XIII. GLORIA Y BLASÓN DE LA ESPAÑA IMPERIAL
1. De Alfonso V a los Reyes Católicos
Imposible de todo punto poder condensar en breves páginas la serie de acontecimientos, de empresas y valores por los que en aquella hora solemne se puso a España a la cabeza de las naciones y en corto espacio de tiempo abrió hondo surco en el campo de la cultura europea.
Los primeros albores del Renacimiento humanista hallaron en Alfonso V un amparador, un Mecenas. Amigos suyos fueron casi todos los sabios de la época; para él no había diferencia de clases en tratándose de humanistas; con todos trataba amistosamente; su divisa era un libro abierto; su primer cuidado, al entrar los soldados en una ciudad, el que se pusiesen a buen recaudo los libros; en su magnífica biblioteca se daban cita los más ilustres helenistas; pagaba precios exorbitantes por conseguir una reliquia de la antigüedad clásica; estableció relaciones diplomáticas para conseguir libros, y con el mismo “irresistible ímpetu bélico -dice Menéndez y Pelayo- con que había expugnado la opulenta Marsella y la deleitable Parténope, se lanza encarnizadamente sobre los libros de los clásicos, y sirve por su propia mano la copa de generoso vino a los gramáticos, y los arma caballeros, y los corona de laurel, y los colma de dineros y de honores, y hace traducir a Jorge de Trebisonda la Historia natural de Aristóteles, y a Poggio, la Ciropedia, de Xenofonte, y convierte en breviario suyo los Comentarios, de Julio César, y declara deber el restablecimiento de su salud a la lectura de Quinto Curcio, y concede la paz a Cosme de Médicis a trueque de un códice de Tito Livio (…) Es el Alfonso V que, preciado de orador, exhorta a los príncipes de Italia a la cruzada contra los turcos o dicta su memorial de agravios contra los florentinos en períodos de retórica clásica, el traductor en su lengua materna de las epístolas de Séneca y el más antiguo coleccionista de medallas después de Petrarca”. (1)
Él contribuyó a crear entre los españoles que iban a Italia, aun entre los mismos soldados, aquel aire de distinción y respetuosidad para con la gente de letras y los mismos libros y obras de arte de que se hacen lenguas los mismos escritores italianos.
Y cuando, debido a esta comunicación entre ambas naciones, se despertó en nuestra Patria la afición a los estudios clásicos, el humanismo tomó aquí tal impulso, que todas las clases de la sociedad se preciaban de saber latín; la nobleza hizo blasón de las letras, y el soldado, punto de honor. Nebrija, Hernán Núñez y Sobrarias fundamentan sobre base sólida el estudio de las humanidades; los Montalvos abren nueva era a la jurisprudencia; Padilla, Juan de la Encina y Lucas Fernández preludian nuestro gran teatro popular y teológico y la alta poesía mística del Siglo de Oro. La Corte de Don Juan II había sido ya una verdadera academia literaria, y en tiempos de los Reyes Católicos, la cultura se generaliza. De ese tiempo es la creación de uno de los grandes mitos literarios del mundo moderno: La Celestina.
A nuestro suelo vinieron a enseñar celebrados humanistas de Italia, como Lucio Marineo Sículo, Pedro Mártir de Anglería y Antonio Geraldino. No hubo ciudad sin humanistas, y el humanismo cobró tal pujanza, que hasta las damas llegaron a desempeñar cátedras, como Luisa Medrano y Beatriz Galindo.
Pero en España el humanismo no descristianizó a los hombres, sino que los asoció al alto sentido trascendente y divino representado por la idea cristiana en nosotros tan arraigada. La recia personalidad española y su honda espiritualidad no podían perderse en la embriaguez de la forma. Se habló griego y latín, pero con pensamiento cristiano, y el príncipe de los filósofos renacentistas, Luis Vives, aquel en “cuya mente encontró asilo la antigüedad entera para salir de allí con nuevos bríos”, parejo, por su sabor clásico de Erasmo y Budeo, se yergue sobre toda la pléyade de humanistas por su sentido práctico, su piedad y el carácter cristiano que da a toda su filosofía, pudiendo, con verdad, ser llamado el cristianizador de la filosofía del Renacimiento.
