Revista FUERZA NUEVA, nº 595, 3-Jun-1978
¿Claridad en los partidos?
LA «carta cristiana» del cardenal Tarancón titulada «Confusión desconcertante», cualquiera que sea la intención de su autor, es objetivamente un empeño colaboracionista de contribuir a la claridad y distinción entre los partidos políticos españoles, en un momento de general camuflaje de estos partidos, de cambio táctico de su imagen, hasta hacerla borrosa y engañosa a los ciudadanos, desconcertándoles. (…)
No vamos a hacer lucubraciones sobre estas cuestiones. Cábenos, sin embargo, señalar la inutilidad de que un obispo haga moralismo a través de unos artículos llamados «Cartas cristianas», que a menudo bien pudieran ser calificadas de «cartas liberales», como cartas que son de un liberal. Cualquiera que sea el número de cartas que un obispo escriba acerca de unos partidos que son, por definición, amorales, es ingenuo pretender que los partidos políticos dejen de ser lo que son (como decía la escritora judía y periodista malograda del frente rojo en la guerra civil española, Simone Weil), «máquinas para fabricar pasión colectiva». Los partidos son intrínsecamente malos y sólo cabe o bien condenarlos en su origen (o bien condenar el régimen liberal de partidos), o bien aceptarlos tales como necesaria y realmente son.
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Aún no se ha hecho sociología seria sobre los partidos políticos. El tratado compuesto por Duverger es, según él, «conjetural y muy provisional». Pero existen atisbos y lúcidas observaciones de pensadores con autoridad, reveladores de la intrínseca amoralidad de los partidos. Y todo aquel que, obispo o laico, pretenda discurrir sobre los partidos, debe tener en cuenta tales observaciones, amén de hacer las propias, en lugar de hacer moralismo.
Uno, sea cardenal o simple ciudadano, puede pedirle a los partidos que se aclaren y que no engañen, pero la más simple observación hecha sobre los partidos revela que, necesariamente, por su propia biología o sociología, los partidos tienen que engañar al ciudadano o, como decía Paul Valéry, «los partidos retiran para subsistir aquello que prometían para existir». El mismo Valéry advertía que «lo que place a alguno en su partido es lo vago de su ideal». Cualquiera de nosotros observa que el «marxismo-carrillismo» o el «social-felipismo» proscriben de su ideario o de su programa aquellos ideales o denominaciones que, como las de «leninismo» o de «marxismo», pueden alejar los electores que el partido necesita para satisfacer su ambición de poder político gubernamental. «¿Puede uno buscar buena fe en los jefes de los partidos?», observaba ya Rousseau en sus «Rêveries».
La misma Simone Weil, en su ensayo sobre la «Supresión de los partidos políticos», advierte que «el fin de un partido político es una cosa vaga e irreal... Un partido político es una organización construida de tal manera que ejerza una presión colectiva sobre el pensamiento de cada uno de los seres humanos que son miembros de él. El primer fin y, en último análisis, el único fin de todo partido político, es su propio crecimiento, y estos sin ningún límite. Por eso... todo partido es totalitario en germen y en aspiración. Es así inevitable que el partido, de hecho, sea para sí mismo su propio fin. Por eso hay en ello idolatría, porque sólo Dios es legítimamente un fin para sí mismo».
Más todavía dice la escritora: «Los partidos son organismos pública y oficialmente constituidos de tal manera que maten en las almas el sentido de la verdad y de la justicia.» Simone Weil no sólo lo afirma, sino que lo demuestra con su sensibilidad de anarquista que filosofa después de haber asumido voluntariamente la condición obrera. Nuestro Ramiro de Maeztu también advertía que «los únicos partidos que adquieren simpatías populares son los que halagan el espíritu de clase o los que fomentan el separatismo en algunas regiones» (8-5-1922).
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Es que los partidos políticos, de suyo, tienen fines contrarios a los de la sociedad y del Estado. Lo señalaba Valéry: «No hay partido que no haya rabiado contra su patria», y coincidente con lord Halifax: «El mejor partido es una especie de conspiración contra el resto de la nación.» Y es que si, como pretenden los liberales, el partido es una asociación de aquellos que tienen la misma opinión, o si, como consideran los marxistas, el partido es una asociación de aquellos que tienen el mismo interés de clase, en cualquier caso el partido, aunque parezca provenir del derecho natural de asociación, resulta de hecho una disociación en el seno de la nación, una asociación para luchar contra otros conciudadanos. Pero ni la naturaleza humana ni el Estado confieren derecho de disociación ni derecho de asociarse para luchar contra los consorcios, contra los conciudadanos.
Eulogio Ramírez
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