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Tema: La Gran Guerra

  1. #1
    Martin Ant está desconectado Miembro Respetado
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    La Gran Guerra

    Algunos datos sobre el origen de la Primera Guerra Mundial

    [Fuente: Protocolos de los Sabios de Sión. Mauricio Carlavilla. NOS. Madrid. 1963. Páginas 111 a 116]


    El 15 de septiembre de 1912 –atención a la fecha–, la Revue Internationale des Sociétés Secrètes, dirigida por monseñor Jouin, autor del prólogo de esta obra, publicaba lo siguiente:

    «Puede que se haga la luz un día sobre estas palabras de un alto francmasón suizo sobre el heredero del trono de Austria: “Ciertamente, es una pena que él esté condenado; morirá en las gradas del trono”.»

    Esto se publicaba casi dos años antes de morir asesinado –28 de junio de 1914– el archiduque Francisco Fernando con su esposa, siendo su asesinato el fulminante que haría estallar la primera guerra mundial.

    ¿Profecía o simple coincidencia?...

    Como se recordará, el archiduque Francisco Fernando y su esposa se libran de morir el día indicado, al caer al suelo y explotar una bomba que ha chocado con su carruaje, lanzada por el terrorista Cabrinovic. Pero a lo largo del trayecto, escalonadamente, se hallan apostados otros siete terroristas armados con bombas y pistolas. En la calle Francisco-José está el estudiante Princip. Al pasar frente a él sus víctimas, se adelanta y vacía el cargador de su pistola; los balazos son mortales y el archiduque y su esposa mueren instantáneamente.

    El 12 de octubre de 1914, Cabrinovic, el que había lanzado la bomba contra el archiduque, públicamente y ante el Consejo de Guerra que lo juzgaba, reconocía con toda naturalidad:

    «La Masonería preconiza los atentados políticos.»

    Pero no adelantemos. Vamos a esclarecer este aspecto a la luz de las declaraciones de los autores del atentado:

    «Veinte acusados comparecieron el 12 de octubre de 1914 ante el Consejo de Guerra de Sarajevo. Ocho estaban directamente complicados en el asesinato. Los cuatro más activos participantes eran Princip, Cabrinovic, Grabez e Illic (5). Todos eran muy jóvenes, de dieciocho a veinte años; la mayor parte eran estudiantes.

    »Cuando los conjurados estuvieron resueltos al asesinato, les fueron necesarias armas, y en ello, por primera vez, se entrevé la acción de la fuerza oculta, cuya influencia tuvo en este drama consecuencias tan terribles. Hacían falta armas y para esto se pensó, de común acuerdo, en la Narodna Odbrana, en la persona de uno de sus miembros, Ciganovic… Esta era una sociedad secreta serbia, del género carbonario, cuyo jefes eran igualmente masones… Ciganovic les recibió con los brazos abiertos; él les garantizó inmediatamente que la Narodna se encargaría del suministro de las armas y de la organización del complot, a condición de que se mantuviesen tranquilos y de que esperasen. Cuando llegase el momento se le prevendría (6).

    »Y el mayor Tankosic inmediatamente tomó el asunto entre sus manos. Un cierto Cazimirovic, sobre el cual el proceso arroja poca luz, partió para un misterioso viaje para visitar ciertas logias masónicas de Europa.

    »Cuando volvió, se envió a los conjurados a Sarajevo y el atentado tuvo lugar tal y como nosotros lo hemos relatado. Detrás de la Narodna nosotros hemos entrevisto confusamente la influencia de la Masonería internacional. Ciertos pasajes de los interrogatorios lo aclararon en el curso del proceso. He aquí algo de lo que figura en las actas taquigráficas:


    INTERROGATORIO DE NEDJELKO CABRINOVIC (7)


    «Abogado Premuzic: ¿Has leído los libros de Rosic?

    Acusado: Yo he leído sus estudios sobre la Masonería. Los he compuesto como obrero tipográfico.

    Premuzic: ¿Tú crees que no hay Dios? ¿Eres ateo?

    Acusado: Ateo.

    Premuzic: ¿Tú crees que no hay Dios? ¿Eres masón?

    Acusado: ¿Por qué me preguntáis esto? Yo no puedo decíroslo.

    Presidente: No decirlo equivale a una confesión.

    Premuzic: ¿Has oído tú decir que lo que se reprocha más a Austria es el ser un Estado católico?

    Acusado: Sí.

    Premuzic: ¿Se ha dicho en vuestro círculo?

    Acusado: Sí, y que los jesuitas son en él poderosos. (En el Estado austriaco.)

    Premuzic: ¿Sabes que Francisco Fernando era un hombre piadoso?

    Acusado: Sí.

    Premuzic: ¿Era ésta la razón de vuestro odio?

    Acusado: Sí, yo sabía que su consejero era el padre Puntigam, aquí presente.

    Premuzic: Esto no era una razón suficiente para matarle.

    Acusado: Esto prueba que él navegaba en las aguas católicas y que era patriota fanático de los pies a la cabeza; por esto es por lo que no me era simpático.

    Premuzic: ¿Es que Voja Tankosic es masón?

    Acusado: ¿Por qué me hacéis preguntas sobre los masones? Sí, él lo ha sido.

    Presidente: ¿Cómo lo sabe?

    Acusado: Yo lo sé positivamente según lo que «Ciga» (8) ha contado; él también era franc-masón.

    Premuzic: ¿Cómo puedes afirmar categóricamente que «Ciga» y Tankosic eran masones?

    Acusado: Tankosic ha escrito en Le Piémont un artículo atacando al Gobierno serbio por haber entregado por extradición a un anarquista ruso que quería matar al zar.

    Premuzic: ¿Este artículo estaba firmado?

    Acusado: No.

    Premuzic: ¿Y de dónde sabes que ha sido escrito por Tankosic?

    Acusado: Fue «Ciga» quien me lo dijo.

    Presidente: Así, usted mismo es masón.

    Acusado: Yo no lo he confirmado. Ruego que se pase por alto esta pregunta; yo no puedo responder a ella.

    Presidente: Callarse es confesar. Yo levanto la audiencia.»


    «Presidente: Acabamos con la pregunta que hizo esta mañana la defensa. ¿Sabía antes del atentado que Tankosic y Ciganovic eran masones? ¿Lo sabía antes de tomar su decisión?

    Acusado: Yo lo he sabido después.

    Presidente: ¿Es que el hecho de que ellos eran masones y que eventualmente usted lo ha sido también ha desempeñado un papel en vuestra decisión de matar al heredero del trono?

    Acusado: Sí, este hecho tiene también su influencia.

    Presidente: ¿En qué sentido? ¿Por qué? Explíquenos esto. ¿Es precisamente de los masones de quienes usted ha recibido la orden de cometer el atentado?

    Acusado: Yo no he recibido orden de nadie.

    Presidente: ¿En qué entonces el masonismo de Tankosic y de Ciganovic ha desempeñado un papel en el atentado?

    Acusado: Yo no he ligado de ningún modo a la Masonería con el atentado, pero yo confirmo que ellos son masones.

    Presidente: Yo os pregunto si el hecho de que ellos son masones tiene una conexión con el atentado.

    Acusado: En tanto que nosotros somos partidarios de las ideas masónicas.

