X. EL ESPÍRITU DE LA RECONQUISTA
1. En el ocaso de la monarquía visigoda
2. Lucha armada en defensa del Credo y la unidad patria
Pero la Providencia, que escribe derecho con renglones al parecer torcidos, dispuso que el fuego cauterizador de la barbarie musulmana sanase la llaga de desunión que hasta entonces impedía que godos e hispanorromanos se sintieran verdaderamente unos, purificase las faltas de unos y otros, y en el crisol de la persecución, se separase el oro de la ganga y saliese de nuevo a luz el espíritu de la patria.
Hubo esta vez cruzada, epopeya y martirio. Ante el enemigo común, godos e hispanorromanos se sintieron unos en la fe, en el ideal y en la empresa. La bandera de la cruz les cobijó a todos. En adelante ya no habría sino españoles en lucha contra los enemigos de la religión, cruzados durante más de ochocientos años, caballeros de la Hispanidad que, con la espada y con la pluma, la gesta y el martirio (¡nombres gloriosos de Pelayo, el Cid, y los mozárabes Eulogio, Álvaro, abad Sansón y mártires de Recafredo!), harán la epopeya más grande de los pueblos modernos y forjarán, en la fragua de un común heroísmo, una sola fe y una ardiente caridad, la definitiva patria española, vigorosa y robusta, madre fecunda de innúmeras naciones que vivirán de su sangre y de su espíritu.
La Reconquista no creó una España de la nada, no hizo sino llevar a cabo la construcción del edificio cuyas bases se sentaron en los Concilios toledanos con un sentido de catolicidad en el que, sobre las esencias de griegos y latinos, de godos y hasta de musulmanes, apareció el sello, la impronta del verdadero genio español.
En los primeros momentos parecía que la monarquía, iniciada en Asturias y establecida luego en León, resucitaba con todas las características de la visigótica, y continuadores de ésta se decían sus reyes, pero allá por el siglo XI, al influjo de los navarrocastellanos, adopta un sesgo menos particularista: se hace genuinamente española y se orienta en el sentido que ya prevalecerá a través de toda nuestra historia. Con Alfonso VI, que se denomina a sí mismo totius Hispaniae Imperator, España comienza a sentir anhelos de imperio, y es cosa cierta que estos anhelos arrancan de la idea y del espíritu de catolicidad que hacía batirse a los españoles en su tierra en nombre de la Iglesia y la cultura europea.
Sólo la conciencia del común destino, sólo la fe que mueve de su lugar las montañas y resucita a los muertos pudo hacer que se levantara el cuerpo exánime de la nacionalidad española, abatido por el alfanje mahometano. Fue la caridad de Cristo la única que pudo lograr dar unidad y poner orden en el caos de reinos que, con independencia de acción, fueron surgiendo a medida que progresaba la reconquista del suelo patrio. (…)
Lucha por la unidad espiritual de España, lucha en defensa del sentido universal y religioso de su cultura, eso fue la Reconquista como empresa guerrera y como cruzada ideológica. “España es la unidad de destino histórico que la mano del Altísimo ha señalado a los militantes de la épica cruzada”, ha dicho el P. Villoslada.
Como cruzada ideológica he escrito, porque no fueron sólo las armas las que entonces lucharon, sino también las ideas. Si la España mozárabe no queda absorbida por la ola musulmana que la envolvía, lo debió al tesón con que se mantuvo firme en la fe, velando por el sagrado depósito, no transigiendo en lo doctrinal ni acatando siquiera el poder que la tenía sojuzgada. Hubo traidores, ¿y cuándo ha dejado de haberlos? No faltaron Recafredos y renegados; pero abundan también los leales, que ya con la pluma y la enseñanza, verbigracia: San Eulogio, Álvaro, Sansón; ya con la sangre: los innumerables mártires que dieron testimonio de su fe, conservándola intacta contra las tergiversaciones de Recafredo, hicieron fructificar en tierra de moros la idea de la patria española, manteniendo la unidad en espíritu con los cristianos del norte que, más afortunados que ellos, tenían ocasión de promover con la unidad religiosa la territorial y política.
