había sentido deslumbrado por el estilo de vida caballeresco, que llegaba entonces a la península italiana a través de los Alpes. Ahora bien, su conversión, lejos de hacerle abandonar aquellos ideales en aras del ascetismo monástico tradicional, les confirió una nueva significación que inspiró toda su misión religiosa. Los ideales de su fraternidad se basaron más en los de la caballería romántica que en los del monasticismo benedictino. No puede resultar insólita la atracción que ejerció la tierra donde nació y murió Nuestro Señor sobre aquel que quiso tomar el Evangelio al pie de la letra. Sus Hermanos Menores constituirían una suerte de Caballería espiritual, un grupo de «Caballeros de la Tabla Redonda, juglares de Dios», dedicados al servicio de la Cruz y al amor de la Dama Pobreza, que llevarían a cabo hazañas espirituales sin temor a los riesgos y peligros que pudiesen encontrar en su senda, teniendo como único norte el servicio del amor (cf. C. Dawson, Ensayos acerca de la Edad Media... 214). Dice R. Pernoud que S. Francisco encarna al mismo tiempo al pobre y al caballero, es decir, las dos fuerzas que reconquistaron Jerusalén (cf. Los hombres de las Cruzadas... 240).
    En 1219, los cruzados que sitiaban Damieta, ciudad cercana al Nilo, vieron llegar un día, según cuenta Jacques de Vitry*, a «un hombre sencillo y no muy culto, pero muy amable y tan querido de Dios como de los hombres, el Padre Francisco, fundador de la Orden de los Menores». Tras convivir por algún tiempo con los caballeros cruzados se propuso nada menos que pasar al campamento de los mismos infieles. Cuando los caballeros se enteraron de semejante decisión, a todas luces temeraria, no podían contener la risa. Pero Francisco persistió en su idea, y en compañía de Fray Iluminado, se dirigió hacia las líneas enemigas. Al verlos, los centinelas musulmanes se abalanzaron sobre ellos, dispuestos a apalearlos. Entonces Francisco comenzó a gritar: «¡Sultán! ¡Sultán!». Creyendo los guardias que se trataba de parlamentarios, luego de encadenarlos, los condujeron hasta donde estaba el Sultán. Los frailes, sin más trámite, lo invitaron directamente a convertirse al cristianismo. Al Sultán le cayeron en gracia pero, como era previsible, no aceptó la invitación. Y los hizo acompañar de nuevo al campamento cristiano. Relatamos esta anécdota sólo para mostrar cómo también los Santos vibraron con el tema de las Cruzadas.
    *Jacques de Vitry, autor del siglo XIII, era cardenal e historiador, famoso por haber predicado la cruzada contra los albigenses. Escribió una obra bajo el título de «Historia occidental».
    Una de las formas más asombrosas que tomó esta epopeya a comienzos del siglo XIII fue la que se llamó Cruzada de los Niños. El hecho tuvo su origen en la convocatoria de un pastorcito, Esteban de Cloyes, quien aseguró que el Señor se le había aparecido y le había dado la orden de liberar el Santo Sepulcro. Lo que los caballeros se habían mostrado incapaces de realizar lo harían ellos, los niños, con sus manos inocentes. Como en los días de Pierre l’Ermite, miles de adolescentes se enrolaron en las filas de Esteban y tomaron la Cruz. A pesar de la prohibición del rey de Francia, los jóvenes cruzados atravesaron dicho país y llegaron a Marsella, donde se embarcaron en siete galeras; dos de ellas naufragaron y otras dos llegaron a Argelia, donde los adolescentes fueron vendidos como esclavos. También en Alemania se organizó poco después una Cruzada semejante, pero los que la integraban acabaron dispersándose, agotados y hambrientos, por los caminos de Italia. «Estos niños nos avergüenzan –exclamó Inocencio III, cuando se enteró de tales sucesos–; nosotros dormimos, pero ellos parten...».
    Entre la inmensa multitud de los caballeros que se incorporaron a las Cruzadas destaquemos algunas figuras relevantes, por cierto que bien diferentes entre sí. Un cruzado cuyo recuerdo se hizo legendario, no sólo entre los cristianos sino también entre los infieles, fue Ricardo Corazón de León, así llamado por su coraje a toda prueba y sus proezas sin cuento. Cuando las madres árabes querían hacer callar a sus hijos pequeños, les amenazaban con llamar al «rey Ricardo», una especie de «hombre de la bolsa». Un cronista que lo acompañaba en sus expediciones relata esta simpática anécdota que lo pinta de cuerpo entero. En cierta ocasión, Ricardo se había parapetado tras un olivar para atacar por sorpresa al enemigo. «Hasta allí llegó un clérigo / Para hablar con el rey, / Llamado Hugo de la Mare, / Quien le dio un consejo al rey / y le dijo: Huid, señor, / Son demasiado numerosos. / –Señor clérigo, ocupaos de vuestros asuntos, / Le dijo el rey, no os entrometais: / Dejadnos a nosotros la caballería. / ¡Por Dios y por Santa María!». Y tras haber puesto al buen clérigo en su sitio, arremetió y venció... (Cit. en R. Pernoud, Los hombres de las Cruzadas… 211ss).
    R. Pernoud se detiene en otras dos figuras, casi opuestas entre sí. La primera es Federico II Hohenstaufen. Este curiosísimo personaje, que se embarcó en una Cruzada luego de haber sido excomulgado por el Papa, y que a diferencia de tantos predecesores suyos logró éxito tras éxito, hasta poder entrar en Jerusalén y coronarse a sí mismo en el Santo Sepulcro, poseía un verdadero harén en el que había sobre todo mujeres moras. Sus estrechos lazos de amistad con los musulmanes lo hicieron sospechoso de haberse convertido en secreto al islamismo, acusación no suficientemente fundada, ya que lo que al parecer más apreciaba del Islam no era tanto su doctrina cuanto la voluptuosidad de las costumbres musulmanas. Singular figura la de este Emperador que en pleno siglo XIII preanuncia, como algunos lo han señalado, el estilo de los príncipes del Renacimiento, tal y como lo delinearía Maquiavelo. En nuestro siglo ciertos historiadores lo han cubierto de elogios, creyendo ver en él al precursor del «déspota ilustrado», escéptico, tolerante, culto, en resumen, un soberano de ideas «modernas» perdido en el mundo feudal (cf. ibid., 248-250).
    En contraposición al emperador Federico, R. Pernoud destaca la figura del rey S. Luis, a quien presenta corno el «perfecto cruzado» frente al «cruzado sin fe»*. Su visión de las personas y de los acontecimientos fue eminentemente sobrenatural, en perfecta fidelidad a la mística propia de la Caballería, tal cual la enseñara S. Bernardo. A diferencia de Federico II, siempre victorioso, S. Luis sólo conoció la derrota en el campo militar. Algunos lo han atribuido a su escasa preparación castrense ya su falta de previsión. R. Pernoud sostiene lo contrario: S. Luis, afirma, preparó su campaña con toda seriedad, siendo la suya una cruzada de ingenieros al mismo tiempo que de héroes y de santos. Los azares de la vida hicieron que fracasase una empresa que todo parecía destinar al éxito (cf. ibid., 279). Este rey, que combatió a los infieles en dos campañas, muriendo en la demanda, fue honrado en la memoria de los sarracenos, del mismo modo que Saladino lo fue en la de los cristianos.
    *Se leerá con provecho el magnífico capítulo que R. Pernoud dedica a S. Luis como cruzado arquetípico (cf. ibid., 261-281). El gran rey murió en Túnez y sus restos fueron trasladados a Francia y depositados en la iglesia abacial de Saint-Denis, donde estuvieron hasta que fueron profanados durante la Revolución Francesa.
    Señalemos otra gran figura, la del rey de Jerusalén, Balduino IV, un joven simpático y atractivo, de espíritu indomable, corajudo como el más atrevido caballero. Un día en que estaba jugando a la pelota, cayó ésta en medio de un arbusto espinoso, y cuando intentaba sacarla de allí comenzó a sangrar, pero sin sentir dolor alguno. Era lepra, De nada sirvieron los remedios. El reinado de este muchacho (1174-1185) no fue sino una penosa agonía, en que la enfermedad avanzaba día a día, minando todo su cuerpo, su cara, sus ojos. Sin embargo, con un heroísmo sólo atribuible a la fe, aquel joven guerrero enfrentó al enemigo con valor realmente sobrehumano. En la batalla de Montgusard, uno de los hechos bélicos más sorprendentes de las Cruzadas, el rey leproso de 17 años, al frente de 500 caballeros, hizo huir a miles de kurdos y sudaneses encabezados nada menos que por Saladino. Mientras pudo mantenerse a caballo siguió dirigiendo a los suyos. Luego, cuando sus fuerzas lo abandonaron, se hacía llevar al combate en una litera a fin de que sus hombres pudiesen verlo. Murió a los 24 años y fue enterrado en las cercanías del Santo Sepulcro.
    El último bastión de la resistencia en los momentos finales de las Cruzadas fue San Juan de Acre, donde los guerreros cristianos escribieron su suprema página de gloria. Rodeados por todas partes, atacados sin respiro por una contundente artillería de balistas, exangües por falta de alimentos, privados de todo auxilio posible, resistieron durante un mes y medio, sin otra perspectiva que la de salvar el honor. El fin de aquel último islote cristiano recuerda el comienzo heroico de las Cruzadas y el arrojo de Godofredo de Bouillon. Contratacando de manera ininterrumpida, se superaron unos a otros en muestras de épico coraje, hasta que por fin cayeron como héroes ante el empuje incontenible del enemigo abrumador. De los Templarios quedaron diez, de los Hospitalarios, siete, de los Teutónicos, ninguno. Los vencedores entraron a saco, masacrando a todos los que se ponían a su alcance, principalmente a los sacerdotes. Había de repercutir en toda la Cristiandad el admirable ejemplo de aquel grupo de dominicos, de temple caballeresco también ellos, que murieron de rodillas entonando la Salve.
    Si consideramos las Cruzadas en su conjunto advertimos que hubo en su transcurso gestos heroicos, llenos de nobleza, y otros despiadados, terriblemente crueles. Ya se sabe que siempre las guerras sacan a la superficie lo más noble y lo más ruin del hombre, el ángel y la bestia. No sería, pues, exacto pensar que todo en las Cruzadas merece alabanza. Página de horror y de sangre fue, por ejemplo, la masacre que siguió a la primera toma de Jerusalén, de la que los mismos vencedores no pudieron menos que avergonzarse. Fue asimismo deplorable la ocupación de Constantinopla, en 1204, a pesar de que el Papa hubiese mostrado su categórica oposición a dicha medida; es cierto que los bizantinos, llenos de artimañas, pocas veces jugaron limpio con los cruzados, pero ello no justifica lo que sucedió, como entrar a caballo en la basílica de Santa Sofía y otros actos vandálicos. Resultó también lamentable la creación del Imperio Latino de Oriente, con sede en Constantinopla, así como su latinización a ultranza, experiencia que, por cierto, duraría pocos decenios, pero que no por ello dejaría de intensificar el odio que ya existía entre Constantinopla y la Cristiandad occidental, alejando aún más toda posibilidad de reunión.
    ¿Constituyeron las Cruzadas un fracaso? Militarmente hablando, el balance fue desastroso. Sin embargo, como hemos dicho hace un rato, para los espíritus más nobles de la época lo importante no era tanto el éxito como el buen combate. Viene aquí al caso un notable texto de Huizinga, si bien no sería correcto generalizar en exceso su aplicación: «Justamente por haberse hecho sentir en tan grande medida el ideal religioso-caballeresco en la apreciación de la política oriental puede explicarse hasta cierto grado el escaso éxito de la lucha contra los turcos. Las expediciones, que exigían ante todo un cálculo exacto y una preparación paciente, eran proyectadas y llevadas a cabo en un estado de sobreexcitación que no podía conducir a ponderar tranquilamente lo asequible, sino a confeccionar un plan novelesco que o había de resultar infecundo o podía tornarse fatal... Donde resalta más claramente el conflicto entre el espíritu caballeresco y la realidad es en los casos en que el ideal caballeresco trata de hacerse valer en plena guerra. Este ideal puede haber dado forma y fuerza al espíritu bélico, pero lo cierto es que sobre el arte de la guerra ejercía por lo regular un efecto más pernicioso que favorable, pues sacrificaba las exigencias de la estrategia a las de la belleza de la vida. Los mejores generales, y hasta los reyes mismos, expónense a peligros de una romántica aventura guerrera» (El otoño de la Edad Media… 149.156).
    Además no hay que olvidar que fue gracias a las Cruzadas, más que a cualquier otro acontecimiento de aquella época, que la Cristiandad tomó conciencia de su unidad. Por encima de las reales diferencias que distanciaban a los diversos pueblos, aquellos hombres comprendieron que existía una realidad superior, algo que los unía a todos bajo la conducción del Papa, de lo que el minúsculo Reino de Tierra Santa era como el vínculo simbólico. Asimismo debe quedar bien en claro que, a pesar de todas las miserias y ruindades de algunos de los cruzados, a pesar de los vandalismos a que aludimos, lo principal fue el testimonio positivo y heroico que dieron los mejores de ellos, ofreciendo a la sociedad verdaderos paradigmas de coherencia e intrepidez.
    Durante el desarrollo de las Cruzadas, la conversión de los infieles se consideraba como una consecuencia de la presunta victoria por las armas; se veía, ella también, bajo la forma de cruzada. Ante el fracaso militar, fue sobretodo S. Raimundo de Peñafort quien entendió que para conquistar el alma de los infieles había que recurrir a otros procedimientos: predicarles la verdad, para que la conociesen; predicarles en su propia lengua, para que la entendiesen; y para que la amasen, indicarles el camino «mediante el sacrificio de la propia vida», expresión suprema del amor. Sus proyectos encontraron amplia resonancia. Baste para probarlo que fue inspirándose en él que Sto. Tomás escribiría su espléndida Summa contra gentiles. ¡Extraña derivación de las Cruzadas! Sea lo que fuere, es innegable que las Cruzadas marcaron a fuego el espíritu de la Cristiandad medieval. Durante mucho tiempo, aun siglos después, el Occidente conservaría la nostalgia de la Cruzada. A comienzos del siglo XIV, algunos príncipes soñaron con retornarla. Y cuando Juana de Arco, ya en el siglo XV, escribiera a Talbot, jefe del ejército inglés, su célebre carta, invocaría también el espíritu de las Cruzadas, para instar a los ingleses a dar por terminada la lucha fratricida y reanudar, juntamente con los franceses, la gran empresa interrumpida. Como escribe Daniel-Rops: «Que la misma palabra de Cruzada tenga todavía hoy el sentido de empresa heroica realizada con una intención pura y noble al servicio de una gran idea, es cosa que no carece de significación» (La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada… 591).
    b) La Reconquista de España
    Si bien la Reconquista de España es incluible en el marco general de las Cruzadas, merece un tratamiento aparte por cuanto sigue carriles diversos, y sobre todo porque tiene para nosotros un particular interés ya que está en los orígenes de nuestra historia patria. Entre la invasión de los musulmanes a la Península, el año 711, y el último acto de la Reconquista, la toma de Granada, el año mismo en que las carabelas de Colón avistaban América, transcurrieron más de siete siglos, a lo largo de los cuales se fue perfilando la conciencia nacional española, y en ella alboreando la nuestra.
    Podríase decir que la secular guerra por la Reconquista de España comenzó con las campañas de Carlomagno. No parece haber solución de continuidad entre la guerra llevada a cabo por el gran Emperador, quien logró que tanto Barcelona como la Marca Hispánica fuesen recobradas para la Cristiandad, y los ulteriores combates capitaneados por los españoles (cf. C. Dawson, Ensayos acerca de la Edad Media… 237-239).
    La historia de la lucha que los cristianos de España, ayudados por muchos de sus hermanos en la fe de toda la Cristiandad, entablaron con tan notable perseverancia para arrancar su tierra de las manos del Islam, es realmente conmovedora. Pensemos que se extendió cubriendo el entero ciclo de la Edad Media, y aun después de que éste hubiese terminado. Si es cierto que los dos adversarios no ahorraron crueldades, no lo es menos que los cristianos escribieron páginas de increíble sublimidad, donde el heroísmo se desposó con el espíritu de sacrificio, y ello en un grado quizás más alto que en las mismas Cruzadas a Tierra Santa.
    Según nos lo relata el Poema del Mío Cid, los moros se lanzaban al combate gritando «¡Mahoma!», y los cristianos, por su parte, «¡Santiago!», lo que manifiesta el carácter eminentemente religioso del enfrentamiento. Tratóse de una guerra santa contra otra guerra santa, de la lucha de la Cruz contra la Media Luna. Así lo entendió la Iglesia que, desde sus comienzos, alentó, bendijo y ayudó la epopeya de la Reconquista. En 1063, el Papa Alejandro II concedía indulgencia general a los caballeros franceses que se ofrecieran a ayudar a sus hermanos españoles.
    Fue lo que se llamó «la Bula de la Cruzada» o Bula Eos qui in Hispaniam. Pensemos que todavía no había empezado la Cruzada a Tierra Santa, de modo que lo de España fue, de hecho, su prólogo. Por eso cuando la campaña hacia el Oriente comenzó a desplegarse, la lucha por la Reconquista de España se mostró como un capítulo de aquélla, como uno de sus flancos; combatir en España pareció tan glorioso y meritorio como hacerlo en Palestina. Juntamente con el apoyo del Papa, propiciaron esta empresa sagrada las grandes Ordenes Religiosas como el Cluny y el Cister. Al fin y al cabo el combate en España no podía dejar de interesar a toda la Cristiandad, entre otras cosas por el hecho de que en él se jugaba el destino de una de las peregrinaciones más preciadas, la de Santiago, quien no en vano cargaba a la cabeza de los ejércitos de la Reconquista. La lucha en favor de Compostela era sustancialmente idéntica a la que se entablaba contra el Islam. Los enemigos eran los mismos.
    A la llamada de la Iglesia, a la convocatoria de las Ordenes Religiosas, fueron innumerables los voluntarios que se incorporaron, y ello a lo largo de varios siglos. La Reconquista resultó, así, una empresa de la Cristiandad al mismo tiempo que un soporte del patriotismo español; gracias a ella la hispanidad adquirió conciencia de sí misma y de sus altos destinos.
    No podemos exponer, tampoco acá, los diversos avatares de esta secular contienda. Pero destaquemos al menos sus momentos esenciales, ayudándonos del compendio que nos ofrece Daniel-Rops. En el siglo XI los musulmanes se encontraban profundamente divididos. Porque no había un Estado musulmán sino una federación de 23 minúsculos Estados o «Taifas». Aprovechando la situación, Fernando I el Grande (1033-1065) comenzó a asediar, uno tras otro, a los pequeños Taifas de Toledo, Zaragoza y Badajoz; el rey de Sevilla, atemorizado, se le sometió. A la muerte de Fernando, uno de sus hijos, Alfonso VI (1065-1109) retomó la ofensiva, volviendo locos a los musulmanes. Tras 25 meses de sitio entró en Toledo, esa ciudad tan querida para los cristianos, que había sido sede de varios Concilios en la época de la España visigótica, asumiendo el pomposo título de Toleti Imperii rex et magnificus triumphator. Más tarde, llegando a las playas de Tarifa, metió su caballo en el mar, en el mismo lugar donde en el siglo VIII habían desembarcado las primeras avanzadas del Islam, como si quisiera lanzarse al ataque del Africa, mientras exclamaba en alta voz: «¡He llegado hasta el último confín de España!».
    El golpe que con estas victorias recibió el Islam fue sumamente grave. El dominio musulmán de España parecía a punto de desplomarse. Pero entonces, un dramático acontecimiento cambió el curso de la historia. A miles de kilómetros de Europa, muy al sur del Sahara, se había gestado, hacia el año 1035, una revolución religiosa entre los Tuareg, nómadas del desierto, semejantes por sus costumbres y su ferocidad a los mogoles. Los emires de España, acosados por Alfonso VI, dirigieron sus ojos aterrados hacia aquellos guerreros, a quienes los cristianos llamarían Almorávides, y solicitaron su auxilio, si bien con cierto temor, pues sospechaban el peligro que semejante alianza podía implicar para la independencia de sus pequeños Estados. El hecho es que, a raíz de ello, desde 1083 la situación militar en la Península quedó completamente trastocada. En pocos años los Almorávides triunfaron sobre los antiguos ocupantes e implantaron su rígida autoridad. En lugar de las consabidas escaramuzas, los cristianos tendrían ahora que hacer frente a un pueblo magníficamente guerrero, que se creía el portavoz auténtico del Profeta. Los primeros encontronazos fueron fatales para los cristianos y Alfonso debió retirarse precipitadamente.
    Ya no se podía pensar más en expulsar a los musulmanes sino de salvar lo que restaba de la España cristiana. Se organizó, así, la resistencia, un poco al modo de comandos, polarizada en torno a un héroe, Rodrigo Díaz de Vivar, que la historia y la literatura épica nacional conocerían bajo el nombre de «Cid Campeador». Su valor, sus hazañas y sus victorias galvanizaron a la España alicaída, convirtiéndose en el símbolo viviente de la resistencia contra los Almorávides. Campidoctor, doctor de la guerra, lo denominaban los cristianos latinistas; «Sid», Señor, lo llamaban los musulmanes. Tras llevar a cabo increíbles hazañas, murió en 1099, el año mismo en que los cruzados entraban por primera vez en Jerusalén. Tan grande era el temor que el Cid inspiraba en sus enemigos que cuando un poco más tarde los cristianos debieron evacuar Valencia, llevando su valerosa viuda, doña Jimena, los restos de aquel gran guerrero, se cuenta que el solo espectáculo del cortejo bastó para dispersar a las huestes musulmanas.
    El aliento del Cid siguió vibrando en España. Nuevas victorias se lograban sobre los ocupantes y la esperanza se iba consolidando cuando, de nuevo, un cambio de timón religioso y político en el seno del Islam influyó decididamente en el desarrollo de los acontecimientos. Porque había aparecido un nuevo grupo, los llamados Almohades, que predicaban la Guerra Santa contra sus predecesores Almorávides, a quienes consideraban relajados. De hecho, en 1145 la España almorávide pasaría a manos de los Almohades.
    La lucha, abierta simultáneamente en varios frentes, duplicó entonces su violencia. Advirtiendo las grandes dificultades que encontraban los Almohades para dar remate a sus conquistas sobre los restos de los Almorávides, los cristianos pasaron a la ofensiva logrando sucesivas victorias, que culminarían, tiempo después, el año 1212, en la importante batalla de las Navas de Tolosa.
    Destaca Daniel-Rops el papel hegemónico que tuvo la Iglesia en esta lucha varias veces secular. Porque en España había numerosos príncipes cristianos más o menos arabizados, dispuestos a entenderse con los moros. Convencerlos de que se alistaran en la Reconquista, y, lo que es más difícil aún, conociendo el carácter individualista del pueblo español, ponerlos de acuerdo en orden a la meta común, fue en buena parte labor de obispos y monjes llenos de celo apostólico y amor a la Patria. La mejor prueba de ese influjo de la Iglesia lo constituye la aparición de diversas Ordenes Militares en España, a que aludimos hace poco, sobre todo las de Alcántara, Calatrava y Santiago, que encarnaron el heroísmo cristiano del pueblo español en su más pura y bella expresión.
    Recordemos una vez más, para dar término a esta materia, aquella magnífica figura a que nos referimos largamente en una conferencia anterior, la del rey S. Fernando III (1217-1252), quien luego de reunir los Reinos de Castilla y de León, se lanzó a la lucha por la recuperación de la zona de Andalucía. La primera gran ciudad que logró ocupar fue Córdoba, que desde hacia cinco siglos estaba en manos del Islam. Las campanas de la basílica de Santiago, que el año 997 Almanzor había hecho llevar desde Compostela hasta Córdoba, a hombros de los cautivos cristianos, fueron ahora devueltas al santuario de Galicia a hombros de los cautivos musulmanes. Tras la toma de Córdoba, el comandante almohade de Granada se declaró vasallo de Fernando, y lo ayudó a apoderarse de Sevilla. Ya estaba proyectando cruzar al Africa, para atacar al enemigo en su propio centro, cuando le sorprendió la muerte. No deja de ser significativo que haya sido un Santo quien cerrara el capítulo medieval de la Reconquista, que dos siglos y medio más tarde habrían de clausurar definitivamente otras dos espléndidas personalidades, los Reyes Católicos Fernando e Isabel, con la ocupación de Granada en 1492, el año mismo del descubrimiento de América. La España de Fernando III, que al tiempo que recuperaba territorios ocupados, erigía catedrales y recogía en sus Universidades la herencia de la cultura árabe, gracias a dicho monarca alcanzó la dignidad de gran potencia dentro de la Cristiandad (cf. Daniel-Rops, La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada… 594-605).

    4. La literatura caballeresca
    El ideal de la Caballería excitó la veta literaria del hombre medieval, inspirando con sus temas tanto la epopeya como la lírica.
    Tomando la literatura en un sentido más general, e incluso considerando las bellas artes en su conjunto, señalemos, una vez más, el gran influjo que sobre ellas ejerció la admiración por los árabes. No sólo en épocas de guerra sino también en tiempos de paz, en la vida cotidiana, los cristianos quedaban sorprendidos ante la superioridad cultural de los sarracenos. En todas las pequeñas Cortes de los emiratos andaluces, fueron testigos de espléndidas justas caballerescas; la atmósfera cortesana estaba llena de fiestas, músicas y cantos. Todos hacían poesía, el labrador manejando su arado, las mujeres en el harén. En los muros y en las columnas se desplegaba la serie de los versos, formando filacterias que constituían el principal motivo ornamental. Los cantores deambulaban de Corte en Corte, entonando sus mejores poemas. He aquí una fuente ineludible de inspiración de la literatura medieval, incluida la caballeresca.
    a) Los Cantares de Gesta
    Propio es de la poesía heroica describir y transfigurar la guerra así como las cualidades que ésta suscita o manifiesta, sublimando la estampa de los héroes. Las llamadas «chansons de geste» se desarrollaron sobre todo en la época y bajo la sugestión de las Cruzadas, a la sombra de los relicarios de las grandes abadías ya lo largo de las rutas de peregrinaciones, principalmente de la que conducía a Santiago*. Pero también influyeron en ellas las tradiciones de la época heroica germánica, según aquello que dijimos más arriba cuando nos referimos a la transformación del guerrero bárbaro en el caballero cristiano. No fue, por cierto, literatura de monjes, sino de guerreros, ni una creación de la Iglesia, sino de la sociedad feudal, fruto, como ésta última, de una enriquecedora fusión de elementos nórdicos y latino-cristianos. El hecho es que los cantares de gesta, cuya aparición data del siglo XI, tienen toda la frescura de una creación nueva y original.
    *Algunos de estos cantares, nacidos en la ruta de Santiago, al tiempo que exaltaban el coraje de Rolando, muerto en combate contra los moros, exhortaban a reverenciar las reliquias del Apóstol. La Cruzada se unía así a la Peregrinación. Santiago, el Matamoros, que se había aparecido milagrosamente en la batalla de Clavijo, era el gozne de ambas.
    Sostiene Cohen que esta literatura épica fue cuidadosamente elaborada sobre pupitres, en pergaminos, despaciosamente, y no de manera improvisada, como muchos piensan, por juglares errantes. Lo que en todo caso hacían éstos era recitarla, o más bien cantarla, difundiéndola así en las salas de los castillos, en los cruces de los caminos, en las ferias y en los lugares de peregrinación. Desde 1050 a 1150 los cantares de gesta conocieron un auge impresionante, que se perpetuaría bajo formas diversas, aunque con menos brillo, durante el resto de la Edad Media. En este último período, los temas ya en buena parte creados, los personajes ya ampliamente conocidos, a los que vinieron a agregarse otros nuevos por el aporte de las tradiciones familiares y locales, fueron objeto de una intensa e ininterrumpida elaboración, o mejor, reelaboración literaria.
    Parece suficientemente probado que lo que se intentaba al exaltar a los héroes de los cantares era sobre todo modelar el presente sobre el pasado, ensalzar la fuerza armada al servicio de la verdad desarmada, incitar al desprecio de los poderes hostiles que se interponían en el camino de los hombres y de las cosas en orden a triunfar de todo obstáculo para imponer o defender el ideal, provocar en los oyentes el deseo de imitar a aquellos héroes paradigmáticos, reanimar en ellos la triple llama de la abnegación en el servicio de su rey terrenal, la fe en el Rey celestial y la altivez propia del hombre feudal.
    De hecho, las canciones de gesta acompañaron la convocatoria de las Cruzadas, y sin duda galvanizaron los espíritus para el emprendimiento de dicha epopeya. Ello aparece claro cuando se lee, por ejemplo, la Chanson de Roland, que se cantaría desde 1060 y se reelaboraría bajo diversas formas hasta mediados del siglo XII; o también nuestro Poema del Mío Cid, que los Romanceros posteriores reelaborarían igualmente (cf. G. Cohen, La gran claridad de la Edad Media… 60-64).
    Tal fue una de las formas de la literatura caballeresca, en su época heroica, cuando los caballeros se sentaban a beber en las largas tardes de invierno, narrando con inmodestia sus proezas y escuchando los cantos de los trovadores sobre los altos hechos de los guerreros de antaño. Bien dice C. Dawson: «La demanda creó la oferta, y el juglar fue una parte tan integrante de la sociedad guerrera como el retórico en la antigua ciudad-Estado o el periodista en la sociedad moderna» (Ensayos acerca de la Edad Media ... 231).
    b) En busca del Santo Grial
    A veces la literatura caballeresca cedía a sus orígenes bárbaros y obviaba el argumento cristiano, por lo que con frecuencia la Iglesia trató de mechar la trama de aquellas obras con elementos religiosos. El intento de mayor envergadura realizado en ese sentido es el de la leyenda del Grial, quizás de origen precristiano pero bautizado por los hombres de Iglesia. A los caballeros del rey Artús (o Arturo), legendario personaje del siglo VI, el de la Tabla Redonda, contrapondrían aquéllos o les agregarían los caballeros del Santo Grial; al deseo de aventuras ya la búsqueda del propio honor los sustituirían por «la busca del Santo Cáliz», asequible tan sólo a los caballeros más perfectos y puros. Si consideramos el poema simbólico que Wolfram von Eschenbach compuso bajo el nombre de Parsifal, inspirándose, al parecer, en la obra de Chrestien de Troyes, Le comte de Graal, notamos hasta qué punto la temática del Grial excedió en carácter aventurero y maravilloso a todas las novelas del antiguo ciclo de Artús.
    Quizás sea conveniente recordar la trama de este tema medieval, que conoció numerosas y variadas versiones. El Grial era el cáliz que usó Nuestro Señor en la Ultima Cena, al cual se le asignaba un poder maravilloso*. Según la leyenda, dicho cáliz llegó a poder de José de Arimatea quien conservó en el mismo algunas gotas de la sangre del Señor crucificado. Encerrado en una cárcel durante la persecución contra los cristianos, fue allí milagrosamente alimentado gracias a aquel cáliz. Durante el tiempo de su prisión se le apareció el mismo Cristo, instruyéndole en el significado de la Misa, y revelándole la mística importancia del objeto que poseía. Una vez que salió de su encierro, José formó una numerosa hermandad en torno al Grial, y una «Tabla Redonda» dedicada a conmemorar la Ultima Cena. La copa, que pasó de manos de José a las de otra persona, fue llevada a las Islas Británicas, y finalmente llegó a un palacio desconocido, muy lejos de Inglaterra, donde se la guardaba celosamente por temor de que cayera en manos de los impíos.
    *Como todas las reliquias atingentes a Cristo, el Sagrado Cáliz atrajo la fantasía de los cruzados, señalándose su presunta existencia en diversos lugares, por ejemplo en Constantinopla, en Génova, en el Cebrero (pueblito de Galicia), o en la catedral de Valencia...
    En aquel castillo habitaba un rey –el rey del Grial– que custodiaba la copa. Un día el rey enfermó, pero no se podía sanar ni morir hasta que llegara un caballero auténtico y le preguntase acerca del Grial y de la lanza ensangrentada. Fue entonces cuando, a imitación de aquella hermandad del Grial, se creó en torno al rey Artús una nueva agrupación, la Orden de los Caballeros de la Tabla Redonda, con el determinado propósito de encontrar el Grial. El fundador de esta orden se llamaba Merlín, personaje de las leyendas bretonas, que habiendo sido al principio un ser maligno, poco menos que diabólico, nacido de una virgen, cual réplica perversa de Cristo, y dotado, como éste, de poderes sobrehumanos, al final se había transformado, imponiéndose en él la bondad a su naturaleza demoníaca. Los caballeros de la Tabla Redonda constituían una Caballería de carácter temporal que tendía a su perfeccionamiento ideal, concretado en la busca y el hallazgo del Grial. Para llegar a ser rey del Grial se requería una pureza y virginidad perfectas. Justamente uno de aquellos caballeros, Lancelot, se había vuelto indigno de dicha hermandad por haber caído en la impureza, manteniendo relaciones amorosas con la reina. Sería finalmente Perceval o, según otras versiones, Galaad, el hijo de Lancelot, un caballero totalmente puro, quien tras innúmeras aventuras, lograse llegar al castillo, y luego de haber hecho las preguntas rituales, quedase convertido en rey del Grial (cf. R. Pernoud, La femme au temps des cathédrales... 125-128).
    * * *
    Finalicemos ya esta conferencia sobre la Caballería. Podríamos hacerlo exaltando algunos arquetipos de la misma, como Rolando, el Cid, Godofredo de Bouillon, S. Luis, S. Fernando, y tantos otros, pero ya algo hemos dicho de ellos en su momento (Al respecto podrán encontrarse otros datos en nuestro libro sobre La Caballería... 201-205).
    La Caballería, como institución inserta en la sociedad, ya no existe. Pero su recuerdo ha perdurado hasta nosotros, no dejando de suscitar cierta nostalgia. «La caballería no habría sido el ideal de vida de varios siglos –escribe Huizinga–, si no hubiesen existido en ella altos valores para la evolución de la sociedad, si no hubiese sido necesaria, social, ética y estéticamente. Justamente en la bella exageración se ha puesto una vez la fuerza de este ideal. Es como si el espíritu medieval, en su sangriento apasionamiento, sólo pudiese ser encarrilado colocando muy alto el ideal; y así lo hizo la Iglesia, y así lo hizo el espíritu caballeresco» (El otoño de la Edad Media... 166).


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    Respuesta: La Cristiandad, una realidad histórica

    Capítulo V
    El arte de la Cristiandad
    Durante mucho tiempo se consideró el arte medieval como un arte decadente. Grave error. La Edad Media fue una de las épocas en que el arte resplandeció con mayor fulgor. Y conste que al afirmar esto no pensamos tan sólo en los artistas en sentido estricto. La sociedad, en su conjunto, vivió en un ambiente de belleza. Como afirma Huizinga, la estética de la existencia se mostraba en el aspecto cotidiano de la ciudad y del campo. Ya el mismo modo de vestir, con tanta diversidad de telas, colores, gorras y caperuzas, confería a los distintos estamentos de la sociedad un marco externo de hermosura y dignidad, que permitía percibir tanto las diferentes dignidades cuanto las delicadas relaciones entre los amigos y los enamorados. La estética de las emociones no se restringía a las alegrías y dolores del nacimiento, el matrimonio y la muerte, en que el espectáculo estaba impuesto por las circunstancias especiales. Todo lo que se refería al valor, el honor y el amor, era considerado a través de formas bellas y estilizadas (cf. El otoño de la Edad Media… 85-88).
    En la presente conferencia analizaremos las diversas manifestaciones del arte en la Edad Media, pero lo haremos a la luz de la catedral, punto de partida y lugar de retorno de todas las expresiones estéticas que impregnaron de belleza la Cristiandad medieval.

