3. LA «EXECRACIÓN» COMO MEMORIAL
El lugar de la Execración en la obra de Quevedo es aquel reservado a lo que Pablo Jauralde ha definído genéricamente como «papeles». Esto es, el de los escritos breves, de motivación circunstancial, con intención las más de las veces polémica, que se reparten entre memoriales, libelos, epístolas y otras formas menores de la producción quevediana. Es una categoría, no obstante, que rehúye una definición excluyente. El principal rasgo en común es su carácter contrastante con la obra extensa del escritor. Aunque, como se sabe, no es extraño entre la crítica el ver en los textos menores lo más distintivo del impulso creador de Quevedo. Y, dejando esto a un lado, una de las claves para la comprensión de nuestro autor consiste en valorar en todo su alcance la profunda comunicación entre su obra minor y maior, si una definición así es viable.
Sin entrar en ello, tienen sus «papeles» dos rasgos pertinentes para aquilatar la Execración. Uno es su decidido afán de intervención, ya sea por la vía satírica o ya por la argumentativa y memorialística. El otro, paradójicamente, radica en su gran diversidad. No todos estos papeles tienen un carácter desenfadado y más bien parece que la distinción de tonos, de destinatarios, de intenciones y, si se quiere, de géneros entre ellos es inevitable. Y, en su conjunto, el grupo de memoriales dirigidos al rey merece una consideración particular, puesto que no es excepción en la obra de Quevedo el adoptar al monarca como destinatario directo de una determinada obra (50).
Más allá de los memoriales, hay que mencionar en primer término las dos partes de Política de Dios, extenso tratado donde se desarrolla un entendimiento de la política de corte providencialista, adoptando los evangelios como norma y ejemplo de cualquier gobierno cristiano. El haber elegido como destinatario a Felipe IV, así como el haber dedicado un manuscrito de ella al Conde-Duque el 5 de abril de 1621, a los pocos días de la muerte de Felipe III, da muestra del temprano afán del escritor por manifestar sus opiniones, con un texto que probablemente no era el que recomendase el solo deseo de congraciarse con los nuevos dueños de la situación (51). Por otra parte, tanto el tono - «junté dotrina, que dispuse animosamente, no lo niego; tal priuilegio tiene el razonar de la persona de Christo nuestro Señor, que pone en libertad la más aherrojada lengua» (Política,39)- como la disposición muchas veces casi conminatoria para el monarca de los argumentos tiene no poco en común con lo que encontraremos en la Execración.
Posteriormente a la primera parte de la Política, dirige Quevedo al rey dos memoriales. Sendas muestras de la preocupación del escritor por cuestiones que lo tocaban de cerca en sus inquietudes. En el primero (1627), el que era caballero de la orden Santiago desde 1617 suplica al rey «se sirva, como administrador perpetuo de la dicha orden, salir a la defensa del patronato de Santiago, pues sois a quien en primer lugar y razón pertenece» (Obras, 1, 223). En el segundo, el conocido como El lince de Italia u zahorí español (1628), advierte al monarca, basándose en su experiencia en los asuntos italianos, sobre los peligros e inconvenientes de la presencia española en aquellas tierras, de lo que entiende como asechanzas del duque de Saboya y de los venecianos y, en particular, previene al rey del peligro que significan las ambiciones francesas y de la poco fidedigna alianza con el de Saboya en la pugna por la sucesión del Monferrato.
En los dos casos la intervención de Quevedo está motivada por asuntos cuya relevancia considera crucial, aunque sean de orden diferente. Uno, de trascendencia religiosa, dependiente de la defensa de valores tradicionales ligados a la monarquía española y estrechamente vinculado al entendimiento providencialista de su historia. El otro, de carácter político internacional: una situación potencialmente peligrosa y que a la postre resultaría un desastre para España. En ambos memoriales, Quevedo adopta una actitud abiertamente polémica, enfrentando posiciones antagónicas a la suya mediante una argumentación siempre vigorosa que busca atraer al rey a su postura. Y ello, aunque sea ésta contraria a la del Conde-Duque, como sucedía en lo relativo al patronato de Santiago.
Además, su estrategia argumentativa es, no obstante las diferencias obligadas, muy similar. De un lado, busca autorizar su intervención y el derecho a hacerla: en un caso, por su pertenencia a la orden santiaguista; en el otro, por su experiencia de varios años en Italia y la participación en sus asuntos. Y en contrapartida procura desautorizar en la misma medida las voces y posiciones contrarias. Por otra parte, aduce, comenta e interpreta escritos diversos, ya en contra o a favor de sus tesis; refuerza su argumentación con autoridades; no descuida los antecedentes ni tampoco desdeña cuantos paralelos pueda encontrar en la historia -que se convierte en factor de validación ideológica- a la situación debatida. Confiere además a estos escritos un talante acusadamente conativo, que no evita la sutil argumentación ad hominem dirigida al monarca. Y no debe ignorarse el tono oratorio de estos memoriales, en los que tanto la res como el destinatario y la intención del autor requieren un talante severo. Así como su naturaleza deliberativa: de modo más o menos abierto, se insta en todos ellos a decidir sobre un asunto público.
Estos rasgos son también válidos para la Execración, que por ello podemos vincular estrechamente con los otros memoriales dirigidos al rey. Todos los cuales parecen entendidos en el sentido más estricto del vocablo; el que le confiere Covarrubias: «La petición que se da al juez o al señor para recuerdo de algún negocio». En efecto, estos escritos, y en particular el que versa sobre el patronato del apóstol y la Execración, tienen la naturaleza de un recordatorio al rey de sus verdaderas obligaciones y compromisos de monarca católico de España y de las decisiones que, en consecuencia, le corresponde tomar. Un propósito recordatorio, pues, que se inserta en un tipo de texto vinculado retóricamente al género deliberativo.
Con todo, en la Execración Quevedo va más lejos que en ocasiones anteriores. Y no sólo en el atrevimiento de su actitud. También el cuidado puesto en la construcción argumentativa y retórica del memorial supera con ventaja los precedentes mencionados, dando lugar a un texto que se presenta como guiado por el afán de execración o vituperio, pero que demuestra, más que epidíctico, un carácter fundamentalmente deliberativo, al encaminar el objeto del discurso -así lo llama Quevedo repetidamente- hacia unas soluciones concretas, y que resultará en último término un alegato apenas encubierto contra la persona del privado. Casi como un juego teatral de apariencias, un texto va dejando su lugar al otro hasta hacer patente su último intento. Y ello a pesar de ser el único que se reserva a la reticencia en un escrito tan explícito.
La construcción del memorial se ajusta con detalle a estos diferentes propósitos. Su desarrollo lineal se realiza de acuerdo con cuatro fases que la propia voz del memorialista se ocupa de ir marcando con nitidez.
