Las ideas y los hechos
Actualidad española
Ocho meses de República. Cuando escribimos estas líneas, la nueva Constitución ha sido botada al océano de la vida pública. El nuevo presidente habita ya en el Palacio de Oriente, a donde ha sido llevado con pompa y esplendores que algunos suponían exclusivos de la Monarquía. Se atienden y previenen los últimos detalles para que la máquina del Estado pueda correr por su propia presión a lo largo de los rieles que le han ido tendiendo en varios meses de labor parlamentaria.
Estamos oficialmente dentro de la normalidad constitucional. La ilusión republicana ha quedado concreta y definida por los contornos que, según el concepto democrático, ha trazado el mismo pueblo. Ya sabemos hacia dónde nos lleva la República y por qué vamos. Sabemos también cómo hemos de avanzar y cuál es el camino. A derecha e izquierda se extienden los yermos que el esfuerzo ciudadano ha de hacerlos fecundos y generosos.
Se cumplen las profecías; lo que hace todavía un año era un sueño, es hoy realidad. De los trastornos y convulsiones propias de la gestación ha surgido el cuerpo vivo de un nuevo régimen.
Los diarios más devotos de la situación exclaman alborozados: La nave del Estado ha entrado en la dársena. Son horas de regocijo y de alegría. [57]
Sin embargo, el observador imparcial, al que entretienen poco los artificios de la lírica y al que convencen menos los tornadizos entusiasmos que despierta la política, examinando esa Constitución, redactada según se dice con el propósito de recoger las inquietudes nacionales, ofreciéndolas cauce legal que las dé curso y las aplaque en el remanso de soluciones adecuadas; examinando, decimos, esa Constitución, advierte pronto que, lejos de ser el diapasón que vibra al unísono del sentir nacional, no sintoniza con los más destacados sonidos del pensamiento español.
La República, que vino promovida por sentimientos difusos del pueblo, que alcanzaron expresión clara en unas elecciones, fue instaurada por un ansia, no bien definida en sus orígenes ni en su desarrollo, de confianza y de paz social, como hija de un ferviente deseo de tranquilidad y de orden.
Tendiendo los ojos por el panorama nacional veremos que esas soluciones inmediatas, esos problemas que iban a ser resueltos en el acto con el solo cambio de régimen, porque la Monarquía era el obstáculo tradicional que impedía toda solución y arreglo, esos problemas están en pie, y a su lado han surgido otros que antes no existían.
Observaremos también que la crisis de confianza subsiste más aguda, con la diferencia de que ahora, en lugar de ser fomentada por los que sienten la codicia del poder, es espontánea, instintiva, a la manera que obra sobre las imaginaciones el temor y el miedo.
Y es incierto que sean únicamente determinadas clases las que manifiestan zozobra y pánico; toda la geología social parece removida por la inquietud y el desasosiego. El uno, porque se ve despojado, y el otro, porque teme serlo; el uno, porque ve perseguida la religión, y el otro, porque siente miedo por el porvenir de sus hijos; el uno, por su casa, y el otro, por su tierra; el que tiene poco, porque ve aumentar su pobreza, y el que nada tiene, porque ve cómo se cierran y ensombrecen los caminos que llevan a la posesión.
Esta desconfianza desciende hasta las zonas del trabajo: los conflictos sociales aumentan por días; nunca hubo más huelgas generales ni se agitaron con tanta intensidad las masas [58] proletarias, hasta desbordarse por el desorden y la violencia. Según declaración del director general de la Guardia civil, desde el advenimiento de la República las convulsiones sociales han producido más de 500 víctimas.
Luego de evocar este cuadro, es preciso recordar que nunca el obrerismo español tuvo intervención más amplia y decisiva en el Gobierno. Representado por tres ministros «camaradas» y contando con el apoyo de otros ministros socializantes; con una minoría parlamentaria que de hecho ha actuado de mayoría; con participación en Diputaciones y Ayuntamientos y en cuantas Comisiones y organismos rigen las actividades nacionales.
Todo este aparato político, las patentes de corso extendidas a favor de las Casas del Pueblo, el reparto de cargos y prebendas entre los incondicionales, para dar mejor la sensación de mando y poderío, no han sido bastantes para aplacar la inquietud y la desconfianza entre los obreros. Los políticos socialistas no han podido ejercer el dominio sobre las masas proletarias, aun sobre las que se titulan socialistas. La agitación obrera ha sido a pesar de la política socialista.
