Fuente: Montejurra, Número 32, Septiembre 1963, página 6.

[Lo subrayado en el texto no es mío, sino del documento original].





DE LA CAMPAÑA PRO-HIDALGUÍA

Por Pedro José de Arraiza y Garbalena


Reproducimos de la Revista “Hidalguía” (Junio de 1954) este trabajo de D. Pedro José de Arraiza, por su interés en una Monarquía orgánica y constructiva de la sociedad.





Si la restauración del título de Hidalgo fuese una mera concesión a la vanidad de las gentes, o algo, más o menos, cotizable en la feria de los convencionalismos sociales, no nos interesaría ni por un momento el asunto.

Y seguramente que nadie hubiera sentido la necesidad de plantearlo, porque quienes busquen una u otra cosa, ya tienen abiertos otros caminos para alcanzar sus deseos.

Tampoco, en otro aspecto, puede tacharse de interesada, pues no se pretende, de ningún modo, reivindicar privilegios, que si en su origen estuvieron perfectamente justificados, porque se concedieron a los hidalgos en pago de sus servicios, hoy, cambiadas las formas de organización del Ejército y del Estado, no tendrían ya razón de ser. La campaña que se viene realizando en estas páginas para “librar del injusto olvido a esa Nobleza de linaje, no titulada, que fue la Hidalguía”, no tiene nada de trivial ni de egoísta: estimarla de esa forma sería no comprenderla.

Por el contrario, a nuestro juicio, es algo que dice relación a un orden de principios y por consiguiente es tema que merece muy serias reflexiones.

Comencemos por sujetar la imaginación, “la loca de la casa”. No sueñe nadie con aparatosos desfiles de hidalgos de los “de lanza en ristre” ni de los de jubón y gola, ni en resucitar aquellos que, por ejemplo, en el antiguo Reino de Navarra, se llamaron Caballeros Mesnaderos y que estaban “siempre prestos a servir a S.M. con su persona y picas a su costa como a fixodalgo facer pertenencia”, según ellos decían.

“La pretensión de revivir la Hidalguía –se ha dicho acertadamente desde el editorial de esta Revista– es para que sirva de ejemplo y norma y para salvar los principios de la caballerosidad”.

Se fundamenta –entendemos nosotros– en una concepción orgánica y constructiva de la sociedad tal y cual la ha propugnado siempre el sano Tradicionalismo español y por consiguiente busca, por encima de todo, el mejor servicio de la Patria, mediante una restauración acertada de aquellas grandes instituciones nacionales capaces de adaptarse a las necesidades de cada momento.

LA HIDALGUIA Y SU HISTORIA

Así la Hidalguía en su larga y gloriosa historia –desde los albores del siglo VIII hasta los primeros años de la pasada centuria– si bien cambió de formas en la paulatina y decantada evolución de la vida, conservó siempre su carácter en el manso correr de unas generaciones fieles al recuerdo de las glorias y al sentimiento del honor y del patriotismo de los antepasados y llegó a constituir una magnífica floración selectiva de la raza que ejerció el más firme y beneficioso influjo como rectora y aglutinante de la estructura social. Y por eso, cuando la vida civil se hizo más ordenada y tranquila, aquellos buenos hidalgos que ya no eran requeridos para servicios bélicos, supieron conservar las antiguas virtudes que dieron vida a su estado, el sentido austero y generoso en la conducta, el culto del honor, la inquebrantable lealtad y el exaltado patriotismo y proyectaron esta superioridad moral en todas las manifestaciones de la actividad pública, actuando con exquisita delicadeza siempre, desempeñando muchas veces altos cargos sin sacar de ellos más ventaja que la del aumento de sus prestigios y haciendo verdad, en todas partes, la máxima proverbial: Nobleza obliga.

Y en el lenguaje del pueblo que sabe juzgar atinadamente las conductas, la frase de “obrar con generosidad y con nobleza”, de “portarse hidalgamente” valía tanto como “ánimo”, y la palabra hidalgo quedó como sinónima de “persona de ánimo generoso y noble”.

