Aunque la decadencia de España, que fue primera potencia mundial con Carlos V y Felipe II, provenía de los últimos Austrias y del siglo XVIII con los Borbones, aun España conservaba prestigio y poderío mundial suficiente para ser considerada potencia, con entidad suficiente para plantar cara militarmente a Inglaterra o a Francia y respetada, navegando sin miedo sus naves por los mares.
Por descontado, en esos tiempos, en España no había ni gobierno ni mentalidad democrática en absoluto.
Pero hete aquí, que entrado el siglo XIX, influenciadas las altas esferas españolas con ideas y gobiernos a similitud de los de la Francia revolucionaria, y respaldados por las logias masónicas, no sólo continuó la decadencia sino que comenzó la debacle: la pérdida de las posesiones de América y la división política con la sucesión de guerras civiles, que trajo miseria tanto material como espiritual.Miseria espiritual, sobre todo, de la que nacerán a largo plazo, para rematar el cuadro desolador, el desprecio a la idea de España y los consiguientes separatismos aldeanos.
El prestigio español cayó por los suelos y todo el siglo XIX y el XX, lo español no pintó nada en el mundo, siendo sólo una especie de reclamo exótico para viajeros europeos.
Lo característico de aquellas guerras civiles era el marco liberal-constitucional que las provocaba, cuestionado y rechazado teórica y prácticamente por una buena parte de la población, que era profundamente católica y tradicionalista.
Revista FUERZA NUEVA, nº 599, 1-Jul-1978
DE CONSTITUCIÓN A CONSTITUCIÓN
La nación española, con tantos siglos de gloria, de grandeza y de civilización, había vivido estupendamente bien sin antinaturales Constituciones. Estas han nacido al calor de la Revolución Francesa. Hasta finales del siglo XVIII, en los pueblos cristianos —entre ellos, España - había regido el orden jurídico natural, el Decálogo, y las leyes que responden al genuino ser hispánico.
Fue consecuencia de la Revolución Francesa implantar el masónico sufragio universal, con sus abortivas Constituciones, aptas para todas las tiranías y desafueros. Lo que en Francia se injertó para perdición de Europa y del mundo, en el siglo XIX, cuando nuestra monarquía había perdido su sentido católico para convertirse en meramente territorial, como anotó Maeztu, también tuvo su introducción en España.
La primera Constitución española, copia servil de la Revolución Francesa, comienza en 1808, promulgada por el intruso José I, y es la llamada Constitución de Bayona. De ella procede la Constitución de Cádiz, de 1812. Digamos que en esta etapa España padece la dictadura masónica. Es el gran maestre Miguel Morayta quien dice en su «Historia de España»:
«Según datos fehacientes, el monarca español había sido iniciado durante su residencia en Valençay. Luego, fue visitado en su propio palacio, desde el Santo Oficio, donde se hallaba - preso-, por el bullicioso masón Van-Halen, quien procuró convencerle de que se pusiera en la cabeza de la masonería, como medio único de conservar su corona» («Historia de España», vol. VI, pág. 870).
Este era Fernando VII. Y todo su gobierno es típicamente masónico, ya con la Constitución de Cádiz, ya con su enfermizo absolutismo. La herencia de Fernando VII es el problema dinástico, creado bajo la influencia directa de las sectas.
La Constitución de Cádiz es el dislate máximo que puede ocurrir a España en el siglo XIX. Fue la frustración de la Guerra de la Independencia. Y dicha Constitución, verdadero plagio de los mamotretos gabachos, solamente sirvió para aherrojar al pueblo, empobrecerlo, dividirlo, descristianizarlo, dejando únicamente en pie las libertades para embrutecerse y hundir el patrimonio nacional.
Menéndez y Pelayo afirma:
«Que la Constitución del año 1812 era tan impopular como quimérica han de confesarlo hoy cuantos estudien de buena fe aquel período.»
