BIOGRAFÍA DE JUAN FRANCISCO DONOSO CORTÉS


Primeros años

Extremadura soportaba en 1809 enérgicamente, resistiendo hasta el límite, la presión del ejército napoleónico. Pero sus ciudades iban cayendo en manos del enemigo. El 28 de marzo fue ocupado Medellín. La población civil, carente de medios de defensa; huía ante la proximidad de los gabachos. La familia Donoso Cortés, vecina de Don Benito, no fue ajena a estos sinsabores, agravados por el hecho de que la madre se encontraba muy próxima a dar a luz; tanto, que no pudo dar término a su viaje, y el 6 de mayo de 1809 le nacía un varón. Las circunstancias extraordinarias de este alumbramiento, la zozobra anhelante de los campesinos extremeños que buscaban refugio frente al invasor de su patria, habían de estar presentes durante el resto de su vida en el recién nacido, a quien la madre ofrendó a Nuestra Señora de la Salud, muy venerada en la parroquia en que se le bautizó. Al neófito le fueron impuestos los nombres de Juan Francisco María de la Salud.

El lugar exacto del nacimiento es origen de controversias. Lo cierto es que nació fuera de Don Benito y que fue bautizado en la parroquia más próxima al alumbramiento: la de Valle de la Serena.

Los Donoso Cortés eran, y son, una familia de muy alto y antiguo abolengo, descendientes del conquistador de Méjico, Hernán Cortés, originarios, al parecer, de Aragón y establecidos en Extremadura desde hace varias generaciones. El padre del futuro Marqués de Valdegamas era abogado, labrador y ganadero acomodado, lo que le permitía una amplia movilidad económica. Por esto se permitió el lujo de llevar a Don Benito un maestro que enseñara las primeras letras a sus hijos. Juan, a los once años, sabía ya algo de latín, y convenientemente aleccionado por el padre se trasladó a Salamanca para proseguir sus estudios. Esto era en el año 1820, el del pronunciamiento de Riego en Las Cabezas de San Juan, lo que indudablemente hace suponer que la vieja Universidad, ya acusada con anterioridad de doctrinas liberales, sería un foco de estas enseñanzas.

El bagaje espiritual que Juan llevaba a Salamanca provenía, principalmente, de los desvelos de su madre, quien le inspiró una dulce y recia devoción por la Santísima Virgen, que fue, sin duda, una de las bases más seguras para el desarrollo del proceso de lo que él ha llamado su conversión.

No puede decirse que a la altura de su vida en que nos encontramos fuera ya un agudo lector de textos filosóficos, pero sí cabe señalar su afición a los temas históricos. La pluma acompañaba siempre sus lecturas, y en un cuaderno anotaba las impresiones y conclusiones a que llegaba.

Hemos de suponer que los juegos ocuparían gran parte de su tiempo, para lo cual contaba con una buena colección de hermanos –Pedro, Manuel, Francisco, María Josefa, Antonio, Ramón, Elena, María Manuela y Eusebio–, que habrían de ayudarle en sus travesuras, pues él era el mayor.
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En la Universidad de Salamanca permaneció Juan tan sólo un año. Cursó elementos de Aritmética, Álgebra y Geometría, y poca pudo ser la influencia filosófica que, por tanto, ejercieron sobre él los profesores salmantinos, seguidores entonces del sensualismo y utilitarismo, tan en boga, aun cuando sí es posible que despertaran en el joven Donoso el deseo de conocer las obras de estos autores.

Terminado el curso, sus padres decidieron trasladarlo a Cáceres, al Colegio de San Pedro, sin duda para tenerlo más cerca. Este centro de enseñanza se fundó entonces con la categoría de Universidad Provincial. Allí cursó los dos últimos años exigidos para poder estudiar Jurisprudencia.

El verano de 1823 Donoso lo pasa en Cabeza de Buey, y allí conoce a Quintana, precisado a refugiarse después de la intervención de los Cien Mil Hijos de San Luis, que acabó con el régimen liberal. La amistad entre ambos fue pronto profunda, de tal forma que el viejo político dotó de cartas de recomendación a Donoso, en las que hizo grandes elogios de su joven amigo. Esta amistad es una influencia preciosa en la primera formación política de Donoso, pues fueron varios los veranos en que Quintana desplegó ante él todas sus ilusiones constitucionales. En octubre de 1823 se traslada Juan a Sevilla, donde, después de justificar que tiene aprobada la Filosofía Moral, es admitido al segundo curso de Jurisprudencia, cuando contaba únicamente catorce años de edad.

Sevilla ejerció sobre Juan el embrujo de su clima. Hizo versos, escribió dramas que jamás se estrenaron, asistió a tertulias y cenáculos literarios, tuvo sus primeras ilusiones amorosas... Gabino Tejado comenta así esta época de Donoso. «Nuestro filósofo se trocó entonces en Bucólico Batilo, que tuvo su correspondiente Dorila a quien consagrar enamoradas endechas.» De los amigos sevillanos de Donoso recordamos a Pacheco, Gallardo, Sotelo, Cívico, Ulloa y J. Claro.

Estos años de Sevilla fueron definitivos en la formación del carácter del futuro Marqués de Valdegamas.
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Terminados sus estudios de Jurisprudencia, Donoso marcha a Madrid con recomendaciones para diversos amigos de la familia que habitan en la Corte y lleno de ilusiones y de esperanzas. Inmediatamente de llegar se puso en contacto con los grupos literarios, y algún dinero debió de costarle, pues pronto pide a su padre aumento de la cantidad que le tenía asignada. En una de estas tertulias debió de conocer a Nicomedes Pastor Díaz, de quien se hizo íntimo amigo. Trató a Larra, pues fue a su entierro, y allí conoció a José Zorrilla, que leyó una poesía sobre la tumba de «Fígaro». Desde entonces el vallisoletano concurrió a las reuniones de la casa que Donoso tenía en la calle de Atocha.

Fundó revistas literarias, frecuentó Redacciones de periódicos políticos, intrigó, se movió y consiguió ser conocido. Pero en otoño de 1828 el Colegio de Cáceres, del que había sido alumno, le llama para ser profesor del mismo, y le pide que haga el discurso de inauguración. En la conferencia hizo un recorrido histórico por las distintas culturas, comenzando con la caída del Imperio Romano, para seguir por la invasión de los bárbaros, el espíritu de las Cruzadas y entonar un encendido canto al siglo XVIII, del que dice que ha recogido en un solo punto todas las fuerzas que el espíritu humano ha podido adquirir. La contextura del discurso da clara idea de que fue preparado con todo cuidado y de que se había preocupado por tener en cuenta a los grandes creadores de sistemas filosóficos. El racionalismo preside todas sus tesis, y Tejado descubre en él un «eclecticismo propio».

Durante la ceremonia inaugural del curso en Cáceres conoció a Teresa Carrasco, quien sintió inmediata admiración por aquel joven de mirada enérgica y segura que triunfaba con el discurso. De aquí partió una amistad sincera que terminó pronto –Donoso obraba con vehemencia cuando estaba convencido de la bondad de una causa– en boda. A principios de 1830 contrajeron matrimonio los dos jóvenes.

En los dos años siguientes a la boda Donoso trabajó como abogado junto a su padre. De esta época aparecen redactadas por él dos exposiciones a Fernando VII. Hacia 1832 volvió de nuevo a la Corte. El 13 de octubre de este año, con objeto de hacerse notar, escribe una Memoria sobre la situación actual de España, que es una alabanza de las dotes de Fernando VII y un duro ataque a los partidarios del Infante Don Carlos. El primer punto en que se apoya Donoso para su labor política puede resumirse en estas líneas: defensa del trono de Isabel, adhesión a los principios liberales con un sentido conservador y burgués, que le hará formar en la etapa siguiente en el grupo moderado, al que se adscribe resueltamente. La Memoria tuvo una feliz acogida en la prensa. Federico Suárez Verdeguer afirma que «el mayor servicio que podía haber recibido el liberalismo español en 1832 lo prestó Donoso Cortés con su Memoria sobre la Monarquía».
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Donoso consiguió con su trabajo el efecto apetecido. Fue nombrado funcionario de la Secretaría de Estado y despacho de Gracia y Justicia, y un año más tarde –1834– obtiene su primer ascenso. Continúa su colaboración en periódicos y revistas, y por entonces publica sus Consideraciones sobre la diplomacia y su influencia en el estado político y social de Europa, desde la Revolución de Julio hasta el tratado de la Cuádruple Alianza. En el prólogo, escrito después de las terribles matanzas de frailes en Madrid el 17 de Julio de 1834, y bastante después de la obra, se nota el gran efecto que en su ánimo hizo este sangriento hecho. Pero después de recusar a los impulsores de los desmanes, y hacer un canto a la religión, inexplicablemente, colaboró con Mendizábal, que, si no mató físicamente a los frailes, destruyó sus casas y les secularizó, pretendiendo así darles muerte moral.

En las Consideraciones hace la apología de la pequeña Isabel y ataca durísimamente al pretendiente Don Carlos. Se muestra constitucionalista, admirador de la Constitución de 1812, sin que le ofusque su brillo, apreciando sus defectos sin exagerar sus errores. «Mi corazón no simpatiza jamás con los que la desprecian, pero mi conciencia no me permite quemar incienso en sus altares.» Se muestra partidario del gobierno por la inteligencia, principio que ha de conservar por mucho tiempo. «La razón nos dicta y la Historia nos enseña que sólo en nombre de la inteligencia se puede dominar, porque sólo a ella pertenece el dominio absoluto de las sociedades.» No aparece muy clara su idea de la legitimidad. Rechaza que la unión de muchos hombres con sus votos pueda hacer un rey, pero basa la legitimidad en el ejercicio, en la relación de los actos del soberano con la justicia. Termina las Consideraciones haciendo un llamamiento a las Cortes que van a reunirse para que obren con discreción y procuren salvar el «divorcio» entre la libertad y el orden. Suárez Verdeguer ha encontrado en esta obra como objetivos principales: defender el trono, consolidar la libertad, sofocar la anarquía. La influencia de los doctrinarios franceses se ve clara a lo largo de este escrito, como en el que nos hemos de ocupar a continuación.

El Gobierno, tras la matanza de frailes, el alzamiento de los militares liberales en enero de 1835 y las medidas contra las Órdenes Religiosas recién iniciadas, creyó oportuno asegurar, sobre bases más sólidas que aquellas en que se, apoyaba, el débil trono de la niña Isabel, y así proclamó el Estatuto Real, obra esencialmente de Martínez de la Rosa, y envió agentes a las distintas regiones españolas para lograr adhesiones a la causa de María Cristina. Donoso marchó a Extremadura, y debió de obtener un éxito sobresaliente, ya que se le premió dándole la categoría de funcionario más antiguo y una condecoración.

