XIV. EUROPA BAJO EL SIGNO DEL LIBERALISMO
- De El Escorial a Versalles
¡El Escorial y Versalles! ¡La Inquisición y la Revolución! Dos símbolos, dos ideas y dos instituciones con significación diametralmente opuestas.
El primero evoca el recuerdo de la España imperial, de la España grande, de la España para quien la idea católica, el sentido religioso de la vida, de la cultura y de la política prevalecía sobre todo lo demás. El segundo recuerda a las instituciones modernas, a la concepción de la vida individual, social y política predominante en los pueblos que se han ido modelando al calor de ideas y teorías, cuyos gérmenes sembraron el Renacimiento y la Reforma (protestante), y cuyos frutos recogió la Revolución francesa para repartirlos como doctrina salvadora a las naciones que, entusiasmadas con la gloria de un humanismo ateo, enamoradas de un ideal de progreso en que para nada suena Cristo, han llevado a la cultura occidental a la pendiente de su decadencia, al hacer la ablación brutal del espíritu que le dio el ser, que era el único que podía dar consistencia y perennidad a lo que de suyo no lo tiene.
Ha sido Louis Bertrand, en su libro Felipe II, en El Escorial, el que ha captado, a través de la piedra y de la arquitectura, estas dos concepciones de la vida que se contraponen: ideal religioso y católico, cuya representación máxima compete a la España de Felipe II y que tiene su símbolo en El Escorial; el ideal pagano, de vida cómoda y sin trascendencia, que se preludia en Versalles y continúa a través del siglo de las luces y se perpetúa en una cultura para la que Dios es el último palo de la baraja y el hombre se pone al servicio de la materia.
La España de los siglos de oro, batalladora y mística a la vez, todo, hasta sus ensueños de engrandecimiento y de monarquía universal, lo refería y subordinaba a este objeto supremo: Fiet unus ovile, et unus pastor.
Dios era el móvil de todas sus empresas: por Dios luchaban sus soldados, predicaban sus misioneros, corrían tierra sus exploradores, navegaban sus marinos, disputaban sus teólogos, escribían sus ascetas, contemplaban sus místicos, trabajaban los artesanos y gobernaban los políticos. (…)
Por eso en El Escorial, en este inmenso “palacio” levantado a la gloria de Dios, el lugar más hermoso es para el Amo. El siervo no tiene más que una celda al lado del trono del Omnipotente. En El Escorial, la basílica es el centro del edificio. Como una corona imperial, la cúpula señorea toda la construcción. Sin embargo, en Versalles la capilla queda relegada en una de las alas del palacio; no es más que un satélite del trono. En El Escorial, el dueño de la casa es el Rey de los reyes. Es Dios el que reina.
“No hay duda de que Felipe ha levantado El Escorial con espíritu diametralmente opuesto al que movió a su bisnieto a levantar en Versalles su grandiosa casa de campo. Aquí no se trata de asombrar a Europa con fastuosidades que denuncian a veces al nuevo rico, harto de aposentar favoritas, de entretener, cortesanos, de preparar, por último, una decoración encantadora para un perpetuo carnaval. Aquí no es la gloria del rey, sino la gloria de Dios, la que se busca” (1).
El Escorial es la consagración del trono, del panteón, del arte, de la riqueza, del saber y el poder por la gracia. Es el símbolo de la España grande al servicio de Dios. Es el relicario de maravillas, cifra y síntesis de toda la España tradicional, cuya grandeza está en haber orientado todos sus esfuerzos al triunfo de la verdad y del bien, a la defensa de la idea católica, dando la cultura ese sello de recia espiritualidad, ese sentido, humano y místico a la vez, que hoy tanto añoramos en nuestra civilización.
Eso es lo que hace admirable nuestro Imperio y hace de nuestra nación el exponente más alto de la espiritualidad de Occidente, y de su aportación cultural la más valiosa y sustantiva de entre los pueblos europeos. España quiso que apareciera siempre en nuestra civilización el sentido humano, religioso y cristiano que por exigencia histórica debe tener. Por conservar ese espíritu dio su sangre y cayó, tal vez, extenuada en la pelea. No le faltó valor; lo que sucedió es que, al excesivo arrojo que puso en el empeño, acompañó un descuido, quizá injustificado, de la parte menos importante, pero no enteramente despreciable, en que encarna el espíritu, el cual requiere un mínimo de condicionantes espacio temporales y económicos para poder ejercer su acción.
