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Tema: Historiadores y escritores más furibundamente antifranquistas

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    Re: Historiadores y escritores más furibundamente antifranquistas

    Paul Preston: el ocaso de un hispanista

    (Pedro Carlos González Cuevas)

    Tras el libro de Paul Preston, El Holocausto español. Odio y exterminio en la Guerra Civil y después, Debate, Barcelona 2011

    En esta su última obra se propone, según sus propias palabras, «mostrar en la medida de lo posible, lo que aconteció a la población civil y desentrañar los porqués», de lo que él denomina el «Holocausto español», a lo largo de la guerra civil y en la posguerra. El autor califica su obra de «científica» y objetiva, porque la misión del historiador «estriba en buscar la verdad con independencia de los sentimientos que su trabajo pueda despertar».
    (...)

    * * *

    El autor venía anunciando este libro, por lo menos, desde el año 2003. En alguna entrevista, declaró que no pretendía comparar el caso español con el Holocausto judío; pero que «analizado en su conjunto el sufrimiento del pueblo español merece el nombre de Holocausto». Lo que pretendía resaltar era «la gravedad de lo que pasó en España; hoy hay una tendencia a ver la Guerra Civil como un hecho menor en el contexto internacional, y por lo contrario yo pienso que se trata de una de las grandes matanzas europeas del siglo XX». No obstante, a diferencia de otros historiadores como Francisco Moreno y Francisco Espinosa, Preston no se atreve a denominar «genocidio» a lo ocurrido en la España desde 1936. La palabra «Holocausto» es mucho más polivalente y ambigua que «genocidio». Mientras «Holocausto» significa «sacrificio», «acto de sacrificio», «ofrenda», «genocidio» es sinónimo de «exterminio» por razones de orden social, político o religioso. Como ya señalé en un artículo dedicado al hispanismo de Paul Preston, el rigor conceptual no es una de las virtudes del historiador británico.

    En ese sentido, el equívoco permanece. Siguiendo una ya inveterada costumbre cuando se trata de un libro del hispanista británico, El Holocausto español ha recibido un premio, en este caso el de Historia de Cataluña Santiago Sobrequés i Vidal. Una distinción que, al menos en mi particular opinión, no merece ni el autor ni la obra. Claro que ya sabemos lo que son en España ciertos premios: suelen darse por anticipado, antes incluso de haberse escrito. Quizás sea el caso. Por lo demás, no estamos ante un libro de investigación, sino de síntesis. A lo largo de sus casi ochocientas páginas, Preston se limita a recoger e interpretar a su gusto la información que le suministran las obras, por lo general sesgadas y poco fiables, de Francisco Moreno Gómez, Montserrat Almergol, Julián Casanova, Ian Gibson. Conxita Mir, Ricardo Miralles, Alberto Reig Tapia, Ricard Vinyes Angel Viñas, Glicerio Sánchez Recio, Francisco Espinosa, José Luis Ledesma y muchos más.

    La primera parte del libro carece de sorpresas. En sus páginas, Preston se limita a repetir lo sostenido, hace más de treinta años, en su obra La destrucción de la democracia en España, o en La guerra civil española y Las derechas españolas en el siglo XX. Aparece aquí nuevamente una trama narrativa de claro sesgo «trágico»; su modo de argumentar sigue siendo mecanicista; y su entronque ideológico, radical. Sigue destacando su odio cartaginés hacia el conjunto de las derechas españolas, que, de nuevo, aparecen como auténticos arquetipos de la maldad, del Mal radical. Leer las páginas dedicadas a estos sectores en el libro equivale a penetrar en un mundo de locura, un mundo poblado de sombras repulsivas y dislocadas, donde el «derechista», el «católico» o el «africanista», ya no son seres humanos normales, sino que se transforman en figuras mitológicas, una auténtica encarnación de todo lo que el autor detesta. No deja de ser significativo que cuando Preston menciona a los «teóricos del exterminio» tan solo haga referencia a los sectores de la derecha y de la extrema derecha; jamás a los republicanos de izquierda, a los comunistas, a los socialistas revolucionarios, los anarquistas, los anticlericales de La Traca y Fray Lazo, o los redactores de Leviatán o de Claridad. Los militares y las derechas parecen tener, según se deduce de la narración de Preston, como único objetivo flagelar, asesinar y, sobre todo, violar y humillar sexualmente a las mujeres de izquierda. Los militares españoles no parecen seres humanos, sino mandriles rijosos. Lo del racismo de las derechas españolas suena a broma; no hay que tomarlo excesivamente en serio. A broma macabra suena su descripción y valoración del asesinato de Calvo Sotelo; parece como si, en realidad, lo hubieran asesinado las derechas. El retrato de Franco parece literalmente sacado de la «Leyenda Negra»: un nuevo Felipe II, taciturno, gélido y cruel. Se puede criticar, sin duda, la actitud de las derechas, de la Iglesia católica o de las Fuerzas Armadas; pero seriamente, no con tan evidente e insoportable minusvalidez intelectual e interpretativa.

