Fuente: Misión, Número 396, 17 Mayo 1947. Páginas 1 y 7.
Las escenas de BAYONA
Por Melchor Ferrer
Para conmemorar la fecha del 2 de mayo, el periódico “Arriba”, órgano de F.E.T. y de las J.O.N.S., publicó las cartas enviadas por la familia real española, que se hallaba presa en Bayona, a Napoleón Bonaparte. La antología, publicada, iba precedida de unas líneas en las que se pide con urgencia un folleto que explique a los españoles la estela de vileza y cobardía que han dejado a su paso por la geografía peninsular los representantes de la Monarquía española.
Estamos de acuerdo con el periódico “Arriba” en cuanto a la necesidad de renovar ciertas páginas de la historia moderna de España. Como después de nosotros habrá otros que juzguen urgente modificar algunas de las de la historia contemporánea. Pero siempre ha de tenerse en cuenta que los hechos históricos pierden su significación cuando se los aísla de las circunstancias y del ambiente en que se produjeron. No es reproduciendo sólo un desdichado epistolario como se corrigen los yerros u omisiones en que han incidido los historiadores españoles. Por eso nosotros hemos solicitado del ilustre escritor don Melchor Ferrer, director de la “Historia del Tradicionalismo Español”, actualmente en curso de publicación, algunas notas, de las cuales publicamos hoy las primeras sobre las “Escenas de Bayona”.
En polémicas y discusiones, por el ardor con que se discute, se incurre con frecuencia, casi diría normalmente, en notorias injusticias, entre las que las más corrientes son las generalizaciones. Se confunde lo accidental con lo sustancial, y de algunos detalles parciales se inducen principios que no son en realidad más que accidentes pasados, con más o menos buena fe, a deducciones históricas.
La desviación a que se llega en las polémicas nos exige intervenir en una discusión pública, que tiene su origen en un simple accidente –la desacertada actuación de un príncipe en trance de ambición del Poder– para llegar a la conclusión, si no explícitamente manifestada, muy aparente para quienes no tengan más que remotas ideas de la función institucional de la Monarquía, a confundir esta Monarquía con los desaciertos de un rey. La gente no preparada creerá siempre, por este afán de generalizar, que sólo a la función monárquica se debe el que en ciertos momentos España haya pasado por determinados trances, cuando en realidad esas situaciones críticas son debidas a que la función propia de la Monarquía ha estado oscurecida o en decadencia.
Por haberse entrado en el terreno de generalizaciones acerca de ciertos hechos –muy lamentables–, palidece el valor de la institución monárquica y también el buen nombre de la Gloriosa Monarquía española; ya que dice ARRIBA estamos en «este día de la libertad española» se hace preciso señalar lo que es meramente accidental y defender, una vez más, el concepto puramente histórico, tal como lo entendieron nuestros grandes tratadistas del Siglo de Oro, de la Institución Monárquica hereditaria y tradicional. Y hasta no sería de más explicar el concepto de legitimidad, sólo que en el espacio de un solo artículo de periódico no cabría todo ello.
Téngase en cuenta que la Monarquía es una institución que encarna o es representada por unos reyes. La acción de los reyes, buena o mala, queda fiscalizada por la Historia, y, como es natural, donde hay hombres que encarnan una institución, los hombres pueden errar, pueden traicionar, pueden desmerecer. Pero la institución queda a salvo. Entre los reyes hay diferencias, y, por tanto, no es lo mismo enjuiciar una dinastía que a un rey particularmente. Dentro de las dinastías hay ramas, y a veces una rama ha emprendido el camino de la claudicación y otra ha seguido la senda del honor. Podríamos citar muchos ejemplos. No es lo mismo enjuiciar toda la Casa de Trastámara en Aragón que tratar del reinado tristísimo de Juan II. En Francia, la rama de Orleáns se hizo servidora de las ideas revolucionarias, mientras que Enrique V se constituía en guardián de la bandera blanca. Sin embargo, todos ellos pertenecían al mismo origen de los Borbones.
