IV. EL ESPÍRITU DE OCCIDENTE
1. Tras las huellas del espíritu europeo
El contenido secreto de una palabra tan vulgar y que tanto se maneja como es la de “civilización” no es fácil aprehenderlo.
La civilización tiene por misión hacer al hombre más hombre en lo que tiene, sobre todo, de específicamente tal. Acentúa el carácter de humanidad, que nos diferencia de las bestias. Esto parece ser lo que hay de más medular en el contenido secreto de la palabra civilización.
Pero la civilización, como la perfección humana, en este mundo, no son cosas definitivamente hechas. Es perfecto el hombre que vive la vida de acá abajo en un esfuerzo permanente por llegar a su máxima plenitud de expansión y eficiencia moral. Todo hombre, por perfecto que se le suponga, puede, mientras vive sobre la tierra, adquirir un grado más de perfección. Por eso decimos la perfección humana está siempre in fieri. Algo parecido hay que decir de la civilización. La humanización que persigue el hombre describe una línea parabólica de intensidad creciente en el tiempo y en el espacio. Por eso, la fórmula de Berr: “La civilización es, sencillamente, el carácter de humanidad que va creciendo y acentuándose”, parece buena para recoger y expresar lo medular del concepto de civilización.
La civilización, cosa humana, de hombres y para hombres, se predica de éstos en cuanto son seres históricos, es decir, vivientes en el tiempo y en el espacio. Es como la realización de su destino terreno o temporal. La civilización, de suyo, abstrae de nuestro destino eterno.
Esto no quiere decir que la civilización pueda realizarse desconociendo el carácter religioso del hombre y haciendo caso omiso de su destino eterno, sino simplemente que la idea de civilización expresa de suyo una realidad formalmente de tipo terreno, aunque humano.
En la medida en que se haga ver que todo lo temporal realizado por los hombres debe tener, al menos implícitamente, una misión eterna, se hará ver también la necesidad de que la civilización, por ser cosa humana, sea, a la par, temporal y eterna o, por mejor decir, cosa temporal hecha en función de eternidad.
Y en la medida que lo humano necesite de lo cristiano para afirmarse y perfeccionarse echaremos de ver la necesidad de que nuestra civilización sea cristiana para ser perfecta civilización.
Lo civilizado y lo cristiano no son conceptos idénticos, pero pueden ser conceptos que se impliquen en una auténtica y acabada realidad humana. La razón es muy sencilla. Es porque donde quiera que entran en juegos valores humanos, allí hay valores morales; y en el terreno de la moral, que tiene siempre una perspectiva eterna, es donde el cristianismo dice precisamente la última palabra.
Dice lo que es compatible en el terreno de la civilización con la dignidad moral del hombre, estableciendo jerarquía entre los distintos valores que sirven al hombre para realizar su misión temporal sin perder nada de su categoría propiamente humana. “Si la civilización, que es un hecho humano, temporal de suyo, puede decirse cristiana, es porque el cristianismo tiene una doctrina a propósito no sólo del destino eterno del hombre, sino también de su destino temporal; es porque la civilización supone un desarrollo armónico y jerarquizado de los valores temporales, y el cristianismo tiene la clave de esa jerarquía” (1).
El cristianismo determina lo que humaniza o deshumaniza al hombre, “y hay una civilización cristiana porque hay un estado de la Humanidad sobre la tierra que responde a la idea cristiana del destino temporal humano, a la idea que el cristianismo tiene de la naturaleza humana. Si esta idea es la sola verdadera, si, cuando uno se aparta de ella, el hombre se deshumaniza, entonces hay que convenir que una civilización no merece absolutamente el nombre de tal, sino en la medida en que ella sea cristiana (2).
Y en la medida que los no católicos realicen la idea cristiana del hombre, realizarán la idea fundamental civilizadora. Y son los hombres los que en cada momento determinado habrán de trabajar a tono con las circunstancias para realizar el tipo de la auténtica civilización humana, que sin ser formalmente cristiana lo es siempre de un modo virtual e implícito por lo menos.
La utilización de los valores materiales que juegan en las civilizaciones, su mismo cultivo y acrecentamiento no es cosa propiamente cristiana ni que competa a la Iglesia, depositaria de la esencia cristiana; eso es fruto del esfuerzo propiamente humano o, por mejor decir, de los hombres, pero cuya función civilizadora está en relación directa con la inserción en ellos del sentido cristiano de la vida que aporta la Iglesia.
