II Derechas e izquierdas en la primera mitad del siglo XIX
Unas derechas caducas y unas izquierdas afrancesadas
“Cuando Quadrado llegó a la arena política publicando en 1842 sus primeros artículos en El Católico y fundando en 1844 La Fe , dos bandos poderosos y encarnizados, después de haber lidiado sin cuartel ni misericordia en los campos de batalla, permanecían irreconciliables, ceñudos y rencorosos, como separados por un mar de sangre y por un abismo de ideas todavía más hondo. Decíase el uno representante de la tradición y heredero de la España antigua, y no puede negarse que en parte lo fuera, si bien por fatalidad de los tiempos, al resistir el empuje de la revolución demoledora, pareció identificar su causa con la de instituciones caducas y condenadas a irremediable muerte, y se constituyó en defensor, no de una tradición gloriosa cuyo sentido apenas comprendía ni alcanzaba como no fuese de un modo vago e instintivo, sino de los peores abusos del régimen antiguo en su degeneración y en sus postrimerías.
Con esto dieron aparente justificación a los del partido adverso, que pensando y sintiendo con el espíritu de la revolución francesa, radicalmente hostil a todo elemento tradicional e histórico, confundían bajo el mismo anatema los principios fundamentales y perennes de nuestra vida nacional, y las corruptelas, imperfecciones y escorias que el transcurso de los siglos y la decadencia de los pueblos traen consigo.
La ideología de los liberales españoles en su primera fase
Como todo sistema político presupone una cierta filosofía, o por lo menos un conjunto de principios generales sobre el orden social, cada una de estas dos grandes banderías, en que vino a disgregarse España durante la primera mitad de nuestro siglo, tuvo de un modo más o menos claro y explícito su peculiar filosofía, de la cual dedujo consecuencias tan radicalmente contrarias como lo eran entre sí las tesis primeras. Lo cual no quiere decir que dentro del mismo partido pensasen de igual suerte los que algo pensaban, ni que andando el tiempo dejaran de insinuarse en uno y en otro, elementos nuevos que rompiendo la unidad de miras y criterio, habían de conducir a nuevas soluciones, así en lo racional y teórico como en la política práctica, engendrando a la par nuevas escuelas y nuevos partidos.
Es cosa notoria que el espíritu de los liberales en su primer tiempo, es decir, en los dos períodos de 1812 a 1814 y 1820 a 1823, y aun puede decirse que durante la primera guerra civil, había sido el del siglo XVIII en toda su pureza: es decir, que en filosofía profesaban el empirismo ideológico de Condillac, Destutt-Tracy y Cabanis, y en materia de legislación y ciencia social, después de haber pasado por el Contrato social y por los libros del abate Mably, habían anclado en el utilitarismo de Bentham, a quien Núñez, Salas, Reinoso y otros muchos veneraban como un oráculo, y a quien en 1820 pedían las Cortes mismas su opinión sobre nuestros códigos y proyectos de ley.
La emigración de 1823 no modificó notablemente este estado de las ideas, por haberse dirigido casi toda a Inglaterra, donde el empirismo filosófico tiene de antiguo su principal asiento como por juro de heredad y constante tendencia de raza. Dióse, pues, el raro caso de una juventud política, apasionada, temeraria, romántica, que aventuraba sin cesar la vida y derramaba pródigamente la sangre en intentonas descabelladas y temerarias, en pro de un ideal que venía a resolverse en sensualismo materialista y en egoísmo reflexivo y sometido a las leyes de una cierta aritmética moral. Tal contradicción no podía ser duradera; y si bien los hombres educados a los pechos de la Enciclopedia y de Bentham, los hombres de 1812 y de 1820, permanecieron duros y aferrados a sus antiguos errores, haciendo con ello gala de incorruptible consecuencia, la juventud que entró en la vida pública en 1834 sentía ya y empezaba a pensar de otra manera, y propendía visiblemente a una reacción espiritualista.
Influjo del romanticismo
A ello contribuyó de poderosa manera la revolución literaria que conocemos con el nombre de romanticismo ; y contribuyó también el ejemplo de la vecina Francia, donde en tiempo de la Restauración las doctrinas de los ideólogos habían caído en gran descrédito, y por el contrario, el espiritualismo en sus diversas formas había renacido con brillantez en los escritos y lecciones del teórico de la voluntad, Maine de Biran, de Royer-Collard y de Jouffroy, importadores de la psicología escocesa, y del elocuente y genial Víctor Cousin, que comenzó vulgarizando, no sin nota de panteísmo, las principales tesis del idealismo alemán, especialmente del de Schelling y acabó por intentar una restauración del cartesianismo elevándola a la categoría de ciencia oficial o universitaria, que conservó por muchos años.
El impulso llegó pronto a España; y ya en 1840 la parte más culta de la juventud liberal, la que fué el plantel del partido moderado, había sustituido la Ideología de Destutt-Tracy con las Lecciones de Cousin y Damiron, y el Derecho penal de Bentham con el de Rossi. Educados en la escuela de los doctrinarios franceses, y creyendo firmemente en la soberanía de la inteligencia como primer dogma político, del modo que Donoso Cortés, por ejemplo, le expone en sus Lecciones de Derecho público , tenían que romper forzosamente toda alianza con los partidarios de la soberanía del número y del imperio democrático de las muchedumbres.
El partido conservador no logró españolizarse
Y así aconteció en efecto, convirtiéndose desde entonces en anarquistas y agitadores perpetuos los antiguos exaltados , que comenzaron a llamarse progresistas ; y agrupándose los restantes para formar un partido conservador y de orden, que tuvo el pecado irreparable de no llegar a españolizarse jamás, de gobernar con absoluto desconocimiento de la historia, empeñándose en implantar una rígida centralización administrativa, en ninguna parte tan odiosa y tan odiada como en España; pero partido al cual no pueden negarse sin injusticia notoria, buenos propósitos, mejoras positivas, y sobre todo generosos arranques y grandes servicios a la defensa social en momentos críticos y solemnes, en que el árbol de la vieja Europa amagaba troncharse al peso del huracán de 1848".
(Pról. a los Ensayos de J. M. Quadrado, 1893, CHL, v. 211-214)
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