    I. La catedral, un microcosmos
    Siendo la catedral la expresión más majestuosa de la sociedad medieval, y conteniendo en sí, aunque sea germinalmente, todas las llamadas bellas artes, penetremos ante todo en el significado espiritual y cultural que tuvo en aquella época.
    1. La catedral y la naturaleza
    August Rodin, el más grande escultor de los últimos tiempos y un espíritu enamorado de la auténtica belleza, –dejó escrito: «Las catedrales de Francia han nacido de la naturaleza francesa... Es el aire, a la vez tan ligero y tan ¡dulce, de nuestro cielo, el que ha dado su gracia a nuestros artistas y afinado su gusto. La adorable alondra nacional, alerta y graciosa, es la imagen de su genio. Se lanza con el mismo impulso, y el vuelo de la piedra dentada se irisa en el aire gris como las alas del pájaro» (Las Catedrales de Francia, El Ateneo, Buenos Aires, 1946, 33-34).
    Solía decirse que las bóvedas ramificadas de las catedrales, arrancando de las grandes avenidas que forman los pilares, habían sido erigidas a imitación directa de los bosques. Tal observación no constituye un mero dato de curiosidad erudita. Escóndese en ella algo mucho más profundo, una suerte de reflejo, en el nivel estético, de la doctrina teológica acerca de la relación que media entre la naturaleza y la gracia, sobre la base de que la gracia no –destruye la naturaleza sino que la despliega hacia dimensiones inalcanzables a sus solas fuerzas. En la arquitectura medieval, particularmente en su vertiente gótica, encontramos que hay una raíz, un brote, una ramificación, un entrelazado, y finalmente un florecimiento. «De que el bosque haya inspirado al arquitecto, estoy absolutamente convencido –asegura Rodin–. El constructor ha oído la voz de la naturaleza... El árbol y su sombra son la materia y el modelo de la casa. El ensamblamiento de árboles, con orden, las agrupaciones variadas las divisiones y las direcciones que la naturaleza les asigna, eso es la iglesia» (ibid., 132). Así lo experimentó Péguy cuando, yendo en peregrinación a la catedral de Chartres, al ver desde lejos cómo sus flechas brotaban de los trigales, la comparó a las plantas que nacen en la tierra de la Beauce.
    Emile Mâle es, a nuestro juicio, quien mejor ha penetrado, en dos soberbios volúmenes, profusamente ilustrados, el alma de la catedral medieval, con especial atención a las catedrales de Francia ( L’art religieux du XIIe siècle en France, 6ª ed., Libr. Armand Colin, Paris, 1953)*. Pues bien, el insigne estudioso, constatando la simbiosis que los artistas de la Edad Media realizaron entre la catedral y el paisaje, con su flora y su fauna, tan frecuentemente representadas en sus portales y capiteles, afirma que en el fondo del arte medieval, se encuentra una actitud de simpatía cósmica. Aquellos artistas juzgaron que las plantas de las llanuras y los árboles de los bosques de Francia tenían bastante nobleza como para contribuir al adorno de la casa de Dios. ¿Quién sabrá nunca las razones por las que eligieron tal o cual flor para ornato de su catedral? Una encantaba por su belleza y sus formas elegantes, otra parecía inocente como un niño, aquélla era la flor del país, el emblema de toda una provincia. Y obraron con entera libertad. Muy controlados cuando debían expresar los misterios de la fe, se sintieron enteramente libres de elegir aquellos elementos de la naturaleza que les parecían más adecuados para el decoro de la casa del Señor (cf. ibid., 52-53).
    *En esa obra estudia los orígenes de la iconografía en la Edad Media y sus fuentes de inspiración; su relación con la liturgia y el drama litúrgico, con las vidas de los santos, las peregrinaciones, la naturaleza, tratando de descifrar sobre todo el significado de las fachadas de las principales catedrales e iglesias románicas. Y también: L’art religieux du XIIIe siècle en France, 7ª ed., Libr. Armand Colin, París, 1931. En este volumen demuestra que la iconografía gótica de la Edad Media es una escritura, una aritmética y una simbólica, señalando la inserción en ella de temas como el trabajo y las ciencias, los vicios y las virtudes, la vida activa y la contemplativa, la historia, la antigüedad clásica y el Apocalipsis.
    2. La catedral en la ciudad
    Fruto de la tierra pero también corazón de la ciudad o de la aldea. Cuando se observa con atención las catedrales de París, de Burgos, de Siena o de Colonia, impresiona advertir la familiaridad que entonces existía entre el pueblo y su iglesia, cómo sus gigantescas formas, lejos de estar aisladas, al modo de los templos de la antigüedad clásica, en medio de espacios vacíos, emergen de una sabana de humildes casas, que parecen apretujarse a su alrededor y hasta alojarse a veces debajo de su mismo campanario, armonizándose con ellas, o mejor, coronándolas.
    Por otra parte, las catedrales, sobre todo las góticas, a diferencia también en esto de los templos griegos y romanos, habían sido concebidas para ser vistas en perspectiva vertical. La mole imponente de la iglesia madre dominaba la plaza de armas y se erguía por encima del recinto ceñido por las murallas, con sus torres puntiagudas que apuntaban al cielo. Los viejos planos de Segovia, Reims, Florencia, trasuntan la misma preocupación en su concepción edilicia. Si se observa un dibujo medieval de París, se nota cómo las torres truncas de Notre-Dame dominan todo el espacio urbano.
    No se trata de lirismo romántico ni de retórica aparatosa. La ciudad encontraba su realización acabada en ese himno de piedra a la gloria de Dios. La catedral era el centro topográfico y espiritual de la ciudad. Hacia ella convergían todos los caminos. Todas las aspiraciones del hombre medieval confluían en ella y en ella se vertica1izaban.
    Nada escapaba al influjo de esas catedrales. Casa de Dios, ante todo, era al mismo tiempo escuela, teatro, y lugar de reunión para los asuntos comunales de cierta importancia, sea del ámbito político como del económico. En su interior se celebraba el Santo Sacrificio de la Misa, se administraba el bautismo, se concertaba el matrimonio y se realizaban los funerales. Es decir que desde la infancia hasta la muerte constituía el lugar de paso obligado.
    Y lo que la catedral era en la ciudad, lo era también, y aún de manera más intensa, la iglesia en los pueblos de campo, en las aldeas. Las iglesias rurales enseñoreaban el espacio agrario no sólo por su prestancia arquitectónica sino también mediante el sonido de sus campanas: el toque del Angelus, a la mañana, el mediodía y el atardecer, señalaba las horas de trabajo y de descanso, jugando el papel de las modernas sirenas de fábricas. La campana anunciaba los días de fiesta, llamaba a socorro en caso de peligro, convocaba al pueblo para las asambleas generales, tocaba a rebato cuando estallaba algún incendio, tañía lúgubremente en ocasión de algún duelo. El entero acontecer cotidiano del pueblo se podía seguir a su voz.
    3. La catedral y la vida cotidiana
    Señala Daniel-Rops que la catedral era la casa del pueblo, no por cierto en el sentido político que ha tomado esa expresión, sino en cuanto que en ella el pueblo se sentía cómodo. Una casa muy particular, a la verdad, ya que su estructura contenía algo de mistérico para el pueblo sencillo, sólo inteligible a los eruditos, que conociendo profundamente la Escritura y la teología, estaban capacitados para interpretar los numerosos símbolos que la ornaban, pero ello no era óbice para que también el pueblo humilde la encontrase familiar. Las mismas formas revestidas de belleza que ofrecían a la gente culta la enseñanza espiritual más sublime, llegaban al corazón de los fieles más sencillos hablándoles de la fe y excitando su esperanza. El lenguaje de las catedrales se les hacía particularmente accesible por el hecho de que muchos de los temas que inspiraban las imágenes y esculturas, sobre todo de sus fachadas, estaban tomados de las acciones que mechaban su vida cotidiana. Recordemos esos «calendarios» en los que el campesino se veía representado en sus actividades ordinarias, podando la viña o cosechando el trigo, calentándose en el hogar o matando un cerdo. Las plantas y los animales que veía representados en diversos lugares del edificio, eran los que observaba todos los días, si bien a veces se mostraban con extrañas apariencias, como para fomentar la fantasía (cf. La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada... 471).
    Este carácter tan popular de la catedral, este contacto tan íntimo entre la catedral y el pueblo humilde es lo que explica que las imágenes de los reyes, nobles y obispos ocupen en ella un lugar tan modesto, en favor de las ocupaciones, aparentemente banales, de las artes y oficios. Como es sabido, la catedral de Chartres se caracteriza por sus famosos vitrales, varios de ellos ofrecidos por las corporaciones artesanales. Pues bien, en la parte inferior de los mismos, sus donantes se han hecho representar manejando la paleta de albañil, el martillo de carpintero, la masa de panadero, el cuchillo de carnicero. No se consideraba entonces que hubiese inconveniente alguno en poner esos cuadros de la vida cotidiana al lado de las escenas heroicas de la vida de los santos. El trabajo era una ocupación llena de dignidad, apto para ser transfigurado por la virtud (cf. E. Mâle, L’art religieux du XIIIe siècle en France, 64-65).
    Asimismo el pueblo recibía de la catedral una enseñanza, sencilla pero completa, de lo que debía ser su vida moral. Esto se realizaba sobre todo a través de las representaciones esculpidas de las diversas virtudes y de los vicios opuestos. ¡Cómo debían gozar cuando veían a la Cobardía figurada por un esbelto caballero que huía temeroso ante una liebre, o a la Discordia representada en el altercado de un marido con su mujer donde acababan volando por el aire el vaso de vino del uno y la rueca de la otra. Incluso no faltan bajorrelieves que no eran más que chanzas, bromas de amigos o bufonadas de taller. «Como la risa es propia del hombre –escribe Daniel-Rops– la Iglesia era lo bastante humana para que aquellas carcajadas no la escandalizasen; y como todo concluía en la catedral, le parecía lógico que las diversiones de sus hijos y sus algazaras no estuvieran ausentes de ella» (La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada… 471).
    Jamás la iconografía sagrada se ha extendido con más complacencia a los trabajos manuales, a los gestos familiares de cada día. Como observa R. Pernoud, semejantes imágenes serían inconcebibles en la capilla de Versalles (cf. La femme aux temps des cathédrales, 106). El hecho es que junto a un espléndido «Juicio final», expresión viva de la majestad soberana de Cristo y del fin postrero del hombre, o una galería de hieráticas estatuas, los artistas de la Edad Media no trepidaron en representar a campesinos armando parvas o a carpinteros haciendo una mesa.
    4. La catedral, suma de artes
    Al mismo tiempo que casas de oración, las iglesias del Medioevo fueron catedrales del arte. El mobiliario litúrgico estaba primorosamente trabajado, desde los sitiales del coro hasta el altar, que solía ser extremadamente sobrio. Detrás de la mesa de piedra, casi desnuda, se tendían unas cortinas de lienzo, con los colores propios de las fiestas del día o del tiempo litúrgico. Ulteriormente ese decorado, en vez de ser movible, se iría transformando en un monumento fijo, esculpido y pintado, el retablo, que en los siglos posteriores alcanzaría un imprevisible desarrollo. Sobre el altar o sobre los grandes atriles de los lectores y cantores, se desplegaban espléndidos misales y salterios, cuyas páginas resplandecían de caligrafías y miniaturas pletóricas de colores.
    Dice Daniel-Rops que varias formas artísticas debieron su vida a la catedral, al deseo unánime de la época de poner la belleza al servicio de Dios. Así, por ejemplo, ese extraño arte que procede de la pintura, la orfebrería y el vitral, el de los esmaltistas, que practicado ya en tiempos de Carlomagno, alcanzó en la Edad Media una gran importancia y tuvo su centro principal en Limoges. Igualmente el arte de la tapicería; en ocasión de las principales solemnidades, se aprovechaban las columnatas que dividían la nave central de las laterales, para colgar enormes tapices alusivos a la fiesta que se conmemoraba, cuyo suave colorido armonizaba tanto con las esculturas como con los vitrales, añadiendo su cuota de belleza al conjunto de la catedral. También la música puso su parte, creando un clima espiritual, sea a través del canto gregoriano, que se había ido perfeccionando desde el siglo VII hasta entonces, como del canto polifónico, que hizo su aparición en Cluny en el curso del siglo XII y se desarrolló en el XIII, sin por ello suplir al gregoriano.
    Más adelante nos detendremos en la consideración particular de las artes principales. Contentémonos ahora con decir que esta belleza polifacética no debe ser considerada como algo inmóvil y cuajado, tal como se la puede admirar en los museos o, si es sonora, percibirla a través del disco. Todas las artes que se cobijaban en la catedral tomaban parte conjunta en la realidad mistérica de sus celebraciones, y es en su transcurso cuando mostraban especialmente la vitalidad que las animaba. La catedral sacaba a flor de piel la plenitud de sus virtualidades en ocasión de las grandes fiestas, en el esplendor de la sagrada liturgia, por ejemplo el día de la Vigilia Pascual, o cuando se llevaba a cabo la consagración del rey. No deja de ser conmovedor que fuese la misma liturgia, el drama litúrgico, quien diese origen a un arte olvidado por siglos, el del teatro, al principio sobre libretos sagrados y luego abierto a los otros temas de la existencia humana.
    Fue así en la catedral donde la Cristiandad se sintió mejor expresada en sus anhelos más puros y sublimes. Su grandeza, al tiempo que suscita nuestra admiración más rendida, no deja de apabullarnos. «No somos más que despojos», exclamó Rodin, deslumbrado por el esplendor de la catedral de Chartres (cf. Daniel-Rops, La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada… 471-474). ¿Quién no ha experimentado una sensación semejante al contemplar los diversos pórticos de Chartres o al entrar en la catedral de Colonia?
    Es evidente que el contacto permanente con la catedral no pudo dejar de influir sobre el pueblo cristiano. «Un hombre –o un pueblo– no se habitúa en vano a vivir rodeado de belleza –ha dicho con acierto Daniel-Rops–; algo de ella penetra en él, y le hará luego oponerse a las vulgaridades y a las caídas» (ibid., 471).

    II. Los constructores de la catedral
    Las catedrales de la Edad Media no aparecieron por generación espontánea. Son el producto de un largo período de gestación y la expresión más cabal del espíritu comunitario de la época.
    1. Las fuentes inspiradoras del artista medieval
    Más allá del influjo que sobre el artista ejercieron la Sagrada Escritura y la naturaleza, «los dos vestidos de la Divinidad», como se decía por aquel entonces, es posible señalar diversas vertientes que confluyeron en la concepción estética del Medioevo. La primera influencia que se puede detectar es la de la cultura clásica, que a través del cristianismo primitivo llegó hasta la Edad Media. Porque los primeros cristianos, apenas se vieron libres de las persecuciones y pudieron salir a la luz pública, buscaron la forma de edificio que les parecía más adecuada para la celebración del culto, y así adoptaron para sus iglesias las estructuras edilicias de la basílica romana, que era un lugar de reunión para la administración de la justicia y para los actos públicos. De manera análoga, eligieron para los baptisterios la forma redonda o poligonal empleada en los ninfeos o en las termas romanas; y para los sepulcros copiaron la forma de los sarcófagos paganos. En lo que toca a los pisos se recurrió enseguida al mosaico, que era una costumbre casi exclusivamente romana, representándose en ellos dibujos simétricos y con mayor frecuencia figuras de índole simbólica.
    Otra vertiente fue la que provenía del arte bizantino, Dicho arte, que desde los siglos IX al XI inspiró ampliamente el ámbito oriental, como puede observarse, por ejemplo, en los mosaicos de Dafni, en Grecia, durante los siglos XI y XII influyó decisivamente en la Cristiandad occidental. Ello se hace evidente cuando se contemplan diversas basílicas de Italia del norte, como San Marcos de Venecia, o también del sur, como las de Palermo, Monreale o Cefalú, las tres en Sicilia. Refiriéndose a estas últimas dice Daniel-Rops que al contemplarlas uno creería estar en algún barrio de Constantinopla. Cuando los normandos que se posesionaron de Sicilia quisieron levantar monumentos dignos de la gloria a que ambicionaban, recurrieron no sólo a la técnica de los bizantinos sino también a sus arquitectos y artistas, sin que ello obstara a que aceptasen asimismo algunos elementos artísticos que el Islam había legado a la isla en sus 150 años de dominación. Fue así como Roger II hizo construir la llamada Capilla Palatina, una de las obras maestras del arte de la Sicilia medieval, pletórica de mosaicos rutilantes, de columnas antiguas y de techo musulmán, desde donde un icono de Cristo bendice con abrumadora majestad. Cuarenta años más tarde, Guillermo II edificaba la catedral de Palermo. Y doce años después, la magnífica basílica de Monreale, como Panteón de la familia real, bajo la custodia de un Pantocrátor que en nada cede a la grandeza del mejor Cristo de Bizancio.
    La irradiación de Constantinopla llegó a regiones muy distantes de la Europa central, como por ejemplo la primitiva Rusia. Luego de que el Gran Duque de Kiev, Vladimir, logró que sus súbditos se convirtiesen al cristianismo, su hijo, Jaroslav el Grande, llamado el Carlomagno ruso, hizo construir en Kiev una espléndida catedral, Santa Sofía, cuyos mosaicos del Pantocrátor y la Panaghia son típicamente bizantinos.
    E. Mâle se complace en destacar el influjo que en el arte medieval ejerció el Oriente que está más allá de Bizancio, influjo muchas veces preterido o incluso ignorado por los críticos de arte. Aquellas columnas asentadas sobre leones, que pueden verse en diversas ciudades de Italia del norte, como Módena, Verona, Trento y otras, se inspiran más que en Roma, Grecia o Bizancio, en las viejas culturas del Oriente. Ya en el siglo VI los asirios decoraban los manuscritos del Evangelio con graciosos pórticos apoyados sobre leones. Los monjes de Mesopotamia que los pintaron tendrían ante sus ojos las grandes ruinas de los palacios asiríos, con sus columnas sobre base animal. Esos monumentos y miniaturas llegaron al Occidente y fueron asumidos por los artistas del Medioevo. Los motivos, un tanto exóticos, de columnas serpenteadas o en zigzag, así como las que se acoplan por un nudo, tan frecuentes entre los artistas franceses e italianos del siglo XII, se encuentran ya en los manuscritos orientales (cf. L’art religieux du XIIe siècle en France... 39.41).
    Fue quizás la abadía de Cluny la que abrió las puertas de la Cristiandad occidental a estas influencias del Oriente, de modo que no seria exagerado afirmar que buena parte de las obras del siglo XII, más que en Bizancio, se inspiran en prototipos mesopotámicos o sirios (cf. ibid., 91-92). Ello es particularmente visible en la fauna que adorna los capiteles y portales románicos: leones enfrentados, con un árbol en el medio, águilas bicéfalas, etc. Todo ello proviene del arte decorativo del Oriente, de los tejidos de Constantinopla, ampliamente inspirados en los de Persia, Caldea y Asiria. Los tejidos sasánidas tuvieron en su momento un prestigio tal que llegaron hasta la China. Cuando la Mesopotamia se hizo árabe, Bagdad reemplazó a Ctesifon, y los califas continuaron las tradiciones de magnificencia de los reyes sasánidas. Así el arte decorativo de Persia continuó sobreviviendo en los talleres cristianos de Constantinopla y en los talleres musulmanes de la Mesopotamia, Siria, Egipto y hasta Sicilia. De allí pasaron al Occidente, ornando capiteles, tapices y casullas. El estandarte árabe tomado en la batalla de las Navas de Tolosa que hoy se conserva en el museo del Monasterio de las Huelgas, cerca de Burgos, es de ese origen. El águila bicéfala, que procede de las ciudades más antiguas de Caldea, fue llevada a los tejidos orientales y quizás a los estandartes musulmanes. No deja de ser curioso el hecho de que en la batalla de Lepanto los turcos hayan podido ver en los barcos de don Juan de Austria el águila bicéfala que antes había adornado sus banderas.
    Como se ve, también hay que incluir el aporte árabe entre las fuentes del arte medieval, si bien como eslabón intermediario entre el Oriente y la Cristiandad occidental. Aquellos seres tan extraños que se encuentran en las fachadas de las catedrales, al mismo tiempo cuadrúpedos, pájaros y mujeres, como concentrando la fuerza, la rapidez y la inteligencia, se inspiran en motivos orientales que arribaron a Occidente a través del mundo musulmán. Asimismo los graciosos arabescos que ornan tantos capiteles románicos, formados por dos pájaros cuyos cuellos se entrelazan, llegaron del Oriente a los árabes de España, y de allí pasaron a la Europa cristiana (cf. E. Mâle, L’art religieux du XIIe siècle en France, 340-357).
    El último influjo advertible en el primitivo arte de la Cristiandad proviene de las entrañas mismas del Occidente, de España. Entre las fuentes inspiradoras de este origen se destaca un comentario del Apocalipsis, que en 784 compuso Beatus, abad de Liébana, en un paraje escondido de los montes de Asturias, donde se acababa de detener la invasión árabe. Dicho libro, admirado tanto por el texto como por las miniaturas que lo ilustran, fue adoptado por la Iglesia en España y recopiado una y otra vez, desde el siglo x hasta comienzos del XIII. El hecho de que en el siglo XI los abades de Cluny ejercieran tanta influencia en el norte de España, creando monasterios a lo largó del camino de Santiago, y de que tantos caballeros franceses se enrolasen en los ejércitos cristianos para compartir la lucha contra los moros, hizo que los libros y las obras de arte atravesasen los Pirineos en una y otra dirección. Entre ellos pasó también de España a Francia nuestro comentario al libro póstumo de S. Juan, y sus imágenes, de colores luminosos, contornos extraños y atmósfera de ensueño, orientaron la imaginación de los artistas románicos hacia la esplendidez y el misterio. Dicho influjo es claramente advertible en la fachada de la iglesia de Moissac y en el tímpano de Vézelay, lugar este último donde los largos rayos de luz que brotan de las manos del Cristo, tan poco conformes al genio de la escultura, bastarían para traicionar su origen miniaturesco (cf. ibid., 4-6.16.36-37)*.
    *El mismo Mâle cree poder afirmar que el pórtico de la abadía de Ripoll, en Cataluña, cubierto de bajorrelieves, que semeja una especie de arco de triunfo, reproduce los dibujos de una Biblia catalana, la Biblia llamada de Farfa por el lugar donde se conservó durante mucho tiempo. Ningún ejemplo mostraría mejor que éste la influencia de las miniaturas sobre la escultura, ya que en Ripoll el artista no sólo se inspiró en ellas, sino que las copió tal cual: ibid., 37-38.
    Tales son las fuentes que inspiraron al artista medieval. «Nuestros pintores y nuestros escultores –escribe Mâle–, como verdaderos artistas, sintieron por instinto la belleza de este legado que les venía de un pasado tan hondo. No sabían que tantas razas, tantos siglos, habían colaborado en ello; ignoraban que los Griegos allí habían puesto su noble ritmo y los Sirios su pasión, pero respetaban en este arte antiguo un misterio casi tan venerable como el del dogma. Por mucho tiempo conservaron estas formas grandiosas, y se puede decir que la Edad Media jamás renunció del todo a ellas» (ibid., 106). Si bien, como agrega enseguida, más allá de cualquier copia servil, supieron dar un toque propio y original a ese legado. Al genio de Grecia y de Oriente se agregó el genio de Occidente (cf. ibid., 109).
    2. La obra de todo un pueblo
    Cabe preguntarse con Daniel-Rops quiénes eran aquellos hombres que proyectaron esas obras maestras que todavía hoy encontramos no sólo en las grandes ciudades sino también en perdidas aldeas de campo. Todavía no se los llamaba arquitectos, como lo hacemos ahora, sino simplemente «maestros de obras» o «maestros de albañiles», o también, y más simplemente, «maestros albañiles». Cuando las corporaciones se organizaron, fueron inscriptos en el gremio de los «talladores de piedra», de tan inexistente como era en aquel tiempo la diferencia que ahora establecemos entre artesano y artista, y de tan apareado como iba el respeto al trabajo manual ya la más elevada inspiración artística.
    Los constructores de catedrales eran, por cierto, hombres conocedores de su oficio, pero también, y al mismo tiempo, hombres de fe. Cuando proyectaban los planos de las catedrales y trabajaban en su construcción a la par de los albañiles, sabían que estaban trabajando para la gloria de Dios. ¿Acaso no era Dios mismo el gran arquitecto? En la tapa de «La Biblia moralizada», obra que vio la luz en Viena, se lo representaba con un compás en la mano, proyectando el universo entero. Su arte y su fe eran dos cosas inseparables por lo que, como ha advertido Daniel-Rops, en aquel tiempo se estaba a años luz de esos artistas modernos que «hacen arte sagrado» declarando que no tienen fe (cf. La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada… 438-441). «El arte era, para ellos –escribe Rodin–, una de las alas del amor; la religión era la otra. El arte y la religión daban a la humanidad todas las certidumbres de que tiene necesidad para vivir y que ignoran las épocas imbuidas de indiferencia, esa niebla moral» (Las Catedrales de Francia... 65).
    La fecundidad fue prodigiosa. Las catedrales brotaban como hongos, aquí y allá, en gozosa emulación. Las iglesias románicas de Ferrara o de Santa María del Trastevere, en Roma, así como las de Worms, Salamanca o Coimbra son contemporáneas de Poitiers o de Saint-Denis, lo mismo que lo serán más tarde Laon, Chartres, Reims o Amiens en Francia, de Orvieto, Siena o la basílica de Asís en Italia, y las de Rochester o Westminster en Inglaterra, de las de Frankfurt o Colonia en Alemania.
    La construcción de las catedrales puso a toda la Cristiandad en ebullición. Una suerte de fiebre creadora. Cierto autor ha observado que un maestro albañil que hubiera comenzado su tarea a los veinte años como aprendiz en las obras de Laon o de París, y que hubiera llegado a Chartres hacia los treinta, hubiese podido trabajar en los comienzos de Reims y vivir suficientemente como para poder contemplar las flechas de Amiens, cuatro obras maestras (cf. Daniel-Rops, La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada… 429-431).
    De los artesanos salieron generaciones de artistas. Si bien es muy posible que al principio sólo los monjes estuviesen en condiciones de proyectar y hacer construir iglesias, claustros y capillas, de esculpir imágenes, y pintar los frescos que decoraban los ábsides y paredes de las iglesias románicas, mientras los laicos trabajaban a sus órdenes, sin mayor iniciativa propia, limitándose a ejecutar estrictamente las tareas que aquéllos les encomendaban, con el tiempo fueron los albañiles, los pintores, los picapedreros, los tallistas quienes condujeron y llevaron a término la polifacética obra de las grandes catedrales. A este respecto se ha notado hasta qué punto el oficio ejerció un papel decisivo en la creación del gótico ojival.
    Lo más extraordinario de todo, señala Calderón Bouchet, era la participación voluntaria, fervorosa y absolutamente desinteresada de la gente común en la edificación de las catedrales, cosa que hoy nos parece un imposible y utópico sueño. Cuando la antigua basílica románica de Chartres quedó destruida a raíz de un voraz incendio, se produjo en toda la zona un movimiento unánime y entusiasta. Hombres maduros, mujeres, ancianos, niños, interrumpieron sus labores habituales, abandonaron sus hogares y, con lo que tenían a su disposición, corrieron a reparar el santuario asolado (cf. Apogeo de la ciudad cristiana… 343). Refiriéndose a esta restauración testimonia un contemporáneo, el abad Aimont: «Se veía a hombres poderosos, orgullosos de su nacimiento y de su riqueza y acostumbrados a una vida muelle, uncirse con correas a un carromato y arrastrar en él piedras, cal, madera y todos los materiales necesarios... A veces, más de mil personas, hombres y mujeres, arrastraban esos carromatos, de tan pesada como era su carga. Guardaban un silencio tal que no se oía la voz ni el cuchicheo de ninguno de ellos. Cuando se detenían durante el camino no se oía más que la confesión de sus faltas y una oración a Dios, pura y suplicante, para obtener el perdón de los pecados. Los sacerdotes exhortaban a la concordia, se acallaban los odios, desaparecían las enemistades, se perdonaban las deudas y las almas volvían a la unidad. Si se encontraba alguno tan aferrado al mal que no quería perdonar y seguir el parecer de los sacerdotes, su ofrenda era arrojada fuera del carromato como impura, y él mismo era expulsado con ignominia del pueblo santo» (Aimont, PL 181, 1707). Y, como observa Calderón Bouchet, lo más curioso para la mentalidad moderna, tan celosa de la propiedad intelectual de sus obras, es que nunca haya trascendido el nombre del genio que concibió el plan de la nueva catedral y dirigió sus trabajos (cf. Apogeo de la ciudad cristiana… 343).
    3. Variedad de estilos dentro de la unidad
    Durante mi estadía en Europa para la obtención de los grados académicos, visité metódicamente las catedrales románicas y góticas, que son mis iglesias preferidas. Siempre me impresionó constatar las grandes diferencias que median entre un templo y otro, entre una obra maestra y otra, aunque fuesen de la misma época. No hay dos catedrales iguales, no hay ni la sombra de lo que podría ser un calco sin vida.
    R. Pernoud ha destacado dicha variedad sobre todo en el campo de la escultura. Si bien es cierto que por aquel entonces tanto los personajes como las escenas en que intervienen debían ser representados con características determinadas: el ángel y la Virgen en la Anunciación, la Sagrada Familia y los animales en la cueva de Belén, el Cristo del Juicio final, aureolado de gloria, y escoltado por los símbolos de los cuatro evangelistas, S. Pablo con una espada en la mano y S. Pedro con las llaves, pareciendo así que al artista se le hubiese arrebatado la libertad de crear nuevas formas, sin embargo y paradojalmente, en la innumerable galería de las estatuas medievales de Nuestra Señora, para poner un ejemplo, no hay dos rostros idénticos. Dentro de los límites en que podían moverse, los artistas supieron evitar las copias y las actitudes convencionales. «El academismo se introduciría en el arte precisamente en el momento en que la inspiración parecía no estar más limitada, en que el arte sacro se volvía cada vez menos tradicional y litúrgico, mientras que el arte profano tomaba cada vez más extensión» (Lumière du Moyen Âge, 180).
    Variedad en la unidad. Porque por encima de todas las diferencias es claramente advertible la continuidad, podría decirse, de este inmenso y secular esfuerzo de los constructores medievales. Las generaciones que se sucedían, por el hecho de haberse abrevado en las mismas fuentes espirituales, formaban un todo; las tradiciones de los diversos oficios se transmitían sin traumas, y mientras se avanzaba en la construcción, nadie experimentaba escrúpulo alguno en recurrir a todas las novedades y progresos que la técnica iba ofreciendo. En no pocas ocasiones, arquitectos de la época gótica que tuvieron que llevar a término una catedral comenzada en la época románica, lograron reunir, en armonía perfecta, una admirable nave románica y un esplendoroso presbiterio gótico. Es que el espíritu de fondo era idéntico, a pesar de la diversidad de las formas. El arte de la Cristiandad se desarrolló al modo de un árbol fecundo; las ramas eran diferentes pero el tronco era el mismo. «Cuando sería imposible –escribe R. Pernoud–, por ejemplo, concebir una ventana a lo Le Corbusier hundida en un edificio estilo 1900, y sin embargo menos de treinta años los separan entre sí, en el castillo de Vincennes, en cambio, se puede ver una junto a la otra dos ventanas abiertas a cien años de distancia, y que parecen hechas para estar juntas, aunque totalmente diferentes como arte y como arquitectura» (ibid., 193).
    Las evoluciones del arte medieval se explican casi siempre por un progreso logrado gracias a la técnica, o por necesidades reales de la construcción. No se habrían construido gárgolas –partes esculpidas del canalón en los edificios góticos, a menudo con formas grotescas, humanas o animales–, si no hubiesen servido como canaletas para evacuar el agua de la lluvia, así como los rosetones góticos no hubiesen tomado la forma característica del estilo flamígero, si no fuese para facilitar también el desagüe, ya que cuando llovía, el agua caída se congelaba en los ángulos de los rosetones, y con frecuencia resquebrajaba la piedra (cf. R. Pernoud, Lumière du Moyen Âge... 193).
    Cabría aquí tratar de la relación entre la utilidad y la belleza (cf. al respecto la interesante tesis de Coomaraswamy, que expusimos en nuestro libro El icono, esplendor de lo sagrado ... 317-320). Los artistas de las catedrales no pretendían hacer algo bello, sino algo útil, que por ser realmente tal, era, de hecho, bello. Querían expresar la verdad –natural y sobrenatural– y por eso lo que salía de sus manos era necesariamente bello. Por algo la belleza ha sido definida como el esplendor de la verdad. El arte por amor del arte no existía. Pero la resultante era verdaderos poemas de piedra. «No habrían tenido la idea de esculpir gárgolas –escribe R. Pernoud– que no cumpliesen la función de canales de agua, como no habrían pensado en delinear jardines para el solo placer de los ojos. Su sentido estético les permite hacer surgir por doquier la belleza, pero en ellos la belleza no se encuentra sin la utilidad. Es por otra parte sorprendente ver con qué facilidad los dos conceptos de bello y útil se armonizan en ellos, cómo, por una exacta adaptación a su fin, por una gracia en cierta manera natural, un simple utensilio de hogar, un vaso, un jarrón, una copa de cerveza adquieren verdadera belleza. Es de creer que no se encontraban en el dilema de sacrificar una a otra, o agregar una para hacer aceptar otra, según una concepción corriente en el siglo último» (Lumière du Moyen Âge... 250).
    Señala Cohen que muy probablemente los constructores de catedrales no tuvieron conciencia de que estaban llevando a cabo obras sublimes. Hacían algo práctico y necesario para el culto divino. El ilustre medievalista basa su aserto en una constatación histórica, es a saber, el escaso eco que aquellas construcciones, que suscitan en nosotros tanta admiración y resonancias tan profundas, encontraron en las obras literarias de la época. Se hubiera esperado un coro de alabanzas a la gloria de los arquitectos ya la pericia de los albañiles que lograron dar a Dios un templo tan digno de su poder. Nada de eso podemos encontrar. Serán los poetas, los novelistas y los historiadores de los siglos XIX y XX –los Hugo, los Huysmans, los Verlaine, los Claudel– quienes tejan el elogio de la catedral. Los contemporáneos de aquellas obras tan esplendorosas habrán visto acumularse los materiales sin manifestar su admiración, y sobre todo, habrán orado en el coro o en las naves, sin imaginar que estaban en un lugar tan espléndido. Cosas propias de épocas de gloria (cf. La gran claridad de la Edad Media... 76-77).
    Rodin, él sí, no ha ocultado su emoción frente a aquellos «admirables obreros que, a fuerza de concentrar su pensamiento en el cielo, llegaron a fijar su imagen sobre la tierra... Los góticos han amontonado piedras sobre piedras, cada vez más arriba, no como los gigantes, para atacar a Dios, sino para acercarse a El... Y es el poeta quien ha guiado al maestro de obra y el que realmente ha levantado la Catedral» (cf. Las Catedrales de Francia... 30-31).
    Y también: «¡Ah! ¡Proporción! ¡Síntesis de las artes! ¡Perfección incomprensible!... Pero ¿dónde estás ahora? El artista parece haber perdido hasta la noción de tu existencia, desde que ha renunciado a edificar el templo de Dios, desde que se propone levantar el templo de la vanidad humana. Y para este nuevo templo quiere materias más preciosas, prodigadas en tantos ornamentos como no se han visto jamás. Pero la vanidad proclama la pobreza espiritual del vanidoso. Demasiadas molduras en nuestros palacios. La mesura le conviene a la morada del hombre como al hombre mismo... Nuestra ignorancia no nos permite ver que nuestras catedrales son admirables, y por qué, y cómo. Y los sacerdotes encomiendan sus nuevas iglesias a los arquitectos de nuestros cafés cantantes y encargan sus estatuas de santos a los mercaderes» (ibid., 78-79).