    Presidente: ¿Preconiza la franc-masonería la realización de atentados contra los detentadores del poder? Al menos, ¿sabéis alguna cosa a este respecto?

    Acusado: Ella los preconiza. El mismo Ciganovic me ha dicho que el difunto Fernando había sido condenado a muerte por los masones.


    INTERROGATORIO DE GAVRILO PRINCIP


    «Presidente: ¿Conoce usted a Tankosic y Ciganovic?

    Acusado: Sí.

    Presidente: ¿Sabe usted que los dos son masones?

    Acusado: Ciganovic me dijo un día en el café «Moruna», cuando se hablaba del atentado, que los masones habían, en tal o cual año, condenado a Francisco Fernando a muerte.

    Presidente: ¿Esta circunstancia ha influido sobre vuestra decisión?

    Acusado: No, el mismo Ciganovic ha dicho que él era masón y me extraña que Cabrinovic no sepa nada de ello. Yo no he prestado atención a esto. Él agregó incidentalmente que hablaría con un hombre del cual nosotros podríamos recibir los medios.

    Presidente: ¿Es usted masón o no?

    Acusado: Yo no soy franc-masón.

    Presidente: ¿Sabe usted si Cabrinovic es masón?

    Acusado: Él me ha dicho que iba a afiliar a una logia, pero yo no sé si él lo ha hecho.»


    INTERROGATORIO DE TRIFKO GRABEZ

    «Presidente: Díganos lo que usted sabe sobre los masones, lo que ellos son. ¿Ha oído hablar de ellos en Belgrado?

    Acusado: Yo he oído hablar de ello, entre otros, a Ciganovic; Cabrinovic me ha declarado ser de los suyos y Ciganovic me ha dicho que Tankosic también lo era. En cuanto a Ciganovic, yo no sé nada. Yo sé aproximadamente que ellos tienen ideales religiosos extremadamente liberales.

    Presidente: ¿Es esto lo que ha influido sobre su decisión y no es usted también masón?

    Acusado: No, yo no pertenezco a esta sociedad.

    Presidente: Luego, ¿no ha dado esta institución la orden de cometer el atentado?

    Acusado: No.»


    AUDIENCIA DEL 19 OCTUBRE 1914


    «Presidente: Cabrinovic, ¿cómo se llama el tercer estudiante del cual tú nos has dicho el sábado que conocía el proyecto del atentado?

    Cabrinovic: Yo no sé su nombre.

    Presidente: Sin embargo, tú lo has dicho.

    Cabrinovic: Yo no sé si se llama Caziminovic. Él ha terminado de graduarse en la facultad y era un personaje en opinión de Belgrado.

    Abogado Premuzic: ¿Qué edad tiene?

    Cabrinovic: Es un amigo de Tankosic: él tiene de treinta a cuarenta años.

    Presidente: ¿Qué sabes tú de él?

    Cabrinovic: Cuando yo dije a Ciganovic en la conversación que era preciso ejecutar el atentado y que yo tenía necesidad de medios, él me respondió que ciertas personas me los darían y que él les hablaría. Más tarde me hizo conocer que había hablado con Tankosic y con este otro que es igualmente masón y, por decirlo así, uno de los jefes. Inmediatamente después de la entrevista este último, al parecer, partió para el extranjero y dio la vuelta a todo el continente. Él debió ir a Budapest, a Francia y a Rusia… Todas las veces que yo pregunté a Ciganovic cómo iba el asunto, él respondía: «Cuando el otro vuelva». Ciganovic contó en este momento que desde hacía ya dos años los masones habían condenado a muerte al heredero del trono, pero que ellos no tenían hombres. Cuando él me entregó la browning y las municiones, me dijo: «Este hombre ha vuelto ayer por la tarde de Budapest». Yo sabía que su viaje estaba en relación con el asunto, que él había ido al extranjero y que había mantenido conferencias con ciertos medios.

    Presidente: ¿Sabían los otros que él estaba al corriente? ¿Estaba presente Princip cuando Ciganovic os habló de él?

    Cabrinovic: Sí, en varias ocasiones.

    Presidente: ¿Qué dijo al saber que el otro conocía el asunto?

    Cabrinovic: Princip no estaba contento con que todo el mundo lo supiese, pero Ciganovic aseguró que no se podía pasar sin esto.

    Presidente: ¿No serán fábulas que tú nos cuentas?

    Cabrinovic: Es la pura verdad, y es cien veces más verdad que todos vuestros documentos sobre la Narodna Obdrana» (9).


    (5) Illic y otros dos acusados fueron condenados a muerte y ahorcados el 2 de febrero de 1915. Princip, Cabrinovic y Grabez, siendo menores, fueron condenados a veinte años de reclusión. Los tres murieron de gripe en la prisión a finales de la guerra en la fortaleza de Theresienstadt, en Bohemia.

    (6) Sobre el papel de Narodna Odbrana y de su jefe, el coronel Dragutin Dimitrievich «Apis», igualmente jefe del buró de información del Gran Estado Mayor serbio, ver Le Colonel Apis, por Boghitchevitch. Edición Delpeuch, París, 1928.

    (7) Albert MOUSSET: L´Attentat de Sarajevo, actas taquigráficas del proceso.

    (8) Es de Ciganovic de quien se trata aquí.

    (9) A. Mousset. O. C. Actas taquigráficas.
    DOBLE AGUILA y Pious dieron el Víctor.

  2. #2
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    Re: La Gran Guerra

    Naturalmente, no sale en la transmisión taquigráfica de las actas judiciales, pero el responsable último de todo fue el coronel Dragutin Dimitrievich, llamado "apis" (la abeja). Jefe del servicio secreto, en 1903 planeó el brutal atentado contra la anterior familia reinante, los Obrenovic, favorables a la alianza con Austria-Hungría, que fueron asesinados y mutilados a sablazos en su palacio. Finalmente, fue fusilado por orden de su propio rey Pedro Karadjorjevic, que había logrado el trono gracias al anterior crimen, cuando planeaba un nuevo complot; aunque en esto hay controversia.

    La organización masónica-carbonaria que daba apoyo logístico, no era la "Narodna Odbrana" que se nombra ahí, sino la "Ujedinjenje ili smrt" (Unificación o muerte), más conocida como "La mano negra", partidaria del paneslavismo serbio en los Balcanes.

    Enlaces:
    Paneslavismo - Wikipedia, la enciclopedia libre
    http://es.wikipedia.org/wiki/Mano_Negra_(Serbia)
    Última edición por DOBLE AGUILA; 09/09/2014 a las 18:46

  3. #3
    Avatar de juan vergara
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    Re: La Gran Guerra

    Sobre la Gran Guerra examinar la historia de la Reserva Federal, como se organizo y creo, los miembros que la integraron, etc.
    También la Reserva Federal tuvo ingerencia en el nefasto, inicuo, y perverso Tratado de Versalles, que generaría la SGM.
    Otro vinculo es el financiamiento de la Revolución Soviética.
    Actualmente es una de las cabezas principales de los Amos del Mundo.