    Por otra parte, aparecen en la obra errores impropios de un historiador veterano, como Preston. Ledesma Ramos no fue un empleado de correos en Zamora; lo fue en Madrid, pero era oriundo de un pueblo del Sayago. Acción Española no fue un periódico; tampoco un partido político; fue una revista y una sociedad de pensamiento. El llamado Pacto del Escorial fue entre Falange y Renovación Española, la Comunión Tradicionalista no intervino para nada en su tramitación.

    Con respecto a los llamados «teóricos del exterminio» hay que señalar que, a comienzos de los años treinta representaban a una minoría dentro de la derecha española. Tusquets, Redondo y Carlavilla eran en aquellos momentos absolutamente marginales respecto a la derecha hegemónica y a la Iglesia católica. Por entonces, el sector mayoritario de los católicos apostaba por el posibilismo y la lucha política legal. Ahí está la táctica accidentalista propugnada por la CEDA y El Debate, y que fue tan criticada por los monárquicos y carlistas. Por otra parte, el intento de Preston de ridiculizar la ideología de las derechas españolas, por su insistencia en la idea de conspiración judeo-masónica, resulta superficial; en el fondo, es un reflejo más de profundas ignorancias históricas. El propio Winston Churchill relacionó, en sus escritos de la época, judaísmo y bolchevismo, aunque excluyó de esa relación a los sionistas.

    Se trataba, en aquellos momentos, de un lugar común de la opinión conservadora ante la victoria de la revolución bolchevique en Rusia. Por desgracia, el antisemitismo es una actitud que transciende a las ideologías. Historiadores como León Poliakov o Michel Dreyfus, han estudiado el antisemitismo no sólo de derechas, sino de izquierdas; y ahí están Voltaire, D´Holbach, Proudhon, Fourier, Dühring, Bakunin y el propio Marx para demostralo. El tradicional odio católico hacia la secta masónica se encontraba lejos de ser irracional. Autores tan eminentes como Reinhardt Koselleck, padre de la historia de los conceptos, han documentado elocuentemente, en su obra Crítica y crisis del mundo burgués, el papel esencial de la masonería en la difusión de la filosofía ilustrada y de la crítica al catolicismo tradicional. La masonería defendió una ética y un proyecto político secularistas, anticatólicos; y fue condenada por la Iglesia. España no fue, ni podía ser, una excepción; lo cual explica la reacción clerical. (...)

