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Tema: Los demócratas entregaron Rusia a los soviets comunistas sin luchar

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    Los demócratas entregaron Rusia a los soviets comunistas sin luchar

    Como precedente, la llamada “revolución de febrero” de 1917 en Rusia había causado la abdicación del zar Nicolás II, poniendo fin a la monarquía y llevado a la formación de un gobierno provisional…

    " (...) Los bolcheviques querían su revolución. Pero para llegar ahí era necesaria previamente la revolución burguesa, el febrero de aquel mismo año 1917 que el presidente Wilson saludaba como “jornadas maravillosas”, y en la que se vio a príncipes con la escarapela roja, a liberales aclamando el fin del zarismo ya la nobleza ingresando en los soviets, entonces dirigidos por los mencheviques. Para todos fue la desilusión. Para una inmensa mayoría de ellos, el tiro en la nuca, después de que los comunistas pasaron a través de la grieta que ellos mismos habían abierto en el Estado" (...)

    Las referencias a la ciudad de Petrogrado de 1917 se refieren al actual San Petersburgo, en la costa báltica rusa.


    Revista FUERZA NUEVA, nº 45, 18-Nov-1967

    50 ANIVERSARIO DE LA REVOLUCIÓN SOVIÉTICA

    ASALTO ROJO AL PODER (1917)

    Los demócratas entregaron Rusia al comunismo sin luchar

    Puesto que se acude a Lenin para definir lo que es el comunismo, en un intento de rehabilitar este sistema inhumano y feroz, como si fuera algo distinto del terror stalinista, comencemos por definir el acontecimiento que inaugura su historia de medio siglo, la revolución bolchevique del 7 de noviembre (25 de octubre), como lo hizo el propio Lenin: es “la revolución proletaria, la dictadura del proletariado”, dice en el prólogo que escribió a finales de 1919 para el famoso libro de John Reed “Diez días que estremecieron al mundo”. En este libro se define, por otra parte, el verdadero carácter de la revolución: la burguesía quería hacer de Rusia una República constitucional, a la manera de Francia o de los Estados Unidos, o incluso una monarquía constitucional, como la de Inglaterra. Los bolcheviques querían su revolución. Pero para llegar ahí era necesaria previamente la revolución burguesa, el febrero de aquel mismo año 1917 que el presidente Wilson saludaba como “jornadas maravillosas”, y en la que se vio a príncipes con la escarapela roja, a liberales aclamando el fin del zarismo ya la nobleza ingresando en los soviets, entonces dirigidos por los mencheviques. Para todos fue la desilusión. Para una inmensa mayoría de ellos, el tiro en la nuca, después de que los comunistas pasaron a través de la grieta que ellos mismos habían abierto en el Estado.

    La burguesía rusa, como en otros países en nuestra época, creía que podría limitar el estallido a la revolución política liberal. Esa era la oportunidad que acechaba el partido bolchevique de Lenin y Stalin: para ellos, el objetivo estaba en la revolución social, que seguiría fatalmente a la burguesa. Lógicamente, apoyaron -y aprovecharon- a la revolución política, porque así quemaba etapas y hacían inevitable su revolución: la dictadura del proletariado, como la definió Lenin. “Poco después de la revolución de febrero (la liberal), su llegada al Poder (de los bolcheviques) aparece como inevitable”. No puede definirse más claramente la evolución que desembocó en las trágicas jornadas de noviembre como lo hace con estas palabras A. J. Sack, director de la Oficina de Información rusa en los Estados Unidos. Los mencheviques y los social-revolucionarios, que se creían más a la izquierda que los liberales constitucionalistas, cometieron el mismo error: creían que las masas rusas no estaban preparadas para tomar el Poder. Es cierto que no lo estaban bajo el punto de vista político. Pero lo estaban -como en todos los países- para implantar el terror, y esto les bastaba a los comunistas. Las masas son ciegas, como un oleaje. Pero antes de la revolución ya existían los cuadros comunistas, que habían estudiado la estrategia para el asalto del Poder, preparando también el reparto de las tierras, la incautación de las fábricas, la implantación de la dictadura revolucionaria por el terror, en cada ciudad, en cada aldea, en cada distrito.