El destino del hombre contemporáneo ha ligado inexorablemente el de la cristiandad. Según Berdiaeff, en su libro “El destino del hombre en el mundo contemporáneo”, no hay posibilidad de realizar íntegramente la personalidad humana en su doble aspecto corporal y anímico sin infartar en ella la espiritualidad cristiana. Esto lo demuestra la historia del mundo en que actualmente nos debatimos. La deshumanización del hombre corre parejas con su descristianización. Se ha querido oponer el hombre al Cristianismo, y no se ha logrado sino embrutecer al hombre, individual y socialmente, como lo prueban las guerras modernas y las luchas de clase.
Hay que levantar, pues, bandera por una nueva concepción humana impregnado de cristianismo. “la condición en que se halla el mundo moderno exige una revolución espiritual y moral, una revolución en nombre del hombre, en nombre de la persona humana, que restituye la escalera de valores perdida y ponga lo humano por encima de los ídolos que ha entronizado la producción técnica”.
Búsquese en hora buena la cooperación, colaboración mutua entre todo lo que puede contribuir a dignificar y hacer más agradable la convivencia humana sobre la tierra, pero no alteremos los valores, no incurramos en la maldición que la Historia reserva a quienes no supieron vivir con los ojos abiertos a la eternidad, con ventanas al mundo, sino que se recluyeron egoístamente en sí, viviendo en la limitación que el espacio y el tiempo impone a la vida que no es, según el espíritu.
Roma vive y vivirá siempre en la Historia porque supo dar a su Imperio un sentido de espiritualidad, de universal ciudadanía, que sólo España podrá ya superar cuando, iluminada por la fe, haga de su Imperio expresión de la hermandad humana, rubricado con sangre de Cristo, proclamando la capacidad de salvación y, por ende, de perfección de todos los hombres, no haciendo diferencia de griegos o judíos, bárbaros o civilizados, pues a todos se les da una gracia suficiente para conseguirla.
En la Edad Media, cuando el Imperio romano se hundía, anegado por el torrente de invasiones bárbaras, ¿cree nadie que lo que entonces se hundió fue lo que había de espiritual, de universal y de humano en la gran comunidad ciudadana levantada por Roma? No. El espíritu de Roma siguió viviendo a través de toda la Historia; lo que desapareció fue lo que tenía que particularista y de brutal, de egoísmo sostenido por la sed de riquezas y abuso de poder.
Los vencidos por las armas resultaron vencedores por la cultura, y en vez de una Europa deshecha, sin unidad de espíritu, sin valores morales, surgió una Europa compacta, un nuevo Imperio sacro-romano, una universalidad de fe, una empresa y un destino; a la selva germánicas la sustituyó una catedral gótica.
Por eso la Edad media es la edad más grande de la Historia: porque una fe, un ideal y una luz parecía patrimonio único de todos los pueblos de Europa. Nunca las naciones habían vivido, ni han vuelto a vivir después, en una tan amplia y soberbia comunidad de amor, de espíritu, de ideal. Esa es la edad de las grandes creaciones del espíritu, de las grandes síntesis filosófico-teológicas, de la concentración, digamos así, del espíritu de Occidente, uno en lo vario, universal dentro de la singularidad de cada nación.
Si no hubieran venido la Reforma y el Renacimiento, que fueron, la una, regreso a la selva y al individualismo de los antiguos germanos, con seccionamiento en el dogma, y el otro, negación del espíritu cristiano que diera ser y vida a la comunidad occidental, la Edad media hubiera despuntado una Edad Moderna, muy distinta de la que hoy nos ha traído a esta encrucijada.
(1) YVES DE MONTCHEUIL: “L’Eglise et le monde actuel”
(2) Íbid.
2. Tradición y porvenir de Occidente (…)
3. El Occidente y Cristo
Que los occidentales comulgamos en unidad de cultura, quiere decir que por encima de las diferencias que nos separan y distinguen flota la universalidad del espíritu, compatible con la diversidad de tierras y de sangre.