No acataron los mozárabes las decisiones de Recafredo; haciéndolo, hubiera sido condenarse a desaparecer como parte española, anegando su personalidad en el océano que la envolvía. Gracias a esta energía, España no quedó mahometizada, y entre los mozárabes siguió el fermento católico trabajando en el mismo sentido que lo hacía al Norte, tierra adentro, fuera de la opresión musulmana.
3. Batalla de ideas
No voy a seguir aquí, paso a paso, las alternativas y la suerte de las armas españolas en la lucha por la liberación del suelo de la patria. No entra ello en el plan de este libro, que sólo mira a poner de relieve el tesoro de espiritualidad que través de la Historia ha ido acumulando nuestra patria y que ha de ser base de su futura grandeza.
Como defendió y conservó nuestra cultura cuando solo podía llamarse romana, cuando la promovió y cristianizó, cuando sólo haciéndolo podía salvarse, así, ahora a través de la Reconquista, siguió velando por la conservación y aumento del sagrado depósito que tenía la misión de custodiar y defender en esta parte de Occidente.
Y esos siglos, los menos aptos, al parecer, para consagrarse al ocio que requiere la batalla de las ideas, no fueron, sin embargo, baldíos en este aspecto para la cultura occidental.
Aunque sólo fuera por la defensa armada que hicimos en nuestro suelo de la cultura europea contra la barbarie sarracena, oponiendo dique irrompible al torrente de invasiones que, saltando el Estrecho, querían lanzarse sobre Europa, España merecería honor y consideración primaria en la aquilatación de los méritos que cada pueblo tiene contraídos para con la cultura occidental. Inmensa debe ser la gratitud para con ella, por haber deparado a los demás países occidentales reposo y huelgo para levantar el magnífico edificio cultural que, en los siglos medios, sobre todo del XII al XIII, llegó a ser expresión máxima de la capacidad humana sostenida y alentada por la fe.
Mas no fue solo arma al brazo, en cruzada portentosa de más de ochocientos años y que, desde Covadonga a Granada, nos hizo dueños palmo a palmo de la totalidad de nuestro suelo, sin ayuda casi de nadie, como España hizo méritos indiscutibles para ir a la cabeza de los pueblos que han luchado por el ser de nuestra cultura, fue también de una manera directa, convirtiéndose en centro difusor y punto de interferencia de todas las ideas literarias de la Edad Media, como España prestó contribución ingente a la obra cultural de aquellos siglos.
Junto la epopeya de la Reconquista, en la que no faltaron ni Aquiles ni Héctores, y surgió el tipo de caballero cristiano más admirable que han visto los siglos: el gran Rodrigo Díaz de Vivar, Cid Campeador, hubo otra gesta silenciosa, mejor dicho, ruidosa, pero incruenta: la de las letras y disputas doctrinales.
Prueba magnífica de que nunca la lanza embotó la pluma, nos la ofrece la serie de discusiones, discordias y reyertas de tipo ideológico, casi siempre con matiz religioso, que presenciamos en la España del siglo VIII, cuando más amedrentados debieran estar los ánimos, lo mismo dentro que fuera del espacio ocupado por los agarenos.
En la Marca Hispánica, reconquistada por los reyes francos, brota la planta de la herejía adopcionista, que se extiende rápidamente por toda la Península, pero aquí está vivo y alerta el pensamiento de San Isidoro, representado por Beato, que con energía de cántabro se encarga de extirpar la mala hierba. Por sus libros, lo mismo que por los escritos de sus adversarios, echamos de ver, dice Menéndez y Pelayo, que no está muerta ni desconocida la ciencia española isidoriana y que sus rayos bastaban para iluminar a otras gentes. “Esa controversia, nacida en nuestras escuelas, dilucidada aquí mismo, pasa luego los Pirineos, levanta contra sí Papas y emperadores, Concilios y aviva el movimiento intelectual haciendo que, a la generosa voz del montañés Beato y del uxumense Heterio, respondan, no con mayor brío, en las Galias, Alcuino, Paulino de Aquileya y Agobardo.
“El relato de las discordias religiosas que siguieron a la conquista musulmana mostrará a nueva luz, de una parte, el desorden, legítima consecuencia de tanto desastre; de otra, la vital energía que conservaba nuestra raza el día después de aquella calamidad, que con tan enérgicas frases describe el rey Alfonso el Sabio, siguiendo al arzobispo don Rodrigo Jiménez de Rada, como éste al Pacense. (1).