Tampoco estará de más recordar al hombre que, con brazo de gigante cubierto del humilde sayal franciscano, dio impulso a nuestro Renacimiento espiritual, literario y político, impulsándolos por los caminos de la aventura y del peligro: Cisneros, reformador insigne, mecenas de la cultura, político y estadista formidable, superior a los Richelieu y Mazarino y, desde luego, con más conciencia que éstos, penitente y cruzado a la vez, inquisidor y monje, austero y afable, reflexivo y emprendedor, tenaz y audaz al mismo tiempo, cuya influencia literaria, al decir de Menéndez y Pelayo, es “comparable en algún modo a la de Lorenzo el Magnífico o a la del León X”, pues hizo avanzar los estudios orientales en manera grande, y clavó los puntales sobre qué había de sostenerse el siglo más grande de nuestra historia, y acaso no fuera exageración decir que de toda la historia universal. Nunca, al menos hasta entonces, se había visto un alarde de vitalidad y grandeza en un pueblo como el que a la sazón realizó España.
Antología v. pág. 271
2. Santidad y Teología
Nadie ha hecho todavía -recordaba Menéndez y Pelayo- la verdadera historia de la España de los siglos XVI y XVII. Pocos se han detenido a considerar el verdadero espíritu que dio ser y vida, lo mismo que a las grandes hazañas, a las grandes creaciones literarias de aquella época.
Gracias al espíritu católico, tan arraigado en el alma nacional, tuvimos nosotros una reforma acaudillada por Cisneros, que nada de parecido tiene con la que nos ofrecía Lutero: de esta reforma auténtica salieron santos tan ilustres como San Pedro de Alcántara, Santa Teresa de Jesús, San Juan de la Cruz, San Juan de Dios, San Pedro Claver, San Ignacio, San Francisco Javier y otros innumerables amartelados de la soberana hermosura.
Y entre los sabios, “¿cuándo los hubo en tan gran número y tan ilustres? Desde el franciscano Luis de Carvajal y el dominico Francisco de Vitoria, que fueron los primeros en renovar el método y la forma y exornar las ciencias eclesiásticas con los despojos de las letras humanas, empresa que llevó a feliz término Melchor Cano, apenas hay memoria de hombre que baste recordar a todos, ni siquiera a los más preclaros de la invicta legión”.
La teología escolástica, remozada por el Renacimiento, se hizo nuestra por derecho de conquista, como ha dicho Leibnitz. Los que la siguen forman legión; en sus filas militan Vitoria, a quien hoy todos consideran como el verdadero fundador del derecho de gentes; Domingo de Soto, triturador de la doctrina protestante sobre la justificación; Pedro de Soto, reformador de universidades y apóstol de la unidad católica con la pluma y la enseñanza; Báñez, agudísimo comentador de Santo Tomás; Laínez y Salmerón, las dos grandes lumbreras de Trento; Molina, el promotor de las grandes disputas de Auxiliis, que solas bastarían “para mostrar la grandeza de la especulación teológica entre nosotros”; Vázquez, el agudísimo teólogo y filósofo; Gregorio de Valencia, autor de uno de los libros “más extraordinarios que ha producido la ciencia española: De rebus fidei hoc tempore controversis; Ripalda, Toledo, Fonseca, Mendoza, Arriaga, los Coimbricenses, los Salmanticenses, Pereira, Juan de Santo Tomás, el príncipe de los comentadores de la Suma; Maldonado, príncipe entre los escrituristas, y, sobre todos ellos, Francisco Suárez, cuya obra metafísica es quizá lo más alto y completo que en este género haya producido el genio de los hombres.