Comienza el texto con una ponderación del hecho que da lugar a su escritura: la aparición de los carteles en la corte. Tal ponderación consiste, por una parte, en el énfasis del escándalo y el dolor provocado por su presencia. Un dolor -se indica de inmediato- que no admite un consuelo fácil: las circunstancias del caso impiden que el sentimiento del monarca alivie la aflicción de sus vasallos, así como que aquél encuentre remedio al suyo en haber procurado consuelo al de sus súbditos. De esta manera se da lugar al segundo aspecto de la ponderación: la interpretación de lo sucedido en clave providencialista, situándolo en un contexto superior que le da sentido y define su trascendencia. Que puedan ocurrir hechos de tal horror y escándalo es castigo de los pecados, como también lo han sido diversos desastres que han afectado a la corte y a la monarquía en los últimos tiempos. El que se produzcan accidentes en espectáculos públicos, el que las tormentas lleven a pique los navíos que se consideraban a salvo en el puerto o que los enemigos de España, en distintos lugares y en circunstancias diferentes, se apoderen de plazas, territorios y bienes son castigos divinos, «satisfaciones son de Su ira grandes y dolorosas». Mas hay castigos peores: los que utilizan el pecado como pena. Y también éstos ha infligido la ira divina. Es el caso de los carteles y, antes, del episodio del Cristo de la Paciencia, como lo fue -se añadirá al poco- el de los judíos (Benito Ferrer y Reinaldos de Peralta) que se hicieron pasar por sacerdotes para poder profanar hostias consagradas.
De esta manera, Quevedo vincula entre sí los que eran probablemente los casos más notados de supuestos ultrajes judíos contra la religión católica, dándoles un sentido común y asociándolos por esa misma interpretación providencialista, al tiempo que releva su importancia, a las desgracias que habían sacudido el reino en los últimos tiempos. Y algunas de ellas significaban muy serios contratiempos para la política exterior del Conde-Duque, a la que ponían en entredicho. Pero lo más significativo es que se niegue a entender los episodios sacrílegos como meras ofensas que puedan ser enjugadas ya por el consuelo y el sentimiento, ya por el castigo de los culpables. Supone esta interpretación quevediana una inversión muy significativa con respecto al planteamiento hermenéutico previsible. No son las acciones judías ofensas que Dios castigue y que, por tanto, haya que evitar en sí mismas. Constituyen más bien castigos a una situación anterior que las sobrepasa. De este modo, puede el memorial tomar en ellas impulso para un propósito de mayor alcance.
Aduciendo a San Agustín y el Antiguo Testamento, reclama acto seguido que se entienda como advertencia el castigo y que se reconozca en «la nación hebrea» el origen de tanta calamidad. Además, y dando por sentada, con la autoridad de la Escritura, la pena para los sacrílegos, contrapone la reacción de Jerusalén ante el cartel puesto sobre la cruz de Cristo, cuando se hendieron los montes y salieron los muertos de sus tumbas, con la impasibilidad de las piedras madrileñas al soportar estos nuevos carteles. Con este parangón desfavorable para el Madrid de Felipe IV, concluye su ponderación, que con hábil y no poco capciosa retórica traslada la responsabilidad de los sucesos, ya de por sí agigantados al entenderlos como castigo de Dios, a la propia corte, 'al tiempo y al lugar'. En otras palabras, a la circunstancia presente de la monarquía católica, y no a la acción de los judíos, cuya naturaleza parece trascender las constricciones de un tiempo y un lugar específicos.
Una vez realizada la ponderación, fundamental en la arquitectura argumentativa de la Execración contra los judíos, dedica Quevedo el segundo momento del desarrollo de su discurso a señalar la causa infernal de lo que se acaba de entender como castigo divino a un delito que todavía no ha sido precisado. Las bases, sin embargo, ya están sentadas. El suceso de los carteles, aunque en sí mismo pecaminoso, es castigo de un pecado previo, el que ha dado lugar a las calamidades referidas. La ponderación ha consistido, pues, en fijar una clave hermenéutica para interpretar las circunstancias presentes como «sacrílegas y abominables efectos». Ahora el memorial se dedicará, en este segundo movimiento, a elucidar la causa, o el pecado, al que han correspondido tan graves y afrentosos efectos, o castigos.
La vía que se elige es la del contraste histórico. Empieza este segundo movimiento del desarrollo del memorial recordando la expulsión de los judíos por los Reyes Católicos, la cual, de nuevo desde una lógica de marcado providencialismo, se supone recompensada con la expansión imperial española.
Ello da lugar a detenerse en los motivos de aquella primera expulsión. No es un análisis histórico, desde luego, lo que vamos a encontrar, sino un pretexto para recurrir a un conjunto de consabidos lugares extrínsecos vinculados a la tradición antijudía, y más particularmente a las polémicas en torno a la implantación de los estatutos de limpieza de sangre. Se incluyen así varias anécdotas bien conocidas que buscan ilustrar el carácter conspiratorio, desleal y taimado de los judíos, apoyadas también con la mención de autoridades como Ripa, hasta concluir denunciando lo ilusorio y aun lo impío de «cualquiera cristiano que de los judíos promete otra cosa que muerte y persecución».
Habiendo sentado los antecedentes, traza, por contraste, un panorama de la situación contemporánea, en la que «no hay cosa que se venda o se compre, por menudo ni por junto, vil ni preciosa, desde el hilo hasta el diamante, que no esté en su poder, ni estanco, ni arrendamiento, ni administración que no posean», frente a la pasada, cuando, además de expulsarlos, se estableció la Inquisición sobre el principio de la desconfianza de cualquier rastro de sangre judía. Y advierte: “nuestros acontecimientos se miran de oposición con aquellos sucesos”. El razonamiento que culmina este segundo momento del memorial es previsible: si la expulsión fue recompensada por Dios con otorgar a los monarcas españoles poderío sobre «tanto mundo», la permisividad actual no puede ser sino la causa de las catástrofes presentes, la explicación de las «pérdidas de plazas, de gente y deflotas». Pues -y se corona esta parte con uno de esos entimemas abruptos y concluyentes tan característicos de Quevedo- “no es ajeno de razón achacar esto a los judíos que tenemos, pues lo tenemos en premio de los que echamos”.
Tanto esta parte como la anterior pueden considerarse como preparatorias para la tercera, la más extensa, dedicada a abogar por el remedio de lo que se entiende, sin ambages, como pecados de España. De un lado, se busca ahora abiertamente comprometer al rey en el remedio que se propone, que no es otro que una nueva expulsión de los judíos. Para ello se va a utilizar un tono muy duro y exigente en las continuas apelaciones al monarca. Además, y con el auxilio del salmo 44, es éste situado bajo la norma bíblica, haciendo buena otra vez más la calidad de recordatorio que tiene el memorial como género.
Los inconvenientes de la solución propuesta son, con todo, poderosos. En especial, porque, como ahora resulta ya patente, la denuncia del memorial es mucho más específica de lo que hubiera podido parecer a juzgar por lo genérico de los argumentos utilizados hasta el momento. Las finanzas de la Corona están en manos de los asentistas de origen hebreo, y una expulsión, o simplemente una ruptura de los acuerdos con los financieros sefardíes, podría hacer temer un grave perjuicio para los intereses españoles. La argumentación de Quevedo en apoyo de la solución propuesta se va a desenvolver, muy significativamente, en dos direcciones complementarias. Una, puramente fundamentalista, incidirá en la naturaleza en sí misma execrable de los judíos que hace preferible «el desamparo ultimado de todos que el socorro déstos». La otra, mucho más política, insistirá en lo falaz de ese supuesto socorro que pone a España en manos de sus enemigos.