Y certeramente apunta Menéndez y Pelayo:
«La aviesa condición de Fernando VIl, falso vindicativo y malamente celoso de su autoridad, la cual por medios de bajísima ley aspiraba a conservar incólume, con el trivial maquiavelismo de oponer unos a otros a los menguados servidores que de intento elegía, haciéndolos fluctuar siempre entre la esperanza y el temor, explica la influencia ejercida en el primer tercio de su reinado por las diversas camarillas palaciegas, y especialmente por aquella de que fueron alma los Alagones, Ugartes y Chamorros, en cuyas manos se convirtió en vilísimo tráfico la provisión de los públicos empleos.»
Siempre el constitucionalismo español es de marchamo extranjero. Sobre la Constitución de Cádiz, promulgada bajo la batuta de Napoleón, Pepe Botella, y su discípulo Fernando VII, Alcalá Galiano confiesa: «La verdad es que las ideas innovadoras eran de origen francés.» Y Mesonero Romanos añade: «El sistema liberal en España fue iniciado por Napoleón en Chamartín.» Lafuente constata: «En el fondo tenían —franceses y liberales— los mismos fines y se valían de los mismos medios.»
Jamás fue popular aquella Constitución. Como tampoco el absolutismo masónico. Pero la fatalidad de la misma tiene que llegar muy lejos...
PERDEMOS EL IMPERIO
Lo han visto bien cuantos han estudiado este problema. Marius André prueba esta tesis:
«En 1814, Fernando VII asciende de nuevo al trono, anula la Constitución de los filósofos y cierra las Cortes... Los partidarios de la independencia absoluta, después de la República, se aprovecharon de los errores y de las faltas del Parlamento. Por otra parte, el rey ya no es el dueño: el liberalismo ha ejecutado su obra, el gusano está en la fruta. La francmasonería española, a la cual falta el sentimiento patriótico, extiende sus ramificaciones por la nobleza, la burguesía y el Cuerpo de oficiales superiores. En 1820 es dueña del país. El rey se ve obligado a restablecer la Constitución y a llamar a los liberales al poder. Desde este punto, ya no hay duda: por culpa de los liberales, el Imperio americano está perdido para la Corona de Castilla.»
Un liberal tan pintoresco y encarnizado como Gonzalo de Reparaz pudo escribir:
«Menos españolas fueron todavía las doctrinas de las Cortes de Cádiz, las cuales declararon que los pueblos de Ultramar eran iguales a los de la Península en derechos, considerando —decían— que los actos positivos de inferioridad peculiares de los pueblos de Ultramar cedían ante la perfecta igualdad, etc. Para aquellos legisladores improvisados no existían los decretos de los Reyes Católicos, ni los de Carlos V, ni los de Felipe II. Mandaban como cosa nueva lo que hacía tres siglos estaba mandando; decretaban para las Indias lo que desde tiempo de Fernando e Isabel estaba decretado, y se venía cumpliendo; no sabían nada de lo que había pasado y pasaba en aquel mundo que pretendían gobernar. La legislación indiana no existía para ellos. Robertson, Raynal y los demás autores enemigos de España estaban en lo cierto: habíamos ido a América para conquistar, reduciendo a aquellos pueblos a un grado positivo de inferioridad. Luego, habían tenido justos motivos para alzarse contra la madre patria… ¡Y el propio gobierno de ella, por ignorancia de la tradición histórica, legitimaba el alzamiento!»
Las colonias españolas se pierden por una conspiración unánime de la masonería con los españoles vendidos a la misma. En París se formó el Supremo Consejo de España e Indias, conectado con el Gran Oriente de Madrid. El historiador masón Clavel no tiene empacho en reconocer que las insurrecciones americanas recibían «sus Constituciones de diversas logias de los Estados Unidos y particularmente de Nueva York». Gonzalo de Reparaz reconoce que «a millares salían soldados de Inglaterra, Francia y los Estados Unidos. Regimientos enteros, desde el coronel hasta el último soldado, eran ingleses».
Si concretamos el momento más trágico de esta acción desintegradora, es fácil demostrar que la pérdida de Méjico coincide con un plan masónico perfecto. En este sincrónico complot de la masonería americana y española. Modesto Lafuente dice:
«Siendo de sus intereses debilitar al Gobierno y así cooperar a la desorganización política de la metrópoli para que allá pudieran realizarse más a mansalva la emancipación, se unían a los más exaltados, así en el Congreso, como en las logias... Tenía de este modo la nación española en los que debían ser sus hijos o hermanos allá, enemigos armados, acá parricidas que la mataban escudados en la ley.»