    III. La arquitectura de la catedral
    Analicemos ahora, no tanto desde el punto de vista técnico cuanto más bien mistérico, los dos grandes estilos que gestó la Cristiandad. Lo haremos ayudándonos de lo que sobre ello ha escrito Daniel-Rops.
    1. El románico
    En el curso del siglo XI, inspirándose en el modo de construir de la época carolingia, apareció un nuevo estilo arquitectónico, que se fue propagando por casi todas las regiones que habían estado en la jurisdicción del gran Emperador. Tratábase de un arte lleno de reminiscencias, como ya lo dijimos, de Roma, de Bizancio, del Oriente asiático y del Islam. Poco a poco aquellos elementos se fueron fusionando hasta llegar a constituir el primer arte románico, el de la abadía de Saint-Foy de Conques y la basílica de San Hilario de Poitiers, ambas del siglo XI. De la misma época es el coro de Saint-Sernin de Toulouse, anterior a la primera Cruzada, más antiguo que la Chanson de Roland.
    Un abanico de iglesias semejantes comenzó a cubrir Europa, desde Cataluña hasta Suiza. Eran edificios de estructura sólida y robusta, construidos casi exclusivamente con piedra, cuyo exterior se caracterizaba por un sistema de arquerías ciegas que ornaban la parte inferior de las cornisas. A mediados del siglo XI, dichas iglesias se fueron ampliando; sus naves se alargaron y se hicieron inmensas. Por algún tiempo se tanteó en la dirección de la iglesia redonda, al estilo del Panteón romano o de la Capilla Palatina de Aquisgrán, pero pronto ese plan fue abandonado casi en todas partes, si bien no definitivamente ya que, cuando a raíz de la toma de Jerusalén, los cruzados conocieron en Oriente las mezquitas redondas y los templarios tomaron como sede la célebre mezquita de Omar, que es también circular, entonces dicha forma volvió a aparecer en Europa, como puede verse, por ejemplo, en las iglesias del Temple que hoy se conservan en Laon y Segovia. Con todo, la iglesia redonda siguió siendo una forma más bien singular.
    El modelo que prevaleció estuvo inspirado por la vieja basílica romana, más apta para cobijar grandes multitudes, como eran las que se dirigían a los diversos centros de peregrinación; una nave central flanqueada por dos o más laterales*. Sobrias y sólidas, estas primeras iglesias de la tradición románica producen ya esa impresión de sacralidad y de placidez que conservaría siempre dicho estilo. El arte del siglo XII fue sobre todo un arte contemplativo y monástico. No, por cierto, que todos los artistas de entonces fuesen monjes, pero los que inspiraban su estilo y sus temas lo eran casi todos. Con el tiempo, las naves tenderían a ensancharse y elevarse, mientras que las torres y campanarios, que en las iglesias paleocristianas y del primer bizantino solían estar aisladas del edificio, se incorporaron ahora al bloque central, integrando en adelante su fachada.
    *Cuando la Revolución Francesa destruyó la basílica de San Martín de Tours, la más antigua y la más espléndida de todas las iglesias de peregrinación en Francia, hizo desaparecer uno de esos monumentos-tipos que explican toda una arquitectura. En efecto, sobre ese santuario se modelaron la mayor parte de las iglesias que jalonan el camino de Compostela. La red de iglesias románicas que va de San Martín de Tours a Santiago de Compostela, muestra hasta qué punto el camino de Compostela fue la gran ruta del arte (cf. E. Mâle, L’art religieux du XIIe siècle en France... 299-301).
    En cuanto a la techumbre, fue al comienzo de madera, a dos aguas, con vigas que se apoyaban sobre ambos muros. Pero luego, y sobre todo en orden a ensanchar la nave, los arquitectos románicos recurrieron frecuentemente a dos tipos de bóvedas heredadas de Roma: la llamada «bóveda de cuna», que es simplemente un techo en forma de semicírculo, y la «bóveda de aristas», que se define como la línea de intersección de dos planos en forma de cuna, de lo que resultan cuatro compartimentos, cada uno de los cuales se apoya por su base sobre sólidos soportes. Porque el defecto de la bóveda romana era el inmenso peso de su mole, para contener el cual no quedaba otro recurso que reforzar los muros, haciéndolos anchos y fornidos, de un metro y medio o dos, lo cual no permitía casi la apertura de ventanas para el ingreso de la luz.
    Los templos románicos que han llegado hasta nuestros días se nos muestran despojados, robustos como la fe de aquella gente, severos y grises. Así los hemos conocido y así los hemos amado. Sin embargo, originalmente sus muros estaban pintados, cubiertos de coloridos frescos, como todavía lo podemos observar en la basílica romana de San Juan ante Portam Latinam. Sus altares eran de plata y esmalte, y un crucifijo imponente, que colgaba en la entrada del coro, dominaba el conjunto con severa majestad.
    Entre 1000 y 1200, la Cristiandad se cubrió de edificios románicos, desde las más humildes iglesias rurales o capillas de templarios construidas en planta rectangular con ábside semicircular, hasta esas enormes basílicas, aptas para acoger a miles de peregrinos. Brotaron iglesias en Francia, Alemania, España, Italia, Inglaterra. Todas eran del mismo estilo, y sin embargo muy diversas entre sí. Tan románica es Santiago de Compostela como San Sernin de Toulouse, San Ambrosio de Milán, San Zenón de Verona, las catedrales de Durham y Módena, San Miniato de Florencia, y tantas otras... Algunos estudiosos han intentado clasificarlas por escuelas, otros han querido catalogarlas por regiones. Labor infructuosa quizás. Tratóse más bien de un magnífico poema en que cada región pronunció su estrofa original.
    Así fue el románico, primera expresión arquitectónica del arte medieval. Con frecuencia se ha considerado al gótico como el estilo propiamente medieval, en detrimento del románico. Mas ello no es así. Ambos estilos son típicamente medievales. Si la iglesia gótica simboliza el vuelo vertical del alma mística hacia Dios, la iglesia románica, en cierto modo horizontal, expresa el carácter peregrino y viril de la Iglesia militante. Esta arquitectura que, como dijimos, es profundamente monacal, constituye una delicada pero elocuente convocatoria a la vida interior, a la contemplación silenciosa. Es cierto que el románico se vio ulteriormente superado, pero eso no acaeció porque hubiese entrado en un ocaso cultural o cultual, sino porque, técnicamente, se abrían camino nuevas soluciones a sus dificultades edilicias. Alguien ha dicho que si el románico es la expresión más espléndida de la fe, el gótico, que lo sucederá, es la manifestación más lograda de la esperanza que anida en el hombre, de la nostalgia verticalizante de Dios. Quiero, con todo, confesar aquí que mi predilección particular recae en el románico más que en el gótico.
    2. El gótico
    «El románico es siempre más o menos la bóveda, la cripta pesada. El arte está ahí prisionero, sin aire. Es la crisálida del gótico», escribía Rodin. (Las Catedrales de Francia... 93). Sin embargo agregaba enseguida: «El gótico, aun en la época de su más excesiva prodigalidad de ornamentos, no ha desconocido jamás el principio románico. Sucede al románico como la flor sucede al capullo» (ibid., 94).
    La catedral gótica se diferencia de la románica por dos características notables. La primera es su verticalidad. Nadie que entre en una iglesia gótica dejará de experimentar una suerte de vértigo invertido, o lo que llama Daniel-Rops, «la poderosa sugestión del auge vertical de sus líneas». Mientras la basílica románica está enraizada en el suelo, sólidamente apoyada sobre sus bases, aquélla es una construcción erguida, un edificio que está de pie. La segunda característica es la iluminación. La iglesia románica, por exigencias técnicas, estaba impedida de abrir ventanales en razón del gran espesor de sus muros, debiéndose contentar con aberturas pequeñas que permitían un paso menguado de la luz; la técnica gótica–, en cambio, al permitir el acceso abundante de la luz, inundaría el edificio entero con una claridad pletórica de colores. Como bien señala Daniel-Rops, esos dos rasgos distintivos que tanto nos impresionan cuando penetramos en el interior de una catedral gótica, influyen de manera determinante en el alma. «Pues en ella se exalta algo sobrenaturalmente unido a ese ímpetu ya esa llamada a las alturas; y la instintiva dicha que derrama la luz a torrentes parece la promesa de los esclarecimientos definitivos, y el reflejo terrestre de la luz increada» (La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada… 450).
    No es que los arquitectos que hicieron las catedrales góticas, agrega el escritor francés, se propusieran de manera expresa construir las naves con una altura tan vertiginosa como para que pudiesen expresar el ímpetu místico de las almas, ni multiplicar los ventanales con el fin de que la luz que por ellas se filtrara simbolizase al Dios que es la fuente de toda iluminación interior. En la base de las grandes innovaciones que el arte ha conocido se encuentra siempre un invento técnico, en nuestro caso, la ojiva, un recurso descubierto para resolver el problema del techo de la nave, más apto que la antigua y pesada bóveda románica. La nueva copertura, que descansaba sobre cuatro sólidos pilares. Y cuyos aspectos técnicos no tenemos acá tiempo de desarrollar, no pesando ya casi nada, podía elevarse todo lo alto que se quisiera, y en consecuencia los muros podían ser mucho más estrechos, lo que permitía abrir en ellos grandes ventanales que tenderían a ocupar buena parte del espacio. Esta innovación, que hizo posible la catedral gótica, no contenía en sí misma ninguna significación específicamente religiosa. Lo prueba el hecho de que sirvió también para cubrir salas de toda índole, dormitorios o bodegas. «Pero, y ahí está el misterio del arte, la invención técnica se produjo en el mismo momento y en las condiciones en que, por todo un juego de concordancias, y por la coincidencia de aspiraciones, podía lograr sus más notables triunfos y asumir su pleno sentido espiritual» (ibid., 450-451). Y así se hablaría de la ojiva, o mejor, del cruce de ojivas, como de un símbolo de la plegaria verticalizada: «la ojiva que se cierra como se juntan las manos».
    Quedaba un solo problema: cómo hacer para que aquellos cuatro pilares sobre los cuales caía todo el peso de los arcos de la ojiva, se mantuviesen sólidamente en su lugar. La solución fue simple: se los apuntaló desde afuera del edificio, haciendo que el peso de la mole fuese recogido y conducido por los arbotantes hasta unos macizos pilares de piedra, los contrafuertes, bien cimentados en la tierra. Y para estar todavía más tranquilos, se los cargó con un peso suplementario, el pináculo, también de piedra. Fue una solución sugerida por el sentido común: cuando una pared corre peligro de desplomarse, se la contiene con una traba oblicua, y para evitar que ésta se resbale, se recarga lo más posible su punto de apoyo en la tierra. Analizando la configuración exterior e interior de estas catedrales, un especialista del gótico ha señalado que si el espacio interior es todo mística, el exterior del edíficio es todo escolástica. Pero ello en íntimo desposorio, ya que la mística del espacio interior redunda hacia el exterior, hacia esa «escolástica de piedra». Todos los recursos técnicos parecen contribuir para expresar dicha idea; los pináculos, por ejemplo, no dan la impresión de pesar sobre los contrafuertes, sino de integrarse en el movimiento ascensional, como si los elementos externos del edificio no hiciesen sino retomar el impulso vertical del espacio interior. Las fuerzas hacia lo alto, que en el interior se encontraban de alguna manera aprisionadas en el espacio cerrado, parecen liberarse en la parte exterior de modo que, ya sin limitación alguna, se lanzan al infinito. Es el preludio del gran movimiento de las torres, de alturas hasta entonces jamás alcanzadas (82 metros en Reims, 123 en Chartres, 160 en Ulm), y de sus agujas, transfiguración del trascendentalismo gótico.
    No es una de las menores paradojas de la arquitectura gótica, como bien lo señala Daniel-Rops, la de dar la impresión de un ímpetu hacia el cielo cuando en realidad su entera estructura edilicia responde a un movimiento que va de arriba hacia abajo. Toda esa filigrana de vitrales y de ojivas reposa sobre cimientos de enorme volumen, hundidos en el suelo hasta más de quince metros. Como cuando se trata del románico, algunos escritores han querido determinar diversas escuelas dentro del gótico. Se ha hablado así de un gótico francés, el de Laon, Notre-Dame de París, Chartres, Reims, Amiens; de un gótico alemán, algunos de cuyos exponentes serían Naumburg, Bamberg, Strasburg; de un gótico inglés, con Wells, Salisbury; de un gótico español, el de Zamora, Salamanca, Barcelona, León, Burgos, Toledo; de un gótico portugués, en Lisboa, Oporto, Evora; de un gótico italiano, el de Siena, Orvieto, Milán... Nos parece un intento excesivamente libresco y preferimos resaltar la unidad de un estilo que hizo las delicias de la Cristiandad.
    Digamos, para terminar, que aquel arte casi sobrehumano no lo fue a la manera de Nietzsche, sino al modo evangélico, y por eso siguió siendo profundamente humano. Nada encontramos en él de colosal, de desmesurado, al modo de los templos romanos de la decadencia. La arquitectura, grandiosa por cierto, conserva la dimensión humana, como lo prueba, por ejemplo, el tamaño que aquellos arquitectos asignaron a las puertas de sus catedrales y hasta a las gradas de sus escaleras, siempre a la medida del hombre. Por eso se experimenta mucha mayor impresión de majestuosidad en Amiens o en Santiago de Compostela que en San Pedro de Roma, ya que, aunque ello suene a paradoja, en la inmensidad del monumento renacentista –espacios y puertas– falta esa escala humana. El profundo humanismo de la doctrina tomista encuentra en el gótico su más lograda explicitación.
    Tal fue el arte que en la época del Renacimiento se quiso estigmatizar calificándoselo de «gótico», cosa de godos, de bárbaros, y en el cual Fénelon no veía más que un confuso amasijo de extraños adornos (cf. Daniel-Rops, op. cit., 443-453).

    IV. La escultura de la catedral
    La escultura es hija de la arquitectura. No resulta, pues, insólito, que la madre la incluyese amorosamente en su ímpetu místico y trascendentalista. Abordaremos este tema con cierta extensión, ya que ilumina esplendorosamente el sentido y el simbolismo del arte medieval.
    1. Resurrección y desenvolvimiento de la escultura
    Ya hemos dicho anteriormente que el genio griego, genio plástico por excelencia, que había logrado conferir a la estatua una belleza incomparable, a partir del siglo V fue relevado por otro tipo de genio, nacido en Siria y en la Mesopotamia, que predileccionaría un arte nuevo, el cual acabaría por conquistar el mundo cristiano. Tratábase de un arte puramente decorativo, merced al cual la escultura pasaría a un segundo plano. No ha de olvidarse, por otra parte, que el naufragio cultural ocasionado por las invasiones bárbaras, si bien había respetado, en cierto grado, la arquitectura, porque el hombre no puede vivir sin casas ni el cristiano sin iglesias, barrió prácticamente .con cualquier tipo de escultura, máxime que algunos cristianos consideraban a ésta como inseparable del paganismo idolátrico. El Oriente prefirió decorar sus iglesias y alacios con mosaicos, pinturas y tapices, y la primera Europa cristiana, la de la época de Carlomagno, se puso en dicha escuela.
    Fue sólo al fin de la era carolingia cuando reapareció tímidamente la escultura, no bajo la forma de estatua sino de bajorrelieve, que en su origen no fue sino una transposición de la miniatura. Recién en el siglo XI la escultura comenzó a germinar ya crecer.
    El primer espacio que logró conquistar fue el capitel. Hasta entonces éste se había contentado con imitar los modelos corintios, pero ahora comenzaba a revestirse de una decoración geométrica, vegetal o animal, e incluso humana, si bien todavía tosca y como escondida en la piedra. Luego, cuando el pórtico fue tomando mayores dimensiones, comenzó a aparecer lo que se dio en llamar la estatua-columna, es decir, la pilastra que adopta la forma humana, como pudo verse quizás por primera vez en el pórtico real de Chartres*. Ulteriormente la escultura ganó otras partes del edificio, principalmente el tímpano, espacio triangular entre las dos cornisas inclinadas del frontón y la horizontal inferior o dintel, que ofrecía una amplia superficie para la representación de grandes escenas**.
    *No se olvide la importancia que teman los pórticos por ser el lugar de ingreso al interior del templo o recinto sagrado. En uno de ellos se lee: Ingrediens templum refer ad sublimia vultum («entrando en el templo, eleva tu rostro a lo sublime»).
    **Viene aquí a cuento recordar la famosa polémica que a raíz de la introducción de estos ornatos mantuvo S. Bernardo, especialmente con los monjes de Cluny. En los mismos momentos en que el abad de Claraval despojaba a las iglesias cistercienses de todos sus adornos, Pedro el Venerable, abad de Cluny, hacía cincelar los capiteles y esculpir los tímpanos de sus monasterios. La elocuencia del ardiente apóstol de la austeridad y del despojo no logró persuadirlo de que la belleza fuese peligrosa; por el contrario, veía en ella, como cien años atrás había dicho S. Odón, también abad de Cluny, un presentimiento del cielo. «El amor del arte –escribe E. Mâle– es una de las grandezas de Cluny, que las tuvo tantas» (L’art religieux du XIIe siècle en France... págs. II-III).
    Con todo, aquel arte, todavía elemental, pero ya tan prometedor, estaba íntimamente subordinado a la arquitectura. El escultor trabajaba para la arquitectura, ningún detalle de ornamentación podía desentenderse del conjunto arquitectónico. Las figuras de los pórticos estaban talladas en el mismo bloque que la columna o la pilastra, a tal punto que cuando los energúmenos de la Revolución Francesa quisieron destruir las estatuas de las catedrales románicas, no pudiendo separarlas de la piedra, tuvieron que destrozarlas a martillazos. Una de las críticas que se ha hecho a estas primerizas figuras de los pórticos, como las de Chartres, por ejemplo, es su aparente rigidez, pero los que tal cosa objetan no se dan cuenta que las hacían así adrede, ya que las líneas de las estatuas tenían que sujetarse a las otras líneas exigidas por la hilera de columnas a las que reemplazaban. En esta primera etapa la escultura fue hija sumisa de la arquitectura, y es evidente que a ello se debe la impresionante sensación de unidad que suscita la contemplación de aquellas antiguas catedrales.
    Sin embargo, con el correr del tiempo se fue produciendo un cambio altamente significativo. Sin traicionar lo más mínimo el plan unitario que había presidido la primitiva manera de construir, los escultores comenzaron a concebir sus obras con mayor libertad y autonomía. Sus estatuas seguían siendo esculpidas en los mismos bloques del edificio, pero ahora parecía como si se evadiesen de ellos, desbordando, aunque sólo fuese por los pliegues de los vestidos, la alineación estricta de las líneas arquitectónicas. Si bien este cambio trajo consigo que el conjunto del monumento perdiera tal vez algo de su unidad, con todo la escultura ganó en agilidad, perfección y gracia.
    El paso de la estatua-columna a la estatua más independiente fue, en cierta manera, el tránsito de la escultura románica –la de Vézelay, Autun, Moissac, Santiago de Compostela y el espléndido pórtico real de Chartres–, la escultura gótica –la de Reims, Amiens, Burgos, Naumburg–, una evolución semejante a la que implicó el paso de la arquitectura románica a la gótica. Había llegado la hora en que la escultura alcanzaría una plenitud insospechada. La estatuaria, bajo la técnica del altorrelieve, se expresaría en variadísimas figuras de diversas tallas, que iban desde los 20 centímetros hasta los 5 metros, ocupando arquivoltas, tímpanos, rosetones, las columnitas de las puertas, las galerías de las fachadas, los pórticos laterales, los contrafuertes, los pináculos, los campanarios... La severidad de la estilización bizantina había desaparecido casi por completo para dejar lugar a un nuevo realismo, sacro por cierto, pero más cercano a nosotros, a una euritmia de formas y de actitudes, donde el ideal y la belleza se armonizan de manera admirable. La variedad y la gracia se notan, por ejemplo, en la insinuación de algún gesto, el esbozo de una sonrisa, la inclinación de una cabeza o el adivinarse de una rodilla bajo el paño de piedra. La cumbre de este esfuerzo se alcanzó en el Reims del Angel de la Sonrisa, en el pórtico de Amiens con su famoso Beau Dieu, o en el Pórtico de la Gloria de Compostela con la imagen de Santiago.
    También en el campo de la escultura hubo notables diferencias según las regiones. La más llamativa y original sea quizás la que se cultivó en Italia. La escultura italiana penetró en algunas partes de la catedral a las que hasta –entonces no había llegado en otros lugares, como por ejemplo el púlpito, que adquirió especial relevancia por el bosque de pequeñas figuras de mármol que lo decoraron, evocando escenas de la Sagrada Escritura, según puede verse en las catedrales de Siena y de Pisa; y también la puerta, cuyas hojas fueron admirablemente decoradas con garbosas ilustraciones de bronce, cual puede observarse en San Zenón de Verona o en el acceso posterior de la catedral de Pisa.
    Refiriéndose a esto escribe Daniel-Rops: «No sabemos a qué inmemorial tradición ya qué disciplina del arcano obedecerían al hacer esto, puesto que desde los tiempos bíblicos, la “puerta” había tenido siempre un sentido simbólico y su apertura significaba el acceso a lo divino. Desde Bizancio, desde la venerable basílica de Santa Sabina en Roma, desde Salerno o desde Hildesheim se transmitió la costumbre de cincelar aquellas pesadas hojas; se las adornó con páginas enteras de bronce; y cuando el Renacimiento hizo sonar una nueva hora, Andrés de Pisa y Ghiberti, dieron a esta tradición su forma sublime y se obtuvieron así aquellas gloriosas puertas que Miguel Angel apodó “puertas del paraíso”» (La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada... 480).
    Pregúntase Daniel-Rops si era solamente estético y decorativo el fin que intentaban los constructores al conceder una importancia tan grande a la plástica. «Ciertamente que no. Un Sínodo reunido en Arrás hacia el 1025 había aconsejado representar sobre los muros de los santuarios, las escenas y las enseñanzas de la Sagrada Escritura, pues, decía, ello permite a los analfabetos conocer lo que los libros no pueden enseñarles. San Gregorio Magno lo había dicho ya en el siglo VI. Esta intención fue la de los artistas románicos y góticos. Se ha comparado a menudo la catedral, sobre todo desde Víctor Hugo, a un gran libro de piedra donde podían instruirse los más humildes, a una Biblia en imágenes que hablaban con voz que todos entendían. Sin embargo podemos maravillarnos legítimamente de que un inmenso pueblo pudiera comprender este lenguaje, y se interesase por tantos hechos, por tantas historias o por tantos signos que son letra muerta para la inmensa mayoría de los hombres del siglo XX» (ibid., 462. Para el análisis de la escultura medieval en su conjunto, cf. 458-462).
    2. El «Speculum Maius» y los grandes temas de la escultura medieval
    Abundemos un tanto en la temática que inspiraba a los escultores de la Edad Media. El mundo de la escultura medieval es como un bosque inmenso. A nuestro juicio nadie lo ha penetrado mejor que ese genio de la crítica del arte que es Emile Mâle. El eminente estudioso basa .su investigación en la teoría que se encuentra expresada en una obra que fue clásica durante el Medioevo, el Speculum maius, del erudito dominico francés Vincent de Beauvais, autor en cierto modo comparable con el mismo Sto. Tomás, amigo como éste del rey S. Luis, cuya biblioteca frecuentaba. La obra, escrita a mediados del siglo XIII, es realmente abrumadora por los conocimientos que revela. Divídese en cuatro grandes partes.
    En la primera de ellas, que lleva por título «Espejo de la Naturaleza», sobre la base del relato de la creación se estudian los diversos elementos que integran el cosmos, los minerales, los vegetales, los animales, y finalmente el hombre.
    En la segunda parte, denominada «Espejo de la Ciencia», tras señalarse hasta qué punto la caída original afectó la naturaleza humana y la consiguiente necesidad que tiene el hombre de un Redentor para alcanzar su salvación, se explica cómo :aquél puede colaborar en la misma mediante el conocimiento y la acción cotidiana, pasándose luego revista a las diversas ciencias y artes ya los trabajos del hombre.
    En la tercera parte, titulada «Espejo moral», se muestra que no basta con saber y con obrar, sino que es preciso comportarse .de una manera ética, ofreciéndose a continuación un detallado estudio de los diversos vicios y virtudes, en estrecho parentesco con el análisis tomista de la Summa Theologica. La obra se cierra con lo que su autor llama el «Espejo histórico», donde el sabio dominico expone las grandes líneas de la historia de la salvación que es, en última instancia, la historia de la Ciudad de Dios. El Speculum maius fue la Enciclopedia del siglo XIII.
    Emile Mále afirma que esta obra puede resultar la guía de consulta más segura para llegar a comprender las ideas directrices de la iconografía medieval, especialmente en el ámbito de Francia, al que dedica su estudio, aun cuando resulta fácilmente aplicable al de otras regiones de la Cristiandad, señalando analogías impresionantes entre aquel escrito y los pórticos de las catedrales. Si bien no consta que los artistas se hayan inspirado directamente en esa gran obra literaria, con todo, el hecho de que el «Speculum maius» no pertenezca con exclusividad a Vincent de Beauvais sino a la Edad Media en su totalidad, permite afirmar los denominadores comunes. «El mismo genio ha dispuesto los capítulos del Espejo y las estatuas de las catedrales: es pues legítimo buscar en los unos el secreto de las otras» (cf. L’art religieux du XIIIe siècle en France).
    No resulta ello extraño ya que la Edad Media concibió el arte como la expresión de la doctrina al tiempo que como cátedra de la misma. Todo lo que el hombre necesita conocer: la historia del mundo desde su creación, los misterios del cristianismo, la vida y los ejemplos de los santos, la diversidad de las virtudes, la variedad de las ciencias, artes y oficios, se transparentaba en los vitrales de las iglesias, a través de la luz transfigurada, y se materializaba en las estatuas de los pórticos, cuyo ordenamiento jerarquizado no era sino el reflejo del orden admirable que reinaba en el mundo de las ideas, según lo había expuesto Sto. Tomás. Por la intermediación del arte, las lucubraciones más elevadas de la teología y de la ciencia llegaban confusamente hasta las inteligencias más humildes.
    Recordemos asimismo un dato imprescindible para penetrar en el mundo de la iconografía medieval, y es su carácter alegórico. Tal es una de sus características más propias. Su lenguaje es eminentemente simbólico. Para el hombre de aquel tiempo, no sólo los doctos sino también el pueblo sencillo, la historia y la naturaleza eran un inmenso símbolo. Y consiguientemente lo era también el arte, que las representaba: mostraba una cosa, invitaba a ver otra. El artista, habrían podido decir los doctores, debe imitar a Dios, que ha escondido un sentido profundo bajo la letra de la Escritura. La predilección por el simbolismo se advertía particularmente en el ámbito de la liturgia. Véase, si no, aunque tan sólo fuera a modo de ejemplo, los comentarios con que Guillaume Durand, prelado francés del siglo XIII, acompañaba la explicación de la Santa Misa, donde hasta las rúbricas se transfiguran. El simbolismo del culto familiarizaba a los fieles con el simbolismo del arte.
    Señala E. Mâle que desde la segunda mitad del siglo XVI, el arte de la Edad Media se convirtió en un enigma inextricable, precisamente porque habla muerto el simbolismo, entendiéndose la imagen en una forma muy diversa al modo como la hablan comprendido los medievales. Aparecieron entonces los «técnicos del arte», quienes intentaron descifrar los presuntos «enigmas» de los bajorrelieves y de las estatuas como si se tratase de monumentos de la India. En el pórtico de Notre-Dame de París creyeron encontrar el secreto de la piedra fiosofal, o en su Zodíaco un argumento en favor del origen solar de todos los cultos! (cf. L’art religieux du XIIIe siècle en France…, pág.II).
    Trataremos ahora de aplicar las cuatro partes del libro de Vincent de Beauvais a la iconografía medieval, siguiendo las eruditas explicaciones de E. Mâle.
    a) La naturaleza
    Si observamos cualquiera de las grandes catedrales, inmediatamente nos llamará la atención el ver allí representados, no sólo en los capiteles de las naves sino también en su parte exterior, plantas diversas y animales extraños para el europeo como el león, el elefante, el camello, e incluso fieras exóticas y monstruosas. A fin de entender esta fauna tan variada y original que nos observa desde las catedrales, es conveniente recurrir a aquellos famosos libros del siglo XII denominados «Bestiarios», antologías de fábulas o de relatos de animales reales o legendarios, con aplicaciones a la vida humana e incluso a los misterios del cristianismo, que sin duda influyeron en la decoración de las iglesias. En la nave de la catedral de Le Mans, por ejemplo, un precioso capitel del siglo XII nos muestra una lechuza acosada por un grupo de pájaros pequeños. Por el Bestiario sabemos que la lechuza (nicticorax), que no ve sino de noche, era una figura del pueblo judío que prefiere las tinieblas a la luz, objeto de burla para los demás. En un capitel de Vézelay se ve un personaje que parece avanzar hacia un animal compuesto, gallo por delante, serpiente por detrás, lo que llamaban un basilisco. El Bestiario explicaba que ese extraño animal, que participa de la naturaleza del pájaro y de la serpiente, no era temible al hombre sino por su mirada, que resultaba letal; sin embargo el fluido mortal que arrojaba no era capaz de atravesar un vidrio, y por consiguiente bastaba con cubrirse el rostro con una escafandra para poder mirarlo impunemente. ¿Qué es el basilisco, agregaba el Bestiario, sino una figura del demonio, sobre el que Cristo triunfó encerrándose en el seno de una Virgen más pura que el cristal?
    Un capitel del claustro de Tarragona nos muestra un zorro tirado en tierra y que parece tan muerto que ]os pájaros revolotean despreocupadamente en torno a su cadáver. El texto del Bestiario nos informa que el zorro no está muerto, sino que finge estarlo para atraer a los pájaros incautos; cuando éstos están a su alcance, se levanta de un salto y los atrapa; imagen de los engaños del demonio que nos atrae y nos devora. En otro capitel se ve un barco dado vuelta, un hombre que se cae al mar y un enorme pez al que un nadador trata de atravesar con su puñal. Según el Bestiario, la ballena era un animal que engañaba a veces a los navegantes; imaginándose ver una isla, amarraban allí sus naves y hacían fuego sobre la espalda del monstruo; de pronto la ballena se sumergía, arrastrando la nave y su tripulación al fondo del mar; imagen también de las tretas engañosas del demonio (cf. ibid., 332-334).
    Frecuentemente vemos en las fachadas de las catedrales los famosos cuatro animales que, como se sabe, representan a los cuatro evangelistas: el león a S. Marcos, quien desde las primeras líneas de su evangelio nos habla de la voz que clama en el desierto; el toro a S. Lucas, quien comienza el suyo por el sacrificio que ofrece Zacarías; el águila a S. Juan, porque desde el prólogo se eleva a las alturas de la divinidad, mirando al sol en la cara; y el hombre a S. Mateo, quien abre su evangelio con la genealogía de Cristo según la carne. Pero también esos cuatro seres simbolizaban los principales misterios de la vida de Cristo: el hombre recuerda su encarnación, el toro su sacrificio, el león simboliza su resurrección, y el águila su gloriosa ascensión. Según el Bestiario, el león pasaba por dormir con los ojos abiertos. Asimismo podían representar las virtudes necesarias para la salvación: el cristiano debe ser hombre, porque ha de ser racional; toro, porque debe inmolarse a sí mismo; león, porque no puede ceder a la cobardía; águila, porque ha sido llamado a elevarse a las alturas. Eso es lo que enseñaba la Iglesia sobre el simbolismo de los cuatro animales (cf. E. Mâle, L’art religieux du XIIIe siècle en France... 36-37). Una sola de esas explicaciones, la relativa a los evangelistas, sobrevivió a la Edad Media. Las otras desaparecieron en la época de la Reforma.
    La enseñanza de los Bestiarios penetraron en el acervo del clero de la Edad Media por un libro de Honorio de Autun, autor del siglo XII, que llevaba por titulo Speculum Ecclesiæ, antología de sermones para las principales fiestas del año (PL 172. 813-1108). Diversas figuras de las catedrales pueden explicarse a la luz de esa obra. Por ejemplo en Lyon se encuentra un medallón de la resurrección del Señor, que está flanqueado por la escena de Jonás y la ballena, conocida imagen de dicho misterio, pero también por un león acompañado de sus cachorros brincando. «Se cuenta –dice Honorio tras los Bestiarios– que la leona pare cachorros que nacen muertos, pero tres días después, un rugido del león los devuelve a la vida. Así Cristo estuvo en la tumba como muerto, pero al tercer día se levantó, despertado por la voz de su Padre» (cf. E. Mâle, L’art religieux du XIIIe siècle en France... 40-41).
    Por cierto que no siempre hay que buscar un sentido simbólico a los animales que comparecen en los pórticos o capiteles: leones enfrentados, por ejemplo, o pájaros con sus cuellos entrelazados, o águilas de dos cabezas. Lo más frecuente es que su oficio sea puramente decorativo. En esto S. Bernardo tenía razón; dichos monstruos no son didácticos, exclamaba con indignación, no están destinados a instruir sino a agradar. «Esos monstruos –comenta Mâle– son el legado de los viejos paganismos del Asia, y a nosotros nos parecen maravillosamente poéticos, cargados, como están, de los ensueños de cuatro o cinco pueblos que se los transmitieron unos a otros durante miles de años. Ellos introducen en la iglesia románica la Caldea y la Asiria, la Persia, el Oriente griego y el Oriente árabe. Toda Asia aporta sus presentes al cristianismo, como antaño los Magos al Niño» (L’art religieux du XIIe siècle en France... 363).
    De modo que, abstracción hecha de ejemplos muy precisos, en que la influencia simbolizante de Honorio de Autun y de los Bestiarios resulta incontestable, las figuras de animales que aparecen en las iglesias revisten un carácter meramente decorativo. O en alguna circunstancia particular pueden aludir a un hecho histórico determinado, como por ejemplo las 16 estatuas de bueyes que se encuentran en Laon, presumiblemente puestas allí para perennizar el recuerdo de los bueyes infatigables que durante varios años estuvieron transportando desde la llanura a la cumbre de la acrópolis las piedras de la catedral. Pero este es un caso muy especial. Por lo general, los artistas recurrieron a los animales para adorno de la casa de Dios. La iglesia era el resumen del mundo (cf. E. Mâle, L’art religieux du XIIIe siècle en France... 54-56).
    Asimismo en las catedrales se encuentran a veces, como en los misales o en los Libros de Horas, figuras de dragones con cabeza de obispos, un mono disfrazado de monje... La risa no fue proscripta de la Edad Media. No en vano Dante reservaba un círculo del infierno «para los que lloraron, cuando pudieron ser felices» (ibid., 59-61).
    b) El trabajo, las artes y las ciencias
    Ya hemos señalado poco antes el lugar que tenían en las catedrales los calendarios de piedra, admirablemente esculpidos en sus portales, como los encontramos en Chartres, Amiens, Reims, Ferrara, caracterizando los distintos tiempos del año, en base a la diversidad de las actividades agrícolas. En esos pequeños recuadros, obras de verdadera poesía, el escultor cristalizaba los gestos permanentes y reiterados del hombre común. Recordemos que los artistas de las catedrales no vivían lejos de la naturaleza. Al pie de las murallas de las pequeñas ciudades de la Edad Media comenzaba el campo, las llanuras, las tierras aradas y sembradas, el noble ritmo de los trabajos virgilianos (cf. ibid., 65-66).
    Mas no sólo el trabajo dignificaba al hombre, y merecía por ello figurar en las catedrales, sino también, y aún en un grado superior, el saber y la ciencia. Las siete artes liberales –el trivium y el quadrivium– abrían siete caminos a la inteligencia del hombre, resumiendo el conjunto de los conocimientos que éste podía adquirir, aparte de la revelación. Y por encima de ellas, la filosofía, su corona. Los medievales no dejaron de esculpir estas siete u ocho Musas en la fachada de sus catedrales, generalmente bajo la forma de jóvenes llenas de circunspección, majestuosas como reinas, cada una llevando en sus manos los atributos propios de su especialidad, de simbolismo claro, sin duda, para sus contemporáneos, aunque no siempre para nosotros. Nos impresiona verlas en la catedral de Chartres; en ninguna parte las siete musas fueron más honradas que en ese centro intelectual. También en la catedral de París, Que vio crecer a su sombra la joven Universidad (cf. ibid., 75.81-82).
    A las figuras de las siete Artes y de la Filosofía, ulteriormente se agregaron algunas otras, como la que representa a la Medicina, por ejemplo en Laon, o la Arquitectura, en Chartres, esta última bajo la forma de un hombre que tiene en sus manos la regla y el compás. Semejante esfuerzo por ampliar el marco un tanto estrecho del trivium y el quadrivium, descubre el anhelo de cobijar en la catedral todo conocimiento, toda ciencia, toda arte (cf. ibid., 92-93).
    c) El combate interior o la moral
    Esta parte del Speculum maius se refleja también en las catedrales del Medioevo. Es cierto que el tema de la lucha espiritual, medular en el Evangelio, ya había tomado forma literaria en el famoso poema que redactara Prudencio, español del siglo IV, el primer poeta cristiano, bajo el título de Psycomachia, donde el autor describe en versos virgilianos la batalla de las Virtudes y los Vicios. Allí vemos al Pudor, joven virgen de armadura resplandeciente, recibiendo el choque de la Libido, una cortesana; la Paciencia, reservada y modesta, espera el ataque de la Ira; la Soberbia, sobre un caballo fogoso, enfrenta a la Humildad, quien toma la espada que le tiende la Esperanza y le corta la cabeza; la Lujuria, lánguida, con los cabellos perfumados, es vencida por la Sobriedad; la Discordia o Herejía es derrotada por la lanza de la Fe... Las Virtudes, por fin victoriosas, celebran su triunfo elevando un templo semejante a la Jerusalén nueva del Apocalipsis.
    Tal el poema de Prudencio en que se inspiraron los artistas. Inicialmente el tema fue representado bajo un aspecto caballeresco, de torneo feudal. Pero en el curso del siglo XIII varió el estilo, manteniéndose por cierto el tema de fondo. Las virtudes siguen triunfando sobre los vicios, pero parecen haber vencido sin combate; tienen a éstos bajo sus pies y ni siquiera se dignan mirarlos. Los artistas ya no querían representar la batalla sino la victoria (cf. ibid., 100-106).
    Otras veces los vicios y las virtudes aparecen representados como dos árboles vigorosos. Uno es el árbol del viejo Adán y tiene por raíz y tronco la soberbia. Siete ramas principales parten del tronco: la envidia, la vanagloria, la cólera, la tristeza, la avaricia, la intemperancia y la lujuria. Cada una de esas ramas, a su vez, da nacimiento a ramas secundarias; de la tristeza, por ejemplo, brotan el temor y la desesperación. El segundo es el árbol del nuevo Adán. La humildad es su tronco, y las siete ramas principales son las tres virtudes teologales y las cuatro cardinales, dividiéndose también cada virtud en las virtudes subsidiarias, según el esquema clásico de los doctores medievales. Adán fue quien plantó el primero de esos árboles y Jesucristo el segundo. A nosotros toca la elección (cf. ibid., 108).
    Con frecuencia, las virtudes esculpidas en los bajorrelieves son mujeres sentadas, inmóviles, majestuosas; su escudo ostenta un animal heráldico que testimonia su nobleza. En cuanto a los vicios, no están ya personificados, sino presentados en acción. Un marido que pega a su mujer, figura la discordia; la inconstancia es un monje que huye del convento arrojando su cogulla. La virtud es, pues, representada en su esencia y el vicio en sus efectos. De un lado, todo es reposo, del otro, todo tráfago e inquietud. Sólo la virtud unifica el alma y le da paz; fuera de ella no hay sino agitación. Los escultores románicos del siglo XII prefirieron subrayar el carácter de lucha de la vida cristiana; el siglo XIII destacó sobre todo la serenidad que comunica la victoria de la virtud (cf. ibid., 109-110). Tras la lucha, la paz, donde brillan las lámparas de las Vírgenes prudentes de la parábola evangélica, tantas veces representadas en las catedrales. Porque la llama de esa lámpara simbólica, decían los doctores, es la llama de la caridad. De este modo los pórticos, de una arquivolta a otra, nos invitan a elevarnos de los trabajos a las virtudes, y de éstas a la caridad, que es su reina (cf. E. Mâle, L’art religíeux du XIIe siècle en France... 441).
    En Chartres, cerca de las virtudes, doce encantadoras y pequeñas figuras simbolizan las dos formas de vida del cristiano. A la izquierda, seis jóvenes sonrientes están abocadas al trabajo, lavando la lana, poniéndola en la madeja, hilando... A la derecha, otras seis jóvenes veladas, se ocupan en leer, meditar, rezar; una de ellas eleva los ojos al cielo en actitud extática. El primer grupo representa la vida activa, el segundo la contemplativa. En la parte superior, una sola corona parece atribuir la misma recompensa a los dos tipos de vida (cf. E. Mâle, L’art religieux du XIIIe siècle en France... 131).
    d) La historia salvífica
    Es la última parte del Speculum maius, elaborada sobre la base de un tríptico, el Antiguo Testamento, el Nuevo y la Iglesia, que también se refleja, y cuán esplendorosamente, en las catedrales.
    Para exponer el contenido del Antiguo Testamento los artistas prefirieron atenerse no tanto a la letra cuanto a su espíritu. Guiados por los teólogos, el Antiguo Testamento se les presentaba como una vasta figura del Nuevo, y por eso seleccionaron algunos personajes y acontecimientos de aquél, que tenían especial relación con los misterios revelados en el Evangelio, señalando así su profunda concordancia. Mâle destaca la influencia que en este campo ejerció Suger, el abad de Saint-Denis. Los siglos anteriores no ignoraron, por cierto, las armonías del Antiguo y del Nuevo Testamento, tan frecuentadas por los Padres de la Iglesia, pero curiosamente aquéllas no inspiraron a los artistas. El simbolismo, que estaba en la base de estas concordancias, resucitó precisamente en tiempos de Suger, quien hizo decorar su iglesia con temas inspirados en la armonía de los dos testamentos. Ministro del rey y hombre de acción, Suger fue también un hombre profundamente contemplativo. La consonancia de los Libros Sagrados, la poesía de las maravillosas armonías dispuestas por Dios en las Escrituras, encantaban su espíritu y excitaban su imaginación, como lo dejó demostrado sobre todo en los vitrales de Saint-Denis, que él mismo ordenó hacer. Uno de los medallones que integran dichos vitrales resume su pensamiento: en él se ve a Cristo coronando con una mano la Ley Nueva, y quitando con la otra el velo que esconde el rostro de la Antigua Ley; abajo se lee: Quod Moyses velat Christi doctrina revelat («lo que Moisés cubre con un velo lo revela la doctrina de Cristo») (cf. S. Mále, L’art religieux du XIIe siècle en France... 159).
    Ya S. Agustín había dicho: «El Antiguo Testamento no es otra cosa que el Nuevo cubierto con un velo, y el Nuevo no es otra cosa que el Antiguo develado» (Civ. Dei, 1. XVI, cap. XXVI). Agrega Mále: «No resulta sorpresivo en forma alguna encontrar en Suger a uno de los creadores de la iconografía nueva, porque Suger fue uno de los grandes espíritus de la Edad Media. El abarcaba en su vasta cultura toda la antigüedad cristiana: los Padres, con su exégesis simbólica, le eran familiares. Su maravillosa memoria le entregaba su erudición siempre presente, pero ello no lo abrumaba, porque tenía el genio del orden. Es este genio el que hizo de él un hombre de Estado: “Habría podido, dice su biógrafo, gobernar el mundo”. Este hombre de razón era al mismo tiempo un hombre de pasión. Cuando consagraba la hostia, su rostro se bañaba en lágrimas; irradiaba alegría el día de Navidad y el día de Pascua. Esta profunda sensibilidad explica su amor por el arte: lo amaba, como lo aman los verdaderos artistas, que adoran lo bello y desprecian el boato. Daba todo a su obra sin reservarse nada para sí mismo. Cuando Pedro el Venerable, el gran abad de Cluny, fue a Saint-Denis, admiró, como buen conocedor que era, la iglesia y sus maravillas; pero cuando vio la pequeña celda en que Suger se acostaba sobre un lecho de paja, exclamó: “Este hombre nos condena a todos; construye no como nosotros, para él mismo, sino únicamente para Dios”» (L’art religieux du XIIe siècle en France... 185). Es importante señalar que el influjo de Suger se irradió más allá de su monasterio. Sabemos que una vez terminados los trabajos en Saint-Denis, hacia 1145, el taller por él formado se trasladó en pleno a Chartres.
    Las realidades que el Nuevo Testamento nos muestra a la luz del sol, para hablar el lenguaje de la Edad Media, el Antiguo nos las hace percibir al claroscuro de la luna y las estrellas. En el Antiguo Testamento la verdad lleva un velo; pero la muerte de Cristo desgarra ese velo místico. Por eso se dice en el Evangelio que cuando Jesús murió, la cortina del Templo de Jerusalén se rasgó de arriba a abajo. El Antiguo Testamento no tiene sentido si no es por su relación con el Nuevo, y la Sinagoga, en el grado en que se obstina en explicarlo por sí mismo, lleva un velo sobre sus ojos (cf. E. Mâle, L’art religieux du XIIIe siècle en France... 134-135).
    También en relación con este tema de la correspondencia entre ambos testamentos, Mâle ha encontrado una obra de aquella época que parece ofrecernos la clave del mismo. Trátase de la llamada «Glosa ordinaria», escrita por Walafried Strabón (PL 93 y 94), benedictino inglés del siglo IX, de la escuela de Rábano Mauro, hábil compilador del pensamiento tradicional, bastante conocido durante la Edad Media. Es probable que dicho libro haya servido de manual de enseñanza práctica para los artistas en las escuelas monásticas y episcopales. El hecho es que a comienzos del siglo XIII, precisamente cuando los artistas se abocaban a decorar las catedrales, los doctores enseñaban desde el púlpito que la Escritura podía interpretarse en cuatro sentidos diferentes: el sentido histórico, el sentido alegórico, el sentido tropológico y el sentido anagógico. El sentido histórico era el que correspondía a la realidad de los hechos; el sentido alegórico, el que mostraba en el Antiguo Testamento una figura del Nuevo; el sentido tropológico, el que permitía conocer la verdad moral a veces escondida en la Escritura; el sentido anagógico, el que hacía posible relacionar los textos con la vida futura y la felicidad eterna. El nombre de Jerusalén, por ejemplo, que aparece tantas veces en la Sagrada Escritura, podía recibir, según los casos, una de esas cuatro interpretaciones: «Jerusalén –dice Guillaume Durand– es, en sentido histórico, la ciudad de Palestina donde van ahora los peregrinos; en sentido alegórico, es la Iglesia militante; en sentido tropológico, es el alma cristiana; en sentido anagógico, es la Jerusalén celestial, la patria de lo alto» (Rationale divinorum officiorum, Proem. 12, Lyon, 1672). Por cierto que no todos los pasajes de la Biblia eran susceptibles de esa cuádruple interpretación: algunos no podían entenderse sino en tres sentidos, como por ejemplo la historia de los sufrimientos de Job, que no sufre una interpretación anagógica. Otros pasajes sólo eran susceptibles de recibir dos explicaciones, y muchos debían ser entendidos simplemente a la letra (cf. E. Mâle, L’art religieux du XIIIe siècle en France..., 140-141).
    Este sistema de interpretación es del todo conforme a la ortodoxia. Sin embargo, señala Mâle que desde el Concilio de Trento, la Iglesia fue dejando en la sombra el método simbólico, prefiriendo atenerse al sentido literal del Antiguo Testamento. Lo cierto es que la exégesis fundada sobre el simbolismo, tan propia de los Padres y de la Edad Media, hoyes generalmente desconocida.
    Si la obra de Strabón fue el libro de cabecera para la inteligencia de los sentidos de la Escritura, se divulgó también por aquel tiempo otro comentario que descendía a detalles. Nos referimos a una obra escrita por S. Isidoro de Sevilla bajo el título de Allegoriæ quædam sacræ Scripturæ (PL 83, 97-130), donde el autor pasa revista a los principales personajes del Antiguo Testamento haciendo conocer su significación tipológica. Las pocas líneas que consagra a cada uno de ellos –Adán, Noé, Melquisedec, Abraham, Isaac, José, Moisés, David, Salomón son tan concisas y claras que hubiesen podido ser puestas en las filacterias de las estatuas correspondientes. En la entrada de las catedrales, los artistas representaron a los patriarcas ya los reyes que S. Isidoro, en continuidad con los Padres anteriores, designara como figuras del Salvador. Esas estatuas constituyen una especie de avenida simbólica hacia Cristo. Tras los patriarcas y los reyes, que figuraron a Cristo por los hechos de su vida, la Edad Media representó también a los profetas, que lo anunciaron con su palabra, sobre todo Isaías, Jeremías y Daniel. Según Mâle, fue el corto tratado De ortu et obitu Patrum, atribuido al mismo Isidoro de Sevilla, la principal fuente a que recurrieron los artistas para seleccionar a estos últimos. Por desgracia, las palabras de los profetas, elegidas para las banderolas de piedra que hay en cada una de sus estatuas, han desaparecido por la incuria del tiempo, lo que nos impide conocer el motivo preciso merced al cual cada uno de ellos fue incorporado a la procesión de los que anunciaron a Cristo (cf. L’art religieux du XIIIe siècle en France... 153-163).
    El pueblo de la Edad Media estaba familiarizado con los profetas. Todos los años, durante el tiempo de Navidad o de Epifanía, los veía llegar en los dramas sacros bajo la figura de ancianos de barba blanca, envueltos en largas vestiduras, avanzando en procesión por la catedral. Alguien pronunciaba su nombre en alta voz, y el aludido daba testimonio de la verdad, recitando algún versículo de su autoría. Isaías hablaba del tronco que saldría de la raíz de Jesé, David profetizaba el reino universal del Mesías, el anciano Simeón mostraba su satisfacción por haber visto al Salvador antes de morir. A veces se incorporaban a esas procesiones algunos personajes paganos: Virgilio, por ejemplo, quien recitaba un verso de su misteriosa égloga: Jam nova progenies coelo demittitur alto, o la Sibila, que entonaba su acróstico sobre el fin de los tiempos. Sin duda que cuando los fieles veían pasar a esos actores, reconocerían enseguida a los que diariamente contemplaban en los pórticos de las catedrales. Ya la inversa, se puede incluso pensar que las estatuas de Reims y de Amiens reproducen el traje y el aspecto de aquellos actores sagrados. Más adelante nos referiremos al drama en la Edad Media pero recalquemos desde ahora el carácter unificante de la cultura: medieval: el culto, el drama y el arte ofrecen las mismas lecciones trasuntan las mismas ideas (cf. ibid., 173-174).
    Reyes, patriarcas, profetas, finalmente Cristo, el figurado y el anunciado. Quizás la concreción más notable de este dinamismo de la historia de la salvación la podamos encontrar en el pórtico septentrional de Chartres. Hay allí diez estatuas de patriarcas y profetas, que resumen las grandes etapas de la historia del mundo, por orden cronológico, al tiempo que simbolizan o anuncian a Cristo. Melquisedec, Abraham e Isaac representan la primera época de la humanidad, en la cual, para hablar como los doctores, los hombres vivían bajo la ley de la circuncisión. Moisés, Samuel y David, representan las generaciones que vivieron bajo la ley escrita. Isaías y Jeremías, Simeón y Juan Bautista representan los tiempos proféticos, que se prolongan hasta el advenimiento de Cristo. Finalmente S. Pedro, el último, coronado con la tiara, llevando la cruz y el cáliz, anuncia que Cristo es la plenitud de la ley y las profecías y que, al crear la Iglesia, ha establecido el reino definitivo del Evangelio. Al mismo tiempo, cada uno de aquellos grandes personajes es figurado llevando un elemento simbólico que lo relaciona con Cristo. Melquisedec tiene en sus manos el cáliz y el incensario, Abraham se apresta a inmolar a su hijo Isaac, Moisés tiene las tablas de la ley y la columna con la serpiente de bronce, Samuel inmola el cordero del sacrificio, David sostiene la corona de espinas y la lanza (anunció en sus salmos la pasión del Señor), Isaías el tronco de Jesé*, Jeremías (profeta del dolor) presenta la cruz, Simeón tiene en sus brazos al Niño divino, Juan Bautista el cordero, y por fin S. Pedro el cáliz. El misterioso cáliz, que al comienzo de la historia, aparecía en manos de Melquisedec, se vuelve a encontrar ahora en las de S. Pedro. Son los capítulos mismos del «Espejo histórico» de Vincent de Beauvais. La Biblia se nos muestra acá como fue entendida en la Edad Media: una sucesión de figuras de Jesucristo (cf. E. Mâle, L’art religieux du XIIIe siècle en France... 178). No hay en toda Europa un conjunto teológico comparable al que nos presenta la catedral de Chartres. Por otra parte esas estatuas son quizás las más admirables que produjo la Edad Media**.
    *El tema del «árbol de Jesé» es frecuente en las catedrales. Jesé suele ser representado durmiendo sobre un lecho; de él brota un árbol gigantesco donde se asientan diversos reyes, y en la cumbre, la Santísima Virgen. Corresponde a la profecía de Isaías: «Saldrá un vástago del tronco de Jesé y un retoño de sus raíces brotará, y reposará sobre él el espíritu del Señor» (Is 11, 1-2), La primera vez que aparece este tema es en Saint-Denis, por lo que se puede creer que fue Suger quien lo mandó hacer, introduciéndolo en la iconografía medieval. A partir de entonces se volvería habitual.
    **Con frecuencia en los pórticos de las iglesias están también representados los diversos coros de los ángeles. Fue sin duda Dionisio, con su De cælesti hierarchia, traducida al latín precisamente durante la Edad Media, quien inspiró a los artistas que esculpieron las nueve jerarquías angélicas en el pórtico meridional de Chartres. Aparecen rodeando a Dios, fuente de luz, según la doctrina del Areopagita, a modo de grandes círculos luminosos, y su resplandor disminuye a medida que se alejan de dicha fuente. Por eso los Serafines y los Querubines, los dos coros más elevados, llevan en sus manos llamas y bolas de fuego (cf. E. Mâle, L’art religieux du XIIIe siècle en France... 8).
    Pero no es siempre en torno a Cristo que se agrupa la escenografía iconográfíca medieval. A veces lo hace alrededor de la Santísima Virgen. Fue a partir del siglo XII que la Virgen, «Notre Dame», para emplear esa noble palabra caballeresca que apareció precisamente entonces, comenzó a inspirar el gran arte. Su culto se expresó primero con timidez, no atreviéndose los artistas a separar la Madre de su Hijo; pero con los años se avinieron a celebrarla sola, y el siglo XII terminó con su «Triunfo» (cf. E. Mâle, L’art religieux du XIIe siècle en France... 437).
    Al parecer, el motivo de la «Coronación de la Virgen», tan amado por la Edad Media, se debe también a Suger. Se lo encuentra en la iglesia de Santa María del Trastevere de Roma, datando de una época muy vecina a aquella en la que Suger debió hacer componer el vitral homónimo de Notre-Dame de París; el mosaico de Roma fue hecho por encargo de un amigo y un huésped de Suger, el Papa Inocencio II.
    El Antiguo Testamento confluye así en Cristo y en María. Mas los artistas no se contentaron con reproducir sus imágenes, sino que figuraron también algunos misterios de su vida. Iluminados por los teólogos, comprendieron que el Evangelio no es una mera recopilación de hechos históricos o de escenas conmovedoras, sino una sucesión de misterios. Si el Antiguo Testamento puede ser considerado como una gran figura, no quiere ello decir que el Nuevo sea pura realidad fáctica, carente de cualquier tipo de significación simbólica. El nacimiento de Cristo, por ejemplo, fue representado en Chartres a la manera de un acto sacrificial: obsérvase allí un altar coronado de arcos, sobre el Niño recién nacido brilla una lámpara ritual, la cuna es asimilada a un altar y el Niño representado como víctima. He ahí una lectura teológica de la Navidad. Pero fue sobre todo el misterio de la Pasión y Muerte del Señor el que ofreció al arte las más ricas posibilidades de simbolismo. Cristo fue representado en la cruz como el nuevo Adán, de cuyo seno sale la nueva Eva, la Iglesia, figurada al modo de una Reina que recoge en un cáliz la sangre y el agua. Otra idea no menos importante: al morir el Señor, no sólo dio nacimiento a la Iglesia, sino que también declaró caducos los poderes de la Sinagoga. Por eso los artistas, al representar la crucifixión, pusieron a la Iglesia a la derecha de Cristo ya la Sinagoga a su izquierda; de un lado la Iglesia coronada, con un estandarte triunfal en la mano, recogiendo en el cáliz el agua y la sangre que brotan del costado del Salvador; del otro la Sinagoga, con los ojos cubiertos por una venda, teniendo en una mano el asta quebrada de su estandarte, y dejando escapar de la otra las tablas de la Ley, mientras la corona cae de su cabeza. También los dos ladrones crucificados a ambos lados de Cristo fueron considerados como símbolos de la Iglesia y de la Sinagoga. Se decía que la cruz de Cristo había sido orientada de tal forma que tenía detrás suyo a Jerusalén y delante a Roma; en la hora de su muerte, el Señor daba la espalda a la ciudad que mataba a los profetas, para mirar a la Ciudad Santa de los tiempos nuevos (cf. E. Mâle, L’art religieux du XIIIe siècle en France... 187-196).
    Parece conveniente señalar que las crucifixiones del Medioevo divergen notablemente de las del primer milenio y comienzos del segundo. El arte antiguo representaba a Cristo clavado en una cruz suntuosa, con los ojos abiertos, la cabeza alta, la corona sobre la frente, cual un triunfador; el modo de representarlo en el siglo XIII, sobre todo en sus postrimerías, es menos mistérico y más conmovedor, ya que lo figura con los ojos cerrados, la cabeza inclinada, los brazos flácidos, atendiendo quizás más a la sensibilidad que a la inteligencia (cf. ibid., pág. III).
    Ya desde la antigüedad se tejieron en torno al Antiguo y el Nuevo Testamento diversas leyendas, o comentarios apócrifos, muy amados por el pueblo sencillo. Los artistas no vacilaron en incluirlos en sus representaciones, dando de este modo forma estética a las tradiciones populares. Y así todo se integró en una bella armonía, escribe Mâle, la palabra del Libro, el comentario de la Iglesia, y los ensueños del pueblo simple, como si el texto sagrado no se hubiese podido despegar ni del símbolo ni de la leyenda (cf. ibid., 203).
    Asimismo, como es obvio, desde el siglo XII encontramos una pléyade de Santos en las catedrales, donde se los ve representados con sus propias historias y leyendas. En relación con ellos se creó una suerte de epopeya comparable a las Canciones de gesta, que justamente aparecieron entonces. El santo y el héroe, esos dos arquetipos superiores de la humanidad, fueron celebrados con el mismo fervor (cf. E. Mâle, L’art religieux du XIIe siècle en France... 188).
    La catedral de Amiens nos ofrece una muestra global del grande y mistérico esquema iconográfico. Cristo ocupa el punto central de la inmensa fachada. En torno a El, gira el Antiguo Testamento, representado por los profetas, el Nuevo Testamento encarnado en los Apóstoles, la historia del cristianismo aureolada por los mártires, confesores y doctores. Pero siempre Cristo, en actitud señorial, sigue siendo el centro de todo. «Se ve que los cristianos de la Edad Media tenían el alma toda llena de Cristo: es a El a quien buscaban por doquier, a El a quien veían por doquier. Leían su nombre en todas las páginas de la Escritura. Este género de simbolismo da la clave de muchas de las obras de la Edad Media que, sin él, permanecerían ininteligibles» (E. Mâle, L’art religieux du XIIIe siècle en France... 159).
    También encontramos en los pórticos algunas figuras de personas que no pertenecieron al cristianismo. Es cierto que, como lo ha señalado E. Mâle, en líneas generales el arte bizantino fue infinitamente más hospitalario que el nuestro con los grandes hombres del mundo antiguo. En Oriente constituyó una firme tradición representar en la iglesia a aquellos que entre los paganos habían hablado mejor de Dios, a aquellos cuyas obras podían ser consideradas como una «preparación evangélica». El «Manual del Monte Athos», cuyas fórmulas provienen ciertamente de la Edad Media, pide que el pintor represente, juntamente con los profetas, a Solón, Platón, Aristóteles, Tucídides, Plutarco, Sófocles. En dichas representaciones, cada uno de ellos despliega una filacteria sobre la que se lee una sentencia suya relacionada con el Dios desconocido. El Occidente fue mucho más parco en esta materia. Sin embargo algunos de aquellos personajes comparecen en las fachadas de las catedrales medievales. En Chartres, por ejemplo, Cicerón está esculpido a los pies de la Retórica, Aristóteles, bajo la Lógica, Pitágoras, bajo la Aritmética, y Ptolomeo, bajo la Astronomía. Asimismo no es infrecuente encontrar a la Sibila, por cuya boca habla toda la antigüedad, mostrando cómo hasta los mismos gentiles vislumbraron a Cristo. Mientras los profetas anunciaban el Mesías a los judíos, la Sibila predecía un Salvador a los gentiles, teste David cum Sybilla (cf. ibid., 336-340).
    Las obras de arte de carácter puramente histórico –figuras importantes de la historia profana– son raras en las catedrales. 8ólo se admitieron si tenían que ver con alguna gran victoria de la Iglesia. Y así encontramos, si bien en pocas ocasiones, las imágenes de Clodoveo, Carlomagno, Rolando o Godofredo de Bouillon (ibid., 356-357).
    El ciclo iconográfico de la historia de salvación se cierra con la representación del Juicio final, ubicada generalmente en la fachada de la catedral*. Según Mâle, el libro en que mejor pudo inspirarse, entre los que publicaron los teólogos de los siglos XII y XIII, es el que escribió Honorio de Autun, a comienzos del siglo XII, especie de catecismo dialogado que hizo público bajo el título de Elucidarium (PL 172, 1109-1176). La tercera parte de dicho libro está consagrada casi por entero al fin del mundo y al juicio de Dios. (cf. E. Mâle, L’art religieux du XIIIe siècle en France... 371)**. En tales Juicios, bajo la imponente figura de Cristo, juez de la historia, se representan las escenas de la resurrección de los muertos, la victoria de los buenos y la condena de los malos. Suelen presenciar el acontecimiento los 24 ancianos del Apocalipsis***.
    *No deja de resultar interesante advertir la simbología que se oculta tras la manera que los medievales tenían de orientar sus catedrales, en relación con la historia de la salvación. Por lo general, las iglesias estaban construidas con el presbiterio mirando al este y la fachada al oeste. Esta prescripción parece ser de gran antigüedad, ya que se la encuentra en las Constituciones Apostólicas II, 57 (PG 1, 724). En el siglo XIII, Guillaume Durand la enuncia como una regla que no sufre excepción: «Las fundaciones, dice, deben estar dispuestas de manera que la cabeza de la iglesia pueda indicar exactamente el este, es decir, la parte del cielo donde el sol se levanta en la época de los equinoccios» (Ration. div. offic., libr, I, cap, 1). Así se hizo, de hecho, hasta el siglo XVI. Pero más allá del carácter preceptivo de la norma, queremos señalar la significación espiritual de los cuatro puntos cardinales. El este, siendo el lugar donde nace el sol, es el símbolo de Cristo, Sol oriens ex alto: allí se encuentra el presbiterio y mirando hacia allí se celebra el Santo Sacrificio de la Misa. El norte, donde se encuentra la regíón que se consideraba del frío y de la noche, era consagrado con preferencia al Antiguo Testamento. El sur, zona que recibe con más intensidad el calor del sol, zona de luz intensa, estaba especialmente dedicado al Nuevo Testamento. En el oeste se encontraba la fachada, casi siempre reservada a la representación del Juicio final; el sol, antes de acostarse, ilumina esa gran escena de la última tarde del mundo, la tarde de la resurrección de los muertos. Los doctores de la Edad Media, que tuvieron siempre el gusto de las malas etimologías, relacionaban «occidens» con «occidere»: el Occidente era para ellos la región de la muerte (cf. E, Mâle, L’art religieux du XIIIe siècle en France… 5-6).
    **Al parecer, se debe también a Suger la representación en las iglesias de este tema, ya que el primer Juicio final que conocemos es el de la fachada de Saint-Denis. Luego vinieron los demás.
    ***A propósito de los ancianos del Apocalipsis, destaquemos la predilección de los artistas por las combinaciones simétricas. Dice E. Mâle que la simetría era considerada como la expresión sensible de una armonía misteriosa. Los artistas gustaban cotejar los doce patriarcas y los doce profetas del Antiguo Testamento con los doce Apóstoles del Nuevo. Frente a los cuatro grandes profetas, ponían los cuatro evangelistas. En Chartres, un vitral del transepto meridional, de un simbolismo audaz, muestra a los cuatro profetas Oseas, Ezequiel, Daniel y Jeremías, llevando sobre sus espaldas a los cuatro evangelistas. Hay que entender por ello que los evangelistas encuentran en los profetas su punto de apoyo, pero que ven más lejos que ellos. En lo que se refiere a nuestros 24 ancianos del Apocalipsis corresponden con frecuencia a los 12 profetas ya los 12 apóstoles reunidos (cf. L’art religieux du XIIIe siècle en France... 9).
    Desde el Antiguo Testamento al Juicio final: he aquí la Biblia de piedra puesta al alcance del pueblo cristiano. Es cierto que en la Edad Media los fieles no leyeron directamente la Sagrada Escritura, pero al conocerla a través de los comentarios que de ella hicieron los Padres y doctores de la Iglesia, la penetraron mucho mejor y más profundamente que el común de los cristianos de hoy. El Libro Sagrado llegaba hasta ellos no sólo por las lecturas de la liturgia y la palabra del sacerdote sino también por las obras de arte. Más aún, con frecuencia los sacerdotes explicaban en sus homilías el sentido espiritual y simbólico de dichas obras. Y los artistas, inspirados por los teólogos, fueron, ellos también, a su manera, comentadores de la Biblia.

