Revista FUERZA NUEVA, nº 603, 29-Jul-1978
TRIBUTO AL SILENCIO
No se ha escrito todavía la historia del Ejército español en el interior del régimen de posguerra. Su importancia ha sido tal, que casi llegaba a constituir la esencia del sistema entero. El militar y Francisco Franco eran la misma cosa, excepto para los enemigos declarados que, aun así, y en su fuero muy interno, lo reconocían. Entonces el Ejército no tenía disensiones en su seno, ya que el genio, el nervio y el prestigio del Caudillo lo impedía. No se notaba la ambición -que puede que también la hubiera-, el ansia de mando o el cosquilleo malicioso de alguna intención que nace en cualquier institución de hombres. En general, no se notaba, repito.
La División Azul fue buen semillero espíritus castrenses. Y digo espíritus porque a aquellos muchachos ilusionados les animaba más el instinto sano del guerrero que las estrellas de la bocamanga. Allí se ganaron laureadas, se fomentaron vocaciones militares y, lo que es mejor, quedó el sentimiento de una gesta incrustado o fundido a fuego en el alma de hombres civiles que no continuaron ya con lo castrense. Imprimió carácter.
Todo desde la milicia
Más tarde vinieron las pretendidas distorsiones de visión entre los generales “azules” y los “verdes”, por llamar de alguna forma a los monárquicos con alguna mira en Estoril. Franco siempre supo muy bien que su incuestionable fervor por la Corona no le debía impedir confundirla con los miembros de la dinastía. Por eso vio en don Juan un despropósito para continuar con el régimen del 18 de Julio. El Ejército contaba -y cuenta- con numerosos monárquicos, que al menos durante el anterior régimen, supieron ser militares y guardarse sus sentimientos en el bolsillo, todo ello porque así lo consideraban mejor para el bien de la unidad patria. Si hubo alguna salida de tono, Franco la supo capear, pero siempre desde el prisma de la milicia. De ahí su acierto.
El Generalísimo tuvo un tacto exquisito en contemplar con absoluto rigor los escalafones, y dar a cada uno su graduación profesional según cursos o años de servicio. Aranda, el general del cuartel de Simancas en Asturias, a pesar de las cosas que de su ideología se dijeron, no desmereció su gesta, su honor militar y su laureada durante el tiempo de posguerra. Habría sus más y sus menos, creo que en mayor grado por su pretendida vinculación afectiva a Estoril que por otros motivos, que aún están por verificar. Pero en resumidas cuentas, nadie se quedó sin lo suyo en el seno de las Fuerzas Armadas.
El régimen del 18 de Julio fue el Ejército, aunque bien apoyado por alas civiles de combatientes con fe y con doctrina. No se olvide. El militar recibió todo, tampoco se olvide, pero más en atenciones morales que materiales. No obstante, seamos legítimos en lo que escribimos, dicha atención generó entre algunas esferas desinformadas o malinformadas del pueblo llano una actitud de recelo contra el Caudillo porque se pensaba que éste amparaba demasiado a los suyos. Los hechos, y la entrega de Francisco Franco a la reconstrucción física y moral de España dejó contento al pueblo -incluso a esas esferas resentidas- y sin argumento a los “intelectuales” con inquina ancestral. Mientras, en el Ejército no pasaba nada. Nadie osaba meterse con él. Podía más su fortaleza que su fuerza. Además, lo militar contaba con su propia jurisdicción, y los auditores de Guerra se distinguían por formar parte de uno de los Cuerpos con más prestigio en el interior del Ejército.
Muerto Franco (1975), la jurisdicción militar se fue recortando, hurtándosele los delitos de terrorismo, en los últimos años todos ellos atentatorios contra la unidad de España. Y cometidos contra miembros de las Fuerzas de Orden Público, en muchos casos; en alguna ocasión contra un militar de carrera. Todo esto fue restando prestancia a lo militar, socavando su esencia y contenido. Y más cuando, después, las Fuerzas Armadas fueron menospreciadas en Prensa con casi el mismo ritmo que algunas personas físicas. Este desmelenamiento dio lugar a que Adolfo Suárez dictase (1977) una disposición para que tres temas fundamentales no se tocasen con tanta virulencia: Monarquía, Unidad Nacional y Ejército. Era lo mismo: los auditores de Guerra recibían sobre su mesa asuntos y asuntos con presunto delito de difamación e insultos a las Fuerzas Armadas. La Institución castrense comenzaba a sufrir.
