Alfonso XIII: culpable de la caída de la Monarquía liberal en República marxista
Revista FUERZA NUEVA, nº 579, 11-Feb-1978
POR LA MONARQUÍA LIBERAL A LA REPÚBLICA MARXISTA
Nuestro Aparisi y Guijarro, ya después de 1868, escribió certeramente: “Monarca que reina y no gobierna no es monarca; es ridículo espantajo, que sólo sirve de juguete a las ambiciones y a los caprichos de los ministros”. Más recientemente, el inconmensurable Rafael Calvo Serer compartía el mismo criterio, con estas palabras: “A través de estas ideas podemos comprender que Luis XVI, Nicolás II y Alfonso XIII no fueron vencidos por la revolución en la calle sino por la falta de fe en su propia legitimidad”. Y es que la llamada monarquía constitucional parlamentaria, democrática, es una falsedad absoluta y un contrasentido monstruoso. Un monárquico -de la monarquía liberal-tan característico como Donoso Cortés pudo escribir:
“Está escrito que todo Imperio dividido ha de perecer; y el parlamentarismo, que divide los ánimos y los inquieta; que pone en dispersión todas las jerarquías; que divide el poder en tres poderes y la sociedad en cien partidos; que es la división en todo y en todas partes, en las regiones altas, medias y bajas, en el poder, en la sociedad y en el hombre, no podía sustraerse, y no se substraerá, y no se ha substraído jamás, al imperio de esta ley inexorablemente soberana”.
Ni absoluta ni constitucional: tradicional
Porque la monarquía, en su más auténtica doctrina, exige unidad, independencia, responsabilidad, interés, continuidad y competencia. Estas dotes únicamente se dan en la monarquía tradicional. Las niega la monarquía absoluta y también la monarquía constitucional. La monarquía absoluta desconoce sus límites de cara a Dios y a la sociedad. Su unidad se convierte en centralismo, en absorción, prácticamente en tiranía. Y exactamente igual la monarquía constitucional, que se doblega a los caprichos de las sectas internacionales y de los intereses inconfesables de los partidos políticos.
Y en la monarquía absoluta y constitucional no hay responsabilidad, pues el monarca se considera sin freno en una y dependiente de sus gobiernos en la otra. Para el rey absoluto, el bien común es su propia ventaja, y el rey constitucional margina el interés del pueblo al servicio de los clanes partitocráticos. Ni hay continuidad en tales monarquías falsificadas. Sólo la continuidad de los abusos entronizados. Y la competencia brilla por no encontrarse en ningún sitio, pues de lo que se trata no es alcanzar cotas de progreso social y económico para la nación, sino de mantener privilegios de los bienhallados. Con razón, Mella pudo decir: “La monarquía del rey que reina pero no gobierna, no cae por la revolución; se suicida”. Y la historia de Isabel II, María Cristina de Nápoles, Amadeo de Saboya, Miguel I de Rumanía, Constantino de Grecia y Alfonso XIII, lo confirman.
Alfonso XIII, rey constitucional
Sólo desde 1917 hasta 1923, España padeció 3.380 huelgas, 728 atentados, 1.500 atracos, 3.500 millones de déficit, 15.000 millones de deuda pública. Y la Semana Trágica, en 1909, con la secuela de la actitud de Alfonso XIII con respecto a Maura y La Cierva, así como la repetida destitución de Dato, en 1917, y la conducta seguida con motivo de los movimientos subversivos de 1929 y 1930.
Realmente hay una sincronización entre los planes de la masonería y la monarquía constitucional. La masonería planifica su operación por etapas. Una manera de desarmar una nación airadamente dispuesta a reivindicar su genio y su misión en la historia es neutralizada con poderes que son marionetas de la misma. Esta es la historia de la Restauración. En el “Boletín de la Gran Logia Escocesa”, de enero de 1882, se registra esta mentalidad masónica:
“Con gran ansiedad esperábamos ver cómo obraría el rey Alfonso XII respecto de ella, y con gran satisfacción vemos que sus promesas de completa libertad de conciencia han sido cumplidas. El ilustre Gran Comendador de España, el Hermano Práxedes Mateo Sagasta acaba de ser llamado para ocupar el puesto de primer ministro, lo cual asegurará a la masonería la libertad de ejercer su misión bienhechora y esparcir sus luces”.