    V. La luz y los colores de la catedral
    La escultura no fue la única de las artes que contribuyó a la educación del pueblo. También las que tienen que ver con el color ocuparon un papel de primer orden. Como ya lo hemos señalado anteriormente, al comienzo las catedrales no fueron blancas, pero tampoco de ese gris sobrio que instintivamente identificamos con las obras de larga data. La arquitectura de la Edad Media era polícroma. El color animaba a la catedral entera. La animaba en el interior, ante todo, donde la luz que entraba por los vitrales jugaba sobre los diversos tonos de la paleta, llenando de alegría los grandes espacios e incluso las estatuas y bajorrelieves que ornaban las diversas naves y que estaban generalmente pintados. Pero también el color invadió el exterior de las catedrales. Sabemos, por ejemplo, que en Notre-Dame de París, las estatuas del portal estaban coloreadas, destacándose sobre un fondo color oro. No hace mucho se realizaron en ella trabajos de limpieza que permitieron descubrir numerosas huellas de dicha pintura. Un prelado armenio que visitó París a fines del siglo XIII dijo que la fachada de Notre-Dame parecía ser una espléndida página de un manuscrito iluminado, deslumbrante de púrpura, azul y oro.
    Es que el hombre medieval amaba los colores, no sólo en la catedral sino también en su vida diaria. Los estudiosos de las costumbres medievales han quedado impresionados por el colorido de las vestimentas. Caminar por las calles o por el campo debía ser entonces un espectáculo para los ojos. Sobre el telón de fondo de las fachadas profusamente pintadas, pasearían todas esas personas, hombres y mujeres, vestidas de colores vivos, los clérigos con su ropa negra, los hermanos mendicantes con sus hábitos grises. Dice R. Pernoud que en la actualidad se nos hace difícil imaginar semejante profusión de colores, sólo encontrable en raras ocasiones, como en Inglaterra hasta no hace tanto tiempo, con motivo del matrimonio de un príncipe o de la coronación de un rey, o en algunas ceremonias eclesiásticas que se desarrollan en el Vaticano. Y conste que lo que referimos de la Edad Media no se restringe sólo a los vestidos de gala, ya que incluso los campesinos más simples vestían con ropas claras, rojas, azules. La Edad Media parece haber tenido horror de los tintes sombríos. Todo lo que de ella ha llegado hasta nosotros: frescos, miniaturas, tapices, vitrales, da testimonio de esa riqueza de colorido tan característico de la época (cf. Lumière du Moyen Âge... 235-236).
    Algo de ello me parece haber podido vislumbrar hace pocos años, estando en Orvieto. Se celebraba allí el día aniversario del milagro de Bolsena, y con ese motivo desfilaron frente a la catedral, pletórica de color, las diversas corporaciones de la ciudad, con atuendos de la época medieval. Una verdadera fiesta de luz y de color. Algo semejante experimenté asistiendo a la deslumbrante y tradicional fiesta del Palio, que anualmente se celebra en Siena.
    Volvamos a la catedral y entremos en ella. Sobre el mismo suelo, el piso pone una nota colorida, con sus baldosas rojas o amarillentas, en las que se dibujan rosetones, figuras de animales, representaciones históricas o bustos humanos, cuando no se trata solamente de un decorado ornamental y geométrico. Según algunos estudiosos, habría sido el tapiz oriental, que se solía extender en el suelo, el modelo elegido para la confección de los mosaicos que cubrieron el piso del santuario. Nada más natural, ya que el mosaico era también una especie de tapiz, sólo que más resistente que el de tela. Tal sería el origen de los pisos de las catedrales en la época románica (cf. E. Mâle, L’art religieux du XIIe siècle en France... 346). Entre ellos se destacan por su gracia y colorido los famosos pavimentos de mosaicos con incrustaciones que pueden todavía verse en tantas iglesias románicas de Roma, llamados «cosmatescos», porque sus autores pertenecían a la familia romana de los Cosmati.
    Otro espacio que recibió color, al menos durante toda la época románica, fue el ocupado por las paredes y el presbiterio de la catedral, amplias superficies que se prestaban para el decorado. El descubrimiento de los tesoros del fresco románico es de reciente data, pero ha suscitado un coro de alabanzas por su belleza y lozanía. Se han encontrado muchas obras maestras de dicha pintura casi en todas aquellas regiones a donde se extendió la arquitectura románica, tanto en San Clemente de Roma como en la catedral de Aquileia, el baptisterio de Poitiers, o las pequeñas capillas de Cataluña*. Los temas predileccionados por los pintores románicos eran, poco más o menos, los mismos que eligieron los escultores. A la Biblia de piedra se agregó así una Biblia de color .
    *Los frescos del románico catalán que estaban en los muros de esas capillas, han sido desprendidos de los mismos y se encuentran ahora en los museos románicos de Barcelona y de Vich. La belleza de los mismos es estremecedora.
    En la época gótica, a causa de las transformaciones arquitectónicas que dicho estilo trajo consigo, como la casi total desaparición de los muros y la nueva distribución de las bóvedas, la pintura perdió su lugar predominante a favor de los vitrales que hicieron entonces su aparición.
    Señala Daniel-Rops que la persistencia del románico en Italia, así como las formas tan peculiares que asumió el gótico en dicho país, tuvieron como resultado mantener en la iglesia vastas superficies de muros. El fresco, que el gótico francés descartaba a favor del vitral, no tenía, pues, razón para desaparecer en aquella región. La pintura mural italiana se inspiró no poco en modelos bizantinos, como lo hicieron, y cuán gloriosamente, Cimabue y Cavallini en el siglo XIII. Pero fue sin duda Giotto quien llevó ese arte a su plenitud. Hijo espiritual de S. Francisco, logró transfundir el ímpetu místico del Poverello en su admirable pintura, tal cual puede admirarse en la basílica de Asís o en la capilla de la Arena de Padua. Giotto expresó así, a su manera, en el plano de la pintura, lo mismo que se habían propuesto los arquitectos y los escultores de las catedrales (cf. La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada... 475-483).
    El gran medio que encontró el hombre gótico para emplear el color fue, por encima de todo, el vitral. Mâle sostiene que también el origen de éste debe ser buscado en la imitación de los tejidos orientales. En la Edad Media se acostumbraba cubrir las ventanas con una tela o tejido. Si con la imaginación tendemos un tejido de Oriente sobre la ventana de una iglesia románica, tendremos la ilusión de un vitral. De hecho, uno de los vitrales más antiguos que han llegado hasta nosotros, representa una serie de grifos (animales fabulosos del Oriente) incluidos en círculos, adorno típicamente oriental. Y así no sería extraño que los bellos tejidos bizantinos que encerraban escenas del Evangelio en un círculo, inspiraran a los artistas góticos para que ellos, a su vez, representasen en sus vitrales algunos hechos de la historia sagrada (cf. E. Mâle, L’art religieux du XIIe siècle en France... 345).
    La implantación de los vitrales constituyó el broche de oro de las catedrales góticas, lo que le dio su impronta convincente y recogida. Bien dice Daniel-Rops que si a una de esas iglesias se le quitasen los vitrales, quedaría una impresión de desnudez y de sequedad, o mejor, de viudez.
    Los vitrales nos parecen hoy algo simple y elemental. Pero su confección suponía un trabajo sumamente arduo y delicado, que exigía dibujantes, fundido res de plomo, talladores de vidrio, y otros artistas anónimos. No es el vitral, como algunos podrían creer, una pintura sobre vidrio, sino una pintura hecha con vidrios, que han sido previamente coloreados e incluidos en una red de plomo. Había que fundir el vidrio, teñirlo, luego cortarlo con hierro candente para finalmente montarlo en grandes «cartones» preparados de antemano.
    El arte del vitral se agregó de este modo a los ya existentes, tomando parte con ellos en la gran sinfonía contemplativa y mistérica de la catedral. Así como la arquitectura y la escultura expresaron lo que los Padres de la Iglesia, los teólogos y los escrituristas habían dicho acerca de las verdades de nuestra fe, de manera semejante lo hacía ahora este nuevo arte. El conjunto de los vitrales que iluminan la Sainte-Chapelle –once vidrieras inmensas, que sustituyen casi totalmente al muro, algunas de las cuales cuentan con cien paneles–, construida por orden de S. Luis, constituye una ilustración completa de los diferentes libros que componen la Biblia, desde el Génesis hasta los Profetas; a la manera de las miniaturas, es quizás la más admirable de las Biblias historiadas. En otras iglesias góticas encontramos, más allá de la mera acumulación de historias bíblicas al estilo de la Sainte-Chapelle, un intento por establecer las concordancias de los dos testamentos. Con frecuencia nos ofrecen el hecho evangélico en un medallón central, mientras que los medallones adyacentes muestran sus figuras veterotestamentarias. En este intento se destaca, una vez más, la catedral de Chartres con sus espléndidos vitrales. Chartres es la concreción misma de la Edad Media hecha color.
    Pongamos un ejemplo concreto del modo como los vitrales ilustran las perícopas evangélicas: el del vitral de la catedral de Sens que representa la parábola del buen samaritano. Tres medallones en forma de rombo, que se destacan muy nítidamente en medio de la composición, contienen el relato del Evangelio. Alrededor de los mismos, se agrupan medallones circulares, que ofrecen el sentido tipológico, la glosa agregada al texto. Así, en torno al primer medallón, que representa al viajero cuando es despojado por los ladrones, se ve la creación de nuestros primeros padres, el pecado original y la expulsión del paraíso. Alrededor del segundo medallón, que nos muestra al viajero tirado en el suelo entre el sacerdote y el levita indiferentes, se ven diversas escenas: Moisés y Aarón ante el Faraón, Moisés recibiendo la ley de Dios, la serpiente de bronce, y finalmente el becerro de oro, en una palabra, la insuficiencia de la Ley Antigua. Finalmente, en torno al tercer medallón, que representa al buen samaritano conduciendo al herido a la hostería, se ve la condenación de Nuestro Señor, su pasión, muerte y resurrección. ¿Es posible expresar más claramente la significación global de la parábola a la luz de todo un conjunto de correspondencias e ideas concertadas?
    Encontramos asimismo en los vitrales numerosas escenas de la vida de los santos. El pueblo no se cansaba de ver en una u otra forma a sus protectores espirituales, ni tampoco de oír hablar de ellos, sea a través de tantos poemas hagiográficos en lengua vulgar, sea de los dramas populares, sermones, y sobre todo «leyendas áureas», que se leían públicamente en las catedrales (cf. E. Mâle, L’art religieux du XIIIe siècle en France... 274-275). No siempre estos vitrales eran inteligibles con facilidad, máxime que a veces se encuentran a gran altura, lejos de la vista; sin embargo, más allá del bosque de anécdotas, lo que quedaba en pie era la ejemplaridad del santo que resplandecía en el tornasol de aquellos maravillosos encuadramientos.
    ¿Quién era el que encargaba los vitrales? A veces, un donante generoso. Se sabe, por ejemplo, que S. Luis ofreció a la catedral de Chartres un vitral que representaba a S. Denis, el protector de la monarquía francesa, cuando era entregado a los leones; S. Fernando de Castilla donó a esa misma catedral un vitral consagrado a Santiago, el Matamoros. Más frecuentemente era una corporación la que ofrecía el vitral. En Chartres, 19 gremios dedicaron, por sí solos, 47 vitrales. Cuenta Daniel-Rops que en París, incluso la «corporación» de las prostitutas suplicó al obispo que la autorizase a ofrecer un vitral o un cáliz, lo que al fin acabó por aceptar el moralista que recibió el encargo de examinar este espinoso asunto, con tal de que aquel ofrecimiento se hiciera discretamente!
    Junto a las vidrieras «historiadas» aparecieron otras, de lectura más sencilla, consagradas enteramente a una sola figura o a un grupo determinado: Cristo, la Virgen, los Profetas, los Apóstoles. Toda una multitud, semejante a la que montaba guardia en los pórticos, se agolpó así en los ventanales de las naves, para entonar también desde allí otro coro de plegarias. Espectáculo realmente sobrecogedor.
    Integra también el campo del arte del color lo que se dio en llamar la iluminación de los libros. Es conocida la imagen del monje copista, inclinado durante horas sobre su escritorio, caligrafiando e ilustrando las páginas de un Salterio o de un Evangelio. Apenas es posible imaginar el tiempo que se necesitaba para realizar semejantes obras. «El color de las miniaturas –escribe Daniel-Rops–, dispuesto por capas sucesivas, después de haberse secado cada una de ellas, exigía para el más ínfimo detalle semanas de espera. Pero como los copistas pusieron el tiempo en su juego, lo tuvieron también a su servicio, y así, con el brillo de sus oros, de sus luminosos azules, de sus púrpuras y de sus profundos violetas, estos artistas de los manuscritos nos presentan todavía su obra con la intacta perfección de una juventud eterna» (La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada… 375).
    En estas iluminaciones, al igual que en las esculturas y en los vitrales, se advierte un dato curioso y es que los hechos elegidos del Evangelio son siempre los mismos –escenas de la Infancia y de la Pasión del Señor, sobre todo–, mientras que muchos otros parecen haber sido dejados sistemáticamente de lado, por ejemplo escenas de la vida pública de Cristo. Es que aquellos artistas, incluidos los autores de miniaturas, que al ilustrar un libro pareciera que hubiesen podido gozar de una libertad mayor que el que esculpe una estatua, fueron intérpretes dóciles de los teólogos. Lo que determinó la elección de talo cual tema de la vida de Jesús fue principalmente el culto, los misterios que la Iglesia celebra siempre de nuevo en el curso del año litúrgico, los misterios de Navidad, Cuaresma, Muerte y Resurrección del Señor, Ascensión y Pentecostés, así como los orientales representan en sus iconostasios las quince grandes fiestas de la Iglesia del Oriente (cf. E. Mâle, L’art religieux du XIIIe siècle en France... 180-182). Este autor ha destacado el «carácter profundamente dogmático del arte de la Edad Media, que es la liturgia misma y la teología hechas visibles» (ibid., 187).
    A modo de apéndice, digamos algo sobre una notable contribución de la Edad Media: la escritura gótica. El nuevo estilo que los constructores inmortalizaron en la piedra fue suscitando también la aparición de un nuevo tipo de letra. Cuando se hojea uno cualquiera de los Libros de las Horas, que pululaban en el siglo XIII, y se atiende sobre todo a los caracteres del texto, uno tiene la impresión de que está mirando a través de una serie de ventanales góticos; la eliminación de los trazos redondos, revela la misma tendencia a lo vertical que se advierte en una capilla gótica. Parecería que la página escrita hubiera de contemplarse, no leerse. A su manera, es un ejemplo tan logrado del arte gótico como lo es Chartres. Este tipo de escritura tuvo vigencia en toda la Cristiandad desde 1200 a 1500 (Para este capítulo cf. Daniel-Rops, La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada... 465-483).