  4. #4
    Martin Ant está desconectado Miembro Respetado
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    Re: La Gran Guerra

    El día a día de la Primera Guerra Mundial


    De nuestro enviado especial

    LA MÁS GRANDE BATALLA DE OCCIDENTE

    Entre el Somme y el Ancre


    Apenas se sale en el tren de Charleville para Saint-Quentin, llega hasta nosotros el fragoroso tronar de los cañones. Este retumbar, que los hombres no oyeron jamás, dura desde el final de Junio, con ligeras interrupciones, y a medida que nos acercamos se hace más fuerte, más brutal, más desencadenado. Ya hemos estado muchas veces bajo la bóveda de metralla que forman los cañones de los dos enemigos; ya hemos estado ensordecidos por las detonaciones agudas, graves, estridentes, como latigazos, como truenos; pero nunca supusimos que el fuego de artillería alcanzara un grado tan infernal. Ya no se puede saber quiénes disparan, ni dónde estallan las granadas. Es un rugido constante de la fiera de la guerra, un rugido que amedrentaría a los genios de los volcanes. ¿Cuántas balas de cañón han cruzado el espacio sobre estas tierras que riegan el Somme y el Ancre? ¿Cuántos proyectiles de todos los tamaños caen sobre este pedazo del territorio francés? Los técnicos hacen cálculos; pero, con ser sus cifras fabulosas, fantásticas, quiméricas, se nos antoja que se quedan cortos. Se habla de más de 5.000 cañones, entre los cuales más de 2.000 de grueso calibre, de 28, de 32, de 35, de 38, de un monstruo que el genio militar francés ha inventado para dejar tamañito al 42 alemán. Dicen que por cada metro de tierra han caído 30 proyectiles; pero esta cifra también parece pequeña cuando se oye el bárbaro estampido continuo. La gran ofensiva francesa, en Septiembre de 1915, resulta un combate de patrulla al lado de esta que han emprendido los ingleses y los franceses en un frente de 40 kilómetros. Es inimaginable los medios que el genio organizador, previsor, metódico, calmoso y tenaz de los hijos de Albión ha amontonado en tierras de Francia para atacar a las tropas alemanas. Montañas de granadas de bombas de mano, de bombas aéreas que son como ballenatos cargados de dinamita, tormentas de gases asfixiantes, lacrimosos, de gases que matan instantáneamente, cordilleras de proyectiles de fusilería… ¡Jamás Julio César ni Napoleón pudieron soñar lo que podía hacer la técnica de guerra! Toda esa avalancha de acero, de hierro, de melinita, de metralla, de fuego, se ha lanzado furiosamente contra la muralla alemana, y, hasta ahora, sólo ha conseguido que la muralla de goma se estire y se alargue un poco, pero no romperla. Y, sin querer aparecer como profetas, decimos que no creemos que se rompa. Esa muralla alemana es inconmovible, es tan fuerte como la cordillera de los Andes. Hoy, a los diez y siete días de batalla, la más grande, la más furiosa, la más brutal que registra la historia de la guerra en Occidente, los ingleses y franceses sólo han conseguido ganar unos pocos kilómetros de terreno, y… ¡a qué precio! Cálculos muy bajos de los alemanes hablan de 170.000 ingleses y 80.000 franceses que han perecido en los asaltos repetidos. Y estos asaltos continúan, lo que hace pensar que para el final de Julio las pérdidas franco-inglesas suban al medio millón de hombres Los alemanes también tienen pérdidas muy grandes; pero afirmamos que no llegan a la cuarta parte de las que sufre el adversario. La explicación de esto es la siguiente: Primero, el asaltante ha de avanzar frente a millares de ametralladoras que barren sus líneas; contra lanzas de fuego como esas que emplea la industria metalúrgica para cortar las planchas de acero, lanzas de fuego azulado que tienen 15 metros de largo y que atraviesan a un hombre abriéndole un boquete espantoso; contra millares de hombres que lanzan granadas de mano por millones.

    Después en esos ataques rechazados, el asaltante que vuelve a sus posiciones anteriores se encuentra con el fuego de artillería llamado de barrage, que le corta el paso, y con los fuegos concentrados de su enemigo, que dispara con calma, porque el soldado recobra su sangre fría al ver huir al adversario. ¡Ah, estos ataques rechazados! ¡Los jefes ingleses y franceses saben lo que les costó! Y cuenta que para cada metro de terreno ganado por los soldados de Inglaterra y de Francia han sido precisos cuatro, cinco, y a veces seis asaltos en masa. Si de ésta no se convencen los enemigos de Alemania de la imposibilidad de ganar los kilómetros de tierra francesa y belga que ocupan sus soldados, es que están atacados de locura o que son pueblos suicidas. Vean los lectores en una carta geográfica los progresos hechos por las tropas aliadas después de haber lanzado millones de hombres y millones de proyectiles. ¿Cuándo podrán hacer de nuevo un esfuerzo semejante? El material de guerra empleado es colosal; los proyectiles que han caído como diluvio sobre estas tierras las han convertido en montañas de mineral, en minas de hierro a flor de suelo. Y, sin embargo, los alemanes han cedido muy poco, casi nada. Y si ganasen a ese precio lo que todavía les queda por conquistar, no habría bastantes hombres ni en la Gran Bretaña, ni en el Canadá, ni en la India, ni en Francia, ni en el Senegal, ni en la Indochina, ni en Marruecos, ni en Argelia para esta obra, ni las fábricas de todo el mundo darían abasto para el consumo de municiones.

    En las líneas alemanas, en los pueblos de acantonamiento de la retaguardia se sabía con anticipación la formidable batalla que iba a empezar y que se anunció con la voz de millares de cañones. Desde el general hasta el último soldado, todos saben que el enemigo está dispuesto a hacer un esfuerzo supremo, un rudo ataque general, sin escasez de hombres ni medios, con todos los recursos de la ciencia de guerra. Todo estaba preparado, cada cual en su puesto, las reservas en los sitios estratégicos, las columnas de aprovisionamiento dispuestas para ponerse en marcha apenas el teléfono las reclamara, las ambulancias de Sanidad preparadas para cumplir su misión. Y todo se hace con el mayor orden, sin nerviosidad, como si en el ánimo de los soldados estuviera arraigada desde larga fecha la convicción de que la gran prueba era para ahora.

    Dejamos los automóviles en una aldea que no dista mucho de Peronne. Las granadas caen a 500 metros de nuestro punto de observación. El campanario de la aldea ha perdido esta mañana la torre. Vamos a la ambulancia, en donde un médico berlinés movilizado practica la cura a varios heridos recientemente llegados. El doctor acaba de vendar a un sargento herido en la cabeza. Aguardan su turno para ser curados tres soldados, sobre las camillas de lona gris. Dos no hablan; parecen en la agonía; el tercero grita en un delirio de locura combativa:

    Sie kommen nicht durch! (No pasarán.) Sie kommen nicht durch!

    Y cuando lo levantan de la camilla los enfermeros, la sangre ha formado un lago en la lona. Tiene la pierna derecha arrancada, desgajada…

    Salimos de nuevo a la calle. Encontramos tres compañías de Infantería, que van a reforzar a los que combaten desde hacer veinticuatro horas… Otros soldados que se asoman a las puertas y a las ventanas les gritan:

    Viel Glück! (Mucha suerte.)

    Viel Vergnugen! –añaden otros irónicamente. (Mucha diversión.)

    Auf wieder sehen! –responden los que van al combate tranquilos y seguros de su vuelta.