Militares que colaboran con la reforma
En el primer Gobierno de la Monarquía (Arias, 1975) formado tras la muerte del Caudillo, entró un ilustre militar, De Santiago y Díaz de Mendivil, como vicepresidente del gabinete: que se fue del Gobierno Suárez (1976) cuando se legalizó Comisiones Obreras, órgano sindical de clase del Partido Comunista de España.Y Pita da Veiga, almirante de la Armada, quien se enteró por televisión de la legalización del propio Partido Comunista, dimitió acto seguido (1977).
Pero quedaban militares en reserva. Surgió Gutiérrez Mellado, hombre que había formado parte de los Servicios de Información del coronel Ungría, artillero, y que se prestó a servir al régimen de la Democracia, que es un régimen político. Para ello, pero después de cierto tiempo de alternar la milicia y la política, pasó al retiro, aunque ya se sabe que un teniente general del Ejército conserva siempre su graduación.
Vega Rodríguez, otro ilustre soldado, deja el Estado Mayor por incompatibilidades, al parecer, con Gutiérrez Mellado. Pero esta fricción aparente no es castrense. Entran en juego otros factores. Por otra parte, aparece la figura antimilitarista de Múgica Herzog como presidente de la Comisión de Defensa de las Cortes. Vasco, semita de doble vínculo, socialista de toda la vida, con tradición de lucha en su partido contra lo militar, hace unas buenas amistades con altos militares y escribe artículos en los periódicos del Gobierno explicando cuál es “su Ejército”, naturalmente popular y fuera de todo ámbito elitista. El hombre de las clases quiere “desclasar”-mejor descastar- a la institución castrense. Y no sería eso lo malo, sino que cada vez que abre la boca asesta un tajo a la cabeza de todo lo militar, como si pretendiese despojar de espíritu de combate a las Fuerzas Armadas, pero no con intención de despolitizarlas sino de cambiarlas de signo ideológico.
Con ello el Ejército empieza a estar en boca de todos con mayor familiaridad. Y más cuando, en un homenaje a la bandera rendido en exclusiva por las Fuerzas Armadas, se pudieron ver como invitados a los hombres que han escarnecido con saña durante lustros tanto la enseña patria como al propia Ejército.
Después, en el Día de las Fuerzas Armadas, sustituto del Día de la Victoria, esas misma caras asisten en tribuna preferente a contemplar el desfile de las tropas, aplaudiéndolas. Todo ello hace que nazca una corriente de mayor intimidad, sobre todo cuando un señor socialista (Múgica) se sienta en torno a una mesa de trabajo, con su buen puro, con el ministro de Defensa y los jefes de los Estados Mayores de los tres Ejércitos, y el teniente general vicepresidente del Gobierno (Gutiérrez Mellado) aplaude con el cigarro en la boca una amnistía propuesta, entre otros, por el presidente de esa Comisión. Significaba algo así como el visto bueno, y el “pelillos a la mar”, a los que asesinaron a miembros de las Fuerzas de Orden Público, además de a otros ciudadanos españoles, modestos en la mayor parte de los casos.