    VI. La música en la catedral
    La catedral palpitaba con toda su fuerza mistérica durante la celebración de la sagrada liturgia, en que la música ocupaba un lugar relevante. La música como arte liberal, cuya enseñanza integraba el quadrivium, se derivaba en cierta manera del ambiente sonoro que inundaba las catedrales circundando a los misterios. Siglos atrás, S. Agustín había escrito un breve tratado sobre la música (cf. PL 32, 1081-1194), donde ampliando la acepción restringida de la palabra, la relacionaba con los sentidos, las emociones, la inteligencia y la plegaria, fundando así una manera de vivir. Inspiróse probablemente en Platón, quien exhortaba a «vivir musicalmente», como decía.
    La música es armonía. Y la Edad Media fue una época armónica y buscadora de armonías. Mâle escribe que los hombres de aquella época gozaban encontrando armonías, sobre todo en base a los números. Relacionaban los cuatro elementos con los cuatro puntos cardinales (simbolizados por los cuatro ríos del Paraíso), los cuatro vientos, las cuatro estaciones, las cuatro edades de la vida, los cuatro humores del cuerpo, las cuatro virtudes cardinales. Las tres ciencias del trivium, sumadas a las cuatro del quadrivium, daban el número siete, que es la cifra de los planetas, pero también la de los tonos de la música gregoriana, expresión de la armonía universal, ya que el mundo es música.
    En un Salterio del siglo XIII, que se encuentra en la Biblioteca de Metz, una miniatura muestra al rey David, con la lira en sus manos, entre cuatro imágenes que representan los diversos elementos: el aire, el agua, la tierra y el fuego. El rey-poeta, que tanto encomió la Sabiduría ordenadora y las maravillas de la obra divina, aparece, en medio de los elementos, cual intérprete y corifeo de la sinfonía cósmica. En la Edad Media, David fue considerado frecuentemente como imagen de la música. El canto que acá entona en su lira es el eco del himno sublime que brota del mundo.
    En la iglesia de Cluny, desgraciadamente desaparecida, había en torno al coro varias espléndidas columnas de mármol cuyos capiteles representaban las estaciones, las virtudes, las ciencias... Felizmente subsisten dos de esos capiteles, esculpidos por los cuatro lados, que nos dan la clave simbólica del conjunto. Representan los ocho tonos de la música gregoriana (contando de re a re), cada uno de ellos personificado por un hombre o una mujer que lleva un instrumento musical. Estos ocho tonos, donde se encuentra dos veces el número cuatro, tan rico en significaciones, como acabamos de decir, expresan las armonías del hombre y de la tierra, pero manifiestan también, puesto que nos dan la cifra de los planetas (incluido el sol) , la armonía del universo. Si hubiese llegado hasta nosotros la serie completa de los capiteles de Cluny, tendríamos una explicación del sistema del mundo por la música. No es éste, a la verdad, un concepto mezquino del cosmos. Era el que enseñaban las escuelas neo-pitagóricas de la antigüedad, que no divorciaron jamás la ciencia de la poesía, juzgando que la verdad es inencontrable sin la ayuda de las Musas. No fue sin razón, pues, que los monjes de Cluny hicieron esculpir en torno al santuario aquel compendio de la filosofía del mundo. La armonía viril de su canto llano, cuando colmaba la inmensa iglesia, debía impresionarles como la suprema expresión sinfónica de la armonía natural y sobrenatural (cf. E. Mâle, L’art religieux du XIIe siècle en France... 317-321).
    Según se habrá podido advertir, para el hombre medieval la música era inescindible de la armonía, y ésta del ritmo, y por ende, del número. Hoy nos cuesta entender la importancia que la Edad Media atribuyó a los números ya su simbología. Junto a las cifras tres y cuatro, privilegió otros dos números, el doce y el siete. Doce es la cifra de la Iglesia universal, decían, y Jesús quiso, por razones trascendentes, que sus discípulos fuesen doce. Doce, en efecto, es el producto de tres por cuatro. Ahora bien, el número tres, que es el de la Trinidad, y, por tanto, del alma, hecha a imagen de la Trinidad, designa a todas las cosas espirituales. Cuatro, que es la cifra de los elementos, es –el símbolo de las cosas materiales, del cuerpo, del mundo, que resultan de la combinación de los cuatro elementos. Multiplicar tres por cuatro es, en sentido místico, penetrar la materia de espíritu, anunciar al mundo las verdades de la fe, establecer la Iglesia universal de que los apóstoles son el símbolo.
    En cuanto al número siete, que los Padres habían declarado misterioso entre todos, hacía los encantos del pensador medieval. Notaban, ante todo, que siete, compuesto de cuatro, cifra del cuerpo, y de tres, cifra del alma, es el número humano por excelencia, significando la unión del cuerpo y del alma. Todo lo que se relaciona con el hombre está ordenado por series de siete. La vida humana se divide en siete edades, cada una de las cuales tiene especial relación con la práctica de una de las siete virtudes, teologales y cardinales. Obtenemos la gracia necesaria para –el ejercicio de las siete virtudes dirigiendo a Dios las siete peticiones del Padrenuestro. Los siete sacramentos nos sostienen en la práctica de las siete virtudes y nos impiden sucumbir a los siete pecados capitales. Los siete planetas gobiernan el destino humano; cada una de las siete edades de la vida está bajo la influencia de uno de ellos. Pues bien, esta noble sinfonía del hombre y el mundo, este noble concierto que dan a Dios durará siete períodos de los cuales seis ya han transcurrido. Al crear el mundo en siete días, Dios quiso darnos la clave de todos estos misterios. La Iglesia, por su parte, celebra la sublimidad de los designios del Creador cantando siete veces por día sus alabanzas en las horas del Oficio divino (cf. E. Mâle, L’art religieux du XIIIe siècle en France... 9-11).
    Nos hemos referido a la música gregoriana, también llamada «canto llano», la música más congruente con la catedral medieval. No podemos alargarnos en exaltar acá la belleza, profundidad y sacralidad de dicho tipo de música*. Por algo dijo Mozart, una de las figuras supremas de la música universal: «Yo daría toda mi obra por haber escrito la melodía gregoriana del prefacio de la misa». Rodin ha admirado la integración de esta música en el espacio catedralicio: «Los acentos saltan para unirse musicalmente a la bóveda arquitectónica. La música y la arquitectura se encuentran, se entrecruzan, se juntan en elegantes melodías... Las voces se mueren de piedad. Sílabas latinas, lengua amada» (Las Catedrales de Francia... 230-231).
    *Lo hemos hecho, si bien sucintamente, en nuestro ensayo La música sagrada en el proceso de desacralización, en «Mikael» 9 (1975) 29-64. Si se quiere algo más extenso se leerá con provecho la excelente obra de A. Charlier, El canto gregoriano, Areté, Buenos Aires, 1970.
    Y en otro lugar: «La música religiosa, hermana gemela de esta arquitectura, termina de desvanecer mi alma y mi inteligencia. Después se calla; pero por largo tiempo sigue vibrando aún en mi, ayudándome a penetrar en la vida profunda de toda esa belleza que no cesa de renovarse, que se transforma según los puntos desde los cuales se la contempla; desplazaos un metro o dos, y todo cambia; sin embargo, el orden general persiste, como la varía unidad de un hermoso día. Las antífonas y responsorios gregorianos tienen también este carácter de grandeza única y diversa; modulan el silencio como el arte gótico modela la sombra» (ibid., 190).
    Por cierto que la música medieval no es reductible a la sola música litúrgica. Pero lo que hemos querido señalar es el influjo de ésta en aquélla. Ya que nuestra tesis es que de la catedral se deriva todo el orden cultural de la Edad Media. No sería demasiado difícil establecer la continuidad entre la música de la catedral y la música de los trovadores y juglares. Pero ello excedería el tiempo de que disponemos.

    VII. El teatro a partir de la catedral
    Sostiene Cohen que fue la fe la que preparó el nacimiento del primer teatro medieval, el teatro religioso, una de las manifestaciones más importantes de la actividad artística de la Edad Media. Desde hacía siglos, la noción de teatro había desaparecido por completo. La gente ya no tenía ni idea de la tragedia griega, de los escenarios, de los coros, de la orquesta... Sin embargo, un pueblo no puede vivir sin expresar su interioridad en el teatro, como la expresa en ritos, en gestos y en cantos. El hecho es que el drama reaparecería en la historia a partir del siglo XI. Un poco antes, en la segunda mitad del siglo X, se había llevado a cabo un ensayo inaugural organizado por los clérigos en base a los dos principales acontecimientos conmemorados en el culto, la Resurrección y la Navidad (cf. La gran claridad de la Edad Media... 66-67). Los preparativos cuajaron en el siglo XII, el gran siglo teológico, cuando el arte y el drama estuvieron íntimamente ligados a la liturgia (cf. E. Mâle, L’art religieux du XIIe siècle en France... 132). El pueblo que se animó a transformar el Evangelio en escultura creó simultáneamente el drama: el mismo genio dio nacimiento al arte plástico y al teatro (cf. ibid., 137).
    En sus libros sobre el arte religioso, Emile Mâle ha expuesto el origen y el desarrollo del teatro en la Edad Media. Una vez más, apelaremos a su análisis. El drama litúrgico, nos dice, el primero en ver la luz, no fue en sus comienzos sino una de las formas de la liturgia. No en vano la Misa, que es el acto culminante del culto, reproduce, bajo formas sobrias y veladas, el drama del Calvario. Según el rito antiguo de la iglesia de Lyon, el sacerdote, después de la elevación, permanecía con los brazos extendidos, mostrándose como la imagen misma de Cristo clavado en cruz. El domingo de Ramos, la Pasión era leída o cantada por algunos recitantes, ya la voz grave de Cristo respondía la voz aguda de los judíos. Durante la Semana Santa, en el oficio de Tinieblas, uno de los ministros asistentes iba apagando, uno tras otro, los cirios del tenebrario; el abandono de Cristo se volvía así sensible a los ojos y al corazón; cuando no quedaba más que un cirio encendido, se lo escondía bajo el altar, imitándose la deposición de Cristo en la tumba, y un gran alboroto, previsto por el ritual, resonaba en la iglesia sumersa en la noche; el mundo, abandonado de Dios, parecía volver al caos; de repente, el cirio supérstite reaparecía, Cristo volvía a hacer su ingreso en el mundo después de haber vencido a la muerte.
    Resulta natural que el poderoso genio que resplandece en los rituales de la Iglesia haya pronto dado nacimiento al drama. Como señalamos recién, fue a fines del siglo X que apareció el más antiguo de los dramas litúrgicos, el drama de la Resurrección. En el «Libro de las costumbres», que S. Dunstan escribió en 967 para los monasterios ingleses, la ceremonia es descrita en todos sus detalles.
    Comenzaba el viernes santo. Ese día, después de haberse venerado la cruz, se la envolvía en un velo, que representaba los lienzos de Cristo, como si la cruz fuese el Salvador mismo, y se la llevaba solemnemente hasta el altar, donde se había preparado «una imitación de la tumba de Cristo»; allí se deponía la cruz, y en ese lugar permanecía hasta la mañana de Pascua. Antes del primer sonido de las campanas, se la retiraba sigilosamente, no dejándose sino el velo en el sepulcro. Entonces comenzaba la Misa de Pascua, y al llegar el momento del evangelio se ponía en acción lo que en él se proclamaba: un monje, revestido Con alba blanca, se sentaba, como el ángel, cerca de la tumba; otros tres monjes, envueltos en largos mantos que los asemejaban a mujeres, avanzaban lentamente y como titubeando, con el incensario en la mano. «¿Qué buscáis?», les preguntaba el que hacía de ángel, Con voz apacible. «A Jesús de Nazaret», respondían las santas mujeres. «El que buscáis no está acá. Ha resucitado. Venid y ved el lugar en donde había sido puesto el Señor». Mostraba entonces que en el sitio donde la cruz había estado depositada no quedaba más que un lienzo. Entonces, las santas mujeres, tomando el velo y levantándolo delante de todos cantaban con alegría: «El Señor ha resucitado». Los fieles entonaban un himno triunfal, y las campanas se echaban a vuelo... Este pequeño drama de Pascua se extendió a muchas iglesias, recibiendo a veces agregados diversos; por ejemplo, en algunas partes se hacía que las mujeres comprasen perfumes, insertándose un diálogo entre las tres Marías y los mercaderes de aromas.
    Partiendo de estos concisos tramos de liturgia dialogada, se fueron escenificando algunas de las apariciones de Cristo resucitado. Y así, en el siglo XII, durante la semana de Pascua, generalmente en las vísperas del martes, se comenzó a representar el encuentro de Cristo y los peregrinos de Emaús. Dos viajeros avanzaban, con el gorro en la cabeza y un bastón en la mano, mientras cantaban con voz tenue: «Jesús, nuestra redención, nuestro amor, nuestro deseo». Entonces aparecía Cristo bajo el aspecto de un peregrino, llevando en la mano un bastón y un zurrón en la espalda. Los viajeros no lo reconocían, y entablaban una conversación con él sobre los hechos que acababan de suceder en Jerusalén, la condenación y la muerte de Cristo. El peregrino no parecía sorprendido: «Los profetas –les decía– anunciaron que Cristo debía sufrir para entrar en la gloria». Tras un rato de conversación, llegaban hasta una mesa ya preparada, y allí se sentaban; Cristo rompía el pan, mientras decía: «Os dejo este pan, os doy mi paz». Luego desaparecía. Sólo allí los viajeros adivinaban quién era ese forastero; lo buscaban, pero en vano. Entonces se volvían a poner en camino diciendo: «¿Acaso nuestro corazón no ardía en nuestro pecho mientras él hablaba?».
    Este drama influyó sobre el arte iconográfico. Un bajorrelieve del claustro de Silos nos muestra a Cristo como peregrino, con el signo de Santiago sobre el hombro, entre los discípulos de Emaús. Se reconoce allí el vestuario del drama litúrgico.
    Es, pues, de la fiesta de Pascua, la solemnidad central del año cristiano, de donde surgió el drama litúrgico. La actual secuencia de Pascua, Victimæ paschali laudes, con su diálogo entre el ángel y las mujeres, es un apretado recuerdo de aquel drama. Pero no pasó mucho tiempo sin que la fiesta de Navidad, que tantas resonancias suscita en la imaginación, tuviese también sus propias representaciones. La materia era abundante: el anuncio a los pastores, la adoración de los magos, la muerte de los inocentes, la huida a Egipto. Si los dramas de Pascua se destacaban por su carácter triunfal, éstos se distinguirían por el encanto que suele rodear a la infancia. Uno de ellos se representaba el día de Reyes, y otro la mañana misma de Navidad.
    El primero tenía lugar durante la misa de Epifanía. Tres personajes coronados, con vestidos de seda, avanzaban por la nave central de la iglesia. Eran los Magos. Caminaban con paso grave, llevando cofres de oro, precedidos por una estrella suspendida de un hilo. Uno de ellos señalaba la estrella a sus compañeros: «Este signo anuncia un rey», decía. Luego, acercándose al altar, donde según parece se solía poner una imagen de la Virgen con el Niño en sus rodillas, ofrecían sus presentes, oro, incienso y mirra. La acción pasó también al arte. En el pórtico de San Trófimo de Arlés, un bajorrelieve representa una escena casi idéntica: el primero de los Magos se arrodilla ante la Virgen, el segundo, volviéndose hacia el que lo sigue, le muestra con el dedo la estrella, y el tercero, levantando la mano, expresa su admiración.
    La otra escenificación se llevaba a cabo, como dijimos, en la mañana de Navidad. Dicho día se acostumbraba leer en algunas iglesias un sermón atribuido a S. Agustín, donde en forma viva y dramática el obispo de Hipona se esforzaba por convencer a los judíos recalcitrantes, recurriendo al testimonio mismo de la Biblia. «A vosotros, Judíos, os convoco acá –exclamaba–, a vosotros que hasta este día habéis negado al Hijo de Dios... Queréis un testimonio sobre Cristo; ¿acaso no está escrito en vuestra Ley que cuando dos hombres dan el mismo testimonio dicen la verdad? Pues bien, que avancen los hombres de vuestra Ley, y habrá más de dos para convenceros. Dinos, Isaías, tu testimonio sobre Cristo».
    –Isaías. He aquí que una virgen concebirá y dará a luz un hijo y su nombre será Emmanuel.
    «Que se adelante otro testigo. Jeremías, da tu testimonio sobre Cristo».
    –Jeremías. Éste es Dios y no hay otro fuera de él. Después de esto fue visto en la tierra y convivió con los hombres.
    «Ya tenemos dos testigos, pero llamemos a otros para romper la frente dura de nuestros enemigos». Y el autor evocaba sucesivamente a Daniel, David, Habacuc, Simeón, Isabel, Juan Bautista...
    «¡Oh Judíos –retomaba el orador–, ¿no os bastan estos grandes testigos de vuestra Ley, de vuestra raza?
    ¿Diréis que serían necesarios testimonios sobre Cristo de otras naciones? ¡Y qué! Cuando Virgilio, el más elocuente de los poetas, decía: Ya del alto cielo desciende la nueva progenie, ¿acaso no hablaba de Cristo?». Y el predicador tomaba de los Gentiles dos testimonios más, el de Nabucodonosor, que habiendo hecho arrojar en el horno a tres jóvenes advirtió que eran cuatro: ¿No hemos echado nosotros al fuego a tres hombres ? Pues yo estoy viendo cuatro hombres, y el cuarto tiene el aspecto de un hijo de Dios; y el de la Sibila, que pronunciaba sus famosos versos acrósticos sobre el Juicio final: Signo del juicio: la tierra se humedece por el sudor, del cielo vendrá el rey que perdurará por siglos.
    «Oh Judíos –concluía el orador–, creo que estáis abrumados por tantos testigos, y que, en adelante, no tendréis nada que invocar, nada que responder».
    A partir de este patético sermón, la Edad Media elaboró un verdadero drama. Primero se lo recitó en varios lugares, como se leía la Pasión el día de Ramos, luego se lo escenificó, como se representaba la visita de las santas mujeres a la tumba, o la adoración de los magos. Uno tras otro, los profetas eran llamados a comparecer ante los gentiles y los judíos: ellos avanzaban y entonaban su respuesta... Luego que los profetas, Nabucodonosor y la Sibila habían pasado, se veía aparecer a Balaam montado sobre su asna, anunciando que una estrella saldría de Jacob. Y así el asno hizo su entrada en la iglesia. En la fachada de Notre-Dame la Grande, de Poitiers, se observan cuatro personajes con filacterias, que recuerdan el sermón de S. Agustín.
    Aparte de los temas pascuales y navideños, el teatro religioso buscó otros asuntos, por ejemplo, la parábola de las vírgenes prudentes y necias, cuya escenificación debió ser impresionante. Se la empezó a representar en las iglesias románicas. El templo estaba en penumbras. Sólo brillaban las cinco lámparas de las vírgenes prudentes. En vano las vírgenes necias pedían un poco de aceite a sus compañeras, en vano iban al que lo vendía. Era tarde. Caminaban lentamente, repitiendo un triste lamento: «Dolentas! Chaitivas! Trop i avem dormit!». Pero, sin embargo, todavía no habían perdido la esperanza, suplicando al esposo que les abriera la puerta. Al fin éste aparecía: «No os conozco», les decía. «Ya que no tenéis luces alejaos del umbral... » Venían los demonios y las llevaban a las tinieblas. También este drama pasó a los bajorrelieves, donde se ve a las vírgenes necias con las lámparas boca abajo, derramando el aceite (Puede encontrarse un análisis detallado de los diversos dramas en E. Mâle, L’art religieux du XIIe siècle en France... 125-148).
    Parece innecesario decir que fueron los clérigos, familiarizados con la lengua vulgar y también con el latín, quienes están en el origen de las primeras expresiones del teatro medieval, el drama y los misterios litúrgicos. Del interior de la iglesia, las representaciones fueron saliendo al atrio del templo, desplegándose allí con mayor amplitud diversas escenas de la Escritura. Todo aquello entusiasmaba al pueblo sencillo, que durante horas seguía con creciente interés aquellos episodios que ya conocían. Cada personaje tenía ropaje peculiar y atuendos convencionales. Se sabía que Cristo debía llevar barba y vestido rojo; que Moisés había de tener cuernos en su frente; los Reyes Magos se mostraban con vestimentas pintorescas, al estilo de los persas; para representar a la burra de Balaam se recurría a un ardid: dos hombres se escondían bajo una piel de animal, lo cual permitía que en su momento la burra pronunciase su profecía; Zaqueo, el de baja estatura, debía subirse a un árbol para ver pasar a Jesús, lo que provocaba hilaridad general; en cambio, cuando Cristo expiraba sobre la cruz, la gente contenía su aliento (cf. Daniel-Rops, La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada… 83). El hecho es que, como afirma Cohen, «se creó un teatro religioso tan augusto y tan vigoroso como la tragedia griega» (La gran claridad de la Edad Media... 74).
    En el siglo XIII comenzó a desarrollarse el teatro profano, si bien el teatro religioso siguió conservando el primer lugar. Y mantuvo vigencia por bastante tiempo ya que, aun durante el siglo XV, en muchas partes había compañías que escenificaban, de año en año, el mismo misterio sagrado. La pasión de Oberammergau, que se sigue representando hasta nuestros días, es una forma muy auténtica de esta tradición medieval. Preparada con minuciosidad, se convirtió en una obra colectiva en la cual participaba toda la ciudad y que, como hoy, atraía espectadores desde sitios lejanos.
    Los actores, exclusivamente varones, provenían de todos los estamentos de la sociedad, incluido el eclesiástico. Los días en que tenían lugar aquellas representaciones, se cerraban todos los negocios, y la gente se agolpaba para ver pasar a los actores en procesión hacia la plaza mayor donde se había construido un gran escenario, a veces de cien metros de ancho, con varios escenarios menores, según el método teatral de la escenificación simultánea. «Nunca, después de la Edad Media –escribe d‘Haucourt–, el teatro volvió a tomar ese carácter que tenía en los tiempos de los griegos, de arte para todos, de arte donde un pueblo entero, desde el pequeño hasta el más grande, desde el simple hasta el sabio, podía comulgar en una misma celebración grandiosa. El Renacimiento habría de separar a la “élite” del pueblo, mientras que la Edad Media había llevado a escena los grandes problemas del destino humano, encarnados en una historia conocida, cruda y comprendida por cada uno, y que constituía la base misma de la civilización; de ahí la perfecta integración de los actores y el público, y su profunda resonancia en el corazón de todos» (La vida en la Edad Media... 57-59).
    De manera semejante a la música, el teatro, que nació en y de la catedral, fue adquiriendo autonomía, aunque sin perder del todo su raigambre sacral, siendo practicado a menudo en las escuelas y en las universidades, con fines educativos.
    Señala R. Pernoud que la palabra «geste» fue una de las palabras claves de la Edad Media. «Geste», en francés, significa a la vez gesto y hazaña. El juego de palabras hace referencia tanto al gesto teatral como a las hazañas medievales recogidas en las «Canciones de Gesta» (cf. ¿Qué es la Edad Media?... 102, nota 19).

