(Fuente: Reino de Valencia, nº 5, SEPTIEMBRE – OCTUBRE 1997, página 4)
SOCIEDAD Y TERRORISMO
Por Luis Pérez Domingo
El asesinato de Miguel Ángel Blanco, concejal del PP en el Ayuntamiento de Ermua, que perpetró ETA tras el macabro ritual de unas exigencias que bien sabían no podían ser aceptadas por un Gobierno responsable, sacudió a la sociedad española que reaccionó como nunca lo había hecho antes, pese al doloroso rosario de crímenes que arrastra España desde hace años. Descontando la parte que pueda corresponder a los medios de comunicación en la masiva respuesta, es indudable que el cansancio que ha provocado tanta atrocidad, la indignación frente a la irracionalidad de unos desalmados sin conciencia, rebasaron con mucho el límite de la paciencia ciudadana, impulsándola a manifestarse abiertamente. La sociedad se echó a la calle, sorprendiendo a los políticos con el pie cambiado, que, de mejor o peor grado, tuvieron que apresurarse para participar en las demostraciones y no quedar descolgados y, quién sabe si estigmatizados, de no sumarse a las riadas de repulsa a los terroristas. Contemplando las imágenes donde aparecían con gesto circunspecto en reuniones o alineados tras pancartas colectivas en las calles, se percibía la impresión de que podían estar dispuestos a sellar una estimulante identificación de pareceres, al menos en lo concerniente a la lucha contra el terrorismo etarra.
Pero con los partidos políticos la ilusión dura poco. Unas horas después ya habían echado el agua de sus discordias en el vino de la común reprobación. Y supuesto que la sociedad carece de mecanismos para articular y prolongar acciones generales, ha de ceder a aquéllos el protagonismo cuando se trata de dilatar en el tiempo y en el espacio actuaciones conjuntas sin tener capacidad para controlar su cumplimiento. Todas estas circunstancias favorecen el recrudecimiento de las discrepancias, y que se reactiven los intereses partidistas relegados por la momentánea exaltación unitaria generada por unos hechos repugnantes. Por eso, mientras los partidos volvían a enredarse en sus reiterativas disputas, acusaciones y contraacusaciones poniendo en danza el consabido arsenal de sus particulares criterios, una persona era apaleada por exhibir un lazo azul, y las jaurías proetarras tornaban a las calles, que sólo durante unos pocos días parecían haber perdido. ¿De qué ha servido la resuelta actitud de la sociedad? ¿Cuál creen los partidos que era el mandato de esta sociedad, harta de ver correr la sangre inocente? ¿Siguen sin «entender el mensaje»? ¿O es la sociedad la que no comprende que con los partidos políticos no se puede ir demasiado lejos?
Porque no hemos de engañarnos. Los partidos políticos ya han hablado antes, y, como comprobamos días tras día, se atienen a sus posiciones ideológicas sin propósito de enmienda ni intención de reconsiderarlas en aras de la demanda a favor del bien general. Para IU es más importante su izquierdismo residual, impenitente y sin futuro, alineado con el sector extremista del nacionalismo montaraz vasco, que cooperar al aislamiento y reducción de quienes encubren y ayudan a vulgares asesinos. Y su desbaratado líder, perdido el tino, llega a comparar el cerco a HB con la persecución de los judíos a manos de los nazis, en una insigne muestra de imperdonable estupidez.
Capítulo aparte merecen los partidos nacionalistas norteños, extraviados en el laberinto de sus quimeras separatistas, a las que igualmente rinden culto los etarras y sus conmilitones. Unos y otros se desenvuelven en virtud de una misma estrategia, con repartido de cometidos incluido. De ahí que para el PNV los etarras son «patriotas descarriados» (Arzallus dixit), «estos chicos», en boca del retorcido Egibar. Y es que, en sus expectativas políticas, que cifran en la independencia, ETA sigue siendo un arma insustituible, por lo que no conviene que «sea derrotada», según la estimación del propio Arzallus (ABC, 26.4.95). Por eso, los gritos de «vascos sí, ETA no» que recorrieron España de norte a sur y de este a oeste debieron clavarse en el corazón de los nacionalistas como terribles puñaladas, siendo dudoso dictaminar cuál de las dos les dolería más. Con el afirmativo, se testimoniaba que España está al lado del pueblo vasco; que el pueblo vasco forma parte de España, que todos no sentimos fundidos en la misma angustia y en idéntico deseo de alcanzar la paz que nos abra definitivamente el camino hacia un porvenir común. Con el negativo se rubricaba el rechazo a quienes se obstinan en ser obstáculo para la convivencia, convertidos en banda de cobardes criminales engendrada por el nacionalismo, jaleada por él, y por él nutrida. Vínculo maldito que, sin embargo, no se atreven o no pueden romper. Como recientemente argüía Amando de Miguel (Las Provincias, 19.8.97), en el PNV funciona más la identificación étnica que la identificación moral. De donde se infiere que el PNV valora más el carácter nacionalista vasco de los etarras que su condición de infames delincuentes de la peor calaña.
