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La Santa Causa
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Augusto Ferrer-Dalmau, "Estampas carlistas" |
En los inicios de la Guerra Civil del 36, un curioso le preguntó a Robert Brasillach qué era el carlismo; el poeta, para simplificar, contestó: "la causa del honor".
SERTORIO
En los inicios de la Guerra Civil del 36, un curioso le preguntó a Robert Brasillach[1] qué era el carlismo; el poeta, para simplificar, contestó: "la causa del honor". Los carlistas de a pie habrían sido aún más rotundos: la Santa Causa, que no deja de ser lo mismo, en el fondo, que lo que afirmaba Brasillach.
Desde 1833, el carlismo fue capaz de movilizar importantes milicias armadas —como los legendarios requetés del 36— y poner en peligro el orden constitucional. Sus militantes nunca contaron con grandes recursos ni con apoyos poderosos del exterior, ni siquiera pudieron dividir al Ejército en lealtades opuestas, ya que la inmensa mayoría de éste permaneció fiel al Estado liberal. Sin embargo, los alzamientos carlistas fueron vigorosos y en tres ocasiones (1833, 1873 y 1936) amenazaron seriamente al poder establecido.
Contra lo que es la opinión común, el carlismo no es un movimiento regional (vasco, catalán, valenciano), sino que tuvo amplia implantación en todo el país y se expandió muchísimo más de lo que se cree; sólo que por razones geográficas, estratégicas y sociales se atrincheró en las provincias norteñas. Carlismo fuerte hubo en Castilla, en Aragón, hasta en Extremadura y La Mancha corrieron potentes partidas que pusieron en jaque a las tropas del Gobierno. En 1936, el requeté andaluz fue decisivo en las campañas de Córdoba y Huelva. Tampoco se trata una reacción absolutista ni tuvo su motivación exclusiva en la defensa de los fueros. ¿Qué fue, pues, el carlismo? Un movimiento popular en defensa de la Tradición y de sus dos puntales básicos: el Trono y el Altar, que surgió como defensa de las clases campesinas y los pequeños propietarios frente a la burguesía liberal y el incipiente capitalismo. Sería vano buscar un programa político detallado en los carlistas de la Guerra de los Siete Años: en 1833 prevaleció la defensa casi instintiva de la España tradicional (que no es la del Antiguo Régimen borbónico, sino la medieval de los fueros) frente a un modo de vida implantado a la fuerza por unos liberales que pensaban repartirse el patrimonio de la Iglesia y dar libre entrada en el país al capital foráneo de Inglaterra y Francia. Recordemos que todas las injusticias sociales que llevaron a la guerra del 36 no son producto de la España tradicional, sino de la liberal y sus desamortizaciones, que arruinaron el patrimonio artístico, expoliaron a los ayuntamientos, aniquilaron los gremios y cuerpos intermedios de la sociedad civil y crearon una casta de terratenientes absentistas entre los especuladores de las desamortizaciones de 1837 y 1855. Fueron los liberales los que originaron la miseria campesina de los siglos XIX y XX, los que deforestaron el país, los que vendieron en subastas trucadas los recursos minerales de la nación y quienes sirvieron de comisionistas a los inversores extranjeros: véase como ejemplo de esta élite liberal la carrera del famoso marqués de Salamanca.
Con la subida al trono de Isabel II (1833), España pasó de ser una nación independiente a rebajarse a colonia de Francia o Inglaterra, según gobernasen moderados o progresistas. Pero el pueblo y buena parte de los estratos medios se hallaron siempre en contra de esta triste situación: de ahí la impopularidad del liberalismo y la necesidad de recurrir a la baza de espadas para sostener el tinglado del régimen constitucional. Sin el Ejército y los espadones, la monarquía de Isabel II (1833-1868) no habría durado mucho. No es de extrañar que el único legado permanente de aquel reinado nefasto haya sido la Guardia Civil, requisito indispensable para mantener el orden público, garantizar las comunicaciones y defender la propiedad mal hallada de la oligarquía aún hoy dominante. Los prohombres del liberalismo español no fueron sino una horda de abogados y logreros a sueldo de los agiotistas de las bolsas europeas. Lo que se impuso en España a sangre y fuego entre 1833 y 1840 fue el capitalismo internacional, que necesitaba convertir a nuestro país en un mercado único y homogeneizado en la medida de lo posible, con una clase dirigente al timón de un Estado débil, que no pudiera resistirse a los designios del capital inversor: lo que vulgarmente llamamos un Estado garantista.