¿Cuál es, pues, el espíritu que da ser a esta gran comunidad de empresa y de destino? No andemos con rodeos. El porvenir de nuestra civilización, ha dicho Chesterton, es el porvenir del Cristianismo; luchar por aquélla es luchar por éste, y viceversa. El Occidente es una empresa común y un destino común, una tradición y un ideal. Si los pueblos son espíritu, y el espíritu es el que forja la Historia, y la Historia es recuento de valores, y los valores dan el ser a la patria, que es comunidad de espíritu, y el espíritu de ésta se revela a través de su cultura, que tiene dos tiempos, representados en la tradición para el pasado, y el ideal para el presente y porvenir, los pueblos de Occidente, como síntesis de una gran comunidad de alma, serán expresión también de una comunidad de cultura, en el fondo y la raíz una, aunque adopte en las ramas pluralidad y matices diferentes.
El espíritu que informa a toda nuestra cultura debe ser como rayo de sol que se refleja en los cuerpos según su diafanidad, adoptando los matices de la superficie en que reverbera.
Entre las ramas de un mismo tronco, las hay mayores y menores, que parecen sorberse todas las esencias del árbol, y que sólo las participan parcialmente. Pero por todas ellas corre la misma savia, una raíz las sustenta. Lo mismo dígase de las nacionalidades que participan en la comunidad de espíritu europeo; unas pueden ser manifestación espléndida de todo el contenido valioso que encierra su cultura, otras manifestación menos lúcida, deficiente o parcial. Unas pueden seguir una dirección, y otras otra.
Mas por encima de todas las diferencias territoriales, raciales o lingüísticas, alienta un anhelo común y late una espiritualidad de raigambre cristiana, que no es posible negar sin ponerse en contradicción con la Historia. “Europa es Cristo, y Cristo es el destino de Europa”, ha dicho Hilario Belloc. Y antes, había escrito Chateaubriand en su libro “El genio del cristianismo”: “El mundo moderno le es deudor de todo (al Cristianismo), desde la agricultura hasta las ciencias abstractas, desde los hospicios para los desgraciados hasta los templos edificados por los Miguel Ángel y adornados por los Rafael”.
Por algo los que luchan por dar a Europa una estructura nueva, que no tenga nada que ver con el pasado, hacen a Cristo objeto del más enconado odio, y en el hundimiento de su religión esperan el amanecer de una Europa nueva, que ya no sería Europa, sino un eslabón más añadido a la cadena de pueblos asiáticos, enemigos declarados del verdadero ser de Europa.
Se ha necesitado que los bárbaros llamen, como quien dice, a las puertas, para que en defensa de un ideal común y de una común cultura se alineasen las naciones que forman en el Occidente, reducido a unidad por la síntesis espiritual originada por el Cristianismo.
4. La génesis espiritual de Europa
No es posible escribir la historia de Occidente sin Cristo. Cristo y Europa son inseparables. Y el Cristianismo, a cuyo rescoldo se coció el pan de nuestra cultura -no había olvidarse que civilización cristiana y civilización occidental son sinónimos-, es troquel y símbolo de todo el ser de Occidente. A él debe ajustarse el desarrollo y progresión de su cultura.
Antes de su aparición en el suelo de Europa, todo era variedad; no había más unidad que la que imponían las armas de Roma, incapaz de crear una comunidad de amor y de empresa.
Vino el cristianismo, se apropió las esencias puras que atesoraba la civilización antigua, las puso a buen recaudo mientras pasaba el aluvión de las invasiones bárbaras, y, vigorizándolas con el nuevo elemento traído del cielo, las dio nuevo ser y nueva eficacia, e hizo que, insertas en el tronco viejo y aplicadas al tronco nuevo que venía de las selvas germánicas, surgiese para la Historia la gran comunidad de Occidente, participando de un solo ideal, una sola fe y una sola cultura.
Por toda Europa sopló entonces el espíritu divino, representado por la Iglesia, poniendo orden en el caos. Así, la raza de ojos cerúleos y cabellos estoposos, puesta en contacto con la de ojos vivos y cabello negro, se hizo culta, nació para la Historia y aportó su impulso y su alma ardiente para la reconstrucción del sacro romano imperio.
