Fuente: Punta Europa, Número 13, Enero 1957, páginas 108 a 111.
RAFAEL OLIVAR BERTRAND. ASÍ CAYÓ ISABEL II. BARCELONA, ED. DESTINO, 1955, 436 PAGS.
Acábase de leer este libro de R. Olivar Bertrand con el sentimiento mixto de quien finara de salir de una pesadilla: de un lado, contento el espíritu por haber dejado atrás las sombras negras de un padecimiento ineludible, de otro, herido con el recuerdo de los temblores de la angustia que se sufrió. Es privilegio de los historiadores de pro –y en este libro acaba de demostrarlo Olivar Bertrand consolidando la maestría manifestada en sus obras anteriores– acertar a dar la impresión viva del suceso, entrando al lector en el tema con todas las palancas a su mano. El estilo del libro, la hilación con que muchas veces determinada frase ata un acontecimiento al subsiguiente, el tino perfecto del ritmo conseguido en la narrativa, contribuyen a ambientar el relato. Está escrito el libro como deben estarlo los libros que se escriben acerca del siglo XIX nuestro: con temblor oscilante en los rasgos, dando sin pausa la sensación del vértigo que produce la vorágine de las cosas, en la endiablada borrachera demasiado humana de aquel panorama siempre encendido de tormentas.
Porque Olivar Bertrand ha sabido fundirse con el tema, nos ha trazado una visión en la que asoman muchas cosas que él tal vez no hubiera pretendido traslucir. Los mismos actores de la escena tragicómica de los días isabelinos no sospecharían que de sus actos iba a sacar la posteridad juicios tan contradictorios, pues que los más de los hechos de los hombres arrastran consecuencias que sus autores no pudieron prever.
El retablo no tiene justificación ninguna y basta este libro para echar por tierra esas fantásticas, cuando no interesadas, invocaciones que hoy asoman en tantos labios –unos respetables y otros no, que de todo hay–, cantando las excelencias del liberalismo decimonónico. Mi firme fe carlista, españolamente libérrima y antiliberal a machamartillo en la doble razón de mi libertad y de mi españolismo, sale fortificada de este grosero espectáculo que R. Olivar Bertrand ha sabido pintar tal como fue: una reina frágil con los varones cuanto absoluta –esto es, suelta– en sus caprichos de amor o de política; un consorte, borroso como varón y como príncipe; unos congresos sucesivos, beodos de palabras, sin representar jamás la voluntad del pueblo; un poder en la calle, presa fácil de las intrigas de politicastros y generalitos; un afán por mandar sea como fuere, sin férula de ideales ni otra fórmula que el palo para el enemigo y el pan para el amigo. País en bancarrota, cadáver de imperio hecho pedazos, nauseabunda gusanera maloliente.
Todo el fácil cacareo de nuestros liberalitos de hoy se estrella contra la suprema verdad de que nuestro siglo XIX fue en suma un orbe de taifas de ambiciosos. Especuladores con los bienes de la Iglesia o del Estado, en especulación que corre desde los burgueses forjados a robo de mano armada legal por Mendizábal hasta los «rasgos» de Isabel II. Partidos que son partidas, porque si se les otorga el poder oprimen y saquean, si se les deniega saltan las barreras de los más sacrosantos juramentos hasta expulsar una entera dinastía simplemente porque nos les permitió su turno de bandidajes. Anarquía total en las ideas, sin otro aire filosófico que los módulos blandengues de Cousin o que las jergas extrañas y causales del krausismo. Y, por encima de todo, como telón de fondo de tantas estupendas villanías, el despego total por lo propio, la copia servil de los modelos extranjeros, el afán canalla de hacer almoneda de las propias esencias españolas.
Que no vengan ahora presentando como modelos de hispanos a los que lucharon contra la patria, a los generales Riegos de la general traición. En la tarea pareja de presentar a los grandes dudadores por modelos de creyentes, a hacernos creer que porque un Unamuno o un Ortega tuvieran ansias de Dios ya fueron religiosos a machamartillo. La fidelidad o la certeza definen la patria o la creencia; no acurrucarse a la vera de las posadas de la historia revestidos con andrajos de apasionamiento o de dudas.
Olivar Bertrand siente una admiración por Juan Prim que no recata y deja transparentar su ensalzamiento. Es mi objeción central a este magnífico libro. Prim tuvo las cualidades del español común, el arrojo ante las balas, el señorío en las formas, el desprendimiento económico. Pero careció de cultura y de programa, fue en suma uno más entre los ambiciosos y vulgares generalitos que pugnaron por gobernar hasta conseguirlo, aunque para ello hubiera que saltar sobre el mismo trono a quien se juró eterna fidelidad.
Si la subida al trono de Isabel contra los legítimos derechos de su tío Carlos V fue fruto de la ambición, su caída es hija del resentimiento que la guardaban progresistas y unionistas, demócratas y liberales, por haberles mantenido lejos del goce del poder. Es triste, muy triste, cómo el eje de nuestra historia decimonónica está constituido por aquel manojo de pedantuelos ambiciosos y extranjerizantes que asoman la cresta rojoide en 1812 y que, desde entonces, no tendrán más norte que el regodeo del mando, sin importarles un bledo el imperio que se deshacía (Riego), el robo que se consumaba (Mendizábal), la extranjerización importada con fórceps (Sanz del Río), la injusticia sucesoria (María Cristina), la queja justa de cubanos y de puertorriqueños (todos).
Los chispazos de heroísmo, aunque sean los de Prim en los Castillejos, no desdicen esta verdad central. Fue un ambicioso más, cabeza de demoledores ambiciosos. Sin darse quizás cuenta, lo reconoce el propio Olivar Bertrand cuando anota: «Contra la lógica de mil esperanzadas conjeturas, la reina no llamó al partido progresista. Prim encajó el golpe sin pestañear; pero dispuesto a atropellar por todos los obstáculos, sin contemplaciones. ¿Propósitos de los que decidieron seguirle por el mismo camino como peones entusiastas sin plan renovador alguno? Pues mucha libertad y mucho palo. Libertad, naturalmente, para nosotros y nuestros amigos, y palo para los moderados, clericales, absolutistas, servilones y demás gente bellaca». (Pág. 149).
No cabe mayor antítesis con el seny catalán, ni con los grandes logros de libertad de la tradición política de Cataluña. Piénsese en el abismo que separa a este ambicioso audaz de los sesudos jueces congregados en Caspe y se comprenderá cuánto va desde el liberalismo decimonónico a la libérrima tradición de Cataluña. Hijo de su tiempo más que de su pueblo, no será Juan Prim parte de la línea catalana de la libertad política, por muchos aspavientos teatrales que en vida realizara.
Salvo este punto, que yo quisiera objetarle a Olivar Bertrand en la medida en que con mi amoroso estudio participo de la tradición política de su pueblo, el resto de la obra es perfecto en el atinado enjuiciar hombres y hechos. Deja al lector la huella agridulce de los platos ásperos. Leyéndole, el paladar del espíritu memora el regusto que en el paladar de la carne dejan los platos de la cocina zulú. Es que la materia, bronca y cortante, constituye anecdotario divertido para espectadores indiferentes; pero tristemente trágico para quienes seguimos soportando las secuelas de aquellos anecdotarios divertidos.
Este libro magnífico de R. Olivar Bertrand me hace estar cada vez más con los abuelos por encima de los padres.
Francisco Elías de Tejada
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