Recordemos también al obispo Pérez de Ayala y a los innumerables que hicieron de Trento un concilio tan español como ecuménico, según frase de Menéndez y Pelayo, continuando la tradición de Osio en Nicea; de Alonso de Cartagena, Juan de Segovia, el Tostado, y Fernando de Córdoba en el concilio de Basilea, y que mantuvieron la antorcha de la fe católica encendida en todas las Universidades de dentro y fuera, en Salamanca y Alcalá, lo mismo que en París, Oxford, Lovaina, Dilinga, Ingolstadt y los colegios de Roma, ganando para Dios infinitas almas, mientras nuestros soldados ganaban al rey infinitas tierras. ¿Quién no oyó hablar además de Arias Montano, la Biblia Políglota, de Alcalá; Sánchez, Fox Morcillo, Gómez Pereira y otros mil que abrieron hondo surco en la cultura europea?
3. La Compañía de Jesús
Sólo la Compañía de Jesús bastaría para hacer de la España de los siglos de oro el exponente máximo de la espiritualidad que está en la esencia de la cultura occidental. A todas partes llevó sus misioneros, en todos los centros de saber aparecieron sus hábitos; siempre en primera fila para combatir al error, dio la batalla al protestantismo y al paganismo, traídos por el Renacimiento, y, haciéndose toda para todos, no hubo clase de saber, ni humano ni divino, en que ella no tuviese los más claros representantes y en que, con el sentido humano de la vida y al lado de la educación clásica, no reflejara el sentir cristiano, la más pura ortodoxia y la pureza de costumbres más excelente.
“San Ignacio es la personificación más viva del espíritu español en su edad de oro; ningún caudillo -ha dicho Menéndez Pelayo-, ningún sabio, influyó tan poderosamente en el mundo. Si media Europa no es protestante débelo, en gran manera, a la Compañía de Jesús”.
Cisneros e Ignacio realizaron en la Iglesia la única reforma posible e hicieron más por la cultura que todos los protestantes y seudorreformadores manchados con creces de los vicios que en otros reprendían.
4. Los misioneros
A sembrar semilla de catolicidad y fuente de cultura iba, tras la espada del soldado, el crucifijo del misionero, y si los héroes de la patria forman selva en aquellos siglos en que el Mediterráneo era un lago español, Europa nuestra dependencia, Asia, África y América campo por el que corría a chorro suelto con nuestra sangre la catolicidad de nuestro espíritu, los santos, los místicos y los ascetas forman una falange que ningún otro pueblo puede presentar en ningún período de su historia. Sólo España produjo entonces más misioneros para tierra de infieles que hayan dado después todas las demás naciones de Europa juntas. Nunca la Iglesia había logrado ganar más tierras y más almas para Cristo.
5. Ascetas y místicos
Los escritores ascéticos y místicos, cuyos nombres se pronunciarán siempre con veneración: los Ávilas, Teresas, Luises de Granada y de León, Juanes de la Cruz y de Los Ángeles, Estellas, Fonsecas, Malones de Chaide, etc., etc., en cuyas obras el entendimiento se abisma y halla luz la fantasía y consuelo el corazón, al paso que los oídos se regalan con la música de una lengua que parece hecha para hablar con Dios, como dijera Carlos V, forman al lado de los grandes teólogos, según ha escrito la eximia doña Blanca de los Ríos, un soberano grupo de cabezas, iluminado cada cual diversamente por el reflejo astral o por el resplandor de llama de la lumbre interior, pues sobre todos “había bajado en lenguas flamígeras el espíritu; pero como la gracia se humaniza en cada cual, no destruyendo sus dotes naturales, sino acrecentándolas y purificándolas, así, de todos los labios fluye la misma inspiración, pero cada cual nos la dice con su voz, nos la expresa según sus facultades y su individualidad propia; unos nos abisman y anegan en la grandeza de Dios, como fray Luis de Granada, de quien dijo Capmany que “parece que descubre a los lectores las entrañas de la divinidad”; otros, como el autor de los Nombres de Cristo, diríase que nos alumbran y suavizan el entendimiento con el lácteo fulgor tranquilo de la belleza intelectual, empapada de misericordia evangélica; otros, como San Juan de la Cruz, nos arrebatan al cielo en el carro de fuego en que hiende las nubes su espíritu; otros, como fray Juan de los Ángeles, nos convidan a buscar a Dios en el arcano de nuestra propia alma, o, como Santa Teresa, nos hacen entrever el augusto misterio de la esencia divina y nos revelan las reconditeces y maravillas de las Moradas.