Los dos aspectos de la argumentación serán desarrollados sucesivamente. En primer lugar, lo que se denomina 'informe' «de la naturaleza precipitada, del natural dañado e injurioso desta abatida y vilísima nación hebrea». Una concienzuda estigmatización de los judíos fundamentada, «porque no padezcan eceptión mis palabras», en textos de la Escritura o de escritores sagrados. Se acude, entre otros lugares autorizados, a las Decretales de Gregorio IX, a Pedro Comestor, a los salmos, al Deuteronomio, a Juan Damasceno ... , y también a Tácito o al bachiller toledano Marcos de Mazarambroz. El resultado es una anatematización absoluta, sin excepciones. Y no se descuida el concretar la execración, dados los fines últimos del memorial, en el dinero de los judíos para tratar de vencer así la reticencia motivada por la dependencia económica. Nuevamente el recurso a las autoridades sagradas: San Jerónimo, San Mateo. Pero fundamentalmente al Éxodo, a través de la interpretación al caso del episodio del becerro de oro. Se presenta el texto bíblico como constatación del destino que los judíos dan a su oro: la fábrica de ídolos «para hacer dioses contra Dios». También como confirmación del ateísmo que Quevedo les atribuye y de la poca confianza que cabe concederles, ya que, como han demostrado con Moisés, «ni esperan ni hay que esperar de ellos».
En este momento, Quevedo traza el parangón entre el episodio bíblico y la situación presente para conminar a Felipe IV a romper los asientos sin reparar en el perjuicio económico que pudiera sobrevenir. Lo anima, en estricta consonancia con la clave interpretativa fijada en la ponderación, a buscar sobre todo el remedio; mas sin olvidar el castigo “severo y universal”, y también sumario («sin preceder proceso»). Y para ejecutado, toda la confianza de Quevedo recae sobre los escogidos y quienes han permanecido al margen del trato con los judíos. Sin duda es éste el núcleo de toda la Execración y donde, como veremos inmediatamente, se encierra el ataque sólo apenas disimulado a Olivares y, probablemente, la propuesta de la sustitución de éste en las tareas de gobierno.
Tras remachar la argumentación fundamentalista con la equiparación del dinero de los asentistas con las monedas de Judas e ilustrar con diversos episodios evangélicos el rechazo de Jesús al oro de los judíos, se vuelve el memorial hacia la necesidad política. También en este terreno, presumiblemente el punto fuerte de los favorables a la financiación por medio de asentistas hebreos, se muestra Quevedo implacable, al tiempo que propone como alternativa las ventajas del trato con los hombres de negocios genoveses, financiadores tradicionales de los Austrias españoles. Aduce en lo esencial tres consideraciones. En primer lugar, el rey no debe considerar a los judíos vasallos suyos, por cuanto se llevan el oro para utilizado contra España. En segundo término, insiste en el peligro que supone el hecho de que, con los judíos, dependan los créditos del exterior y, por tanto, de los enemigos de la Corona, que pueden provocar retrasos en las pagas y permanecen, a través de esa dependencia, puntualmente informados de la situación interna de la monarquía española. Y por último arguye el autor de la Execración que esta práctica financiera sitúa bajo el poder de los judíos a los «vasallos buenos y verdaderamente católicos y siempre y en todo leales».
El memorial ha ponderado e interpretado el episodio de los carteles entendiéndolo como castigo de la ira divina, ha señalado la causa y ha apuntado el remedio adecuado. Para concluir este entramado argumentativo, sólo le queda al memorialista autorizar su intervención y buscar la salvaguarda de su atrevimiento. De manera sutil, Quevedo ha reservado la autorización propia para el final del escrito, buscando sin duda el mayor efecto a través de una conclusión climática que fije de manera terminante su propia posición, así como la del monarca e, indirectamente, la del tercero tácitamente presente a lo largo de toda la Execración: el conde-duque de Olivares.
La mejor manera de lograr este efecto es recurriendo a la autoridad de la Biblia. Así lo hace el escritor. Y el lugar escogido se adecua admirablemente al intento. Tras arrogarse el papel de corripiens amparado por el Espíritu Santo (Proverbios 29, 1) y situarse, en tanto vasallo «animosamente leal», bajo el amparo del «pecho soberano y real» del monarca, establece un paralelo entre su intervención reprensara y la narración bíblica de Balaam (Números 22). Se cuenta en ella cómo el profeta, a pesar de la advertencia de Dios, se dirigió en su burra a maldecir al pueblo escogido por habérselo así pedido Balac, rey de Moab. Iniciado el camino, se interpuso un ángel enviado por Dios. La jumenta, la única que lo veía, se empeñaba en desviar sus pasos, evitando por todos los medios continuar. Pero Balaam la golpeaba irritado por su desobediencia, hasta que el animal, con el don de la palabra recibido de Dios, se dirigió a su amo para recriminarle su violencia, haciéndole presentes los años de lealtad y sumisión. En ese momento, el ángel se hizo visible también al profeta para darle cuenta de lo sucedido y hacerle saber que, de no haberle desobedecido su montura, habría tenido que matarlo, dejando con vida, en cambio, a la jumenta.
El papel que Quevedo se atribuye, en la «advertencia política y divina» que extrae de la «consideración literal» del episodio, es el de la modesta pollina. Animal humilde, en efecto, pero inspirado por la divinidad en su palabra y preferido para la advertencia del peligro al profeta y «ministro inmediato de Dios», a quien se le niega la visión del ángel. De este modo, logra conjugar Quevedo la apariencia de humildad con la capacidad de teñir su intervención de tintes proféticos, haciéndose portavoz de la advertencia divina. La fórmula Así habla el Señor que caracteriza el mensaje del profeta es apropiada por el autor de la Execración para convertir este memorial, por contraposición a los anteriores, en una muestra de práctica enunciativa profética. Tanto es así, que lo que se presentaba como autorización o salvaguarda se transforma en el elemento que confiere su fuerza ideológica última al discurso quevediano, incluso en su dimensión impugnativa.
La articulación lineal de la argumentación retórica se halla meticulosamente trabada en su desarrollo. Desde la determinación hermenéutica de la circunstancia que da pie al escrito hasta la postrera corroboración de su autoridad, todo el memorial se ajusta a un designio eficazmente plasmado sobre el papel. Hay que añadir a éstos otros procedimientos que contribuyen a acrecentar la eficacia del memorial. Por ejemplo, la habilidad para no rebajar en ningún momento la tensión emotiva del discurso. Hasta seis veces reitera los hechos más significados en este sentido por recientes y simbólicos: el episodio del Cristo de la Paciencia y los protagonizados por Benito Ferrer y Reinaldos de Peralta, además del de los carteles. Por otra parte, entremezcla con no menos habilidad los argumentos con las peticiones concretas, rehuyendo una compartimentación del discurso que quizá lo perjudicase.
No se oculta, sin embargo, que la Execración se construye al modo de una oratio. Enseguida se advierte en el tono oral -oratorio- que la impregna y, lo que ahora nos interesa más, en la organización compositiva del texto. Las cuatro partes que hemos puesto de relieve responden a una dispositio retórica ortodoxa, y tenerla en cuenta ayuda a aquilatar tanto la peculiaridad de la obra como la extremada habilidad polémica de Quevedo. Así es. Los cuatro momentos se dejan explicar bien como exordio, argumentatio -a su vez dividida en confirmatio y confutatio- y peroratio.