Es un bautismo el que la Roma cristiana hizo sobre la frente, humillada de la Roma pagana y la cerviz salvaje de los bárbaros del septentrión. Por ese bautismo surgió una misma criatura espiritual, hija directa de la matriz fecunda de la religión de Cristo. “Hay un bautismo -ha dicho Piazza- de la nación, como hay un bautismo religioso, y ambos transforman y elevan al hijo del hombre. Después de haber bautizado dos veces a las razas en la fuente de la nación, a Roma le cupo en suerte bautizarlas de nuevo en la de la religión universal, reconfirmando así el crisma del romanismo con la universalidad de la idea y de la fe, y no con el hecho bruto del nacimiento”.
Un bautismo supone una sola creencia, una moral y un destino. Por el bautismo recibido en Cristo, nació a la vida del espíritu la comunidad de Occidente. Ni romanismo, pues, ni germanismo a secas; la síntesis de ambos en una gran unidad católica es lo que debe perseguir el Occidente cristiano. Mejor trabajará por el porvenir y la existencia de su cultura quien mejor se compenetre con la catolicidad que su espíritu demanda y procure realizarlo sobre todos los pueblos.
Y en esto precisamente están la gloria y la prez inmarcesible que nadie puede disputarnos a los españoles. Somos los abanderados de la cultura europea y a quién más debe el Occidente que comulga en unidad de historia y de destino, porque somos, como dijo el Maestro, los gonfalonieri de la Iglesia Católica, que dio ser a toda nuestra cultura, o, como ha dicho Maeztu, porque la Iglesia “no ha producido en el curso de los siglos otro imperio que se dedicara casi exclusivamente a su defensa, más que el nuestro”.
Y, comentando este pensamiento con lenguaje vibrante, añadía el llorado cardenal Gomá: “El catolicismo es, en el hecho de dogmático, el sostén del mundo, porque no hay más fundamento que el que está puesto, que es Jesucristo; en el hecho histórico, y por lo que a la Hispanidad toca, el pensamiento católico es la savia de España. Por él rechazamos el arrianismo, antítesis del pensamiento redentor que informa la Historia universal, y absorbimos sus restos, catolizándolos en los Concilios de Toledo, haciendo posible la unidad nacional. Por él vencimos a la hidra del mahometismo en tierra y mar, y salvamos al catolicismo de Europa. El pensamiento católico es el que pulsa la lira de nuestros vates inmortales, el que profundiza en los misterios de la teología y el que arranca de la cantera de la revelación las verdades que serán como el armazón en nuestras instituciones de carácter social y político. Nuestra historia no se concibe sin el catolicismo: hombres y gestas, artes y letras, hasta el perfil de nuestra tierra, mil veces quebrado por la Santa Cruz, que da sombra a toda España, todo está sumergido en el pensamiento radiante de Jesucristo, luz del mundo, que, lo decimos con orgullo, porque es patrimonio de raza y de historia, ha brillado sobre España con matices y fulgores que no ha visto nación alguna sobre la tierra”.
Todo intento de mutilación del espíritu católico que invade la cultura europea será un atentado contra su unidad y su permanencia en la Historia. Quien no comulgue con la idea cristiana, no forma parte de la cultura occidental que vive del espíritu de Cristo; y en mayor o menor grado, los pueblos maquinan contra la cultura según trabajen por escindir la gran unidad católica que trajo el Cristianismo.
De este delito fueron reos la Reforma y el Renacimiento, la Enciclopedia y el marxismo, de quien es secuencia brutal la barbarie asiática que se cierne como un castigo bíblico sobre un Occidente quizá demasiado olvidado de la fe que le hizo ser para la Historia y preparó la unidad de su misión y de su destino.
Odiar al Cristianismo o a Roma, que mejor que nadie representa la unidad católica del mundo, es, como ha dicho Chesterton, “tener odio a cuanto ha acaecido en el mundo; es decir, hallarse a dos dedos de odiar al género humano en el terreno propiamente humano”.
Y el alemán Dr. Adam, en su magnífico estudio “Christus Und der Geist des Abendlandes”, escribe: “Por Cristo, el Occidente recibió su verdadera unidad, superior a todos los lazos de la sangre, más vigorosa y fuerte que los vínculos de una sociedad ligada por idéntico destino, la unidad de la misma fe y del mismo amor. Entonces, y sólo entonces surgió un alma europea, nacida de la participación de la carne y de la Sangre de Cristo”. Cristo era para los pueblos medievales el corazón de Occidente, su patria, su riqueza, su todo.