    Destaca igualmente en El Holocausto español el irenismo hacia el conjunto de las izquierdas, y en particular hacia los socialistas. Como en el primero de sus libros, Preston sigue defendiendo el carácter meramente reformista de la legislación social del primer bienio republicano y del propio proyecto defendido por los socialistas; lo mismo que el carácter democrático de las izquierdas. Sin embargo, una rica bibliografía histórica, encabezada por Santos Juliá, Andrés de Blas y José Manuel Macarro, demuestra que esa legislación no fue simplemente «humanitaria elemental». Sus objetivos no eran meramente reformistas; tenían un claro sesgo de «revolución legal». En concreto, el proyecto socialista defendía que la clase obrera y, por supuesto, la organización sindical socialista, la UGT, participaran directamente en la gestión de las empresas, último peldaño antes de llegar al socialismo. Los proyectos de reforma agraria insistían en la expropiación de las tierras de señorío, de las deficientemente cultivadas y la recuperación de los bienes comunales de los pueblos. Por otra parte, los nuevos dirigentes republicanos no concibieron ningún papel social y/o político a la Iglesia católica ni a sus fieles; algo que se reflejó, como ya hemos dicho, en el contenido excluyente del texto constitucional. En concreto, para Manuel Azaña correspondía al Partido Radical de Alejandro Lerroux representar la derecha dentro de la República; los republicanos de izquierda serían el «centro»; y el espacio de la izquierda estaría cubierto por los socialistas. Es lógico que las derechas tradicionales, y en concreto la social-católica, no se sintieran solidarias con un régimen político que las excluía, que amenazaba sus más íntimas convicciones y sus intereses.

    El giro claramente revolucionario de los socialistas poco tuvo que ver con la intransigencia de las derechas o con un hipotético peligro fascista; estuvo directamente relacionado con su salida del gobierno y su concepto patrimonialista del régimen republicano. Además, y esto hay que dejarlo muy claro, la República siempre tuvo para los socialistas un carácter instrumental; para ellos, la democracia nunca fue un fin en sí mismo. Preston enfatiza la inanidad de la retórica revolucionaria de Largo Caballero; pero olvida que el lenguaje, y más en política, no es un mero reflejo de la realidad, sino que igualmente la crea. Preston llega a poner en duda la limpieza de las elecciones de 1933; pero no aporta pruebas, sólo las vaguedades interesadas difundidas por los propios socialistas, para avalar esa opinión. A partir de ahí se muestra como un apologeta acrítico del chantaje político permanente de los socialistas con sus amenazas revolucionarias ante una eventual participación de los cedistas en el gobierno; algo, por otra parte, obligado, dado el resultado electoral. Semejante despropósito revela la escasa sensibilidad no ya democrática, sino liberal del historiador británico. En el fondo, el propio Preston interioriza, a lo largo de las páginas de la obra, no ya la pretensión de superioridad moral de las izquierdas respecto a las derechas, sino el concepto patrimonialista de los socialistas acerca del carácter social y político del nuevo régimen. ¿Podría aceptarse la petición socialista, a la que igualmente se sumó Azaña, de anular las elecciones de 1933 y convocar otras nuevas?. Evidentemente, no; hubiera supuesto el final anticipado de la República. A ese respecto, no es de recibo su retrato de la figura de Rafael Salazar Alonso, poco menos que un precursor de Franco o de un fascista no ya en potencia, sino en la práctica. Ante la radicalización socialista, el ministro de la Gobernación defendió una legalidad salida de las urnas. Las reivindicaciones socialistas eran maximalistas e impedían cualquier posibilidad de negociación y acuerdo. Ciertamente, los sindicatos sufrieron la represión gubernamental; pero dentro de los límites constitucionales y siempre frente a las posturas decididamente subversivas respecto a la legalidad y a la legitimidad republicanas adoptadas por la dirección del PSOE y la UGT. La clausura de centros obreros estuvo ligada en la mayoría de los casos al descubrimiento de armas. Como dijo en su momento Andrés de Blas, en su obra El socialismo radical durante la II República: «Por espectaculares que resulten las sanciones a las publicaciones socialistas, estamos tentados de creer en su carácter inevitable para cualquier gobierno democrático actuante en la España de 1933 y 1934». Lo que posteriormente ocurrió a Salazar Alonso tiene un nombre claro y nítido: asesinato.