Para instaurar semejante engendro había que derribar los dos poderosos obstáculos que desde el siglo XV mantenían las Españas unidas, independientes y estables: la Monarquía y la Iglesia. La cuestión sucesoria originada por Fernando VII —al querer entronizar a su hija de tres años contra el sentido común, las leyes dinásticas e incluso el derecho internacional (las otras ramas legítimas de la Casa de Borbón se negaron a aceptar la sucesión de Isabel II, al igual que la Santa Sede y el resto de las monarquías europeas)— propició una ocasión perfecta para aniquilar uno de los pilares del orden tradicional. Sin un derecho sólido, mantenida por un Ejército financiado por Francia e Inglaterra, apoyada únicamente por la burguesía de las ciudades y la aristocracia, la endeble monarquía usurpadora quedó muy pronto despojada de la milenaria y casi sacra auctoritas que era inherente a los reyes legítimos, algo que quedó de manifiesto tras la vergonzosa sargentada de La Granja de 1836. Nunca más volvería la institución real a amalgamar a todos los españoles en una comunión de sentimiento y lealtad. Tampoco debemos olvidar el papel del terror en la instauración del liberalismo y la feroz represión contra los defensores de la legitimidad entre 1833 y 1840: un número indeterminado pero muy alto de carlistas murieron fusilados sumariamente por el Ejército liberal, que no hacía prisioneros fuera del teatro de operaciones del Norte. Las crueldades de Cabrera no fueron sino una respuesta proporcionada al régimen de aniquilación y muerte impuesto por los generales cristinos. Claro que para esto no hay memoria histórica que valga, pero los deudos de las víctimas de nuestras beneméritas constituciones progresistas sí lo tuvieron muy presente durante los siguientes decenios.
La Iglesia era harina de otro costal: gran propietaria de tierras, gestora de universidades, hospitales, escuelas, orfanatos y centenares de instituciones de misericordia —lo que hoy llamamos atención social—, la Iglesia era la institución más democrática del país: estaba abierta al talento, y cualquier muchacho de familia humilde podía llegar muy lejos si abrazaba la carrera eclesiástica. También proporcionaba el pan de los pobres: la alimentación y cura de los más desheredados, los rudimentos de las primeras letras, los actos esenciales de la vida social y los ritos de la comunidad eran función del clero, que si bien abusaba de sus privilegios y provocó el estancamiento de la vida intelectual del país, también es cierto que no explotó salvajemente a sus muchísimos campesinos y supo dar un lugar en el cosmos a cada uno de sus creyentes, algo que hoy en día nos resulta inconcebible, pese a nuestras legiones de psicólogos. La Iglesia representaba y defendía un sistema completo de creencias que había enraizado profundamente en el alma española y era concebido como el bien supremo del reino: la pureza de la fe. En 1808, fue el clero el que levantó a los españoles contra Napoleón, en una gigantesca Vendée que asombró a toda Europa. Su liderazgo natural de las comunidades campesinas permitió al país resistir una campaña con tintes de genocidio por parte del ejército más poderoso del mundo.
De raíces hondamente populares, el clero gozaba del respeto general, e instituciones como la Inquisición (inactiva desde 1820 y reducida a mediados del siglo XVIII a la censura de libros) eran muy valoradas por el pueblo. Su poderío económico, además, hacía de la Iglesia un poder independiente, capaz de enfrentarse con validos, ministros y hasta reyes. Por eso, el despojo de su base inmobiliaria, de su patrimonio de siglos, por parte de Mendizábal, el hombre de Londres, en 1837, asestó un golpe mortal a la Iglesia. Desde el final de la Guerra de los Siete Años, el clero pasó a depender directamente del Estado y de las clases propietarias. Durante el siglo siguiente, salvo en las montañas del norte y en las aldeas castellanas, los curas se degradaron a capellanes de los ricos, baluartes de un orden social injusto, limosneros de los caciques que predicaban la sumisión frente a una sociedad liberal y, por lo tanto, anticristiana.
De esa manera, tras siete años de guerra durísima, los dos grandes bastiones de la Tradición española fueron aniquilados.
