La verdad sobre el arma con la que los todopoderosos soldados de Napoleón quisieron arrasar España
El emperador francés se creía invencible tras dos años de victorias en Europa y mandó a la Península a 600.000 hombres para arrasarla con un armamento que apenas había cambiado desde principios del siglo XVIII
Israel Viana
Ilustración con soldados franceses de la Guerra de Independencia española, sobre una bandera española de finales del siglo XIX
La soberbia le salió muy cara a Napoleón, que subestimó y menospreció el valor y la fuerza del Ejército español en su empeño por dominar Europa. En 1807 le había dicho a sus generales que arrasaría la Península Ibérica en apenas unos meses: «Es un juego de niños, esa gente no sabe lo que es un ejército francés; créanme, será rápido. Cuando mi gran carro político esté lanzado, tendrá que pasar: pobre del que caiga bajo sus ruedas». Y poco después, el 18 de octubre de ese mismo año, sus soldados cruzaban el Bidasoa.
Al emperador ni se le pasó por la cabeza que 110.000 de sus temibles combatientes, perfectamente armados y curtidos en mil batallas, no volverían nunca a Francia. No pensó tampoco que por el camino se encontraría al general Castaños, al Empecinado y a un pueblo entero dispuesto a hacerle frente aunque fuera con piedras. Su sofisticado Ejército, pensaba, no podía sucumbir ante una turba de bestias. Al fin y al cabo, él era ya dueño y señor de Europa y no dudó de su plan ni por un momento: engañar al primer ministro Manuel Godoy para que firmara el Tratado de Fontainebleau y conseguir el permiso de Fernando VII para atravesar España con el pretexto de conquistar Portugal.
Nada más cruzar los Pirineos, sus tropas empezaron a invadir una ciudad tras otra faltando a su palabra. En marzo de 1808, el cuñado de Napoleón y jefe de su Ejército en España, el general Joaquín Murat, entró en Madrid y se apostó en Chamartín con veinticinco mil hombres y sus correspondientes fusiles, en una época en la que los movimientos simultáneos en la carga y disparo fueron indispensables, tras la generalización de las armas portátiles de fuego desde el siglo XVI hasta mediados del XIX.
Malestar de los madrileños
«El emperador se creía invencible en la cima de su gloria. Esta será la causa de su caída. Embriagado por dos años de victorias, de Austerlitz a Friendland, ahora reinaba sobre un inmenso imperio y distribuía las coronas de la vieja Europa entre los miembros de su familia», comenta el historiador François Malye en ‘Napoleón y la locura española’(Edaf, 2008). Sin embargo, tal y como apuntaba Fernando Quesada Sanz en el artículo ‘El fusil en tiempos de Napoleón’, publicado en la revista ‘La Aventura de la Historia’ en 1999, «desde principios del siglo XVIII habían cambiado bien poco los instrumentos básicos de la guerra: hombres y bestias desplazándose a pie por caminos embarrados o polvorientos y armados con fusiles y cañones de avancarga».
En este sentido, los fusiles de Napoleón con llave de chispa o sílex fueron muy importantes para su Ejército entre 1789 y 1815. Sin embargo, eran muy similares a los que se habían utilizado durante todo el siglo anterior en todos los países europeos, aunque su calidad de fabricación variaba dependiendo del lugar donde hubieran sido fabricados: los fusiles rusos, por ejemplo, tenían fama de estar mal fabricados, mientras que los españoles eran particularmente robustos. Por otro lado, Inglaterra cedió o vendió centenares de miles del tipo llamado Brown Bess a países como España, Portugal o Prusia, cuyas tropas combatieron vestidas y armadas por fabricantes británicos en muchas ocasiones.
El fusil de infantería de los galos medía unos 150 centímetros, sin bayoneta, y pesaba alrededor de 4,5 kilos. Mucha gente desconoce hoy que la secuencia de carga y disparo era muy compleja, hasta el punto de que requería de una instrucción previa muy dura para que los reclutas pudieran aprenderse una serie de movimientos que repetir instintivamente en medio de la tensión y la confusión del combate. De ellos dependía su vida.
Montar el fusil
El primero de esos movimientos consistía en montar directamente el arma, descubriendo la cazoleta de la llave de chispa. Luego debían extraer de una cartuchera colgada en una bandolera uno de los sesenta cartuchos que llevaban para toda la batalla. Este se componía de una bolsita cilíndrica de papel con una carga medida de pólvora negra y una bala esférica de plomo de unos 30 gramos de peso y 17,5 milímetros de calibre, es decir, de diámetro. A continuación mordía el papel, ponía horizontal el fusil y depositaba una pequeña cantidad de pólvora del cartucho en la cazoleta, para cubrirla después con la cobija y evitar que se derramara. Por último, apoyaba el arma vertical en el suelo e introducía por la boca del cañón el resto del cartucho.