(...)
La polémica de España trascendió muy pronto el patrio suelo y media Europa se puso en movimiento para combatir o terciar en la contienda. La Corte de Carlomagno se sintió agitada por este revuelo literario-teológico, y Alcuino tomó cartas en el asunto contra la herejía, pero ésta estaba ya de capa caída, gracias a nuestros hombres, que hacían con la pluma lo que Pelayo con la espada: velar y batallar por el sentido católico de nuestro pensamiento y de nuestra patria.
“Esta tribulación, como todas, a la vez que providencial castigo de anteriores flaquezas, fue despertador para nuevas y generosas hazañas. Ella aguzó el ingenio y guió la mano de Beato y Heterio, para que defendiesen la pureza de la ortodoxia con el mismo brío con que había defendido Pelayo de extraños invasores los restos de la civilización hispanorromana, amparados en los montes cántabros. Allí se guardaba intacta la tradición isidoriana, allí vivía el salvador espíritu de Osio y de los padres iliberitanos, de Liciniano, de Mausona y de Leandro”.
Los monjes españoles lanzados de su tierra por el turbión agareno, al buscar asilo en tierras extranjeras, llevaron a todas partes el esplendor de la ciencia isidoriana y pusieron a disposición de los demás pueblos los tesoros de saber y de cultura que, bajo el floreciente imperio visigodo, habían acaudalado.
Sus huellas se encuentran en todas partes, desde el sur de Italia hasta la parte más septentrional del imperio carolingio. “Con ellos pasa la literatura visigoda -escribe el P. Pérez de Úrbel-, los manuscritos de las bibliotecas españolas, las influencias bíblicas, litúrgicas y caligráficas de la España isidoriana”. Los principales escritores carolingios revelan la presencia de nuestros expatriados: en Montecasino se nos revela por el códice de Eteria; en la Cava, por la Biblia de Dúnula; en Vercelli, por las notas a un manuscrito del siglo VIII; en Verona, por el famoso Eucologio visigótico; en Luca, por la forma hispanizante de la Crónica de Eusebio. En cuanto a Francia, su influjo aparece en Tours, Limoges, Lyon, etc.
Digno de especial mención es el monasterio creado a orillas del Rin por un grupo de monjes españoles capitaneados por San Pirminio, que llegó a aquellas tierras el año 720 y fundó la abadía de Reichenau, importantísimo centro cultural. San Pirminio unió sus esfuerzos a los de San Bonifacio en la reforma y propagación del espíritu benedictino y en la obra de apostolado entre los germanos.
Quien quiera más detalles sobre esto puede ver la obra del p. Úrbel Los monjes españoles en la Edad Media, digna por todos conceptos de hallarse en manos de todos.
- Hª de los Heterodoxos
4. Los Beatos y la creación del arte románico
Pero la influencia de Beato se proyecta sobre la cultura occidental en un sentido artístico que creo necesario declarar aquí. Hoy son los eruditos extranjeros los primeros en reconocer que a España toca la mejor parte en la creación del ideal de arte románico, que tan hondo surco abrió en la cultura europea.
El arte románico no es originario de Francia, sino de España. Nacido en nuestro suelo, peregrinos franceses lo llevaron a su tierra, de donde luego se nos devolvió como si fuera cosa de importación y no mercancía propia. El influjo de los Beatos en ese arte es hoy indiscutible.
Nadie ignora que Beato escribió un famoso comentario al Apocalipsis, de San Juan, y al libro de Daniel, del que apareció la primera edición el año 776 con miniaturas de a página y hasta de doble página, y de una intensidad emotiva que aún hoy produce el efecto perseguido por sus ilustradores. La serie de los manuscritos ilustrados parece comenzar con el de San Miguel, hacia el año 920, al que siguió luego, según indica el P. Pérez de Úrbel en su libro Los monjes españoles, página 361, el de Tábara (Zamora), incompleto por muerte del Magio en 968, pero rematado por Emeterio, que repite otro semejante en 975, con la ayuda de la monja pintora de Ende y el presbítero Juan, habitantes del monasterio fundado por San Froilán. Cinco años antes había reproducido otro el monje Oveco, en Valcabado (Palencia), y lo mismo vinieron haciendo los monjes de San Millán, pues eran los Comentarios libro preferido que apasionaba a aquellas generaciones próximas al año 1000, que traía tan preocupados a los hombres que se interesaban locamente por los problemas escatológicos.