    DEMASIADOS PARTIDOS Y UNA SOLA FUERZA: EL COMUNISMO

    Es famosa la respuesta que dio Lenin, alzando su mongólica cabeza, a la afirmación del menchevique Tseretelli de que no existía una fuerza capaz de hacerse con el Poder en aquellos momentos: “Sí, existe una: nosotros, los bolcheviques”.

    En aquellas fechas -el cálido y turbulento verano ruso de 1917- Rusia se disgregaba en infinitos partidos políticos. Para las elecciones a la Asamblea Constituyente se presentaron en Petrogrado diecinueve listas, y en ciertas ciudades el número se elevó hasta cuarenta. Los monárquicos de Rodzianko y Chulguien, fantasmales nombres desde la revolución de febrero que ellos mismos habían desencadenado, se dividían en varios grupos. Los liberales -sin precisar su carácter de forma de Gobierno- estaban igualmente escondidos: los kadetes (partido demócrata constitucional), que habían conspirado contra el Zar y que llamaríamos ahora progresistas, se hicieron cargo del Poder en febrero de 1917, con Miliukov. A su lado, utilizándolos primero, y abandonándolos después, estaba el capitalismo de la Banca, la Industria y los Negocios, representado por Lianozov y Konoralozy. Los socialistas constituyen un verdadero abanico, que iba desde los “trudovics” o laboristas de Kerenski hasta los socialistas populares de Plejenov y Tchaikowski, pasando por el partido socialdemócrata obrero, de carácter marxista, de cuya escisión, en 1903, nacieron las dos ramas: mayoría (bolcheviques) y minoría (mencheviques). Los mencheviques acabaron por reunir bajo su etiqueta a todos los grupos que creían que la sociedad marcha hacia el socialismo por evolución natural, y se llaman divididos en mencheviques rusos, de Tseretelli y Lieber, y mencheviques internacionalistas, con Martov y Mertynov. Los socialdemócratas internacionalistas, de cuadros intelectuales, estaban dirigidos por Avilov y Ktamarov, y formaron parte del primer Gobierno de los soviets. Todavía hay que poner en este grupo a los socialdemócratas del grupo “ientsivo”, guiados por Plejenov, y a los social-revolucionarios, que se habían destacado como terroristas y que se habían descendido, a su vez, en dos: tradicionales y social-revolucionarios de izquierda, que enrolaban a la burguesía izquierdista. Sus jefes eran Cotz, Kerensky, Chernev, Breshkovskaia, etc. Los social-revolucionarios de izquierda participaron también en el Gobierno soviético, y una de sus fracciones, los maximalistas, evolucionó hacia el anarquismo.

    Esta proliferación de partidos fue una de las ventajas principales de que dispusieron los bolcheviques.

    EL ARMA DE LA PRENSA REVOLUCIONARIA

    Otra de las causas fue la deliberada voluntad del Gobierno provisional de mantener esta provisionalidad en espera de la celebración de la Asamblea Constituyente, señalado para principios de 1917. El príncipe Lwov, liberal impenitente y ministro del Gobierno provisional, declaró idílicamente: “Jamás los rusos hemos sido tan felices como ahora”.

    Entonces la tempestad hervía ya en la caldera rusa. Los bolcheviques proclamaban que las tierras debían ir a manos de los campesinos, las industrias a los obreros y constituirse un Gobierno proletario. Kerensky era importante. Sus ministros eran acusados públicamente en la prensa comunista: a Tseretelli se le acusaba de haber restablecido la pena de muerte en el Ejército para conservar los últimos restos de disciplina, y a Savinkov de haber colaborado con Kornilov en el último intento de salvar a Rusia, mientras los marineros amotinados en Helsinfors pedían que se expulsará del Gobierno a Kerensky, calificado de “aventurero político”.

    El Gobierno conservaba el optimismo porque los bolcheviques eran poco numerosos. Olvidaba que su audacia crecía con la impunidad que les otorgaban, entre otras cosas, las ligeras sentencias de los tribunales contra sus actos de violencia. No era ningún secreto que los bolcheviques preparaban el asalto del Poder: esperaban tener el apoyo de los obreros de Petrogrado, la flota del Báltico y las hordas de soldados fugitivos del frente. Era el octubre oscuro, lluvioso, incierto, que golpeaba las ciudades y los campos rusos como un trapo mojado.