El Cristianismo, que es gracia al injertarse en el cuerpo de la civilización helénico-romana, se apoderó de los elementos utilizables que ella poseía: pensamiento y arte en Grecia, fuerza y ley en Roma, y les hizo servir para la configuración de la nueva criatura que salía a luz amasada y regenerada con sangre de Cristo, iluminado y acrisolada por su fe.
Apareció entonces, lo que, con frase de Letamendi, podríamos llamar la Europa en gracia de Dios. Cierto que no todo es Cristianismo en la civilización occidental, como no todo es gracia en la vida de hombre cristiano. Ni la gracia destruye lo que hay de bueno en la naturaleza humana, ni el Cristianismo desechó lo que había de aprovechable y naturalmente bueno en la cultura grecolatina.
La corrupción causada en el alma por el pecado no fue tal que inficionase el mismo tronco o raíz de nuestra naturaleza. Sufrió una privación o ablación de los dones gratuitos, padeció de resulta grave quebranto en el uso de los naturales, pero la vitalidad y capacidad radical de conocer y amar la verdad no se destruyó con ello. Pudieron los hombres, usando de la virtud de su inteligencia y de los dictados de su razón, hallar no pocas verdades útiles para el ordenamiento de la vida y de sus costumbres. A éstas no las desechó el Cristianismo, las aceptó, mejorándolas y poniendo en ellas el fuego de la caridad de Cristo.
El cristiano no niega al hombre, le perfecciona. La gracia sana y eleva, como dicen los teólogos. ¿Por qué había el Cristianismo de negar la civilización grecorromana en lo que tenía de humano y naturalmente bueno?
Pero todo el mérito de la conservación y aplicación al organismo europeo de aquella antigua cultura pertenece al Cristianismo. Era yo un árbol incapaz de dar buen fruto, de servir para sustentar la vida de los pueblos; el injerto cristiano hizo fecunda a esa civilización y la insertó, además, en el tocón de los nuevos pueblos, desgajados de la selva germánica, que, merced al Cristianismo, comienzan a vivir para la Historia, para el espíritu.
Así, todas las fuerzas de Occidente se pusieron al servicio del Cristianismo, modeladas y revalorizadas por éste. La savia del Evangelio se inyectó en todas ellas. La vida espiritual de Occidente comienza con la unción que la Iglesia hizo sobre el nuevo conglomerado de razas que se derramaron por Europa. “Tan íntima es la relación con el Cristianismo, que puede concluirse: el cristianismo es el destino del espíritu de Occidente”.
Y Juan Valera, en un juicio crítico sobre un estudio de Pi y Margall a propósito de la Edad Media, reconoce también que de los tres elementos que intervienen en la constitución de la cultura occidental, el más influyente, preponderante y eficaz es el Cristianismo. Es el elemento masculino de nuestra civilización. Europa es la criatura mortal de Roma.
(...I
6. Lealtad española
Después de estas consideraciones, ¡cómo campea el esfuerzo español en pro de la cultura europea, penetrada en su origen y constitución del espíritu cristiano y católico! ¡Qué blasón más honroso para nuestra patria no ha de ser pensar que sólo nosotros hemos acertado plenamente, a través de nuestra historia, a realiza en nuestras empresas, en nuestras leyes y en nuestra cultura el ideal religioso que da vida a la civilización, poniendo en ella el sentido universal, humano y trascendente que tiene una palabra que lo expresa adecuadamente: catolicidad!
Cuando hoy todos confiesan que andamos errados, que, de unos siglos a esta parte, nuestra civilización marcha por el camino de su decadencia, por haberse desprendido de los brazos de Cristo y haber renegado del espíritu católico que la hizo ser para la Historia, es cosa que debe envanecernos recordar que, cuando se inició esa desviación, sólo España se mantuvo firme, sólo España quiso tener su reforma y su renacimiento sin perder el sentido católico; antes bien: acrisolándolo y defendiéndolo contra toda clase de enemigos de dentro y fuera, con la espada y con la pluma, no contentándose con conservarlo para sí y con ponerlo a salvo en los demás pueblos -que si hoy no son acatólicos lo deben a España-, sino desangrándose por llevarlo a nuevos pueblos, que al abrir sus ojos a la Historia los abrieron con mirada amplia, universal y eterna, iluminados por la fe católica que les llevara nuestra amada Patria.