No se engañaba el sentido popular: así eran, efectivamente, aquellos buenos hidalgos.

El culto familiar, tan acendrado en ellos, y el amor a sus Palacios y Casas solariegas, verdaderos santuarios de la raza y focos de benéfico influjo para todos, les vinculaba al país. Desentendidos de apetencias cortesanas y celosos guardadores del prestigio heredado –tantas veces secular–, se consideraban especialmente obligados a proceder en todo con desprendimiento, y los pueblos depositaban en ellos su confianza y sus cuitas porque sabían muy bien que, en el Palaciano o en el Caballero, habían de encontrar en todo momento el consejo acertado y la ayuda generosa.

De fe profunda y de vida austera, sencillos y providentes en su relaciones patriarcales con sus colonos, sentían como imperativo de su honor la protección al débil, sentimiento auténticamente caballeresco y cristiano. Y así llegaron a constituir una minoría de verdadera selección, saludablemente directora del pueblo español, primero en el agro y después, cuando la mudanza de los tiempos llevó a la mayoría de sus miembros a las profesiones liberales y a las magistraturas del Reino, en todos los órdenes de la vida nacional, irradiando con su ejemplo, siempre, la elegancia espiritual que correspondía al culto del honor en que había sido formada.

Bien pueden presentarse hoy como ejemplo y norma. Ejemplo –“caso o hecho sucedido en otro tiempo que se propone o refiere para que se imite o siga”–, y norma, como “regla que se debe seguir”.

¡Hidalgos de nuestra tierra! Hoy vemos con claridad que cumplieron bien su destino y que, en la mayor parte de los casos, los pueblos más perdieron que ganaron al verlos sustituidos por quienes no tenían sus virtudes. Aquéllos tuvieron un concepto claro de sus responsabilidades sociales, que aceptaron como misión a cumplir y fueron fieles a ellas; los otros no saben más que de responsabilidades meramente legales, en las cuales solo alcanzan a ver trabas molestas que por todos los medios procuran eludir. Esa fue, en definitiva, la obra revolucionaria: deshacer las auténticas y tutelares jerarquías; anular a los hidalgos; destruir los patrimonios comunales, y al privar a los pueblos de sus bienes propios, realizar así un doble despojo: el de su auténtica aristocracia, que los dignificaba y ennoblecía, y el de sus bienes propios, que fueron entregados, mal vendidos, para buscar adeptos al nuevo régimen, a unos ricos improvisados que así debían su fortuna, precisamente, al expolio del bien común y que habían de emplear su poderío económico en su exclusivo provecho.

¡Menguado negocio hicieron los pueblos al cambiar los Caballeros por los caciques!


LA SOCIEDAD EN EL SIGLO XIX

Teníamos, hace poco más de un siglo, una sociedad organizada: las corporaciones municipales y regionales vivían su vida propia en el buen servicio del procomún, sin admitir injerencias extrañas que las desnaturalizaran, y eran representación auténtica del país. Y por encima de ellas, pero formadas por ellas, las Cortes antiguas significaban la verdadera expresión de la voluntad nacional. A ellas enviaban los municipios sus procuradores con un mandato imperativo que consagraba el poder de los representados y hacía imposible la omnipotencia de los representantes. Y eran los hidalgos, precisamente, inteligente y abnegada mesocracia, la base fundamental de toda esta estructura.

Con tener tantas ventajas esta organización, nacional, como obra humana al fin, no podía ser perfecta ni eterna. Eran convenientes, ¿por qué no decirlo?, algunas reformas para corregir los defectos que existían y proveer a las nuevas necesidades de los tiempos.

Pero el turbión revolucionario, desconociendo que no se puede interrumpir la historia, hizo tabla rasa de todas las instituciones tradicionales que, como la hidalguía, constituían la garantía más firme de aquel sentido de continuidad necesario a todo pueblo que no quiera desaparecer. Porque, como se ha dicho muy bien, “una nación no es un todo simultáneo que existe sólo en el tiempo actual, sino que es un todo sucesivo, una larga serie de generaciones animadas sustancialmente por los mismos propósitos, por las mismas creencias y por las mismas ideas”.

