Fuente: Misión, Número 348, 15 Junio 1946. Páginas 3 y 14.


LA REPÚBLICA EN ITALIA

DE AQUELLOS POLVOS…

Por Luis Ortiz y Estrada



El plebiscito italiano ha resuelto momentáneamente el pleito entre monarquía y república. Momentáneamente, porque el plebiscito en sí es cosa efímera, fugaz, de efectos poco persistentes. Indica, cuando algo indica, una solución de ahora, que con la misma fuerza puede marcar al día siguiente rumbos opuestos. La base de una sociedad civil, de un Estado, en los que descansa la independencia nacional, el bien común de un pueblo o de un grupo de éstos, exige estabilidad, firmeza, solidez, permanencia –porque sólo a fuerza de tiempo y paciencia se consigue ir asegurando el bien común–, y los plebiscitos no pueden darla, aun en el caso excepcional de ser noble y honradamente ejecutados. Cosa que a plebiscito se somete, es cosa entregada a constante y pública discusión; tanto más pública cuanto más se extiende el derecho a participar en él, y no será verdadero plebiscito si se restringe dicho derecho. La fuerza de un plebiscito, de una elección, de un referéndum, arranca de la fiel expresión de la decisión de la generalidad de los votantes; cuya decisión puede cambiar, y cambia realmente no pocas veces, aun antes de que pueda ponerse en práctica tal decisión. ¡Cuántos, de los que en España votaron las candidaturas republicanas, hubieran cambiado el voto al enterarse de que don Alfonso daba a la elección el carácter de plebiscito! En Italia el resultado republicano ha tenido por consecuencia exaltar los fervores monárquicos. El propio De Gasperi, con lágrimas en los ojos, ha exclamado al salir del palacio real: “Que bravo uomo e il Re”.

El referéndum puede ser un aceptable y hasta conveniente medio de gobierno en asuntos de mera determinación, en aquellas leyes cuya fuerza única estriba en la decisión del legislador, que pueden resolverse en uno u otro sentido, y modificarse, sin amenazar la sólida estructura del edificio nacional. En aquellos asuntos resueltos con la mera aplicación del derecho natural o del divino positivo, en los que son sólido fundamento del orden social y político, el plebiscito o el referéndum resultan siempre demagógicos. Se sometió en Italia a plebiscito la forma de gobierno, y ahora está en pleito la misma unidad geográfica del Estado italiano.

Ahondemos en el examen de la tristísima experiencia que Italia nos ofrece. Bien merece la pena por su valor intrínseco; más todavía por las desorbitadas aplicaciones que de ella deduce la ligereza de muchas plumas, cuyos efectos devastadores se multiplican por los muchos miles de ejemplares que la Prensa diariamente da a luz.


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Hace cerca de un siglo –el 4 de enero de 1849– Donoso Cortés decía en el Congreso, llevando la voz de la mayoría moderada:

“Digo que es necesario que el Rey de Roma vuelva a Roma; o que no quede en Roma piedra sobre piedra”.

Porque Roma es la capital del patrimonio de San Pedro y era entonces Papa Pío IX; Pío IX, el gran Pontífice, era el Rey de Roma. Como en Francia, como en Austria, como en Berlín, como en Madrid, había estallado en Roma aquella revolución demagógica que costó el trono a Luis Felipe y el poder a Metternich, promovida por Palmerston en venganza del chasco que Guizot le había dado con los matrimonios de doña Isabel y su hermana doña Luisa Fernanda, que tanto se esforzaron Balmes y los carlistas en evitar; tanto como Pidal, Mon, Istúriz, Narváez se empeñaron en conseguir. En Roma los revolucionarios asesinaron a Rossi, jefe del gobierno pontificio, y obligaron al paternal Pío IX a refugiarse en Gaeta. De Roma se hizo dueño Mazzini, uno de los capitostes del Risorgimento, montado en el cual los Saboya se hicieron reyes de Italia. Y Mazzini dictatorialmente implantó una república demagógica de motín y puñal, a la que en seguida hizo ascos aquella Europa escéptica, antipapal, pero aburguesadamente conservadora.