(1) Louis Bertrand, Felipe II, en El Escorial, pág. 91
2. El espíritu liberal
Acaso sucedió también que nuestra patria se dejó seducir por los cantos de sirena de la novísima civilización que se le ofrecía y que le prometía libertad, bienestar y riquezas a cambio de renunciar a su tradición y a su fe. Lo cierto es que España perdió su camino desde que luces que no eran las de la Iglesia encandilaron sus ojos.
Del siglo XVIII a esta parte, mejor diríamos ya, hasta el glorioso Movimiento nacional, España ha sido cosa insignificante en el concierto europeo y ha quedado rezagada por lo que toca a la cultura, quizá porque la nueva civilización no congeniaba con su espíritu.
Ello ha sido acaso un bien para nosotros, pues quiere decir que nuestra cultura, o vive del espíritu o es cosa muerta. Pero como, por otra parte, resulta que la cultura de Occidente está precisamente en decadencia por haber faltado a la ley histórica de su desarrollo, la desgracia, para nosotros, no ha sido tanta, y hoy (1949) podemos ver con alegría que los ojos de los que están de vuelta miran hacia nosotros: se nos considera, según ha dicho Keyserling, como la reserva moral de Europa, que acabará por ser criatura ética nuestra; y lo que muchos creyeron mengua, no es sino prez inmarcesible por la que España, sobre ser la que mejor ha comprendido el destino cultural de Europa, es la que más reservas espirituales atesora para regenerar con ellas a un mundo que muere por falta de espíritu.
Y es que la cultura, para ser auténticamente tal y ser expresión adecuada de lo que en el hombre hay de más valioso, necesita ir determinada, como ha dicho Huizinga, por un criterio ético espiritual, y esto es lo que no han comprendido los hombres educados a los pechos del liberalismo, producto híbrido que sucumbe y hace morir a los pueblos, víctimas de atonía mental y encerrados en un autonomismo imposible.
Lutero y Rousseau son los padres de esta nueva modalidad de Cultura por la que se engaña a las masas con nombres bien sonantes, pero vacíos de todo humano contenido, queriendo hacernos creer que la Naturaleza es buena de suyo y que todo lo que quiere es justo; o bien que está tan corrompida, al decir del protestantismo, que es imposible refrenarla y hay que dejarla obrar como quiera.
Todo ello ha degenerado en un naturalismo y materialismo grosero, que endiosa la materia y abdica del espíritu. Es la cultura de máquina y vapor, que trueca al hombre de rey en esclavo. El hombre liberal, continuando la trayectoria iniciada por el Renacimiento, se ha ido alejando de Dios, ha renegado de Cristo, sus descubrimientos le han hecho engreído y soberbio. (…)
Sólo al liberalismo, como ha dicho Spengler, cabe achacar esta situación de quiebra por haber, a partir del siglo XVIII, orientado a la cultura, hacia lo temporal y espacial; se ha hecho el espíritu servidor de lo contingente y mudable; se ha negado el hombre eterno, sujeto a leyes inmutables; se quiere desconocer que hay una verdad y un bien absoluto independiente de lo que a nosotros nos parezca y a cuyo servicio debe ponerse todo el hombre que por ellos es medido en vez de ser medida.
El liberalismo doctrinal y político, consagración oficial y definitiva de los atentados seccionistas y descatolizadores perpetrados por el Renacimiento y la Reforma contra la unidad espiritual de Occidente, ha abierto la fosa en que ha de quedar sepultada una civilización que quiso establecerse sin Dios, en nombre de una moral antropocéntrica, donde solo se oían palabras sonoras sin base metafísica, como las de libertad, igualdad y fraternidad. (…)
Así ha podido darse el caso de que sean precisamente los pueblos más civilizados los que han dado ejemplo de la barbarie más espantosa, porque, como he dicho Berdiaeff, la civilización, faltándole todo apoyo espiritual, palidece y se descompone, se va agotando cada día más; el humanismo se trueca en antihumanismo, y en lo más hondo de la cultura humana surgen unos elementos de barbarie que se alzan contra los impulsos creadores de la cultura clásica, contra las formas clásicas artísticas, científicas, estatales y éticas. Nos acercamos al fin del reino medio de la cultura (…)
Y es que “la barbarie, al decir de Max Scheler, científica y sistemáticamente fundada, sería la más espantosa de todas las barbaries imaginables. Por eso, también la idea “humanística” del saber culto -tal como en Alemania la encarna del modo más sublime Goethe- ha de subordinarse a su vez y ponerse, en su última finalidad, al servicio del saber de salvación. Porque todo saber, es en definitiva, de Dios y para Dios”. (…)
3. ¿Vuelta a la Edad Media?