    Lasst sie nicht durch! –grita un mozalbete barbilampiño.

    Y un barbudo, que es el último de la columna, le contesta:

    Sie kommen nicht durch!

    La columna desaparece doblando las últimas ruinas de la calle central que desemboca en la carretera. Llega un automóvil con más heridos. Cuidadosamente, los camilleros descargan los dolorosos fardos y van apareciendo rostros negros, rostros llenos de barro, bajo cuya costra se adivina la mueca de sufrimiento. Todos tienes las ropas desgarradas, con grandes manchas de sangre. Y después de este automóvil llegan otros. La ambulancia está llena de heridos, y la iglesia, con el tejado medio hundido, acoge a los más leves.

    Se ven columnas de humo negro en los campos que rodean a Peronne, columnas cuyos brazos se agitan como si pidieran al cielo piedad y paz para los hombres que se matan, que se persiguen, que se despedazan.

    Otras columnas de soldados pasan camino del frente, y a éstas les siguen otras, y luego otras, y carros y camiones y automóviles llevando toda clase de municiones para continuar la pelea. Este vaivén se continúa toda la tarde con la misma tranquilidad, el mismo orden y la misma regularidad que si estuviera ensayado muchas veces. Algunos soldados conductores de convoyes que vuelven del frente traen noticias. Los que están en esta aldea como reservas les rodean curiosos. Dicen que la batalla sigue en los mismos sitios, que los asaltos repetidos, desesperados, violentos, con contingentes cinco o seis veces mayores, no consiguen nada. Uno de los conductores añade:

    – Han caído muchos de los nuestros; pero de ellos han caído muchos más. Sie kommen nicht durch!

    Este “no pasarán” es el refrán que se oye en labios de todos los soldados alemanes, y lo dicen con tanta firmeza, con tanta convicción, que nosotros mismos no sentimos ganados por su confianza, y decimos también: ¡No pasarán!

    Cuando el sol se oculta por Occidente, poniendo un tinte grana y violeta en el cielo, aparecen dos aeroplanos. Uno es alemán y el otro inglés. El alemán viene perseguido, y su menor altura le coloca en situación de inferioridad con respecto a su adversario. Se ve bien claro que el perseguido trata de escapar, de aterrizar dentro de las líneas alemanas; pero el otro dispara sin cesar su ametralladora, cuyos resoplidos blancos se distinguen perfectamente. El combate es emocionante; es el pájaro de presa que se cierne sobre el ave que huye; es el gavilán que persigue a la paloma cansada o herida. El avión alemán debe tener averías; se ve que maniobra con dificultad, que no se atreve a afrontar el combate, porque su motor no le permite ganar altura. Un momento creímos que no tenía salvación; debía dejarse caer y sucumbir. Pero, de repente, surgió como si saliera de una nube roja otro avión, que volaba, velozmente y a gran altura. Era un compañero que acudía en auxilio del perseguido. Entonces el inglés tuvo que abandonar la persecución. Durante algunos minutos se vio al alemán volar tras de su adversario hacia las líneas inglesas, para luego desaparecer detrás de una nube rosa.

    Ya de noche entramos en la cueva que sirve de refugio-casino a los oficiales. Encontramos a varios bebiendo vino dorado del Rhin. La misma tranquilidad, la misma alegría, ni una cara turbada por la inquietud. Parecía que estaban en el cuarto de banderas de su cuartel.

    – Esos diablos de ingleses se baten muy bien, como leones, bravamente; van a la muerte sin miedo. Atacan como trombas, arremetiendo con furia, dejando millares de hombres antes de llegar a nuestras defensas de alambre. Pero sie kommen nicht durch!, decía un capitán con más barbas que un oso.

    Antonio AZPEITUA.

    Con las tropas alemanas, Francia. Julio 1916.

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    De nuestro enviado especial

    LA MÁS GRANDE BATALLA DE OCCIDENTE

    Entre el Somme y el Ancre


    Desde las posiciones actuales de los alemanes se ven las que éstos abandonaron ante los ataques terribles, repetidos, continuados, con fuerzas cinco veces superiores del adversario. Esto sirve para decir que si la vista percibe sin dificultad las trincheras perdidas, el terreno cedido no es muy grande. ¿Cómo explicarse que tras del esfuerzo gigantesco que han hecho los soldados aliados hayan conseguido tan mínimo resultado? La única explicación la encontramos recorriendo las posiciones alemanas. No ha sido escasez de medios de ataque del enemigo, no ha sido la falta de bravura del asaltante, tampoco la economía de sangre; es sólo la inexpugnabilidad del frente alemán. Esto explica que la potente máquina de guerra que han organizado durante dos años los generales británicos no hay podido hacer lo que se proponía: romper la línea alemana. La ofensiva, según lo hemos oído a oficiales y soldados alemanes, y según lo que hemos presenciado, es un ataque con todos los medios más potentes de que disponen los Ejércitos modernos. Nada ha escaseado, ni cañones, ni municiones, ni hombres. Los solados ingleses han sido leones; pero sus garras han quedado rotas y ensangrentadas arañando inútilmente el muro de acero establecido por los alemanes. Los soldados que reclutó lord Kitchener se han lanzado al asalto como tigres furiosos; pero la línea alemana los ha despedido hacia atrás, como una cinta de acero que se fuerza rechaza al objeto que la empuja al volver a su posición natural. Las líneas alemanas son, como hemos dicho en otras ocasiones que visitamos el frente, infranqueables. Durante los dos años de guerra, esas fortificaciones que hemos descripto en cartas sucesivas se han mejorado, se han perfeccionado, han sido estudiados todos los detalles para que no sea posible la sorpresa. Ya conocen los soldados alemanes todas la condiciones del terreno, saben el género de lucha en que intervendrán; los jefes tienen dispuestos los fuegos cruzados, medidas todas las distancias para los fuegos de artillería, las ametralladoras por millares vigilan silenciosas delante, detrás, en la primera, en la segunda, en la tercera línea, en la cuarta, en posiciones que se comunican entre sí y que son líneas paralelas que se suceden hasta llegar a la frontera de Alemania cada 30 metros. Claro es que pueden cegarse todas estas trincheras, destrozar todas esas ametralladoras y matar a todos los soldados que la sirven; pero, ¿cuántos cañones se necesitarían para esto? Ni un metro de terreno había de quedar sin un proyectil para que la Infantería pudiera avanzar. Hoy, los campos de batalla de Occidente no tienen una brizna de hierba; todo lo ha removido el cañón, y ya vemos el mínimo resultado obtenido. Con millones de hombres sacrificados, con millares de cañones lanzando toneladas de hierro en un minuto, lo más que conseguirían sería que la línea alemana, que ya tiene ondulaciones, tuviera una ondulación más. ¿Qué significa ganar la primera y la segunda línea de trincheras? Detrás hay una tercera, una cuarta, una quinta, una séptima, tan fuertes y tan bien fortificadas como las primeras. Tenemos en nuestro carnet de viaje notas de varios detalles de la lucha que corroboran lo que decimos.