Aquello no podía pasar y no tenía otro remedio que volver a Roma el Rey de Roma, Pío IX. La España liberal contribuyó con un ejército cuyo mando rechazó noble y altivamente el leal y abnegado general carlista don Rafael Tristany, cuando se le ofreció como precio de traicionar a su rey Carlos VI, el conde de Montemolín.

“Volveremos a hacerlo y lo haremos mejor”, dijo otro de los capitostes, D´Azeglio. Necesario era en el nuevo intento no asustar a los aburguesados conservadores con repúblicas que inevitablemente paran en el motín y el puñal. Necesitaban un rey como garantía de no ir a parar a la demagogia; un rey que frenara a la plebe y al Papa, sujeto a su soberanía. Y se prestó el rey de la dinastía de Saboya, que entonces reinaba en Cerdeña y el Piamonte. Entró en juego otro capitoste risorgimentista, Cavour, puesto de acuerdo con Napoleón, quien le encargó: “Hacedlo y hacedlo pronto”. Bueno es recordar que, aunque estaba en cierto modo sujeto a la influencia de su esposa la emperatriz Eugenia, tenía compromisos muy serios de sus tiempos de carbonario, recordados por éstos con frecuentes atentados.

Había publicado Pío IX la encíclica QUANTA CURA y el SYLLABUS que la acompañaba. En tales documentos defendía ahincadamente la verdad y los derechos sagrados de la Iglesia y el Pontificado; pero también con el mismo empeño los de los príncipes reinantes y de cuantos estuvieran instituidos en autoridad, los de los pueblos y los de las personas. Condenaba el derecho nuevo, y éste, acaudillado por los monarcas, estaba en franca rebeldía. Mon era por aquel entonces embajador de Isabel II en París, donde reinaba Napoleón. Tuvo una entrevista con su ministro de Relaciones Exteriores acerca de los asuntos de Roma, y de ella dio cuenta al Gobierno con un despacho –25 de enero de 1865– del que tomamos lo siguiente:

“… juzga el Ministro que, si el Padre Santo había de repetir las manifestaciones que se desprenden de la Encíclica (8 de diciembre de 1864) que acaba de publicarse, y que en su opinión puede comprometer e incomodar al Gobierno francés, que en este caso sería poco conveniente hacer grandes esfuerzos para resolver en cierto sentido la cuestión que hoy se refiere a Su Santidad.

Si al contrario el Santo Padre se convenciese de la necesidad de ponerse más en armonía con las necesidades de los tiempos modernos, y con la organización política que hoy rige en la mayor parte de las naciones, entonces sería más fácil vencer las dificultades que pueden oponerse a una solución más conveniente a los intereses católicos.”

A lo que puso el debido comentario en las Cortes –21 de febrero de 1866– don Cándido Nocedal, portaestandarte de los llamados neocatólicos –Navarro Villoslada, Aparisi Guijarro, Gabino Tejado…– formados en Balmes, que no tardarían en ir a parar al carlismo:

“Pues yo digo que ningún católico puede adherirse de ese modo a la Francia. Guárdese la Francia para sí el triste privilegio de apoyar o no a la Santa Sede, según la Santa Sede dé Encíclicas que más o menos incomoden o molesten al Gobierno francés. El Gobierno español no puede acomodarse con eso, porque cuando el Santo Padre habla como tal, no tiene más que hacer, como toda la nación española, que bajar humildemente su cabeza, doblar reverentemente la rodilla, y oír, como venida de lo alto, la voz del Vicario de Cristo.”


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Con la caída del Imperio Romano se rompió la unidad política italiana. El proceso histórico que de allí arranca, y se desarrolló en Europa dando origen a las naciones, en Italia tuvo por fruto monarquías como la sacratísima del Romano Pontífice, la de Nápoles, la misma de Cerdeña y el Piamonte, hija de aquel Manuel Filiberto de Saboya, el de la batalla de Pavía, segundo fundador de la dinastía, que “formado en ambiente español, odiaba a los herejes” (Orsi). Nacieron también ducados y grandes ducados, Parma, Módena, Toscana; y repúblicas de tan gloriosa historia como las de Venecia y Génova. En el curso de este proceso más que milenario no se tropieza un solo momento con la unidad política de un Estado italiano único. Nacieron derechos y se crearon intereses de reyes, príncipes, repúblicas y pueblos, que también lo tienen a ser gobernados según su peculiar manera de ser, y los derechos deben ser respetados.