Todo esto se agrava y llega a su crisis con Alfonso XIII. Desahuciado Primo de Rivera (1930), el que fue recibido por el monarca con estas palabras: “Llegas como iluminado. ¡Dios quiera que aciertes! Te voy a dar el Poder”, fue destituido. Lo demás ya es conocido. La entrega del gobierno al general Berenguer -con su lamentable historial militar- y la plena ruptura de los partidos políticos, logran el resto. (Ver: https://hispanismo.org/historia-y-an...republica.html)
Pero nada hubiera sido posible si se hubieran cumplido los juramentos prestados. Unas vulgares elecciones municipales (1931) bastaron para el tránsito, entregado en bandeja, de la Monarquía a la República. Nadie desconoce que numéricamente los concejales monárquicos eran mayoría. Pero la neurosis de debilidad y de inseguridad de la Monarquía constitucional perpetraba la iniquidad de entregar a España estúpidamente. Salvador de Madariaga, comentando estos hechos, dice que “por debajo del alborozo rondaba en el ánimo de los republicanos no poco asombro; ¿era España tan republicana como aquel maravilloso triunfo parecía indicar?” Y Gabriel Jackson, en “La República Española y la Guerra Civil”, añade:
“La República Española de 1931 nació de una serie de circunstancias especialísimas… La Segunda República fue inevitable mucho más por la bancarrota de la Monarquía que por la fuerza del movimiento republicano”.
Lo mismo que había constatado ya Miguel Maura, en “Así cayó Alfonso XIII”: “El éxito asombró a los propios líderes republicanos… Nos encontramos el poder en medio de la calle”. Era el final de los trágicos errores del constitucionalismo liberal.
Durante la Restauración y el reinado de Alfonso XIII, España sufría el acoso permitido, jaleado, querido, acariciado de la Institución Libre de Enseñanza, con su sectarismo anti católico tan devastador para la Universidad, el periodismo y la vida intelectual. También la masonería actuó a sus anchas, con plena libertad de conspiración. Los separatismos crecieron impunemente. Y el socialismo tuvo las mayores debilidades de cariño por parte de la Monarquía. La Cierva explica en “Notas de mi vida” que Alfonso XIII le preguntó:
“¿Podría yo designar un Gobierno socialista dentro de esa Constitución? (la proyectada por la Dictadura de Primo de Rivera). Yo le contesté que con ese proyecto y con la de 1876 podría nombrarlo si en las Cortes dominaban los socialistas… Cito hechos para demostrar que el Rey, en los tiempos de Primo de Rivera, que tanto protegió a los socialistas, manifestaba el deseo de que ese Partido se desenvolviera dentro de la Monarquía”.
Largo Caballero, Santiago Pérez Infante, Trifón Gómez, así como otros gerifaltes socialistas, tuvieron altos cargos durante la Monarquía de Alfonso XIII. Después, el socialismo visceralmente republicano se radicaliza y sería el instrumento para implantar el comunismo descaradamente. En plena República, “El Socialista” desafiaba así:
“Ha naufragado definitivamente la República burguesa. El régimen republicano no nos sirve. Creemos, con Lenin, que la República democrática es la mejor forma del Estado para el proletariado en régimen capitalista”.
Pero el socialismo había sido incubado, mimado y acrecentado durante la Monarquía constitucional. Y el socialismo era la fuerza más poderosa de la República, a la que dio paso la propia Monarquía.
La estúpida entrega
Cuando repetimos que la Monarquía fue entregada de barato, no hacemos otra cosa que proclamar lo que es público. Juan de la Cierva, en su libro “Notas de mi vida”, explica con detalle lo que con gallardía supo decir a Alfonso XIII, cuando unilateralmente había decidido ya abandonar el Trono. Así habló La Cierva:
“Señor, si V. M. desea y puede formar otro Gobierno, es cosa que está dentro de sus facultades, y únicamente corresponde a los demás reservar o exponer su juicio, y acatar la resolución del Rey. Pero lo de ausentarse V. M. en la forma que ha expuesto, permita que diga, con toda lealtad y franqueza, movido por el deber que con España y con V. M. tengo, que no lo puede ni lo debe hacer. Esa ausencia sería la renuncia a la Corona, que no es de V.M. más que en un momento histórico, que es de su estirpe, y que, por representar la Institución secular de España, a ésta en realidad pertenece.
Como estoy seguro de que si el Rey se va, España cae en el abismo, y la Monarquía será barrida por las olas revolucionarias, ya tan agitadas; y nuestra civilización se destruiría, y se desmembraría la Patria, porque el conglomerado revolucionario se impondría a toda idea de orden y de defensa de la sociedad; yo me atrevo a protestar de tal propósito, y como español y como ministro me opongo a él y pido al Rey que se mantenga fiel a la Patria, y valerosamente afronte y venza las dificultades”.