“De suerte que, mientras la legión de ascéticos, teólogos, humanistas y escriturarios, cuya representación más alta es fray Luis de León, derramaba sobre el pueblo el raudal de las inspiraciones divinas y abría a la inspiración de los poetas las puertas del maravilloso oriente bíblico, la legión de los místicos, cuya encarnación soberana es Teresa de Jesús, transfiguraba la lengua nacional en el Tabor de las visiones celestiales y completaba la dualidad humana empalmando la realidad visible con la invisible realidad imperiosa y abismática de nuestro mundo interior” (1).
Es decir, que descubrían un mundo nuevo para el espíritu y la conciencia “a la hora solemne en que España, haciendo palidecer a la leyenda, acababa de completar el mundo y se preparaba a realizar conquistas aun más gloriosas en las regiones del arte”.
Gloria fue de los ascéticos, prosigue diciendo la escritora insigne, el haber regenerado la lengua consagrándola para el cielo y enriqueciéndola opulentamente, al derramar en ella el tesoro de las Sagradas Escrituras; gloria de los místicos incorporar a ella todo el tesoro psicológico encendiéndola en el fuego que derretía sus almas, suavizándola con su dicción dulcísima y levantándola hacia Dios sobre las tendidas alas del éxtasis; de los teólogos, el haber opuesto al avance triunfal del Renacimiento pagano un verdadero Renacimiento cristiano, en el que se produce un arte nuevo lleno de alma, vigoroso de complexión, realista e idealista a la vez, del que son símbolo Cervantes, Calderón, Santa Teresa, fray Luis de León, Velázquez y Montañés.
(1) “De la mística y la novela”. Cultura Española, núm. 13. (1909).
6. El teatro, la lírica y la novela
El teatro español de entonces fue el padre del teatro moderno, por el que entraron a saco todas las demás naciones, y el que, sin copiar servilmente al teatro helénico, indicó a los pueblos modernos la pauta a seguir para hacer verdadero arte clásico con asuntos nacionales; teatro rebosante de espíritu caballeresco y cristiano, realista e idealista en una pieza; clásico y romántico, profano y teológico, pasional y místico, para el que la escenografía no tiene secretos ni el corazón escondrijos, y por donde la fantasía vaga perdida en el mar de las más asombrosas invenciones que fluyen a través del más poético decir, como en Lope, Fénix de los Ingenios, enciclopédico y universal en espíritu y en asuntos como la España de que quería ser retrato; y el pensamiento vuela a alturas inconmensurables sostenido por las alas de la fe, de la filosofía y teología, como en Calderón, síntesis de todo el sentir, pensar y obrar de aquella nación en lucha por la catolicidad de credo y de moral.
Y ¿qué decir de la poesía lírica de corte clásico y genuino sentimiento cristiano? ¿Qué de la novela, que alcanza en Cervantes la suprema consagración del genio y crea tipos de valor universal? ¡Cuán en estrecho nudo se enlazan y funden, como ha dicho un escritor, lo espiritual y místico del pensar en la oda a la Ascensión (Fray Luis de León) con la horaciana elegancia, con la serenidad helénica en la expresión! ¡Cuán maravillosamente se casan en el Quijote la áurea amplitud del período y el exquisito humanismo en el sentir con el pensar hondamente cristiano y castizamente popular de todos sus personajes!
7. El arte
Y ¿para qué hablar de nuestra escultura y pintura ni recordar nombres como los de Becerra, Montañés, Alonso Cano, Mena, Hernández, Juni, Berruguete, Murillo, Zurbarán, el Greco, Morales, Rivera, Velázquez, que están en la mente de todos y que a un realismo muy español unieron un sentido muy trascendental y divino, como el espíritu cristiano que informaba su arte y que hacen de la pintura española, por ejemplo, la más original, quizá, que se haya visto, según ha dicho modernamente el francés Louis Bertrand, pues con estar formada en la escuela flamenca e italiana y reunir todas las perfecciones de éstas “posee, además, una cosa única: el sentido de la vida? Es la realidad viviente, la vida actuando, la vida envuelta en esplendor y en gozo… Este adueñarse de la vida tiene en Velázquez un ritmo tan soberano, tan triunfal, que los otros pintores, comparados con él, descienden casi al nivel de simples imagineros”.