La unidad política italiana no ha sido obra del pueblo de Italia; a ello ha ido a contrapelo. Si en alguna época tuvo sus partidarios nunca fueron bastante fuertes para imponerla a sus enemigos: recuérdense las luchas entre güelfos y gibelinos. La que ha llegado a cuajar es obra de la revolución con decisivo impulso extranjero que para su servicio la quería. Napoleón, el grande, preparó el terreno, y Napoleón, el chico, consumó la obra valiéndose de Cavour. El motor que impulsaba a los unitarios era la guerra al Sumo Pontificado, al Vicario de Cristo en la tierra, poder estabilizador por excelencia y por su esencia contra-revolucionario.

La revolución, para triunfar, necesitaba que empuñara la bandera del nuevo derecho un rey con raíces legitimistas en Italia, para que arrastrara con su impulso a su pueblo, engañando de paso a tantos ingenuos como en política se la dan de avisados. Pensaron algunos, mentira parece, como Gioberti, que tal soberano fuera Pío IX, amado hasta el delirio por su pueblo e Italia entera. Como no podía menos de ocurrir, el Pontífice se negó enérgicamente con su famoso non possumus y con la energía exigida por las circunstancias siguió condenando la revolución como sus predecesores. Tal soberano fue el rey de Cerdeña y Piamonte, de la casa de Saboya, pero de la rama de los Carignan, que empezaron a reinar con Carlos Alberto, primero de su casa que se puso al servicio de la revolución cuya obra consumó su hijo Víctor Manuel II.

No les arredró hacer tabla rasa de los derechos de reyes, príncipes y pueblos, sin detenerse ante el sacrilegio de arrebatar al Vicario de Cristo el patrimonio de San Pedro, despojándoles, además, de su soberanía para intentar convertirlo en un súbdito de sus Estados. Con la tea revolucionaria, un rey, quemó la secular legitimidad de la soberanía de los Estados italianos para quedarse único rey en virtud del revolucionario derecho del plebiscito de unos pueblos revolucionados por la violencia y dominados por el terror.


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La dinastía de los Saboya-Carignan no ha nacionalizado el poder en Italia y lo ha desnacionalizado en su reino del Piamonte, que con sus votos ha decidido el plebiscito a favor de la república. Es un hecho cierto que a principio de siglo puso de relieve Maurras, a quien no pocos maurrasianos de nuestras tierras atribuyen el principio de que la monarquía nacionaliza el poder. No sólo no ha dicho nunca tal cosa el escritor monárquico, sino que protesta, a veces vehementemente, con indignación, de que se le atribuya. ¡Cómo iba a pensar que nacionalizaran el poder las monarquías de los dos Napoleones! Y, si hubiera estudiado a fondo la cuestión, nunca hubiera podido creer que en España lo nacionalizara la dinastía Alfonsina, alzada contra la ley de herencia. Para Maurras es la ley de herencia la que nacionaliza el poder, lo mismo en las monarquías que en las repúblicas a ella sujetas. Sobre todo la estatuida en la ley sálica que lo vincula estrechamente a las ramas masculinas de los Capetos. Bien concretamente trató el caso de los Saboya-Carignan respondiendo a una objeción de LE TEMPS en su famosa ENCUESTA SOBRE LA MONARQUIA. Dice así el consecuente monárquico:

“3.º No hemos dicho jamás que el interés de los Estados del Rey de Cerdeña fuese diametralmente opuesto al interés de la Casa de Saboya, que, por derecho nacional e histórico, es soberana de dichos Estados. 4.º Y, en fin, si bien la casa de Saboya en Italia y los verdaderos intereses italianos son opuestos, no es menos cierto que el interés de dicha casa radica, evidentemente, en procurar ponerse de acuerdo con el interés del pueblo. ¿Es fácil este acuerdo? Para no referirnos más que a la cuestión romana, ¿no hay en ella una imposibilidad radical? Y, aún sin tener en cuenta a los católicos, ¿acaso no está condenado Víctor Manuel III a una política anárquica y revolucionaria? – Cuestión de hechos. En Italia se plantea así. La situación es completamente distinta. Yo no soy un realista italiano” (pág. 297).