Ahora, ante las declaraciones liberales del príncipe don Juan, hay muchos que se rasgan las vestiduras y emplean para combatirle todo el material abundantemente recogido, y hasta desnaturalizado, acumulado por los liberales durante siglo y medio de destrucción de las esencias tradicionales españolas. Y es que si el príncipe don Juan no puede sustraerse al «heredo» de tres generaciones al servicio de la revolución, muchos de sus detractores no pueden librarse de los principios liberales en que fueron educados e instruidos.
Hablar hoy de Fernando VII y presentarlo con las características del rey «felón», como hacían todavía los liberales hace diez años, es un verdadero anacronismo, porque si se compara su actuación con la que se ha observado en Europa no más allá de hace diez años y lo que ha venido sucediendo hasta hoy, Fernando VII probablemente saldría reivindicado, y de lo más que se le podría acusar sería de ser un ligero precursor de muchos hombres de Estado de hoy.
No es que quitemos importancia a las tristes y hasta abyectas escenas de las abdicaciones de Bayona, pero también es necesario comprender e interpretar lo que realmente influyó en ello. Toda Europa estaba avasallada por la espada de Napoleón cuando las águilas imperiales no conocían límite en el Continente. El recuerdo de Trafalgar estaba todavía en la mente y en el corazón de los españoles, y, por singular punto de vista, España maldecía al que nos había vencido materialmente, pero creía hallar un amigo en el aliado que nos había arrojado a aquella catástrofe. No sería difícil todavía hallar ecos recientes de este concepto que se tenía en aquella época. Además, España estaba ligada con Francia por un tratado –tan triste y vergonzoso como se quiera –, pero que no se debía principalmente a la función regia, y claro está que en esta circunstancia había particularidades que no son de desdeñar. ¿No hemos visto en nuestros días a un rey europeo que ha estado supeditado a Alemania y luego sigue supeditado a la Unión Soviética? Y, sin embargo, la función monárquica que hizo la independencia de aquel pueblo no puede ser tachada por esta doble y sucesiva supeditación. Y acercando más a nuestros días los tiempos de Bonaparte, ¿no recordamos también la creencia tan generalizada del poderío indestructible de Hitler, que extendía la cruz gamada como antes se habían extendido las águilas napoleónicas? Ha habido tantas coincidencias en la Europa del siglo XX con la del comienzo del siglo XIX que quien quiera comprender uno de estos períodos históricos sólo ha de procurar compararlos y esclarecerlos.
Que en Bayona ocurrieron tristes escenas; que Carlos IV fuera débil; que María Luisa, arrastrada por su pasión desordenada, tuviera como enemigos a todos aquellos que eran desafectos a Godoy; que Fernando VII tuviera miedo ante la omnipotencia de Napoleón, a quien jamás le arredró un crimen, cuando este crimen servía a su ambición, todo esto se explica y todo esto se comprende, pero nada de esto infiere daño a la Monarquía, ni siquiera atenta contra la dinastía. Fernando VII, mal aconsejado, no tuvo otro remedio que ceder, pues él temió perder la vida, ya que toda su historia de príncipe y rey tiene siempre la sombra del patíbulo en que murió Luis XVI y el recuerdo de los fosos de Vincennes. No hay otra forma honrada de interpretar su reinado. Y no se olvide que el Ejército napoleónico ocupaba a España y el deseo natural de no meternos en las guerras del Imperio.
Pero esto no afecta a la Monarquía. María Luisa, por liviana que fuera, aunque se hubiera superado, no hirió la institución monárquica, como ésta salió indemne de las pasiones de Catalina la Grande. El hecho de que Fernando VII ante una imposición cediera a los deseos del emperador, tampoco infiere daño a la institución de la Monarquía, porque en nuestra Reconquista también hubo momentos en que parece que se proyecta como un anticipo de lo de Bayona, y, sin embargo, la Reconquista fue obra personal de nuestros reyes. No debe juzgarse ni generalizarse demasiado los tiempos históricos de un reinado; poner a la luz pública lo triste y vergonzoso de nuestra historia en la actuación de un rey y no poner en parangón la gesta gloriosa de otro monarca o del mismo rey, induce al error en las personas poco preparadas.