Lo que en el propio texto es calificado como ponderación es un exordio del tipo reconocido en la tradición retórica como insinuatio (52). Un modo sutil de atraer al destinatario a la posición del orador cuando ésta no resulta abiertamente defendible por ser la causa escandalosa o extraordinaria (Institutio oratoria, IV, I, 41), para lo cual se prevé el recurso fundamental a procedimientos de índole emotiva, evitando abordar directamente la cuestión. Con esa intención pondera Quevedo el episodio de los carteles en el arranque de su discurso. La inmediatez del hecho y su carga afectiva resultaban idóneas para una insinuatio que encaminase el memorial, al crear el clima adecuado, hacia su verdadero intento. La denuncia ante el rey de la política gubernamental y el ataque solapado al valido necesitaban de un subterfugio como éste, que además permite sentar las bases para una argumentación providencialista.
De aquí, evitando la narratio como parte distinta, se pasa a la argumentatio. Empieza con el establecimiento de una propositio -son los judíos la causa de tanta calamidad- apoyada en la autoridad del libro de Nahum. Inmediatamente es desarrollada la confirmatio, que se identifica con la que hemos considerado como segunda parte: la destinada al «conocimiento infernal de tan sacrílegos y abominables efectos». Hemos visto ya su desarrollo y el efectivo uso que hace de los lugares extrínsecos -tomados de la tradición antijudía- y de los intrínsecos -definiciones, particiones, predicaciones, el uso fundamental de la tópica de la causa y el efecto, la analogía. La tercera parte, que se declara orientada al remedio, tiene el carácter de una confutatío: busca la refutación de quienes pudieran abogar por una actitud más benévola hacia los marranos por medio, según vimos, de argumentación tanto fundamentalista como de base política.
Y por fin el discurso se cierra con una peroratio, fuertemente condicionada por la situación pragmática en que aquél se desenvuelve. Incluye, casi en el cierre, un sucinto recuerdo de la posición defendida -necesidad de la expulsión y desolación de los judíos-, pero el grueso de esta parte conclusiva se dedica, como sabemos, a la autorización de la voz del memorialista a través del establecimiento de la analogía con un texto bíblico. El uso que se hace de él trata de lograr con toda evidencia la conquestio; es decir, la atracción afectiva del destinatario: ahí están la asunción de una voz quasi-profética, de un lado, y la ostentosa humildad de equipararse al jumento, de otro. Y también, traslaticiamente, se procura la indignatio, como hemos de ver, mediante la figura de Balaam. De este modo, el epílogo contiene los cuatro aspectos que ya le atribuía Aristóteles: «disponer el oyente bien para uno mismo y mal para el contrario, ensalzar y rebajar, excitar en el oyente las pasiones, y refrescar la memoria» (Retórica, 1419b:10).
Al punto hay que advertir que la habilidad polémica va más allá del haberse acogido a esta estructura retórica y utilizada con la sabiduría que es patente. Cada una de las partes se inserta en un movimiento argumentativo general que hace del providencialismo un leitmotiv ideológico fundamental en la construcción del texto. Y también hay que señalar cómo la propositio se convierte en un momento más del proceso persuasivo, permitiendo la explicitación posterior de otras tesis -castigo y expulsión de los judíos, ruptura de los acuerdos financieros- más relevantes al propósito último del memorial, así como la sutil conminación, a veces muy atrevida, dirigida al monarca.
La mayor eficacia se encierra, no obstante, en el procedimiento analógico, tradicionalmente considerado dentro de la inventio argumentativa, que da lugar a uno de los aspectos de la construcción del memorial de más interés: aquel que le confiere buena parte de su contenido ideológico y lo convierte en un dardo envenenado contra el poderoso privado del rey.
En la Execración el presente se interpreta siempre por contraposición al pasado. O quizá fuese mejor decir de acuerdo a diferentes 'pasados', convertidos en paradigmas que arrojan la luz necesaria para aquilatar las circunstancias de la actualidad y dar sentido a cada uno de sus aspectos. Se construye así un tejido de relaciones que determina 'el tiempo y el lugar' contemporáneos por medio de analogías que sólo son perfectas de modo parcial, abriendo así paso, al hacer notar lo que en el presente hay de defectivo, a la dimensión 'recordatoria' del memorial: la apelación al rey para que reconduzca el estado de cosas presente según las pautas de un pasado que se identifica con los relatos maestros contenidos en la Biblia o bien con lo historial, esto es, con la historia concebida como exemplum y enseñanza (53).
La analogía se afirma como plena en lo que se refiere a los judíos.
Tanto su naturaleza última como sus perniciosos efectos, que pudieran pasar desapercibidos en razón de la necesidad política, resultan patentes atendiendo a los relatos ejemplares contenidos en el texto bíblico. Es así como la relación causa-efecto que se estipula para explicar la relación entre los desastres que han afectado a España en los últimos tiempos y la presencia creciente de los hebreos en la corte se demuestra aduciendo un lugar del libro de Nahum. Lo cual exige a su vez aceptar la interpretación propuesta que identifica la «ramera hermosa y favorecida», mencionada en la Biblia, con el pueblo hebreo. La aceptación de la analogía exime al memorialista de la demostración concreta de lo que funciona como propositio del discurso. Así como la mención de las autoridades pertinentes sirve para mostrar el natural execrable de los judíos, estableciendo firmemente, en el contexto ideológico del memorial, la base de la argumentación posterior.
Mas no cabe duda de que la verdadera virtualidad de este procedimiento analógico se hace patente cuando el parangón creado es imperfecto. O en otras palabras, cuando el contraste del estado de cosas presente y el implicado en el relato maestro revela una anomalía, que, a través de la ideología reaccionaria que sostiene el texto, se convierte en una impugnación. Ocurre en varias ocasiones en relación con el papel del propio Felipe IV. Por ejemplo, cuando se traen a colación las plagas que asolaron Egipto por haber impedido el faraón la marcha de los judíos. Entonces eran retenidos contra su voluntad, y Dios envió sus plagas. Ahora, cuando son acogidos y no expulsados, a pesar de no ser ya el pueblo de Dios, deben temerse castigos iguales o aun mayores. Y, se añade, “no será hoy menos condenada la dureza de quien no los echare que lo fue la del que no los dejó ir”. Algo semejante ocurre cuando se aduce el edicto de expulsión promulgado por el emperador Claudio, que de nuevo se compara con ventaja al proceder actual. Si el emperador idólatra arrojó a los judíos, dice Quevedo no sin capciosidad, “V.M., Católico Monarca, verá mejor que todos lo que a todos conviene”.
Los ejemplos no pueden dejar de ser numerosos. Piénsese, como muestra, en el contraste nuevamente explícito entre la sucinta interpretación providencialista de la expansión imperial de España -otro relato maestro- y la situación actual que se reprueba. O, antes, la oposición de la reacción de Jerusalén a la vista del cartel colocado en la cruz -lo cual, como otras veces, implica una manipulación del relato del que se dice partir- y la indiferencia de Madrid ante los carteles ensalzadores de la ley mosaica.
Pero hay dos casos en que estos relatos, siempre resultado de una aproximación interpretativa, adquieren un desarrollo más amplio, en consonancia con su peso específico en el conjunto del discurso. Son narraciones en las que su capacidad analógica parece crecida en la medida en que los correlatos alcanzan un calado mayor. Además, ambos se complementan en el sentido que proyectan sobre los hechos presentes, y tienen también en común el combinar la analogía explícita con la implícita. Este uso, sin duda muy hábil, de la reticencia oculta en último término la meta del memorial y su más ambicioso objetivo: la reprobación del conde-duque de Olivares, considerado responsable, e incluso cómplice, de la situación que se denuncia.