Y cuando Alfonso XIII quería defenderse para robustecer su decisión de abandonó, La Cierva le replicó contundentemente:
“Señor, siento mucho molestarle, pero estos momentos son históricos, y he de hablar con firmeza y claridad. Lo peor no es que en España estemos algunos que no vemos más allá de nuestras narices; lo peor es que al nivel y junto a ellas, la trágica realidad española nos diga que el Rey se equivoca si piensa que su alejamiento y pérdida de la Corona evitarán que se viertan lágrimas y sangre en España…
Piense en el triunfo de otras revoluciones por no haberse defendido las instituciones amenazadas y vuelva sobre su acuerdo, se lo ruego y suplico”.
Alfonso XIII pacta con la República
Basta leer lo que se dijo en las Cortes republicanas, y consta en el “Diario de sesiones”, para convencerse exhaustivamente. A la pregunta de Balbontín sobre las relaciones entre el Comité Revolucionario y el conde de Romanones, la realidad resulta evidente, Alcalá Zamora explicaba:
“Como yo le dije al señor conde de Romanones, el Gobierno de España era ya nuestro, el deber de cuidar a España, de salvar a España, era ya nuestro, y no podía consentir y no podía querer que la República naciera deshonrada”.
Y Azaña añadía:
“Y me interesa hacer constar, además, que cuando todavía no éramos más que un Comité Revolucionario, y se discutían los medios y los actos que podrían traer la Revolución, fue acuerdo unánime del Comité Revolucionario, hoy Gobierno, que no se tocara a las personas reales, que se dejara a salvo toda la familia real y que no mancháramos la pureza de nuestras intenciones con el acto repugnante de verter una sangre que ya, una vez derrocada la Monarquía, no nos servía para nada”.
La marcha de Alfonso XIII no tenía, a nuestro juicio, motivación razonable. Cuando se conoció, el general Cavalcanti le dijo a Alfonso XIII:
“Acabo de conocer, señor, la increíble resolución tomada por el Consejo de Ministros. No puede permitirse cosa semejante. El Ejército, o sea, su gran parte, que permanece fiel al trono, está dispuesto a intervenir. Si Vuestra Majestad me lo ordena, tomaré inmediatamente el mando de las tropas y saldrá a la calle para reprimir la algarada revolucionaria”. “Gracias -responde el Rey-. “Es inútil. Ya es demasiado tarde”.
Insiste Cavalcanti, y otros, suplicantes, le apoyan: “¡Señor! ¡Señor!” ¡Escúchelo! Haga lo que dice. La Cierva aceptaría la jefatura del Gobierno. Son dos hombres de una vez, ¡Señor!” (Melchor Almagro San Martín, “La pequeña historia”, pág. 284).
La entrega se había consumado. Tuvo el significado recadero el conde de Romanones: éste dialogó con Alcalá Zamora. Y subraya con dolorosa melancolía y estupor La Cierva:
“De manera que sin contar con todos los ministros, porque yo era uno de ellos y nada se me dijo ni conocí sus manejos y conversaciones, se había pactado la entrega de la Monarquía a cambio de un seguro para el Rey. ¿Y quiénes somos nosotros para disponer de la Institución secular española, sin que España tuviera parte en la suprema transacción, y ni siquiera se tuviera con todos los ministros la lealtad debida?”
Y los crímenes cometidos durante la República, las persecuciones de todos y de todo el Frente Popular y España maniatada al servicio de la URSS, sólo rescatada por el Alzamiento del 18 de Julio, son un debe impagable de la Monarquía constitucional parlamentaria y democrática. Triste final de lo que, en los principios, ya se adivina.
La fatalidad de la monarquía constitucional
¿Alguien puede sorprenderse de que Alfonso XIII procediera bajo un esquema que condenaba a España a su desaparición? No. Alfonso XIII, personalmente, no creía en la propia Monarquía. Un alfonsino tan conocido como Eugenio Vegas, en “El pensamiento político de Calvo Sotelo” cuenta lo siguiente:
“… fue don Alfonso quien, en noviembre de 1930, en su visita a los Saltos del Duero, pronunció aquella ingenua y terrible frase: “Monarquía o República da lo mismo. Lo que importa es España”. En estas palabras, que al ser divulgadas por la prensa revelaron al gran público el escepticismo y la falta de fe del monarca en la causa que encarnaba, estaba implicado, como el efecto en la causa, el desenlace incruento en lo inmediato del 14 de abril”.
