El militar español intervino en los principales hechos de armas que condujeron a la conquista de México.

Gonzalo de Sandoval fue quizá el más cumplido de los capitanes que acompañaron a Hernán Cortés en la conquista de México. El cronista Bernal Díaz del Castillo nos dice que «no era hombre que sabía letras, sino a las buenas llanas, ni era codicioso de haber oro, sino solamente tener fama y hacer como buen capitán esforzado que miraba por sus soldados y los ayudaba».
Siempre a la sombra de Cortés, Sandoval intervino en los principales hechos de armas que condujeron a la conquista de México. Fue alguacil mayor de Veracruz, capturó a Pánfilo de Narváez, enviado por el gobernador de Cuba contra Cortés, arriesgó su vida en la vanguardia de la Noche Triste y cumplió numerosos servicios en el cerco y conquista de Tenochtitlán-México.

Sandoval regresó a España con Hernán Cortés en 1528. Durante la travesía enfermó gravemente y apenas desembarcado el truhán que lo hospedaba le robó las trece barritas de oro que constituían todo su patrimonio para la vejez. Murió pobre en Palos y lo enterraron en el monasterio de la Rábida.

Zultepec.

Quizá en el lecho de muerte a todos los recuerdos heroicos que desordenadamente acudieran a su memoria se impusiera el de su destrucción del lugar de Zultepec.

En junio de 1520 una caravana de unos cincuenta españoles y más trescientos aliados indios cayó en manos de los indígenas cerca de Zultepec, en el camino de Veracruz a México.

Los zultepecos consiguieron un espléndido botín: más de quinientos cautivos, muchos animales desconocidos en América (caballos, ovejas, cabras, cerdos…), y gran abundancia de exóticos enseres y estupendas herramientas de hierro, un metal que desconocían.

Era costumbre entre los aztecas sacrificar sus prisioneros a los dioses y consumir parte de su carne. Esta horrenda ceremonia caníbal se practicaba, según algunos autores afectados de buenismo antropológico, por motivos religiosos, según otros porque su dieta era deficitaria en proteínas cárnicas y no faltan quienes creen que, además, era un medio efectivo de aterrorizar al contrario.

Los zultepecos deseaban sacrificar a sus cautivos, pero en su modesto pueblo nunca se habían realizado sacrificios humanos. ¿Cómo sacrificamos a los prisioneros de manera ortodoxa que nos asegure el favor de los dioses? En este dilema solicitaron ayuda a Tenochtitlán-México, la ciudad sagrada, la sede del poder azteca.

Atentos a las necesidades de sus aliados, los mexicas les enviaron al punto sacerdotes-matarifes en cuyas manos quedaron confiados los aspectos rituales del sacrificio. La primera providencia fue delimitar en el centro del poblado un recinto ceremonial circundado con un muro. En su interior levantaron tres edificios con sus correspondientes altares.


El capitán Gonzalo de Sandoval - ABC

Los sacrificios se sucedieron a lo largo de seis meses (entre julio de 1520 y marzo de 1521), coincidiendo con las festividades del calendario litúrgico azteca. La rutina era invariable: se disponía a la víctima sobre un altar de piedra (téchcatl) y mientras cuatro acólitos la sujetaban fuertemente por sus extremidades, el oficiante le abría el vientre con un cuchillo ritual de sílex (técpatl) e, introduciendo la mano en la cavidad torácica, le arrancaba el corazón palpitante para ofrecerlo al sol.

Terminada la cruenta ceremonia, los acólitos arrojaban el cadáver por la pina escalera del templo para que los feligreses que aguardaban abajo lo descuartizaran y cocinaran sus partes más suculentas, que luego consumirían en una especie de comunión sagrada.

Texcoco.

Natural que Zultepec («llano de las codornices») cambiara su topónimo a Texcoco (derivado del nahuatl Tecuaque «lugar donde se come gente»).