El folleto La Ley Electoral, considerada en su base y en sus relaciones con el espíritu de nuestras instituciones fue comentado por Pastor Díaz muy favorablemente, pues vino en el momento más preciso para hacer triunfar la tesis de la elección directa sobre la indirecta, que contaba con muchos partidarios. El espíritu que alienta esta producción donosiana hace decir a Suárez Verdeguer: «Es el momento en que Donoso está caído, el punto más bajo de la evolución.» En realidad, continúa defendiendo al Gobierno de la inteligencia como único capaz de constituir y mantener unidas a las sociedades. El triunfo de la inteligencia se lo atribuye a Lutero: «Él secularizó a la inteligencia, que, una vez emancipada, debía dominar como señora.» Esta obra fue completada por la Revolución Francesa. Si el Gobierno pertenece a la inteligencia, han de gobernar los más inteligentes, es decir, las aristocracias legítimas. Lo interesante: ya no es, pues, el origen del Poder, sino las manos que lo ejercen, y por ellas se legitima. A través de las breves páginas del escrito se nos muestra un Donoso racionalista. También triunfa con esta nueva obra, y es nombrado jefe de Sección por Gómez Becerra, y más tarde –el 8 de mayo de 1836–, secretario del Gabinete de la Presidencia del Gobierno, que por aquel entonces ostentaba Mendizábal, el reformador del panorama religioso español, y al caer éste, dimite de sus cargos. Sobre esta colaboración, como ya hemos dicho, no hay una explicación lógica que hacerse, y nada puede justificarla.

Donoso, pese a su gran labor política, no perdió afición a las tertulias literarias, y en 16 de noviembre de 1835 asiste a una reunión para reorganizar el Ateneo y obtiene votos para ser nombrado secretario. Después fue uno de los más asiduos concurrentes.

Ocurre entonces en la vida íntima de Donoso un suceso excepcional que va a imprimir carácter a su existencia. A poco de morir la hija única de su matrimonio, muere la esposa en el verano de 1835. Él será ya, por siempre, un gran solitario. En los momentos difíciles no tiene el consuelo que le ayude a soportar los duros trances; en los felices no encuentra con quién compartir sus éxitos. Pero quizá a esto debamos el Donoso que vamos a buscar, porque su soledad le llevó a la meditación, y allí, escudriñando en las profundidades de su conciencia, con la gracia de Dios, encontró la verdad, a la que había consagrado su vida. No era hombre dado a proclamar sus sentimientos íntimos, pero Veuillot, íntimo amigo del Marqués de Valdegamas, nos habla de que la imagen de Teresa no se separó un momento de él y la conservó siempre un fiel recuerdo, hasta el punto de que en París a todas las niñas de quien, muchas veces por motivos de caridad o apostolado, fue padrino les impuso el nombre querido de su esposa. Desde la muerte de Teresa, Donoso no conoció el amor de otra mujer. El proclamar esto es uno de los mejores homenajes a este hombre de alma exquisita.

El político liberal

En 1836 Donoso alcanza un puesto codiciado para que su voz se oyera en el país: es elegido diputado a Cortes por la provincia de Badajoz. En las colecciones de periódicos de la época, especialmente en El Correo Nacional, donde se dan amplias referencias de las sesiones del Congreso de Diputados, aparece el nombre de Donoso frecuentemente. Sus intervenciones, si no muy numerosas, son las suficientes para hacer que su nombre sea conocido.

La actuación periodística de Donoso es ahora mucho mayor. fue redactor de La Abeja (1834-36), El Porvenir (1837), El Correo Nacional (1838), El Piloto (1839), y colaboró en la Revista de Madrid, El Heraldo (1842), El Tiempo (1846), El Faro (1847), El País (1849), La Época (1849) y La Coalición, de Badajoz.

El hecho más importante de su actuación pública fue el Curso de Derecho Público, que dio por encargo del Ateneo de Madrid en su salón de actos, y que desarrolló del 22 de noviembre de 1836 al 21 de febrero de 1837. Estas lecciones han sido desigualmente juzgadas, y generalmente mal. Joaquín Costa, sin embargo, llega a decir que son el más importante tratado técnico-político desde Suárez. La obra fue duramente criticada por El Eco del Comercio, donde llegó a llamarse a Donoso «Guizotín». Para nosotros la importancia de las lecciones reside en que marcan un punto interesante en el itinerario de la transformación ideológica de Donoso. Comienza señalando un conflicto –que también encarnaba en él– representado por la autonomía de la razón, como principio social armonizador, y el de la libertad, como destructor de la [8] armonía social. «Las inteligencias –la razón– se atraen. Las libertades se excluyen. La ley de las primeras es la fusión y la armonía; la ley de los segundos, la divergencia y el combate. Este dualismo del hombre es el misterio de la Naturaleza y el problema de la sociedad.» Para superar el dualismo se precisa de una cohesión –el Gobierno–, que no es otra cosa que «la sociedad misma en acción». Aquí aparece la idea, bien moderna, del Estado como movimiento. La acción del Gobierno tiene un límite que no puede traspasar, y cuando lo hace se convierte en despotismo. Importante es su exposición acerca de la soberanía; hay dos soberanías: la del derecho y la de hecho; la primera reside en la razón absoluta; la segunda, en la razón limitada, que es un reflejo de la anterior, y la poseen los distintos miembros de la sociedad con arreglo a sus distintas capacidades. Los representantes del pueblo son los más capaces en teoría, según cree Donoso, por lo que el Gobierno debe ser representativo. En las lecciones hay atisbo de algo que le obsesiona durante toda su vida, y es que tanto la revolución como la dictadura son necesidades transitorias de la vida política.

En 1837 publicó el folleto titulado Principios constitucionales aplicados al principio de Ley fundamental presentado a las Cortes por la Comisión nombrada al efecto. Se ha querido ver en este trabajo la primera iniciativa para el cambio ideológico de Donoso. Critica la clásica división de poderes diciendo que es un absurdo, pues siempre domina el más fuerte. Afirma la necesidad de reforzar el poder del Monarca –la Familia Real es la depositaria de la inteligencia que le han legado los siglos– y afirma que «cuando la persona que se sienta en el trono está despojada de él –el Poder–, esa persona es un súbdito con diadema». Las Cortes son «una institución sublime, sólo inferior en importancia al trono», pero no son Poder. Concibe aquí la sociedad organizada jerárquicamente, en cuya cima coloca al Monarca. Piensa que además de la Cámara popular debe haber otra elegida por el Monarca, sin intervención popular. Termina con esta advertencia: «Representantes del pueblo: No desarméis al trono delante de la democracia, ni al Poder delante de las facciones, porque ahora más que nunca es débil el Poder, es fuerte el pueblo.»

Se nota un largo camino recorrido desde las Lecciones de Derecho político, y no digamos nada de las Consideraciones sobre la diplomacia, hasta este folleto. Donoso ha sentido vacilar ya sus convicciones con las duras experiencias a que la realidad de su tiempo le ha sometido, y al contraponer sus creencias a los hechos se ve precisado a avanzar insensiblemente hacia puntos por él ignorados. Poco después, en julio de 1838, publica en El Correo Nacional, con el título «Polémica con el doctor Rossi y juicio crítico acerca de los doctrinarios», un artículo, en el que muestra su distanciamiento de los antiguos maestros franceses, a los que dice que fueron aptos para gobernar en una época de transición, por faltarles el «dogma filosófico, político, y social que la sociedad buscaba, pero que cayeron por no saber darle la seguridad ideológica apetecida».

Merecen mención otros dos escritos de esta misma época: España desde 1834 y De la Monarquía absoluta en España, donde sigue avanzando en su mutación ideológica.

Esta variación en la postura ideológica de Donoso le acerca a los círculos más próximos a María Cristina, ante la hostilidad de los progresistas capitaneados por Espartero. El 13 de enero de 1840 es nombrado nuevamente jefe de Sección del Ministerio de Gracia y Justicia y obtiene acta como diputado por Cádiz. El 17 de julio de 1839 marcha a Francia, después de obtener permiso en su cargo administrativo. Bien había observado el panorama político. El 12 de octubre la reina gobernadora resigna la Regencia, y el 17 embarca en Valencia para Marsella. Allí debió de encontrar a Donoso, quien le redactó el Manifiesto que dirigió a la nación española. La relación entre Donoso y la reina fue constante en el exilio, y de ella nació una leal devoción que nuestro hombre profesó siempre –si bien los últimos años de su vida se amenguó mucho– a la última esposa de Fernando VII, y que ésta le devolvía en una gran confianza y afecto. Así, le propuso para formar parte de un Consejo de tutela de las infantas Isabel y Luisa Fernanda, aun cuando el Gobierno no le admitió y nombró tutor único a Agustín Argüelles. Después de una entrevista en Lyon entre el caballero extremeño y María Cristina, ésta le envió a Madrid con el fin de conseguir un acuerdo con Espartero, nombrado regente del Reino, sobre la cuestión de la tutela, misión en la que fracasó. Donoso, tras publicar en los periódicos de la Corte un artículo en el que defendía los regios derechos, regresó nuevamente a París, y tomó amplio contacto con los círculos artísticos y literarios. El Instituto Histórico de París le incorporó a su seno como miembro del mismo. No hay datos concretos para explicar sus relaciones durante esta época con los elementos de la escuela tradicionalista francesa, pero se nota que los había leído en sus Cartas al Heraldo y que alguno de ellos, concretamente De Maistre, le había impresionado. Sus consideraciones sobre la guerra, el sacrificio y el dolor, como elementos purificadores, estuvieron siempre presentes en Donoso. «Que entró dentro de la sociedad francesa y no estuvo apartado de ella, como afirma Schramm, lo prueba el que en sus escritos hace desfilar a todos los personajes más representativos de la Francia de entonces.»

Noticias, aunque bien escasas, sobre las actividades políticas del futuro Marqués de Valdegamas en París nos dicen que actuó como secretario de la propia María Cristina e intervino, por encargo de la reina, en la pacificación de la lucha surgida en el destierro entre los elementos militares y civiles, sobre todo después del fracasado intento de raptar a las infantas del Palacio de Oriente. Participó en la llamada Orden Militar Española, fundada en la capital francesa como sociedad secreta para trabajar confidencialmente en la tarea de hacer caer a Espartero, a quien apoyaban sus «ayacuchos», y al que el país veía con disgusto ante el secuestro, más o menos evidente, en que tenía a la futura reina Isabel. En estas actividades antiesparteristas trabó Donoso amistad con el general Narváez, «el espadón de Loja», cuya figura había de tener tan extraordinaria importancia en el futuro.

Tras la famosa «Salve» de Olózaga en el Parlamento y el abandono del país por Espartero, con el triunfo de la sublevación de Narváez, Donoso regresa a España en octubre de 1843, y reanuda sus tertulias en el Parnasillo, a las que acudían Pastor Díaz, Pacheco, Zorrilla y Campoamor.

A poco de regresar a Madrid, Donoso fue nombrado diputado a Cortes por Badajoz y, como en legislaturas anteriores, fue un asiduo concurrente a las sesiones del Parlamento. Su primera intervención de importancia política fue al defender la proclamación de la mayoría de edad de Isabel II un año antes de lo que disponían las leyes. Se le aclamó reina de España el 8 de noviembre de 1843.

Con la nueva reina, su madre, María Cristina, se comunicaba por medio de Donoso. Las cartas eran enseñadas a Isabel, y como no convenía que se guardaran en Palacio, las conservaba el propio Donoso. En reconocimiento de su lealtad, el 30 de marzo de 1844 fue nombrado secretario particular de S. M. Isabel II, «con ejercicio de decreto», conforme a los deseos expresados por su madre. María Cristina le encargó, además, de todo lo relativo al testamento de Fernando VII, y en 12 de septiembre de 1846 se le nombró curador ad litem de la infanta Luisa Fernanda, y en octubre de 1845, consejero de Administración de Su Majestad.

