La batalla del puente Sampayo, cuando España aplastó a Napoleón en Galicia

MANUEL P. VILLATORO


En junio de 1809, un ejército hispano formado principalmente por milicianos logró vencer a los franceses cerca de Pontevedra

ABC


Napoleón Bonaparte


«No pasarán». Estas son las palabras que los militares españoles debieron pronunciar el 7 de junio de 1809, día en que –en plena Guerra de la Independencia- un ejército hispano casi desarmado y formado principalmente por milicianos logró evitar que más de 9.000 soldados de Napoleón cruzaran el río Verdugo y conquistaran así el norte de la Península. Y es que, a base de fusil y bayoneta, aquella jornada se humilló al experto ejército francés y se obligó a los gabachos a abandonar Galicia con todo su «bleu, blanc y rouge» entre las piernas.
Corría por entonces una etapa dura para España, pues Napoleón Bonaparte había decidido entrar en nuestro país para convertirlo a las bravas en un pedacito más de su imperio. Con todo, pronto se demostró que los planes iniciales del «petit incordio» -que pretendía conquistar el territorio en pocos meses- no eran ni mucho menos plausibles, pues, con rastrillos primero y fusiles después, cada región se enfrentó a los gabachos con la intención de hacerles pagar con sangre cada centímetro de tierra tomada.
Tras la entrada del ejército de Napoleón en la Península, se sucedieron una serie de revueltas a lo largo y ancho del territorio. Y es que, pocos estaban dispuestos a que su España se convirtiera en la «Espagne» del «pequeño corso». Además, y una vez que Bonaparte tomó el poder del país nombrando rey a su hermano José, se inició la creación de pequeñas juntas encargadas de dirigir la resistencia de los paisanos a nivel local y, poco a poco, de movilizar un ejército capaz de dar de bofetadas a los seguidores del águila imperial.
Un inglés cobarde

En esas andábamos cuando los británicos, viendo como siempre los fusilazos desde Albión, decidieron que cualquiera que plantara cara a Napoleón y a su megalomanía era digno de admiración. Por ello, olvidaron las tensiones anteriores con España y enviaron a un gran número de soldados en nuestro auxilio. Ingleses o no, lo cierto es que este ejército logró llegar hasta Lisboa y dar una buena «surprise» a los gabachos. Desde allí, los victoriosos casacas rojas se dispusieron a entrar –bajo el mando del general Moore- en territorio hispano para expulsar a los «monsieurs». Parecía, en definitiva, que las cosas empezaban a mejorar.





«Batallas desiguales»

Sin embargo, estas noticias no gustaron demasiado a Napoleón quien, hasta su imperial bastón de mando de oír hablar de derrotas, decidió tomar armas en el asunto. «Napoleón entró en España con una Grand Armée de ocho cuerpos de ejército mandados por sus principales mariscales. Venció y aventó a los descoordinados ejércitos españoles, incapaces de darse un mando único, y entró en Madrid. Cuando recibió la noticia de que el ejército británico de Moore estaba en España, inmediatamente salió en su busca», afirma el general de Infantería José María Sánchez de Toca y Catalá en su obra «Batallas desiguales» (editado por Edaf).
¿Cómo actuó Moore cuando supo que el mismísimo emperador se dirigía hacía Castilla con intención de enfrentarse a él? Al parecer, se limitó a hacer el petate y huir junto a sus hombres en dirección a Galicia, donde una flota británica le esperaba para llevarle a lugar seguro. De nada sirvió que el mallorquín Don Pedro Caro y Sureda, el general que mandaba por entonces uno de los mayores contingentes españoles, le pidiera que se quedase y combatiese junto a sus hombres contra el galo en Astorga (León), pues el terror por Bonaparte ganó la partida y el general de la Pérfida Albión prefirió poner botas en polvorosa. El hispano, sabedor de que si luchaba solo con su contingente sería aplastado, no tuvo más remedio que seguirle.