    Menos convincente aún resulta la alusión, siempre reiterada por Preston, a un eventual peligro fascista en España; algo que Luis Araquistain negó, en un artículo célebre, donde señalaba que no se daban en la sociedad española las condiciones para la emergencia de un movimiento fascista, ni existían líderes de la envergadura de Mussolini o Hitler. De otro lado, hay que señalar que es posible que Largo Caballero y sus acólitos no tuvieran un plan pormenorizado para la toma revolucionaria del poder; pero Preston nunca tiene en cuenta el factor voluntarista que movía al dirigente socialista, su optimismo catastrófico, su fe en el inevitable advenimiento del socialismo, que sustentaba la esperanza de su triunfo final. Con tal bagaje ideológico, era imposible respetar la organización de la competencia pacífica, es decir, la esencia del régimen demoliberal de partidos. Además, finalmente, tras la derrota de la revolución de octubre, los militares no aprovecharon el momento para dar un golpe de Estado e ilegalizar al PSOE y sus sindicatos; el Parlamento continuó abierto; la CEDA, pese a sus veleidades autoritarias y corporativas, gobernó constitucionalmente al lado de los radicales de Lerroux. Y nada de esto hizo cambiar la perspectiva revolucionaria de los socialistas. Y es que fue el PSOE, se quiera reconocer o no, quien rompió las reglas de la competición pacífica, mediante el recurso a la violencia. A mi modo de ver, no existe la menor duda de que Largo Caballero y quienes le apoyaron se equivocaron en su radicalización; y que la izquierda debería asumirlo históricamente, que es lo que hay que hacer con el pasado. Hasta ahora no lo ha hecho; es más, desde que Rodríguez Zapatero dirige el PSOE ha tenido lugar una radical marcha atrás. (...)

    Resalta igualmente en el libro, la elemental sociología que sirve de fundamento a sus opiniones. En ninguna página de su obra, el historiador británico menciona los intereses de los pequeños y medianos propietarios agrarios, los «propietarios muy pobres» que fueron la base social de la derecha católica a lo largo del período republicano. Estos intereses no fueron atendidos ni tenidos en cuenta por el gobierno-republicano socialista. Preston continúa con su esquema maniqueo basado en la dicotomía radical entre el proletariado rural y los grandes terratenientes, que no refleja la compleja realidad sociológica del campo español. El propio término «terrateniente» es ambiguo; y Preston no parece emplearlo en un sentido sociológico, sino en términos abiertamente peyorativos, casi como una acusación, con lo cual científicamente no adelantamos demasiado.

    De la misma forma, el autor minimiza e incluso oculta los errores de las izquierdas tras el triunfo del Frente Popular. Apenas menciona las marchas hacia las cárceles para liberar a los presos de octubre y las concentraciones ante las obras y talleres para obligar a los empresarios a la readmisión de los despedidos. Todo lo cual tuvo el claro efecto simbólico de la percepción de un claro hundimiento de las relaciones sociales y, sobre todo, de la incapacidad del Estado para manejar los resortes de la autoridad y de la represión. No sin razones, la situación fue interpretada como el inicio de un proceso revolucionario que afectaba nada menos que a las relaciones entre clases sociales y su puesto en la sociedad. A ello se unió posteriormente la destitución de Alcalá Zamora como presidente de la República, la legalización de las ocupaciones de fincas por parte de los campesinos sin tierra; las movilizaciones de reivindicación sindical, protagonizadas por CNT y UGT; la unificación de las Juventudes Socialistas y Comunistas bajo la dirección del PCE. El gobierno presidido por Santiago Casares Quiroga y el propio Azaña, como nuevo presidente de la República, no estuvieron a la altura de las circunstancias. No sólo fueron incapaces de atajar la conspiración civico-militar, sino de defender, como era su deber, el orden público. Según han señalado diversos teóricos del realismo político, el punto esencial de la acción política ha de ser la disminución del miedo mediante regulación selectiva de los riesgos sociales. El gobierno Casares está claro que dejó hacer. Como ha puesto de relieve Fernando del Rey en su libro Paisanos en lucha, donde describe elocuente y documentadamente los procesos de exclusión política y de violencia en La Mancha, importantes zonas de este territorio, sobre todo en los pueblos y las aldeas, vivieron en una situación muy próxima al hobbesiano «estado de naturaleza» bajo la presión de las izquierdas, y en particular de la UGT y del PSOE: huelgas generales, ocupación ilegal de tierras y de los ayuntamientos, violencia endémica, &c. Esta situación no fue desde luego privativa de esta región; fue general en el conjunto de España. Hechos transcendentales que Preston silencia o minimiza.