Siguiendo esta verdadera lluvia de mercedes, Donoso fue nombrado representante de Isabel II «en comisión especial y con el carácter de ministro plenipotenciario» cerca de S. M., viuda en París, con el sueldo de 100.000 reales anuales para invitarle a regresar a Madrid; pero como esto llevaba anejo el complicado problema del matrimonio de la viuda de Fernando VII, fue uno de los que más trabajaron para que se concediera a su nuevo esposo, don Fernando Muñoz, hijo del estanquero de Tarancón, el ducado de Riansares. Salvando los inconvenientes y reparos que al regreso de María Cristina ponían Francia e Inglaterra, el 28 de febrero pasó la ex reina la frontera, y el 12 de marzo fue recibida en Valencia, de donde años antes había partido, con un discurso de Donoso Cortés, que por entonces recibió la gran cruz de Isabel la Católica. En 1 de octubre de 1845 se le nombró también gentilhombre de Cámara, con ejercicio.


Nuevamente fue elegido diputado por Badajoz, y se le designó para formar parte, como secretario, de la Comisión de Reforma Constitucional. Redactó el informe y defendió el proyecto en la Cámara. Por este hecho concreto, Donoso rompió la relación íntima que hasta entonces le había ligado al grupo moderado, que entonces se llamaba «puritano». La reforma significaba tanto como un paso más hacia el orden, era como un avance por el mismo camino por el que él marchaba personalmente. Dos eran sus puntos principales: dar un estado de solidez y garantía a las relaciones de la Iglesia y el Estado, y ante la proximidad del casamiento de la reina y su hermana, heredera del trono, darles una más amplia libertad en cuanto a la elección de esposo; así, se adoptó el acuerdo de que las Cortes debían ser enteradas simplemente sobre el proyectado enlace. Otro punto de amplia discusión, que defendió Donoso con gran apasionamiento, fue el de la elección de senadores del Reino, que atribuyó solamente al monarca, para establecer «entre el Senado y el Congreso la diversidad que procede de su origen». El dictamen sobre la Reforma, atribuido por todos los autores íntegramente a Donoso, y publicado hasta ahora como suyo en todas las ediciones de sus Obras, comienza con una tajante afirmación, que indica bien a las claras su contenido: «La Reforma cuenta por adversarios a los que no reconocen a las Cortes, con el rey, la potestad de hacer en las Constituciones políticas aquellas mudanzas y correcciones que aconsejan a veces la variedad de los tiempos y el bien del Estado.» La fórmula de «las Cortes con el rey», tan tradicional en nuestro derecho público, es el reconocimiento expreso del valor de las instituciones seculares. «Las Cortes con el rey son la fuente de las cosas legítimas.» A pesar de ello sigue condenando la fundamentación de la soberanía, tanto en el cielo como en la voluntad del pueblo.

En el discurso, de forma tajante, rompe ya toda relación con el partido moderado. Lafuente dice que «en 1842 estaba Donoso sediento de afirmaciones y muy enojado contra las negociaciones y las dudas». Fue esto, sin duda, lo que le llevó a esta situación con los puritanos, a los que acusa de no haber valorado debidamente los elementos políticos netamente españoles, entregándose, por el contrario, a ideas extrañas. Habla con calor de su idea de la Monarquía. «España, señores, ha sido siempre una Monarquía: esa Monarquía en toda la prolongación de los tiempos, ha sido una Monarquía democrática. ¡La Monarquía! Ved ahí para nosotros la realidad política. ¡El catolicismo! Ved ahí para nosotros, para todos, pero especialmente para nosotros, la verdad religiosa.» El alma inquieta de Donoso ha alcanzado ya una verdad, una verdad en la que empieza a encontrar descanso y sosiego. Pero le interesa que su idea de la democracia no se confunda. «Cuando yo hablo de la Monarquía democrática, el Gobierno democrático, no hablo de la Monarquía de las turbas. La Monarquía democrática –ésa es su definición en aquel momento– es aquella en que prevalecen los intereses comunes sobre los intereses privilegiados, los intereses generales sobre los intereses aristocráticos. Esta es la Monarquía democrática.» La Historia le diría a Donoso que no hay más democracia posible que la de las turbas, en cuanto se admite el principio de contar con esa misma masa, a la que él oponía su veto.

La vida parlamentaria del político extremeño llegó a ser en estos años mucho más intensa que lo había sido hasta entonces. Su voz se dejó oír a menudo en las Cortes, y se valoraron en más sus intervenciones, que llegaron a escucharse con sensación por la influencia que ejercía en la Cámara. A pesar de todo, Donoso continuó siendo un solitario. «O bien porque le faltaron ciertas prendas de carácter, o bien porque su talento práctico no valiera tanto como su talento especulativo, dado que no sea absurda esta distinción de talento, o bien porque las circunstancias entran por mucho en el encumbramiento y buen éxito de los nombres, Donoso Cortés, aunque llegó a formar secta, escuela o semiescuela, de la que fue jefe, jamás fue, ni capitaneó siquiera, no ya un partido político activo y militante, pero ni siquiera una pequeña facción.»

Otro discurso de importancia en esta época es el que pronunció el 15 de enero de 1845, referente a la dotación de culto y clero, cuando se discutía el proyecto del Gobierno de Narváez. En él expone, de acuerdo con las ideas de De Maistre, su opinión de que las revoluciones son obra de los designios de la Providencia, y aporta un importante cambio de sus ideas anteriores. «La autoridad pública, considerada en general, considerada en abstracto, viene de Dios; en su nombre se ejerce la doméstica del padre; en su nombre, la religiosa de los sacerdotes; en su nombre, la política de los gobernantes de los pueblos, y el Estado, me encuentro autorizado para decirlo lógicamente, debe ser tan religioso como el hombre.» Afirma que la suprema religiosidad del Estado consiste en reconocer a la Iglesia, y que siendo las dos sociedades de naturaleza distinta, esta independencia puede conservarse sin esfuerzo. Propone que se haga el clero propietario de renta perpetua del Estado, como medio seguro de atender a su subsistencia y consagrar su independencia. Por primera vez, y única, Donoso levantó la bandera de la necesidad de constituir un partido político nacional que acabe con las diferencias de grupos y banderías. «La cuestión ésta consiste en hallar un terreno bastante alto, bastante desembarazado para que en él pueda evolucionar libremente un partido nacional que ahogue la voz de todos los otros partidos.» Los partidos deben unirse en lo que para él constituye la verdad española, y han de ser «muy liberales, muy populares, muy monárquicos, muy religiosos». Se echa de ver, fácilmente, cómo lo mejor del discurso es la idea que en él alienta, pues difícilmente el liberalismo, esencialmente diversificador, puede unir, y Donoso prosigue haciéndolo base de su sistema.

El discurso sobre los regios enlaces de Isabel II y Luisa Fernanda, del que ya hemos hablado anteriormente, valió a Donoso ser nombrado vizconde del Valle y Marqués de Valdegamas, con grandeza de España, así como que el Gobierno francés le hiciera gran oficial de la Legión de Honor. No faltaban quienes le viesen con desdén o sobrecejo bogar tan prósperamente en las olas agitadas del desdén cortesano; y aun de sus amigos sinceros solía de cuando en cuando, en el seno de la mutua confianza, desprenderse una chispa de ingenio, cuando no un manifiesto reproche por aquel aluvión de blasones que se iban acumulando para decorar un nombre, que sin ellos ciertamente era ya bastante ilustre. Donoso, a quien ni las ingeniosidades ni los reproches en este asunto ofendían jamás, tenía para todos una respuesta que él mismo, en tono familiar, formulaba así cierto día, dirigiéndose a uno de sus amigos verdaderos: «Diga usted: si usted fuera un rabioso demócrata, y para ganar voluntades necesitara frecuentar encrucijadas tabernas, ¿qué traje usaría usted? ¿No le sería más conveniente ir con chaqueta al hombro, garrote en mano y colorado gorro frigio? Pues aplique usted el cuento, amigo mío, todo lo que mis ideas tienen que hacer en el mundo, se hace principalmente en los palacios, ¿qué traje quiere usted que me ponga sino el que usan los palaciegos?»

El ciclo de la actuación parlamentaria de Donoso durante esta temporada se cierra con su intervención acerca de las relaciones de España con el extranjero, al discutirse en las Cortes el proyecto de contestación al discurso de la reina. Su primera afirmación es tajante: «España no ha tenido desde mucho tiempo acá una política exterior propiamente dicha.» Para él hay tres países en la época de su intervención parlamentaría que la tienen: Inglaterra, que quiere a todo trance conservar sus mercados y crear otros nuevos; Rusia, que aspira a conservar sus conquistas y prepararse para ampliarlas; Estados Unidos de América del Norte, con el deseo de lograr que el principio de libertad de los mares sea reconocido, y su voluntad de asegurar y convencer que América es para los americanos, y que Europa no tiene derecho a intervenir en los asuntos del Nuevo Continente. De los demás países, Italia está para él bajo el protectorado de Austria; Bélgica, bajo el protectorado de Europa; los pueblos alemanes, bajo el influjo de la Confederación, y la Confederación recibe los impulsos de Berlín y Viena, y éstos están sometidos a la influencia de Rusia. Francia no tiene política exterior aun cuando la busca, y España ni la tiene ni la busca.

Habló también en este discurso de las relaciones de España con Francia y Portugal. Cree que la nación vecina ha buscado nuestra amistad cuando se ha encontrado débil, y, sin embargo, nos ha menospreciado al sentirse poderosa. Nuestro punto de fricción con los franceses lo encuentra en África. Pero en realidad Francia no puede hacer nada en este continente sin nosotros, ya que si geográficamente somos una barrera entre los dos, cultural, política y religiosamente, nuestras ideas, aun cuando europeas, están influidas de su proximidad al África. «Francia no puede acudir a la asimilación; ¿qué le resta? Acudir al exterminio; pero para el exterminio, prescindiendo de que no es arma puesta al servicio de las naciones civilizadas, prescindiendo de que no civiliza a los exterminados y barbariza a los exterminadores, es necesario contar con la alianza del tiempo.» Pero Donoso ve que Francia no tiene tiempo, pues sus ejércitos de África habrá de llevarlos con el tiempo a defender las fronteras del Rhin. España no ha sabido sacar partido de las desventajas de Francia en África, porque nadie se ha planteado seriamente nuestra misión en este Continente, y, sin embargo, «el interés permanente de España es o su dominación en África, o impedir la dominación exclusiva de cualquiera otra nación. Digo que es nuestro interés permanente porque no es de partido; es español. No pasa con los meses ni con los años; es interés que se prolonga con los siglos».

A Inglaterra la juzga duramente, como en otros de sus trabajos. «La Inglaterra, señores, no aspira a la posesión material del globo. La Inglaterra se contenta con considerar al globo como si fuera un inmenso campo de batalla y ocupar las posiciones más ventajosas, las posiciones estratégicas, como si dijéramos, los puntos fortificados; es el sistema de Inglaterra. Esto no quiere decir que Inglaterra aspira a la posesión material de la Península. La Inglaterra, señores, se contenta con tener en la Península dos magníficas posiciones: una, en la boca del Estrecho; otra, en las costas del Océano: Gibraltar y Lisboa. Ahora bien, señores, de esto resulta que la Inglaterra está más cerca de nosotros que la Francia. Si la Francia está en nuestras fronteras, la Inglaterra está en nuestro territorio; si la Francia está a nuestras puertas, la Inglaterra está en nuestra casa; lo que tenemos que temer nosotros de Inglaterra, lo que Inglaterra está realizando va, si puede decirse así, es el rompimiento de nuestra unidad territorial.» «La dominación exclusiva de la Inglaterra en Portugal es nuestro oprobio. La nación no puede consentirla, la nación no lo consentirá; no lo consentirá, señores, porque la potencia que sea señora de Portugal es tutora de España, y el pueblo español, caído y todo como está, postrado en el suelo como lo vemos, conserva todavía, señores, suficiente dignidad viril para no consentir caer bajo la perpetua tutela como la mujer romana.»
Donoso sigue ascendiendo a la carrera en el camino de su evolución política, acompañada de una profunda transformación religiosa. Su espíritu se halla en [14] marcha, la gracia del Señor le ha tocado el alma. Sólo hacen falta los acontecimientos precisos que le disparen hacia lo alto.