No se reproducían, sin embargo, los Comentarios con exactitud, sino que se variaban y adaptaban según el capricho de los ilustradores, que lo hacían con vistas a los gustos de la época y sus propios intereses. Este trabajo se prolongó por espacio de más de cinco siglos (del VIII al XIII), de modo que una misma escena aparece interpretada con arreglo a los gustos de generaciones tan distantes. Por una serie de Beatos puede verse el proceso cultural del Medievo.
El sacerdote católico alemán doctor Wilhem Neuss fue el primero en señalar las relaciones entre los códices manuscritos que se conservan de los Comentarios (la mayoría en bibliotecas españolas, pero algunos en el Museo Británico, de Londres; en la Nacional de París, y en Estados Unidos), y la decoración y esculturas románicas francesas de San Pedro de Moissac, Limoges y otras muchas iglesias de Languedoc.
Emilio Male, miembro del Instituto y director de la Escuela Francesa de Roma y autor de una obra interesantísima sobre iconografía medieval, recogió la advertencia en su libro, y en su libro L’art religieux du XII siécle en France… demuestra que no tan solo son versiones de láminas del Apocalipsis de Beato el tímpano de Moissac y los capiteles de sus claustros, sino que son interpretaciones de sus miniaturas, adaptadas al espacio y materia, las labores de Saint- Benoit-sur-Loire, Cubzac, Saint Hilaire de Poitiers, etc., y que, por tanto, los orígenes del románico deben buscarse en España, en la serie de beatos que cruzaron el Pirineo, en manos de peregrinos que iban de Santiago.
Así, ya en 951, Gotescalco, obispo de Puy, se detiene en nuestros monasterios para sacar copias de nuestros códices (manuscrito latino, núm. 2.855 de la Biblioteca Nacional de París), y, más tarde, los monjes de Cluny establecen monasterios en el Camino de Santiago que sirvan de lazo entre los pueblos. El monasterio de Albelda, por ejemplo, donde vivían más de 200 monjes, llegó a ser un centro cultural receptor y difusor de máxima importancia, donde se cruzaban corrientes francesas y mozárabes, como lo prueba el hecho de que en el Códice de Vigila aparezcan cifras árabes referidas al Concilio de Aquisgrán del 817, que hicieron así su aparición en el Occidente.
Todo ese arte prueba, como advierte el P. Pérez de Úrbel, que los pintores y calígrafos de Albelda, Valeránica y San Millán vivían de la tradición española y que, en técnica y motivos, siguieron a la antigua miniatura y caligrafía visigodas. En ellos hay que reconocer “la posteridad artística de los maestros y desconocidos y trabajaron en tiempo de los godos”. (1)
“Los estudios de Neuss sobre las Biblias catalanas y los manuscritos de Beato confirman este carácter tradicional de la civilización española”.
El notable escritor Kingsley Porter, primera autoridad en arte románico, ha hallado recientemente nuevas influencias de los beatos en la iconografía de la Edad Media.
Así, tenemos en nuestra patria en aquellos siglos, tan poco aptos para las labores de paciencia que exige la transcripción y adorno de manuscritos, los orígenes de una cultura que papel tan importante desempeña en la Edad Media.
Beato es probable tomara sus miniaturas de un libro bíblico del siglo VI, decorado, y el P. Zacarías Villada opina que sus elementos primordiales son indígenas, unos, y otros, orientales, traídos por San Leandro de Constantinopla (siglo VII) y por los bizantinos establecidos en Levante entre los años 554-624.
Toda la parte norte de la Península tenía sus centros culturales, de ordinario monasterios, y cada uno presenta motivos peculiares. Los de Cataluña sincronizan elementos nacionales, carlovingios y mozárabes.