El primero de los relatos es el contenido en el Éxodo 32, donde se narra el episodio del becerro de oro. Uno de los aspectos de la analogía propuesta ya ha sido mencionado. Los judíos de entonces, como los de ahora, son traidores a su Dios, impacientes e idólatras del oro y las joyas. Otro, muy importante, es el que identifica a Moisés, que fue engañado y que decidió el remedio y el castigo de la afrenta, con Felipe IV -«Moisén, su caudillo ... Vos sois, Señor, el grande y glorioso caudillo que Dios nos ha dado»-. Y el tercero, el que requiere por demás una mayor libertad interpretativa, es el que apunta a Aarón, a quien se dirigieron los judíos en petición de dioses y les construyó el becerro. En la interpretación que Quevedo favorece, Aarón es el ministro -palabra clave donde las haya- de Moisés; ministro que lo engaña y recibe el oro de los judíos para hacer «dioses contra Dios». Si Felipe IV es el correlato propuesto para la figura de Moisés, no se escapa a quién le pueda corresponder el papel de Aarón. Y aunque Quevedo se cuide de dejado implícito, no evita por ello las advertencias del caso: «Señor, no se debe fiar el príncipe del ministro que toma el oro y la plata de los judíos»; «Si a Vuestras espaldas hubiere -cosa que no creo- quien les pida el oro y la plata y lo funda en pecado y en delito ... ».
En el relato sobre Balaam y su asno, Quevedo vuelve a acogerse a esta práctica. Él se reserva el lugar de la montura, según hemos visto. Y el del jinete -que en la Biblia es con frecuencia ejemplo del profeta que ignora la palabra divina y que nuestro memorialista pinta como «ministro inmediato de Dios, con quien despachaba a boca»- corresponde nuevamente a aquel a quien nunca se nombra en la Execración. A él se aplican todas las reconvenciones que en lo literal se destinan al profeta bíblico que no supo atender a la voz de Dios y obstinadamente se empeñó en maltratar a quien lo reconvenía con justicia: «Grande es la insensibilidad de los obstinados en proseguir el mal camino que empiezan, pues ni le quieren dejar, ni dejar de afligir a quien los amonesta, ni conocen el portento ni el milagro».
Por medio de la aplicación de estos dos relatos, los que ocupan el mayor espacio en el memorial, Quevedo dirige de modo traslaticio, pero no por ello menos palmario, un acerbo ataque al valido, la figura que se convierte, en el contexto de analogías explícitas, en el punto de fuga de todas ellas. A través de este procedimiento, las peticiones concretas y el despliegue de razonamientos antisemitas dejan su lugar a la impugnación radical de una política y de su principal sostenedor, en lo que es un ejemplo de escrito que convierte la ideología en instrumento retórico y que, mediante una práctica de insinuación y ocultamiento de intenciones, transforma la reacción circunstancial ante unos carteles de propaganda religiosa en un alegato político.
La Execración es, en fin, un memorial en la acepción más rigurosa. Su propósito recordatorio es el fundamento para el desarrollo de un texto deliberativo, de naturaleza y técnica oratorias, que se declara y construye como discurso. y como tal, parte de una situación pragmática muy marcada. Estrictamente es la del cortesano discrepante que se dirige a su monarca, salvando la presencia intermedia del privado, para exigirle un cambio de rumbo en las cuestiones de gobierno. Cierto es que el discurso tiene la capacidad de replantear desde sí mismo los términos de esta situación, y Quevedo convertirá la Execración en la expresión del siervo leal que, iluminado por la palabra de Dios, exhorta a su señor en el buen camino. Lo que hará sin renunciar a la coerción derivada de enfrentar a Felipe IV con sus propios títulos de monarca católico, sostenedor de la Inquisición y heredero de sus mayores. En cierto modo, una manera de hacer resonar sutilmente sentencias como ésta del Rómulo (Obras, I,116a): «No es glorioso aquel que nace príncipe, mas aquel que se hace príncipe».
El resultado es una construcción retórica de eficacia singular, al menos leída desde hoy. El discurso de la Execración, muestra impagable de lo que se ha dado en llamar paralittérature pamphlétaire (54), es una nueva evidencia de la capacidad propagandística, e ideológicamente manipuladora, de Quevedo. Capacidad retórica, en suma, para explotar los tres álveos argumentativos señalados ya por Aristóteles: el logos, mediante argumentos extrínsecos e intrínsecos, y en particular la analogía; el pathos: ya desde la insinuatio procura volver favorable al receptor mediante el condicionamiento afectivo; y el ethos, arrogándose el enunciador un carácter semiprofético.
4. LA «EXECRACIÓN» Y LA OBRA DE QUEVEDO
Una de las notas más importantes de la Execración considerada en el marco de la obra de Quevedo es la intensidad de su referencia a otros textos del propio autor. No es en absoluto extraña tal circunstancia, puesto que se trata de una característica común a toda la producción del escritor madrileño. La reiteración de motivos, citas, conceptos, planteamientos o imágenes atañe a toda su obra, independientemente de tonos y cauces genéricos. Se convierte en un factor que crea una red intertextual a veces muy compleja y no siempre fácil de precisar en todo su alcance. Con todo, estas conexiones diseñan, dentro de lo general de la obra de Quevedo, un ámbito particular para cada uno de sus escritos (55).
De lo dicho hasta el momento se extraen ya algunas importantes conclusiones. Es un texto de circunstancias, concretamente uno de los memoriales que el autor concibió con el rey como destinatario. Éste es el género de la Execración y al que se ciñe en su construcción oratoria. Como los otros memoriales, versa sobre un asunto de plena actualidad y de trascendencia política. Su tono, más que en los casos anteriores, es audaz, aunque en consonancia con el decoro requerido para con el rey. En este sentido, y además de los rasgos destacados en el apartado precedente, puede decirse que comparte con el conjunto de los memoriales destinados a Felipe IV una misma concepción del estilo.
Predomina la construcción a base de períodos, como corresponde a un documento de índole política y dirigido al rey, esto es, de estilo elevado o medio. El período circular, en algunas ocasiones complejo por el encadenamiento de subordinaciones, es exigido por las reflexiones y la argumentatio autoriales. No obstante, cuando Quevedo dedica algunos pasajes a censurar vivamente a los judíos, el período de miembros -a veces simétricamente reforzados- hace su aparición: se trata de un estilo más adecuado para mover los afectos, presente también, por ejemplo, en los pasajes de alabanza al monarca. En las breves narraciones insertas, a modo de ilustración o argumento ejemplar, se alternan el estilo suelto, claramente definitorio de la narración, y el período extenso, que retóricamente se utilizaba en el género de la historia.
La Execración es muestra, pues, de la reconocida habilidad estilística de Quevedo para adecuar los diferentes registros con el propósito de cada pasaje. Todo ello de acuerdo con los otros memoriales -es decir, con el género- y con lo que se sabe de la evolución de la prosa de Quevedo. (56) No se encuentra todavía plenamente desarrollada, por poner un caso, la sentenciosidad característica de los tratados últimos.