Con el acostumbrado énfasis revolucionario, la disposición que declaró “que en lo sucesivo no se concederían ejecutorias de hidalguía”, proclamó que lo hacía “en nombre de los eternos principios del derecho, como tributo de respeto a la libertad y a la igualdad humanas”.

Acertadamente decía Balmes “¿a qué ese prurito de igualarlo todo, de nivelarlo todo, cuando es más claro que la luz del día que, si algún grave peligro amenaza a las sociedades modernas, no es por la prepotencia de las jerarquías, sino porque, a fuerza de individualizarlo todo, la sociedad ha quedado como pulverizada?”.

El resultado de ese frenesí demagógico pudo comprobarse pronto. Aquella frondosa variedad de los reinos de España se convirtió en páramo desolador, llanura atomizada de individualidades disgregadas como los arenales del desierto, sobre la cual nada estable y permanente se podía edificar, y aquel organismo sano y vigoroso, en “la nación sin pulso”. Lo reconocieron así las dos mentes más excelsas de los mismos doctrinarios del liberalismo.

Nos ha tocado presenciar la liquidación de ese período de decadencia: el constante antagonismo entre la Nación y el Estado; la superposición arbitraria de organizaciones que usurpaban el puesto a las auténticas representaciones de los intereses patrios; la descomposición progresiva de los partidos políticos; el desgaste y derrumbamiento de Instituciones que, privadas de sus raíces seculares, quedaban a merced de todos los vientos.

Bien pudo aplicarse a España la frase de Le Play: “No son los vicios, sino los errores, los que corrompen a los pueblos”.

La verdad es que estuvimos a punto de perecer, y si un día glorioso pudo reanudarse el curso de nuestra historia, aún a costa de los heroicos sacrificios de la guerra, fue porque, gracias a Dios, conservábamos la magnífica reserva de aquellas fuerzas sociales que, aunque perseguidas y vejadas por las oligarquías que detentaban el poder, habían permanecido fieles al culto del honor y a las doctrinas y sentimientos del alma nacional.

Cuando meditamos hoy sobre la historia de nuestra nación en el pasado siglo, lamentamos profundamente las grandes posibilidades que se malograron de injertar en el viejo tronco hispano lo que de bueno había en el deseo de reformas, por volver, sistemáticamente, la espalda al pasado y correr, ingenuamente, tras el espejismo de utópicas novedades.

El gran filósofo alemán Leibnitz escribía que “el porvenir es hijo del presente y que el presente está preñado del pasado”. Y nuestros grandes maestros han desarrollado, inmejorablemente, ese concepto.

No incidamos hoy en los mismos errores: los arqueólogos realizan excavaciones para sacar a flor de tierra culturas que pasaron; bien está. Pero, también, en la obra de restauración que nos incumbe, debemos desenterrar “las verdades que forjaron nuestra grandeza antigua”.

Y debemos repristinar aquellas instituciones tradicionales injustamente soterradas por el torbellino liberal desintegrador de la Patria.


ARISTOCRACIA RURAL

Concretamente, por lo que se refiere a la Hidalguía, sigamos el consejo del gran Balmes, cuya mente clara y serena supo apreciar todo su valor cuando decía: “Para conseguir la gran España hay que crear una aristocracia rural”.

Y ésta es, en nuestra modesta opinión, la más fundamental y trascendente de las razones que justifican la campaña tan acertadamente iniciada y seguida por esta Revista.

Porque, con ser interesantes y de gran importancia otras que también la abonan, pudiérase tal vez decirse que, en el orden de los principios, fluyen de ella.

Así, es evidente que para robustecer esa célula social que es el hogar –tan amenazado hoy por mil estímulos disgregadores y disolventes– ha de ser oportuno, en sumo grado, devolver a las gentes aquel espíritu de los antepasados, saturado del culto familiar, que hizo posible la persistencia de los linajes a través de los siglos.