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Decimos que ha sido a pesar de la política socialista, pero, más justo es afirmar que la agitación obrera ha sido por la política socialista.
El socialismo, para desarrollar sus planes, ha encontrado aliados incondicionales en otros grupos que, sin identificarse en la finalidad, se confundieron muchas veces en el mismo sectarismo, en idénticos rencores, y coincidieron en la negación.
Así ha podido ser saturada la Constitución del vitriolo socialista; así ha podido quedar impregnado de la esencia y del color de un partido el documento que debía ser el Código de la fraternidad nacional. Lejos de unir, ha dividido con fronteras inabordables. En lugar de atraer, ha rechazado. En vez de aplacar, ha irritado. Votado por el Parlamento, puede decirse que al propio Parlamento ha sido indiferente, pues ninguno de sus artículos obtuvo mayoría absoluta y aprobación total. Mejor que discutido, ha sido impuesto. Algunos intentos generosos de colaboración [59] perecieron anulados por los desprecios de la mayoría. El sectarismo de que estaba infundido el proyecto obligó a que abandonaran el banco azul el jefe del Gobierno y un ministro, y los escaños cerca de cincuenta diputados. Es raro el parlamentario no socialista que no haya censurado a la Constitución naciente con las más duras críticas. Unamuno llegó a calificarla de papel mojado.
Con ella –alegan los republicanos– sólo pueden gobernar los socialistas.
¿Por qué? Porque la actual Constitución es la tienda de campaña levantada por el socialismo en el solar español para acampar en ella como dueños absolutos.
De este predominio absoluto que ha degenerado en tiranía, se ha resentido la vida nacional, pues ha removido los cimientos, haciendo que se cuartease la arquitectura económica y social de España. A mayores audacias en la legislación correspondían mayores depresiones en el termómetro de la riqueza pública.
Cuando los socialistas anunciaban que estaban acabando la Constitución más avanzada de todas las Repúblicas burguesas, los propietarios habían abandonado sus tierras, la industria se paralizaba en colapsos, la columna de valores descendía hasta la capa de los hielos, las operaciones comerciales y los negocios se deprimían, faltos de ambiente. La industria, el comercio, la Banca, la agricultura, todos los exponentes de la riqueza y de la actividad pública, aparecen hoy mermados y reducidos a su mínimo valer.
Es que en el termómetro de la vida nacional el socialismo alcanza la mayor temperatura.
No se ha discutido sobre hechos positivos, ni han sido tenidas en cuenta las posibilidades, ni han servido para nada las lecciones de la experiencia y la ejemplaridad de las leyes políticas: se ha buscado solamente atender a los compromisos de partido, especulando con doctrinarismos para hacer experiencias en el cuerpo vivo de la nación.
La conclusión es ésta: España ha sido tratada en revolucionario, intervenida por la cirugía violenta de los curanderos demagogos, por haber expresado un deseo, más o menos concreto, de ser republicana. [60]
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¿Qué nos reserva el porvenir? ¿Qué trayectoria seguirá la política? Cuando no se puede discurrir libremente sobre las causas, menos se puede decir con la claridad precisa sobre los remedios, algunos de los cuales serían por necesidad contrarios a lo que es ideal indiscutible para los que mandan. Pero es indudable que, por lo hecho y por sus consecuencias, se puede deducir lo que no se ha debido hacer y hasta dónde cabe rectificar. Tanto en la vida política como en la puramente científica de la materia, no se puede avanzar por creaciones bruscas, ni por explosiones fulminantes. El progreso es una cadena de causas y efectos que no puede ser interrumpida sin dolor y catástrofes para los pueblos por genialidades y caprichos. En la vida de las sociedades el punto de partida para todo avance es su historia y su tradición. Cuando esto se desprecia por inútil, por envanecimiento del que ha alcanzado la altura sin pensar en cómo y por qué la alcanzó, entonces hay que tener por cierto que se edifica en el aire y que lo construido no tendrá consistencia como no acudan otros hombres a reparar la falta y a procurar que el árbol nacional, que ha de cobijar a todos y no sólo a los componentes de un partido o de una clase, arraigue en la tierra llena de sustancia histórica y de los jugos vitales de la tradición.
La política tiene sus leyes y es inútil querer evadirlas. Tarde o temprano se imponen con el poder inexorable que reclama el orden natural de las cosas.
Joaquín Arrarás
Acción Española
Madrid, 1 de abril de 1932tomo II, número 8
páginas 182-187
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