Menéndez y Pelayo, con su gran autoridad, señala:
«Los pocos militares españoles que habían pasado a Méjico, llevaron allá el plantel de las logias, como para acelerar la emancipación. Dicen que el mismo virrey las protegía, y que la primera se estableció en 1817 ó 1818 con el título de Arquitectura moral. El venerable era don Fausto de Elhuyar, entre los afiliados se contaban algunos frailes.»
Solamente un adicto incondicional a la masonería puede elogiar esta triste coincidencia de las Cortes de Cádiz y la pérdida de nuestra Imperio. Y solamente con un rey masón como Fernando VII se podía llegar a tanta bajeza. La Constitución de Cádiz hundió a España en guerras civiles, pronunciamientos, asesinatos, desórdenes incontables. Y exactamente igual el Estatuto Real, de 1834, y las nuevas constituciones, liberales de 1837, 1845, 1868. Esa monarquía liberal, masónica, encontraría su objetivo lógico en la Constitución de «La Gloriosa», en 1869, y la Constitución republicana de 1875, también federal y anticatólica.
Ni siquiera la Restauración tuvo el sentido de las rectificaciones necesarias. Y la Constitución de 1876, de Cánovas del Castillo, resultó, como ha reconocido Salvador de Madariaga, que se puede gobernar «por encima, por debajo, alrededor y a través de ella, pero nunca honradamente con ella».
TAMBIÉN LA CONSTITUCIÓN DE 1876 FUE UN FRACASO
Esa Constitución duró hasta 1923. La mayor parte del reinado de Alfonso XIII transcurre con ella. Y durante este tiempo suceden la Semana Trágica, la marginación de Maura, la Revolución de 1917, el auge del marxismo y de los separatismos, el pistolerismo en Barcelona, como jalones de malestar social que ensombrecen a España. Desde 1917 hasta 1923 se sufren 3.380 huelgas, 728 atentados sociales, 1.500 atracos, 2.500 muertos en África, 3.500 millones de déficit y 15.000 millones de Deuda pública.
Sólo el gesto viril del general Primo de Rivera abre un horizonte de tranquilidad y progreso. José Ortega y Gasset saluda así a la Dictadura:
«Si el movimiento militar ha querido identificarse con la opinión pública y ser plenamente popular, justo es decir que lo ha conseguido por entero. Calcúlese la gratitud que la gran masa nacional sentirá hacia esos magnánimos generales que, generosamente, desinteresadamente, han realizado la aspiración semisecular de veinte millones de españoles, sin que a éstos les cueste esfuerzo alguno.»
Y Ossorio y Gallardo opinaba así ante la misma:
«Cuando los sublevados se jactan de haber recogido el ansia popular, tienen razón. En lo íntimo de la conciencia de cada ciudadano brota una flor de gratitud para los que han interrumpido la rotación de las concupiscencias.»
Las intrigas dinásticas y masónicas contra Primo de Rivera nos regalan la II República. Su Constitución, con sus 126 artículos, ya sabemos a lo que nos condujo: a la draconiana Ley de Defensa de la República, a los presos gobernativos, a Casas Viejas, a la supresión de todas las garantías, al hazmerreír del mundo, a las suspensiones masivas de periódicos. Sólo en agosto de 1932, el Gobierno de la República suspendió 114 diarios, mientras crecía el paro obrero, millares y millares de niños quedaban sin escuela, se expropiaban los bienes arbitrariamente, se extrañaban a españoles por delitos de opinión, las depuraciones se realizaban en escalada, se asesinaba a Calvo Sotelo, y el Gobierno de la República preparaba su rendición al comunismo. Sólo esto lo pudo salvar el Alzamiento Nacional de 1936.
¿VOLVEMOS A LAS ANDADAS (1978)?