    VIII. La literatura en relación con la catedral
    También la literatura nació en buena parte del ambiente de los misterios hasta que llegó a adquirir consistencia propia.
    1. De la literatura en latín a la literatura en lenguas romances
    Desde el gran poeta hispano, Prudencio, de la época patrística, cantor apasionado de las gestas de los mártires, hasta los poetas medievales, hay una serie no interrumpida de escritores en lengua latina cuyas composiciones alcanzaron un grado excelso de belleza. Destaquemos los himnos Vexilla Regis prodeunt, Veni Creator Spiritus, y sobre todo las secuencias Victimæ paschali laudes, o Veni Sancte Spiritus. Si ya no podemos atribuir a S. Bernardo, como antes se creía, el encantador Iesu, dulcis memoria, no por eso vale menos. Recordemos también el conmovedor Stabat Mater, de Jacopone, el Dies iræ, de Tomás de Celano, verdaderas perlas de la poesía medieval. Y qué decir de las composiciones de Sto. Tomás para el oficio de Corpus Christi: la secuencia Lauda Sion Salvatorem y los himnos Pange lingua, Sacris solemnis, Verbum supernum, así como ello Adoro te devote, donde la teología se desposa con la poesía.
    El catálogo es inacabable. Pero mientras florecía la poesía religiosa, otros autores, a veces incluso clérigos, se dedicaban a expresar, en versos latinos, el fondo mundano y sensual que emanaba del viejo paganismo, exaltando los placeres de la vida, el amor sin control y la bebida, sin obviar la burla, aun de lo más santo. Era la literatura llamada «goliarda», a que aludimos en una conferencia anterior. El nombre de «Golías» viene probablemente del gigante Goliat, considerado a menudo como la encarnación del demonio. Entre otras obras de este género, ha llegado hasta nosotros una colección de poesías de clérigos vagabundos, proveniente de un monasterio de benedictinos bávaros, conocida con el nombre de Carmina Burana, a la que no hace mucho puso música el compositor alemán Carl Orff (cf. G. Schnürer, L’Eglise et la civilisation au Moyen Âge, vol. II, Payot, Paris, 1935, 150-151).
    Tras la producción literaria latina, y contemporáneamente con ella, fueron apareciendo numerosos escritos en lengua vulgar, buena parte de ellos sobre temas religiosos. Especialmente interesante es uno titulado, «Mistere du Viel Testament», de varios poetas desconocidos (publicado por la Societé des anciens textes français, 6 vols., 1878-1891). Si bien pertenece ya a la época post medieval (siglo xv), sin embargo recopila elementos típicamente medievales. A propósito de esta obra se pregunta Mâle cuál será la razón por la que los poetas que compusieron ese inmenso drama sacro no dieron la misma importancia a todas las partes del Antiguo Testamento, por qué eligieron concretamente tales personajes –Adán, Noé, Abraham, José, Moisés, Sansón, David, Salomón, Job, Susana, Judit, Ester– y no otros. La respuesta es clara: los episodios escogidos y los personajes seleccionados eran los tipos y figuras más conocidos de Jesús y de María. Los mismos autores lo reconocen de alguna manera cuando, al comienzo de la historia de José, hacen decir a Dios Padre que todas las desgracias de los patriarcas no fueron sino figuras de los sufrimientos reservados a su Hijo. Así entendido, el Misterio entero se ordena como el pórtico de una catedral. Los personajes del drama son los mismos que fueron representados, por razones análogas, en las fachadas de Chartres o de Amiens. También la literatura, como las demás artes, concurría en la Edad Media a dar al pueblo la misma enseñanza religiosa (cf. E. Mâle, L’art religieux du XIIIe siècle en France... 159-160).
    El género poético de las «Vidas de Santos» floreció durante toda la Edad Media, así como el de los «Milagros de la Virgen» o el de las «Cantigas», composición poética, esta última, para ser cantada, entre las que se destaca las «Cantigas de Nuestra Señora», antología mariana de composiciones en verso recopiladas por Alfonso X el Sabio, autor, quizás, de algunas de ellas; es muy interesante la música que las acompañaba, transmitidas por dos códices del siglo XIII.
    Surgieron asimismo diversos cantares épicos, como «La Chanson de Roland», «El Cantar del Mío Cid» y tantos más. Es interesante observar que aun esas epopeyas cobran especial relieve cuando se las considera a la luz de la catedral. La Canción de Rolando, por ejemplo, fue recitada y representada por los juglares en el pórtico de las catedrales. Es cierto que la Iglesia no apreciaba en demasía a los juglares, e incluso a veces fue severa con ellos. Sin embargo, no los condenaba en bloque, ni mucho menos, reservando su aprecio para los que ensalzaban a los héroes ya los santos. La fe de los héroes, su coraje, su lealtad, los asemejaba a los santos. La Iglesia comprendió que los poetas trabajaban en el mismo sentido que ella. Resulta curioso que no sólo en Francia haya sido exaltado el ciclo de Carlomagno. La catedral de Módena, por ejemplo, que se encuentra en el camino que desde el norte desciende a Roma, exhibe un portal reservado a Artús y sus compañeros, quienes cabalgan en la arquivolta; sin duda los escultores quisieron representar en los muros el relato de las canciones que los juglares franceses dedicaban a los peregrinos que se dirigían a Roma, ante la fachada de esa catedral (cf. E. Mâle, L’art religieux du XIIe siècle en France... 269). El siglo XII fue el gran siglo épico, el siglo de la «Tabla Redonda» y del «Santo Grial».
    Señala el mismo autor que los caballeros franceses que cruzaban los Pirineos para ir a rezar en la tumba de Santiago, no pocas veces se quedaban en España y se enrolaban en las filas del Cid. El camino de Santiago, en buena parte organizado por Cluny, es inseparable de la Cruzada española de la Reconquista, que incluía a antiguos héroes francos como Carlomagno, Rolando y sus pares. Para mantener en alto el espíritu combativo, Cluny no dudó en adoptar las canciones de gesta que entonaban los juglares. De la peregrinación de Santiago y de la guerra de España nació la Chanson de Roland (ibid., 292).
    Con justicia, por tanto, se puede afirmar que la literatura en lengua profana nació, sustancialmente, en el regazo de la Iglesia, ya la sombra de la catedral. Sin embargo, con el correr del tiempo, fue tendiendo a emanciparse, e incluso de manera abusiva, como lo prueban ciertas «novelas» que comenzaron a difundirse, muy poco coherentes, por cierto, con el espíritu del Evangelio. Ningún ejemplo mejor de ello que la llamada «Roman de la Rose», que Daniel-Rops califica de «obra maestra de erotismo anticristiano» (cf. La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada… 424).
    2. Carácter popular de la literatura
    Escribe R. Pernoud: «La poesía ha sido la gran ocupación de la Edad Media y una de sus pasiones más vivas. La poesía reinaba por doquier: en la iglesia, en el castillo, en las fiestas y en las plazas públicas; no había festín sin ella, ni festejo donde no jugase su papel, ni sociedad, universidad, asociación o confraternidad donde no tuviese acceso; se aliaba a las funciones más serias: algunos poetas gobernaron condados, como Guillermo de Aquitania o Thibaut de Champagne; otros gobernaron reinos, como el rey René de Anjou o Ricardo Corazón de León; otros, como Beaumanoir, fueron juristas y diplomáticos; incluso se pudo ver a un Felipe de Novara, asediado en la Torre del Hospital con unos treinta compañeros, escribir a toda prisa, para pedir auxilio, no un llamado de socorro, sino un poema... Decir versos, o escucharlos, aparecía como una necesidad inherente al hombre. Hoy ni siquiera podríamos imaginarnos a un poeta instalándose sobre un tablado, ante una barraca de feria, para declamar allí sus obras; espectáculo que entonces era común. El campesino dejaba su trabajo, el artesano su taller, el señor sus halcones, para ir a escuchar a un trovador o a un juglar. Jamás quizás, salvo en los más hermosos días de la Grecia antigua, se manifestó tal apetito de ritmo, de cadencia y de bello lenguaje» (Lumière du Moyen âge... 138-139).
    Los juglares que aparecen en los capiteles o fachadas de las catedrales son representados recitando poemas o cantando epopeyas; en uno de esos capiteles se ven tres personajes, uno tocando la viola, otro el arpa, mientras el tercero, con la mano levantada, parece recitar. Es que en los grupos de juglares que se entremezclaban con la gente a lo largo de las rutas, había músicos, cantores, rapsodas, quizás incluso poetas, así como danzarines y acróbatas. En un capitel románico se puede observar, en medio de un grupo de juglares que tocan toda clase de instrumentos, una mujer que se mantiene en equilibrio sobre la cabeza. Como se ve, estos músicos, recitadores, equilibristas incluso, tenían un lugar tan destacado en la vida de la sociedad que no resultaba extraño encontrarlos en las catedrales medievales. Los peregrinos, que siempre se topaban con juglares en los atrios de las iglesias, encontrarían perfectamente normal verlos esculpidos en las paredes del santuario (cf. E. Mâle, L’art religieux du XIIe siècle en France... 312-313).
    Uno de los géneros más populares fue el de la fábula. Porque, como bien señala Mâle, si la inteligencia de las obras sutiles, por ejemplo las que se inspiraron en los «Bestiarios», estaba sin duda reservada a los clérigos, la sabiduría de las fábulas, de ese mundo donde todo vive y todo piensa, donde a veces el animal parece más inteligente que el hombre, se dirigía indudablemente a todos. Con su ingenuidad y su misterio, la fábula parecía hecha para la Edad Media, para el hombre que vivía en las proximidades del bosque, cerca de los animales, que oía a la noche el grito del zorro o el gemido de la lechuza. Y así eran ampliamente conocidas las fábulas del cuervo y el zorro, del lobo y el cordero, y tantas otras, con sus consiguientes moralejas, a veces en latín. No resulta, pues, insólito, que los mismos predicadores hiciesen alusiones a dichas fábulas en sus sermones, y que los pintores o escultores representasen en la iglesia a los héroes de Fedro y de Esopo. Una de esas fábulas se llamaba «la educación del lobo». Un clérigo se había propuesto enseñar a leer a un lobo; comenzó por las primeras letras del alfabeto: «Repite estas tres letras: ABC», le indicó. «Cordero», dijo el lobo, que pensaba en otra cosa. Así la boca traiciona los secretos del corazón, quod in corde hoc in ore. Esta sucinta y delicada fábula aparece muchas veces en las catedrales (cf. ibid., 337. 339).
    Destaquemos el carácter universal que tenía la literatura en la época medieval. Gracias al fecundo intercambio que existía entre los distintos estamentos sociales, la savia poética circulaba libremente. No era, como lo seria después, patrimonio de cenáculos selectos. En el siglo XVII, por ejemplo, las obras literarias estarían destinadas tan sólo a la Corte o a los salones (cf. R. Pernoud, Lumière du Moyen âge... 139-140).
    R. Pernoud agrega una observación referida a la autoría de las obras, que a nuestro juicio es capital si se quiere entender la índole popular de la literatura medieval. Cuando se pretende hacer una edición crítica de alguna canción de gesta o un poema medieval, afirma la insigne medievalista, se choca con dificultades poco menos que insalvables. Para nosotros, una obra literaria es algo estrictamente personal e intocable, fijada en la forma original que le ha dado el autor, de donde nuestro concepto del plagio. En la Edad Media el anonimato era lo corriente. Una vez que alguien hacía pública alguna idea personal, ésta pasaba a integrar el patrimonio común, se propagaba por doquier, se acrecentaba con las fantasías más inesperadas, sufría toda clase de adaptaciones imaginables, y no entraba en un cono de sombra sino tras haber agotado todas sus virtualidades. La obra literaria llevaba así una vida independiente de la de su creador; era algo que se movía y renacía sin cesar (cf. ibid., 141-142).
    La estudiosa francesa constata también otro dato notable y es que los autores medievales trataron a personajes antiguos como si fueran de su época. Se ha creído ver una prueba de la famosa «ingenuidad» medieval en la facilidad con que aquellos hombres hacían que Alejandro Magno se condujese como un caballero cristiano, o representaban en los tímpanos de las catedrales a Castor y Pollux como si se tratase de dos caballeros de su tiempo. Lejos de ser una deficiencia, opina R. Pernoud, esta expedición para trasladar a los héroes del pasado muerto a la actualidad viva, es una muestra cabal del prodigioso poder evocador que caracterizó a la cultura medieval (cf. ibid., 143).
    Por eso, como afirma Lewis, cuando se estudia la literatura medieval, en muchos casos se debe renunciar a establecer la unidad «obra-autor», que es fundamental para la crítica moderna. «Algunos libros deben considerarse más que nada como esas catedrales en las que el trabajo de muchas épocas diferentes está mezclado y produce un efecto total, verdaderamente admirable, pero nunca previsto por ninguno de sus sucesivos constructores. Muchas generaciones, cada una con su mentalidad y estilo propios, han contribuido a la elaboración de la historia de Arturo. Constituye un error considerar a Malory como un autor en nuestro sentido moderno y colocar todas las obras anteríores en la categoría de “fuentes”. Dicho autor es pura y simplemente el último constructor, que hizo unas demoliciones aquí y añadió algunos detalles allá...» Ese tipo de trabajo habría resultado incomprensible a hombres que hubiesen tenido una concepción de la propiedad literaria semejante a la que tenemos nosotros. Lejos de pretender o fingir originalidad, agrega Lewis, aquellos hombres podían incluso llegar a esconderla. «A veces afirman que toman algo de un “auctour”, precisamente cuando se separan de él. No puede tratarse de una broma. ¿Qué tiene eso de divertido? ¿Y quién, salvo un erudito, podría advertirlo? Ese comportamiento se parece más al del historiador que tergiversa la documentación porque se siente seguro de que los hechos tuvieron que producirse en determinada forma. Están deseosos de convencer a los demás, quizás también a medias a sí mismos, de que no están “inventando”. Pues su objetivo no es expresarse a sí mismos o “crear”; es el de transmitir el tema “historial” con dignidad, dignidad que no se debe a su genio o capacidad poética, sino al propio tema» (La imagen del mundo... 160-161).
    3. La figura del Dante
    Cerremos este tema evocando la figura del más grande de los literatos medievales, el creador del dolce stil nuovo, Dante Alighieri.
    La Divina Comedia es una de las obras cumbres de la cultura occidental. El marco histórico en que se desarrolla aquella trama prodigiosa no es otro que el de la sociedad que el poeta conoció por experiencia: la Cristiandad. Los acontecimientos a los que se refiere son los de su historia, con especial relación a los peligros temporalistas que amenazaban a la Iglesia; sus protagonistas son los que habían desempeñado un papel relevante en la historia del Occidente cristiano. «El ideal al que sirve –escribe Daniel-Rops– no es otro que el de los Papas reformadores, el de los Santos, el de los Cruzados y el de los maestros del pensamiento; ese ideal de un orden jerárquico, que se correspondería en la tierra con las perfectas armonías del cielo» (La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada… 749).
    Amante, como buen medieval, de la simetría y simbólica de los números, hizo el Dante que a los nueve círculos del Infierno correspondiesen las nueve gradas de la montaña del Purgatorio y los nueve cielos del Paraíso. Según Mâle, Dante decidió de antemano que cada una de las partes de su trilogía se dividiera en treinta y tres cantos en honor de los treinta y tres años de la vida de Cristo. Al adoptar la forma métrica del terceto, parece haber querido grabar en los fundamentos mismos de su poema la cifra mística por antonomasia. Así edificó cum pondere et mesura su catedral invisible. Fue, con Sto. Tomás, el gran arquitecto del siglo XIII (cf. L’art religieux du XIIIe siècle en France... 12-13).
    Como se sabe, el Dante eligió a Virgilio, representante de la tradición clásica, como guía de su peregrinación espiritual y de su peregrinación literaria.
    Tu se’lo mio maestro e il mio autore
    tu se’ solo colui, da cui io tolsi
    lo bello stile che m’ha fatto honore.
    Ni deja de ser significativo que cuando tiene que pensar en alguien para que lo conduzca hacia la Virgen, ponga su confianza en S. Bernardo, la expresión más pura de las virtudes que exaltó la Cristiandad medieval.
    «De esta forma –escribe C. Dawson–, el gran poema de Dante es una síntesis final de las tradiciones literaria y religiosa, que incluye los elementos vitales todos de la cultura medieval. Teología cristiana y ciencia y filosofía árabes; cultura cortés de los trovadores y tradición clásica de Virgilio; misticismo de Dionisio y piedad de S. Bernardo; espíritu franciscano de reforma y orden romano; sentimiento nacional italiano y universalista católico; todos encuentran lugar en la estructura orgánica del pensamiento del poeta y en la unidad artística de su obra... Es el último fugaz resplandor de la visión de la unidad espiritual, inspiración, durante novecientos años, de la mente medieval, y que había dirigido la evolución de la cultura medieval desde sus comienzos en la época de San Agustín y de Prudencio, pasando por la de Alcuino y Carlomagno, de Nicolás I y de Otón II, a su más completa, aunque imperfecta realización de la Cristiandad del siglo XIII» (Ensayos acerca de la Edad Media... 216-218).
    Bien dice Daniel-Rops que el poeta supo traducir, en su esplendoroso poema-epopeya, lo que los místicos habían musitado en sus plegarias, los arquitectos al levantar sus naves al cielo, los teólogos al elaborar los monumentos de sus especulaciones, y los Cruzados al ofrecer su sangre (cf. La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada... 752-753)*. Y también: «Era preciso que a las summas teológicas, a las summas filosóficas que había realizado la Edad Media ya aquellas otras summas plásticas que son las catedrales se añadiese una summa poética, para que la figura se completase; y aquel hombre la construyó» (La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada... 743).
    *E. Mâle ha destacado el carácter armonioso del genio de Dante. Su Paraíso y los Pórticos de Chartres son sinfonías. Ningún arte merece ser definido más justamente que el del siglo XIII, «una música fijada» (cf. L’art religieux du XIIIe siècle en France… 21).
    * * *
    Hemos tratado de mostrar cómo en la Edad Media las diversas artes brotaron del ámbito sagrado, tenían raigambre sacral. Es lo propio de todas las sociedades tradicionales, como lo ha probado A. K. Coomaraswamy (cf. La filosofía cristiana y oriental del arte, Taurus, Madrid, 1980, passim).
    Dice Daniel-Rops que algunas veces, aunque no con demasiada frecuencia, ha sucedido en la historia que una sociedad determinada lograra expresarse de una manera cabal en algún monumento o conjunto de monumentos que condensasen y resumiesen, para las generaciones futuras, todo lo que aquella sociedad amaba y afirmaba. Por ejemplo en el Partenón se concreta el espíritu helénico, en el Kremlin de Moscú se condensa lo mejor del alma rusa; en Versalles se nos esclarece la Francia de Luis XIV; en el Escorial palpita la personalidad de Felipe II. La Edad Media poseyó también su obra representativa. Fueron las catedrales, testimonios privilegiados de su tiempo. Ya decía León XIII en el texto que pusimos de epígrafe a este libro que si bien es cierto que en el mundo moderno ha desaparecido la Cristiandad, al menos las piedras de las catedrales nos siguen hablando de ella con muda elocuencia.
    Imaginemos que de todo lo que nos legó la Cristiandad medieval sólo hubiesen subsistido las catedrales, pues seria suficiente para que comprendiéramos aquel mundo, al menos en sus líneas esenciales: su espiritualidad, su ética, su vida laboral, su literatura, su política, su mística. Supongamos, en cambio, que todo hubiera llegado a nosotros menos las catedrales, que no quedasen en pie ni Reims, ni Chartres, ni Colonia, ni Siena, ni Burgos, sería tarea ardua comprender lo que fue el alma de la Cristiandad (cf. La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada... 425-428).
    «Mientras los doctores construían la catedral intelectual que debía abrigar a toda la cristiandad –escribe E. Mâle–, se elevaban nuestras catedrales de piedra, que fueron como la imagen visible de la otra. La Edad Media puso en ella todas sus certezas. Fueron, a su manera, Sumas, Espejos, Imágenes del Mundo. Fueron la expresión más perfecta que hubo jamás de las ideas de una época. Todas las doctrinas encontraron allí su forma plástica» (L’art religieux du XIIIe siècle en France... 23). La Catedral es Cruzada, Summa, Universidad, Caballería, Corporación...
    Escolio. La admiración de Rodin
    El gran viajero que con tanto cariño recorrió las catedrales de Francia, August Rodin, a quien reiteradamente hemos citado en esta conferencia, nos ha dejado sobre las mismas algunas delicadas reflexiones con las que queremos cerrarla:
    «Las catedrales son Francia. Mientras las contemplo, siento a nuestros antepasados ascender y descender dentro de mí, como en otra escala de Jacob» (Las Catedrales de Francia... 77).
    «Siento la savia gótica pasar por mis venas como los jugos de la tierra pasan por las plantas» (ibid. 123).
    «¿Suponéis que cuando os asombra la majestad druídica de las grandes catedrales, surgidas a la distancia, es por causas naturales y fortuitas, por ejemplo por su aislamiento en la campiña? Os engañáis. El alma del arte gótico está en esa declinación voluptuosa de las sombras y las luces, que da ritmo al edificio todo y lo obliga a vivir. Hay allí una ciencia hoy perdida, un ardor reflexivo, medido, paciente y fuerte, que nuestro siglo, ávido y agitado, es incapaz de comprender. Es menester volver a vivir en el pasado, remontar a los principios, para recobrar la fuerza. El gusto ha reinado, en otro tiempo, en nuestro país: ¡hay que volver a ser franceses! La iniciación en la belleza gótica es la iniciación en la verdad de nuestra raza, de nuestro cielo, de nuestros paisajes» (ibid., 34).
    «Soy uno de los últimos testigos de un arte que muere. El amor que lo inspiró está agotado. Las maravillas del pasado se deslizan hacia la nada; nada las reemplaza y pronto estaremos en la noche» (ibid., 136).
    «Antes de desaparecer yo mismo, quiero por lo menos haber dicho mi admiración por ellas; quiero pagarles mi deuda de gratitud, yo que les debo tanta felicidad. Quiero celebrar esas piedras tan tiernamente convertidas en obras maestras por humildes y sabios artesanos; esas molduras admirablemente modeladas como labios de mujer; esas moradas de bellas sombras, donde la dulzura dormita en medio de la fuerza; esas nervaduras finas y potentes que se elevan hacia la bóveda y se inclinan al encuentro de una flor; esos rosetones de vitrales cuya pompa ha sido tomada del sol poniente o del alba» (ibid., 31-32).
    «Para comprender esas líneas tiernamente modeladas, perseguidas y acariciadas, hay que tener la suerte de estar enamorado» (ibid., 32).


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    Respuesta: La Cristiandad, una realidad histórica

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    Capítulo VI
    La post-Cristiandad
    La Cristiandad fue un hecho histórico, una realidad concretada, no una mera utopía de gabinete. Ello no significa que haya sido la realización perfecta del ideal soñado, lo cual es imposible en esta tierra, dada la debilidad de la naturaleza humana. Decía Péguy que siempre el número de los pecadores será mayor que el de los santos. Con todo, si hubo algún período de la historia en que el poder político y el orden temporal reconocieron la superioridad del orden sobrenatural fue, sin duda, la Edad Media. Luego soplarán otros vientos y se predileccionarán otras excelencias. A estos nuevos vientos y distintas excelencias nos referiremos en la presente conferencia.
    Por cierto que el Evo Moderno no apareció de la mañana a la noche. Algunas de sus líneas ya comenzaron a insinuarse durante el transcurso de la Edad Media, especialmente en sus postrimerías. Comenzó, por ejemplo, a atribuirse un valor nuevo al dinero, con la consiguiente inclinación al lucro; la unidad política empezó a agrietarse y el Imperio se fue volviendo una ficción; en el orden de la cultura, las ciencias y las artes, que justamente habían ido adquiriendo una sana autonomía, seguirían su camino centrífugo, pero ahora en detrimento de su subordinación esencial a la teología.
    Dificil nos será sintetizar en esta sola conferencia el complejo proceso de los tiempos modernos. Lo han intentado ya muchos pensadores. Dada la vastedad del tema, nuestro tratamiento del mismo será, por necesidad, sucinto y apretado.

    I. Los grandes jalones de la Modernidad
    La modernidad post medieval no constituye, por cierto, un bloque histórico compacto, como lo fue, en cierto grado, la Edad Media. Sin embargo, en sus diversas etapas es posible observar algunos denominadores comunes. Trataremos ahora de detectar dichas etapas y su concatenación intrínseca.
    1. El Renacimiento
    No debemos imaginar el Renacimiento como si se tratase de una época predominantemente anticristiana, sobre todo en sus comienzos. La Italia del Quattrocento, por ejemplo, seguía siendo genuinamente medieval, y por ende cristiana. Asimismo la pintura de van Eyck, que en la historia del arte suele ser considerada como prolegómeno del Renacimiento, debe ser entendida con mucha mayor razón como broche de oro de la última Edad Media. Y aun entrado el Renacimiento, se podría decir que en el espíritu de sus mejores hombres estaban todavía grabados los rasgos de la Edad Media, mucho más profundamente de lo que es habitual figurarse (cf. H. Huizinga, El otoño de la Edad Media… 496).
    Más aún, el Renacimiento existía ya en las entrañas mismas de la Edad Media, y sus aspiraciones fueron entonces plenamente cristianas. Si el Renacimiento se va a caracterizar por la voluntad de creación, vaya si la hubo en los siglos XII y XIII. Pero al mismo tiempo no se puede dejar de reconocer que en el Renacimiento propiamente dicho hubo tendencias negativas, en buena parte sobre la base de un creciente desprecio por todo lo que oliese a medieval, a «gótico». El término Renacimiento («Rinascita») lo introdujo Vasari a mediados del siglo XVI, para indicar que luego de diez siglos de tinieblas, otra vez las artes y las letras renacían, volvían a brillar. Según la nueva mentalidad, dos habrían sido las épocas luminosas en la historia de la cultura: la Antigüedad –los tiempos clásicos– y el Renacimiento. Entre ambas, vegetó un período intermedio –la edad «media»–, un bloque gris y uniforme, «siglos groseros», «tiempos oscuros».
    Lo que caracterizó al Renacimiento fue el gozoso y deslumbrante redescubrimiento del mundo antiguo. Todos los que en aquel entonces se destacaron en el mundo de las artes, de las letras, de la filosofía, muestran un entusiasmo parejo por la Antigüedad clásica. El movimiento comenzó en Italia, se extendió a Francia y de allí a casi todo el Occidente. Baste recordar la Florencia de los Médici, cuando los nuevos monumentos se engalanaron con frontispicios, columnatas y cúpulas, exactamente igual a la arquitectura de los griegos y romanos. Señala R. Pernoud que el Renacimiento se caracteriza por su afán de imitar el mundo clásico, ese mundo cuyo recuerdo conservaron paradojalmente los medievales en sus monasterios, gracias sobre todo a la labor de los copistas. En vez de volver los ojos a la Antigüedad, como por otra parte lo había hecho la Edad Media, para ver en ella una fuente de inspiración, la consideraron como si fuese un modelo que el pintor debía trasladar detalle por detalle a su paleta. El renacentista estaba convencido de que los clásicos antiguos habían realizado obras perfectas e insuperables, que habían alcanzado el summum de la Belleza, de modo que cuanto más exactamente se los imitase, tanto más cerca se estaría de alcanzar el ideal.
    Actualmente pocos admitirían que la admiración en el campo del arte deba llevar a la imitación formal, o incluso al calco, de lo que se admira. Pues bien, eso es lo que sucedió en el siglo XVI. También los medievales admiraron el mundo antiguo: «Somos enanos encaramados sobre los hombros de gigantes», decía Bernardo de Chartres en el siglo XII, pero enseguida añadía que así «se podía ver más lejos que ellos». Esta actitud frente al pasado cambió por .completo en los hombres del Renacimiento. Cerrándose a la idea de «ver más lejos» que los antiguos, los consideraron como modelos acabados de toda belleza pasada, presente y futura. Y así el Renacimiento fue mucho más «retrógrado» que la Edad Media.
    La fascinación exclusivista que la Antigüedad ejerció –sobre el hombre del Renacimiento trajo consigo una consecuencia dramática: la destrucción de muchos monumentos de los tiempos «góticos» (A partir de Rabelais, 1494-1553, el término se empleó como sinónimo de «bárbaro»). Eran tan numerosos que muchos de ellos pudieron sobrevivir a esta «barbarie culta» y llegar hasta nosotros. «Se suponía que el escultor gótico había querido esculpir una escultura clásica y que si no lo había logrado es porque no lo había podido», explica A. Malraux. ¡Y qué decir del escultor románico!; habría intentado imitar el friso del Partenón pero sólo supo hacer el rústico Cristo de Moissac. En cuanto a la pintura, los renacentistas no encontraron mejor solución que recubrir los frescos románicos con una capa de barniz o yeso y reemplazar los vitrales policromados por cristales blancos. Solamente olvidos, faltas de tiempo o distracciones felices nos permiten encontrarlos todavía en Chartres y otros lugares (cf. R. Pernoud, ¿Qué es la Edad Media?… 55-64).
    El desprecio que el Renacimiento experimentó por la Edad Media no se limitó solamente al arte. También comenzó a ser minusvalorado su orden social, con aquellos tres estamentos a que aludimos anteriormente. Fue burlada la vida contemplativa, fue menospreciado el trabajo del «rústico» y del artesano, fue ridiculizada sobre todo la caballería, en su literatura y en sus héroes. La figura más relevante y considerada del nuevo orden social pasó a ser el burgués, que ya existía por cierto en la Edad Media, pero que ahora se fue imponiendo como estamento paradigmático, hombre «concreto y práctico», ajeno a todo tipo de idealismo. Esto se advirtió sobre todo en las ciudades italianas donde la vida municipal y ciudadana tenía siglos en su haber y apenas si allí había arraigado la institución de la caballería.
    N. Berdiaieff ha explicado de manera original la línea que siguió el proceso que conduce de la Edad Media al Renacimiento. A su juicio, la Edad Media llevó a cabo una suerte de concentración de energías espirituales en el interior del hombre, que acabó por generar el Renacimiento medieval, el de Dante y el de Giotto, alcanzándose lo que fue quizás el momento culminante en el desarrollo de la cultura de Europa occidental. Llegada a este punto, la humanidad no mostró interés por seguir el derrotero que le indicaba la conciencia medieval, prefiriendo alejarse de el y llegar por otra vía a un nuevo tipo de renacimiento, signado por componentes cristianos y no-cristianos, e incluso, en algunos casos, anti-cristianos, sobre la base de una concepción del hombre y de la sociedad profundamente retocada. Las diversas expresiones de la cultura y de la política, hasta entonces ancladas en una cosmovisión decididamente teocéntrica, buscaron «liberarse» de dichas religaciones para correr la aventura de la libertad autónoma. La religión misma fue tomando distancia del orden sobrenatural.
    En líneas generales se podría decir que el paso del período medieval al evo moderno se caracteriza por el tránsito de lo divino a lo humano, o mejor, de la prevalencia de lo divino al creciente predominio de lo humano. Este alejamiento de las profundidades espirituales y de las excelsitudes sobrenaturales, de las que extraían sus energías las fuerzas humanas, significó no solamente la desreligación de éstas, sino también su transición a la superficie de la existencia, con el consiguiente desplazamiento del centro de gravedad.
    Burkhardt ha sostenido que la época renacentista fue la del descubrimiento del individuo. Pero ello no es así, ya que si alguna vez dicho descubrimiento tuvo lugar fue precisamente en la Edad Media, donde el hombre, espíritu y materia, era considerado como un microcosmos, imagen y semejanza del Dios que lo había creado. En todo caso, el hombre que «descubrió» el Renacimiento es el hombre natural, desvinculado. Sea lo que fuere, el hombre empezó a sentirse seguro de sí mismo, capaz de organizar el mundo, sin necesidad de lo ultraterreno. El Renacimiento es la luna de miel del hombre de la historia moderna (cf. N. Berdiaeff, Le sens de l’histoire, Aubier, Paris, 1948, 110-115).
    No ha de creerse, sin embargo, que el Renacimiento fuese directamente anticristiano. Por ejemplo en Italia, donde tanto se desplegó la libertad creadora, no se advierte una rebelión abierta contra el cristianismo. Ello se debió quizás al influjo de Roma y al mecenazgo protector de los Papas que evitaron los excesos de las corrientes «liberadoras», cosa que no acaecería en el área de los pueblos germánicos, donde las nuevas corrientes desembocarían en la rebelión protestante.
    Al comienzo, el hervor de la libertad que el hombre, a la manera de los adolescentes, creía haber conquistado y se aprestaba a ejercitar, condujo a una admirable floración de obras geniales. Pocas veces la historia ha conocido un impulso creador tan fecundo como en los primeros tiempos del Renacimiento. Pero es que entonces el hombre estaba todavía próximo a las fuentes espirituales de su existencia, a aquella concentración de energías que había realizado la Edad Media, no habiéndose alejado aún demasiado de ese centro, en camino hacia la superficie de su ser. En aquellos primeros tiempos subsistían demasiados elementos cristianos, demasiados principios de la cosmovisión medieval para que el propósito declarado de volver a la antigüedad –clásica y pagana– pudiese borrar el carácter bautismal. El Renacimiento no podía ser totalmente pagano (cf. N. Berdiaeff, Una nueva Edad Media. Reflexiones acerca de los destinos de Rusia y de Europa, Apolo, Barcelona, 1934, 16-19).
    Y más adelante: «Podríase decir que la Edad Media había preservado las fuerzas creadoras del hombre y había preparado el florecer espléndido del Renacimiento. El hombre penetró en el Reo nacimiento con la experiencia y con la preparación medievales. Y todo lo que hubo de auténtica grandeza en el Renacimiento, estaba vinculado con la Edad Media cristiana. Hoy, el hombre entra en un porvenir desconocido, con la experiencia de la historia moderna y su preparación. Y entra en esta época, no ya lleno de savia creadora como en la época del Renacimiento, sino agotado, debilitado, sin fe, vacío» (ibid., 25).
    Pregúntase Landsberg hasta qué punto el Renacimiento contiene ya la época moderna, como quiere Burkhardt, o todavía la Edad Media. «El orden medieval del mundo –responde– ha sido destruido más por la Reforma que por el Renacimiento. Desde Nietzsche no puede parecer ya paradójico presentar en agudo contraste la Reforma y el Renacimiento. No obstante sus aspectos sombríos, especialmente en los campos político y económico, el Renacimiento es algo elevado, es florecimiento de la Edad Media, aun cuando lleve en su seno ya, desgraciadamente, tendencias de decadencia. De Santo Tomás a Pico hay un tránsito; de Pico a Kant un abismo. Se puede comparar perfectamente a Santo Tomás con Pico y se pueden caracterizar sus divergencias dentro de un campo común; en cambio Pico y Kant pertenecen a distintos mundos» (La Edad Media y nosotros... 155-156.160).
    Con gran penetración ha observado Berdiaieff un dato interesante, y es que el Renacimiento puso en evidencia la imposibilidad que tenía de realizar las formas de la perfección clásica en el período cristiano de la historia. En efecto, para el espíritu cristiano es imposible esperar acá abajo la perfección soñada, tal como el mundo helénico en su apogeo la había llevado a cabo, porque su ideal de perfección excede el mundo cerrado e inmanente y se proyecta al mundo infinito y trascendente, jamás alcanzable para las fuerzas humanas intrahistóricas. El cristianismo da nacimiento a una actividad creadora cuyos resultados no pueden ser sino simbólicos; pues bien, todas las realizaciones de este género son necesariamente imperfectas, ya que, por excelentes que sean, lo más que alcanzan es a sugerir la existencia de una perfección que se encuentra más allá de sus propios limites. El símbolo es un puente tendido entre dos mundos; uno de sus extremos es, sí, terreno y humano, pero el otro trasciende inconmensurablemente la capacidad del artista, por genial que sea, a tal punto que la forma perfecta se vuelve imposible. En lugar de pretender la perfección de las formas, el artista cristiano busca expresarla mediante una figuración simbólica, transida de nostalgia.
    Tal fue la tesitura característica de la entera cosmovisión medieval, como se hace patente cuando se compara la arquitectura gótica con la arquitectura clásica de la antigüedad. Mientras ésta alcanza un grado supremo de perfección, según la medida humana e inmanente, como puede comprobarse, por ejemplo, en la cúpula del Panteón de Roma, aquélla es esencial y conscientemente imperfecta, agotándose en aspiraciones verticales inalcanzables, en la inteligencia de que solamente en el cielo es posible la perfección, mientras que acá lo más que se puede hacer es desearla ardientemente, aspirar a ella nostálgicamente. Y no sólo la arquitectura sino también toda la cultura cristiana es necesariamente imperfecta, puesto que apunta a lo que es inefable y trascendente a las posibilidades humanas, no siendo sino una imagen simbólica de lo que existe más allá de los límites donde se halla encerrada. Berdiaiev piensa que esta hesitación del alma renacentista, entre el cristianismo de la nostalgia y el paganismo de la perfección, cada uno de los cuales lo atrae por su lado, ha encontrado su expresión más lograda en las obras de Boticelli, el gran artista del Quattrocento italiano. En él se advierte la impotencia de realizar la perfección en la obra que brota del alma de un artista cristiano, la imposibilidad, por ejemplo, de hacer una imagen «perfecta» de la Virgen. El arte de Boticelli, al mismo tiempo que encanta, muestra que el Renacimiento estaba condenado al fracaso en este mundo cristiano que no era para él un terreno favorable. Pero quizás se puede decir, y valga la paradoja, que el Renacimiento debe lo que tiene de grandeza a dicho fracaso, puesto que es éste el que ha dado nacimiento a sus más espléndidas creaciones (cf. Le sens de l’histoire... 116-119).
    A esto se podría objetar que el Cinquecento alcanzó en Miguel Angel y Rafael una perfección de formas más grande. ¿No se alcanzó entonces la belleza absoluta? Pero según Berdiaieff el arte del siglo XVI coincide con la decadencia del Renacimiento.

    2. La Reforma
    Después del florecimiento extraordinario de la actividad creadora en el Renacimiento, la fase siguiente de la evolución, fruto en cierta manera de una dialéctica interna, fue la Reforma protestante. No nace ésta, como el Renacimiento, en los pueblos europeos del sur, de ascendencia romana, sino en los países del norte, principalmente los de origen germánico, con un espíritu muy diverso del que signó al movimiento precedente. No nos extenderemos en este tema, más conocido de Uds., contentándonos con remitirlos a diversos libros que lo analizan (cf. por ejemplo J. Maritain, Tres reformadores, Ed. Santa Catalina, Buenos Aires, 1945; R. García Villoslada, Martín Lutero, 2 tomos, BAC, Madrid, 1973, etc).
    Así como al tratar del Renacimiento, afirmamos que ya la Edad Media había conocido un renacimiento desde sus propias entrañas, también ahora hemos de decir que el Medioevo, siempre en prosecución del ideal, y nunca del todo satisfecho con los logros alcanzados, se preocupó por hacer su propia reforma, su autorreforma. C. Dawson no vacila en afirmar que la verdadera época de la Reforma no fue el siglo XVI, sino toda la Baja Edad Media, a partir del siglo XI. Resultó inevitable que dicho movimiento produjera exaltados, que acabarían en el cisma o la herejía, como sucedió en el caso de Arnoldo de Brescia o Peter Waldo, de los franciscanos llamados «espirituales» –exponentes de tantos ideales religiosos de la época, pero que extremándolo todo produjeron las formas más extravagantes de heterodoxia medieval–, de Ockham y Wicleff. Sin embargo, considerado en su conjunto, el movimiento fue esencialmente católico y trajo aire fresco al edificio espiritual de la Edad Media. A veces el lenguaje era fuerte, inusual en nuestros días, como cuando una santa canonizada como S. Brígida, no vacilaba en denunciar a un Papa relajado, en términos desmedidos, como «asesino de almas, más injusto que Pilatos y más cruel que Judas» (Libro I, Rev. V, c. 41), o como cuando el Dante, apuntando a las graves falencias de la Iglesia, hablaba como si ésta hubiese apostatado y se hubiera visto privada de la dirección divina (cf. C. Dawson, Ensayos acerca de la Edad Media… 311-312).
    También la Reforma protestante clamó contra diversas fallas de la Iglesia, si bien desde la vereda de enfrente. Eran fallas verdaderas, como lo reconoce Chesterton: «Es perfectamente cierto que podemos encontrar males reales, que provocaban la rebeldía, en la Iglesia Romana anterior a la Reforma». Pero agrega enseguida: «Lo que no podemos encontrar es que uno solo de esos males reales fuera reformado por la Reforma».
    Sin embargo la Reforma fue más allá de la mera denuncia de desórdenes y falencias morales en la Iglesia, atentando contra su misma doctrina. La Revolución religiosa comenzó con el «libre examen» de Lutero, erigiéndose el criterio personal en norma suprema de la verdad cristiana. En vez de aceptar el hombre las verdades de la fe tales como fueron reveladas por Dios e interpretadas y enseñadas por el Magisterio de la Iglesia, su auténtica depositaria, convirtió su propia inteligencia en «cátedra», aun contra la autoridad de la Iglesia docente.
    Tal posición significó para la sociedad europea una grave ruptura de aquella unidad de fe que había caracterizado de manera tan determinante, según dijimos, a la sociedad medieval. El libre examen introdujo la primacía de la pluralidad inconsistente y efímera, por sobre la unidad de lo permanente y eterno, así como la subordinación de la verdad universal a las opiniones particulares. Fue la rebelión de lo múltiple contra lo uno, en el campo de la religión, en primer lugar, pero que no dejaría de tener consecuencias también en el de la filosofía, la política y el entero orden cultural.
    J. Huizinga, quien, no lo olvidemos, es protestante, destaca un aspecto interesante, propio de este momento de la postcristiandad, que nos ayuda a empalmar lo acaecido en el Renacimiento con lo que sucedió en la Reforma, es a saber, la pérdida del simbolismo que, como también señalamos anteriormente, caracterizaba de manera tan decisiva a la sociedad medieval. «El pensamiento simbólico –dice– fue consumiéndose paulatina y totalmente. Encontramos que los símbolos y alegorías se habían convertido en un juego vano, en un superficial fantasear sobre la simple base de un enlace extrínseco entre las ideas. Pero el símbolo sólo conserva su valor efectivo mientras dura el carácter sagrado de las cosas que hace sensibles. Tan pronto como desciende de la pura esfera religiosa a la esfera exclusivamente moral, degenera, sin esperanza de remedio. Los siete príncipes electores, tres eclesiásticos y cuatro seculares, significan las tres virtudes teologales y las cuatro cardinales... En rigor nos encontramos aquí con un simbolismo a la inversa, en que no alude lo inferior a lo superior, sino lo superior a lo inferior. Pues en la intención del autor son superiores las cosas terrenales; a dignificarlas está destinada la ornamentación celeste» (El otoño de la Edad Media... 325).