    En las cercanías de Maisonnette, una división de Infantería canadiense atacó cinco veces una posición alemana en dos horas. Cada asalto fue precedido de la preparación de artillería más terrible que se ha hecho hasta ahora. En el quinto asalto, los soldados de una compañía quedaron dueños de la trinchera alemana; pero los cañones alemanes concentraron sus fuegos sobre ello, y ahora no es la trinchera, sino la tumba de los ocupantes.

    Al Oeste de Peronne, los indios penetraron, después de todo un día de combate, en las trincheras de la segunda línea. Apenas se habían instalado, los fuegos de las ametralladoras de las líneas sucesivas no les dejaron tiempo para ahondar las trincheras cegadas, y tuvieron que regresar a sus antiguas posiciones.

    – De 500 hombres que lograrían llegar hasta nuestra posición, no debieron salvarse ni 20 –nos dice el capitán alemán que mandaba las ametralladoras.

    La aldea de Longueval ha costado a los ingleses más de 10.000 hombres. Hubo un momento en que un regimiento escocés penetró hasta lo que era plaza de esta aldea; pero la artillería alemana los arrojó de nuevo, al tiempo que con su fuego de barrage les cortaba la retirada.

    Y cada avance de los aliados se hace de este modo, dejando en el camino fuerzas cuatro o cinco veces mayores que las que logran poner el pie en el terreno conquistado.

    Desde la mañana de 17 hasta ahora, las tres de la tarde del 18, dura el terrible fuego de la artillería enemiga contra las posiciones que guarnecen los soldados de una división vurtemburguesa. Es el trommelfeuer, como le llaman las tropas, es decir, un cañoneo que semeja al redoble de un tambor gigantesco. Es la preparación para el ataque, para el lanzamiento de las columnas cerradas de Infantería enemiga al asalto de las líneas que defienden estos soldados, entre quienes vivimos algunas horas. La tierra tiembla bajo nuestros pies, y eso que estamos muy lejos de la zona de fuego; pero es que, según un cálculo de los oficiales, más de 5.000 cañones están en actividad. Es imposible contar las explosiones que surgen en el horizonte. Solamente en una parte del frente de la que tenemos noticias directas caen a razón de dos por segundo. Un zapador que ha estado tres horas en su puesto avanzado ha contado en su derredor 45 explosiones en medio minuto. Bajo ese fuego, bajo esa lluvia de hierro y de dinamita hay hombres, hay seres humanos, cuando hasta los insectos que tenían sus nidos bajo la tierra perecieron. En las trincheras que ya perdieron muchas veces el nombre de tales porque el cañón las borró, las deshizo, en esas especies de arroyos poco profundos en que se convirtieron las zanjas fortificadas, hay aún hombres que esperan ver surgir enfrente al adversario, que vendrá a disputarles furioso algunos metros de terreno que no tienen ni árboles, ni hierba; nada. Todo lo ha barrido la metralla; las defensas de alambre espinoso ya no existen; entre los dos adversarios no hay más obstáculos que los hoyos profundos que cavaron las granadas. Apenas separan a los enemigos 150 metros; en dos saltos estarían los de allá acá y los de acá allá; pero en esos saltos les sorprendería la barrera de balas, las fuentes horizontales de plomo fundido de las ametralladoras, que acechan silenciosamente los movimientos del enemigo.

    Son las ocho, y ya comienza a anunciarse la noche con el azul terciopelo del cielo. Todavía no han dado el asalto los ingleses. Un momento, los vurtemburgueses creyeron llegado el instante de la lucha con granadas de mano, con las bayonetas, a culetazos, con los puños, con los dientes, porque la artillería adversaria amainó. Pero luego volvió a arreciar la tormenta. Las montañas de tierra que levantan las explosiones entierran a los soldados alemanes, los ciegan, los derriban. Sus compañeros tienen que ayudarlos a quedar libres. Constantemente trabajan las palas para mejorar la posición; sin cesar luchan los vurtemburgueses para cubrirse lo mejor posible. Aquí se instala una placa de acero blindada que derribó el trozo de granada; allí se ponen y se amontonan los sacos de arena que no se sabe cómo ni quién trae desde las líneas de retaguardia. Pero todo es inútil; el trommelfeuer se lleva todo el parapeto, como el huracán dobla las mieses. Los vurtemburgueses se encuentran al descubierto; tendidos, arrastrándose sobre el vientre en la zanja poco profunda, aguardan. Esto es peor que el ataque: no hay nervios que resistan a esa angustia de verse rodeado de explosiones que se suceden sin cesar. Los soldados saltan de un hoyo cavado por la última granada al que hace la sucesiva. Cada agujero es un nido de hombres. Dicen que donde cae un proyectil no cae otro, aunque los artilleros se han propuesto desmentirlo. Pero no hay otro refugio, no hay otro escondite. De nuevo el cañón cede. ¿Ha llegado el momento trágico? Allá, a 200 metros, se ve un hormiguero a ras del suelo. Son los soldados ingleses, metidos también en los hoyos cavados por el cañón. Pasan cinco minutos, diez… Desaparecen de nuevo los puntos movibles en el terreno adversario. Y vuelve el cañón a redoblar. Son las nueve, y ya las estrellas parpadean en el azul obscuro del cielo. Los vurtemburgueses siguen agazapados en los hoyos. Ni ven al enemigo, ni el enemigo puede verlos. Sólo uno, en cuclillas, se asoma por encima del borde del agujero. Es el centinela, es el escucha. Él dará la señal. Los otros tienen en las manos las granadas, y al primer aviso les arrancarán el papel que sujeta el disparador al extremo del mango. Entonces tendrán que tirarlas antes de los diez segundos, para que no hagan explosión entre ellos. Suena el taca taca taca del teléfono portátil. El comandante de la segunda línea pregunta.

    – Todavía no –contesta el jefe de la sección.

    Son las diez menos cuarto y continúa el cañoneo, aunque menos fuerte. Parece que cede. De nuevo se ven surgir las formas como ranas muy grandes a ras del suelo. La luna, que asoma su caraza por Oriente, hace relucir algunas bayonetas como chispas eléctricas que brotaran de la tierra. El centinela alemán lo ve todo, y como ya se ha batido en Verdún delante del fuerte de Thiaumont, sabe interpretar todos esos detalles. El enemigo se prepara para el ataque, se organiza para dar el primer salto hacia delante, recibe las últimas órdenes, los soldados descuelgan de su cinturón las granadas de mano… Pero todavía no es visible. Pasan algunos minutos. De pronto surgen las figuras de los oficiales ingleses, que no llevan sable; se oyen toques de pito estridentes y aparecen los hombres encorvados, como si buscasen algo en tierra.

    El centinela vurtemburgués grita a su sección:

    Rauss! (Fuera.)

    Rauss! Rauss! –repiten en todos los hoyos, en todos los nidos.

    Los vurtemburgueses se lanzan también hacia delante.

    Como gatos, como jaguares, como leopardos, los alemanes se deslizan, saliendo de sus agujeros, y saltan a otros hoyos que están delante para ir al encuentro del enemigo. Es el contraataque simultáneo del ataque. La lucha con los puños, con los dientes, con las granadas de mano, con las culatas dura diez minutos. Los ingleses son rechazados. Los traquidos de las ametralladoras persiguen a los que corren hacia sus posiciones, saltando como diablos de un agujero a otro.