    ¿Existió un plan previo de exterminio político y social por parte de los conspiradores civiles y militares?. Siguiendo en lo fundamental al iluminado Espinosa Maestre, el autor así lo cree; para él, debe ser una cuestión de fe revelada, porque en absoluto demuestra su existencia; ni tan siquiera describe en qué consistía ese presunto plan, aparte de las vagas menciones a la Directrices redactadas por el general Mola. A mi modo de ver, resulta más plausible la hipótesis defendida por el profesor Julio Aróstegui, para quien el estallido de la guerra civil fue el resultado imprevisto del golpe de Estado militar. Ni Mola ni el resto de los sublevados contaron con esa posibilidad, al igual que el gobierno republicano no tomó en serio tampoco la posibilidad de una sublevación militar. Mola no tuvo un «Plan B», o sea, la previsión de acciones alternativas en el caso de que el golpe resultase fallido. De triunfar el golpe, hubiera habido, sin duda, represión; pero no tan dura como la que tuvo lugar tras el estallido de la guerra civil y la consiguiente consolidación de los frentes. Por otra parte, como recordaba hace poco el historiador Julius Ruiz, los historiadores especialistas en genocidio han rechazado definitivamente los modelos explicativos mecanicistas, basados en planes o programas de destrucción. En la zona nacional, el nivel de represión estuvo ligado, no a un plan previo y detallado de exterminio, sino a la magnitud de la resistencia ofrecida por la izquierda.

    Mención aparte merecen los esfuerzos realizados por el autor a la hora de señalar las diferencias entre ambas represiones. Su interpretación en modo alguno resulta original, ya que se limita a repetir y defender los argumentos no ya de los historiadores afines, sino del propio bando republicano, representado por Negrín, Ossorio y Gallardo y Azaña. En consecuencia, sus conclusiones no sólo son archisabidas, sino poco convincentes. En un artículo que escandalizó a no pocos, pero que no pudo ser refutado racionalmente, Santos Juliá puso, a mi modo de ver, el dedo en la llaga. Y es que cuando se comparan los crímenes de ambos bandos, resalta el historiador gallego, «lo que se olvida es que esos crímenes obedecieron a una lógica propia reiteradamente publicitada desde los discursos de los líderes anarquistas, comunistas y socialistas, repetidas cada vez que se cometía un crimen masivo; que era preciso destruir desde la raíz el viejo mundo, prender fuego a sus símbolos y proceder a la limpieza de sus representantes». «Fue en ese marco y movidos por estas ideologías y estrategias por lo que se cometieron en territorio de la República, durante los primeros meses de la guerra, crímenes en cantidades no muy diferentes y con idénticos propósitos que en el territorio controlado por los rebeldes: la conquista por medio del exterminio del enemigo, de todo el poder en el campo, en el pueblo, en la ciudad». En última instancia, la diferencia entre ambas represiones estuvo, en opinión de Juliá, en que la República no logró conquistar nuevos territorios, y dentro del suyo la limpieza ya había cumplido tarea que se le había asignado sin que la revolución social hubiera culminado como revolución política –y ya no había a quien seguir matando a mansalva– como en las primeras semanas de la revolución («Duelo por la República española», El País, 25-VI-2010). Podríamos ir más lejos, señalando, como hace Julio Ruíz, que en el bando republicano resultaba complicado distinguir entre justicia judicial y extrajudicial. Porque algunos dirigentes republicanos exigieron una «justicia popular» ejercida por el Estado, aunque, al mismo tiempo, defendieron y recompensaron a los propios agentes del terror, como ocurrió con la matanza de Paracuellos del Jarama, cuyos autores contaron, de hecho, con el apoyo del ministro Angel Galarza y luego con el de García Oliver. Lo de la traición de Casado y sus partidarios a la República, que Preston toma de su amigo Angel Viñas, no es de recibo; porque no existía otra alternativa. Afirmar lo contrario, es caer en la más radical irracionalidad.