En caso de emergencia, la pólvora podía verterse a ojo y cargar el arma con los más extraños proyectiles. Para poder empujarlo hasta el fondo del cañón, extraían la baqueta, como se conocía al bastón metálico que iba sujeto al fusil, y empujaban con él el cartucho hacia abajo. Después la retiraban para empuñar el arma, colocar el pie de gato, esa pieza que sostenía un fragmento de pedernal, y disparar. Todo eso para un solo disparo en medio del fuego cruzado, los bombardeos y las cargas con bayoneta, que los soldados debían realizar a toda velocidad si no querían morir en el intento.
«En ese momento, un resorte impulsaba el pie de gato con el pedernal contra otra pieza metálica, el rastrillo. El impacto de sílex contra el metal hacía saltar chispas que inflamaban la pólvora depositada en la cazoleta. Esta ignición se transmitía hasta el fondo del cañón a través de un pequeño conducto. Entonces, la pólvora del cartucho allí depositada se inflamaba y los gases en expansión impulsaban la bala y calcinaban el papel. Luego, la secuencia empezaba de nuevo», contaba Quesada Sanz.
Orinar en el cañón
Si el soldado no estaba bien entrenado, muchas cosas podían ir mal. Por ejemplo, podían derramar la pólvora de la cazoleta, por lo que las chispas del pedernal no tenían donde prender. En otras ocasiones solían meter dos o más cartuchos y reventar el cañón. Más frecuente aún era no sacar la baqueta para empujar la pólvora hasta el fondo y el fusil quedaba inutilizado. A esto hay que sumar los continuos fallos mecánicos que se producían si estaba lloviendo, porque el pedernal podía no inflamar la pólvora húmeda. O si el sílex no estaba adecuadamente tallado o colocado, porque no saltaban las chispas necesarias.
La pólvora negra, además, solía quemarse mal, por lo que los restos de la combustión y del papel de los cartuchos acababan obstruyendo el cañón. Para evitarlo, Jean-Roch Coignet, uno de los combatientes galos que acudió a España en 1808, ofrecía en sus memorias una solución de urgencia: orinar en el interior del cañón, verter pólvora suelta y quemarla. Así se limpiaba rápidamente el fusil para poder continuar la batalla… si es que uno tenía ganas de miccionar, claro está.
En estas condiciones, el disparo fallaba una de cada seis veces en condiciones ideales, y una de cada cuatro o peor con el tiempo húmedo o después de una larga batalla. No importaba que un soldado estuviera bien entrenado, porque podía disparar, en teoría, unas cinco veces por minuto, aunque la realidad era que, como mucho, se producían dos o tres disparos. Por si fuera poco, en la mayoría de las ocasiones estos derramaban algo de la pólvora del cartucho para disminuir el retroceso y que no se les dislocara el hombro, con lo que producían mucho menos daño del previsible en el enemigo.
Un 4% de aciertos
Como es de esperar por todos estos datos, la eficacia real de estos fusiles con los que Napoleón quiso invadir España era relativa. La trayectoria de la bala era imprecisa y era prácticamente imposible apuntar bien. Por otro lado, el alcance teórico era de 200 metros, pero lo cierto es que a más de 75 no producía mucho daño y suponía desperdiciar la escasa munición. Para asegurarse el éxito, los franceses tenían que agrupar a un buen número de soldados y disparar al mismo punto a la menor distancia posible. Lo normal era que, a 200 metros, solo un 4% de los disparos alcanzaran al enemigo. Y para matar a un hombre era necesario alcanzarle siete veces.
Según Malye, en estas condiciones los soldados franceses vivieron la Guerra de la Independencia española como una «locura» y «un infierno», donde «la violencia del conflicto permanecerá en sus memorias durante años, con aquellas feroces represalias que sucedían a unas atrocidades espantosas». El historiador francés explica también que algunos de estos, como es el caso de Junot y Fournier-Sarlovèze, sufrieron enfermedades mentales clínicamente probadas por los reveses sufridos en los enfrentamientos, puesto que eran soldados con el espíritu ya quebrado por las heridas y la furia de quince años de guerras.
Finalmente, el intento de invasión de España en 1808 fue la perdición de Napoleón, algo que el mismo emperador reconoció en sus memorias, escritas poco antes de morir durante su destierro en la isla de Santa Elena. «Todas las circunstancias de mis desastres vienen a vincularse con este nudo fatal. Esa guerra destruyó mi reputación en Europa, enmarañó mis dificultades y fue una escuela para los soldados ingleses. Fui yo quien formó al ejército británico en la Península».
https://sevilla.abc.es/historia/abci...2_noticia.html
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