Los cautivos no se sacrificaban indiscriminadamente. Los sacerdotes examinaban las señales corporales de cada uno y escogían la víctima adecuada a cada divinidad: a Nanahuatzin, dios de las afecciones cutáneas, le sacrificaron tres sifilíticos con cuya carne alimentaron a los enfermos de venéreas que había en el poblado; a una española sexagenaria, quizá la más anciana de la caravana, la ofrecieron a Tozi, la diosa madre azteca. A Huitzilopochtli, el dios de la guerra, le sacrificaron nueve hombres y nueve mujeres que, por exigencias de la liturgia, debían estar embarazadas a fin de que el sacrificio incluyera el apuñalamiento ritual del feto.

La cifra exacta de personas inmoladas a los dioses aztecas está por determinar. Los arqueólogos que estudian el yacimiento han identificado hasta ahora a veinte españoles (doce hombres y ocho mujeres), siete negros (mis disculpas por no escribir subsaharianos, dado el contexto histórico) y dos mulatas, pero es evidente que posteriores estudios elevarán considerablemente estas cifras. Se han encontrado pruebas concluyentes de que «se sacrificaron niños de cuatro o cinco años y mujeres embarazadas (entre 18 y 20 años) en las que se han detectado vestigios de los nonatos».

Además de los dioses citados recibieron culto otros integrantes del olimpo azteca: Quetzaltcoatl, la serpiente emplumada; Tlaloc, el que propicia la lluvia; Mictlantecutli, regidor del inframundo; y Tezcatlipoca, que vela por la pureza. Naturalmente no faltaron sacrificios a Mayahuel, dios del aguardiente de cactus (pulque), la industria local de Zultepec.

Cuando los zultepecos supieron, en marzo de 1521, que una tropa de españoles al mando del capitán Gonzalo de Sandoval se acercaba para castigar el asesinato de sus correligionarios, se apresuraron a deshacerse de los despojos más comprometedores arrojándolos a las cisternas, lo que ha permitido la conservación de todo un tesoro testimonial consistente en espadas, botones, anillos, camafeos, perdigones, clavos, bocados de caballos y herramientas diversas. No obstante, con las prisas, olvidaron retirar dos caras que habían desollado y adobado con sus barbas así como varios cueros de caballos que habían colgado en un templo con sus cascos y herraduras. Mas comprometedor resultó que pasaran por alto un comprometedor grafito garrapateado en la pared: «Aquí estuvo preso el sin ventura Juan Yuste con otros muchos de su compañía», obra de uno de los españoles inmolados cuyos huesos están desenterrando los arqueólogos desde 1990.

Gran parque arqueológico.

Los hallazgos de Texcoco o Calpulalpan se contienen hoy en el interesante parque arqueológico de Tecoaque-Zultepec, a treinta y tres kilómetros de la ciudad de México por la carretera federal de Veracruz.

La zona arqueológica abarca treinta y cinco hectáreas en las que se vienen produciendo tal cantidad de hallazgos (muchos de ellos expuestos en el museo «Rancho Santo Domingo de Tequixtla»), que en dieciséis años solo se ha excavado una hectárea y media. El edificio más interesante es el gran templo circular de Ehecatl Quetzalcoatl.

Para los arqueólogos mexicanos, comprensivamente imbuidos de cierto espíritu indigenista, «aquí se defendieron las creencias y el mundo prehispánico, por eso sacamos a la luz los resultados, para que las personas se enteren de que sí hubo resistencia y lucha de los antiguos pobladores para evitar la conquista».

Además de los huesos humanos mencionados, muchos de ellos cocidos y con marcas de cuchillos e incluso de los dientes de los comensales, se han encontrado abundantes huesos de cerdos, cabras y otros animales europeos. Curiosidad preocupante: los cerdos no muestran señales de que se los hubieran comido. Simplemente los apuñalaron y enterraron sus cuerpos, hurtándolos al civilizado destino del pernil curado. No se fiaron de la carne de aquel gruñidor y sin embargo culinariamente imprescindible animal, ahí se echa de ver hasta que extremos puede llegar la barbarie. Que el Dios de los conquistadores, el que se conforma con el incruento sacrificio de la misa, los haya perdonado.