    Por último, Preston tiende a exagerar, como de costumbre, y quizás por sus compromisos con el nacionalismo catalán de izquierdas, el odio «casi racista» de los franquistas hacia Cataluña. Por desgracia, el racismo antiespañol es una de las taras más abominables tanto del nacionalismo vasco como del catalanismo; incluso en la actualidad. Al contrario de lo señalado por Preston, el recibimiento catalán a las tropas de Franco masivo. Aquí, como en otros libros suyos, Preston identifica a Cataluña con el catalanismo. ¿Acaso no hubo catalanes en las filas del Ejército Nacional?. Sin duda, la prohibición de la lengua catalana en los lugares públicos fue un error; pero de ahí al racismo y al exterminio de catalanes por el hecho de serlo hay una distancia sideral. De ahí que podamos preguntarnos que si ese odio fue tan fuerte e intenso, por qué la España de Franco no llevó a cabo, como la Alemania de Hitler o la Rusia de Stalin e incluso la Checoslovaquia de Benes, expulsiones masivas, selectivas o permanentes de la población vasca o catalana. No existió en la España de Franco ningún proyecto de deportación de pueblos con el objetivo de crear un Estado étnicamente homogéneo o políticamente seguro. Esto, creo yo, debería tomarse muy en cuenta cuando se hacen tantas referencias, por lo general a la ligera, sobre supuestos afanes o proyectos exterminadores o genocidas. (,,,)

    Y es que El Holocausto español es, finalmente, una obra fallida. No es posible reconocer la menor originalidad de fondo a la lección que se desprende del duro proceso incoado por el historiador británico. A lo largo de sus páginas, como por otra parte en toda la obra de Preston, existe un claro simplismo metodológico, un apasionamiento sumario y un maniqueísmo explícito. (...)

    Por último, la obra me deja, como español, un poso profundamente amargo. Es el relato y la imagen de un pueblo brutal, tosco, incapaz de dar solución racional a sus conflictos políticos, sociales e identitarios. Como diría W.H. Auden en su poema Spain 1937: «Ese cuadrado árido, ese fragmento recortado de la calurosa/Africa, soldado tan toscamente a la ingeniosa Europa». Un estereotipo muy del gusto de la mentalidad británica, que siempre se considera, lo reconozca o no, por encima del resto de la humanidad. O, en contraste, de aquellos ingleses, como Preston, a quienes, en el fondo, aburre la historia de un pueblo como el suyo excesivamente conservador, cuya violencia se ha dirigido casi siempre al exterior, hacia el mundo colonial; y que buscan en España el vigor de lo irracional, de lo ancestral, lo primitivo y violento. En ese sentido, me atrevería a conjeturar que El Holocausto español, dada su ínfima calidad, marcará el ocaso de la influencia de Paul Preston en la historiografía española. Que así sea.

    P.S.: No hay duda de que Preston tiene sus incondicionales en España. Uno de ellos, aparte del delirante y senecto Luis María Anson, es un tal Luis Segovia López, que escribe en el diario alicantino Información, y a quien en una carta critiqué su valoración positiva de El Holocausto español. (... )

    http://www.nodulo.org/ec/2011/n112p13.htm
    Última edición por ALACRAN; 17/02/2021 a las 20:23
    “España, evangelizadora de la mitad del orbe; España, martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio...; ésa es nuestra grandeza y nuestra unidad: no tenemos otra. El día en que acabe de perderse, España volverá al cantonalismo de los reyes de Taifas.

    A este término vamos caminando: Todo lo malo, anárquico y desbocado de nuestro carácter se conserva ileso. No nos queda ni política nacional, ni ciencia, arte y literatura propias. Cuando nos ponemos a racionalistas lo hacemos sin originalidad, salvo en lo estrafalario y grotesco. Nuestros librepensadores son de la peor casta de impíos que se conoce, pues el español que deja de de ser católico es incapaz de creer en nada. De esta escuela utilitaria salen los aventureros políticos y salteadores literarios de la baja prensa, que, en España como en todas partes, es cenagal fétido y pestilente”. (Menéndez Pelayo)

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