En esa línea nos topamos con la agria manifestación de Arzallus negando que se «pueda meter en el mismo saco a un nacionalista vasco como yo y a un nacionalista español como el señor Mayor» (Las Provincias, 11.8.97), que su acólito Egibar corea, respondiendo a las acusaciones de ambigüedad, afirmando que «para dejar de ser ambiguo tendría que decir que soy español y eso no se va a producir nunca» (Las Provincias, 17.8.97). El conflicto terrorista no tiene solución por la vía de los partidos nacionalistas
Desde esa perspectiva interesa subrayar los escarceos de los grupos activistas del nacionalismo pancatalanista con los cachorros independentistas vascos. Sobre todo, porque han gozado de subvenciones oficiales para sus fines, y del complaciente aliento de socialistas y comunistas que convergen, sin que se les altere el pulso, en actos públicos donde se profieren toda clase de insultos, con especiales ofensas a España, como es público y notorio. Se podrá aducir que eso es cosa de jóvenes, y que la juventud, como dijo Jardiel, es un mal que se cura con el tiempo. Pero castigados por la brutal pesadilla que enhebra el terrorismo vasco, se incurre en grave responsabilidad frivolizando la cuestión y desdeñando el posible parto de otros terrorismos subsidiarios, producto, al mismo tiempo, de la maldad de unos y la incuria de otros.
Los profesionales de la política tienen una manera muy peculiar de enfocar los asuntos, casi siempre –y aun sin el casi– de conformidad con los intereses del partido en que militan. No es achaque de nuestro tiempo, como vamos a ver. En 1964 Carrero Blanco encargó a un grupo de jóvenes oficiales del Ejército «un informe sobre el País Vasco, ETA y la eclosión nacionalista». Entre otras propuestas, en un estudio de unos cien folios, el equipo de militares «recomendaba revitalizar el carlismo separándole en lo posible de la burocracia del movimiento nacional, mediante la sustitución de sus dirigentes de entonces –entregados absolutamente al juego de los jerarcas azules históricos– por personas más en contacto con los pueblos vasco y navarro.» (Estamos en pleno periodo colaboracionista, no se olvide). Carrero desoyó el consejo porque entraba en colisión con sus objetivos políticos. Lo lamentable es que si él «y sus colaboradores vascos y navarros hubieran tomado en cuenta el estudio es casi seguro que la tragedia de Euskadi sería hoy menor para vascos y españoles». La guinda fue que «Los oficiales que participaron en la elaboración del informe fueron ascendidos poco después para prestar servicios de agregados militares en diversas embajadas españolas» (*).
A través de los partidos la solución parece difícil, por no decir imposible. Pero, ¿y por conducto de la sociedad? Aunque está por explorar, en las condiciones actuales tampoco por ese lado podemos esperar grandes cosas. Una sociedad atomizada es una sociedad indefensa. Desprovista de cuerpos sociales que la configuren, le den cohesión y firmeza, no es posible emprender actuaciones, manteniéndolas en vigor tanto tiempo como fuera necesario para cerrar el paso a los asesinos y aislar a sus colaboradores hasta acabar con ellos. Lo que es obvio es que no bastan ocasionales estallidos de justificada cólera que, a más de inoperantes contra el terrorismo, no consiguen quebrar el muro tras el que se escudan los partidos. También por esto urge que la sociedad recupere sus derechos y afronte sus deberes, ocupando la posición que le corresponde en los centros de decisión, sin la dependencia esterilizante de los partidos.
(*) Ángel Gómez Escorial, País Vasco: El informe que pidió Carrero Blanco, Las Provincias, 8.2.80
Visto en: CALAMEO
El texto del artículo de Ángel Gómez Escorial al que hace referencia Luis Pérez Domingo es el siguiente.