La transformación de Donoso

El primer signo de esta transformación es su comentario sobre las reformas de Pío IX, a los que ya hicimos referencia. Es hijo sumiso de la Iglesia, y como tal, no encuentra sino justificaciones para la actuación del Papa.

Pero ahora se producen hechos importantes que van a mover su alma. El camino de su mutación se inicia, como él mismo confiesa, según el testimonio del conde de Bois-le-Comte con la amistad de un hombre que le ejemplariza con su conducta, que le dijo basaba únicamente en su condición de católico. Quiso imitar desde ese día a aquel santo varón, y la fe religiosa que estaba aletargada en lo más íntimo de su ser, ayudada por un movimiento de la Gracia, comenzó a despertarse y a formar parte viva de su estructura mental y de la conducta del joven político. Que nunca dejó de ser católico lo prueba el hilo de sus escritos y discursos que hemos seguido hasta ahora, aunque en muchas ocasiones su fogosidad y su pasión dejasen en segundo término su sentido religioso. La expresión exacta sería decir que el catolicismo estaba presente en su vida, pero no con una vigencia real y plena. Esto se desprende de la carta del mismo Donoso a Blanche-Raffin, tan traída y llevaba por cuantos se han ocupado de su vida: «Yo siempre fui creyente en lo íntimo de mi alma; pero mi fe era estéril, porque ni gobernaba mi pensamiento, ni inspiraba mis discursos, ni guiaba mis amores...» La remoción del tesoro de la fe católica que se produce en su vida al contacto con el hombre bueno le hace sentir el deseo de asirse a verdades absolutas, de no andar más entre vacilaciones. En estos años de lucha y de zozobra interior se producen simultáneamente otros dos hechos decisivos en su evolución. En 1817 muere su hermano más querido, Pedro, hombre afiliado al partido carlista, de profunda religiosidad, y su muerte edificó de tal suerte a Juan, que por esto, y también por su contacto directo con la muerte en una época de profunda lucha interior, se sometió completamente al espíritu que alentaba dentro de él. En su carta al marqués de Raffin de 21 de julio de 1849 lo confiesa sinceramente: «Tuve un hermano a quien vi vivir y morir, y que vivió una vida de ángel y murió como los ángeles morirían si muriesen. Desde entonces juré amar y adorar, y amo y adoro... –iba a decir lo que no se puede decir–, con ternura infinita, al Dios de mi hermano. Dos años van ya recorridos de aquella tremenda desgracia... Vea usted aquí, amigo mío, la historia íntima y secreta de mi conversión... Como usted ve, aquí no ha tenido influencia ninguna ni el talento ni la razón; con mi talento flaco y con mi razón enferma, antes que la verdadera fe me hubiera llegado la muerte. El misterio (porque toda conversión es un misterio) es un misterio de ternura. No le amaba, y Dios ha querido que le ame, y le amo; y porque le amo, estoy convertido.» Bien claro se deduce de estas líneas que Donoso percibió el golpe de la Gracia llamando a su corazón, y su alma –llena de ternura, dice él– se entregó por completo.

Hasta hoy día el que con más cuidado y éxito ha estudiado el proceso de transformación de Donoso ha sido Suárez Verdeguer en su trabajo Evolución Política de Donoso Cortés. Para él es preciso separar cuidadosamente los dos aspectos de su conversión: el intelectual y el religioso, y aunque el método es justo, no cabe dejar de consignar que es preciso andar apoyado en sus avances en un campo para comprender los logrados en el otro. Para su mutación política es preciso tener en cuenta los graves sucesos revolucionarios que se producen en toda Europa, excepto en Inglaterra y en España, en el año 1848, y que le intiman a entrar por un camino en el que la transformación de su ideología política es ya completa. No olvidemos tampoco en este punto que su hermano Pedro era, como hemos dicho, carlista. Schramm considera importantísima en toda la evolución de Donoso su posición política.

La nueva posición de Donoso acrecienta su soledad, y ahora ya, por su gran influencia política, va a ser atacado duramente, incluso por su amigos de antes, que le ven triunfar, aun a pesar de su rígida e inflexible ideología. En unas coplas epigramáticas le llaman «mártir plenipotenciario, ex diputado y marqués», y le dieron el apodo ridículo de «Quiquiriquí».

Desde aquel momento, excepto su intervención en la desavenencia entre los regios esposos –de la que Natalio Rivas ha hablado–, no actúa en la concreta y pequeña política diaria, apegada a las circunstancias del momento. Él mismo se considera despegado de la tierra: «Yo estoy cansadísimo y fatigadísimo de todo; como, por otra parte, tengo la seguridad de que, todo se lo ha de llevar el diablo, no sería extraño que me metiera en mi casa para ver desde el interior de nuestra provincia cómo fracasa la nave; esto de luchar y luchar sin esperanzas es duro.» Lo dice en 20 de julio de 1851, y poco más tarde afirma: «No puedo menos de felicitar a usted por su propósito de separarse de la política activa. Este es también mi propósito, y a él arreglo ya mi conducta. Las cosas de la religión me ocupan exclusivamente.»

Ha sido el propio Donoso quien ha señalado con su misma pluma la transición de una de sus épocas a la otra. En la Colección escogida de sus escritos, que se publicó poco antes de la revolución del 48, dice: «El autor de los escritos que componen esta colección no la publica porque ponga en ella su vanidad, ni porque la estime en mucho; la publica sólo para dar muestra de deferencia a sus amigos, que deseaban hace tiempo ver reunidos los escritos que sobre materias graves he improvisado en cuestiones críticas o solemnes. Resuelto, por otra parte, de hoy más en nuevos derroteros y rumbos en las ciencias sociales y políticas, ha creído que esta colección podría servir para señalar a un tiempo mismo el término de una época importantísima de su vida y el principio de otra que no ha de ser menos importante.» Esta es una prueba más de que, contra lo que opina Schramm, no fue la revolución del 48 lo que influyó decisivamente en su conversión. Si no cabe menospreciar la reacción que ello supone en su ánimo, no cabe darle una importancia excepcional. «La revolución de febrero –dice Tejado– no es la única ni la principal siquiera de las explicaciones naturales del ardor con que se arrojó en los estudios teológicos, embebiendo su alma en los arrobamientos del misticismo. Lo que hizo esa revolución fue confirmar sus creencias, exaltar por la doctrina que se había apoderado de su espíritu y dotarla de sin igual pujanza para combatir los que con harta razón juzgaba consecuencias desastrosas de sus doctrinas opuestas.»

Confirmaciones de este cambio es que al ser llamado a la Real Academia Española se dedica al estudio de la Biblia, y su discurso de ingreso en la Corporación –16 de abril de 1848– versó precisamente sobre la Sagrada Escritura.

De esta época son los más conocidos discursos de Donoso: el llamado «sobre la Dictadura», pronunciado el 4 de enero de 1849, y el que versa «sobre Europa» –30 de enero de 1850–, en los que el camino de su evolución política está ya noblemente, alcanzado. Las dos oraciones parlamentarias han recorrido ayer el mundo, y vuelven a recorrerlo hoy, llenando de asombro y admiración. No siempre las interpretaciones son justas ni desinteresadas, pero la fuerza de su contenido queda patente con la juventud permanente de sus argumentos.

La reciente publicación en España del libro de Carl Schmitt Interpretación europea de Donoso Cortés ha hecho surgir una polémica sobre la verdadera idea de la Dictadura de Valdegamas. Las ideas claras, sin retorcimiento ninguno, son en este punto fáciles de percibir. Se trata de un discurso pronunciado en plena situación anormal de España, rodeada por una Europa en la que la revolución ha hecho presa. La única posibilidad en aquellos momentos está representada por el general Narváez, quien, con la fuerza que le da su grado militar, es el único que puede mantener el orden. Los progresistas le atacan en el Parlamento por la suspensión de garantías constitucionales que consiguió Donoso, que se da cuenta exacta de la situación, defiende al duque de Valencia, partiendo de que más que las leyes importa la sociedad para quien están hechas. «El principio de su señoría –el progresista Cortina–, bien analizado su discurso, es el siguiente: en política interior, la legalidad: todo por la legalidad; la legalidad siempre, la legalidad en todas las circunstancias, la legalidad en todas las ocasiones; y yo, señores, que creo que las leyes se han hecho para las sociedades, y no las sociedades para las leyes, digo: la sociedad, todo para la sociedad, todo por la sociedad; la sociedad siempre, la sociedad en todas sus circunstancias, la sociedad en todas ocasiones. Cuando la legalidad basta para salvar la sociedad, la legalidad; cuando no basta, la dictadura. Señores, esta palabra tremenda (qué tremenda es, aunque no tanto como la palabra revolución, que es la más tremenda de todas); digo que esta palabra tremenda ha sido pronunciada aquí por un hombre que todos conocen; este hombre no ha sido, por cierto, de la madera de los dictadores. Yo he nacido para comprenderlos, no he nacido para imitarlos. Dos cosas me son imposibles: condenar la dictadura y ejercerla.» «... Digo, señores, que la dictadura, en ciertas circunstancias, en circunstancias dadas, en circunstancias como las presentes, es un Gobierno legítimo, es un Gobierno bueno, es un Gobierno provechoso, como cualquier otro Gobierno; es un Gobierno racional, que puede defenderse, en la teoría, como puede defenderse en la práctica.» Para explicar más su idea, Donoso acude a un símil. Dice que el cuerpo social, al igual que el cuerpo humano, debe concentrar todo el poder para luchar contra las fuerzas invasoras del mal, cuando el mal se concentra en asociaciones políticas para agrupar sus posibilidades contra el Gobierno.

Se atreve luego a decir que así como Dios ha impreso unas leyes a la Naturaleza, que comparándolas con el orden político pudiéramos llamar constitucionales, así también las suspende algunas veces, quebrantándolas con el hecho sobrenatural o milagroso, que se corresponde en lo político con el hecho extraordinario de la dictadura. Para él «la cuestión, reducida a sus verdaderos términos, no consiste ya en averiguar si la dictadura es sostenible, si en ciertas circunstancias es buena; la cuestión consiste en averiguar sí han llegado o pasado para España estas circunstancias». Repasa los acontecimientos revolucionarios a lo largo del año 48, y dice: «La cuestión no está entre la libertad y la dictadura; si estuviera entre la libertad y la dictadura, yo votaría por la libertad, como todos los que nos sentamos aquí. Pero la cuestión es ésta, y concluyo: se trata de escoger entre la dictadura de la insurrección y la dictadura del Gobierno; puesto en este caso, yo escojo la dictadura del Gobierno, como menos pesada y menos afrentosa. Se trata de escoger, por último, entre la dictadura del puñal, y la dictadura del sable: yo escojo la dictadura del sable, porque es más noble.»

Donoso habla luego de la necesidad en que se encuentra la sociedad de una mayor represión política cuando falta la fe religiosa, y estudia esta necesidad a lo largo de la Historia. La única solución que entrevé Donoso es la vuelta al espíritu religioso, pero no lo cree posible ni probable en los pueblos colectivamente, aun cuando lo espera en los hombres.