    En Petrogrado el Gobierno Kerensky fue pronto incapaz de poner fin a los saqueos, robos y asaltos. Su mentalidad liberal e izquierdista le impedía reaccionar. Una oleada de literatura subversiva se esparcía en oleadas por toda Rusia, mientras los 40.000 obreros de las fábricas Putilov veían desfilar, por los sombríos talleres, oradores de todos los colores que sólo tenían en común una palabra: la revolución, simbolizada por la bandera roja que cubría la estatua de Catalina la Grande. Desde septiembre, el Gobierno era presidido por Kerensky, en espera de que se reuniera la Conferencia Demócrata, que derivó en el Parlamento previo; frente a ella, los bolcheviques convocaron la reunión de los soviets para el 2 de noviembre, al grito de: “¡Todo el poder para los soviets!” En las provincias de Tambov y Tver, los campesinos. incendiaban las casas de los propietarios y los asesinaban, mientras el hambre se abatía como una marea pálida sobre todo el país.

    El gran arma, la gran plataforma de los bolcheviques, fue el Congreso de los Soviets. Este organismo, que en principio no era bolchevique, se convirtió pronto en el canal de los soviets de las provincias, en que ya se habían implantado los bolcheviques y los soldados desertores. Los bolcheviques recorrían los cuarteles, las fábricas de armas; movilizaban las masas que se agitaban turbulentamente en las calles grises de Petrogrado entre los tranvías y los automóviles blindados, entre las fábricas y el barro del invierno ruso. En vísperas de la revolución, Lunacharski apareció en las fábricas, decoradas con banderas rojas: “¡Todo el poder para los soviets!”, gritó. Era la consigna.

    Y el sordo trueno de las masas respondía en todas partes: “¡Todo el poder para los soviets!”
    La maquinaria que utilizaron los bolcheviques para desencadenar la revolución fue la prensa. Toda Rusia estaba surcada por prensa incendiaria, incluso cuando se trataba de órganos burgueses. “Hay que arrancar el poder de las manos criminales de la burguesía y entregarlo a las organizaciones de los obreros, soldados y campesinos revolucionarios” “¡Todo el poder para los soviets!”, clamó en su primer número, ocho días antes de la revolución, “Robotchi i Soldat” (“El obrero y el soldado”), mientras Kerensky lloraba como un histrión en el Parlamento hablando de la Unión nacional.

    LA REVOLUCIÓN ANUNCIADA

    Situémonos en vísperas de la revolución.

    A un lado, el cuartel general de los bolcheviques, el Instituto Smolny. Bajo sus cúpulas azuladas y doradas se reunía el Tsik y el Soviet de Petrogrado. En las mismas habitaciones donde habían estudiado las señoritas de la nobleza se encontraban ahora el Comité Ejecutivo del Soviet de Petrogrado, los Comités de fábrica, el Comité Central del Ejército, y agitadas multitudes de obreros y soldados entraban y salían del edificio. Allí estaban Kamenev, Trotsky, Dzerkjinski, el futuro chequista, Zinoviev, la Kollontai, Sverdlov, Skolnikov, Stalin, Uritski.

    Lenin estaba oculto e impaciente. Desde el 8 de octubre tenía ultimado el plan de la insurrección en una carta enviada al Comité Central con la firma de “Un ausente”. Sus instrucciones son claras: no jugar con la insurrección, y una vez que se hubiera iniciado llevarla hasta el fin, reunir una gran superioridad de fuerzas en el lugar y en el momento decisivos; mantener la ofensiva en todo momento; atacar al enemigo por sorpresa y aprovechar el instante en que sus tropas se encontraran dispersas. Krilenko, ante el Congreso de los Soviets del Norte, anunció también que estaba próxima la hora de la insurrección.
    El Gobierno Kerensky no podía engañarse.