Por mantener viva la llama de la caridad, que fundía en una gran unidad de acción y de pensamiento a la comunidad de los pueblos europeos, España estuvo siempre arma al brazo en defensa de su credo por espacio de más de ochocientos años, y, cuando se vio libre de enemigos interiores, se hizo abanderada de la Iglesia católica, se convierte en martillo de herejes, luz de Trento y espada de Roma, llevando en la lanza de sus soldados, en la pluma de sus teólogos, en las naves de sus marinos y en la voz de sus misioneros, el mensaje de la catolicidad que España consideraba sustancial para el progreso y bienestar de los hombres.
“Al profundizar en la Historia y preguntarse por el secreto de la grandeza de otros pueblos, tienen (los españoles) que interrogarse también acerca de las causas de su propia grandeza pasada, y como en todos los países los tiempos de auge son los de fe, y de decadencia los de escepticismo, ha de hacérseles evidente que la hora de su pujanza máxima fue también la de su máxima religiosidad. Y lo curioso es que, en aquella hora de la suprema religiosidad y el poder máximo, los españoles no se halagaban a sí mismos con la idea de estar más cerca de Dios que los demás hombres, sino que, al contrario, se echaban sobre si el encargo de llevar a otros pueblos el mensaje de que Dios los llama, y de que a todos los hombres se dirigen las palabras solemnes: Ecce sto ad ostium et pulso: si quis… aperuerit mihi januam intrabo… (Estoy en el umbral y llamo; si alguien me abriese la puerta, entraré” (1), porque, también. la religión nos vuelve al peculiarísimo humanismo de los españoles.
Ningún pueblo sintió la idea de universalidad que fundiera a todas las naciones nacidas de la corrupción del Imperio romano en un solo haz, apretado por la fuerza que venía del Pontificado a través de toda la Edad Media, como lo sintió España en su época de máximo esplendor.
Y prueba de ello, como apuntaba Gracián en su Críticón, es el odio que se granjeó para con las demás naciones. Todos los enemigos que contribuyeron a crear una leyenda negra en torno nuestro, nos hicieron blanco de sus iras, por haber reñido solos las batallas del Señor contra medio mundo que renegaba de su pasado y quería romper la túnica inconsútil del cuerpo místico de la Iglesia.
A nosotros se nos combatía desde un punto de vista particularista y mezquino, mientras nosotros combatíamos por la universalidad de un credo y una moral, que reconocíamos causa de todo el bien humano, engendradora de toda verdadera cultura, dignificadora del hombre en medio de su miseria y su pobreza.
Es que España es, en lo moderno, un pueblo, no una nación; el único pueblo quizá que ha permanecido en esta Edad Moderna que, como dijo Barja Quiroga, es la única que no cuenta con pueblos sino con naciones.
Las naciones ocupan el lugar de los pueblos, pero tienen características inconfundibles. Los pueblos se fundan en un sentimiento universalista, tienden a comunicarse, se dan y se expanden de dentro a afuera: “Así, Roma, primero; así, España, y solo España, después.
“Las naciones dominadas por el exclusivismo no se dan a las demás; antes, al contrario, con tendencia irrefrenable ansían la absorción de todos. Las naciones persiguen un fin: el enriquecerse; los pueblos otro: el ennoblecerse. Las naciones, cuanto más poderosas, más egoístas; los pueblos, cuanto más fuertes, más generosos. Las naciones no dejan tras de sí otro rastro que el de la desolación; los pueblos, la estela brillante de su fecundidad multípara. Frente a las naciones, España.
“España que no entro en la vía de bifurcación de la decadente Edad Moderna. Que llena del espíritu de la catolicidad, hizo, en gran parte, ella sola lo que el pueblo cristiano entero debía haber hecho. Que no expolio a América, sino, al contrario, engendró en aquel continente un pueblo, su semejante” (2). Es que se dio expansivamente, sin poner límites a su generosidad. Es que nuestro genio universalista, según vamos a ver, tiende naturalmente, a la comunión en espíritu con todos los demás.
(1) Ramiro de Maeztu, Defensa de la Hispanidad)
(2) Véase Acción Española, “Pueblos y naciones, núm. 48
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