Por lo que se refiere al asunto, nuestro memorial nos lleva a considerar ciertos antecedentes, dejando a un lado el antisemitismo facecioso y tradicional de las obras satíricas y burlescas. El más notable es el constituido por la Primera y más disimulada persecución de los judíos, de 1619, que Quevedo pone bajo el pseudónimo de «maestro Toribio de Armuelles». Las concomitancias con la Execración son notables en más de un aspecto. Es el caso del sustento doctrinal en el que se apoya el autor. Así comienza el texto de 1619: «Frecuentemente se lamenta David de la perfidia, idolatría, ceguedad y dureza de los judíos. Y habiendo cargado yo la consideración sobre los sucesos que del pueblo hebreo escribe Moisén, y que (cantando sus lágrimas) llora el real Profeta en sus psalmos ... » (Obras, II, 365a). El protagonismo argumentativo, corriente en la literatura antisemita, que adquieren, por un lado, la referencia a los salmos, y, en concreto, la figura de David, y, por otro, el Éxodo, anuncia el que tienen en el memorial. Ya entonces se destacaba el episodio del becerro de oro y se reprochaba a los judíos las mismas actitudes que se denuncian en la Execración. Son éstas fundamentalmente la ingratitud y la pertinacia en el error: «De que se colige que los judíos no permanecen en la verdad, y que obstinados perseveran en duración, que compite con la eternidad en la mentira y en el error. Esperaban a Dios hasta que vino, y luego que vino al mundo intentaron negar su venida y confundirla» (Obra sII, 365b).
Pero el reproche se hace, además, partiendo de unas maneras exegéticas que de nuevo reencontraremos en el memorial. La Primera persecución se declara «consideración literal» de los salmos y del Éxodo, del mismo modo que se proclaman expresamente literales muchas de las interpretaciones bíblicas de nuestro texto -«De que se colige literalmente que ... »; «así lo entiendo literalmente»; «literalmente lo dijo Moisén»; «atesora en su consideración literal»-. Y sobre esa literalidad se permitía Quevedo entonces la libertad de introducir sus propias consideraciones: «Séame lícito, con el aliento destas palabras, pronunciar alguna novedad que espero no [lo extrañará] en la letra» (Obras, II, 366a). Lo mismo que hará ahora: «Con este lugar pruebo yo que los judíos hoy son los puros ateístas. Opinión es mía; no pierda por serio, ni por nueva».
Empero, el carácter de uno y otro texto es distinto. La Primera persecución era una obra de polémica doctrinal y la Execración es un panfleto político en el que lo doctrinal se limita a la función de soporte ideológico. Ello lo acerca a la ineludible La hora de todos y, en particular, al episodio de La isla de los monopantos. Ya hemos comentado la evidente relación que hay entre estos textos, sin duda muy cercanos cronológicamente, que, al margen del género de cada uno de ellos, coinciden hasta en el detalle en muchas de sus formulaciones. Tanto es así, que se podría hablar incluso de la adaptación de unos mismos materiales a propósitos genéricos diferentes.
La isla de los monopantos reincide en la utilización de los salmos y el Éxodo. Una vez más lo ocurrido en torno al becerro de oro ocupa un lugar destacado y, lo que es más importante, entendido de una manera similar a la de la Execración. Los judíos son idólatras del oro: «No admitimos a Dios en otra moneda, y en ésta admitimos cualquier sabandija por dios» (Hora, 334). Y en lo que se refiere a los salmos, son numerosas las reiteraciones en ambos textos, que trazan en conjunto un retrato similar del pueblo judío.
Y el objeto concreto es en los dos casos el mismo: los sefardíes portugueses y, en el trasfondo, la figura de Olivares, que es traída de manera distinta en cada caso. Diferencia que se explica plausiblemente por condicionamientos genéricos y de ocasión. Ya sabemos cómo en el memorial Olivares es evocado reticentemente, pero con eficacia indudable, mediante la analogía. En la Hora, por su parte, se acude al malicioso anagrama de Pragas Chincollos, sacando buen provecho de un procedimiento de la tradición satírica. Bajo dos cauces formales distintos, Quevedo reitera una misma visión acerca del papel y las intenciones de los financieros marranos y de la responsabilidad de quien los ampara. El único afán que les reconoce es la sed de riquezas. Su carácter apátrida, tan ventajoso para su actividad de asentistas, es, a juicio del escritor, lo que los torna más peligrosos, puesto que nada asegura la fidelidad de su apoyo, y los beneficios obtenidos pueden muy fácilmente revertir en favor de los enemigos de España. Todo ello, entendido desde el antimaquiavelismo militante del Quevedo de la Execración y la Hora.
No debemos olvidar el momento concreto en que escribe esta diatriba. Todo hace pensar que coincide con el inicio de la redacción de la Hora. Concluye por estas fechas, además, Los remedios de cualquier fortuna, y La cuna y la sepultura había sido terminada unos meses antes. En 1634 publica la Introducción a la vida devota y había terminado ya el Epicteto. Son los años de escritura de Virtud militante y de Las
cuatro fantasmas, y según asegura el propio Quevedo en los preliminares, a esta altura tenía ya concluida una primera versión del Marco Bruto. También de esta época es la redacción de la segunda parte de Política de Dios. Y por otro lado, no hay que olvidar textos como la Visita y anatomía de la cabeza del cardenal Richelieu o la Carta a Luis XIII, ambos de 1635.
De esta producción tan intensa, sobresale la diversidad de géneros y tonos: obras breves y circunstanciales junto a textos ascéticos, tratados políticos al lado de sátiras menipeas. Es un momento en el que algunos especialistas han creído notar un cambio de actitud del Quevedo escritor hacia la reflexión moral y la gravedad de tono (57). No obstante, hay que advertir que la novedad de esta supuesta orientación no se traduce en una escritura monocorde. Son muchos los registros y los géneros que conviven en estos años. Pero hay, en efecto, notas comunes a todos ellos. Quizá la mayor sea su carácter comprometido, en lo político o en lo moral. Y ello es uno de los factores que aseguran los lazos que relacionan entre sí obras aparentemente dispares.
Ya señalaban los editores de la Hora -Bourg, Dupont y Geneste- que existía una conexión profunda entre la vertiente satírica, de un lado, y la moral y política, de otro. Hay un mismo trasfondo militante y unas preocupaciones comunes plasmadas con distintas voces y acentos. Y esta misma relación de fondo vincula los textos breves de tipo panfletario con los tratados de mayor abstracción. Un magnífico ejemplo de ello es, precisamente, la Execración contra los judíos, donde elementos utilizados satíricamente en la Hora aparecen en un marco de argumentación ideológica, y donde razonamientos aplicados a un fin específico son eco de las reflexiones generales y universalizantes de los tratados mayores (58).
Muestra de esa permeabilidad puede ser Política de Dios. Hemos señalado ya las coincidencias en cuanto a la voz semiprofética con que se autoriza el discurso y en cuanto al común destinatario real. Pero más allá de esas similitudes genéricas, muchos de los planteamientos ad hoc del memorial encuentran su marco en la segunda parte de Política de Dios; de la misma manera que muchas de las lucubraciones universales de la Política hallan su trasfondo concreto en las circunstancias reflejadas en la Execración.