“Por la elegancia en el romanismo de sus mayúsculas, por su amplio concepto de la ilustración pictórica, Florencio de Valeránica puede considerarse como el primero de los calígrafos españoles. Anterior a él, Magio le disputa la superioridad por su inventiva inagotable y por su sentido del color, y junto a ellos puede codearse el gran miniaturista de Albelda, Vigila, cuya obra acusa una preferencia por las tonalidades azules y pajizas en la decoración. La mayor perfección en la belleza de la letra visigótica la alcanzaron los copistas de San Millán”. (P. Pérez de Úrbel).
- Los monjes españoles, II, pág.3
5. El Camino de Santiago
Hemos recordado el Camino de Santiago como arteria por donde los pueblos medievales comulgaban en espíritu con la España guerrera, piadosa y santa, y bueno será hacer notar la importancia que este centro de peregrinaciones, que simboliza los afanes y los anhelos de la Edad Media tuvo el florecimiento cultural de aquella época.
Guerreros y artesanos, sabios y santos, nobles y plebeyos, todos se sintieron imantados por la atracción poderosa que ejercía el sepulcro del glorioso Apóstol.
Eugenio Montes ha cantado en prosa fulgurante y con sentir de auténtico gallego, enamorado de su tierra, en la que ve la expresión de todos los ideales patrios, la significación y el alto valor cultural de este camino que hace de “Europa, una invención del camino de Compostela”. No resisto a la tentación de reproducir una página tan poética y tan densa de contenido para declarar la significación civilizadora de la España de aquellos tiempos.
“Por el aire de la Edad Media vuela siempre en socorro la sombra lanceada de Santiago Matamoros, gran patrón de la Orden de Caballería, aquel de los Apóstoles que montó a la jineta... El primer hombre medieval y europeo que trocó el bordón en la lanza y en lanza el bordón, es el primer cruzado a Jerusalén y el primer peregrino a Compostela. (…) “Ser caballero y campeón de Santiago era el más florido título de los pares de Francia. (…) “No hay ni una sola ciudad ni un solo pueblecito francés en donde no se encuentre alguna vieja, musgosa, conmovedora rue Saint-Jacques. Rue Saint-Jacques de París enternecida de yedra, poblada de escuelas, de hospitales, de puestos de libros entelarañados y amarillos. Por ahí pasaban los peregrinos a Compostela, a través de la oscura antigüedad pirenaica”. (1).
Inútil añadir ni una palabra para hacer resaltar lo que España significa en la creación literaria más abundante y rica de la Baja Edad Media, y que se conoce con el nombre de ciclo carolingio. En el anterior texto queda puesto de relieve, y declarado al mismo tiempo, el papel que España desempeñó con su Santiago en la creación de aquella unidad de sentir y de pensar, de anhelos y de empresas que hace de la Europa medieval un todo heterogéneo en razas y tierras, pero movido por un solo espíritu, una sola idea y una sola fe. Es la expresión más alta de la comunidad de historia y de destino que hemos descubierto en los pueblos de Occidente.
El grito de Santiago y cierra España resonaba en todos nuestros combates, la imagen del Apóstol aparecía en toda batalla contra moros, los reyes se honraban con su insignia, y cuando el Apóstol truena sobre la torre nazarita, Fernando III el Santo se precia, según la crónica, de ser alférez de Santiago, “y ya es cosa bonita -comenta Eugenio Montes- eso de ser santo y ser teniente de caballería”.
Toda la Historia de España a partir de la Reconquista va anudada a Santiago de Compostela. Desde el segundo de los Alfonsos, que fue el primero que puso su corona a los pies del Apóstol, todos nuestros reyes han ido a postrarse de hinojos ante el sepulcro del Santo. Príncipes, reyes y emperadores extranjeros llevaron allí, con el sentir de sus pueblos, la comunidad de espíritu y de destino de todo el Occidente.
Los santos más grandes, tales como San Francisco de Asís, llegaron como peregrinos a Compostela, y allí fundó el primer convento español de su Orden; Santo Domingo de Guzmán, cuya acción fue tan influyente en el sesgo católico que tomaron los acontecimientos en el Mediodía de Francia al combatir a los albigenses; San Vicente Ferrer, que recorrió Europa entera, atónita al contemplar las numerosas conversiones que realizaba este ángel del Apocalipsis; Santa Brígida de Suecia, la gran vidente y fundadora de monasterios; todos ellos y otros muchos más vinieron a tomar aliento, dirección e impulso en este gran centro, donde, con el fuego de la caridad divina, se sentían unos en unidad de espíritu, en catolicidad de pensamiento y acción los individuos y las naciones todas de Europa.