El carlismo es la permanente negativa a aceptar ese estado de cosas. Carlismo significa restauración del orden tradicional, de los dos pilares de la vieja España: Dios y el Rey. A eso se añaden las libertades medievales: los fueros. Dios, Patria, Fueros, Rey son los términos constantes en los manifiestos y proclamas del partido carlista desde 1833. En la primera gran guerra, de 1833 a 1840, sin armada ni contactos con el exterior, sin cañones, sin ciudades, los carlistas resistieron siete años ante un ejército provisto de todos los recursos de la época y apoyado por cuerpos expedicionarios franceses y británicos. La épica centenaria del carlismo comienza con las hazañas de Zumalacárregui —que convierte una partida en un ejército—, la expedición de Gómez, los combates de Cabrera y las andanzas de Palillos, Don Basilio y demás cruzados de la Causa: Oriamendi, Maella. las Amézcoas aún resuenan en la historia militar de España. El carlismo siempre tuvo más soldados que armas y en condiciones imposibles, frente a una represión despiadada, logró resistir y desafiar a los gobiernos de Madrid, hasta que los liberales consiguieron con el oro lo que no lograron con las armas: extender la discordia por el campo carlista. La traición de Maroto, el exilio de Carlos V, el progresivo reconocimiento de Isabel II por las potencias monárquicas, el Concordato con la Iglesia de 1851 y el fracaso de Carlos VI en 1861 parecían condenar al carlismo a la marginalidad y la decadencia.
Fue a la muerte del conde de Montemolin (1861) cuando el carlismo se enfrentó a la primera crisis que afectaba no sólo a sus accidentes políticos y militares, sino a su esencia. Juan de Borbón, hermano de Carlos VI, era un hombre de ideas liberales y conducta personal desordenada. El que iba a ser Juan III del carlismo estaba más a la izquierda que la rijosa, analfabeta y beata Isabel II, su prima. La confusión en el campo de la legitimidad proscrita era grande. Fue entonces cuando se consolidó la primera doctrina permanente del tradicionalismo español: la princesa de Beira, viuda de Carlos V y vestal de la Causa, se dirigió al príncipe en una carta-manifiesto en la que le conminaba a aceptar los principios esenciales del carlismo: la Unidad Católica de España y la Monarquía Tradicional. En ese momento la legitimidad se enfrentaba a un problema que se volverá a presentar con Jaime III, don Javier y don Carlos Hugo: ¿es el carlismo sólo una causa dinástica? ¿Es el pleito sucesorio su única razón de ser? En ese caso, según las leyes de la Casa de Borbón, don Juan era el incontestable Rey de la verdadera España. Sin embargo, la princesa de Beira negaba esa estrecha cualidad de bandería nobiliaria al carlismo; dos legitimidades se necesitan para ser rey: la legitimidad de origen —que se produce al nacer un príncipe en las condiciones necesarias para la validez jurídica de su pretensión— y la legitimidad de ejercicio, que consiste en la concordancia de la política del príncipe con los valores de la Tradición. Así, la princesa de Beira le escribe a don Juan: “Todos, apoyados en distintas y sólidas razones, están acordes en que ni pueden ni deben reconocer en ti el derecho a la posesión del trono de tus mayores, a pesar de que eres el llamado a ocuparlo, por haberte despojado a ti mismo del dicho derecho. Los principios democráticos que has proclamado dicen destruyen por su fundamento toda la legitimidad, y con el hecho de proclamarlos has renunciado a tus derechos a la Corona, has abdicado de hecho confesando en uno de tus manifiestos que lo esperas todo de la soberanía nacional”. (Carta de la Princesa de Beira a don Juan de 15 de septiembre de 1861).