El genio profético de Donoso, del que tanto se ha hablado, lo explica él así: «Para anunciar estas cosas no necesito ser profeta. Me hasta considerar el conjunto pavoroso de los acontecimientos humanos desde su único punto de vista verdadero: desde las alturas católicas.» Por eso él enjuicia las revoluciones como hechos providenciales que Dios envía a los pueblos. «Yo he admirado aquí –en España– y allí –fuera de ella– la lamentable ligereza con que se trata de la causa honda de las revoluciones. Señores, aquí, como en otras partes, no se atribuyen las revoluciones sino a los defectos de los Gobiernos. Cuando las catástrofes son universales, imprevistas, simultáneas, son siempre cosa providencial, porque, señores, no otros son los caracteres que distinguen las obras de Dios de las obras de los hombres.» Las revoluciones no las hacen los pueblos esclavos y hambrientos. Son enfermedades de los pueblos ricos y de los pueblos libres; «el germen de las revoluciones está en los deseos sobreexcitados de las muchedumbres, por los tribunos que la explotan y se benefician. Y seréis como los ricos; ved ahí la fórmula de las revoluciones socialistas contra las clases medias. Y seréis como los nobles; ved ahí la fórmula de las revoluciones de las clases medias contra las clases nobiliarias. Y seréis como los reyes; ved ahí la fórmula de las revoluciones nobiliarias contra los reyes. Por último, señores, y seréis a manera de dioses; ved ahí la fórmula de la primera rebelión del primer hombre contra Dios. Desde Adán, el primer rebelde, hasta Proudhon, el último impío, ésa es la fórmula de todas las revoluciones».

Para comprender en todo su valor este estudio sobre la dictadura sería preciso traer aquí, inmediatamente, posiciones personales y textos posteriores que [18] aclaran y completan esta idea de Donoso, interpretada según la conveniencia del instante por cada uno, olvidándose de las circunstancias en que se habló, y de hechos lejanos que aclaran el total significado de la teoría donosiana.

Además de atender al Parlamento, presidió Donoso en 1948 el Ateneo de Madrid y el 6 de marzo de 1849 llegó a Berlín como embajador de España, con 200.000 reales de sueldo, puesto del que regresó hacia el mes de Noviembre del mismo año con permiso de tres meses como enfermo, después ampliado, por justificar que le sentaba mal el clima de la capital de Prusia, según dice en la solicitud de permiso. Antes de marchar a Berlín pintó Madrazo su célebre retrato. A su paso por París visitó a Veuillot, y aunque no se sabe si antes tuvieron relación, de aquí salió una sincera y honda amistad, como lo prueba, por ejemplo, la carta que Donoso escribió al periodista francés desde Don Benito, donde fue a descansar, en la que el extremeño desgrana toda su espiritualidad y delicadeza de alma ante el paisaje que le vio nacer.

De 26 de mayo de 1849 es una carta del Marqués de Valdegamas a Montalembert, escrita en Berlín. En ella insiste sobre sus tesis acerca de diversos puntos teológicos y políticos. «La civilización católica enseña que la naturaleza humana está enferma y caída; caída y enferma de una manera radical en su esencia y en todos los elementos que la constituyen. Estando enfermo el entendimiento humano, no puede inventar la verdad ni descubrirla, sino verla cuando se la ponen delante; estando enferma la voluntad, no puede querer el bien ni obrarle, sino ayudada, y no lo será sino estando sujeta y reprimida. Siendo esto así, es cosa clara que la libertad de discusión conduce necesariamente al error, como la libertad de acción conduce necesariamente al mal. La razón humana no puede ver la verdad si no se la muestra una autoridad infalible y enseñante; la voluntad humana no puede querer el bien ni obrarle si no está reprimida por el temor de Dios. Cuando la voluntad se emancipa de Dios y la razón de la Iglesia, el error y el mal reinan sin contrapeso en el mundo.» Plantea también el problema del bien y del mal, afirmando que el triunfo sobre el mal es una cosa reservada a Dios. Insiste ante Montalembert en su propia situación personal: «En esta especie de confesión general que hago en presencia de usted debo declarar aquí ingenuamente que mis ideas religiosas y políticas de hoy no se parecen a mis ideas políticas y religiosas de otro tiempo. Mi conversión a los buenos principios se debe, en primer lugar, a la misericordia divina, y después, al estudio profundo de las revoluciones... Las revoluciones son, desde cierto aspecto y hasta cierto punto, buenas como las herejías, porque confirman en la fe y la esclarecen.»

Desde Berlín escribió también diversos despachos oficiales, publicados por Tejado como «Cartas a un amigo»; en ellas estudia la situación general de Prusia, Austria y la Confederación Germánica, relacionándolas con Europa.

A su vuelta a Madrid, Donoso pronunció en el Parlamento otro de los discursos que han alcanzado renombre universal. Es el llamado Discurso sobre Europa (30 de enero de 1850), que es una ojeada genial sobre la entonces actualidad europea –con la que ha tomado contacto directo– y una previsión certera del desarrollo de los acontecimientos. Combate en primer lugar a quienes creen que el avance socialista puede detenerse únicamente con medidas económicas. «El socialismo es hijo de la economía política, como el viborezno es hijo de la víbora, que, nacido apenas, devora a su propia madre. Entrad en estas cuestiones económicas, ponedlas en primer término, y yo os anuncio que antes de dos años tendréis todas las cuestiones socialistas en el Parlamento y en las calles. ¿Se quiere combatir al socialismo? Al socialismo no se le combate; y esta opinión, de que antes se hubieran reído los espíritus fuertes, no causa ya risa en la Europa ni en el mundo: si se quiere combatir al socialismo, es preciso acudir a aquella religión que enseña la caridad a los ricos; a los pobres, la paciencia: que enseña a los pobres a ser resignados y a los ricos a ser misericordiosos.» Habla luego de la importancia lograda por el socialismo y la debilidad de Europa para combatirlo. Dice que el socialismo tiene tres grandes teatros: Francia, donde están los discípulos; Italia, donde están los «seides», y Alemania, donde están los pontífices. La sociedad no sabe actuar frente a este nuevo hecho, y todo anuncia la confusión y el cataclismo. Donoso tiene aquí uno de sus momentos más elocuentemente catastróficos. «Todo anuncia, todo, para el hombre que tiene buena razón, buen sentido e ingenio penetrante, todo anuncia, señores, una crisis próxima y funesta; todo anuncia un cataclismo como no lo han visto los hombres. Y si no, señores, pensad en estos síntomas que no se presentan nunca, y, sobre todo, que no se presentan nunca reunidos, sin que detrás vengan pavorosas catástrofes. Hoy día, señores, en Europa todos los caminos conducen a la perdición. Unos se pierden por ceder, otros se pierden por resistir. Donde la debilidad ha de ser la muerte, allí hay príncipes débiles; donde la ambición ha de causar la ruina, allí hay príncipes ambiciosos; donde el talento mismo, señores, ha de ser causa de perdición, allí pone Dios príncipes entendidos.» Pero el mal de Europa, que muchos achacan a los Gobiernos, es muy otro. Para Donoso está en que los gobernados han llegado a ser ingobernables; en que ha desaparecido por completo la idea de la autoridad divina y de la autoridad humana. Refiere luego sus afirmaciones concretas al caso de Francia, donde la República subsiste, sin que se encuentre un solo republicano, porque para él la República es la forma necesaria de Gobierno en los pueblos que son ingobernables.

Para fundamentar su teoría de las relaciones entre lo religioso y lo político, habla de dos fases históricas de la sociedad: una afirmativa y otra negativa. La afirmativa contiene estos tres enunciados positivos en el orden religioso: primera, existe un Dios, y ese Dios está en todas las partes; segunda, ese Dios personal que está en todas partes reina en el cielo y en la tierra; este Dios, que reina en el cielo y en la tierra, gobierna absolutamente las cosas divinas y humanas. A estas tres afirmaciones religiosas corresponden las tres afirmaciones del orden político: «Hay un rey que está en todas partes por medio de sus agentes; ese rey que está en todas las partes reina sobre sus súbditos; y ese rey que reina sobre sus súbditos gobierna a sus súbditos. De modo que la afirmación política no es más que una consecuencia de la afirmación religiosa.» Con estas tres afirmaciones concluye para Donoso el período de la civilización, del progreso y del catolicismo. En el segundo período, negativo y de barbarie, se gradúan estas tres negaciones: Primera, Dios existe, Dios reina; pero está tan alto, que no puede gobernar las cosas humanas. A esta negación corresponde la de los constitucionales progresivos: «El rey existe, el rey reina; pero no gobierna.» La segunda negación religiosa es de orden panteísta: «Dios existe, pero no tiene existencia personal; Dios no es persona, y como no es persona, ni gobierna ni reina; Dios es todo lo que vemos, es todo lo que vive, todo lo que existe, todo lo que se mueve; Dios es la Humanidad.» La negación correspondiente es la republicana: «El poder existe; pero el poder no es persona, ni reina ni gobierna; el poder es todo lo que vive, todo lo que existe, todo lo que se mueve, luego es la muchedumbre, luego no hay más medio de gobierno que el sufragio universal, ni más gobierno que la república.» Progresando en el orden de las negaciones religiosas, viene la tercera, la del ateo: «Dios ni reina, ni gobierna, ni es persona, ni es muchedumbre; no existe», a la que se corresponde la negación política representada en aquel momento en que escribe Donoso por Proudhon, que dice llanamente: «No hay Gobierno.»

Dice Donoso que Europa camina por la segunda de las negaciones, y marcha decididamente hacia la tercera. Considera el peligro de Rusia, y cree que no puede atacar en aquel momento, pues ha perdido la influencia que ejercía sobre Austria y Prusia por el torrente revolucionario, que les ha hecho variar de postura. Rusia, en caso de guerra, tendría que luchar contra toda Europa, a lo que no debe estar dispuesta. Véase aquí por qué la Prusia rehuye la guerra, y véase aquí por qué la Inglaterra quiere la guerra; y la guerra hubiera estallado si no hubiera sido por la debilidad crónica de la Francia, que no quiso seguir en esto a la Inglaterra; si no hubiese sido por la prudencia austriaca y si no hubiese sido por la sagacísima prudencia de la diplomacia rusa. Sin embrago, Donoso opina que Rusia hará la guerra al Occidente cuando haya conseguido sus propósitos. Necesita, primero, que la revolución, después de haber disuelto la sociedad, disuelva los ejércitos permanentes; segundo, que el socialismo, despojando a los propietarios, extinga el patriotismo, porque un propietario despojado no es patriota, no puede serlo; cuando la cuestión viene planteada de esta manera angustiosa y congojosa, no hay patriotismo en el hombre; tercera, el acabamiento de la empresa de la confederación poderosa de todos los pueblos esclavos bajo la influencia y protectorado de la Rusia. Las naciones esclavonas cuentan, señores, con 80 millones de habitantes. Ahora bien, cuando en Europa no haya ejércitos permanentes, habiendo sido disueltos por la revolución; cuando en la Europa no haya patriotismo, habiéndose extinguido por las revoluciones socialistas; cuando en el Oriente de Europa se haya verificado la confederación de los pueblos esclavones; cuando en el Occidente no haya más que dos grandes ejércitos: el ejército de los despojados y el ejército de los despojadores, entonces, señores, sonará en el reloj de los tiempos la hora de Rusia; entonces la Rusia podrá pasearse tranquila, arma al brazo, por nuestra patria.» El castigo en este momento de Rusia, Donoso lo ve más contra Inglaterra que contra otra cualquier nación. Pero de este contacto de Rusia con la civilización occidental puede venirle su descomposición, pues actuará en sus venas como un veneno.