Baste algún caso. Por ejemplo, la denuncia del comportamiento insidioso y taimado de los judíos respecto a los reyes con los que se relacionan:
“Este tratamiento hazen (Señor) los Iudios a los Reyes, que cogen entre manos. Y pues le hizieron a su Rey, ¿a qual perdonaran? Si algo hazen de sus Reyes, es burla: Abren sus bocas para escupirlos: tapanles los ojos, porque no vean. Si les dan, son afrentas, y bofetadas: quitanles la vista, y dizenles que adivinen. Tienen ojos, y no profecia: privanlos de lo que tienen, y dizenlos que se valgan de lo que no tienen. En Cristo Nuestro Señor no le salio bien esta treta ... El peligro (Señor) está en los Reyes de la tierra: que si se dexan cegar, y tapar los ojos, no adivinan quien los escupe, y los ciega, y los afrenta. No ven, no pueden adivinar: y assi gouiernan a tiento, reynan sin luz y viven a escuras (Política, 168-169)”.
Reflexión que se corona con el aserto de que «Todos los malos ministros son Discipulos de estos Iudios con sus Principes» (Política, 169). ¿Cómo no recordar la Execración a este propósito? De igual manera que el siguiente pasaje ilumina lo que en el memorial se dice acerca de la justificación del trato con los judíos por razones de necesidad política:
¿Qual Secta, Qual Heregia, no se acomoda con el Estadista, quando no se ciñe, y govierna por la Ley Evangelica? Los perversos Políticos la han hecho vn Dios sobre toda Deidad, ley a todas superior. Esto cada dia se les oye muchas vezes. Quitan, y roban los estados agenos: mienten, niegan la palabra, rompen los sagrados, y solemnes juramentos: siendo Catolicos favorecen a hereges, e infieles. Si se lo reprehenden por ofensa al derecho Divino, y Humano, responden que lo hazen por materia de estado, teniendola por absolucion de toda vileza, tirania, y sacrilegio (Política, 173)
Y poco más abajo nos encontramos con consideraciones que no podemos sino relacionar con las protestas de lealtad tan frecuentes, y necesarias, en el memorial; todo en oposición al tacitismo que Quevedo denuncia una y otra vez:
“¿Quien negará de los que son pomposos discipulos de Tacita, y del impio moderno, que no beben en esos arroyuelos el veneno de los manantiales de Pilato? ... O Señor, quan frequentemente los ministros aprendizes de los Fariseos y Escribas por hartar su vengansa, por satisfacer su odio en el valeroso, en el docto, en el justo, mezclan en su calumnia el nombre de Cesar, el del Rey: fingen traicion, publican rebeldia, y enojo del Principe, donde no ay vno, ni otro, para que el Cesar, y el Rey sea causa de la crueldad que no manda, de la maldad que no comete. Estos hazen traidores a aquellos, que les pesa de que sean leales, y ruines vassallos a los que no quieren dexar de ser vassallos leales, y bien obedientes (Política 173).”
No cabe duda de que la Execración, a pesar de su motivación circunstancial, traza en la obra de Quevedo un contexto literario muy preciso. Desde luego podrían fácilmente añadirse otros muchos pasajes concomitantes. Piénsese en la importancia que, por ejemplo, tienen, para valorar las analogías que apuntan a Olivares, las que en la primera parte de Política de Dios identifican, por el-contrario, al buen privado con figuras bíblicas de signo positivo como Abel, San Juan Evangelista o San Pablo entre otros (Política, 44 y 105).
Y lo mismo podríamos señalar de otras obras próximas en el tiempo como Virtud militante, y la utilización de los judíos como ejemplo de ingratitud; o, en el Marco Bruto, las consideraciones políticas de tono antiolivarista y más en concreto estas reflexiones sobre la trascendencia de carteles y pasquines, aunque sea otro el caso al que se aplica:
“Platican algunos príncipes por acierto bien reportado el despreciar los papelones y pasquines que hacen hablar mal a las esquinas y pilares, porque dicen que el mejor modo que hay de que callen es no hablar en ellos, y que mejor se caen dejándolos, que quitándolos. Esta templanza y razón de estado vive mal informada del fin que tienen en tales libelos las lenguas postizas de las puertas y cantones. No es su intento deshonrar al que vituperan: más oculto es el tráfigo de su malicia. Fijanlos para reconocer, por el modo con que hablan de ellos, los retiramientos de los corazones cerca de las personas de quien hablan. Fijanse para reconocer quién son los que aborrecen a los que aborrecen: no lo hacen para desfogar el enojo, sino para descubrir el caudal y séquito que hay para desfogarle. Yo llamo a estos papeles (no sé si acierto) veletas del pueblo, por quien se conoce adónde y de dónde corren el aborrecimiento y la venganza, lo que estudia y sabe el que los pone, por lo que oye decir a los que los vieron puestos (Obras, Marco Bruto, 1, 142b).”
Esta intertextualidad alcanza, por supuesto, también a la poesía. En algunos casos las semejanzas son muy notorias y contribuyen a mostrar el comercio permanente entre las distintas dimensiones de la obra de nuestro escritor. Este hecho, sobradamente conocido en el marco de su obra satírica, se comprueba también en textos de otra índole (59). Ciertos motivos, ciertas acuñaciones verbales realizadas a modo de paráfrasis bíblicas, parecen haberse formalizado primero en el verso para después ser utilizadas en el desarrollo prosístico del memorial. Claro que no hay fundamento para decidir tal prioridad. Sólo, acaso, el de la inevitable urgencia de Quevedo por escribir la Execración -no pudo llevarle la redacción más de quince días- que lo fuerza a emplear elementos ya fijados.
Dos son los casos más sobresalientes. En ellos la proximidad cronológica con el memorial parece clara. El primero se centra en el monstruo fluvial, Behemoth, que se describe en el capítulo 40 del libro de Job. En un soneto (Obra poética, 159) parafrasea la apariencia de la bestia (costillas, boca, dientes y garganta) entremezclando en estos rasgos algunos del Leviatán. En esa composición se identifica, de acuerdo con una larga tradición exegética, el animal con «el rey que contra Dios pelea», esto es, Satán. En el memorial se vuelve de nuevo al libro de Job y a algunos de los rasgos de la descripción de Behemoth para identificarlo con el pueblo judío.
Como hemos visto, la figura de Balaam adquiere una relevancia capital en la Execración, especialmente en su peroratio. Servía para aludir analógicamente a la figura del valido, sordo a la palabra de Dios y obstinado en el error. Hay un soneto (Obra poética, 160) -por cierto inmediatamente posterior al de Behemoth en la Musa Urania- que parafrasea el mismo episodio bíblico narrado en los Números. Las
similitudes entre el poema y nuestro texto son aun más evidentes que en el caso anterior. La proximidad es léxica en la traducción de la Biblia, pero, sobre todo, destaca el entendimiento idéntico de Balaam como «ministro malo».
Por supuesto, se aprecian otras semejanzas entre poemas y pasajes concretos del memorial. Al comienzo se aducen dos accidentes ocurridos en la Plaza Mayor de Madrid el año 1631 que dieron lugar también a dos sonetos. Éstos inciden asimismo en la interpretación providencialista de las catástrofes, la cual es uno de los puntos de partida del escrito quevediano. Hay después otros ecos más específicos como imágenes recurrentes o motivos reiterados, que han sido señalados en las notas al texto.