Mariscal Soult


«Mientras tanto, ya en Astorga, Napoleón pasó revista a su ejército y lanzó tras los ingleses al segundo cuerpo de ejército del mariscal Soult y tras él al sexto del mariscal Ney para que lo relevara en Galicia. Luego abandonó Astorga camino de Paris recalando unos días en Valladolid, donde se dedicó febrilmente a planear las operaciones militares en la Península», añade el militar español en «Batallas desiguales». Decidido a hacerse con el oeste de la Península, y aprovechando la huida de los ingleses y la retirada hispana, Bonaparte dio órdenes a ambos oficiales de avanzar hasta las puertas de Galicia y esperar allí sus órdenes. Había comenzado la guerra por las tierras gallegas.
«La ocupación de Galicia no entraba en los planes inmediatos de Napoleón. Territorio considerado pobre y sometido al clero, no merecía malgastar al ejército en una campaña sobre un país entregado de antemano. Bastaría con atraerse al alto clero (y ésta fue la estrategia de los mariscales franceses tan ignorantes como el Emperador de la realidad de este pueblo) para garantizar su dominación. Fue la persecución del ejército inglés al mando de Moore lo que determinó el movimiento de las tropas francesas y la ocupación de Galicia», afirma, en este caso, Xosé Ramón Barreiro Fernández en su dossier «La Guerra de la Independencia en Galicia».
La rápida pérdida de Galicia

Para desgracia española, en enero de 1809 Soult hizo su aparición en Galicia al mando de 45.000 hombres divididos en cuatro divisiones de infantería y tres de caballería. Días después, llegó Ney, con otros 17.000. Por el contrario, en el norte únicamente había unos 9.000 soldados pertenecientes al ejército de Caro y Sureda. A su vez, muchos de ellos estaban desarmados, otros tantos enfermos, y el resto mal equipados. Ante esta precaria situación, el oficial mallorquín tomó una dura decisión: su contingente no combatiría frontalmente contra los galos hasta que estuviera preparado.
Así pues, la defensa de la región se llevó a cabo mediante partidas de campesinos que, aunque no dejaron respirar ni un segundo a los gabachos, poco podían hacer ante un ejército del calibre del francés. Por lo tanto, sin posibilidad de detener –por el momento- a los galos, éstos tomaron rápidamente buena parte de la región. «Esto explica que la dominación de Galicia fuera un paseo militar para los franceses, que en 20 días ocuparon todo nuestro territorio: Lugo fue ocupada el 9 de enero de 1809; Betanzos el 11, un cuerpo de ejército francés ocupó Santiago el 17; el 19 se entrega la plaza fuerte de A Coruña; el 26 se entrega la segunda plaza fuerte de Ferrol; el día 20 había sido ocupado Ourense; el 26 Pontevedra y el 31 caen las plazas de Vigo y Tui», completa Barreiro.
La reconquista

En marzo de ese mismo año –cuando una buena parte del territorio gallego ya cantaba la Marsellesa al son de los disparos franceses- los españoles estaban ya hasta el sombrero de tanto galo por aquí y galo por allá, por lo que las pequeñas partidas de ataque que se habían sucedido hasta entonces se generalizaron. A su vez, un renovado Caro y Sureda inició una campaña para instar al pueblo a armarse contra el invasor y favorecer la creación de organismos de gobierno. De esta forma, comenzó la reconquista de Galicia.
Por su parte, el mando central español que aún resistía también puso su granito de arena enviando a varios oficiales para motivar la llamada a las armas. «Desconociendo la Junta Central que en Galicia se había iniciado el movimiento de liberación por parte del pueblo, despachó el 14 de febrero de 1809 a D. Manuel García del Barrio, a D. Pablo Morillo, ambos oficiales del ejército y a D. Manuel Acuña y Malvar, canónigo de Santiago (los tres residentes en Sevilla) para que reanimaran el espíritu público de los gallegos y organizaran tropas para la liberación de Galicia», añade el experto en «La Guerra de la Independencia en Galicia».

Así pues, un nuevo espíritu patriótico invadió a los gallegos que, muchas veces sin contar ni siquiera con armas de fuego, se hicieron con cualquier cosa punzante o que pudiera arrojarse y se lanzaron a la reconquista de su tierra. Mermados por la marcha de Soult a la conquista de Portugal, los franceses restantes quedaron aislados y se vieron superados por partidas de improvisados soldados que no mostraron piedad ante el invasor galo. Con más valor que cordura, el pueblo –ayudado por algunas unidades militares formadas en esos meses- tomó desde Lugo hasta Vigo pasando por Santiago.
Como cabía esperar, la movilización española colmó la paciencia de Ney, quien, a voz en grito, tomó la decisión de atacar y recuperar Santiago. Desde allí, solicitó ayuda a su camarada Soult para caer sobre las dispersas tropas españolas, las cuales dirigían sus pasos hacia Pontevedra. El galo buscaba, concretamente, una batalla definitiva que garantizase el dominio napoleónico sobre la zona. Sin embargo, sabía que, si caía derrotado, perdería Galicia (y es que, le era casi imposible recibir refuerzos desde la meseta). Por ello, pidió la colaboración de su compañero quien, cansado de batallar en Portugal, se negó. Ney se encontraba solo, pero sus soldados estaban curtidos en centenares de batallas, así que combatiría.
Camino del río

Mientras el mariscal francés preparaba a sus soldados para marchar hacia la contienda, los oficiales españoles, avisados de que el francés iba en su busca, mantuvieron una reunión a principios de julio en la que decidieron el lugar donde plantarían batalla al poderoso ejército imperial. Tras horas de parlamento, concluyeron que establecerían su defensa a pocos minutos de Pontevedra, cerca de un caudaloso río de 44 kilómetros de extensión llamado Verdugo.