Antes que el famoso monárquico francés había hecho la misma distinción, para deducir la misma consecuencia práctica, don Cándido Nocedal, llevando la voz de aquella famosísima minoría carlista de las Cortes de don Amadeo que tan brillantemente acaudilló. Entraba el 4 de julio de 1871 en el salón, don Cándido, cuando un diputado decía: “Sin duda alguna, una de las víboras coronadas a que aludía el señor Nocedal, y probablemente aquella a que más claramente aludía, era a Víctor Manuel.” “Sí, señor, exactamente”, replicó en seguida don Cándido. Martos, ministro de Estado, y Olózaga, presidente de las Cortes, se empeñaron en que tales palabras fuesen borradas. Con serena energía hizo triunfar su derecho, el señor Nocedal. En el debate dijo lo siguiente:

“Sea inviolable ante las leyes de su país; sea respetable a los ojos de cualquiera que le haya reconocido; es respetable a mis ojos como Rey legítimo de Cerdeña y del Piamonte; fuera de eso, en sus acciones políticas, como hombre público, como Rey, como caballero, como cristiano, está sometido a la apreciación de la crítica y de la historia, sin exceptuar la contemporánea. Por lo cual yo, usando de mi derecho, de un derecho que no me da la Constitución, sino que me lo da la dignidad de hombre y de católico, digo que el Rey Víctor Manuel es una de las víboras más grandes que han existido en el mundo, coronadas o sin coronar.”

Maurras y Nocedal, llevando la voz de los carlistas, lo han dicho: No son realistas en Italia. Nadie podrá negar que son voto de calidad.

No. La monarquía de Italia no ha nacionalizado el poder. Con el rey en el trono, Italia, y sobre todo el Piamonte, ha votado la república. Ahora es causa evidente de disgregación. Con la feliz institución de la Regencia, Bélgica salva la monarquía y mantiene la unión entre flamencos y walones, tantas veces amenazada de disgregación.


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Voluntaria y deliberadamente pactó la casa de Saboya con la revolución y se hizo instrumento ejecutor de sus crímenes. Creyó con ello servir a la ambición de su desaforada grandeza. No ha sido sin pagar costas muy elevadas. Empezó perdiendo la Saboya, solar de la familia, que con Niza, hubo de ceder a Napoleón en pago de su ayuda. Cinco han sido los Saboyas que han reinado en Italia: Carlos Alberto, que abdicó muriendo en el destierro de Portugal, después de haber cedido la corona a su hijo Víctor Manuel; sucedió a éste Humberto I, asesinado por un anarquista italiano; su hijo Víctor Manuel III abdicó hace pocas semanas, y Humberto II deja la corona por un plebiscito al parecer más decentemente realizado que los que hicieron a su bisabuelo rey de Italia. De cinco reyes, dos abdicaciones forzadas, un asesinato y un destronamiento. Mal balance para la dinastía. Tampoco Italia ha sido más feliz. Guerra en Crimea, guerra en Abisinia, con el tremendo desastre que le infligió Menelik, y las dos guerras mundiales en las que la misma Italia con su intervención atrajo al propio solar patrio tan tremendo azote. Guerras cruentas y muy costosas para Italia que a ellas iba arrastrada tras de falaces intereses que no eran el imperativo nacional que obliga al sacrificio.


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Balmes hizo el proceso de la revolución cuando ésta empezaba y lo señaló con la asombrosa precisión que se ve en los siguientes párrafos de un artículo escrito en 1846.

“¿Acaso la teoría constitucional se ha de exagerar hasta tal punto que los pueblos hayan de suponer a los reyes sin entendimiento, sin voluntad, y suscribiendo el papel que se les pone por delante, sin saber lo que se hacen, o sin cuidarse de averiguarlo? ¡Ay de la monarquía si esta convicción adquiriesen los pueblos! El sentimiento monárquico se convertiría muy pronto en un sentimiento de desprecio y ludibrio.