Sería, pues, ridículo negar hoy ya la influencia de España en la cultura occidental en este largo periodo que va de los principios de la Reconquista a los albores del Renacimiento.
- Acción Española, núm. 58, pág. 325
6. Cultura árabe y cultura española
En la España ocupada por los árabes, como lo hemos dado a entender, no estaba tampoco muerta toda actividad cultural, y queremos decir algo más en particular sobre la cultura árabe y mozárabe.
Los árabes, pasados los primeros encuentros, mostraron cierta tolerancia con los vencidos, consintiéndoles el ejercicio de su religión y hasta el vivir reunidos en monasterios y escuelas. Numerosos eran aquéllos en la misma Córdoba, y la escuela del abad Spera-in-Deo fue el gimnasio en que se formaron muchos de esos héroes de la fe y de donde se comunicó los árabes esa decantada cultura que muchos creyeron privilegio de los dominadores, cuando la verdad es lo contrario.
Las discordias motivadas por la actitud de Recafredo, a las que antes hicimos alusión, promovieron una lid de ideas que basta para probar que entre los mozárabes la cultura no estaba ni muerta ni dormida.
San Eulogio, ante cuyos ojos la sangre inocente derramada por los mártires de la fe corre humeante, se siente aún con ánimos para entretenerse en la lectura de clásicos latinos, y Álvaro le felicita por acercarse en sus narraciones “al lácteo estilo de Tito Livio, al ingenio de Demóstenes, a la facundia de Cicerón y a la elegancia de Quintiliano”. “¡Singular temple de alma de aquellos hombres -exclama Menéndez y Pelayo-, que en vísperas del martirio gustaban todavía de sacrificar a las Gracias y coronar su cabeza con las perpetuas flores de la antigua sabiduría!” “En la cárcel se entretuvo San Eulogio en componer nuevos géneros de versos que en España no habían visto”, dice su amigo y biógrafo.
Muy grande debió ser, sin duda el influjo de estos atletas de la fe sobre la rudeza de los conquistadores, cuando éstos, que en todas partes se nos muestran como de inferior cultura a los pueblos conquistados, aquí, en España ofrecen un florecimiento cultural tan adelantado, que muchos miran como cosa de verdadero asombro.
Nadie desconoce ni niega el mérito contraído ante la cultura por los mozárabes al poner a disposición del Occidente todo el saber oriental, trasladado de libros árabes, en la famosa escuela, sobre todo, de Toledo. Pero hoy es necesario reconocer también que la cultura árabe, en todas sus formas, es tributaria de los españoles, y que si llegaron los invasores a un tan alto grado de esplendor en tiempo del Califato fue porque se apoderaron y apropiaron del saber que poseían los visigodos.
En todas partes, ha escrito Munch, la ciencia arábiga nació del trato con los cristianos, sirios y caldeos. ¿Por qué en España había de darse una excepción? El francés M. Bertrand -en su Historia de España- ha insistido en este mismo concepto, considerando a España no sólo como campeona de la Cristiandad contra el Islam, sino como levadura también que hizo fermentar aquella masa tosca, representada por la raza árabe, que de suyo fue siempre salvaje, y si se civilizó fue merced al trato con los españoles, como antes con sirios, egipcios o persas. Su crueldad corrió doquiera parejas con la relajación de sus costumbres. (…)
Las tonterías, pues, de Draper al afirmar que nosotros sofocamos la civilización árabe, nadie las cree ya después de los estudios de Menéndez Pelayo, Rivera y Asín Palacios. Si algo tuvieron de propio y original, nos lo apropiamos nosotros y los repartimos sin envidia a los demás países de Occidente. La Iglesia y los reyes fueron los que más trabajaron en esta empresa. Por tanto, “como intérprete de lo bueno y sano que hubiese en la ciencia arábiga, cabe a España la primera gloria, así como la primera responsabilidad en cuanto a la difusión del panteísmo”.