Inglaterra, sin embargo, es la menos expuesta a las revoluciones. «Yo creo –profetiza– más fácil una revolución en San Petersburgo que en Londres.» Y el tiempo le dio la razón. Pero para que Gran Bretaña pueda cumplir su misión le falta ser católica, tener formas e instituciones católicas. Francia para nada cuenta con respecto a este problema en el ánimo de Donoso, pues ya no es una nación; «es el club central de la Europa».

Expresa su opinión de que, al fin de cuentas, los Gobiernos absolutos son los más baratos para la sociedad, y que las economías que pretendan hacerse en el presupuesto nacional, como han de hacerse a costa del Ejército, resultarán carísimas, pues la civilización está defendida en este momento sólo por las armas.

Al pedir la votación en favor del presupuesto de defensa se dirige especialmente a las derechas, recelosas de la autoridad: «Y vosotros, señores de la oposición conservadora, yo os lo pido: mirad también por vuestro porvenir; mirad, señores, por el porvenir de vuestro partido. Juntos hemos combatido siempre; combatamos juntos todavía. Vuestro divorcio es sacrilegio; la patria os pedirá cuenta de él en el día de sus grandes infortunios. Ese día quizá no está lejos; el que no lo vea posible, padece una ceguedad incurable. Si sois belicosos, si queréis combatir aquí, guardad para ese día vuestras armas. No precipitéis, no precipitéis los conflictos. Señores, ¿no le basta a cada hora su pena, a cada día su congoja y a cada mes su trabajo? Cuando llegue ese día de la tribulación, la congoja será tanta, que llamaremos hermanos hasta aquellos que son nuestros adversarios políticos; entonces os arrepentiréis, aunque tarde tal vez, de haber llamado enemigos a los que son vuestros hermanos.»

Este discurso corrió por toda Europa, y hasta Metternich hizo llegar sus elogios al joven pensador español. La fuerza oratoria de esta oración es tanta, que por sí solo hubiera bastado para hacer conocer en todo el Continente el nombre de Juan Donoso Cortés.

El «Ensayo»

Poco después Donoso publicaba un trabajo de gran extensión, que había tardado algún tiempo en preparar. La obra fue terminada el 7 de agosto de 1850, pero hasta el año siguiente no se dio a conocer al público. La versión francesa fue hecha por Luis Veuillot, director de L'Univers, gran amigo del autor. Aquí se hacen notar a cada paso los estudios teológicos seguidos por Donoso, y el cambio seguro y definitivo de su orientación política y religiosa.

El Ensayo está dividido en tres libros. En el primero trata de las relaciones de la teología y la política, de la sociedad y el catolicismo y del triunfo de la Iglesia Católica sobre la sociedad. El libro segundo comienza con una referencia a la libertad humana y sus consecuencias; trata del principio del bien y del mal, de la armonización de la Providencia Divina y del libre albedrío, y de las soluciones que para estos problemas han encontrado, falsamente, las escuelas liberal y socialista. El tercer libro está dedicado a analizar la solidaridad humana la transmisión de la culpa, la acción purificante del dolor; los errores liberales y socialistas a este respecto, y del máximo sacrificio, el de la encarnación del Hijo de Dios y la redención del género humano. Al frente de la edición colocó Donoso esta advertencia, que no impidió las más duras críticas: «Esta obra ha sido examinada en su parte dogmática por uno de los teólogos de más renombre de París, que pertenece a la gloriosa escuela de los Benedictinos de Solesmes. El autor se ha conformado en la redacción definitiva de su obra con todas sus observaciones.»

La iniciación del Ensayo es harto conocida por haber sido reproducida más de una vez por muchos que no conocen del importante estudio sino esta frase: «M. Proudhon ha escrito en su Confesiones de un revolucionario estas notables palabras: «Es cosa que admira el ver de qué manera en todas nuestras cuestiones políticas tropezamos siempre con la teología.» Nada hay aquí que pueda causar sorpresa, sino la sorpresa de M. Proudhon. La teología, por lo mismo que es la ciencia de Dios, es el océano que contiene y abarca todas las ciencias, así como Dios es el océano que abarca y contiene todas las cosas.» Hace ver luego cómo todas las sociedades de todos los tiempos han tenido un sentido religioso, que ha sido reconocido por Rousseau y Voltaire. Pero las sociedades que han abandonado el culto de Dios por la idolatría del ingenio son pasto de las revoluciones, porque en pos de los sofismas vienen las revoluciones, y en pos de los sofistas los verdugos. Analiza genialmente esta idea, relacionándola con la política, y dice: «En los pueblos orientales como en las Repúblicas griegas y en el Imperio romano como en las Repúblicas griegas y en los pueblos orientales, los sistemas teológicos sirven para explicar los sistemas políticos: la teología es la luz de la Historia. La teología católica dio vida, pues, a un nuevo orden político. «Por el Catolicismo entró el orden en el hombre, y por el hombre, en las sociedades humanas.» «El orden pasó del mundo religioso al mundo moral, y del mundo moral al orden político. El Dios Católico, Criador y sustentador de todas las cosas, las sujetó al gobierno de su providencia, y las gobernó por sus vicarios.» «El Catolicismo, divinizando la autoridad, santificó la obediencia; y santificando la una y divinizando la otra, condenó el orgullo en sus manifestaciones más tremendas, en el espíritu de dominación y en el espíritu de rebeldía. Dos cosas son de todo punto imposibles en una sociedad verdaderamente católica: el despotismo y las revoluciones.» Dios dejó a la sociedad para que le indicara el verdadero camino y le enseñara la solución de sus problemas a la Iglesia, su mística ciudad.

La potestad humana está por debajo de la religiosa en este señalamiento del camino y diferenciación del bien y del mal, y de esa impotencia de la autoridad seglar para designar los errores ha nacido el principio de libertad de discusión, principio general de las constituciones modernas, que se funda en el hecho cierto de que no son infalibles los Gobiernos, y en el falso de la infalibilidad de la discusión. Es falsa esa infalibilidad, porque no puede nacer de la discusión si no está antes en los que discuten y en los que gobiernan, y no puede estar en ellos sino a condición de que la naturaleza humana no sea errónea. Por otra parte, si la naturaleza humana es infalible, la verdad está en todos los hombres independientemente de que estén reunidos o no, y si la verdad está en todos los hombres, aislados o juntos, todas sus afirmaciones serán idénticas, y si son idénticas, la discusión es absurda. En el caso de que se afirme que la razón humana está enferma y es falible, no puede estar nunca cierto de la verdad por esa misma falibilidad, y esta incertidumbre está en todos los hombres, juntos o aislados, por lo que sus afirmaciones han de ser inciertas, y si son inciertas, la discusión sigue siendo absurda.

La solución católica a este respecto es la siguiente: «El hombre viene de Dios, y el pecado, del hombre; la ignorancia y el error, como el dolor y la muerte, del pecado; la falibilidad, de la ignorancia; de la falibilidad, lo absurdo de las discusiones.» Pero el hombre fue redimido, por donde salió de la esclavitud del pecado, y de aquí que pueda convertir la ignorancia, el error, el dolor y la muerte en medio de su santificación, con el buen uso de su libertad, ennoblecida y restaurada. «Para este fin instituyó Dios su Iglesia inmortal, impecable e infalible. La Iglesia representa la naturaleza humana sin pecado, tal como salió de las manos de Dios, llena de justicia original y de gracia santificante: por eso es infalible, y por eso no está sujeta a la muerte.» Su existencia en la tierra está puesta como medio de ayuda para el hombre. «Síguese de aquí que sólo la Iglesia tiene el derecho de afirmar y de negar, y que no hay derecho fuera de ella para afirmar lo que ella niega, para negar lo que ella afirma.» De aquí la fecunda intolerancia de la Iglesia que ha salvado al mundo del caos, mientras las sociedades escépticas y discutidoras se han perdido vanamente. «La teoría cartesiana, según la cual la verdad sale de la duda como Minerva de la cabeza de Júpiter, es contraria a aquella ley divina que preside al mismo tiempo a la generación de los cuerpos y de las ideas, en virtud de lo cual los contrarios excluyen perpetuamente a sus contrarios, y los semejantes engendran siempre a sus semejantes. En virtud de esta Ley, la duda sale perpetuamente de la duda, y el escepticismo del escepticismo, como la verdad de la fe, y de la verdad, la ciencia.»

Habla más tarde del profundo ejemplo de solidaridad y organización de la sociedad católica, en la que todo hombre pertenece a un grupo social, enlazado jerárquicamente a otros, hasta concluir en el Sumo Pontífice, cabeza visible de la Iglesia. Esta ordenación se hace en virtud del precepto divino del amor. El Hijo de Dios encarnado triunfó sobre el mundo solamente en virtud de medios sobrenaturales; «la razón fue vencida por la fe, y la naturaleza por la gracia». La Iglesia triunfó en el mundo en virtud, también, del medio sobrenatural de la gracia.

Es de considerar cómo Dios manifiesta su voluntad en el mundo por medios prodigiosos, de los cuales a los diarios llamamos naturaleza, y a los intermitentes, milagrosos. La Providencia «viene a ser una gracia general, en virtud de la cual Dios mantiene en su ser y gobierna según su consejo todo lo que existe; así como la gracia viene a ser a manera de una providencia especial, con la que Dios tiene cuidado del hombre. El dogma de la providencia y de la gracia nos revelan la existencia de un mundo sobrenatural, en donde residen sustancialmente la razón y las causas de todo lo que vemos». La fuerza natural de la gracia se comunica perpetuamente a los fieles por medio de los sacramentos.

Este primer libro, cuyo análisis hemos acabado, lo llama Donoso «Del catolicismo», y el segundo, «Problemas y soluciones relativos al orden en general.» Enlaza en su comienzo con el final del anterior: «Fuera de la acción de Dios no hay más que la acción del hombre; fuera de la Providencia divina no hay más que la libertad humana. La combinación de esta libertad con aquella Providencia constituye la trama variada y rica de la Historia.»

Insiste Donoso en unas consideraciones sobre la libertad humana, en virtud de la cual puede resistir el hombre a quien le dio tal libertad, y no sólo resistirle, sino vencerle; pero este vencimiento lleva consigo la muerte del vencedor. En dejarse vencer tiene el hombre su galardón; en vencer, su castigo. El libre albedrío no consiste en la facultad de escoger el bien y el mal, que incitan al hombre por igual. Si fuera así, el hombre sería menos libre, en cuanto fuera más perfecto, pues su libertad de elección quedaría disminuida por una tendencia mayor e irresistible hacia el bien, lo que amenguaría su libertad. Por tanto, entre la libertad de elección por el bien o el mal y la perfección humana –que ha de tender al bien– hay «contradicción patente, incompatibilidad absoluta». De donde se deduce que el hombre libre no puede ser perfecto sino renunciando a su libertad, ni puede conservar su libertad sino renunciando a su perfección. Si la noción que se tiene de la libertad fuera la exacta, Dios no sería libre, porque habría de estar sometido a las solicitaciones del bien y del mal, lo que es absurdo.

