Segunda estación
EN LA QUE ACTUA LA LEYENDA NEGRA
La idea circulante es que nuestros años cuarenta son cualquier cosa menos felices. Son, por antonomasia, los años del hambre y de la escasez; pero, al mismo tiempo, en la versión dominante, ya instalada como una verdad oficial, son años de opresión, de tristeza, de represión, de oscuridad, de abatimiento, en que se verifica particularmente el diagnostico general del pensamiento único sobre el franquismo: la suma de todo mal sin mezcla de bien alguno.
En una alucinante simplificación, la televisión estableció el automatismo de representar los años cuarenta por dos imágenes de miseria: un trapero pasando con su carro de basura por la calle de Alcalá y un comedor infantil de Auxilio Social. Carro y niños han salido tanto en la tele que son como de la familia.
En casa, al conductor del carro le llamamos Bernardino (vaya usted a saber por qué) y así le saludamos cada vez que sale en la pantalla. A uno de los niños de Auxilio Social, que ahora hay que suponerle viajando con el Inserso, le hemos puesto Miguelín porque se parece a mi hijo Miguel, cuando era pequeño. Y mis nietos, cuando los ven, gritan sus nombres jubilosamente -¡Bernardino!, ¡Miguelín!- igual que gritan los nombres de los futbolistas preferidos. Tan notoria ha sido esta simplificación que Antonio Burgos incluyó el lance de Bernardino y Miguelín en la que él denomina comunión general con ruedas de molino (10).
La versión siniestra de los años cuarenta, como aquel infortunio histórico (11), permanece en nuestros días y así se puede ver en periódicos recientes:
En aquellos oscuros años de la posguerra, escribe Rosa Montero (12) (que nació en 1951)
La desolación y la violencia de la posguerra, escribe Guillermo Altares (que nació en 1968) (13)
La miseria afectó a todos los ámbitos de la vida cotidiana, escribe Isaías Lafuente (que nació en 1963) (14)
Da la impresión de que ahí se acababa el mundo, de que andábamos por las calles de Madrid llorando, cabizbajos y andrajosos, aplicando todos los esfuerzos a la pura supervivencia y a eludir la persecución. Y digo andábamos porque yo viví aquellos años, día a día, como años de juventud, de noviazgo, de estudio y, en suma, de construcción de mi propio futuro personal y familiar.
Mis recuerdos no son exactamente estos, que ahora nos cuentan, de oído, quienes no vivieron aquel tiempo. Para mí los años cuarenta son, como ya he dicho, los años de mi juventud, divino tesoro. Y este, amigo mío, es ya otro cantar, porque, según el principio generalmente aceptado, no añoramos el pasado, sino que añoramos la juventud y, en cualquier tiempo o circunstancia, la juventud es, por si misma, gozosa.
Pero es que, además, abunda la aberración histórica, que consiste en borrar o tergiversar el pasado. Ayer mismo lo escribía Gibson: Hay mucha gente que hoy en día quieren ver esa historia en blanco y negro, de una manera falsa y equivocada(15).
Es la damnatio memoriae o condenación de la memoria de la Roma clásica, que ya practicaron los antiguos egipcios cuando, en los bajorrelieves, machacaban los rostros de los faraones anteriores o los soviéticos cuando eliminaban de las fotografías o de las enciclopedias a los políticos en desgracia. Es la practica, terrible y siempre actual, del ninguneo, contra el que se estrella la libertad de expresión(16).
En mayo del pasado año asistí a una reunión de periodistas bajo un gran cartel que decía: La libertad de expresión no se discute. Y yo me preguntaba por los propietarios de la libertad de expresión y me decía que, si se prohíbe discutir, poca libertad de expresión queda. En uno de los discursos, se evocaron tiempos pasados, cuando nos torturaban y nos fusilaban por decir la verdad. Pregunté por el orador y me dijeron que, en esos tiempos, había ejercido como plácido y acomodaticio redactor del diario "Ya". Entonces me acordé de la famosa exclamación de Eugenio Suarez, ante el director general de Prensa, que le reducía la información sobre la catástrofe del tranvía en el Puente de Toledo: ¡Y para esto hemos muerto un millón de españoles!
Jaime Campmany, que es un año y pico más joven que yo y que también anduvo por Madrid en los años cuarenta, lo ha escrito:
Estamos asistiendo a una falsificación del pasado tan sistemática y precisa que necesitaríamos una legión de adivinos para conocer la verdad pretérita. Yo oigo contar, por ejemplo, la Historia que viví de niño y de muchacho y pienso que no debí vivir en aquella época, sino en otra de la que no tengo recuerdo (17).
Julián Marías, desde su independencia intelectual, ha denunciado una y otra vez esta aberración (18):
Lo que es intolerable es la mentira. Hay grupos, partidos, publicaciones, emisoras, personas individuales, que mienten sistemáticamente... Me preocupa indeciblemente que, a los sesenta años del final de la guerra civil, se siga mintiendo sobre ella, sus orígenes o sus consecuencias.
No eran gozosas mis circunstancias personales.
Práctica y mentalmente, era un vencido, sin haber sido combatiente. Mis dos hermanos mayores (no es literatura), que si habían sido combatientes, estaban separados. Al término de la guerra, uno, estaba en Barcelona, donde entró con la 105 División, como alférez provisional; el otro, capitán de Milicias en Asturias, estaba en Burgos, con cadena perpetua (ahora están los dos, juntos en la misma sepultura, en el cementerio de Ceares, en Gijón).
Huérfano de padre republicano (funcionario del Estado, al servicio de la República, fallecido al final de la guerra), descompuesta la casa y la familia, que vivía literalmente al día, hijo de viuda, según la formula militar, con todas las estrecheces económicas que se pueden suponer, alojado en el sistema de habitación con derecho a cocina, no se puede decir que el joven Aguinaga fuese un privilegiado.
Pero era joven, como el propio tiempo de posguerra; es decir, no solo con todo el futuro por delante, sino también con ánimo de tomar posesión del mundo, que surgía entre las ruinas y se imponía, como se impone la propia vida, por encima de la catástrofe. Y, como narro en un centón, inédito por su incorrección política19 , al principio de los años cuarenta, descubro un libro de tosca edición, grueso taco de calendario, titulado Obras Completas de José Antonio.
Al final de los años cuarenta publiqué una primera memoria en tres artículos que se titulaban Nosotros, los de la quinta del 44 (20), Mochila, misal y canción (21) y La victoria con botas( 22). En este último decía lo mucho que había que hacer. Es curioso repasar la lista de quehaceres que, con ingenuidad juvenil, yo proponía entonces:
Hay que hacer en el taller, en la universidad, en las leyes, en el deporte, en los campos agrícolas, en los astilleros, en las fábricas, en los laboratorios, en la literatura, en el arte, en los sindicatos, en las costumbres, en la milicia, en la técnica, en la política, en la ciencia, en la diplomacia, en las provincias, en Madrid, en la administración, en el amor. Nuestra juventud tiene quehacer en toda la anchura de la Patria (23).
Pero, según me he enterado más tarde, yo no hacia más que llorar, llorar y llorar, en espera de que vinieran a salvarme.
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