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El puente, en la actualidad



Concretamente, este lugar les pareció el idóneo debido a que, durante la contienda, habría un río entre ellos y los franceses que sólo se podía atravesar por dos puentes: el de Sampayo (que había sido volado en parte para evitar el paso del enemigo) y el de Caldelas (en perfecto estado y a 12 kilómetros del primero). Salvo algunos vados impracticables en aquella época del año, era imposible cruzar al otro lado sin controlar los dos pasos o sin contar con buques de transporte. Era perfecto, pues desde la orilla contraria del Verdugo, bombardearían a los hombres de Ney sabiendo que ellos no podrían superar el agua.
Tras cruzar el Verdugo ayudados por varias barcazas, los españoles hicieron recuento de sus efectivos. «La división del Miño tenía de 6 a 7.000 hombres con armas de fuego y otros 3.000 sin ellas (la mayoría milicianos), además de 120 caballos y nueve cañones de campaña», completa Sánchez de Toca. A su vez, este improvisado ejército contaba con el apoyo de 200 vecinos de un pueblo cercano –muchos de los cuales no portaban armas de fuego-, dos impresionantes cañones navales, y media docena de lanchas cañoneras que, desde el propio río, hostigarían a los hombres de Ney.
Los ejércitos, cara a cara

El siete de junio de 1809 los españoles, al mando de Martín de la Carrera y el coronel Pablo Morillo, ocuparon sus posiciones dispuestos a darse de mandobles por su país y su región. «Toda la división española se estableció a lo largo de la orilla meridional del río, entre Sampayo y Caldelas, pero el centro de gravedad de la defensa estaba constituido por dos grandes cañones navales de hierro situados en un cerro, cañones que enfilaban el paso del puente (Sampayo) por encima de (varias casas). Estaban protegidos y servidos por tres artilleros y un puñado de marineros, todos a las órdenes de un piloto de la marina mercante», explica el militar en su texto.

A su vez, el resto de los cañones españoles, a los que se unían varios capturados a los galos, se distribuyeron a lo largo de la línea. Todos enfilados hacia la orilla contraria y dispuestos a hacer añicos a cualquier gabacho dispuesto a cruzar el río. Por otro lado, los 200 vecinos fueron enviados al puente de Caldelas, donde se encargarían de evitar, con la ayuda de las lanchas cañoneras, que los franceses cruzaran el agua y envolvieran al contingente principal.
El mariscal Ney, por su parte, hizo su aparición frente a las tropas españolas el mismo día 7. Bajo su mando, el pomposo oficial contaba nada menos que con 8.000 infantes perfectamente pertrechados con fusiles y curtidos a base de fusilazos en media Europa, 1.200 jinetes de élite y una buena cantidad de cañones con los que bombardear a Carrera y Morillo. Aquel día se jugaba todo a una carta y lo hacía sin la ayuda de su camarada Soult, a quien es bien seguro que dedicó alguna que otra maldición.
Comienza la batalla

Entre las nueve y las diez y media de la mañana, dos oficiales franceses recibieron órdenes de acercarse con medio centenar de soldados al puente Sampayo para estudiar su posible reparación. Una muy mala idea por parte de Ney, pues fueron acribillados a base de cañón y descargas de plomo por los españoles ubicados en la otra orilla. Roto el fuego, el mariscal galo probó suerte y adelantó sus cañones con la intención de acabar con la artillería enemiga. De esta forma, pretendía maniobrar con su ejército sin tener que preocuparse de perder la cabeza (literalmente) por el bombardeo hispano.
«Inmediatamente comenzó un duelo artillero entre ambas orillas que causó numerosas bajas. Los marineros de la batería cargaban los grandes cañones de a 24 con bala, palanqueta y saco de metralla, según el viejo dicho marinero “Pólvora poca y metralla hasta la boca”, con lo que cada disparo producía un gran cono letal. El retroceso sacaba a los cañones de su emplazamiento y, una vez cargados de nuevo, los sirvientes tenían que llevarlos otra vez a que asomaran el tubo entre los cestones», completa el militar en «Batallas desiguales».