La Monarquía es algo demasiado importante y trascendental para que pueda juzgarse tan ligeramente. Se dirá, quizá, que la intención no era ésta; pero nunca se debe olvidar que hay en España una masa inculta, o de poca formación, apta siempre a recoger en su aspecto peor lo que se le sirve de forma inadecuada. Para muchos lectores, sorprendidos por lo imprevisto, que no sabían de lo de Bayona más que unas nociones que se les fueron borrando de la mente, la Monarquía traicionó a España. Y la Monarquía no la traicionó, y así lo comprendieron los españoles todos, lo mismo los liberalizantes que los llamados serviles, lo mismo los que rezaron en sus hogares por la salvación de España y por su rey en cautiverio, que los que empuñaron las armas y ofrendaron su sangre y sus vidas por la independencia de nuestro suelo y por el retorno de Fernando VII. Si se quiere comprender por qué los españoles supieron que Fernando VII no les había traicionado, no hay más que conocer la historia del ministro Ceballos, que también estuvo en Bayona, que fue ministro de José I y que, sin embargo, aprovechó su regreso a España para entrar en la gran comunidad de los que defendían el Altar y el Trono. Porque, digan lo que quieran los historiadores españoles, en Historia no hay más que una verdad, y esta verdad es que en la guerra de la Independencia los españoles murieron por su fe y por su rey.
Bien conocían lo que había ocurrido en Bayona. No olvidaron la debilidad de Carlos IV, el odio que a los enemigos de Godoy impulsaba en sus violencias a María Luisa. Pero también supieron que Fernando VII resistió en el castillo de Marrac, como nunca olvidaron que el infante don Carlos María Isidro –el Carlos V de la legitimidad española– nunca aceptó aquellos acuerdos y protestó de la violencia que se les hacía.
Si Fernando VII después hubiera sido fiel servidor de la revolución, como lo fue más tarde la rama de don Francisco de Paula, podría arrancarse de Bayona su deslegitimación. Pero como no fue así, ya que la historia de aquel monarca viene siendo desnaturalizada por los liberales, puesto que nunca fue de los suyos, debe considerarse lo de Bayona simplemente como un acto violento de Napoleón, al que no pudo oponerse por aquella «musa del miedo» que fue el signo de su reinado. Pero de aquí a sacar la condenación de la Monarquía como consecuencia inevitable, hay un abismo infranqueable.
Jugar con la Historia no es hacer historia. Fácil es hacerse una erudición «de lance», con unos cuantos libracos mal leídos y peor digeridos. Tratar de ofender la Monarquía española es herir a España. No hay duda ninguna que desde la batalla de Covadonga hubo reyes pobres de espíritu, reyes que atendieron más a sus placeres que al bien común, reyes que fueron malos, y también los hubo gloriosos, santos y sabios. La obra conjunta de esta Monarquía la tenemos presente: España. Siempre que el régimen español ha olvidado la legitimidad de sucesión; siempre que se ha roto la herencia dinástica; siempre que los regímenes electivos han pasado por nuestra historia, España ha conocido el dolor de la desintegración. Esto no puede olvidarse, no debe olvidarse, no es honrado olvidarlo. La Monarquía hereditaria, como obra humana, tiene sus imperfecciones, y esto ya lo sabía Santo Tomás; sin embargo, le daba su preferencia. España ha sido la obra de cien reyes, y para juzgarlos nos basta comprender el esfuerzo que realizaron para legarnos esta herencia, de la que nos sentimos justamente orgullosos: nuestra Patria.
No podemos ni debemos borrar nuestra historia por el afán de las pasiones políticas, con el solo objeto de salir al paso de un príncipe que él mismo se aparta de nuestra alma tradicional, porque convenga combatirlo a la accidentalidad del momento.
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