Prim en un artículo de Aparisi y Guijarro
En estos últimos días y con motivo del traslado de sus restos mortales, se ha producido una abundante floración de literatura en torno al General Prim. A lo largo y ancho de tan frondosa vegetación de letra impresa, han sido estudiadas diversas facetas de su personalidad, su vida y su obra. En tono general podemos adivinarlo. No ha faltado a la cita, sin embargo, alguna publicación que, lógicamente indignada, ha recordado los obstáculos oficiales que impidieron en su día el traslado de los restos del tribuno tradicionalista Vázquez de Mella, mientras que en esta ocasión se dieron las máximas facilidades para el traslado de referencia, con participación oficial de autoridades del Régimen. El hecho resulta mucho más notable, si tenemos en cuenta el trato realmente brutal de que fue víctima el Carlismo por parte del mencionado general.
Como es bien sabido, don Juan Prim falleció el 30 de diciembre de 1870, de resultas de las heridas recibidas del atentado de que había sido objeto tres días antes. Aunque existieron calificados candidatos a quienes atribuir su muerte, lo bien cierto es que el misterio no pudo ser aclarado nunca de una manera definitiva y concluyente. En las diversas hipótesis que se han formulado a cuenta de este hecho, si no se ha podido llegar a fijar la identidad de sus asesinos o, al menos, el grupo al que pertenecían o bajo cuyas órdenes obraron, sí ha quedado sentado sin lugar a dudas, que los carlistas no tuvieron la menor participación en el atentado. En ello insiste un libro de reciente publicación, que deja al margen categóricamente a carlistas y republicanos. Es evidente, pues, que los asesinos debieron pertenecer a cualquiera de las facciones liberales que pululaban en aquel entonces en nuestra patria.
Con razón ha podido afirmar Melchor Ferrer que “vengadora fue, y al mismo tiempo profética, la pluma de Aparisi y Guijarro”, al referirse al artículo que este publicara en “La Regeneración” del día 2 de diciembre de 1869, con el título “Un sueño”. Veamos el por qué.
En el verano de 1869 se produjo una insurrección carlista que tuvo reducido eco, por causas que no es del caso referir ahora. Para tratar de este levantamiento y con el propósito de sumarse al mismo, se reunieron en Montealegre un corto número de carlistas con el jefe del distrito de Granollers, teniente coronel don José Soler. Enterado el teniente coronel Casalís de que algunos carlistas andaban reunidos por aquellos alrededores, marchó en su busca, al frente de una columna, hallándolos en el lugar conocido como La Font dels Monjos. Inmediatamente que fueron aprehendidos, los mandó fusilar en aquel mismo lugar. Los presuntos insurrectos no llevaban armas, ni insignias, ni distintivos.
“Los carlistas, sorprendidos, por aquella decisión tan sanguinaria, pidieron que les permitiera, por lo menos, confesar, a lo que se negó el coronel Casalís, quien después de haber ordenado a sus carabineros que fusilaran a los presos, comunicó al alcalde de San Fost de Capcentellas (Barcelona) para que pasara a recoger los cadáveres de aquellos infelices que habían sido víctimas de un verdadero asesinato” (1). Junto con los carlistas fue asesinado también un guardabosques llamado Juan Vila, perteneciente a una familia liberal, apresado momentos antes y a quien se hizo servir de guía. Se trataba, además, de un pobre tarado mental.
Ocho carlistas perdieron la vida en aquella ocasión. Dos de ellos tenían 18 años. El más joven contaba solo 15 años.
Por tan “brillante” hecho de armas, Casalís fue ascendido por el Gobierno. Merecido ascenso, sin duda, pues había cumplido fielmente la orden sanguinaria y feroz del Ministerio de la Guerra, cartera ocupada a la desazón por don Juan Prim. Días después, en respuesta a la interpelación de un diputado carlista, Prim, manifestaba en las Cortes: “Si cree su señoría que el ministro de la Guerra se arrepiente de haber dado aquella orden, está en un grave error, acepto la responsabilidad que me corresponde en aquellas ejecuciones” (2).
Este sangriento e injustificado suceso dio pie a nuestro Aparisi para escribir el artículo al que antes hemos hecho mención y del que queremos copiar ahora los más importantes y significativos párrafos.
“Me dormí, pues, y sin duda, como estaba con mi pensamiento en Madrid, soñé que seguía en la ex-coronada corte, como que me hallaba en la mismísima casa y en el mismísimo aposento de don Juan Prim: allí estaba el general; yo lo veía, y eso que no había luz; pero es lo cierto que entre las sombras le veía tendido en la cama, dormido al parecer, pero con los ojos abiertos y un tanto espantados, y el semblante ceñudo y erizado el cabello. Sin duda soñaba, y no cosas alegres.