El retronar de los cañones continuó durante buena parte de la mañana. Del lado francés, Ney esperaba tranquilo, pues confiaba en que sus experimentados «monsieurs» derrotarían a aquellos desarrapados que, hasta hacía un par de días, pasaban sus tardes criando animales o arando el campo. Tampoco vencían los nervios a los hispanos en el otro lado de la orilla. De hecho, sólo hubo un momento en que Morillo hizo una mueca de disgusto: cuando una bala de cañón pasó rozándole la cabeza y lanzó su sombrero varios metros hacia atrás.
Después de que una espesa niebla detuviera el intercambio de bolas metálicas a eso del mediodía, Ney elevó su sable por encima de la cabeza y, copando el aire, lanzó un sonoro grito: «¡Vive l'Empereur!». Al unísono, varias unidades se abalanzaron sobre el flanco derecho del río, tratando de atravesarlo en su parte más estrecha. Sin embargo, no contaban con la buena puntería de aquellos campesinos, quienes, con cientos de fusiles en ristre, llenaron el Verdugo con los casacones azules cubiertos de sangre de los franceses. Fue sólo entonces cuando el mariscal galo lanzó una mirada de disgusto, la defensa de su enemigo era más férrea de lo que parecía. Sabedor de que tenía que replantearse su ataque, y con la llegada de la noche, ordenó a sus tropas que se retiraran a su campamento por el momento.
¡Nuevo plan!

Cuando, en el día 8, despuntó el alba, Ney ya tenía preparado su nuevo plan. En este caso trataría de atravesar el río por el puente de Caldelas. «Ney desplazó 1.500 hombres hacia el puente Caldelas para envolver las posiciones de españolas del puente Sampayo y envió asimismo tropas y artillería a un pinar contiguo, llamado de Acuña a fin de neutralizar las cañoneras que (…) batían el puente. (Además), se enteró de que existían vados y mandó numerosas fuerzas de infantería y caballería ante el ala izquierda española», explica Sánchez de Toca.





Morillo, artífice de la defensa


Los oficiales españoles, viendo los movimientos del mariscal francés, procedieron de manera rápida. En primer lugar, Morillo acudió junto a una unidad de fusileros al puente Caldelas, únicamente defendido por 200 habitantes de los pueblos cercanos. Por suerte, tuvo tiempo de llegar ya que los improvisados soldados habían instalado multitud de trampas en el paso. Una vez frente al pontón, los soldados y los campesinos que disponían de armas de fuego formaron una hilera y cargaron sus fusiles. Acto seguido, lanzaron una letal lluvia de plomo sobre la caballería francesa que trataba de llegar hasta ellos sable y lanza en ristre. Cuando se disipó el humo de los disparos la escena era dantesca: cientos de jinetes habían muerto y el resto se retiraban desesperados.
Por otro lado, Carrera permitió a las lanchas cañoneras encargarse de las tropas francesas que intentaban atravesar el Verdugo usando los estrechos pasos ubicados a ambos lados de los puentes. Las embarcaciones acribillaron sin piedad a los hombres que intentaban cruzar el río e, incluso, llegaron a disparar contra los árboles ubicados en la orilla con la intención de que cayeran sobre los gabachos. Los franceses, por su parte, se vieron obligados a girar sobre sí mismos y volver por donde habían venido. La victoria estaba cada vez más cerca de los gallegos.
Último ataque y retirada definitiva

Con el paso de las horas, y sabedor de que palpaba la derrota con los dedos, el mariscal francés ordenó lanzar un último y desesperado ataque. En este caso, los encargados de intentar causar daños a los españoles fueron sus cañones. No obstante, los hispanos dirigieron sus fusiles hacia la artillería enemiga, en lugar de hacia los soldados galos, y, descarga tras descarga, lograron acabar con los servidores de las baterías. El último cartucho de Ney se había disipado.
A partir de ese momento, el ataque fue perdiendo fuerza hasta que, desesperado, el gabacho tocó a retirada. «El día 9 los franceses habían desaparecido de la orilla de enfrente y los paisanos se acercaron cautelosamente; a las 11, una patrulla de caballería española confirmó que los franceses se habían retirado. Según un desertor llevaban 190 carros con heridos y las bajas francesas pasaban de 600. Los españoles sufrieron 110 entre muertos y heridos», finaliza el militar. Horas después, los espías españoles vieron a Ney dirigir a los restos de su ejército hacia Castilla. Galicia había sido liberada.

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