El error está, pues, en suponer que la libertad consiste en la facultad de escoger, cuando reside en la de querer, que supone la facultad de entender. De donde la libertad perfecta consistirá en entender y querer perfectamente, «y como sólo Dios entiende y quiere con toda perfección se sigue de aquí, por una ilación forzosa, que sólo Dios es perfectamente libre». El hombre es libre porque tiene entendimiento y voluntad, pero no es perfectamente libre, porque no está dotado de un entendimiento y voluntad perfectos e infinitos. No entiende cuanto hay que entender, y está sujeto al error... «De donde se sigue que la imperfección de su libertad consiste en la facultad que tiene de seguir el mal y abrazar el error; es decir, que la imperfección de la libertad humana consiste cabalmente en aquella facultad de escoger, en que consiste, según la opinión vulgar, su perfección absoluta». Al ser creado en el Paraíso terrenal el hombre entendía el bien, y porque lo entendía, lo quería, abrazándolo libremente por ese claro juicio que tenía para distinguirlo. Entre su libertad y la de Dios había una diferencia de limitación, pues la del Señor no podía perderse ni padecer menoscabo, y la del hombre, sí. El pecado original nubló su entendimiento y dejó intacta su voluntad. La libertad humana enfermó gravísimamente, como está hoy. La relación del hombre por Dios Encarnado supone la concesión a cada hombre de «la gracia que es suficiente para mover la voluntad con blandura», es decir, la claridad de entendimiento límite para emitir juicios ciertos en las solicitaciones del bien y del mal. Pero ha de cooperar el hombre para que la gracia meramente suficiente se torne en eficaz. «Todos los esfuerzos del hombre, deben dirigirse, pues, a dejar en ocio esa facultad, ayudado de la gracia, hasta perderla del todo, si esto fuera posible, con el perpetuo desuso. Sólo el que la pierde entiende el bien, quiere el bien y lo ejecuta; y sólo el que, esto hace es perfectamente libre, y sólo el que es libre es perfecto, y sólo el que es perfecto es dichoso; por eso ningún dichoso la tiene: ni Dios, ni sus santos, ni los coros de sus ángeles.» Destruye a continuación Donoso las objeciones de distintos errores sobre este dogma de la libertad humana. Ataca también el principio maniqueo del dios del bien y del mal, y del que hace al hombre principio del bien contra un dios principio del mal. Dios creó al hombre exento de mal, pero no lo hizo dotado de todo el bien, porque en este caso lo hubiera hecho Dios. La imperfección en la bondad del hombre está en la posibilidad de escoger entre el bien y el mal, de la que hizo mal uso apartándose de la verdad, por lo que dejó de entenderla, pero siguió entendiendo y obrando; el término de su entendimiento fue el error, el de su obrar el mal; en suma, el pecado que niega a Dios que es el bien absoluto. El hombre se entronizó entonces a sí mismo como centro de la creación. «Su naturaleza se convirtió de soberanamente armónica en profundamente antitésica.» «En el sistema católico el mal existe, pero existe con una existencia modal; no existe esencialmente.» No hay un principio del bien y del mal cuando en toda rivalidad entre ello la victoria será siempre y definitivamente de Dios, que es el Bien Absoluto, como ya hemos dicho. Se extiende luego en consideraciones sobre los efectos del pecado, causa del desorden del mundo.

Pero Dios consintió esto porque está en Él variar el mal en bien y el desorden en orden, de tal forma que el hombre que se separa de Dios por su pecado ha de estar bajo Su influencia por la aplicación de la justicia. «La libertad de los seres inteligentes y libres está en huir de la circunferencia, que es Dios, para ir en Dios, que es el centro; y en huir de dentro, que es Dios, para ir a dar con Dios, que es la circunferencia. Nadie, empero, es poderoso para dilatarse más que la circunferencia, ni para recogerse más que el centro.» «Dios es, pues, el que señala a todas las cosas su término, la criatura escoge la senda.»

Analiza estos problemas en las escuelas liberales y socialistas, para decirnos que los liberales, en su desprecio de la teología desconocen la relación entre las cuestiones políticas y sociales con las religiosas. Creen éstos que el mal es una pura cuestión de gobierno, y que un gobierno es malo cuando no es legítimo. Son legítimos para ellos los gobiernos sometidos al dominio de la razón, como afirman que el gobierno de la razón divina es el encarnado por el que está sometido a las leyes naturales a que están sometidas desde el principio las cosas materiales. Dice que esto es así, aunque cause extrañeza, porque la escuela liberal no es atea en sus dogmas, sino en sus consecuencias. Es deísta, aun sin saberlo, y de aquí parte su teoría constituyente del pueblo. La escuela liberal, «impotente para el bien, porque carece de toda afirmación dogmática, y para el mal, porque le causa horror toda negación intrépida y absoluta, está condenada a ir, sin saberlo, a dar con el bajel que lleva su fortuna al puerto católico, a los escollos socialistas. Esta escuela no domina sino cuando la sociedad desfallece; el período de su dominación es aquel transitorio y fugitivo en que el mundo no sabe si irse con Barrabás o con Jesús, está suspenso entre una afirmación dogmática y una negación suprema. La sociedad entonces se deja gobernar de buen grado por una escuela que nunca dice afirmo ni niego y que a todo dice distingo. El supremo interés de esta escuela está en que no llegue el día de las negaciones radicales ni de las afirmaciones soberanas; y para que, no llegue, por medio de la discusión confunde todas las nociones y propaga el escepticismo, sabiendo, como sabe, que un pueblo que oye perpetuamente en boca de sus sofistas el pro y el contra de todo acaba por no saber a qué atenerse y por preguntarse a sí propio si la verdad y el error, lo injusto y lo justo, lo torpe y lo honesto, son cosas contrarias entre sí o si son una misma cosa mirada desde puntos de vista diferentes. Este período angustioso, por mucho que dure, es siempre breve; el hombre ha nacido para obrar, la discusión perpetua contradice la naturaleza humana, siendo como es enemigo de las obras. Apremiados los pueblos por todos sus instintos, llega un día en que se derraman por las plazas y las calles pidiendo a Barrabás o pidiendo a Jesús resueltamente, y volcando en el polvo las cátedras de los solistas.» Poniendo en relación la escuela liberal con la socialista, ve a favor de ésta que toma sus decisiones de una forma perentoria y decisiva, sin dilación alguna. Pero el socialismo, que tiene su teología, es detractor, porque sigue una teología satánica. El triunfo definitivo será de la escuela católica, por ser a un mismo tiempo teológica y divina. La crítica liberal termina con estas palabras: «La escuela liberal, enemiga a un mismo tiempo de las tinieblas y de la luz, ha escogido para sí no sé qué escrúpulo incierto entre las regiones luminosas y las opuestas, entre las sombras eternas y las divinas auroras. Puesta en esa región sin nombre, ha acometido la empresa de gobernar sin pueblo y sin Dios; empresa extravagante e imposible; sus días están contados, porque por un punto del horizonte asoma Dios y por otro asoma el pueblo. Nadie sabrá decir dónde está el tremendo día de la batalla y cuándo el campo todo está lleno con las falanges católicas y las falanges socialistas.»

Los socialistas creen que el mal está en la sociedad, y por eso hablan de la necesidad de una reforma social. Cuando la transformación por ellos preconizada se haya realizado, entonces la tierra disfrutará de una edad de oro, y el mal habrá desaparecido de la tierra. Donoso rebate estos argumentos con la siguiente tesis: El mal está en la sociedad de forma esencial o accidental. Si está de forma esencial, no puede extirparse de ella; si lo está de forma accidental, hay que estudiar las causas y orígenes del mal y la forma en que el hombre va a redimir a la sociedad. Se diferencia el socialismo del catolicismo en que la redención social es en su obra humana y no divina. La razón humana en el socialismo es bien arriesgada, pues atribuye al hombre empresas de trascendencia sobrenatural, además de que si el hombre, componente de la sociedad, está enfermo, difícilmente podrá sanarse a sí mismo.

El tercer libro del Ensayo lo dedica Donoso a estudiar los «Problemas y soluciones relativas al orden en la Humanidad». Comienza resaltando el desorden producido por el primer pecado, cuya culpa se transmite a todas las generaciones que han sido, son y serán. La explicación de esta transmisión la ve Donoso asemejándola a la transmisión que en el orden moral y en el físico se produce con algunas enfermedades por corrupción radical de la naturaleza. La creación de la primera pareja hace que su posteridad, después de haber nublado su entendimiento con la culpa, lleve también ese estigma de la obnubilación de la inteligencia. Tomando ideas aprendidas de De Maistre, Donoso valora luego el dolor, producido especialmente por la culpa, que es el compañero infatigable del hombre a lo largo de toda su peregrinación terrena. El dolor iguala a los hombres, pues todos padecen; el dolor nos hace despojamos de nuestras ambiciones y vanidades; el dolor apaga el incendio de las pasiones; todos mejoran su espíritu con el dolor. «Por el contrario, el que deja los dolores por los deleites, luego al punto comienza a descender con un progreso a un mismo tiempo rápido y continuo.» La aceptación voluntaria del dolor es uno de los ejercicios más sublimes que hace aumentar las virtudes. Habla luego del dogma de la solidaridad, admitido a lo largo de los tiempos. El liberalismo niega la solidaridad religiosa al negar la transmisión de la culpa, y niega la solidaridad política al proclamar normas que la excluyen. El socialismo más lógico en llegar al término de estas negaciones, afirma que la negación de la solidaridad lleva consigo la negación de la culpa y la pena, y en el orden político niega la Monarquía hereditaria, niega la solidaridad de la familia y de la propiedad. Así, pues, el liberalismo no ha hecho más que sentar las premisas en las que luego se ha basado el socialismo. Las dos escuelas no se distinguen por las ideas, sino por el arrojo, y la victoria correspondería a la más arrojada. «Las escuelas socialistas demostraron sin grande esfuerzo, contra la escuela liberal, que, una vez negada la solidaridad familiar, la política y la religiosa, no cabía aceptar la solidaridad nacional, ni la monárquica, y que, al revés, era de todo punto necesario suprimir en el derecho público nacional la institución de la Monarquía, y en el derecho público internacional, las diferencias constitutivas de los pueblos.» De este sentido de la solidaridad humana y de la valoración del dolor, como expiación del mal, pasa a explicar el sentido de los derramamientos de sangre con el valor aplacatorio del ofrecimiento de la víctima. La sangre del hombre no podía ser expiatoria de la culpa original, que es culpa de la especie, el pecado humano por excelencia. Por eso fue preciso el Sacrificio del Gólgota. «Sin la sangre derramada por el Redentor no se hubiera extinguido nunca aquella deuda común que contrajo con Dios en Adán todo el género humano.» El dolor, el derramamiento de sangre, cumple su fin necesario; por eso, los «mismos que han hecho creer a las gentes que la tierra puede ser un paraíso, les han hecho creer más fácilmente que la tierra ha de ser un paraíso sin sangre.»

Termina el Ensayo con una recapitulación general de doctrina, y dice: «El orden humano está en la unión del hombre con Dios: esa unión no puede realizarse en nuestra condición actual y en nuestro actual apartamiento sin esfuerzo gigantesco para levantarnos hasta él.» La encarnación del Hijo de Dios fue el gran acto de amor para acercarse a las criaturas. El hombre debe usar de la razón en su descubrimiento y unión con la Verdad, no para descubrir sus misterios, sino para explicársela y verla. Y en definitiva, como decía antes, de una forma u otra siempre se encuentra con Dios. Así termina el libro con estas palabras: «Lo que no ha visto ni verá el mundo es que el hombre que huye del orden por la puerta del pecado, no vuelva a entrar en él por el de la pena, esa mensajera de Dios que alcanza a todos con sus mensajes.»
El Ensayo mereció encendidos elogios, pero también duras críticas por parte de quienes se sentían atacados por su liberalismo. Una oportuna carta de Pío IX hizo ver cómo no había heterodoxia alguna en el escrito y cuánta era la estima en que el Santo Padre tenía a Donoso.