    Pero frente a la dinamo revolucionaria que era el Instituto Smolny se encontraban la Duma y el Palacio de Invierno, donde vivía Kerensky. El pálido abogado había dicho unos días antes al embajador de la Gran Bretaña, Buchanan, el gran artífice de la revolución de febrero: “No deseo más que una cosa: que se subleven. Entonces yo les aplastaré”. Cuando llegó ese momento deseado no supo más que pronunciar discursos: “Pido, en nombre del país, que, desde hoy, desde esta sesión, el Gobierno provisional reciba de vosotros una respuesta: ¿puede realizar su deber con la certeza de ser sostenido por esta alta Asamblea?”, grita histéricamente ante la Asamblea Consultiva, mientras la revolución está ya en la calle. El general Verjovski, ministro de la Guerra, trata de obtener de los aliados mejores condiciones para la paz, pero los soviets le acusan de querer una paz separada, y Kerensky cede, dándole un “permiso limitado”. Así, en vísperas de la revolución, el Ejército -lo que quedaba de él, después de ser triturado por Kerensky y gangrenado por los bolcheviques- se encuentra decapitado. Resulta inútil que el periódico menchevique “Dien” escriba: “Es preciso que el Gobierno se defienda y nos defienda”, y que el periódico de Plejanov denuncie que se está armando a los obreros.
    Tampoco hay ninguna reacción.

    Y, sin embargo, se derraman oleadas de palabras y océanos de tinta en exaltación de la democracia. He aquí un canto lírico del periódico “Novaia Jizn”: “Mientras la democracia no organice sus fuerzas principales, mientras su acción tropiece con una fuerte resistencia, es imprudente pasar a la ofensiva. Pero si los adversarios recurren a la violencia, la democracia revolucionaria deberá lanzarse a la lucha para adueñarse del Poder y encontrará el apoyo de las capas más profundas del país”.

    Los únicos que se organizaban con hechos, no con palabras, eran los bolcheviques. Petrogrado estaba surcado por los rumores de la inminente insurrección, a pesar de lo cual con toda ingenuidad una proclama de las organizaciones paramilitares del partido social revolucionario clamaba: “Nada de insurrección. ¡Que cada cual permanezca en su puesto!”. Para tranquilizar a las futuras víctimas de sus chekistas, Trotsky afirmó que los rumores de insurrección de los soviets no eran más que “un intento reaccionario de desacreditar y hacer fracasar el Congreso de los Soviets”. En esos mismos momentos, en la noche del 23 de octubre, se reunió el Comité Central del partido bolchevique, con asistencia de todos sus miembros, para discutir en qué momento debía darse la orden de ataque.

    La propuesta presentada por Lenin de iniciar la insurrección armada fue aprobada por diecinueve votos contra dos (los de Zinoviev y Kemenev) y cuatro abstenciones. El 31 de octubre circulaban en Petrogrado las “Cartas a los camaradas”, de Lenin, con un llamamiento a la lucha. Antonov Ovsenko -que había de ser el cónsul en Barcelona en 1936- adiestraba a los guardias rojos. El 1 de noviembre, Lenin, en una reunión clandestina, habló de la fecha: “El 6 de noviembre sería demasiado pronto, porque no habrán llegado aún todos los delegados al Congreso. El 8 de noviembre sería demasiado tarde porque el Congreso de los Soviets estará ya organizado y es difícil para una gran asamblea tomar medidas rápidas y decisivas. Es el 1 de noviembre cuando debemos proceder”.

    El 5 de noviembre hay 12.000 guardias rojos armados y movilizados en Petrogrado. Esa tarde, la fortaleza de Pedro y Pablo se pasó al campo del Soviet de Petrogrado, presidido por Trotsky y cuya mayoría estaba formada por bolcheviques. Eso significaba: 100.000 fusiles y revólveres, 80 ametralladoras y la artillería de Marina. Además, la fortaleza estaba situada en el centro de la capital, en una encrucijada del Neva, y su artillería apuntó al Palacio de Invierno, a unos 800 metros.

    NO HUBO LUCHA

    Petrogrado, el 7 de noviembre. Era miércoles. A las seis de la mañana, los “junkers” irrumpen en la imprenta donde se edita el “Robotchi Put” (La voz obrera) y destrozan la edición, sellando el local. Trotsky da orden de arrancar los sellos. A las once, el periódico está en la calle y anuncia que la insurrección está en marcha desde la noche, pero lo presenta como si fuera un acto de defensa: “Los enemigos del pueblo han tomado la ofensiva esta noche. Todo el proletariado y toda la guarnición de Petrogrado están dispuestos a asestarles una formidable respuesta. Ni dudas ni vacilaciones. Firmeza, disciplina, dureza, decisión”. A mediodía, en la plaza que se extiende ante el Palacio de Invierno se encuentran los elementos de que dispone Kerensky para defenderse: “junkers”, cosacos, autoblindados y el Batallón Femenino. Al comienzo de la tarde, el coronel Polkovnikov dio la orden de ocupar los puentes sobre el Neva. Por allí amenazan llegar las oleadas de guardias rojos. Pero los defensores no oponen resistencia. La labor disgregadora de los meses anteriores se percibe al surgir la crisis. Sólo resisten los “junkers” del puente Nicolás, que cae bajo el fuego del crucero “Aurora”, que había remontado el Neva. Lenin, oculto hasta entonces, se disfraza con una peluca, unas gafas oscuras y un bigote y llegó en tranvía al Instituto Smolny, donde le aguardaba Stalin.