El Escorial es el símbolo de toda la España de entonces, grande, sorprendente, que nos aplana con la magnitud del esfuerzo que representa, pero que nos levanta con la sublimidad de la idea y el impulso vital que le dio el ser. Grandeza ungida con la misericordia de Cristo, imperio consagrado y puesto al servicio de la fe, corona rematada con la cruz, panteón y templo en el que mora Dios.
Louis Bertrand, el gran historiador de nuestra civilización, después de recorrer la civilización occidental a través del Mediterráneo, encuentra la luz consoladora que la salva de la decadencia y de la muerte en el espíritu que agita a la España de Felipe II; que pone en los dedos gotosos y ulcerados de éste la Biblia; que hace, como ha dicho Pemartín, del Escorial, si sepulcro guardador del pasado, también del porvenir, que espera la resurrección de nuestras glorias.
8. Imperialismo español
Maravillosa gesta de espiritualidad la que supieron realizar hombres españoles en pro de la causa de la civilización europea o cristiana, puesta en peligro por los embates paganizantes del Renacimiento y los fervores seudorreformistas del Protestantismo, no menos que por las furibundas acometidas del Islam y las concomitancias perniciosas de los “reyes cristianísimos” con los enemigos de la verdad católica. “España, que había expulsado a los judíos y que aún tenía el brazo teñido en sangre mora, se encontró, a principios del siglo XVI, enfrente de la Reforma, y por toda aquella centuria se convirtió en campeón de la unidad y de la ortodoxia, en una especie de pueblo elegido de Dios, llamado para ser brazo y espada suya, como lo fue el pueblo de los judíos en tiempo de Matatías y de Judas Macabeo” (1).
Fue un pueblo de teólogos y de soldados, según frase del mismo Menéndez y Pelayo, encargado de velar y trabajar por la unidad en el dogma, lo mismo con el razonamiento que con la espada. Nuestra hegemonía política, nuestro predominio militar y nuestra expansión colonial estaban condicionados a este fin supremo de salvaguardar los intereses de Dios y de su Iglesia. Y sólo el que desde este punto de vista estudie el pasado español, podrá comprender la tragedia de un pueblo que se desangró en aras de un interés espiritual, yendo estoicamente a la muerte temporal.
Prescindiendo de ciertas inevitables singulares excepciones, sobre las que, por otra parte, sería ridículo pretender hacer hincapié, no hay duda que la España del siglo XVI, lo mismo en el viejo que en el nuevo mundo, se debatió oficialmente con la mira siempre puesta en el ideal religioso y católico, entonces en trágica coyuntura, que estaba en la conciencia de cada uno de los españoles.
El sueño imperial de Carlos V, con su aspiración a una monarquía universal, tan hermosamente cantada por su poeta favorito Hernando de Acuña, era hijo, como ha hecho observar muy atinadamente Menéndez Pidal, más que de la ambición política del emperador, del celo religioso de los españoles, que al encontrarse, terminada la gran epopeya de la Reconquista, con una patria espiritual y políticamente una y fuerte, con un nuevo mundo, regalo del Señor al tesón y coraje puestos en la defensa y conservación de su fe, con un pie en África y otro en Flandes, se creyeron llamados a ser los defensores y difusores, por todas las cuatro partes del Globo, de la unidad católica, la que les había mantenido unos durante toda la Edad Media, haciendo posible la liberación del suelo patrio, y que ahora les impulsaba a llevar el mismo mensaje liberador a otros pueblos.
La misma grandiosidad y dificultad de la empresa dio alas y acrecentó el impulso. Ante el asombro en ellos producido por un mundo de dimensiones gigantescas y riquezas fabulosas, “donde los ríos eran como mares y los montes veneros de plata, y en cuyo hemisferio brillaban estrellas nunca imaginadas por Tolomeo ni por Hiparco”, el espíritu español se sintió fatalmente impulsado a la aventura y al peligro, y su robusta fe, enardecida a la consideración de innúmeras naciones, en las que el nombre de Cristo era totalmente desconocido.