En la cumbre política y religiosa

Hace por este tiempo un discurso en el Parlamento –el de 30 de diciembre de 1850–, en el que Donoso, al fijar su posición frente al Ministerio Narváez, el de los poderes extraordinarios, aclara más algunos puntos sobre su idea de la dictadura. En primer lugar, afirma que su apoyo al Ministerio ha sido por exclusión, pues era el que más podía acercarse a sus doctrinas, aun cuando no eran las suyas. El responsable máximo de la triste situación del país cree que es el Gobierno, no lo es la revolución, que revolucionando hace su oficio; no lo son otros Gobiernos que han actuado bajo la presión revolucionaria; pero el Gobierno de Narváez sí que es responsable, porque ha sido «el dueño absoluto y soberano de sus propias acciones». El Ministerio funda toda su gloria en la conservación del orden material, pero esto no es bastante, pues el «orden verdadero consiste en que se proclamen, se sustenten, se defiendan los verdaderos principios políticos, los verdaderos principios sociales». Luego afirma que la corrupción llena las capas todas del Gobierno y a sus representantes en las provincias. El Ministerio, «es culpable hasta cierto punto, porque alienta esta corrupción con la impunidad en que deja a sus agentes, y además es culpable por su silencio». Afirma que la responsabilidad del Gobierno es mayor, por haber usado de un poder omnipotente. «Es necesario que si quiere la dictadura, la proclame y la pida, porque la dictadura, en circunstancias dadas, es un Gobierno bueno, es un Gobierno excelente, es un Gobierno aceptable; pero, señores, que se pida, que se proclame, porque si no estaremos entre dos Gobiernos a la vez; tendremos un Gobierno de hecho, que será la dictadura, y otro de derecho, que será la libertad; situación, señores, la más intolerable de todas, porque la libertad, en vez de servir de escudo, sirve entonces, de celada.» Este discurso acabó con el Gobierno de Narváez, a pesar del optimismo de Martínez de la Rosa, que formaba parte de él, por la votación de la Cámara.

De entonces es también –26 de noviembre de 1851– una carta que dirigió a la reina madre, doña María Cristina, en la que el embajador de España en Francia señala los males de la sociedad contemporánea: «Las clases menesterosas, señora, no se levantan hoy contra las acomodadas sino porque las acomodadas se han resfriado en la caridad para con las menesterosas. Si los ricos no hubieran perdido, la virtud de la caridad, Dios no hubiera permitido que los pobres hubieran perdido la virtud de la paciencia.»

Son ya los últimos años de la vida del Marqués de Valdegamas, embajador de España en París, Gran Cruz de Isabel la Católica y de Carlos III y Caballero Oficial de la Legión de Honor, que, mientras reparte sus bienes a los pobres, no tiene más que una camisa, que lleva remendada. «La piedad de Donoso Cortés –dice Veuillot– no cesó un punto de aumentarse y echar raíces cada vez más hondas hasta el último día de su vida. Discurría acerca de su fe como un hombre de genio; la practicaba como un niño, sin solemnidad, sin miramiento alguno, sin vacilar ni aun en la apariencia en cumplir los preceptos de Dios y de la Iglesia, sin sombra alguna de desconfianza de las divinas promesas. En esto no había diferencia entre Donoso y el más humilde y fervoroso aldeano de España.» He aquí un ejemplo que cita el mismo escritor francés: «Habiendo sabido que en Agenteuil se conservaba un vestido de Nuestro Señor, quiso ir allí para alcanzar de la misericordia de Dios la salud de uno de sus hermanos que estaba enfermo. Esto fue a fines de otoño de 1851: llovía a cántaros, pero él fue todo el camino a pie. Yo tuve la dicha de ir con él. Como le dijera que nunca imaginé que un español sufriera tanto tiempo el irse mojando, respondióme, sonriendo graciosamente, que todavía había menester de otra lluvia para lavarse de sus pecados

Agotado físicamente, llegó para Donoso la hora de su muerte, aquejado de una dolencia de corazón. Sus últimos días fueron de un gran fervor católico; tanto, que impresionó vivamente a sor Bon-Secours, que fue quien le cuidó. A las cuatro y media de la tarde del día 3 de mayo de 1853 sintió tal opresión en el pecho que pidió un sacerdote. Fue avisado el párroco de San Felipe de Roule, que le asistió en último trance. La extremaunción le fue administrada en presencia de los embajadores de Austria y Prusia. La monjita le pidió que se acordara de ella cuando estuviera en presencia de Dios, según le había prometido, y Donoso insistió en que no se olvidaría. “ Jamás –decía la sor– pasan cinco minutos sin pensar en Dios; y cuando habla, sus palabras penetran en el corazón como flechas.» A las cinco y treinta y cinco minutos de la tarde expiró a consecuencia de pericarditis aguda, según el dictamen médico del doctor Cruveilhier, en el Palacio de la Embajada de España, rue de Corcelles, 29. Ha muerto sin agonía y sin ningún dolor aparente; un ligero suspiro fue la señal que indicó la entrega de su alma al Divino Creador, dice el parte oficial por su sustituto en París, señor Quiñones de León. Tenía entonces el Marqués de Valdegamas cuarenta y cuatro años de edad, menos tres días.

Las exequias se celebraron a las doce del día 7 de mayo en la parroquia de Saint-Philippe-du-Roule, y el duelo fue presidido por el encargado de Negocios de España y el Nuncio de Su Santidad en París. Las cintas de la fúnebre carroza eran llevadas por el ministro de Asuntos Exteriores de Francia, el embajador de Inglaterra y los ministros de Suecia y Noruega y de Dinamarca. Asistió todo el Cuerpo diplomático acreditado ante la Corte imperial de Napoleón III, los ministros de su Gobierno y gran número de personas, entre las que, por razón de amistad, citaremos al conde Montalembert, Guizot y el general Narváez. El Emperador estuvo representado por uno de sus ayudantes de campo, y le fueron rendidos honores militares. Se le enterró provisionalmente en la bóveda de la iglesia de San Felipe, en París. El 10 de octubre del mismo año 1853 se trasladaron sus restos a Madrid, y fueron encontrados en 1899, por encargo del Marqués de Pidal, en la cripta de la parroquia de Nuestra Señora del Buen Consejo, de Madrid. Es errónea, pues, la afirmación de Schramm de que los restos de Donoso no fueron trasladados a Madrid hasta 1900. Hoy reposan en el cementerio de la Colegiata de San Isidro de la capital de España.

Las últimas palabras que escribió en su vida fueron dedicadas a la esposa y a los hijos de su hermano Pedro, para quien en su testamento tuvo este recuerdo: «Su vida y su muerte han sido asunto perpetuo de mis lágrimas, que aun hoy mismo estoy consagrado a su memoria y aun así no le pago: su prodigiosa virtud obró mi conversión después de la Gracia Divina, y después de la misericordia de Dios, sus encendidas oraciones me abrirán la puerta del cielo.»

Todos los periódicos dedicaron encendidos elogios al ilustre desaparecido en plena potencia creadora. Hasta sus enemigos reconocieron el valor de sus escritos. Los trabajos de Edmund Schramm y Carl Schmitt en las primeras decenas de este siglo contribuyeron a avivar la memoria de Donoso, así como a poner de relieve la actualidad de sus escritos. La escuela tradicionalista española le contó siempre, junto a Balmes, Nocedal, Aparisi y Guijarro, Vázquez de Mella... como uno de sus más ilustres pensadores. Si Donoso no fue carlista, aunque quizá hubiera terminado en ese campo, sí era un tradicionalista concorde con el pensamiento clásico español, y por eso no es aventurado hacerle figurar junto a los nombres citados. Todas las empresas restauradoras del pensamiento español en los últimos años lo han tenido como indudable guía. Bela Menczer decía en un reciente trabajo: «Toda ley racional de expansión y progreso conduce al aniquilamiento, a no ser por 'la intervención personal, soberana y directa de la Gracia. Con la filosofía de la Historia resumida en esta fórmula, Donoso Cortés ocupa un puesto central en la historia del renacimiento católico, que comenzó como réplica a la Revolución francesa», y Rafael Calvo Serer afirma que «las ideas donosianas han contribuido a impulsar la historia española en el camino de superación de la revolución moderna como no lo ha hecho ningún otro país». Gran número de tesis doctorales de Italia, Alemania, Austria y Suiza, principalmente, dedicadas al pensador español acreditan el inmenso valor de la obra de Donoso Cortés como armas recias y potentes para la lucha en que está empeñado el mundo.

Santiago Galindo Herrero


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* Historia Bibliografía


CARTA DE S.A.R CARLOS MARÍA ISIDRO A S.M.C FERNANDO VII

Mi muy querido hermano de mi corazón, Fernando de mi vida:
He visto con el mayor gusto, por tu carta del 23 que me has escrito, aunque sin tiempo, lo que me es motivo de agradecértela más, que estabas bueno, y Cristina y tus hijas; nosotros lo estamos, gracias a Dios. Esta mañana, a las diez, poco más o menos, vino mi secretario Plazaola, a darme cuenta de un oficio que había recibido de tu ministro de esta Corte, Córdova, pidiéndome hora para comunicarme una Real orden que había recibido: le cité a las doce, y habiendo venido a la una menos minutos, le hice entrar inmediatamente; me entregó el oficio para que yo mismo me enterase de él; le vi y le dije que yo directamente te respondería, porque así convenía a mi dignidad y a mi carácter y porque siendo tú mi rey y mi señor eres al mismo tiempo mi hermano, y tan querido toda la vida, habiendo tenido el gusto de haberte acompañado en todas tus desgracias. Lo que deseas saber es si tengo o no intención de jurar a tu hija por Princesa de Asturias. ¡Cuánto desearía poderlo hacer! Debes creerme, pues me conoces, y hablo con el corazón que el mayor gusto que hubiera podido tener sería el de jurar el primero, y no darte este disgusto, y los que de él resulten; pero mi conciencia y mi honor no me lo permiten: tengo unos derechos tan legítimos a la Corona, siempre que te sobreviva y no dejes varón, que no puedo prescindir de ellos, derechos que Dios me ha dado cuando fue su voluntad que yo naciese, y sólo Dios me los puede quitar concediéndote un hijo varón, que tanto deseo yo, puede ser que aún más que tú: además, en ello defiendo la justicia del derecho que tienen los llamados después que yo, y así me ves en la precisión de enviarte la adjunta declaración, que hago con toda la formalidad a ti y a todos los soberanos, a quienes espero se la harás comunicar.
Adiós, mi muy querido hermano de mi corazón; siempre lo será tuyo, siempre te querrá, te tendrá presente en sus oraciones este tu más amante hermano, Carlos.

PROTESTA QUE ACOMPAÑA ESTA CARTA
Señor:
Yo, Carlos María Isidro de Borbón y Borbón, Infante de España: Hallándome bien convencido de los legítimos derechos que me asisten a la corona de España, siempre que sobreviviendo a V.M. no deje un hijo varón, digo, que ni mi conciencia ni mi honor me lo permiten jurar ni reconocer otros derechos; y así lo declaro.
Palacio de Ramalhao, 29 de Abril de 1833.
Señor: A.L.R.P. de V.M. Su más amante hermano y fiel vasallo.
M. el Infante Don Carlos.

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