Revista FUERZA NUEVA, nº 508, 2-Oct-1976
En el 40º aniversario
Liberación del Alcázar de Toledo en 1936 ¿para qué?
No hace mucho (1976), ciertamente, el señor ministro del Ejército se dirigía a una promoción de 330 nuevos oficiales, en el patio del Alcázar de Toledo, ante su Majestad el Rey Juan Carlos. Ningún lugar como aquél puede ser escogido con mayor rigor para dar una lección de moral militar. Ya nuestro difunto Caudillo, apenas iniciadas las tareas de reconstrucción de la Patria, tras la cruzada, quiso que fuera allí, todavía amontonados los heroicos escombros, apenas devuelta la estatua del César Carlos a su pedestal, donde los alféreces provisionales de la guerra de Liberación española recibieran su espaldarazo definitivo como oficiales, tras los primeros cursos de transformación. El lugar, entonces gloriosamente ruinoso, ahora (1976) reconstruido con toda la nobleza arquitectónica de la fábrica, es suficiente, apenas se penetra en él, para que un escalofrío recorra el cuerpo del visitante.
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Lo dijimos hace un año y lo repetimos ahora (1976): ¡Quién puede poner en duda que, en 1936, por muy a la mano que se viera Madrid era necesario desviarse y liberar Toledo! Era allí donde se encerraba gloriosamente -en el búnquer toledano- el genio de España; era allí donde se precisaba poner a salvo los valores del espíritu; era allí, en suma, donde anidaba la sublevación del heroísmo y de donde había de salir la llama que alumbraría la mente de tantos que sobre las batallas y los avatares conocen de España, por encima de todo, la gloria de un Moscardó, la de los hombres y de las mujeres allí encerrados con el que habría de salir, ahora hace cuarenta años, como una transfiguración del conde de Orgaz, a repetir, macilento, el cuerpo roto, sujeto sólo por esos hilillos intangibles del espíritu, la frase aprendida en África, en la sangre, en las aulas del valor y de la muerte: “No hay novedad, mi general”.
Cuando ahora, los cadetes chilenos vienen, porque sus mandos han dispuesto que la última lección de sus carreras la aprendan en los sótanos del Alcázar todas las promociones, hay que verles alterado el rostro por una emoción incontenible y arrebatadora, cultivar allí, ante aquellos centenares de lápidas, cerca de donde reposa el héroe, el sentido que se encierra en esa palabra que se escribe PATRIA (con mayúsculas) y que ahora, suicidamente, se sustituye por esa expresión boba del “país”. El teniente General Álvarez Arenas habló a los cadetes de este otro lado del mar, en ese conjunto que es la Hispanidad. (…) Y les dijo que vivimos en una paz aparente, que padecemos una guerra sucia, rastrera, insidiosa, que nos repugna a todos los hombres de honor.
¡Cuánto saben de esto quienes, una vez más, en su aniversario, sacarán en procesión a la Virgen del Alcázar! Pero para demostrar cuán ciertas son las frases del ministro, he aquí que una sutil campaña de silencio, escamoteo o postergación ha manipulado el marcial discurso.
José Antonio Cepeda ha dicho que las palabras del ministro del Ejército constituyen una advertencia a los que practican la guerra subversiva con la goma o la pluma; a todos los políticos que pretenden liquidar, con una rapidez suicida, cuarenta años de progreso y de paz.
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Cuando se iniciaba la etapa de esos cuarenta años (¡cómo es posible olvidarlo!), permanecía en Estella, la corte carlista, quien esto escribe. Era ya de noche cuando las Pimponas se echaron a la calle. Las Pimponas eran los miembros femeninos de una popularísima familia. Aquellas dos hermanas, enarbolaron una bandera nacional -no era tiempo ni lugar para trapos sucios, remedo de banderas británicas, ciertamente- de tamaño claramente superior a la capacidad de sus brazos. A fuerza de vítores, abrieron todos los balcones y la plaza se cubrió de colgaduras. (…) Lo importante era que acababa de llegar a la noticia: Toledo había sido liberado. ¡Toledo! ¡La cuna de la infantería española!
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Estos días, ese otro búnquer con el mismo nombre, ese diario de los combatientes que se llama “El Alcázar” (¿podría tener mejor nombre?) ha reproducido una serie de fotografías del asedio, una hermosa serie de artículos debidos al doctoral de aquella Santa Iglesia Catedral, que desde aquí recomendamos al lector. Allí, desde la santidad de Antonio Rivera hasta la actitud de las mujeres, pasando –¡una vez más, cómo no!- por esa honda tragedia humana que empieza con un diálogo telefónico inmortalizado y termina en posición de firmes, ante Varela, el hombre que venía cabalgando, sobre sus dos Laureadas, desde Cádiz, puede seguirse el caudal enorme de virtudes hechas vida por quienes hoy forman la Hermandad de Nuestra Señora Santa María del Alcázar. Aquellos con quienes ni pudo el hambre, la sed ni las calamidades. Aquellos que desafiaron la dinamita y la insidia. Aquellas que desdeñaron altivas las propuestas: “Cuando falten los hombres, nosotras continuaremos la defensa. Mientras tanto, nuestro puesto está dentro, con ellos”. No en balde, el alcaide de aquella fortaleza había dicho: “Antes un cementerio que un muladar”.
Y eso es justamente lo que se busca ahora. Tender un manto fétido de estiércol sobre el heroísmo, sobre la decencia. Destruir el búnquer glorioso, el Alcázar inexpugnable, lanzar el escupitajo de la traición sobre una de las más bellas páginas de la historia de la humanidad. Para colocar a los supervivientes y a quienes nos miramos en sus ojos fatigados ante una pregunta angustiosa: ¿Se merecían éstos lo que allí fuimos capaces de hacer?
A. S.
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