España ha conocido su cénit de paz, de industrialización, de respeto mundial, de política social, de nivel de vida digno y creciente, bajo el caudillaje inolvidable y fecundo de Francisco Franco. Las Leyes Fundamentales son el paradigma de las grandes verdades que España necesita para su gobierno, unidad y grandeza. Con Franco no hemos sido juguete ni de la masonería ni del comunismo.
Tristemente esto ahora está quebrantado con la llamada Reforma Política. Y sube de punto con la amenaza horrible que pesa sobre España, del proyecto constitucional que se está discutiendo. Las primeras constituciones —concretamente ía Constitución de Cádiz— nos hicieron perder el Imperio, y nos propinaron el marxismo, las luchas sociales, los separatismos. ¿Qué nos proporcionará la actual Constitución? (…)
Heriberto Barrera, diputado de la Esquerra —tan unido a Tarradellas—, el 8 de mayo berreaba así en las Cortes: «Creo que es absolutamente erróneo aplicar a España el concepto de Nación y de Patria. Si España comprende todo el actual territorio del Estado, España no es una Nación, sino un Estado formado por un conjunto de naciones... Si España no es una Nación, tampoco es una Patria... La lengua en que os hablo es para mí una lengua particularmente estimada, pero, al fin y al cabo, es una lengua extraña. Las dos banderas y los dos himnos de España, que he conocido, los respeto profundamente, pero no han despertado en mí la menor emoción. Mi única bandera es la de las cuatro barras, muchos siglos más antigua, y mi único himno es la canción de Els Segadors, que evoca una guerra de los catalanes contra el Rey de España.»
Y el separatista vasco Francisco Letamendía, por su parte vomitaba: «No tenemos nada contra la persona física de Juan Carlos; ni en contra ni en favor. Es cierto, contra lo que pudo temerse, que no es el Monarca del fascismo. Pero es el Monarca de la reforma, y la reforma no puede curar las llagas de Euzkadi. Un pueblo que ha sufrido tanto, estos últimos años, hubiera necesitado una ruptura con este pasado, para sanar sus traumas.»
Y este programa contra la Monarquía, contra la unidad de España, contra la fe católica, contra el matrimonio cristiano, contra el reconocimiento público de la verdad divina de Cristo en España, son factores que nos permiten concluir, junto con la bomba de relojería de lo que contra toda realidad histórica llaman nacionalidades, que nos encontramos ante la Constitución más anticristiana, más antinacional, más perturbadora, más miserable, de cuantas han agarrotado a nuestra Patria en las nefastas secuencias de sus malhadadas constituciones. ¿Volvemos a las andadas? Así parece, y con peor andadura.
EL ÚNICO CAMINO
El catedrático de Filosofía del Derecho, de la Universidad Complutense, Eustaquio Galán y Gutiérrez, ha detectado la solución que corresponde a la situación presente (1978). Su raciocinio responde al más riguroso silogismo. Nos dice este eminente profesor:
«La ilegalidad de estas Cortes para elaborar una Constitución, el golpe de Estado que el Gobierno y las Cortes han dado, la increíble dictadura que se ha establecido, la usurpación de la soberanía nacional y del poder constituyente del pueblo en que han incurrido, la subyugación de la Nación, la invalidez absoluta del proyecto de Constitución que se ha elaborado, la necesidad de buscar remedio a esta gravísima situación creada, la conveniencia de utilizar un remedio pacífico y la exigencia de que ese remedio sea la disolución de estas Cortes y la convocatoria de otras Cortes nuevas, investidas de facultades constituyentes, etcétera, son cuestiones indiscutibles y que hay que aceptar de buen grado o con resignación. (Por incómodo que sea el afrontarlas, lo que no se puede hacer es dejar que las cosas sigan como van.)
Aparte de que tal línea de conducta es democráticamente intolerable, los daños que causará a la nación el no rectificarla serán aún muchísimo más graves. Si esta Constitución se aprueba, nacerá con una gravísima provocación implícita a aboliría, pacífica o violentamente, para establecer otra por los cauces legítimos y debidos democráticamente y, por tanto, también superior técnica, jurídica y políticamente. (…)
Jaime TARRAGÓ
Última edición por ALACRAN; Hace 1 semana a las 21:48
"... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)
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