Sí, hay que entrar de nuevo en la Edad Media, o el Occidente, como comunidad de espíritu, como valor, desaparecerá de la Historia.
Esta vuelta a la Edad Media no significa ningún retroceso, sino afianzamiento de los pies para dar el salto hacia adelante. Significa enraizarse de nuevo en los principios que la hicieron ser para la Historia, a cuya la luz nació el Occidente en esa Edad. Entonces surgió como unidad de destino, en abrazo de fe y de amor. Unidad en la variedad, que es la más hermosa unidad, traducida en armonía. En ella encuentra quietud el espíritu, que busca siempre la unidad y el orden a través de lo vario y aun lo opuesto, no en tensión hostil, sino de polarización, como diría un físico.
Esta unidad de lo opuesto y lo vario en una síntesis suprema y llena de armonía, la realizó el Cristianismo entre los hombres todos con su doctrina de la gracia para todos, la salvación para todos, la trascendencia e inmanencia a la vez de Dios en el hombre.
En la Edad Media apareció al exterior esta magnífica unidad católica, al juntarse razas y pueblos diferentes comulgando en la fe y en el amor de Cristo. Por muchos defectos y sombras que quieran verse en aquella edad, una cosa no podrá dejarse de reconocer: la penetración en todo, lo mismo en el individuo que en la sociedad, en las ciencias que en las artes, en la vida que en la cultura, del principio religioso trascendental y unificador, representado por el Cristianismo. (…)
En fin, podemos decir con Rademacher en su libro Religión y vida: “La Edad Media, a pesar de sus luchas entre el Pontificado y el Imperio, poseía una conciencia católica general. No gozamos hoy de aquella amplitud de conciencia católica de los primeros siglos, cuando un oriental podía llegar a ser obispo de una sede de Occidente. ¿Quién podía imaginar hoy que, aun dentro de un mismo continente, un sacerdote de Colonia fuese nombrado arzobispo de París, o que un belga llegase a ser arzobispo de Munich? (1)
- Religión y vida, pág. 97. Madrid, 1940
4. El pecado original moderno
(…) La apostasía de las masas ha sido la causa de la tragedia en que hoy se debate el mundo; pero esta apostasía no se hubiera producido si los corifeos del Renacimiento, la Reforma (protestante) y la Revolución o Enciclopedia no hubieran sembrado la semilla de la desconfianza en Jesucristo, enajenándose de su Iglesia y llevando a discusión los principios doctrinales del Cristianismo.
En la Edad Media podía haber inmoralidades y errores, atropellos e incomprensión. Lo que no había era esta actitud de recelo, de desdén, de indiferencia y odio a la idea religiosa, características de la Edad Moderna. El mal era entonces efecto de la debilidad humana, cuyo desorden se reconocía. Modernamente se ha querido justificar la maldad, llamando virtud a lo que el mundo creyera vicio. Para justificar sus extravíos, los hombres han querido hacerse la ilusión de que sus errores eran la verdad, y el Cristianismo la mentira. Se pervirtió primero la conciencia y la inteligencia, y tras ella se llegó al corazón. (…)
Por eso nuestros males tienen hoy mucho más difícil remedio que no los de otros tiempos de fe. Perdida ésta, que es luz puesta por Dios para iluminar al hombre en este mundo, la Humanidad anda a tientas y dándose de porrazos, y lo peor es que no puede evitarlos, porque no quiere volver a encender esa luz. Si hoy hay religión, en la mayoría de los casos se la considera exigencia del corazón y no postulado de la razón. (…)
El laicismo es la gran herejía moderna. Lo que más debiera interesar siempre, que es el pensar religioso de una persona, es lo último que se tiene en cuenta. El último de los valores es el religioso. Más aun: éste aparece en oposición con los demás valores de la vida, según ha observado Max Fisher. Y muy bien ha podido escribir Rademacher en su libro antes citado: “El hecho de la separación de la religión y la vida es una especie de segundo pecado original, contraído después de la Redención, y más funesto que el primero bajo dos conceptos. Ante todo, porque es una regresión, y, en segundo lugar, porque es una recaída de toda la sociedad. La profundidad de tal caída no la notamos apenas, ni la podemos medir, porque rodamos envueltos en ella, y la atmósfera que nos rodea está inficionada del mismo pecado” (…) (1)
- Religión y vida, pág. 63
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