La Execración, en suma, viene a reforzar la línea que, en su producción de los años treinta, trazan textos de clara motivación circunstancial y aire panfletario como La hora de todos, La visita ... o la Rebelión de Barcelona. Una línea en apariencia marginal respecto a los tratados y obras de tono más grave, que parecen constituir la dominante de este período. Muestra también cómo esta vena reviste formas y talantes a su vez muy distintos. Cada uno de estos textos implica tradiciones diferenciadas y moldes formales y genéricos disímiles que en último término los explican en lo individual de cada caso. Pero al mismo tiempo, la Execración ilustra perfectamente las relaciones, a través del género, con textos precedentes con los que guarda concomitancia s importantes y la fluidez de la comunicación que pueden mantener ciertos 'papeles' con la obra de mayor alcance. A pesar de la riqueza y complejidad genérica de la obra de Quevedo, de los distintos tonos e intenciones, de los contextos y cauces formales heterogéneos, cada uno de los escritos se entiende mejor como una encrucijada intertextual que como un texto rígidamente determinado por su circunstancia más cercana, ya sea ésta literaria o vital.
No obstante, la utilidad de la Execración en este último sentido tampoco es desdeñable. Contribuye a hacer más evidentes las profundas modificaciones de la actitud de Quevedo como escritor en estos primeros años de la cuarta década del siglo XVII, particularmente en lo que atañe a su posición en la corte y a su relación con Olivares, y también permite comprobar, con mayor crudeza que en otros lugares, el trasfondo ideológico que sustenta por estos años su escritura. Quizá no muy lejos de la visión de España que lo había llevado muchos años antes a unirse a Osuna y, después, a ver con esperanza a Olivares, el escritor entiende el presente a la luz del pasado y no admite la novedad de una situación que tiene su plasmación más evidente en la presencia e influencia de los hombres de negocios judíos. De ahí el texto de más violento antisemitismo quevediano. Lo hasta entonces restringido al cauce de lo burlesco o lo doctrinal se hace ahora patente en un escrito que muestra a las claras la faceta más odiosa del autor, al tiempo que una vez más nos lo presenta como el hombre de letras, complejo y tortuoso, que siempre fue.
5. ESTA EDICIÓN
El manuscrito de la Execración contra los judíos que editamos a continuación fue hallado por el canónigo-archivero de la Catedral de Santiago don José Mará Díaz Fernández en la Biblioteca del Real Consulado de La Coruña. Forma parte de un volumen de papeles varios catalogado bajo la signatura S 3-F / 6-1 / 15. Se trata de un tomo que contiene distintos textos, tanto manuscritos como impresos, siendo los más modernos de los primeros años del siglo XVIII. Es un conjunto heterogéneo de piezas que no se hallan paginadas correlativamente en el volumen.
En la cara interior de la cubierta se encuentra el ex libris «Josephi Cornide». Ello sugiere que el volumen formó parte del legado que a la Biblioteca del Real Consulado cedió el conocido ilustrado gallego José Cornide Saavedra (1734-1803), académico numerario de la Real Academia de la Historia desde 1792 y su secretario perpetuo desde el año anterior a su muerte.
Otro dato destacable es el que figura en el recto del primer folio.
Allí parece leerse la siguiente inscripción: «Ex Museo De Alphonsi Yañez de Parladous, / Abaunza et Valcarze / en Madrid Mayo 21. de 1706». En el ángulo superior izquierdo del segundo folio del manuscrito de la Execración, el primero con texto, figura el apellido Yáñez con una rúbrica. En el propio volumen se conserva un impreso con la «Relacion De Los / Títulos, y Grados del Licenciado / Don Alonso Yañez de Valcarce y Parladorio», a quien, probablemente, se le puede atribuir la compilación del tomo. Esta relación, que se declara copia de original, está fechada en Madrid el 2 de octubre de 1702. Entre los datos que recoge puede destacarse el hecho de que Yáñez de Parladoiro obtuvo por oposición la cátedra de Prima de Cánones el 22 de enero de 1701 en la Universidad de Valladolid, y se recibió de abogado por la Cancillería de dicha ciudad el 17 de julio de 1702. Era hijo de don Alonso de Abaunza Parladoiro y nieto del prestigioso jurista don Juan Yáñez de Parladoiro, que también había sido abogado de la misma cancillería.
Nuestro manuscrito tiene unas dimensiones de 292 x 202 mm. Son un total de diecisiete folio s de los cuales el primero y el último están en blanco. El primer folio y el segundo, donde comienza el texto, coinciden en la numeración. Ambos tienen el número 121 tachado y en su lugar el 165. A partir del folio tercero comienza una doble foliación que numera en el ángulo superior derecho de 2 a 16 y de 122 a 136. Ello hace pensar en una inclusión anterior del manuscrito en un volumen distinto.
La letra es del siglo XVII y no coincide con los autógrafos de Quevedo. Tampoco lo hace la firma que cierra el texto. Todo el manuscrito parece labor de una sola mano, aunque se observan abundantes correcciones de detalle, posiblemente -por tinta y caligrafía- de una mano distinta. En términos generales la copia semeja ser cuidadosa. No obstante, hay algunos errores, especialmente pequeños saltos, que hemos señalado al pie y que tienden a concentrarse en las citas latinas. Las correcciones de la segunda mano no son ni sistemáticas ni exhaustivas. Corrige algunas palabras; por ejemplo sustituye primera por postrera (fol. 3r). Enmienda otras: donde ponía terraribus, escribe terroribus (fol. IV); o donde decía farore, corrige furore (fol. 7r). También ajusta las concordancias latinas: sustituye, como muestra, gladii por gladis (fol. IV). Además de otras intervenciones de la misma índole, modifica con cierta frecuencia la puntuación, prolonga o define mejor algunos rasgos ambiguos, introduce paréntesis, etc.
Teniendo en cuenta que el texto no es autógrafo y que nos guía un afán fundamentalmente interpretativo, hemos seguido un criterio actualizador. Esto es, hemos modernizado tanto la ortografía como la puntuación y regularizado la segmentación de palabras, pero, eso sí, respetando su configuración fónica.
También, cuando lo hemos considerado necesario, hemos resuelto las abreviaturas. Hemos salvado los errores evidentes, con cuidado de señalar las correcciones en nota. También es nuestra la división en párrafos. Las citas y, en su caso, las traducciones han sido entrecomilladas, aun cuando por lo general están subrayadas en el manuscrito, siguiendo en esto una práctica usual en Quevedo. Por lo que se refiere a las citas latinas, donde se concentran buena parte de los errores, hemos optado por corregir las vacilaciones ortográficas, así como por enmendar los deslices de copia. Los casos de discordancias morfológicas o saltos en el texto han sido también indicados en nota. Para las citas bíblicas, hemos seguido la Vulgata.
Deseamos, ya por último, expresar nuestro agradecimiento a la Biblioteca del Real Consulado de La Coruña, que custodia el manuscrito, por las facilidades que nos ha brindado para la realización de nuestro trabajo, y en especial a don Fernando Urgorri, fallecido hace unos meses, quien desde el primer momento manifestó su interés por el hallazgo y nos ayudó con su consejo. También a Francisco Rico, Guillermo Rojo, Luis Iglesias Feijoo, Daría Villanueva, José Manuel Díaz de Bustamante, Miguel Gómez Segade y Antonio Azaustre, por sus precisiones expertas y amistosas. Y, por supuesto, de manera muy particular a don José María Díaz Fernández, el cual dio la primera noticia del hallazgo y desde un principio se percató de su importancia.
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