    A las once vuelve el cañón a trona furioso, rabioso, infernal. Las granadas vuelven a caer sobre los vurtemburgueses, y éstos, como ratas, como gatos, como hurones, como topos, van cavando con sus palas refugios para pasar la noche… Desde enfente les disparan los fusiles enemigos; pero la sombra de los cadáveres amontonados, del compañero muerto y del adversario que cayó herido y agoniza les protege…

    Antonio AZPEITUA

    Con las tropas alemanas, Julio de 1916, en Francia.


    -----------------------------


    De nuestro enviado especial

    LA MÁS GRANDE BATALLA DE OCCIDENTE

    Entre el Somme y el Ancre


    Hemos venido a visitar a las tropas que combaten contra el Ejército francés en el punto en que éste se une con el ala izquierda inglesa. La misma furia en los combates, acaso mayor, porque estos soldados franceses, según dicen los alemanes, han pasado todos los límites de la bravura. Idéntico derroche de municiones de artillería; los cañoneros de la República han tenido a su disposición montañas de proyectiles y no los han escatimado. Todavía siguen tirando tan rabiosamente, que el suelo tiembla, el aire tiene vibraciones como latigazos, algunos paredones de ruinas se derrumban. A esta aldea acaban de llegar unos 200 prisioneros hechos en los últimos combates. Por cierto que en posesión de un sargento se ha encontrado una copia de la orden de ataque dada por el general X (no me es permitido dar el nombre) a sus tropas. No esta orden una orden; es más bien una súplica, una petición, algo parecido a la demanda de limosna. ¡Qué tristes son las palabras del general francés! “¡Ya sé que me vais a maldecir –dice a sus hombres–, ya sé que no podéis más, que estáis rendidos, agotados, que no podéis sacrificaros más de lo que hasta ahora lo habéis hecho! Pero yo os pido que ataquéis, que vayáis de nuevo al combate. Tenéis enfrente soldados también cansados de la pelea, y, además, hambrientos… Yo quisiera relevaros, lo merecéis; pero no puedo, no tengo otros que enviar en vuestro lugar. Os doy mi palabra de honor de que después de este ataque, que será victorioso, cuando toméis por asalto E., os relevaré. Es promesa formal de vuestro general.”

    Entre los franceses prisioneros hay algunos negros de regimientos distintos. Esto se debe a una disposición dictada a raíz de las protestas de los soldados de color de la República, porque siempre los enviaban al ataque en las primeras columnas de asalto. Ahora los han intercalado entre los soldados metropolitanos; 10 ó 12 por compañía.

    Los prisioneros están alojados en una granja, en espera de que los conduzcan hasta S. Q., en donde tomarán el tren para tierras alemanas. Están sentados en el suelo, en el brocal del pozo del patio, en unos troncos de árboles, tendidos bajo un cobertizo. Su aspecto es el mismo de todos los prisioneros que hemos visto en nuestros diferentes viajes; cubiertos de barro desde los zapatones hasta el pelo, los capotes son caparazones de lodo seco, los pantalones tienen una costra de medio centímetro de espesor. Las caras y las manos desaparecen bajo la mugre; las barbas, crecidas; los cabellos, pegados a las sienes, a la frente, al cuello, por el sudor. Y nadie se cuida de limpiarse, de asearse un poco, como hacen los soldados ingleses prisioneros. Pero es que los ingleses, cuando caen en manos de sus enemigos, consideran su contrato cumplido, su misión terminada, y no tienen idea de la derrota, como estos buenos franceses la sienten. Estos prisioneros están atontados, aturdidos, y algunos tienen un gesto estúpido en los rostros. ¿Sabe nadie lo que estar muchas horas bajo un fuego de artillería infernal, para luego lanzarse a una pelea feroz? Al cerebro no se le creía bastante fuerte para no estallar a cada choque de las explosiones. Tienen las miradas fijas, las pupilas dilatadas, parecen algo invisible. ¿La batalla? ¿La Patria, de la que se alejan, Dios sabe para cuánto tiempo? ¿El compañero que murió a su lado? No lo sabemos; pero vemos en sus rostros una gran tristeza, algo que les duele muy hondamente. Hemos hablado con ellos. Nos dicen que aunque la cautividad les libre de la muerte, no están contentos mientras sepan que todos los días caen muchos de los suyos, hermanos, parientes, amigos…

    – Sí; preferimos estar prisioneros, porque la mayoría somos padres de familia y tenemos hijitos que necesitan de nuestros abrazos –dice un barbudo, que antes era viñador en Borgoña.

    – Es inútil este sacrificio –añadió otro, que fue tramoyista en el teatro de la Rennaissance, de París–; no echaremos a los alemanes de Francia. ¡Esta guerra es estúpida! Cuando hemos leído los periódicos de París en las trincheras, nous ont degouté. Los señores periodistas dicen todos los días a nuestras mujeres y a nuestros padres que avanzamos, que la victoria está conseguida. Debían pasar una semana entre hoyos cavados por las “marmitas”, y luego escribirían otra cosa.

    – De mi regimiento –dice un bretón– quedamos 50 de los que éramos al empezar la guerra. Ahora está formado con hombres de más de cuarenta años y con muchachos de diez y seis… C´est pas malheureux! Antes del ataque se ve a los que dejaron mujeres e hijos llorar como niños, y, a los nuevos, como gosses que son. Esto no es para darle a uno ánimos…

    De todos los prisioneros, la mayoría cree en la victoria final, porque Inglaterra ha de hacer lo que Francia no puede. Algunos nos dijeron que antes del ataque les habían anunciado que los soldados británicos habían ocupado ya Lille y que sitiaban a Maubeuge. Otros se burlaban un tanto de la confianza de sus compañeros en el apoyo inglés.

    Con los soldados rusos había caído prisionero un teniente. Los oficiales alemanes le preguntaron si no le molestaba la conversación con periodista neutrales, y él, muy amablemente, respondió:

    – Mais, enchanté.

    – ¿Cuál es su impresión? –le preguntó un colega nuestro.

    – ¡Mi impresión…! No sé, no sé nada; sé solamente que estoy prisionero y que preferiría estar todavía allí enfrente.

    Y señalaba el Occidente.

    * * * * *

    Un ataque francés tuvo lugar por la tarde, pero también fue rechazado. Y como parece que la artillería enemiga ha abandonado un tanto este rincón del campo de batalla, nos permiten acercarnos a un kilómetro de la segunda línea. ¿Qué son esas luces que surgen en el cielo? Son los cohetes luminosos los que hacen ese maravilloso espectáculo. Los cohetes se alzan silenciosos de la tierra, se levantan apagados. A diez, a doce metros más altos, más bajos, se abren como flores luminosas, y podría creerse que son estrellas que se acercan para ver la guerra de los hombres. Son de un blanco azul, parecen trozos caídos de la luna, y ponen una luz pálida sobre las cosas. Parecen jugar, perseguirse, y pueden ser tomados por ojos de monstruos que escudriñan el campo de batalla. Duran pocos segundos; pero otros les suceden, se encienden sin cesar, y así la llanura, y las colinas, y los valles, y los troncos de árboles tronchados por los cañones quedan siempre iluminados. Es una fiesta de luz, y, más que maniobras de guerreros, diríase entretenimiento de poetas.