    3. La Revolución Francesa
    Nos explayaremos algo más en este jalón, por considerarlo de enorme trascendencia en el proceso de la postcristiandad. Lutero había limitado su rebelión al campo religioso. Si bien se resistía a reconocer que la Iglesia Católica era la prolongación de Cristo, en forma alguna negaba a Cristo y mucho menos a Dios. La Revolución Francesa franqueará el próximo paso en este movimiento, agregando a la negación luterana del carácter sobrenatural de la Iglesia, el rechazo de la divinidad de Cristo, quedándose con un Dios etéreo y vaporoso, el Ser Supremo, el Gran Arquitecto. Por otra parte, lo que el Renacimiento había realizado en el campo del arte, y la Reforma en el de la vida religiosa, la Revolución Francesa lo extendería a la vida social y colectiva.
    a) Protagonismo de las ideas en la Revolución
    No son pocos los que identifican la Revolución Francesa con el derramamiento de sangre y la guillotina. Pero eso fue lo postrero. La Revolución comenzó mucho antes, subvirtiendo primero el orden de las ideas.
    Se ha señalado que la Revolución en las ideas no habría sido capaz de inspirar la Revolución en los hechos, si no se hubiera presentado como la religión nueva, la que venía a suplir al cristianismo, con una cuota de sacrificio y hasta de misticismo, exigiendo de sus fieles un acto de fe en la bondad de la naturaleza humana, en la infalibilidad de la razón y en el progreso indefinido, sin excluir el componente esjatológico, ya que proclamaba que, iluminado por sus propias luces, el mundo moderno estaba en proceso de ascensión hacia un estado superior en el que todas las potencialidades que la naturaleza había colocado en el hombre, liberadas de las últimas trabas, podrían al fin desarrollarse y alcanzar su plenitud, si bien en el interior de la historia.
    La bibliografía que existe sobre la Revolución Francesa es inmensa. Entre nosotros, destaquemos un notable ensayo de Enrique Díaz Araujo, del que nos valdremos para desarrollar el tema (cf. Prometeo desencadenado o la Ideología Moderna, separata de «Idearium», Rev. de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad de Mendoza, nº 3, Mendoza, 1977).
    Dos fueron los «ideólogos» principales que prepararon la Revolución.
    Ante todo Voltaire, hombre singular, por cierto, apoltronado en un cómodo deísmo o teísmo cuya principal virtualidad consistiría en contener los posibles ímpetus del bajo pueblo por el que no ocultaba su más profundo desprecio. Su lema hasta la muerte sería: «Ecrassez l’infame» («destruid a la infame»), es decir, a la Iglesia. «Jesucristo –dirá– necesitó doce apóstoles para propagar el cristianismo. Yo voy a demostrar que basta uno solo para destruirlo». Voltaire aplicó su inteligencia práctica a la labor panfletaria. Desde su lujosa residencia de Ferney daría a luz libelo tras libelo, donde se afirmaba que la Biblia no tenía grandeza ni belleza, que el Evangelio sólo había traído desgracias a los hombres, que la Iglesia, entera y sin excepción, era corrupción o locura. Simplificación caricaturesca, incansable repetición de los mismos motivos, tales eran sus procedimientos predilectos.
    Fue también el maestro de la duda y del criticismo como método de trabajo. En el artículo que escribió para la Enciclopedia bajo el título «¿Qué es la verdad?», decía: «De las cosas más seguras, la más segura es dudar». Gracias a sus vínculos con la masonería, Voltaire entró en contacto epistolar con varios soberanos de Europa, como José I de Austria, los ministros Pombal de Portugal y Aranda de España, María Teresa de Austria, y sobre todo Federico II de Prusia (al que llamó «el Salomón del Norte») y Catalina la Grande de Rusia (a la que denominó «la Semíramis del Norte»), y así contribuyó para que el antiguo despotismo se convirtiese en un «despotisrno ilustrado», como comenzó a llamarse. «Era –comenta Hazard– una figura de minué: reverencia de los príncipes a los filósofos y de los filósofos a los príncipes» (El pensamiento europeo en el siglo XVIII, Guadarrama, Madrid, 1958, 415).
    Tras las huellas de Voltaire se fue formando un grupo de sedicentes «filósofos» en torno a «La Enciclopedia». Los hijos del siglo querían ser libres, iguales y hermanos, pero también querían ser sabios, conocer de todo, y en poco tiempo. Tal fue el papel que desempeñó la Enciclopedia, o compendio del nuevo modo de pensar.
    Pero el maestro principal del siglo XVIII fue Rousseau. Bien señala Díaz Araujo que «casi toda la problemática de la Revolución –el utopismo, el mesianismo, el crístianismo corrompido, la mística democrática, la voluntad general totalitaria, el monismo político-religioso, la relígión secular, el optimismo ético, el progresismo indefinido, la pedagogía anárquica, la santificación del egoísmo, el romanticismo, etc.–, pasa por su obra. Todos los revolucionarios prácticos, desde Marat y Saint-Just, pasando por Babeuf, Marx, Lenin, Bakunin, Trotsky, hasta llegar al Che Guevara y Mao-Tse-Tung, son tríbutarios suyos y discípulos confesos o vergonzantes» (Prometeo desencadenado... 28).
    La doctrina política de Rousseau se basa sobre un axioma que está más allá de toda discusión, el de la bondad natural del hombre. «No hay perversidad original en el corazón humano», afirma en el Emilio, «el hombre es un ser naturalmente bueno..., los primeros movimientos de la naturaleza son siempre rectos..., todos los vicios que se le imputan al corazón humano no le son naturales. El mal proviene de nuestro orden social... Ahogad los prejuicios, olvidad las instituciones humanas y consultad con la naturaleza». He ahí el mito de la inocencia original del hombre, el meollo de la nueva religión, el retorno al Paraíso, pero ahora sin la caída, sin el pecado original, dogma este último que para Rousseau constituía una auténtica «blasfemia». Según Bargalló Cirio, «esta visión idílica del hombre y del pueblo, situados en sí mismos más allá del bien y del mal, y sólo corrompidos por la cultura, el prejuicio religioso o el despotismo político, ha construido el mito más vigoroso donde se nutrió el pensamiento revolucionario» (J. M. Bargalló Cirio, Rousseau. El estado de naturaleza y el romanticismo político, V. Abeledo, Buenos Aires, 1952, 53-54). Lo que comenta Díaz Araujo diciendo que la bondad natural, ínsita en el «Hombre», se transfiguró para los burgueses de la Revolución Francesa, en la bondad natural del «Pueblo», y para los marxistas, en la bondad natural del «Proletariado» (cf. Prometeo desencadenado ... 41). El reemplazo del hombre «pecador» del cristianismo, observa Vegas Letapié, por el hombre «naturalmente bueno» de los románticos y revolucionarios está en el origen del torrente que hoy amenaza con destruir los últimos vestigios de civilización (cf. E. Vegas Letapié, Romanticismo y Democracia, Cultura Española, Santander, 1938, 24).
    Rousseau ha expuesto su teoría política en «El Contrato Social». Luego de afirmar la absoluta libertad inicial del individuo, describe los encadenamientos que le ha impuesto una sociedad despótica, precisamente la sociedad medieval, o lo que resta de ella, con su Iglesia, sus municipios, sus corporaciones artesanales, la universidad, la familia, el ejército, etc. Esas cadenas deben ser rotas, esas religaciones deben ser truncadas, si el hombre quiere recuperar su libertad. Tal es, como dice Díaz Araujo, el segundo movimiento de la sinfonía abstracta de Rousseau. Pero como él no es un anarquista puro, de inmediato quiere reconstruir el edificio social que acaba de demoler. Y allí empieza el tercer movimiento, el más complejo, que se desarrolla a través de una serie de pasos.
    «Encontrar una forma de asociación –escribe Rousseau– que defienda y proteja con toda la fuerza común la persona y los bienes de cada asociado, y por la cual cada uno, uniéndose a todos, no obedezca sin embargo más que a sí mismo y permanezca tan libre como antes. Tal es el problema fundamental al que el Contrato Social da solución». ¿Cuál es la solución? «Cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general...» Y así «dándose cada uno todo entero, la condición es igual para todos, y dándose cada uno a todos no se da a nadie en particular». Esta «voluntad general» es algo mítico, o, como dice Maritain, «especie de Dios social inmanente, yo común que es más yo que yo mismo, en el cual me pierdo para encontrarme, y al que sirvo para ser libre» (J. Maritain, Tres reformadores, 159).
    La soberanía del pueblo así entendida no es la antítesis del despotismo de la tiranía, sino de la concepción política representada por, la institución monárquica que privó en la Edad Media, inseparable de su religación .trascendente, que hacía del rey el representante de Dios en el orden político. La soberanía del pueblo se planteó, pues, como la antinomia de la soberanía de Dios sobre la sociedad. Se trata, así, de un elemento esencial en la Revolución. Jeremías Bentham, padre del utilitarismo radical inglés, declarado por la Convención ciudadano francés, en su «Tratado de la legislación civil y penal» afirma: «En ningún caso se puede resistir a la mayoría, aun cuando llegue ésta a legislar contra la religión y el derecho natural, aun cuando mande a los hijos que sacrifiquen a su padre». El literato y astrónomo Bailly decía, por su parte: «Cuando la ley ha hablado, la conciencia debe callarse». Semejante doctrina es el soporte del absolutismo más total, sin limite alguno, infinitamente superior al que se pretendía reemplazar.
    Hemos dicho más arriba que esta ideología acabaría por convertirse en una suerte de religión ciudadana, una profesión de fe puramente civil, cuyos artículos correspondería fijar a la voluntad general. Un solo pecado resta en esta nueva sociedad: apartarse de la voluntad general, ser «faccioso», en cuyo caso el reo podrá ser desterrado del Estado o incluso condenado a muerte.
    Este monismo religioso se hace inescindible de un tipo determinado de educación, aquel que el mismo Rousseau expuso en su Emilio, tendiente a formar un Hombre Nuevo, es decir, un hombre libre de las antiguas inclinaciones y valores, un hombre que aprende a hacer siempre suya la voluntad general.
    Maritain ha compendiado de manera diáfana el proyecto de Rousseau, presentándolo en continuidad con el de Lutero: «Laicizar el Evangelio y conservar las aspiraciones humanas del cristianismo suprimiendo a Cristo: tal es lo esencial de la Revolución. Rousseau ha consumado la operación inaudita, comenzada por Lutero, de inventar un cristianismo separado de la Iglesia de Cristo; es él quien ha acabado de naturizar el Evangelio; es a él a quien debemos ese cadáver de ideas cristianas cuya inmensa putrefacción envenena hoy al universo» (Tres reformadores... 171-172. Para el conjunto del tema cf. E. Díaz Araujo, Prometeo desencadenado... 39-53).
    b) Contenido ideológico de la Revolución
    Tratemos ahora de sistematizar los fundamentos principales del espíritu revolucionario. El primero de ellos es el naturalismo. El Cardenal Pie, que ha penetrado con tanta agudeza el espíritu de la Revolución Anticristiana (cf. nuestro libro El Cardenal Pie, Gladius, Buenos Aires, 1987, sobre todo 269-322), ve en el naturalismo la tesitura primordial de la Revolución, la ley que rige a sus hombres, impregnando sutilmente todos los ambientes de la sociedad. Los que profesan el naturalismo encuentran superfluo el orden sobrenatural, considerando que la naturaleza posee en sí las luces, fuerzas y recursos necesarios para ordenar las cosas de la tierra, el entero orden temporal, y para conducir a los hombres a su meta verdadera, a su destino final de felicidad. La naturaleza se basta y se convierte poco a poco en el horizonte último del hombre inmanentizado. Y lo que falta al individuo, necesariamente impotente como tal para alcanzar la felicidad, según lo demuestra cruelmente la experiencia, lo encontrará sin salirse de ese orden en el conjunto, en la humanidad, en la colectividad.
    El naturalismo se revela así como la antítesis del cristianismo. El misterio central del cristianismo es la encarnación del Verbo. Dios se hace hombre para que el hombre se haga Dios con la ayuda de la gracia. El fin del cristianismo no es sino la elevación del hombre al orden sobrenatural. Prescindiendo el naturalismo del misterio de la Encarnación del Verbo, impugnando la adopción divina del hombre como si se tratara de algo denigrante para el mismo, atenta frontalmente contra el cristianismo no sólo en su fuente sino en todas sus derivaciones, erigiendo un dique capaz de impedir la penetración de lo sobrenatural en el orden natural. El naturalismo es el error central de la Revolución, el que está en el origen de todos los demás.
    El segundo fundamento del espíritu revolucionario es el racionalismo, una de las vertientes del naturalismo. Esa naturaleza en la que el hombre se encastilla, y en la que se parapeta contra el Dios que desciende para elevarlo, se concreta ante todo en la razón. Admirable es, sin duda, la razón del hombre, vestigio de la inteligencia de Dios. Pero el hombre de la Revolución se extasía ante ella sin atender a la fuente de donde proviene. No resulta un hecho fortuito que la exaltación racionalista llegase a su paroxismo en la adoración de la Diosa Razón, simbolizada en aquella prostituta que en los días aciagos de la Revolución Francesa reemplazó a la imagen de Nuestra Señora nada menos que en Notre-Dame de París. Y aun cuando no se arribe a un extremo tan impresionante, el presupuesto indiscutido de –dicha tendencia es que cualquier doctrina que reconozca otra autoridad diversa de la razón, se deshonra a sí misma. El hombre se convierte en la luz de su propia inteligencia y también, consecuentemente, en la norma de su propio obrar. De este modo, tanto la razón especulativa como la razón práctica encuentran en el interior del hombre su raíz última.
    Los hombres de la Revolución Francesa enarbolaron altivamente la bandera del racionalismo. El nombre de «filósofos», con que se auto denominaban sus pensadores, era algo así cómo el signo de reconocimiento de la mentalidad iluminista, tan acabadamente expresada en el espíritu de la Enciclopedia. Pero, según bien dice el Cardenal Pie, ¿cómo calificar de filósofo, es decir, de amigo de la sabiduría, a quien no quiere saber nada con la Sabiduría eterna que ha bajado a la tierra?
    El racionalismo fue así la cara intelectual del naturalismo. La independencia, la emancipación de la razón, he ahí su máxima suprema.
    El tercer principio basal de la Revolución Francesa es el liberalismo, otra expresión del naturalismo, su refracción, esta vez en el ámbito de la política. Entre los diversos slogans de la Revolución ninguno más atractivo y convocante que el de la libertad: libertad de pensamiento, libertad de prensa, libertad de religión...
    Pero el liberalismo no es simplemente la defensa de la libertad. Es un modo de concebir la vida, franqueada de toda religación, trascendente o corporativa, que pueda circunscribirla. Nace así el liberalismo democrático o la democracia liberal, en estrecha conexión con la posición de la filosofía idealista alemana de Kant y Hegel. El idealismo pretende que es la inteligencia, por el acto de conocer, la que constituye al ser. Con lo cual el hombre, en cierta manera, se sustituye a Dios. Porque sólo de Dios se puede decir que la idea precede a la realidad. Dios tiene en su mente los modelos, los arquetipos, y porque los posee en su inteligencia los reproduce en la realidad, los crea o hace reales. En cambio, cuando se trata del hombre, primero es el ser y luego el conocer. El idealismo invierte el orden, endiosando indebidamente al hombre.
    Abundando en esta temática escribe E. Gelonch Villariño: «Como el ser ya no cuenta, no hay una realidad independiente de la idea que hay en mi entendimiento, no puede haber ciencia del ser o metafísica, y sólo queda el entendimiento con sus ideas, sin que la verdad de éstas pueda ser medida, y tampoco hay verdad absoluta. Lo que habrá, serán opiniones relativas, individuales, no opiniones más verdaderas que otras, superiores a otras. A la unidad de la verdad se la reemplaza con la pluralidad de las opiniones; e incluso se puede pensar que una cosa es así hoy, y mañana pensar de otro modo, porque aplicamos el libre examen, el principio que Lutero aplicaba al orden religioso. Las cosas no son como son; son como a nosotros nos parece, como las pensamos; y tenemos derecho a pensar.; las de esta manera, como nuestro vecino de la suya» (El sentido de la Revolución, Convictio, Córdoba, 1978, 5-6). Es el triunfo de la opinión sobre la verdad, un signo inequívoco de decadencia. Bien dijo Reine, extasiado ante la belleza de la catedral de Amberes: «Los hombres que construyeron esto tenían dogmas. Nosotros sólo tenemos aún opiniones. Con opiniones no se construyen catedrales».
    En oposición al cristianismo medieval, el liberalismo, en el mejor de los casos, «tolera» que Cristo sea reconocido por algunos en la sociedad, con tal de que estén dispuestos a creer que no es la única verdad, que renuncien a la Realeza del Señor, que consideren la suya como una opinión más.
    El naturalismo invade así el campo de la sociedad política a través del ariete del liberalismo, arrebatándole a aquélla sus religaciones teológicas, o en otras palabras, el naturalismo filosófico encuentra su aplicación social en el naturalísmo político, es decir, en aquel sistema según el cual el orden cívico no tiene relación alguna de dependencia respecto del orden sobrenatural, tratándose de que dicho error sea reconocido como dogma social y como ley de los Estados. Es curioso, pero acá se pasa de nuevo de la opinión al dogma, se hace dogma de la opinión democrática liberal, expresada por la voluntad general. «Es imprescindible establecer el despotismo de la líbertad», afirmaba Marat.
    No podemos explayarnos acá sobre el sentido de la democracia liberal, predileccionada por la Revolución Francesa, en base a la «soberanía del pueblo». Sólo digamos que más que una «forma de gobierno» nueva –la democracia ya existía desde la antigüedad–, es una «forma de vida», una cosmovisión, una ideología casi religiosa (cf. E. Díaz Araujo, Prometeo desencadenado… 38-39). Hay que distinguir, pues, entre «democracia», forma de gobierno, y «democracia», forma de vida.
    El análisis más notable que conozco acerca de la democracia así entendida lo he encontrado en una obra de Berdiaieff, donde el pensador ruso analiza con la brillantez que lo caracteriza el tema de la verdad y las mayorías, del optimismo democrático sobre la base de la bondad natural del hombre, del progreso indefinido, etc. (cf. Una nueva Edad Media…, 196-204).
    No deja de ser revelador que fuera la Revolución Francesa, en su afán por exaltar la individualidad, la que aboliese lo que quedaba de las corporaciones medievales. Será Le Chapelier quien en 1790 obtendría dicha resolución de la Asamblea Nacional Constituyente. De ahí que en la «Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano» no aparezca el «derecho de asociación» y de reunión. El hombre quedaba solo, cada vez más solo, frente a un Estado omnipotente, cada vez más omnipotente.

    4. La Revolución Soviética
    Es la otra gran Revolución de los últimos tiempos, en perfecta continuidad con las etapas anteriores. En el siglo XIX era opinión generalmente aceptada que las transformaciones económicas de la sociedad estaban en el origen de los cambios políticos. Marx consagraría esta idea en su «Manifiesto Comunista», sosteniendo que la producción y los intercambios económicos constituían la base –la infraestructura– de la historia política e intelectual, y por tanto la historia debía ser entendida como una historia de lucha de clases entre los explotados y los explotadores; si la clase explotada lograba emanciparse, arrastraría en su proceso libertario a la entera sociedad. Lo cual es evidentemente falso, ya que en el proceso que caracteriza a toda gran revolución –como lo hemos visto en el caso de la francesa– primero se produce una transformación espiritual; después, provocado por ésta, un cambio en la filosofía social, y consecuentemente en la organización del orden político; por último, una mutación económica, como resultado de la nueva estructura política.
    No nos detendremos en el análisis de la revolución soviética. Lo hemos hecho ya, y ampliamente, en otro lugar (cf. nuestro libro De la Rus’ de Vladímir al «hombre nuevo» soviético... 183-446). Lo que queremos ahora destacar es cómo dicha Revolución constituye un jalón fundamental en el proceso destructivo de la post-cristiandad. Si la Reforma negó a la Iglesia Católica, manteniendo su fe en Cristo y en Dios; y la Revolución Francesa negó no sólo a la Iglesia sino también a Cristo como Dios encarnado, aun cuando se siguiese creyendo en un Dios remoto, gran arquitecto; el marxismo agrega la negación de Dios, o mejor, engloba la totalidad de la negación: de la Iglesia, de Cristo y también de Dios.
    Ya decía Pío XII: «En estos últimos siglos [el enemigo] trató de realizar la disgregación intelectual, moral y social de la unidad del organismo misterioso de Cristo. Quiso la naturaleza sin la gracia; la razón sin la fe; la libertad sin la autoridad; a veces, la autoridad sin la libertad. Es un ‘enemigo’ que se volvió cada vez más concreto, con una ausencia de escrúpulos que todavía sorprende: ¡Cristo sí, Iglesia no! Después: ¡Dios sí, Cristo no! Finalmente el grito impío: ¡Dios ha muerto! y hasta ¡Dios jamás existió!» (Alocución a la Unión de Hombres de la Acción Católica Italiana, 12 de octubre 1952).
    El marxismo no es, pues, un aerolito que cae del espacio y se introduce en la historia, sino que está en perfecta continuidad con las subversiones anteriores. El mismo Marx ha trazado la genealogía de la Revolución, en completo acuerdo –o coincidencia– con los textos de los Papas: «...El pasado revolucionario de Alemania es teórico; es la Reforma. En esa época, la revolución comenzó en la cabeza de un monje; hoy, ella comienza en la cabeza de un filósofo [Hegel o Feuerbach]. Si el protestantismo no fue la verdadera solución, fue por lo menos la verdadera posición del problema... Cuando rechazo la situación alemana de 1843, estoy, según la cronología francesa, apenas en el año 1789».
    También Gramsci ha señalado las «paternidades» del marxismo: el Renacimiento, la Reforma, la filosofía idealista alemana, la literatura y la política de la Revolución Francesa, la economía liberal inglesa, el laicismo (cf. nuestro Antonio Gramsci y la revolución cultural, Corporación de Abogados Católicos, Buenos Aires, 19904, sobre todo 9-11). Entre tales paternidades destaquemos la de la Revolución Francesa, su antecesora directa. Díaz Araujo ha subrayado la estrecha concatenación que existe entre las dos grandes revoluciones de los tiempos modernos. En última instancia no son sino dos momentos del mismo espíritu revolucionario. Ya Spengler había señalado en «Años Decisivos», que el jacobinismo era «la forma temprana» y el bolchevismo «la forma tardía» de la revolución moderna. Porque ambos, en definitiva, se inspiran en la actitud del Prometeo mitológico, el rebelde ante los dioses (cf. Prometeo desencadenado... 1-2).
    Señalemos una coincidencia interesante entre la Revolución francesa y la soviética: la universalidad de ambas. La Francia del 89 no proclamó los «derechos de los franceses» sino los «derechos del Hombre», en general, y la Unión Soviética no dijo «Proletarios de la Unión Soviética, uníos» sino «Proletarios del mundo, uníos».
    Antoine de Saint-Exupéry, por su parte, ha comparado en una de sus novelas lo que ambas revoluciones significaron en los últimos tiempos. La imagen del orden social de la Edad Media, nos dice, se concretaba en las catedrales góticas. El proyecto liberal supuso la demolición de la catedral, donde cada piedra estaba ordenada jerárquicamente hacia un fin común, que era la adoración a Dios, y la dispersión por el terreno de todos los bloques sillares. La respuesta socialista consistió en apilar simétricamente todas aquellas piedras antes diseminadas por el liberalismo, formando un cubo de granito en el que tanto las piedras talladas como las toscas, las grandes como las chicas, quedaban homogeneizadas, igualadas, para un altar sin Dios ni trascendencia.
    También Dostoievski, con sus grandes dotes de profeta, previó el camino que seguiría la Revolución, según la dialéctica misma de sus principios. Fue sobre todo en su magnífica novela «Demonios» donde dejó en claro por qué de padres liberales nacerían hijos socialistas. El comprendió, como pocos, que el socialismo en Rusia, más allá de sus pronunciamientos económicos o sociales, era una cuestión religiosa –la cuestión del ateísmo–, que la preocupación de los intelectuales rusos de antes de la Revolución no era propiamente la política, sino la salvación de la humanidad al margen de Dios y contra Dios. No en vano Marx dejó escrito en su tesis doctoral: «[La filosofía]... hace suya la profesión de fe de Prometeo: “En una palabra, odio a todos los dioses”...»
    Pero no bastaba con matar a Dios. Había que suplirlo. El marxismo pretenderá ser una religión invertida. «Buscamos destronar a Dios para poner al hombre en su lugar», confesaría el mismo Marx. Y también: «El hombre es para el hombre el ser supremo» (cf. Introducción a la Filosofía del Derecho de Hegel, Diferencia entre las filosofías de la naturaleza de Demócrito y de Epicuro). Porque si la Revolución Francesa constituyó una suerte de «religión laica», también la Revolución Soviética, su hija, asumiría todos los aspectos de una auténtica religión, con su credo, su moral, su liturgia, su autoridad doctrinal (cf. nuestro libro De la Rus’ de Vladímir al «hombre nuevo» soviético... 269-304).
    Tanto la Revolución Francesa como la Revolución Soviética criticaron la religión y destacaron sus defectos. Pero en el fondo la atacaban por lo bueno que tiene. No odiaban al cristianismo en razón de las imperfecciones de quienes lo profesaban –aunque usasen de ello como útil argumento–, sino por lo que era en sí mismo. Lo que odiaban era el reconocimiento de la creaturidad y dependencia del hombre. De ahí el odio teológico que revelan sus dirigentes. Pocos años antes de la Revolución, en diciembre de 1913, Lenin decía en carta a Gorki: «Millones de inmundicias, de suciedades, de violencias, de enfermedades, de contagios, son mucho menos temibles que la más sutil, la más depurada, la más invisible idea de Dios... Dios es el enemigo personal de la sociedad comunista».
    Así como de la democracia liberal inspirada en la Revolución Francesa nos ha dejado Berdiaieff un análisis excelente, también lo ha hecho tratando del socialismo. Recomendamos su lectura (cf. Una nueva Edad Media, 206-223).

    5. Hacia una visión sintética: del Renacimiento a la Revolución soviética
    Intentemos una visión de conjunto del camino recorrido. Lo haremos recurriendo a las inteligentes observaciones que al respecto hemos encontrado en Berdiaieff. Según él, tanto la Revolución Francesa del siglo XVIII como el positivismo y el socialismo del siglo XIX son las consecuencias del humanismo que comenzó a imponerse a partir del Renacimiento, al mismo tiempo que los síntomas del agotamiento de su poder creador (cf. ibid. 30-31).
    En el Renacimiento, el hombre comenzó el proceso de su autoexaltación. El florecimiento de lo humano no era posible sino en el grado en que el hombre tenía conciencia, en lo más profundo de su ser, de su verdadero lugar en el cosmos, conciencia de que por encima de él había instancias superiores. Su perfeccionamiento humano sólo resultaba factible mientras se mantuviese ligado a las raíces divinas. Al comienzo del Renacimiento, el hombre tenía aún esa conciencia, reconocía todavía el sentido trascendente de su existencia. Pero poco a poco se fue deslizando hacia la ruptura. El Renacimiento pudo ser un progreso, un desemboque enriquecedor de la Edad Media. Mas no fue así, al menos si lo juzgamos por el desarrollo histórico que provocó, si lo juzgamos por lo que desencadenó. «Se ofrece al hombre una inmensa libertad –escribe Berdiaieff–, que es el inmenso experimento de las fuerzas de su espíritu. Dios mismo, por decirlo así, espera del hombre su acción creadora, su aportación creadora. Pero, en lugar de volver hacia Dios su imagen creadora y de entregar a Dios la libre sobreabundancia de sus fuerzas, el hombre ha gastado y destruido esas fuerzas en la afirmación de sí mismo» (ibid., 68-69).
    La paradoja no deja de ser dolorosa. El Renacimiento se inauguró con la afirmación gozosa de la individualidad creadora del hombre pero al agotarse sus virtualidades se clausuró con la negación de esa individualidad. El hombre sin Dios deja de ser hombre: tal es para Berdiaieff el sentido religioso de la dialéctica interna de la historia moderna, de la historia de los últimos cinco siglos, historia de la grandeza y decadencia de las ilusiones humanistas. Paulatinamente el hombre se fue desvinculando de sus religaciones trascendentes, y vaciada su alma, acabó convertido en esclavo, no de las fuerzas superiores, sobrehumanas, sino de los elementos inferiores e inhumanos. La elaboración de la religión humanista, la divinización del hombre y de lo humano, constituyen precisamente el fin del humanismo, su autonegación, el agotamiento de sus fuerzas creadoras. De la auto-afirmación renacentista a la auto-negación moderna.
    En nuestra época ya se ha extenuado el libre juego renacentista de las potencias del hombre, al cual debemos el arte italiano, Shakespeare y Goethe. En nuestra época se desarrollan fuerzas hostiles, que aplastan al hombre. Hoy no es el hombre quien está liberado, sino los elementos inhumanos o infrahumanos que él desatara y cuyas oleadas lo acosan por todas partes (cf. ibid. 60-62). Estamos de nuevo en presencia de esa verdad paradojal, es a saber, que cuando el hombre se somete a un principio superior, suprahumano, se consolida y afirma, mientras que se pierde cuando resuelve permanecer encerrado en su pequeño mundo, lejos de lo que lo trasciende (cf. Le sens de l’histoire..., 161-162).
    El pensador ruso ha encontrado otra formulación para explicar lo mismo. Se ha llegado a considerar el proceso de la historia moderna, afirma, como el de una progresiva y creciente emancipación. «Pero ¿emancipación de qué, emancipación para qué? Los tiempos modernos no lo han sabido. Se hubieran visto en definitiva muy apurados para decir en nombre de quién, en nombre de qué. ¿En nombre del hombre, en nombre del humanismo, en nombre de la libertad y de la felicidad de la humanidad? No se ve ahí nada que sea una respuesta. No se puede libertar al hombre en nombre de la libertad del hombre, por no poder el hombre ser la finalidad del hombre. Así nos apoyamos sobre un vacío total. Si el hombre no tiene hacia qué elevarse, queda privado de sustancia. La libertad humana aparece en este caso como una simple fórmula sin consistencia» (Una nueva Edad Media… 92-93).
    Berdiaieff creyó encontrar la mejor prueba de su aserto considerando lo acaecido en el campo del arte. El Renacimiento exaltó la imagen del hombre, su rostro clarividente, su torso musculoso, pero las corrientes estéticas del siglo xx han sometido la forma humana a un profundo quebranto, la han desvencijado. El hombre, imagen de Dios, tema obligado y excelso del arte, desaparece al fin, descompuesto en fragmentos, como se puede ver en Picasso, sobre todo en el Picasso del período cubista (cf. Le sens de l’histoire... 153-155). Algo semejante se produce en el campo de la música moderna, en la que hacen irrupción elementos caóticos.
    El mismo proceso es advertible en el campo del conocimiento. Hemos visto en qué grado la Revolución Francesa exaltó la razón del hombre, hasta llegar a endiosarla. Y recientes escuelas filosóficas no trepidaron en negar la posibilidad de que la razón humana fuese capaz de acceder a la verdad. Berdiaieff compara el proceso gnoseológico con el proceso seguido por el arte: en la gnoseología crítica hay algo que recuerda al cubismo. A fuerza de atribuir suficiencia al conocimiento no sólo para autodefinirse y autoafirmarse, sino también para develar la totalidad de los problemas, llega el hombre a la negación ya la autodestrucción de su propia capacidad de inteligir. Perdido su centro espiritual y negado el origen trascendente de su inteligencia, reflejo del Logos divino, el hombre se pierde a sí mismo y renuncia a su capacidad de entender (cf. Una nueva Edad Media... 51-53).
    Dos hombres dominan el pensamiento de los tiempos modernos, Nietzsche y Marx, que ilustran con genial acuidad las dos formas concretas de la autonegación y autodestrucción del humanismo. En Nietzsche, el humanismo abdica de sí mismo y se desmorona bajo la forma individualista; en Marx, bajo la forma colectivista. Ambas formas han sido engendradas por una sola y misma causa: la sustracción del hombre a las raíces trascendentes y divinas de la vida. Tanto en Marx como en Nietzsche se consuma el fin del Renacimiento, aunque en formas diversas. Pero en ninguno de los dos casos se ha consumado con el triunfo del hombre. Después de ellos, ya no es posible ver en el humanismo moderno un ideal esplendoroso, ya no es posible la fe ingenua en lo puramente humano (cf. N. Berdiaieff, op. cit., 40-42).
    Berdiaieff ha caracterizado de dos maneras el largo proceso de los últimos siglos. En primer lugar, dice, se ha producido un gigantesco desplazamiento del centro a la periferia. Cuando el hombre rompió con el centro espiritual de la vida, se fue deslizando lentamente desde el fondo hacia la superficie, se fue haciendo cada vez más superficial, viviendo cada vez más en la periferia de su ser. Pero como el hombre no puede vivir sin un centro, pronto comenzaron a surgir en la superficie misma de su vida, nuevos y engañosos centros. Emancipados sus órganos y sus potencias de toda subordinación jerárquica, se proclamaron a sí mismos centros vitales, avanzando el hombre, siempre más, hacia la epidermis de su existencia. En nuestro siglo, el hombre occidental se encuentra en un estado de vacuidad terrible. Ya no sabe dónde está el centro de la vida. Ni siente profundidad bajo sus pies. Entre el principio y el fin de la era humanista, la distancia es formidable y la contradicción aterradora (cf. ibid., 16).
    Asimismo Berdiaieff considera este transcurrir de la modernidad como un trágico y secular desplazamiento de lo orgánico a lo mecánico. El fin histórico del Renacimento trajo consigo la disgregación de todo cuanto era orgánico, la Cristiandad, las corporaciones, el orden político. Al comienzo, en sus primeras fases, dicha dispersión fue considerada como si se tratase de una liberación de las potencias creadoras del hombre, expeditas ahora para llevar adelante un juego autónomo. Mas no fue así, ya que dichas potencias se vieron constreñidas a subordinarse a nuevos engranajes sociales, cuyo símbolo fue la máquina, a la que debieron someterse. No es ello de extrañar ya que «cuando las potencias humanas salen del estado orgánico, quedan inevitablemente sujetas al estado mecánico» (ibid., 43).
    En relación con este tema señala Thibon que, a diferencia del hombre de la Cristiandad, impregnado de las corrientes que proceden de los otros dos mundos, es decir , asentado sobre lo elemental y coronado con lo espiritual, el hombre moderno no sólo ha perdido sus conexiones con el orden sobrenatural, sino también, en buena parte, con la naturaleza misma: «La sociedad feudal tenía echadas sus raíces en la naturaleza y en la vida por el primado de la fuerza y del coraje físico, por la pertenencia a la tierra, por la herencia y el respeto de la ley de la sangre, y recibía el influjo espiritual y religioso por el juramento, la fidelidad, el espíritu caballeresco y todas las formas de sacralización del pacto social... La parte más ostensible de la sociedad actual, con sus jerarquías, basadas en el dinero anónimo y en el Estado abstracto; sus celebridades, agigantadas por la propaganda; sus autoridades, brotadas del azar y de la intriga, corresponde exactamente al segundo tipo. Vacías de la savia de la tierra y de la savia del cielo... ¿Cómo extrañarse, en estas condiciones, de la proliferación de flores artificiales? Son las únicas que no necesitan raíces ni savia».
    Proyectemos una mirada teológica a este largo y doloroso proceso de abandono de Dios y de Cristo, así como de abdicación de la Cristiandad. El motus rationalis creaturæ ad Deum (el movimiento de la creatura racional hacia Dios), que era la fórmula ética de Sto. Tomás, se transformó en un motus rationalis creaturæ a Deo (movimiento de la creatura racional desde Dios), que es la fórmula de la modernidad. Casaubón nos ha dejado un análisis exquisito de dicho proceso desde el punto de vista filosófico y teológico, cuya lectura recomendamos (cf. A. Casaubón, El sentido de la revolución moderna, Huemul, Buenos Aires, 1966). Entre otras observaciones sumamente atinadas, señala que aun cuando este proceso haya sido altamente negativo, no se puede negar que la Revolución moderna ha producido también algunos resultados buenos. No es ello insólito, señala, ya que si las fuerzas con que cuenta el hombre, puestas por Dios en él para que se lancen a lo sobrenatural, a lo infinito, cual meta suprema de sus aspiraciones, en los tiempos modernos se abocaron casi exclusivamente a lo finito, como si éste fuese su fin último, resulta lógico que en este campo haya habido notables logros. Se refiere principalmente a los progresos técnicos y científicos. «Mas esos logros –añade–, en tanto que son hechos con espíritu de rebeldía antiteológica, son la contrapartida de las grandes pérdidas operadas en los planos ético, antropológico, filosófico, metafísico y teológico: porque aquellas potencias [la inteligencia y la voluntad], precisamente por su “conversio”, tienen, para autojustificarse, que negar el “hilo de oro” que religa todas las cosas a Dios, como reconociera con nostalgia el propio Hegel» (ibid., 74).
    Genial a este respecto la reflexión de Thibon: La locura revolucionaria, afirma, consiste en exigir lo imposible, es decir, lo infinito, a lo finito, buscar la felicidad en las contradicciones de la vida mortal, el espíritu en la materia, y lo divino en lo humano. Es exactamente el mismo imposible que la gracia nos da. Porque «lo que es imposible para los hombres es posible para Dios».
    El complejo proceso de la Revolución Moderna adquiere inteligibilidad si se lo considera a la luz de la parábola del hijo pródigo. Los hombres del Renacimiento pidieron a Dios la parte de su herencia, le pidieron el libre uso de su inteligencia, de su voluntad, de sus pasiones, para usarlas a su arbitrio. Al principio se sentían felices, pletóricos de impulso creador. Pero con el tiempo esa herencia se fue dilapidando, malbaratando, y los hombres comenzaron a sentirse vacíos, a experimentar hambre, y los que se habían negado a reconocer a su Señor divino buscaban ahora amos extraños con los cuales conchavarse. Acabaron apacentando cerdos. La parábola de Cristo es dura e irónica. El hombre quiso hacerse como Dios, según se lo insinuara la tentación paradisíaca*, y acabó reduciéndose al nivel de los animales. Bien afirma Thibon que «el hombre no escapa a la autoridad de las cosas de arriba, que lo alimentan, más que para caer en la tiranía de las cosas de abajo, que lo devoran». Es lo que dijo S. Agustín: «El que cae de Dios, cae de sí mismo».
    *En 1969 dijo Jacques Mitterrand, ex gran maestre del Gran Oriente Francés, y pariente cercano del que fue Presidente de Francia: «Si el pecado de Lucifer consiste en colocar al hombre sobre el altar en lugar de colocar a Dios, todos los humanistas cometen ese pecado desde el Renacimiento». Justamente ha escrito Vega Letapié: «Si la libertad desenfrenada se deriva del pecado de soberbia del non serviam de Lucifer, podemos encontrar el origen del principio de igualdad absoluta en el pecado de envidia en que cayeron nuestros primeros padres en el paraíso, al dejarse seducir por el pecado de la serpiente: Aperietur oculi vestri et eritis sicut Dei».
    Casaubón lo expresa a su modo: «Resulta evidente que el hombre, para exaltarse a sí mismo ante Dios, Cristo, la Iglesia y el orden cósmico, ha ido negando “progresivamente” a la Iglesia primero, a Cristo luego, a Dios enseguida, a la verdad especulativa, a la moral ya la belleza por último, autonegándose y empobreciéndose por lo mismo, para ponerse como epifenómeno de la economía, o de la libido, o de la raza. Por tanto, buscándose, se ha perdido, como ya lo preveía Cristo» (El sentido de la revolución moderna... 35).