… Acontecióme en aquellos temerosos instantes: como si brotara del suelo, allí se alzó frente a mí, y paróseme delante uno cuyo rostro no conocía, y cierto que era un rostro cual no he visto jamás, que atraía y repelía a un tiempo, bello y horrible, grave y burlón…
Y debió sentir la aproximación de aquel espíritu el que estaba dormido en la cama…
Y sonó su voz de airecillo apacible, y decía: “Todo va bien, Juan Prim, pero mucho me debes: acólito de Reus, trompeta realista, pesetero infeliz, marqués de los Castellejos, grande de España, casi rey; ¡y no eres mal cómico!!!
Y echó a reir; y aquella risa no sonaba a risa humana.
¡Cómo engañamos al mundo, amigo de Espartero, de Narváez, de O´Donell, de Ortega, de Riansares, de Serrano! ¡Eres tan liberal!
Y volvió a su risa horrible y añadió: ¡Y el mundo es tan estúpido!
Y seguía la voz más suave y arrulladora, pero más alta y perceptible, e iba serenándose el semblante del general, y llegó a sonreír… Sonrió cuando decía: ¡Qué magnífico estaba aquel día Itúrbide en medio de una corte espléndida, al son de músicas triunfales, irguiendo la coronada cabeza, y el manto real gallardamente ondeando…” ¡El dormido sonreía! De pronto la sonrisa se apaga, da un grito y dice: “¡Pero le fusilaron!”
- No pienses en eso, no te preocupes en eso, no pases pena por eso, que ya te fusilarán.
- ¿Quién, quien? ¿Y a mí?... ¿Los carlistas?... El espíritu contestó: “Un liberal debe tener la honra de morir a manos liberales”
Y la voz volvió a sonar, no ya como un airecillo apacible, sino como un rugido de viento entre ásperas cuerdas de nave agitada, y pronunció esta palabra: Aparite… (Aparecieron) cuatro figuras de hombres lastimosas y ensangrentadas a la derecha de la cama, y otras cuatro a la izquierda, y a los pies una, que la pluma de Dante no podría describir…
Del pecho o de la cabeza de las ocho saltaban gotas de sangre que rociaban el lecho ¡cosa horrible de ver! Pero era más espantable la figura que a los pies de la cama se levantaba, porque el semblante de las ocho estaba irritado; más la cara de este era… una cara de muerto que se reía… una risa estúpida en la cara de un muerto; ¡qué horror!
En tanto, los ocho, que también eran muertos, salmodiaban:
De Montealegre somos.
Y allí caímos.
¡Míranos bien, míranos bien!!!
Mírales bien, dijo la voz; quieren, general, que los mires bien, para que los puedas conocer el día del juicio.
El general seguía como petrificado, como si no oyese aquellas figuras que cantaban, y aquella voz que le advertía. Toda su alma estaba en sus ojos, y sus ojos en aquel muerto que se reía.
Y ese muerto habló por fin; y si bien confusamente, recuerdo que habló en estos términos: “Una cosa rara me pasó: me cogieron, me ataron y me mataron, y yo lloraba, porque mi madre esperaría. Y después me presentaron ante Dios, y Dios me dijo: ¿porqué has venido aquí sin que yo te llamara? Y contesté: ¡Señor! Yo no sé nada sino que me cogieron, me ataron y me mataron, y me eché a llorar porque mi madre me esperaría… y me dijo Dios: ¿Y por qué le mataron?... Eso es lo que yo no sé… ¿Sabes tú porque me mataron, general Prim?...
Y el general no contestaba, pero rechinaba los dientes; y el muerto, siempre con aquella estúpida sonrisa en la cara, volvía a preguntar: “¿Sabes porqué me mataron, general Prim? Dímelo si lo sabes, y yo le enviaré un recadito a mi madre que aun me estará esperando...”
Y calló, y seguía riendo y los otros cantando:
De MONTEALEGRE somos.
Allí caímos.
Míranos bien, míranos bien.
Y la voz entonces se levantó, no ya como un airecillo apacible, o como viento rugiente, sino como un gran trueno que hace callar todos los rumores de la tierra. Y dijo: “la sangre de Abel clama al cielo desde la tierra”.
Y a ese trueno respondió como un rugido, que no estoy seguro, más juraría, que salió de la abierta boca del dormido general…”(3)
Terrible alegato el de Aparisi, al que es innecesario añadir nada más. Bien que se asombraría hoy, si viviera, ante el trato discriminatorio al que algunas publicaciones se han referido, según recogemos al principio. Lo que su pluma incisiva, dura y veraz, hubiera sido capaz de escribir, solo Dios lo sabe. Aunque mucho nos tememos que nuestro Aparisi, espíritu libre como pocos, amante de la verdad por encima de todo, rotundo y sincero siempre, encontraría en esta época alguna dificultad –y aun algunas- para expresarse en la forma en que solía hacerlo, y de la que creemos haber traído un buen ejemplo.
- Melchor Ferrer. Historia del Tradicionalismo español. Tomo XXIII, página 117.
- Citado por Melchor Ferrer. O.C. Página 120.
- A. Aparisi y Guijarro. Obras. Tomo III. Páginas 214 y ss.
Luis Pérez Domingo, 1971
Prim en un artículo de Aparisi y Guijarro
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