El retorno a la casa solariega, siquiera sea únicamente en un plano de estimación y afecto, ha de despertar en muchos la conciencia de su propio estado y con él el sentido de aquellas responsabilidades y de aquellos ideales que valoran la vida y estimulan al cumplimiento del deber. Y el vincularse de algún modo a los lugares donde radican los solares despertará, en no pocos, el sentido de una misión que tenían olvidada, y los municipios de los pueblos, al desempolvar sus viejos archivos para reconocer los títulos de quienes pretenden, como un honor, descender de ellos, comprenderán que son algo más que una oficina burocrática o una sucursal electorera, y sentirán acrecido el sentimiento de su dignidad, condición necesaria para una vida comunal firme y robusta. Y unos y otros irán, insensiblemente, reanudando su propia tradición y su propia historia, en mala hora olvidadas, que son la base y fundamento de la verdadera personalidad.

Oportunamente se ha recordado en esta campaña que no se pierde el estado de Hidalgo por ejercer oficios ni artes manuales. Ésa es la verdadera doctrina: los prejuicios en contrario no están justificados.

Como ya decía el autor de nuestro Nobiliario de la Valdorba (Nobiliario del valle de la Valdorba, por el Dr. don Francisco de Elorza y Rada. Editado en Pamplona el año 1714), “cuando la Nobleza está exenta de generosos empleos, el hacer alarde de ella es sacar a la vergüenza la persona en quien reside”.

Y se ha indicado también que abiertas quedarán las puertas para los nuevos valores. En todos los tiempos es verdad, como ya observó Cervantes que “unos son que antes no fueron, y otros que fueron, no son”.

Pero no vamos a incurrir en estúpidos y vanidosos engreimientos, ni en narcisismos orgullosos que llevan, fatalmente, al anquilosamiento.

“Nadie se puede oponer a recibir en el estado de Hijosdalgo a quienes hicieran a la Patria servicios en cualquier actividad que pudiera, por su esfuerzo, considerarse digna de tal distinción para él y sus sucesores… creando con ello un estímulo apreciable en todas las capas sociales españolas, a las que se les dará nuevamente la posibilidad de distinguir con un título su linaje y así perpetuar de manera perenne el valor de un servicio a la Comunidad Nacional”.

Se comprende cuán indicada ha de ser también la restauración que se propugna “de la Hidalguía que es distinción de estado, no de clase o casta (en el sentido antipático de lucha y división de esferas), sino de forma de sentir la vida, de vivirla moralmente, rectamente, honorablemente, dando ejemplo en todo… para salvar los principios de la caballerosidad”, como se ha dicho atinadamente.

Es oportuno el empeño, porque para nadie es un secreto la crisis actual de la delicadeza, que era verdadero atributo del caballero. Hoy se buscan las ganancias fáciles como sea, cuanto más pingües mejor, atropellándose desconsiderablemente, y pisoteando para alcanzarlas, si no los fueros estrictos de la justicia, por lo menos aquellos miramientos y exquisiteces en los cuales antes se asentaba la propia estimación. ¡Buena falta hace llevar a todas partes el sentido hidalgo de la vida!

En resumen: es justo que se restituya a los descendientes de esta españolísima nobleza de linaje el reconocimiento oficial de que fueron privados en la época revolucionaria con el especioso y miserable pretexto de “fundar en el general rebajamiento la grandeza común de los ciudadanos”; es conveniente restaurar una institución que en el orden familiar y social fortalezca la solidaridad de los pueblos de España y la continuidad de sus destinos históricos; y es oportuno purificar el ambiente con la irradiación de lo que, por su naturaleza, es exaltado servicio del culto del honor y de las tradiciones patrias.

No olvidemos que hoy, como siempre, la verdadera proyección de España en lo universal ha de ser la causa santa de los altos valores del espíritu, y de esta noble misión pudieran muy bien ser paladines los Hidalgos de la Hispanidad.