Nada es nuevo bajo el sol. Ni siquiera la <<Economía Dirigida>>. ¡La Economía Dirigida! Pero si es tan vieja, acaso, como Europa. En la España medieval es, a lo menos, más vieja que el Rey Alfonso X el Sabio (1252-1284).
Pues si, Alfonso X fue un precursor de los estadistas de estos días. Conocemos mal aún la figura del Rey Sabio. Tuvo mala fortuna en sus gestas políticas. Fue desgraciado en sus relaciones familiares: vio morir a su primogénito don Fernando de la Cerda y vio alzarse contra él a su segundogénito, a don Sancho. Los hados –con tiara pontificia- le privaron del imperio de Alemania, para el que había sido electo. Sus escrúpulos y vacilaciones, de intelectual metido a Rey por los azares de la herencia, le hicieron perder su corona Castellana, a excepción de su leal Sevilla. Y hasta no le ha sido la historia favorable.
Y sin embargo, Alfonso el Sabio fue una figura extraordinaria. Y no sólo como mecenas, como animador de empresas de cultura de gran fuste, como iniciador genial de compilaciones jurídicas que han alcanzado eternidad, e incluso como hombre de letras y de ciencia. Vamos a verle intentando remontar la graves crisis económica que padecía el reino de Castilla cuando el ciñera su corona.
Si la historia de la economía española nos fuera conocida, es seguro que yo no podría hoy ofreceros nada nuevo. Pero como no es ése el caso por desgracia, me es lícito mostrarme orgulloso de mi caza.
Tras las conquistas, las crisis económicas
Conquistar reinos y provincias no es empresa sencilla. Pero no lo es, tampoco, digerir los reinos y provincias conquistados. A veces su asimilación engendra grandes problemas políticos a los conquistadores; pero siempre crea a éstos agudos trastornos económicos. No fueron breves ni flacos los que América suscitó a la economía metropolitana. Y no fue menor la crisis provocada en el reino de León y Castilla por los avances que siguieron a la batalla de las Navas de Tolosa, en 1212. En unas décadas se ocuparon las tierras entre el Tajo y la Sierra Morena; ganó Alfonso IX de León, Extremadura, y conquistó Fernando III el Santo Andalucía con la excepción del reino de Granada. Gran bocado. Pero la mayoría de las provincias ocupadas quedaron casi vacías de sus antiguos habitantes hispano-musulmanes, que huyeron hacía el Sur. Fue preciso poblarlas. Se produjo hacia ellas una intensa corriente inmigratoria, desde el viejo solar del reino castellano-leones. Y la colonización de las tierras conquistadas –ni la primera ni la última en la historia castellana- provocó una aguda crisis económica en toda la corona de Castilla.
Consagrados los cristianos del Norte de España de modo permanente a la guerra contra el moro, desde los comienzos remotos de la reconquista, no tuvieron, por siglos, vagar para las tareas de la paz y su vida económica fue siempre miserable. Pero había sido prospera la economía de la España musulmana y en su radio de influencia habían vivido leoneses y castellanos durante más de cuatro siglos. Más la conquista y la despoblación de Andalucía arruinaron los centros industriales que proveían a los reinos cristianos del norte, y al lanzar al torrente de la guerra y de la inmigración masas numerosas de habitantes de las nuevas ciudades –surgidas en León y Castilla en los cien años últimos-, paralizaron, además, la reactivación económica de aquellos, iniciada durante el siglo XII.
La grave crisis fue aprovechada por los mercaderes flamencos para inundar –y no hay hipérbole en el verbo- las viejas y las nuevas tierras del reino de Castilla, con sus mercaderías. Durante medio siglo entraron por los puertos del Cantábrico todos los productos industriales indispensables para la vida del pueblo castellano; desde los más variados paños, pieles, especias, tintes y objetos de lujo o culto hasta los más corrientes utensilios de casa, cama, mesa o uso doméstico, sin excluir prendas de vestir, arreos de cabalgar e incluso los útiles de costura más insignificantes: botones, agujas o dedales.
Las exenciones de derechos que se otorgaban en los aranceles de aduanas de los cuatro puertos: Santander, Castro Urdiales, Laredo y San Vicente, a docenas de objetos diversos de uso habitual en todo hogar, acreditan la profundidad de la penetración de las mercaderías flamencas en Castilla y la precisión que de ellas se tenía en todo el reino.
Italianos de Génova, Lucca o Pisa fueron a comerciar y a establecerse en las ciudades andaluzas recién incorporadas a Castilla. Los genoveses sobre todo, poblaron un barrio de Sevilla, alcanzaron grandes privilegios del Rey Santo y empezaron en seguida, a comerciar en el aceite y a practicar negocios de Banca, que se hallaban en manos de judíos en las viejas tierras castellanas
Más la invasión de Castilla por los mercaderes y las mercaderías extranjeras creó una corriente emigratoria de grandes sumas de oro y plata, con la consiguiente quiebra de la moneda nacional –por la falta de metales nobles que acuñar y por la crisis de l erario-, y con la imperiosa consecuencia de empobrecer al Estado y a los particulares. Y el origen lejano y, por ende, la carestía de los productos importados, y la masa enorme de los que entraban en el reino provocaron el alza del precio de la vida, con la inevitable secuela del aumento del coste de la mano de obra. Este y la competencia de las mercaderías extranjeras crearon, sin duda, una situación difícil a la incipiente industria castellana. Y hasta debió de resentirse la agricultura –base, con la ganadería, de la economía de Castilla-, pues, tras la conquista de las tierras del sur en la primera mitad del siglo XIII, hubieron de labrar, del Tajo al norte y del Tajo al mediodía, casi los mismos habitantes que hasta entonces habían cultivado sólo la zona septentrional del reino.