    Kerensky había afirmado, dos días antes de estallar la revolución, que contaba con medios para dominarla. Es verdad que había 60.000 soldados en la capital, pero la mayoría se habían pasado al campo bolchevique y sólo estaban dispuestos a obedecer al Comité Militar especial creado por el Comité Ejecutivo del Soviet. En un mitin de representantes de los regimientos fue aprobada esta resolución: “La guarnición de Petrogrado no reconoce ya al Gobierno provisional. Nuestro Gobierno es el Soviet de Petrogrado”. Los rebeldes se imponen al Estado Mayor y se apoderan de las armas del arsenal de Kronwerk.

    LA TRAICIÓN DE KERENSKY

    En el palacio María, Kerensky reunió sus últimas fuerzas para afirmar que estaba dispuesto a luchar y resistir. Pero la izquierda y el centro, los socialrevolucionarios y los mencheviques votaron contra él y queremos que anunció su dimisión. El Consejo de la República, el Tsilk, era una sucesión de discursos incoherentes. A esas horas, los regimientos amotinados habían ocupado ya estaciones y centros de comunicación, sin encontrar resistencia. En la plaza de San Isaac, los oficiales de Marina habían sido detenidos en un hotel. Un destacamento de soldados y marineros con brazaletes rojos irrumpió en el Consejo de la República y lo disolvió. Tampoco hubo resistencia.

    En la calle Millionnaia, que desemboca en la gran plaza donde se encuentra el Palacio de Invierno, se encontraba el cuartel del regimiento Pavlovsky. A media tarde se sublevó y comenzó a detener a los altos funcionarios y a algunos ministros. Kerensky, comprendiendo al fin que no podía contar con la guarnición de Petrogrado, pidió por un telegrama al cuartel general de Mohilev que le envíen los regimientos de la 5ª división de cosacos y las unidades acantonadas en Finlandia. Mientras se transmitía el angustioso mensaje, el crucero “Aurora” había llegado a la altura del puente Nicolás e iluminó con sus reflectores el Palacio de Invierno. Era la señal del ataque. Un primer disparo con salvas dispersa al Gobierno provisional o lo que quedaba de él. Kerensky huyó disfrazado. El ataque al Palacio de Invierno -presentado como la gran epopeya bolchevique- costó sólo veinte muertos.

    Sin un solo tiro -lo dirá un corresponsal francés, testigo presencial de los sucesos- Petrogrado cayó en poder de los bolcheviques y las bajas fueron mínimas en el único punto donde resistió el Gobierno provisional: las tropas defensoras eran las mujeres del Batallón Femenino y un puñado de alumnos militares. Kamenev podrá exhibir orgullosamente su proclama final: “Raramente se vertió menos sangre y raramente hubo una insurrección que conociera tal éxito”.

    Los que no se habían defendido fueron asesinados. Kichkin, Rutenberg, Terechenko, el millonario que había jugado a la revolución burguesa, los hombres que prepararon inconscientemente la llegada de los comunistas, fueron las primeras víctimas. Otros millones les seguirían.

    Al comenzar la sesión del segundo Congreso del Soviet de Diputados, Obreros y Soldados, Martov anunció: “Comienza la guerra civil”.

    Esto es lo que significó verdaderamente la llamada “revolución de octubre”: el comienzo de la tempestad que se desencadenó sobre Rusia, el primer relámpago de la tormenta de subversión que recorre el planeta. Pero eso fue posible sólo porque se habían abierto los diques al océano rojo.

    Carlos JIMÉNEZ



    Última edición por ALACRAN; 03/12/2021 a las 15:27
    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
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