El reinado de Carlos VII marca el apogeo de la épica carlista. Resucitado de un marasmo que parecía definitivo, el peligro que corre la religión a manos del anticlericalismo del Sexenio Revolucionario (1868-1874) y la caída de Isabel II dan nuevos bríos a la Santa Causa, que encuentra un Rey digno de ella en la figura guerrera y romántica de Carlos VII. La batalla de Montejurra (1874), las andanzas de Rada, de Savalls y del cura Santa Cruz serán recordadas siempre en el imaginario de la legitimidad, pero la restauración canovista se impone y el carlismo vuelve al letargo, a las discordias internas y a la lenta disolución. Los tradicionalistas y los legitimistas se escinden y se reconcilian, se alían a las formaciones más heterogéneas y se vuelven a juntar según los azares de la historia. Pero empieza a abrirse un foso entre el tradicionalismo y la dinastía: el caso de don Jaime III y Mella lleva al paroxismo ese conflicto: ¿qué sucede si el príncipe no es tradicionalista? ¿Y si sus políticas personales son opuestas a las de la mayoría de sus seguidores? El último Rey indiscutido del carlismo, don Alfonso Carlos (1931-1936), aúna por última vez tradicionalismo y legitimidad y lanza a sus requetés a la cruzada de 1936, en la que su papel será clave. Sin embargo, ese mismo año, el Rey muere sin descendencia y el carlismo queda sometido a una regencia preparada por don Alfonso Carlos. En carta del 10 de marzo de 1936 al futuro regente, don Javier de Borbón-Parma, el Rey, afirma: “Te advierto [...] que tan sólo podrá sucederme quien, unido a la doble legitimidad de origen y de ejercicio [entendida aquélla al modo tradicional], preste juramento solemne a nuestros principios y reconozca la legitimidad de mi rama”.
“Te prevengo, además, que, según las leyes españolas, la rama de Don Francisco de Paula perdió todo su derecho de sucesión por la rebeldía contra sus reyes legítimos.”
Es decir, la rama a la que pertenecen los descendientes de Isabel II (está por ver que lo sean de don Francisco de Paula), entre ellos el actual jefe del Estado, no pueden ser considerados candidatos a la monarquía tradicional española, para la que están descalificados ab origine. La herencia de la legitimidad pasaba a la casa de Borbón Parma, pero sus príncipes no dejaban de ser unos perfectos desconocidos en España, fuera de los círculos carlistas, donde además no había un acuerdo unánime. Para Franco, don Javier y su hijo, don Carlos Hugo, eran unos extranjeros. Y no sólo eso: franceses, además. La opción por don Juan Carlos como sucesor del Generalísimo desencadenó la ruptura abierta del carlismo con el régimen del 18 de Julio. El centralismo franquista, su absurdo comportamiento con las muy mal llamadas provincias traidoras y la exclusión de la dinastía legítima del trono, ocasionaron un movimiento de rechazo que coincidió con los efectos deletéreos del Vaticano II. El carlismo se hizo de izquierdas, coqueteó con anarquistas, comunistas y separatistas y olvidó a las centenas de muertos de la Cruzada para centrarse sólo en el martirologio de los dos muertos de Montejurra. Se abandonó la Unidad Católica (cosa por otro lado lógica: iba contra el dichoso Concilio), las princesas rojas soliviantaron a la progresía cristiana, don Hugo se hizo socialista a la yugoslava, sus adláteres se dedicaron a insultar y desprestigiar a los carlistas carcas (es decir, al noventa por ciento del partido), se casó el heredero de Felipe II con una descendiente de Guillermo de Orange, luego se divorció y, a todo esto, el carlismo de deshizo como un azucarillo entre absurdas disputas bizantinas y postconciliares, las mismas que han vaciado las iglesias de España. La inmensa mayoría de sus integrantes se marcharon a sus casas sin Trono y sin Altar. Quedaba amplio campo en el País Vasco y Navarra para quien quisiera ocupar ese vacío: fueron, paradójicamente, HB por un lado; UPN y PP por el otro.
Hoy, con la Causa encerrada en cenáculos cada vez más eruditos y estrechos, España es un pueblo que desconoce su Tradición. La tarea del futuro será revivirla, pero no resucitar un fantasma. No hay Altar ni Trono, pero sí quedan las identidades, las actitudes y la épica, la jerarquía espiritual y el rechazo a la vileza democrática, al reino del dinero. El honor no caduca; su defensa, tampoco.
[1] Información para las víctimas de la LOGSE (y de todo el actual Régimen ): Robert Brasillach es un escritor francés nacido en 1903 y fusilado en 1945 por la simpatía expresada en sus libros hacia las potencias del Eje y el Alzamiento Nacional en España. De nada sirvió la petición de clemencia que lo mejor de la intelectualidad francesa (Albert Camus, Paul Valéry, Paul Claudel, François Mauriac, Marcel Aymé, Jean Pauhlan o Jean Cocteau, entre otros), dirigieron al general De Gaulle.
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