El espectáculo, por otra parte, de una Europa que quería renegar de su fe, deshaciendo la unidad religiosa a que debía su ser y su cultura, y por la que nosotros nos habíamos debatido por espacio de ochocientos años, era otro motivo para enardecer el ánimo, ganoso de aventuras y eufórico con la conciencia de la unidad nacional ganada a punta de lanza de los españoles, que, sintiéndose fuertes, se creían llamados, al mismo tiempo, a ser el brazo de Dios y la espada de Roma, con tanta mayor razón cuanto que en aquel preciso momento la corona imperial venía a ceñir las sienes de un rey de Castilla. Por eso nuestro grito de guerra fue un grito de religión, y nuestra gesta imperial continuación de la cruzada que en el propio suelo mantuviéramos durante siglos.
En este empeño, España puso a contribución todas sus fuerzas y todas sus armas: militares, religiosas, intelectuales y políticas. Fuimos, en consecuencia, pueblo de teólogos, pueblo de soldados, de legistas y de misioneros o reformadores.
El Concilio de Trento fue un Concilio tan ecuménico como español, por el número y valía de los miembros que España mandó a tan memorable asamblea, y porque gracias a ella se inició, y gracias a ella tuvo término y feliz remate.
En ese Concilio quedaron sentadas las bases de la auténtica y efectiva reforma católica, que ya de atrás venía gestándose en nuestra misma nación por obra de Cisneros y de los Reyes Católicos, particularmente Isabel.
Si España y los españoles recogieron luego la iniciativa de Erasmo, en lo que respecta a la reforma de costumbres en el bajo y alto Clero, llegando a ser el erasmismo bandera de lucha y de combate y denominador casi común de los anhelos reformistas en tiempo del emperador Carlos V, no se ha de olvidar que la reforma en el Clero secular y regular estaba ya iniciada, y con progresos tangibles, merced a los esfuerzos del cardenal Cisneros y la reina Isabel la Católica.
Y, sobre todo, es indudable que la auténtica reforma cristiana, la verdadera renovación espiritual de Europa, con sentido tradicional y católico, sin transigencias, blandenguerías ni concomitancias sospechosas, tuvo su adalid y su más genial organizador en un cerebro español: Iñigo de Loyola, reclutador del más aguerrido y compacto ejército de operarios de la religión y de la cultura (Compañía de Jesús), que hizo sentir su acción en todos los campos de lucha, lo mismo aquende que allende los mares.
El espíritu de la Contrarreforma, o por mejor decir, auténtica reforma, encarnado en Ignacio de Loyola, no tiene nada que ver con el la patrocinada por Erasmo. Aun cuando a éste se le reconozca buena fe y buenas intenciones, no cabe dudar que fue un vacilante indeciso, enemigo de malquistarse con nadie y amigo de dar gusto a todos, aunque fuesen los mayores enemigos de la Religión. (…) Pudo ser caudillo y héroe; pero su espíritu contemporizador, en una época de radicalismos y decisiones tajantes, no le dejo ser ni lo uno ni lo otro. (…)
Ignacio de Loyola, en cambio, capitán primero de los ejércitos imperiales, tenía todas las condiciones que le faltaban neerlandés para ser jefe y adalid, reformador y organizador. (…) En su persona y en la institución que él levantó, supo armonizar maravillosamente la piedad más acendrada y la más subida cultura, simultaneando el estudio de las artes y humanidades con el de la más alta teología. Ignacio de Loyola es la síntesis alquitarada del humanismo español sobrenaturalizado, como Vives lo fue del humanismo a secas, o si se quiere, cristiano, pero sin alcanzar la Santidad.
(1) MENÉNDEZ Y PELAYO: Calderón y su teatro. Conferencia segunda
9. Clasicismo español
El mundo andaba lleno con la fama de las realidades épicas de españoles y portugueses, y nuestros tercios triunfaban en todos los campos de Europa; cuando maestros españoles abrían cátedra en las principales universidades de este viejo mundo, y hacían de Salamanca la Atenas de los nuevos tiempos; cuando nuestros novelistas y dramaturgos creaban de la nada un teatro lleno de vida y de bizarría, como bizarros y arrogantes eran nuestros políticos y embajadores, España no podía resignarse al papel de secundona en la producción de obra culta, contentándose con literatura o arte de puro remedo.