    Esta vez los cohetes los lanzan las tropas alemanas para descubrir al enemigo, para que no pueda llegar hasta sus posiciones favorecido por la sombra de la noche. Tienen enfrente un regimiento de senegaleses, y las tinieblas son propicias a éstos. Avanzan arrastrándose como serpientes, con esa habilidad que adquirieron en la caza del tigre y del leopardo en los bosques espesos de su Patria; pero los globos luminosos que se encienden sobre sus cabezas los delatan. Los soldados negros salen por la trinchera de comunicación con el campo abierto. Avanzan aprovechando los hoyos que cavaron las granadas, los montones de tierra removida por las explosiones, los cuerpos de los muertos para ocultarse. Los alemanes les dejan avanzar, y, cuando están a quince metros, las ametralladoras y los fusiles bajan sus fuegos a flor de tierra, y los proyectiles imitan el caminar de los insectos. Todavía, si algunos logran avanzar más, las granadas de mano los detienen. Rechazado el ataque, los globos luminosos caen del cielo como lágrimas…

    Antonio AZPEITUA

    Con las tropas alemanas, Francia, Julio de 1916.


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    De nuestro enviado especial

    LA MÁS GRANDE BATALLA DE OCCIDENTE

    Entre el Somme y el Ancre


    Por todo el campo de batalla circulan los episodios del fantástico ataque hecho por las tropas inglesas. Ha sido inconcebible al cabo de dos años de guerra de trincheras. Fue un bello ataque, casi epopéyico; pero más desde el punto de vista deportivo que desde el práctico. ¿Qué se proponían los ingleses? ¿Querían solamente romper la monotonía de la lucha, ya que no podían romper el frente alemán? ¿Qué propósito guiaba a los generales ingleses al lanzar sus divisiones de Infantería en columnas cerradas y a paso de parada? ¿Cuál era el objetivo de aquellos escuadrones avanzando al trote? ¿Pensaban que la novedad desorientaría al enemigo? ¿Ha sido un alarde de valor? ¿Fue un suicidio colectivo? He aquí cómo cuentan el ataque inglés los que fueron testigos y protagonistas:

    Cuando amaneció, el campo de batalla en aquel punto estaba en silencio. Lejos, hacia La Bassée y hacia Reims, tronaba el cañón. En las posiciones alemanas se hizo el relevo de las tropas que habían combatido durante todo el día anterior. ¿Atacarían de nuevo los ingleses? Se creía que no; ya habían sido rechazados cuatro veces, y era probable que estuvieran ocupados en la reorganización antes de enviar nuevos regimientos al asalto. Los soldados alemanes esperaban el trommelfeuer precursor del ataque para el día siguiente. Y aprovechando el momento de calma, las palas se movían activas, vigorosas, febriles, para poner trincheras en situación de resistir al empuje del adversario. Hacia mediodía, los puestos avanzados señalaron algunos movimientos de tropas enemigas, y los aeroplanos observaron que se concentraban grandes masas en la retaguardia inglesa. Todas las fuerzas alemanas de la primera línea recibieron por teléfono la orden de estar dispuestas a un ataque. Pero ¿quién podía creer esto cuando los cañones permanecían mudos, cuando los proyectiles de todos los calibres no venían a abrir paso a los infantes ingleses? Todo parecía indicar que los movimientos del enemigo eran de concentración. Sin embargo, los jefes alemanes tomaron todas las disposiciones necesarias para evitar una sorpresa: en esta guerra, la táctica se modifica diariamente; cada día los generales discurren un nuevo método, cuyas probabilidades de éxito consisten en que el adversario no tenga pronta la respuesta. Los ojos de los centinelas estaban fijos en una línea invisible para un profano, pero muy visible para los suyos de hombres de guerra. Pasó una hora, dos, tres, y seguía el enemigo sin mostrarse activo. Se llegó a pensar que los ingleses querían atraer a este punto del frente las reservas alemanas, a fin de encontrar el camino más fácil allí donde se proponían dar el golpe.

    Mas, por la tarde, cuando el sol lucía espléndido en un cielo claro, la sorpresa puso un gesto de estupefacción en los rostros de los combatientes alemanes. Vieron surgir detrás de la línea invisible regimientos de Infantería en columnas cerradas, escuadrones de Caballería por secciones… Y después baterías de campaña arrastradas por caballos. Toda esta tropa avanzaba como si estuviera maniobrando, como si fuera a una revista en un campo de ejercicios, como si ignorase que a 500 metros estaba el enemigo terrible, aguerrido, valiente, tenaz. Nos dicen los oficiales y los soldados alemanes que no acertaban a darse cabal cuenta de lo que veían. Se frotaban los ojos, temiendo ser víctimas de un espejismo como el que sufren los viajeros del desierto. Pero no; lo que tenían delante eran soldados, eran jinetes, caballos, cañones, y avanzaban, avanzaban, avanzaban… ¿A dónde iban? ¿Se habían vuelto locos? El Ejército del Káiser, que no regatea su admiración al heroísmo ni a la audacia, aun cuando sean flores cultivadas por sus enemigos, contemplaba entusiasmado aquel cabalgar de los escuadrones y aquella marcha gimnástica y rítmica de los infantes ingleses. Los jefes alemanes hubieran querido estrechar las manos de sus adversarios, tan audaces y tan gallardos; pero la guerra no permite obedecer a ciertos impulsos.

    Funcionó el teléfono con las baterías, y un minuto después el fuego de muchos cañones caía sobre las tropas inglesas. Pero éstas seguían avanzando, como si se tratase de una tormenta de granizo. Detrás de las primeras columnas de Infantería aparecieron otras, a la zaga de los primeros escuadrones surgieron otros. Las baterías alemanas continuaban vomitando metralla, y la cortina era cada vez más densa, más tupida, más infranqueable. Y seguían avanzando. A 400 metros de las posiciones alemanas hizo alto un escuadrón de canadienses que disparaban salvas de carabina a la voz de mando de su capitán y sin apearse de sus sillas. Hubo un momento de titubeo en los soldados alemanes, titubeo causado por la sorpresa de lo nunca visto… pero luego las ametralladoras chillaron su tatata antipático, agrio, enervante… Jinetes y cabalgaduras cayeron. Y apareció otro escuadrón al galope. Las ametralladoras no le dejaron acercarse ni a 200 metros.