    6. Un último proyecto: el Nuevo Orden Mundial
    Hoy se ha lanzado un nuevo grito de esperanza. Tras el derrumbe del coloso soviético, que resultó un gigante con pies de barro, hay quienes piensan que hemos llegado al umbral de los tiempos paradisíacos. Tanto los occidentales como los soviéticos «convertidos», sueñan con un presente poco menos que idílico. Baker, secretario de Estado de los EE.UU., ha hablado de «una comunidad euroatlántica que se extiende de Vancouver a Vladivostok» (Discurso en el Inst. Aspen de Berlín). El dirigente político alemán Strauss ha dicho: «Podríamos encontrarnos de hecho en el umbral de una nueva era política, que ya no está dominada por Marte, el dios de la guerra, sino por Mercurio, el dios del comercio y la economía». El nuevo ideal que reunirá a la humanidad, la preocupación primordial del hombre y de las naciones, serán las riquezas, naturales o producidas... ¿Será la «Mammona» que Cristo señalaba como el «señor» contrincante de Dios? No podemos servir a dos señores.
    Tal parece ser el punto de encuentro del ex-comunismo y del capitalismo: el hedonismo, el bienestar generalizado, por virtud del mercado, y de la ideología que ha vencido y que domina al mundo a través del influjo del espectáculo y de la propaganda de alcance satelital. Lo que contará, en suma, para la unificación de Europa y del mundo, será la economía a secas, la prevalencia de lo económico, un principio que es bien visto en Occidente y hace eco a la doctrina marxista del primado de la economía, o de la infraestructura, como había dicho Marx. ¿No será por eso que la unión de Europa comenzó por la economía común, el Mercado Común Europeo? Escribía hace unos años Elías de Tejada: «Esta Europa moderna, liberal, marxistizante, capitalista, burguesa, fraguada por revolucionarios de opereta reunidos en logias masónicas o supuestamente católicas, atea o agnóstica, es la antítesis de la Cristiandad... Ni sus instituciones ni su espíritu tienen nada de común con la Cristiandad» (cf. La Cristiandad medieval y la crisis de las instituciones, en «Verbo» 278, 1987, 43).
    Recientemente un consejero del Departamento de Estado de los EE.UU., Francis Fukuyama, ha dado forma a estas ideas en su famoso ensayo «¿El fin de la Historia?» (en The National Interest, 1989), donde señala el arribo del mundo a una época terminal, el fin de la historia, no en el sentido cristiano y esjatológico, sino en un sentido inmanentístico: el fin de la historia pero dentro de la historia. Y señala cómo ya Hegel había anunciado dicho término con motivo de la victoria de las huestes napoleónicas –y con ella, del espíritu de la Revolución Francesa– sobre los Imperios centrales. Es cierto que luego aparecieron algunas excrescencias, agrega, cómo el fascismo y el nazismo, que fueron derrotados en la segunda guerra mundial, y también el comunismo, que ahora cae hecho pedazos.
    En realidad, más que a Hegel, habría que remontarse a Kant, quien se refirió a este tema en diversas obras suyas como «La paz perpetua» y sobre todo «La idea de una historia universal desde el punto de vista cosmopolita». El ideal del cosmopolitismo, en el sentido moderno de la palabra, apareció por primera vez en el siglo XVIII, impregnando el espíritu de las dos revoluciones de dicho siglo, la norteamericana y la francesa. La idea prosiguió su curso en el siglo XIX y fue retornada por Teodoro Roosevelt, especialmente en el «Destino Manifiesto», donde se dice con toda claridad: «La americanización del mundo es nuestro destino». La tendencia a la mundialización se manifestó también en el filón socialista, esta vez sobre la base del proletariado: «Proletarios del mundo, uníos». Lenin esperaba que el capitalismo se suicidaría en brazos del socialismo. No sucedió así sino al revés. Lo que Dostoievski había predicho: de padres liberales, hijos socialistas, hoy se revierte: los hijos vuelven a sus padres.
    Las perspectivas no han por ello mejorado. En uno de sus últimos libros (Wendeszeit jür Europa?) el Cardenal Ratzinger escribe: «El derrumbe del marxismo no produce de por sí un estado libre y una sociedad sana. La palabra de Jesús según la cual al puesto de un espíritu inmundo echado vienen otros siete mucho peores (cf. Mt 12,43-45)..., se verifica siempre de nuevo en la historia». Y en un reciente discurso pronunciado en Praga (21 de abril 1991) el Santo Padre se encarga de aventar falsas ilusiones, como si el Espíritu Santo hubiese vencido juntamente con el capitalismo liberal. Lo único que ha pasado es que «un enemigo» ha caído como «una de las tantas torres de Babel de la historia».
    El actual intento apunta a una sociedad mundializada, a una nueva ecumene, una réplica de lo que fue la Cristiandad en la Edad Media, pero desacralizada. En la cumbre, los EE.UU, un poco más abajo, Japón y Alemania, y luego los demás. El mundo se irá convirtiendo en una periferia planetaria de Nueva York, dividida en una minoría que goza del «amerícan way of life» y una mayoría que hace cola esperando un paquetito de bienestar. Y entonces, con pocos años de retardo sobre su «1984», he aquí cumplida la predicción de Orwell. Tendremos finalmente el Superestado, con su gobierno mundial; el ministerio de Economía en alguna parte, entre Berlín y Tokio; el de Cultura en otro lugar, entre París y Los Ángeles; el del interior, quizás en Washington. Ya no habrá más ejércitos, ni soberanías nacionales; ya no habrá más guerras sino operaciones de policía, al estilo de la intervención norteamericana en Panamá.
    «En ese Estado homogéneo universal –escribe Fukuyama en su ensayo– todas las contradicciones son resueltas y todas las necesidades humanas son satisfechas. No hay lucha o conflicto sobre “grandes” asuntos y, consecuentemente, no hay necesidad de generales o estadistas: lo que queda es, principalmente, la actividad económica».
    Podríamos preguntarnos cuál será la sustancia filosófica del Nuevo Orden Mundial. Pensamos que el ideal del paraíso en la tierra. No deja de resultar notable que cuando Gramsci intentó definir la esencia del marxismo, no la hizo residir en su concepción económica, política o social, sino en una suerte de cosmovisión en torno a un fundamento que sirve de pedestal para todo lo demás: el principio de la inmanencia. Pues bien, pensamos que en este principio podrán comulgar tanto los ex-marxistas como la burguesía occidental. Al fin y al cabo Marx predicó «el paraíso en la tierra « y Occidente lo trató de traducir en los hechos con Su teoría del consumismo hedonístico (cf. a este respecto el artículo de A. Caturelli, El principio de inmanencia y el Nuevo Orden del Mundo, en «Gladius» 22, 1991, 87-130).
    Si es cierto que, como afirman diversos autores, no pueden existir hombres o pueblos sin religión, cabe preguntarse cuál será la religión del Nuevo Orden Mundial. Hay quienes creen que será la llamada , Nueva Era. Refiérese dicha denominación a la llamada «Era de Acuario», que comenzaría en el próximo milenio, sustituyendo a la «Era de Piscis»*. No podrá haber un gobierno mundial sin una religión mundial. A ese propósito opina el politicólogo francés Gilbert Siroc: «Esta religión no puede ser ninguna de las religiones existentes, sino alguna secta o movimiento que no tenga por centro a Dios, sino al hombre. Al hombre con facultades mentale s extraordinarias, unido a los Hermanos del Espacio, y nunca a Dios ni a las potestades espirituales». La New Age es una religión esencialmente ecléctica, con un poco de cada religión tradicional, incluida la católica. Pero no «teocéntrica», sino «antropocéntrica», como el mundo al que quiere dar alma.
    *Como se sabe, en la Iglesia primitiva el pez era el símbolo de Cristo. Terminará, pues, la era de Cristo, con sus ataduras, sus miedos, las ideas de culpa y de castigo, de sometimiento a Dios. Sobre la New Age, lo mejor que hemos leido es Medard Kehl, «Nueva Era» frente al cristianismo, Herder, Barcelona, 1990.
    Un Superestado, una sola religión, un totalitarismo de nuevo estilo, quizás con guantes blancos. Lo profetizaron no sólo Orwell, sino también Benson, Soloviev, y más recientemente Del Noce en su gran obra «II suicidio della Rivoluzione»*. Frente a este nuevo totalitarismo, el enemigo ya no será el fascista, ni el burgués, ni el comunista, sino el hombre de la trascendencia, es decir, todos aquellos que piensen que este mundo no es el definitivo, que el ser humano no es la realidad suprema, que la historia no es la metahistoria. A este hombre –aguafiesta en el festín de la inmanencia– quizás no se lo mande a ningún nuevo Gulag. Pero será marginado, o internado en un hospital psiquiátrico.
    *Un escritor italiano, Domenico Settembrini, cuenta que una vez Del Noce dijo: «Saben perfectamente cuánto detesto el comunismo. Pues bien, antes que vivir en esta sociedad, prefiero el comunismo». Mostraba cuán grande fuese su malestar por tener que vivir en una sociedad secularizada y consumista hasta la médula, como es la Italia de hoy (cf. en «Il Sabato» 2 de mayo 1991, 58).
    El Santo Padre está altamente preocupado por este tema. Precisamente convocó hace poco un Sínodo de los Obispos de Europa, en buena parte para encarar el futuro de dicho continente, ya través de él, de todo el mundo. A raíz del conflicto del Golfo y de la alineación de las naciones europeas detrás de los EE.UU., decía un obispo holandés: «Sin el alma, Europa estará condenada a hacer de comparsa». Y el Cardenal Groer, arzobispo de Viena, afirmaba en un reportaje: «Este sueño de la unidad europea, si carece de una fuerte connotación cristiana, corre el riesgo de transformarse en una pesadilla. Nos estamos moviendo hacia una enorme concentración de poder y no sabemos cómo será administrado. La unidad europea –me da la impresión– también podría facilitar el camino del advenimiento de un Gran Maestro, como describió Benson, o como lo plasmó Soloviev. El riesgo es más real de lo que puede parecer: una Europa unida y descristianizada puede transformarse en un ejemplo terrorífico de nuevo colectivismo, ejerciendo un dominio total sobre las conciencias obnubiladas por el hedonismo de masa. Sería el reino de la fría brutalidad, un reino infernal» (cf. «Esquiú», 1º de septiembre 1991).
    En sus viajes apostólicos al Este, a los países antes sometidos a la Unión Soviética, el Papa los ha exhortado a no dejarse diluir en una Europa sin fronteras y sin religión sino velar sobre «esta soberanía fundamental que cada Nación posee en virtud de la propia cultura... No permitáis que esta soberanía se vuelva presa de cualquier interés político o económico, víctima de hegemonías».
    En fin, frente a este nuevo espejismo histórico, último jalón, hasta ahora, del proceso de la Revolución Anticristiana, nos parecen altamente apropiadas las palabras del Cardenal Henri de Lubac: «No es verdad que el hombre no puede organizar la tierra sin Dios. Lo que es verdad es que, sin Dios, a fin de cuentas no puede organizarla sino contra el hombre. El humanismo exclusivo es un humanismo inhumano».
    La sociedad que patrocina el Nuevo Orden Mundial, lo confiesa Fukuyama, no será una sociedad feliz. «El fin de la historia –escribe en su ensayo– será un tiempo muy triste. La lucha por el reconocimiento, la voluntad de arriesgar la vida de uno por un fin puramente abstracto, la lucha ideológica mundial que pone de manifiesto bravura, coraje, imaginación o idealismo, serán reemplazados por cálculos económicos, la eterna solución de problemas técnicos, las preocupaciones sobre el medio ambiente y la satisfacción de las demandas refinadas de los consumidores. En el período post-histórico no habrá arte ni filosofía: simplemente la perpetua vigilancia del museo de la historia humana». Se acabará la patria y la religión (a lo más restringida esta última al seno de la familia); no habrá filosofía, ni coraje, ni idealismo alguno»... Una gran infelicidad dentro de la impersonalidad y vacuidad espiritual de las sociedades consumistas liberales», agrega el pensador japonés (cf. reportaje en «Somos» 9 de diciembre 1991, 26). ¡Qué acertado estuvo Dostoievski cuando profetizó que la humanidad perecería no por guerras sino de aburrimiento y de hastío! De un bostezo, grande como el mundo, saldrá el Anticristo.

    II. Rehacer la Cristiandad
    Frente al secular proceso del mundo moderno, o mejor, de la Revolución Moderna, caben diversas actitudes.
    Algunos se contentan con ser meros espectadores de los hechos, pensando que la historia tiene un curso poco menos que ineluctable, y que si se quiere ser «moderno» hay que aceptar el devenir de la historia, o dejarse llevar por lo que De Gaulle diera en llamar «le vent de l’histoire». Cosa evidentemente nefasta, y que pareciera presuponer la idea de que la historia es una especie de engranaje que se mueve por sí mismo, independientemente de los hombres, cuando en realidad la historia es algo humano, la hacemos los hombres, y su curso depende de la libertad humana, presupuesta, claro está, la Providencia de Dios.
    Otros piensan que hay que aceptar las grandes ideas del mundo moderno, si bien complementándolas con elementos de la espiritualidad cristiana. Tal sería, en líneas generales, por supuesto, el proyecto de la «Nueva Cristiandad» esbozado por J. Maritain. Resumamos su posición, que ha tenido gran influjo en amplios sectores de la Iglesia.
    Para Maritain la civilización cristiana medieval fue una verdadera civilización cristiana, concebida, dice, sobre «el mito de la fuerza al servicio de Dios»; la futura que él imagina, también es verdadera civilización cristiana, pero en base al «mito de la realización de la libertad». La Cristiandad que él sueña no brotará tanto del encuentro armonioso de la autoridad espiritual y del poder temporal, jerárquicamente asociados, sino de un futuro Estado laico o profano, al que la Iglesia hace llegar algunas influencias. Aquella unión, la del Medioevo, es para Maritain algo meramente teórico, irrealizable en la historia, una doctrina que vale como principio especulativo pero no práctico, no factible en la realidad. Ha expuesto tales ideas principalmente en sus obras «Réligion et Culture», «Du Régime Temporel», «Humanisme Intégral», «Primauté du Spirituel».
    La tesis propugnada por Maritain se basa en un presupuesto fundamental, a saber, la valoración positiva de la Revolución moderna. Para el filósofo francés, el gran proceso histórico que va del Renacimiento al Marxismo implica un auténtico progreso en una dirección determinada, y si bien dicho progreso no es automático y necesario, en cuanto que puede ser contrariado momentáneamente, lo es en cuanto que hay que creer, si no se quiere virar hacia la barbarie, en la marcha hacia adelante de la Humanidad.
    Se trata, pues, de asumir el proceso de los últimos siglos. ¿Cómo hacerlo? A juicio de Maritain, junto al cristianismo entendido como credo religioso, hay un cristianismo que es fermento de vida social y política, portador de esperanza temporal, que actúa en las profundidades de la conciencia profana, e incluso anticristiana. Y así escribe: «No fue dado a los creyentes íntegramente fieles al dogma católico, sino a los racionalistas proclamar en Francia los derechos del hombre y del ciudadano; a los puritanos en América dar el último golpe a la esclavitud; a los comunistas ateos abolir en Rusia el absolutismo del provecho propio» (Christianisme et Démocratie en Oeuvres Completes, vol. VII, Ed. Univ., Fribourg, Suisse, y Ed. Saint-Paul, Paris, 1988, 722). Con ello quiere afirmar que la obra realizada por la Revolución francesa y la Revolución soviética, al menos en algunos de sus principales logros, si bien ha sido llevada a cabo por racionalistas y comunistas, es en el fondo una obra «de inspiración cristiana».
    Maritain piensa que la ciudad futura, la «Nueva cristiandad», será una síntesis de la ciudad libertaria americana y de la ciudad comunista soviética. EE.UU. aportará su amor a la libertad, que ya existía en el espíritu de los Pilgrim Fathers, si bien corrigiendo su peligro de libertinaje y búsqueda del lucro, y Rusia aportará su comunitarismo y su mística del trabajo, si bien deberá corregir su totalitarismo colectivista. ¿No se parece esto al Nuevo Orden Mundial de que hablamos poco ha?
    Un cristianismo como fermento y no como credo: tal parecería ser la fórmula de Maritain en lo que hace al influjo de la Iglesia en la sociedad. Y ello entendido no como «tolerancia» de algo a lo mejor inevitable, sino como «bendición» de un mundo llegado por fin a su mayoría de edad. Su «Nueva Cristiandad» es esencialmente distinta de la Cristiandad medieval.
    Para Maritain, la Edad Media era ingenua, con ciertos ribetes infantiles o adolescentes. Los pueblos de hoy, en cambio, han alcanzado su madurez, no necesitando ya de «tutores», aunque entre éstos se cuente la Iglesia. Esta mayoría de edad está vinculada con la tesis de la «autonomía que ha alcanzado el orden profano o temporal, en virtud de un proceso de diferenciación y que no permite considerarlo Como ministro de lo espiritual» (Humanisme Intégral, en Oeuvres Completes, vol. VI, Ed. Univ., Fribourg, Suisse, y Ed. Saint-Paul, Paris, 1984, págs. 490-491). Quien entre nosotros ha estudiado mejor el pensamiento de Maritain es el P. Julio Meinvielle (cf. sobre todo De Lamennais a Maritain, Nuestro Tiempo, Buenos Aires, 1945).
    Huelga decir que no podemos compartir la posición de Maritain. A nuestro juicio, el gran proceso de la Revolución Moderna, que más allá de sus distintos jalones constituye una unidad, una sola gran Revolución, en diversas y sucesivas etapas, debe ser considerado en su conjunto como un proceso de decadencia, no de maduración. No se trata de un proceso dialéctico de negaciones sucesivas, sino de un desarrollo progresivo y sustancialmente en la misma dirección.
    Desde mediados del siglo XVIII la Iglesia ha venido condenando las sucesivas manifestaciones de la Revolución. Una y otra vez el Magisterio ha reiterado su juicio sobre lo que dio en llamar «el mundo moderno», entendido, como es obvio, no en sentido cronológico –siempre el mundo es moderno– sino axiológico. Podríamos alinear encíclicas, documentos, alocuciones de los Papas en el mismo sentido. Alguno podrá creer que el último Concilio, el Vaticano II, ha cambiado el juicio de la Iglesia sobre el mundo moderno.
    Quizás la clave de este aparente viraje nos lo ofrece Pablo VI cuando, en su solemne alocución del 7 de diciembre de 1965, con motivo de la clausura del Concilio, dijo: «Para apreciarlo dignamente [al Concilio] , es menester recordar el tiempo en que se ha llevado a cabo; un tiempo que cualquiera reconocerá como orientado a la conquista de la tierra más bien que al reino de los cielos; un tiempo en que el olvido de Dios, que parece, sin razón, sugerido por el progreso científico, se hace habitual; un tiempo en que el acto fundamental de la personalidad humana, más consciente de sí y de su libertad, tiende a pronunciarse en favor de la propia autonomía absoluta, desatándose de toda ley trascendente; un tiempo en que el laicismo aparece como la consecuencia legítima del pensamiento moderno y la más alta filosofía de la ordenación temporal de la sociedad; un tiempo, además, en el cual las expresiones del espíritu alcanzan cumbres de irracionalidad y de desolación; un tiempo, finalmente, que registra –aun en las grandes religiones étnicas del mundo– perturbaciones y decadencias jamás antes experimentadas». Y poco después agrega: «El humanismo laico y profano ha aparecido fínalmente en toda su terrible estatura y, en cierto sentido, ha desafiado al Concilio. La religión de Dios que se ha hecho hombre, se ha encontrado con la religión –porque tal es– del hombre que se hace Dios».
    ¿Por qué entonces, se dirá, el Concilio se ha inclinado con simpatía sobre ese mundo revolucionario? En esa misma alocución el Papa nos da la respuesta: «La antigua historia del Samaritano ha sido la pauta de la espiritualidad del Concilio». Es decir, se ha inclinado hacia ese mundo no para bendecir sus errores sino para curar sus llagas.
    Vistas las cosas con la perspectiva que nos ofrece la historia nos parece que acierta Berdiaieff cuando dice que hoy vivimos, no tanto el comienzo de un mundo nuevo, cuanto el término de un mundo viejo y caduco. Recuerda nuestra época el fin del mundo antiguo, la caída del Imperio Romano, el agotamiento de la cultura grecolatina. Ya no podemos creer –tras Hiroshima y el Gulag– en las teorías del progreso que sedujeron al siglo XIX, y según las cuales el futuro debía ser cada vez mejor, más humano, más vivible que el pasado que se aleja. «Más bien nos inclinamos a creer –escribe Berdiaieff– que lo mejor, lo más bello y lo más amable se encuentra, no en el porvenir, sino en la eternidad, y que también se encontraba en el pasado, porque el pasado miraba a la eternidad y suscitaba lo eterno» (Una nueva Edad Media… 11).
    Pero enseguida el pensador ruso agrega que no se trata de volver tal cual a la Edad Media sino a una nueva Edad Media, como lo ha dejado en claro al elegir el título para su gran libro. Nosotros preferiríamos decir: no una vuelta a la Edad Media, cosa imposible en sí, sino una vuelta a la Cristiandad. Sería ridículo, y por cierto que no es eso lo que propicia Berdiaieff, pretender un retorno liso y llano a la Edad Media: no podemos volver a vestirnos como los caballeros, ni restaurar el mester de clerecía y los cantos de los juglares. Menos aún nos es lícito experimentar nostalgia por los defectos del Medioevo. Nuestro anhelo de rehacer la Cristiandad incluye la corrección de los errores que mancharon aquella Edad gloriosa, y el aprovechamiento de los progresos técnicos de los últimos siglos, que de por sí son neutros y pueden ser bien utilizados. Berdiaieff es categórico: «¿Bajo qué aspecto se nos presenta la nueva Edad Media? Es más fácil tomar de ello los rasgos negativos que los rasgos positivos. Es, ante todo, el fin del humanismo, del individualismo, del liberalismo formalista de la civilización moderna, y el comienzo de una época de nueva colectividad religiosa... He aquí el paso del formalismo de la historia moderna, que al fin y al cabo nada ha escogido, ni Dios ni diablo, al descubrimiento de lo que constituye el objeto de la vida» (ibid., 114-115).
    Aquello a lo que aspiramos es a volver al meollo de la Cristiandad, a ese espíritu transido de nostalgia del cielo, a esa cultura que empalma con la trascendencia, a esa política ordenada al bien común, a ese trabajo entendido como quehacer santificante, volver a la verticalidad espiritual que fue capaz de elevar las catedrales, a la inteligencia enciclopédica que supo elaborar summas de toda índole, volver a aquella fuerza matriz que engendró a monjes y caballeros, que puso la fuerza armada al servicio no de la injusticia sino de la verdad desarmada, volver al culto a Nuestra Señora, ya la valoración del humor y de la eutrapelia.
    Tender a una nueva Cristiandad significa hacer lo posible para que la política, la moral, las artes, el Estado, la economía, sin dejar de ser tales, se dejen penetrar por el espíritu del Evangelio. ¿No significará acaso convertirse en reaccionario incubar un anhelo semejante?, se pregunta Berdiaieff. Y contesta admirablemente que lo que sí podría considerarse como propiamente «reaccionario» es la voluntad de retroceder a un pasado próximo, al estado de espíritu ya la manera de vivir que reinaban hasta el momento de un reciente trastorno. «Así, después de la Revolución francesa, era extremadamente reaccionario querer volver a la organización material y espiritual del siglo XVIII, organización que había precisamente engendrado la revolución; pero no era reaccionario querer volver a los principios medievales, a lo que en ellos hay de eterno, a lo que hay de eterno en el pasado. No se vuelve a lo que en el pasado es demasiado temporal, demasiado corruptible, pero puede volverse a lo que en él hay de eterno. Lo que en nuestros días debería considerarse reaccionario, sería una regresión a esos principios de los tiempos modernos que triunfaron definitivamente con la sociedad del siglo XIX y que vemos hoy descomponerse... El viejo mundo que se descompone y al que no puede volverse, es positivamente el de la historia moderna, con sus luces racionalistas, con su individualismo y su humanismo, su liberalismo y sus teorías democráticas, con su monstruoso sistema económico de industrialización y de capitalización, con la concupiscencia desenfrenada, su ateísmo y su soberano desdén del alma, su enfrentamiento de clases. ¡Ah! ciertamente volveríamos a entonar las palabras del canto revolucionario: “Reneguemos el viejo mundo” [se refiere, según creemos, a un himno del repertorio soviético], pero comprendiendo, con el nombre de viejo mundo, ese mundo de los tiempos modernos abocado a la destrucción» (Una nueva Edad Media... 85-86).
    Parecería una utopía soñar hoy con un renacimiento de la Cristiandad. También debió parecerlo pensar en ella, proyectarla, aunque más no fuera que con la imaginación, en la época de las catacumbas, o en el transcurso de las invasiones bárbaras. Y sin embargo, según lo dijimos al comienzo de este curso, tanto en uno como en otro caso; los mejores cristianos de aquellos tiempos jamás renunciaron a dicho proyecto, aun cuando no fuese posible de ser concretado inmediatamente. La llama de ese ideal nunca se perdió, al menos en la mente de los grandes, como por ejemplo S. Agustin, quien en medio de las tinieblas y los desastres de su época, escribió su luminosa obra «De Civitate Dei», que sería el libro de cabecera de la Cristiandad medieval.
    A ello hay que apuntar, aun hoy, en medio de la situación dramática en que nos toca vivir. Hacemos nuestras las vibrantes palabras de Berdiaieff: «Y nosotros debemos sentirnos no solamente los últimos romanos fieles a la antigüedad, eterna verdad y belleza, sino también los centinelas vueltos hacia el día invisible creador del futuro, cuando se levante el sol del nuevo Renacimiento cristiano. Quizás este Renacimiento se manifestará dentro de las catacumbas, no produciéndose más que para algunos. Quizás no tendrá lugar más que con el fin de los tiempos. No nos incumbe el saberlo. Pero lo que sí sabemos firmemente, en cambio, es que la luz eterna y la belleza eterna no pueden ser destruidas ni por las tinieblas ni por el caos. La victoria de la cantidad sobre la calidad, de ese mundo limitado sobre el otro mundo, es siempre ilusoria. Por lo tanto, sin temor y sin desaliento, debemos pasar del día de la historia moderna a esa noche medieval. Que se retire la falsa y mentirosa claridad» (ibid., 70).

    III. Los posibles aportes de Hispanoamérica
    Como quiera que el fin de este curso coincide con el año Centenario del Descubrimiento de América, nos parece adecuado cerrarlo aludiendo a dicho acontecimiento en relación con el tema de la Cristiandad.
    La España que nos conquista es la España de los Reyes Católicos, la de Isabel y Fernando; la España que nos educa es la España de Carlos V, ante todo, quien retomó la antigua noción romana de Imperio, según la cual todos los hombres eran considerados al modo de una gran familia, pero transfigurada por la idea de Imperio Católico como marco temporal de la expansión misionera del mensaje evangélico, entendiendo continuar el Imperio Carolingio y el Imperio Romano-Germánico; y también de Felipe II, bajo cuyo reinado «la cristiandad iberoamericana alcanzó su plenitud», según dice Caturelli en el magnífico libro que dio a luz en homenaje al Quinto Centenario (El Nuevo Mundo. El Descubrimiento, la Conquista y la Evangelización de América y la Cultura Occidental, Universidad Popular Autónoma del Estado de Puebla y Ed. Edamex, México, 1991, 357). Es la España del llamado Renacimiento español, que poco tiene que ver con el espíritu renacentista italiano o europeo, y cuyo mejor símbolo parece ser el Escorial, aquel edificio tan sobrio como imponente, edificado según los cánones arquitectónicos de los tiempos nuevos. España resurgió de su secular Reconquista con espíritu de Cristiandad. Podríase decir que cuando el Medioevo declinaba o directamente era erradicado en otros países de Europa, encontró un hogar acogedor en nuestra Madre Patria. Los mejores valores de la cultura grecolatina, asumidos por el Catolicismo, parecieron concentrarse en España y desde allí se irradiaron hasta nosotros.
    Hace una década Claudio Sánchez Albornoz, quien vivió muchos años en Buenos Aires, y recorrió diversas naciones de Hispanoamérica, escribió un libro notable sobre el tema que nos ocupa (La Edad Media española y la conquista de América, Cultura Hispánica, Madrid, 1982). «Sólo un pueblo sacudido por un desorbitado dinamismo aventurero –dice allí el fogoso historiador español–, tras siglos de batallas y de empresas arriesgadas, y con una hipersensibilidad religiosa extrema, podía acometer la aventura». De donde deduce que «América fue descubierta, colonizada, cristianizada y organizada como proyección de la singular Edad Media que padeció o gozó España». Más aún, no trepida en afirmar que «si los musulmanes no hubieran puesto pie en España, nosotros no habríamos realizado el milagro de América... La Reconquista es clave de la historia de España y raíz profunda, vivaz, magnífica, de la empresa de América».
    Y se explaya en su aserto. Durante siete siglos, «desde las peñas de la zona cántabro-astur, hasta Granada, con tristes intervalos y no pocos retrocesos temporales, la cristiandad hispana fue reconquistando el solar nacional». Pero la Reconquista no fue sólo el crisol del alma española, sino también su mejor preparación para la gesta de América: «Porque en el transcurso de la historia medieval, ningún pueblo de Occidente había tenido un entrenamiento parejo al de las gentes hispanas en aventuras conquistadoras y colonizadoras».
    El español vivió su Edad Media poniéndose frente a Dios en la actitud del caballero ante su señor, actitud que conservaría de cara a la hazaña de la conquista de América. Sánchez Albornoz pone en boca del hombre hispano la plegaría del vasallo feudal: «Soy tu espada, Señor, estoy combatiendo a tus enemigos y llevando tu nombre a nuevas tierras. Llevo tu cruz en mis banderas, a Ti consagro mis conquistas. Tu madre es la mía, y ella es también mi Dama, Nuestra Señora. Soy tu siervo, Señor, te rindo pleitesía; ayúdame a extender tu santo nombre ya honrar a Nuestra Señora, a los ángeles ya los santos varones que te sirvieron ayer...»
    El 2 de enero de 1492, en las almenas de Granada se alzó la enseña de Cristo, mientras que el estandarte de la Media Luna era arriado. En el mismo año, las carabelas avistaban América, precisamente el 12 de octubre, aniversario de la aparición de Nuestra Señora a Santiago, en el Pilar de Zaragoza.
    Es cierto que aquellas palabras de León XIII: «Hubo un tiempo en que...», que nosotros elegimos como umbral para el presente curso, se refieren directamente a la Cristiandad medieval. Sin embargo, como observa Caturelli, con derecho podemos aplicarlas a la Cristiandad que realizó España. «Después de la ruptura de la Reforma –escribe el filósofo cordobés–, la hispanidad de los Reyes Católicos, del Cardenal Cisneros y de los grandes Austrias, incluida Iberoamérica, constituía una cristiandad. Toda la sociedad hispanoamericana estaba impregnada del espíritu y la doctrina de la Iglesia Católica y se expresaba en sus leyes (téngase presente el admirable monumento de las Leyes de Indias), en sus instituciones tanto peninsulares cuanto americanas (las Indias de la tierra) , realmente vividos por todas las capas de la sociedad» (El Nuevo Mundo… 345).
    ¿No se muestra acaso medieval España por sus hazañas en América, por su reciedumbre, casi sobrehumana, yendo y viniendo sus soldados y sus misioneros a través de mares, montañas, selvas, desiertos, ríos y llanuras? Los siglos de lucha y esfuerzo contra el enemigo musulmán habían templado los espíritus y los cuerpos de sus guerreros, de sus labriegos, de sus misioneros y aun de sus místicos. El «honor», que como hemos visto tanto caracterizó al alma medieval, fue la columna vertebral del Descubrimiento y Conquista de América.
    La Edad Media, o mejor, el espíritu medieval, había encontrado en España el humus que necesitaba para fructificar. Aun recientemente Unamuno así lo reconocía: «Yo me siento con un alma medieval y se me antoja que es medieval el alma de mi patria; que ha atravesado ésta a la fuerza por el Renacimiento, la Reforma y la Revolución, aprendiendo sí de ellas, pero sin dejarse tocar el alma, conservando la esencia española de aquellos tiempos que llaman caliginosos».
    España nos trajo el Cristianismo y la Cristiandad. Nos trajo el Cristianismo, ante todo. «América celebra la llegada de la fe», dijo recientemente el Papa refiriéndose al aniversario que conmemoramos. Es la España que vino a proclamar la Buena Nueva a los indios, levantando templos dignos de la gloria de Dios y administrando sacramentos a los nuevos hijos de la Iglesia. Pero España nos trajo también la Cristiandad, porque evangelizó la política, enraizándola en un proyecto abierto a la trascendencia y suscitando gobernantes que se preocuparon por el bien común, como entre nosotros Hernandarias; evangelizó la cultura, creando Universidades y colegios por doquier , donde se enseñaban las ciencias naturales y sobrenaturales; evangelizó el arte, posibilitando la aparición de escuelas estéticas locales y obras de gran nivel, como las del arte cusqueño, etcétera.
    Juan Pablo II lo ha expresado con palabras encendidas: «Era el prorrumpir vigoroso de la universalidad querida por Cristo –“Id y haced discípulos a todas las naciones”– para su mensaje. Este, tras el concilio de Jerusalén, penetra en la Ecumene helenística del Imperio Romano, se confirma en la evangelización de los pueblos germánicos y eslavos (ahí marcan su influjo Agustín, Benito, Cirilo y Metodio) y halla su nueva plenitud en el alumbramiento de la cristiandad del Nuevo Mundo» («Pasado y futuro de la evangelización de Iberoamérica», Alocución a los obispos del CELAM, Santo Domingo, 12 de octubre 1984).
    Quizás el ejemplo más relevante de Cristiandad haya sido el que nos ofrecieron los Padres de la Compañía de Jesús en ese gran experimento sagrado que fueron las reducciones de los indios guaraníes, donde todo el orden temporal –trabajo, cultura, arte, familia, matrimonio, propiedad–... se veía vivificado por el espíritu del Evangelio. Basta con observar los restos que nos quedan de aquellos pueblos para advertir dicha preocupación: la casa de Dios, alta, espléndida, una catedral comparable con las europeas, se eleva verticalmente por sobre las casas de los hombres, como si desde su campanario estuviese imprimiendo sentido sobrenatural a todas las actividades naturales. Los treinta pueblos guaraníticos constituyeron una auténtica Cristiandad.
    España se transplantó a nuestras tierras y en ellas se arraigó. García Lorca ha señalado expresivamente la diferencia que en este sentido separa la colonización española de la inglesa: «Nueva York es la gran mentira del mundo... Los ingleses han llevado allí una civilización sin raíces. Han levantado casas y casas, pero no han ahondado en la tierra... Así como en la América de abajo nosotros dejamos a Cervantes, los ingleses en la América de arriba no han dejado a su Shakespeare».
    Así fuimos engendrados. Tal es nuestra matriz. Por eso, tanto el liberalismo como el marxismo apenas si han logrado echar raíces en el alma de nuestro pueblo. De ahí la insistencia de ambos para que olvidáramos nuestros orígenes y mirásemos hacia otros modelos, que antes pudo ser la Unión Soviética, y ahora los Estados Unidos. El primer paso para la instauración de cualquier ideología ajena al ser nacional es provocar el desarraigo, que se traduce, positivamente, en el proyecto de «colonización cultural». Hoy se nos exhorta a integrar el Primer Mundo, y a través de él, el Nuevo Orden Mundial. Por eso, ahora más que nunca, se hace necesario destacar aquello que nos diferencia del país hegemónico, lo cual ha expresado con notable sinceridad el norteamericano Waldo Frank, en su «Mensaje a la América Hispánica», hecho público en Madrid en 1930: «Vosotros [por los hispanoamericanos] habéis sido menos zapados por la fea Edad Moderna, menos corrompidos por el falso humanismo y racionalismo. Estáis más cerca del sentido de la vida humana, como drama trágico y divino, pues estáis más cerca de la Edad Media Cristiana, en que todos los valores de Judea, Grecia y Roma, formaron parte de un organismo cósmico. Tenéis valores, mientras que nosotros sólo tenemos entusiasmos» (Cit. en A. Buela, El sentido de América. Seis ensayos en busca de nuestra identidad, Ed. Nuestro Tiempo, Buenos Aires, 1990).
    La Hispanidad es quizás la alternativa valedera que estamos en condiciones de presentar frente al Nuevo Orden Mundial. Ya Pío XII pensaba que el mundo hispánico podía constituir una disyuntiva a los grandes bloques de nuestro tiempo. «España tiene una misión altísima que cumplir –dijo en una de sus alocuciones–, pero solamente será digna de ella si logra totalmente de nuevo encontrarse a sí misma en su espíritu tradicional y en aquella unidad que sólo sobre tal espíritu puede fundarse. Nos alimentamos, por lo que se refiere a España, un solo deseo: verla una y gloriosa, alzando en sus manos poderosas una Cruz rodeada por todo este mundo que, gracias principalmente a ella, piensa y reza en castellano, y proponerla después como ejemplo del poder restaurador, vivificador y educador de una fe»... (Alocución del 17 de diciembre 1942).
    Y hace poco, Juan Pablo II, en uno de sus viajes a España, lanzó una convocatoria en el mismo sentido, si bien dirigida a toda Europa, pero desde Compostela, corazón espiritual de la hispanidad: «Yo, obispo de Roma y pastor de la Iglesia universal, desde Santiago, te lanzo, vieja Europa, un grito lleno de amor: vuelve a encontrarte. Sé tú misma. Descubre tus orígenes. Aviva tus raíces. Revive aquellos valores auténticos que hicieron gloriosa tu historia y benéfica tu presencia en los demás continentes». Lo que así comenta Caturelli: «Es evidente que aquella ‘presencia benéfica’, la más profundamente benéfica ha sido la evangelización de todo un continente por obra de los misioneros de la España Católica. Pero la Europa de hoy, atrapada en la dialéctica producción-consumo y en el secularismo hedonista de la unión europea del Mercado Común (una suerte de anti-Cristiandad) está, por ahora, completamente sorda» (El Nuevo Mundo... 360).
    Levantemos, pues, las banderas de nuestra tradición nacional, greco-latina-hispánica-católica. Nuestra época, a pesar de su aparente triunfalismo, es una época de naufragio. No podemos permanecer como espectadores mudos. Es preciso actuar. Ante todo salvando, en la medida de nuestras fuerzas, los valores que hemos recibido y que todavía sobreviven. Transmitirlos a la siguiente generación. Y así como en este curso hemos hecho memoria de la Cristiandad medieval, evocando el verbo de S. Bernardo, la epopeya de las Cruzadas, el canto gregoriano, la política de S. Luis, las grandes Summas doctrinales de Sto. Tomás y de S. Buenaventura, las universidades y corporaciones, hagamos también profecía, proyectando en el horizonte de la historia el ideal de la Cristiandad que, por supuesto, se dará en formas nuevas, si bien en su sustancia igual a aquélla, ya que la Cristiandad no es otra cosa que el Reinado Social de Jesucristo, la impregnación evangélíca de la sociedad.
    «No, la civilización no está por inventarse –dijo S. Pío X–, ni la ciudad por construirse en las nubes. Ha existido, existe; es la civilización cristiana, es la ciudad católíca. No se trata más que de instaurarla y restaurarla sobre sus naturales y divinos fundamentos contra los ataques, siempre renovados, de la utopía nociva, de la rebeldía y de la impiedad: Omnia instaurare in Christo».
    Frente a un mundo que se encarniza con la idea misma de filosofía cristiana, de costumbres cristianas, de política cristiana, de cultura cristiana, y hasta de derecho natural, alentemos el renacimiento de un orden temporal vivificado por el espíritu del Evangelío, absolutamente diverso del mundialismo hedonista e inmanentista que se pretende instaurar. Hagamos eco a las palabras de Juan Pablo II: «Que se abran las puertas, todas las puertas, las de la política, de la economía, de la cultura, del arte, al Cristo Salvador».
    http://www.gratisdate.org/fr-fundacion.htm

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