La economía dirigida no salvo de sus crisis al reino de Castilla
Alfonso el Sabio debió de comprender todas las dificultades de la hora y quiso remediar la aguda crisis. Para aprovechar mejor las tierras ocupadas, no labradas aún, dio un gran impulso al pastoreo, creando el Honrado Concejo de la Mesta (1273).
Y para remediar los otros males, estabilizó la moneda después de devaluarla, fijó y unificó en lo posible los pesos y medidas, y dictó un severa ley de tasas. Fue ésta de un pormenor tal, que raya en la minucia, puesto que en ella se fijaba el precio de los productos todos de la agricultura, de la ganadería y de la minería; el de las mercaderías nacionales y extranjeras, obra de las más varias y diversas industrias; y el de los jornales y trabajos de los oficios más distintos.
Pero como esta intervención del Estado en la vida económica del reino no fuera suficiente para remontar la crisis que aquella padecía, Alfonso X completó la ley de tasas con dos grupos de preceptos muy dispares.
Unos tendían a poner freno a los dispendios de los ricos y de los poderosos con prohibiciones de orden suntuario. Como los objetos de lujo eran todos de importación extranjera, su adquisición suponía un huir de los metales preciosos; y, al decretar una gran penitencia en el boato de los ricos y de los grandes, y, naturalmente, también de los judíos y de los moros –se llego a prohibir todo regalo de bodas, a excepción de las arras, y a limitar el número de los convidados a ellas – se intentaba impedir que saliera del reino el oro, el cobre y la plata.
Pero tal remedio, como el de la tasa, no era suficiente, porque, como los de ésta, podían sus preceptos burlarse sin gran dificultad. Para bien apretar los tornillos de la acción del Estado, se acudió a intervenir el mismo comercio internacional en las fronteras. La baja producción y el aumento del consumo –con motivo de las guerras, de la despoblación de las tierras conquistadas y de la emigración hacia ellas de los habitantes de la zona norteña – obligaban a los reyes a impedir la salida del reino de los productos más necesarios al buen equilibrio de la economía nacional; de los productos que ya por su gran interés para la vida de los castellanos, ya por su gran valor o por su gran rareza, ya por la dificultad de su fabricación, por su necesidad para la guerra o por otras razones parecidas, podían ser más indispensables para todos. A tal fin se prohibió la exportación de oro, plata, mercurio, caballos, ganado vivo o muerto, cueros, sedas, lanas, trigo y vino y todo género de mantenimientos.
Pero como se necesitaban divisas –que se diría hoy- y cierto género de mercadería, en especial los paños, cuya producción en León y Castilla era escasa y había, quizá, menguado con la guerra, se autorizó a los mercaderes extranjeros a comprar y a exportar aquellas cosas cuya salida menos podía perjudicar al abastecimiento y a la riqueza nacional. Más, a fin de no dañar a ésta con un rígido criterio de defensa de la misma, como los productos importados eran objetos de lujo y artículos manufacturados, todos caros, y las que podían adquirirse en Castilla eran materias primas, de precio mucho más reducido, se decretó que los mercaderes no pudieran exportar mercancías, sino por el valor del montante de las que trajeran al reino castellano. Y para fiscalizar la ejecución de tales preceptos se adoptaron las siguientes medidas:
Se señaló un cierto número de puertos, a fin de que sólo por ellos se realizara el trafico exterior; se obligó a los maestres de las naves que traían y llevaban productos importados y exportados –todos extranjeros, porque carecíamos de marina mercante nacional- a dar fiadores que garantizarán el <<Clearing>> –como se diría en estos días –; se nombraron veedores reales en los diversos puertos de entrada y de salida;: se amenazó con duras penas a los contraventores de los decretos del monarca, y se dieron altos premios a los delatores de las contravenciones penables de los mismos.
No es posible saber si estas series de medidas, tan llenas de modernidad, fueron todas, invención del Rey Sabio y de sus colaboradores o reproducción, ampliada y corregida, de otros preceptos anteriores, de algunos del Rey Alfonso VIII de Castilla por ejemplo. Pero puede, a lo menos, deducirse que no fueron suficientes para salvar la aguda crisis económica del reino de Castilla, de su reiteración por soberanos posteriores –por Pedro I el Cruel, entre otros varios – y del, por decenios y decenios, incurable raquitismo de la economía castellana.
Albornoz S. Claudio (1980): Ensayos sobre historia de España. Madrid: Siglo XXI de España editores S.A. Alfonso el Sabio y la economía dirigida, Págs. 75-76-77-78-79-80-81
Última edición por Nok; 29/12/2005 a las 18:32
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