Y un gran escritor americano, Federico D. Wilhemsen, profundiza así sobre estos hechos:
“Lo que define al rey liberal es el hecho de que no es responsable por lo que hace. Puede actuar solamente con tal de que un ministro contrafirme la firma suya. El mismo ministro, por su parte, proviene de un grupo político al cual debe su posición política. ¿De dónde entonces viene la autoridad del ministro y, por lo tanto, su responsabilidad? ¿Del rey o del partido? Nadie lo puede decir con certeza. Así, la monarquía liberal carece de responsabilidad propia. Ahí tenemos poder sin responsabilidad: una monstruosidad ética y política, un pecado contra los primeros principios de la autoridad y de la libertad. No es de extrañar que Alfonso XIII se marchara de España abandonando la Monarquía y el pueblo español a las masas republicanas y socialistas, que anhelaban tomar su venganza contra el régimen liberal y la sociedad que lo respaldaba.
Alfonso XIII no había sido rey nunca. Desempeñaba un papel ambiguo dentro de la política española. Cuando quería actuar eficazmente tuvo que aceptar el apoyo de la dictadura de Primo de Rivera, y así abandonar el poco poder que le era suyo, según la Constitución liberal. Cuando volvió al régimen constitucional, tuvo que aguantar todo el odio de la izquierda hacia la dictadura. Don Alfonso, literalmente, no sabía cuál era su sitio en la vida política de España. Y no lo sabía porque no lo tenía. En el fondo, ya había desesperado de la Monarquía cuando salió de España sin pegar ni un tiro en defensa de la Institución que pretendía representar”.
La Restauración y la etapa de Alfonso XIII, con su constitucionalismo, fueron el campo abonado de la masonería, de la descristianización de la juventud a través de la Institución Libre de Enseñanza, de la prensa descocada y corruptora, del socialismo pujante y amparado, de los separatismos tolerados, de los sindicalismos de pistola y homicidio, y de la miseria económica sin justicia social. La monarquía constitucional, parlamentaria y liberal, fue la negación de su propia entidad. Porque la verdadera monarquía no puede ser constitucional ni democrática con sufragio universal, sino representativa y tradicional. Vogelsang lo define así:
“La monarquía cristiana, responsable y profundamente arraigada en los corazones, ofrece el contraste más brutal con el engendro nacido del liberalismo: el rey constitucional. En él se quita al rey lo que constituye la dignidad de los hombres: la responsabilidad de sus actos. Y se le convierte en un fantasma, en juguete de los partidos, el cuño en manos de un ministerio de mayoría, la burla del pueblo”.
¿Sancionar la anarquía?
Nuestro Vicente Manterola, en el siglo XIX, decía:
“Monarquía, palabra compuesta de dos voces griegas, significa gobierno de uno. Destruir la unidad del poder supremo es destruir la monarquía. No es posible concebir dentro de un Estado más que dos poderes soberanos: el poder religioso y el poder temporal, independientes el uno del otro, ejercitándose en sus órbitas respectivas, que son realmente distintas. Pero admitir dos poderes públicos, ambos soberanos, en la gobernación de un Estado, es establecer, no la monarquía, sino la diarquía, o hablando con exactitud: sería sancionar la anarquía. La soberanía es una, o ninguna… Si el pueblo es rey, el rey no es soberano; pero si es soberano el rey, no queda lugar a la soberanía del pueblo. Comprendo perfectamente la república; no puedo comprender la monarquía democrática. Si la monarquía es el gobierno de uno, la democracia significa el gobierno del pueblo; y la forma propia de la democracia es la república”.
Y en nuestros días, con su estilo, lo ha repetido Salvador Dalí:
“Desde el punto de vista científico, la monarquía es la única forma de gobierno que corresponde a los más recientes descubrimientos de la biología. La monarquía es genética. Viene de Dios. Lo único terrible es que los actuales reyes no son monárquicos. Dicen que son liberales, hablan de socialismo etc. Y hace falta ser absolutistas. Pero convencer a un rey para que se convierte en monárquico es una empresa complicada”.
Con la única salvedad de que la verdadera monarquía no es absolutista, sino representativa. Dalí tiene toda la razón. Lo que ocurre es que los titulares negros de la Restauración no eran realmente monárquicos. Por eso no encontró España en la Monarquía restaurada la institución al servicio de su libertad, unidad y grandeza. La infidelidad de la institución y de sus hombres fue pagada por España con ríos de sangre, ya que el perjurio es la máxima desgracia para un pueblo, cuando se enrosca en su cabeza.
Ya lo había profetizado Vázquez de Mella:
“La Monarquía que se asocia con el liberalismo y busca en los partidos liberales y en las constituyentes que ellos tejen y destejen, su apoyo, se suicida, porque a sí misma se condena a muerte irremediablemente, solicitando fuerzas de sus adversarios y fundamentos en principios que le son contradictorios”.
Jaime TARRAGÓ
Última edición por ALACRAN; 26/06/2024 a las 19:32
"... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)
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