Además de lo que padece en semejantes vicisitudes la veneración a las reales personas, hay otra circunstancia que contribuye poderosamente a disminuir el crédito de la institución misma. Es evidente que los grandes sacrificios que los pueblos sufren para el sostenimiento del esplendor monárquico deben serles compensados con un resultado positivo: la estabilidad; pero si a los dispendios de un trono esplendoroso se unen los trastornos de todos los años, y las dilapidaciones consiguientes, entonces se preguntan naturalmente los pueblos qué es lo que ganan sufriendo a un tiempo los males de la monarquía y de la democracia, o de la oligarquía, sin disfrutar ninguno de sus beneficios. Esto mina lentamente, pero mina con profundidad; ¿y quién es capaz de decir hasta dónde se puede minar el edificio sin peligro de su ruina?

¿Temes la república?, nos dirán sonriéndose los que viven tranquilos sobre los terrenos volcanizados. No, por cierto; no tememos todavía la república, porque todavía conservamos el sentido común; pero tememos otras cosas que encuentran los pueblos en su camino mucho antes de llegar a la república. ¿Queréis saber qué cosas son éstas? Helas aquí: Las revoluciones, antes de destruir los tronos, cambian las instituciones que rodean al trono; si entonces la monarquía no llena tampoco su objeto, se culpa a las personas, y se cambia de dinastía; y si ni aún así se logra lo que se deseaba, el trono es arrumbado como mueble inútil, o hecho astillas como dañoso.” (O. C.; tom. XXXII; páginas 95 – 96.)

“Las revoluciones aceptan a las personas reales como instrumentos revolucionarios; desde el momento en que se convencen plenamente de que el instrumento no sirve u obsta, le hacen pedazos. En España hemos palpado un ejemplo de esta verdad.” (Idem ídem, pág. 98.) Se refiere a María Cristina, la Reina Gobernadora; hoy podría añadir los procesos Isabel-Amadeo-república y el de Alfonso XIII-república. El de Italia, un poco más lento, monarquías y repúblicas legítimas-monarquía saboyana-república.


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Examinados los hechos de Italia ante la luz que sobre ellos hemos proyectado no los desorbitaremos como hacen tantos, ni deduciremos consecuencias erróneas origen de aplicaciones que pueden hacer mucho daño. Lo ocurrido en Italia no quiere decir nada contra la genuina monarquía, creadora de los pueblos de Europa, salvo raras excepciones, confirmación de la regla. La monarquía que da estabilidad y continuidad al poder no estaba en pleito en el plebiscito de Italia. A él había acudido, como no podía menos de ser, la monarquía del plebiscito, la que pactó con la revolución, la de los Mazzini, Cavour, Garibaldi…; la que no defendió a Italia de entrar en guerras para ella necesariamente desdichadas. Lo ocurrido en el país hermano no es real y verdaderamente otra cosa que una etapa en el proceso lógico de la revolución a que lo entregó la dinastía de Saboya, demostración palmaria de la incapacidad de gobierno de la revolución por su inconstancia y su continuo afán de revolverlo todo, contrarios al interés nacional y enemigos del bien común. La revolución devorándose a sí misma. La revolución haciendo pedazos, cuando no la necesita, a la monarquía que se prestó a convertirse en instrumento suyo. No es un ejemplo contra la monarquía, sino una esplendorosa lección en contra de la revolución, que ni con disfraz monárquico puede subsistir, y a favor de la monarquía genuina, advirtiendo a los reyes, los políticos y los pueblos que no admite la monarquía mixtificaciones revolucionarias. Para ser instrumento de prosperidad nacional, de bien de los pueblos a ella sujetos –y si no es para eso ¿para qué se quiere la monarquía?– ha de ser la monarquía genuinamente monárquica.

Dios quiera que Italia no se vea condenada a sufrir todo el calvario a que la revolución la empuja. Es pueblo hermano y en medio de él, a su amparo, está el Pontificado. La república no augura nada bueno, ni regular, ni pasable siquiera, a pesar de la máscara de una mal llamada democracia cristiana, peor que el macmahonismo de la tercera república francesa. La república es el instrumento preferido por la revolución porque es el que mejor se presta a sus excesos demagógicos. Lo que la república da de sí lo ha visto el mundo católico en Francia, en Portugal y en España.