    Todavía la Infantería no había intervenido, y cuando todos se preguntaban si quedaría en eso el alarde inglés, vieron avanzar a éste a paso ligero, en columnas de honor. Los soldados alemanes se interrogaban con los ojos si era cierto lo que veían. Apenas entraron en la zona de fuego de las ametralladoras las columnas enemigas, cayeron sesgadas como la mies delante de la guadaña. Sólo algunos hombres quedaron en pie, y un momento permanecieron como atontados al verse solos, cuando segundos antes venían tan apiñados con centenares de compañeros caídos. No se sabe si retrocedieron o si avanzaron con una nueva columna que siguió a la primera. Las olas de soldados ingleses, de indios, de canadienses se sucedían, y todas morían como las olas del mar se deshacen al llegar a la arena de la playa. Durante media hora, los regimientos y los escuadrones ingleses avanzaban y caían. Luego el campo quedó solitario. Los muertos y los heridos encontraron sus tumbas y sus lechos de agonía en los hoyos cavados por los cañones. Según cálculo de los jefes alemanes, las pérdidas del enemigo fueron más de 6.000 hombres. Y todos concuerdan en que el ataque fue muy bello; pero nadie se explica la idea que lo presidió. Hay quien dice que los generales británicos han querido convertir la guerra en un nuevo deporte. Pero ¡ay!, esta prueba deportiva ha resultado muy cara. Como hombre de sport, el general inglés merece que se le admire, y como jefe de quien dependen las vidas de millares de soldados que tienen padres, esposas, hijos, hermanos, si nosotros fuéramos ministro de Guerra en Londres, ya estaría relevado y sometido a un Tribunal, acusado de millares de homicidios voluntarios. ¿Qué pensarán en la Gran Bretaña de esto? Por mucho que los ingleses amen los deportes, es posible que este nuevo, inventado por el general inglés, sea condenado. Los ingleses no están acostumbrados a ponerse luto por hijos, hermanos o maridos muertos en el campo de batalla. Todas las guerras las hicieron con sangre ajena, y, a lo más, con dinero prestado a rédito para cobrarlo luego a vencidos y a vencedores. Cuando se sepa en Inglaterra que esta ofensiva sola les ha costado cerca de 300.000 hombres, es posible que no quieran dejar a Mr. Grey en la continuación de su obra.

    Antes de poner punto final a esta serie de cartas escritas entre el Somme y el Ancre, séanos permitido emitir un juicio sobre lo que creemos que es la ofensiva inglesa en Occidente. No ha sido una operación estratégica, sino únicamente operación política. Sabían los ingleses que con ella no romperían el frente alemán, que ni siquiera ganarían muchos kilómetros de territorio invadido; pero sabían también que Francia, con el dogal al cuello puesto en Verdún, agotada, fatigada, podía desertar de la Convención de Londres. Y para los ingleses que quieren hacer la guerra larga, una guerra larga que agote lo mismo a enemigos que a aliados, era preciso conservar a Francia a su lado. Y esto tenía un precio: millones de granadas y millares de vidas. Ha sido esta operación política parecida a la que llevaron a cabo en los Dardanelos, que fue el precio en que estimaron la ayuda de los rusos. Cuando juzgaron que ya habían pagado bastante por ella, recogieron sus bártulos en las naves y dejaron a los turcos. Porque, ¿qué habría pasado si no fingen querer la apertura de los Dardanelos para entregar Constantinopla a los rusos? Rusia entró en la conjura con la promesa de que sus aliados le abrirían la puerta de Occidente, ya que la de Oriente la cerraron con un cerrojo formidable los japoneses. Había que fingir que se le cumplía lo prometido o que se hacía todo lo posible. Pero los ingleses no querían, de ningún modo, ver a los rusos en Constantinopla, y por eso no abrieron los Dardanelos. No entraron en Constantinopla para no encontrarse en el conflicto de dársela al Zar o ver a los Ejércitos moscovitas deponer las armas. Prefirieron aparecer derrotados, sin gloria militar, como hombres prácticos que son. Ésta era la única manera de que los rusos siguieran reteniendo formidables masas de soldados alemanes, que, si hubieran podido bajar hacia Occidente, habrían obligado a ellos, ingleses, a desalojar toda la orilla continental del Canal de la Mancha. Sólo con este engaño podía realizar su propósito de que los rusos siguieran combatiendo sin ganar Constantinopla, porque la presión amenazadora que pueden ejercer las escuadras británicas sobre Francia, sobre Italia, sobre Grecia, no tiene el mismo efecto en San Petersburgo. Y mientras el Cuerpo de desembarco en Gallipoli fingía esfuerzos para entregar al Zar la ciudad de Bizancio, los alemanes se encargaron de conquistar 280.000 kilómetros de tierra rusa, lo que obliga ahora a los moscovitas a seguir en la guerra todo el tiempo que Inglaterra lo desee. Porque los rusos son menos prácticos que los ingleses, y todavía creen en el valor de las palabras derrota, gloria, honor militar… Ahora se trataba de que Francia siga extenuándose, que el pueblo francés, vehemente y temible, no se vuelva contra sus gobernantes, que son criados del Foreign Office, y para eso han hecho los ingleses la ofensiva en Occidente, con más ruido que nueces. Ya pueden decirles a los descontentos y a los que dudan de la buena fe inglesa, que son millares:

    – Ya veis cómo os ayudamos a ganar lo que perdisteis. Hemos empleado muchos millares de cañones y millones de granadas, y hemos dado la vida de millares de indios, de canadienses, de australianos y hasta de algunos ingleses legítimos. Siga la guerra, y dentro de un año volveré a lanzar otros millones de reclutas de mis colonias para devolveros unos cuantos metros más de vuestro territorio. Siga la guerra.

    Antonio AZPEITUA

    Con las tropas alemanas, Francia, Julio de 1916.


    Fuente: HEMEROTECA ABC
    Última edición por Martin Ant; 10/09/2014 a las 18:35
    Pious dio el Víctor.

  5. #5
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    Re: La Gran Guerra

    Libros antiguos y de colección en IberLibro
    Sobre la Gran Guerra examinar la historia de la Reserva Federal, como se organizo y creo, los miembros que la integraron, etc.
    También la Reserva Federal tuvo ingerencia en el nefasto, inicuo, y perverso Tratado de Versalles, que generaría la SGM.
    Otro vinculo es el financiamiento de la Revolución Soviética.
    Actualmente es una de las cabezas principales de los Amos del Mundo.
    Sin perjuicio de reconocer, por supuesto, la decisiva y esencial influencia de esa importante institución financiera privada (o, mejor dicho, la decisiva y esencial influencia de aquéllos que la controlan) en los grandes acontecimientos internacionales posteriores a su fundación, sin embargo considero aún de mayor importancia, en lo que a la Gran Guerra se refiere, el importantísimo descubrimiento por parte del pensador C. H. Douglas acerca de la forma en que aquéllos controlan (o tratan de controlar) mediante la finanza a todas las poblaciones.

    Fue en el decurso de la Primera Guerra Mundial cuando este escocés se dio cuenta del papel fundamental que desempañaba el crédito financiero, así como su control (creación-destrucción) como instrumento principal para la dominación de un pueblo (o de cualquier pueblo). En pocas palabras, él veía ante sus ojos que la famosa frase "no hay dinero" -que siempre se ponía como excusa para no poder hacer una determinada producción o favorecer el consumo- era un "motivo" o "razón" puramente artificial, pues él observaba que antes de la guerra siempre se decía eso (él era ingeniero de obras públicas y se veía obligado a paralizar muchos proyectos), pero cuando estalló la guerra ¡zas! de la noche a la mañana resulta que no había problema ninguno para la financiación de todo el armamento y de todo lo necesario para el pertrecho del soldado (comida, utensilios, etc...) y para la guerra en general.

    Fue la observación de este curioso fenómeno (primero no hay dinero en tiempos de paz para luego, de repente, emitir todo el crédito financiero que se quisiera sin restricciones de ningún tipo) lo que le llevó finalmente a empezar a publicar sus ideas (de 1918 data su primer artículo sobre sus diagnósticos acerca del verdadero motivo principal subyacente a cualquier problema de tipo social en la época contemporánea, a saber: la finanza de una comunidad política y su control).

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