Por un fenómeno osmótico de maravillosa eficacia, España hizo suyas, verdaderamente suyas, las posibilidades renacentistas, creando un Renacimiento genuinamente español. Los organismos robustos convierten en sustancia propia los elementos que de fuera les vienen. “No es, diremos con José María Pemán, que no hiciera España Reforma o Renacimiento, es que tuvo una Reforma cristiana y un renacimiento cristiano, en que continúa el proceso medieval de cristianización de todas las contingencias de cada hora y de cada época… España llegó al Siglo de Oro dotada, por virtud de su profunda civilización cristiana, de un poder infinito de aborrecer todo lo nuevo. Por eso su defensa contra la Reforma y el Renacimiento no consistió en expelerlos de un modo absoluto y petrificarse frente a ellos en completa inmovilidad; consistió en absorberlos como en una vacuna, en cristianizarlos como en un bautismo.
España aceptó todas las iniciativas del Renacimiento y de la Reforma en cuanto significaban mejoría por crecimiento y desahogo de la vitalidad intrínseca de la doctrina y moral cristiana, pero no transigió con la desvirtuación de la ética ni del credo cristiano. Hizo renacimiento clásico en la forma y cristiano en el fondo.
La obra de Fray Luis de León y la de Calderón con sus autos sacramentales son la mejor demostración de cómo con ideas cristianas se puede realizar arte perfectamente clásico, sin incurrir en servilismos extremosos (…)
Arte clásico con asuntos y creencias nacionales, como con las suyas lo hicieron los griegos; éste fue precisamente el ideal que se propuso la España del siglo XVI, y que llevó a la práctica con la pluma, la gubia y el pincel, en el orden de las ideas y en el terreno de los hechos. Fue una siembra cristiana la que España hizo en aquella primavera de renovación del arte heleno. El catolicismo era el alma de todas sus empresas, a cuyo servicio andaban las armas, que hacían imperio, y la lengua, que es “compañera del Imperio”, según decía Nebrija a Isabel la Católica en la introducción a su Gramática.
Fracasamos en nuestro sueño de una monarquía universal, no conseguimos ver realizada la unidad política ni aun religiosa de Europa, pero llevamos nuestra fe y nuestra lengua a innúmeras y extensas regiones, al mismo tiempo que impedíamos que la vieja Europa se sumiese en el caos de un paganismo reformista y de una política maquiavélica. Fue la nuestra una gesta de catolicidad de ecuménica. Hicimos patria, cultura y arte nacionales con las ideas y los sentimientos más universales. Hicimos Renacimiento a nuestro estilo, poniendo en él la impronta o sello del espíritu nacional, como lo pedía el genio viril de aquella raza, que realizaba epopeyas como la de la Reconquista, descubrimiento y civilización de un nuevo mundo. (…)
Recoger todas las aguas desatadas con el advenir renacentista, para verterlas y hacerlas correr por el álveo de la Teología católica, estableciendo el más amigable consorcio entre la Religión y el Arte, Humanismo y Cristianismo, ésa fue entonces la misión de España, en la que pusieron a un tiempo la mano los humanistas como Nebrija, Vives, el Pinciano y fray Luis de León, los teólogos como Vitoria, Cano, Suárez y los dos Luises, escrituristas como Arias Montano y Maldonado, filósofos como Vives y Fox Morcillo, literatos como Juan de Ávila, Fray Luis de Granada y de León, Santa Teresa, Cervantes y Lope, y, finalmente artistas como Murillo y Velázquez.
El hecho mismo de reconocerse unánimemente que aquél es nuestro siglo, siglo de predominio español en todos los órdenes y en la Historia universal, denota bien a las claras que algo pusimos de original y propio en el campo de la cultura, lo mismo que en el de las letras y de las artes. (…)
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