Sanciones y silencio
Mientras, las declaraciones militares gozan de la atención inusitada de la Prensa. Un General de la Guardia Civil es relevado del mando por ponerse tieso en cuanto a no seguir tolerando más muertes en números del Benemérito Instituto. Y el capitán general de Canarias le dice a la cara al presidente del Gobierno que piense en la Legión cuando tenga que tratar con algún traidor a la Patria. Algún alto mando recuerda también que detrás de las Fuerzas de Orden Público, si fuese necesario, estaba el Ejército. Y el propio Gutiérrez Mellado, aquel teniente artillero que se alzó en armas contra la República en julio de 1936, dice en Alcalá de Henares a la tropa y a la oficialidad que hay por ahí señores que no se quieren dar cuenta de que España es una. Poco tiempo después, el Gobierno del que forma parte, a través de un compañero en la vicepresidencia, Abril Martorell, se entiende con un amnistiado del proceso de Burgos, asesino convicto y confeso, que pugna con todas sus fuerzas por romper la unidad de la Patria, hasta el punto de poner un puñal en la espalda al Partido Nacionalista Vasco para que no se pliegue a las propuestas del gobierno. O Euzkadi o nada.
Y silencio y más silencio. Y matan (…) a un general y a un teniente coronel (jul. 1978), y el vicepresidente y teniente general vuelve a solicitar, casi a ordenar silencio y más silencio. El presidente Suárez les recuerda a los militares que él ya se lo había advertido, que tuvieran mucho cuidado. Gutiérrez Mellado, por su parte, amplía el horizonte subrayando la posibilidad de que puedan caer más compañeros en la milicia. ¿Se incluía él en esa posibilidad?
Es decir, la cara del Ejército cambia el semblante. Y más cuando, ante varios policías armados de cuerpo presente, un marino levanta la voz a un teniente general para rebatirle públicamente y decirle que por encima de la disciplina está el honor. Existe claramente un Ejército fiel a aquella vieja fortaleza y unidad corporativa -que el presidente de la Comisión de Defensa piensa que es “fascista”-, y quien piensa, instalado en la altura, que la actual reforma, que es intrínsecamente política, puede ser perfectamente apoyada y respaldada por las Fuerzas Armadas.
En alguna ocasión leí un artículo en “Ya” de un militar que escribía con pseudónimo, durante el tiempo de Franco, que circunscribía la acción de las Fuerzas Armadas exclusivamente a la defensa del territorio nacional de ataques extranjeros. Alguien le contestó -desde el prisma de aquel régimen- que ese argumento era hasta inmoral, ya que entonces el alzamiento del 18 de Julio no tenía justificación. Es decir, Gutiérrez Mellado hoy, que se sublevó contra un Gobierno, en teoría legítimamente constituido entonces, tendría que haber replicado seguramente con argumentación contundente. Pero ¿lo haría ahora?
Tan sumido en la humildad que…
Y es que en un gabinete de hombres civiles (UCD), marcados todos ellos -o la mayoría- con el signo de la infidelidad, hace muy mal papel un representante de las filas castrenses. La sangre del general de brigada Sánchez Ramos-Izquierdo, más la del teniente coronel Pérez Rodríguez, puede que sea el comienzo (1978) del calvario del Ejército español, como antes lo fue -y lo está siendo-de la Guardia Civil o de la Policía Armada. O tal vez el tributo al silencio que casi ordenaba con voz de mando el vicepresidente del Gobierno. Si parase ahí, aún con todo su dolor, no estaría mal. Pero ¿si no?...
El Ejército español ha estado tan sumido en la humildad del silencio -con reparos- ante más de cien asesinatos alevosos, ante la legalización del comunismo -con excepciones-, ante el ataque despiadado de tantos medios de comunicación -con la actividad febril de los auditores-, ante el aplauso de la amnistía por manos castrenses -por obediencia-, y ante la lealtad al Rey, comandante supremo, que no se merecía la puñalada brutal que el terrorismo le ha asestado esta semana pasada. Ha sido mucho aguantar, mucho silencio. Hasta soportar que un cura agitador denominase “hojas verduleras” a la laureada ganada por Navarra con la sangre de más de cinco mil de sus hijos. Y la mayoría no profesionales de las armas.
Quiera Dios que siempre quede una voz, aunque no sea castrense, para llevar la palabra al último rincón en solicitud, al menos, de una oración por el alma de los militares que caen de uniforme y que han servido honradamente a su Patria.
El pueblo está con ellos, sin necesidad de que el Ejército, como pretenden algunos, sea popular.
Luis F. VILLAMEA
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