------------------------------------------
(Fuente: La Vanguardia, 8 de Febrero de 1980, página 12)
País Vasco: El informe que pidió Carrero Blanco
Madrid, 7. (Especial para «La Vanguardia».) – En el año 1964, un grupo de jóvenes oficiales del Ejército, adscritos al Alto Estado Mayor, realizaron un informe sobre el País Vasco, ETA y la eclosión nacionalista. Dicho trabajo se hizo por encargo especial del almirante Carrero Blanco. Unos cien folios daban una muy completa «precisión de riesgos». En estos momentos, interesa el ejercicio de futuro construido hace más de quince años. Es probable, incluso, que si los consejos dados a Carrero Blanco hubieran sido tomados en cuenta, el problema vasco sería hoy mucho menor.
En las soluciones policiales se incluía la necesidad de ejercer una fuerte presión sobre las autoridades francesas. Se especificaban hechos concretos que demostraban complicidad por parte del país vecino. Esto, en definitiva, es suficientemente sabido y poco importa, en la actualidad, su desarrollo. Lo más llamativo del informe se cifra en una estrategia de medidas políticas que habrían de haberse llevado a cabo para neutralizar la, entonces, naciente operación antiespañola.
Se detectó en las ikastolas –escuelas euskera regidas por sacerdotes– importantes focos de acción nacionalista. Los religiosos, en general, eran nacionalistas, pero no revolucionarios. Incluso muchos de ellos no permitían que en sus centros se repartieran textos o se enseñaran consignas revolucionarias. El estudio preconizaba un apoyo a estos centros, ofreciendo ayudas desde el Ministerio de Educación y, también, la apertura de negociaciones con la jerarquía vasca por la que se aseguraría la existencia de los centros, siempre y cuando hubiera compromiso y vigilancia para evitar la propagación de doctrinas disgregadoras respecto a la comunidad española. Sectores de la jerarquía de Euskadi aceptaban el acuerdo e, incluso, lo veían razonable.
Al parecer, el pragmatismo de Carrero Blanco hizo que algunas partes del informe fueran enviadas a vascos notables muy relacionados con el anterior régimen y con el mundo de las finanzas. Los consultados, en su totalidad, informaron en contra. Minimizaron la importancia de las ikastolas e, incluso, un vasco que había ocupado un alto cargo en la Administración de Madrid llegó a decir que no existía, ya, ese espíritu nacionalista.
La jerarquía católica, no vasca, aconsejó no negociar con un mínimo sector del clero vascongado. Había –según mis noticias– una curiosa particularidad. Los «encuestados» ignoraban que el informe había sido realizado por militares y algunos de ellos expusieron al almirante Carrero sus dudas sobre que el texto fuera fiable y «leal». Cuando el «número 2» de Franco señaló a unos pocos de sus interlocutores el origen del mismo, tampoco éstos cambiaron de opinión. Podemos anticipar que esa previsión de riesgos fue olvidada.
Hay más cosas. El informe presenta también que era suicida destruir al carlismo. Ese movimiento popular, indiscutiblemente alineado a la derecha, podía frenar, en el futuro, la orquestada corriente antiespañola. Se recomienda revitalizar al carlismo separándole en lo posible de la burocracia del movimiento nacional, mediante la sustitución de sus dirigentes de entones –entregados absolutamente al juego de los jerarcas azules históricos– por personas más en contacto con los pueblos vasco y navarro. Según parece, don Luis Carrero Blanco pensó que esa «jugada» perjudicaría, entonces, a la sucesión de Franco en la figura de don Juan Carlos de Borbón. Sin embargo, el documento señalaba que esa potenciación más abierta del carlismo, desvirtuaría cualquier exigencia de don Carlos Hugo. Desde Madrid, se siguió machacando al carlismo hasta su desaparición.
Parece claro. Si Carrero Blanco y sus colaboradores vascos y navarros hubieran tomado en cuenta el estudio es casi seguro que la tragedia de Euskadi sería hoy menor para vascos y españoles. Hay un último detalle con característica de anécdota o de hecho casual. Algunos de los oficiales que participaron en la elaboración del informe fueron ascendidos poco después para prestar servicios de agregados militares en diversas Embajadas españolas. – Ángel Gómez Escorial.
Fuente: HEMEROTECA LA VANGUARDIA
Actualmente hay 1 usuarios viendo este tema. (0 miembros y 1 visitantes)
Marcadores