Y de cuál sea la significación histórica de este hecho, dan testimonio las palabras de Renan, citadas por Menéndez y Pelayo: “La introducción de los textos árabes en los estudios occidentales divide la historia científica y filosófica de la Edad Media en dos épocas enteramente distintas… El honor de esta tentativa, que había de tener tan decisivo influjo en la suerte de Europa, corresponde a Raimundo, arzobispo de Toledo y gran canciller de Castilla, desde 1130 a 1150”. (1)
Muy poco era, en efecto, lo que hasta entonces se conocía de los antiguos griegos; pero, gracias a la escuela de traductores de Toledo, esos textos y la filosofía griega, siquier fuese deturpada por los comentaristas árabes, llegó a conocimiento de los sabios de Occidente. El arzobispo Raimundo ordenó de traducción de toda la enciclopedia de Aristóteles, glosada y comentada por los filósofos del Islam, cuya misión no fue de creadores, sino de transmisores. Domingo Gundisalvo y Juan de Sevilla tradujeron lo mejor de la filosofía árabe, poniendo a disposición de los escolásticos del siglo XII la parte propiamente filosófica de Aristóteles. Y tanto creció la fama de este colegio, que a él acudían, afanosos de saber, los más celebrados eruditos extranjeros “sedientos de aquella doctrina greco-oriental que iba descubriendo ante la cristiandad absorta todas sus riquezas”. Baste citar, entre otros, los nombres de Pedro el Venerable, Daniel Morlay, Gerardo de Cremona, Miguel Escoto y Hermanus Alemanus.
Y sí es mérito nuestro el que, a través de estas traducciones, se conociese la filosofía antigua, también lo es el que, gracias a la intervención de Alfonso el Sabio, penetraron y se pusieran en lengua vulgar los conocimientos astronómicos y científicos de los árabes.
Este rey mandó traducir el Corán, y fundó en Sevilla una universidad interconfesional. Y el fin de todo ello, como nos dice don Juan Manuel en su libro de Cetrería, no era otro que el predominante en todos los pechos españoles; combatir en todos los sentidos la impiedad y el error y sacar triunfante, con la unidad católica, la unidad territorial de la patria.
- Heterodoxos
7. El siglo XIII: siglo de Alfonso X el Sabio
Don Alfonso X el Sabio promovió, además, en otro orden de cosas, el progreso de la cultura occidental. A su tiempo se remonta el origen de las instituciones académicas (hay, empero, quien lo busca en las escuelas mozárabes de Córdoba y Sevilla), que hacen por primera vez su aparición en Europa.
En 1252 creó la que llevó su nombre, en Toledo, y a ella acudieron eruditos y sabios de todo Europa, para perfeccionarse en estudios astronómicos. También instituyó este rey una especie de Academia de la lengua, ordenando, en 1253, “que si de allí en adelante, en alguna parte de su reino, hubiese diferencia en el entendimiento de algún vocablo castellano, recurriera con él a esta ciudad, como a metro de la lengua castellana, y que pasaran por el entendimiento y declaración que al tal vocablo aquí se diese”, misión que tardaron tres siglos en poseer -como observa Picatoste en su libro “Los españoles en Italia”- las demás Academias de Europa.
Toda la historia social y política de la España medieval se halla reflejada en sus códigos. El Fuero Juzgo representaba la concepción de una monarquía teocrática; era la expresión del bautismo cristiano que la Iglesia católica hizo sobre el saber antiguo. Los Fueros municipales confirmaban, al par que la intensidad de nuestra cultura, el carácter regionalista y de libertad que adoptaba la acción de nuestro pueblo en cada provincia, sirviendo de lazo y fusión el elemento cristiano y católico. (…)
Alfonso X el Sabio afianzó la romanidad en todo el Occidente como elemento de cultura con su magna obra de las Siete Partidas. Continuando la tradición visigótica, que nos dejó en el Fuero Juzgo testimonio insuperable de la legislación romana con sentido católico, Alfonso el Sabio nos legó en las Partidas un monumento de saber que no tiene parejo en la Edad Media.
“Sin Alfonso -dice Picatoste- faltaría una civilización completa de que nos es deudora toda Europa. Dentro de España perfecciona la lengua, es prosista y poeta; pero dentro y fuera de España, es un político y un legislador, cuya fama y cuya influencia se extiende de uno a otro mundo. Ticknor hace constar que las leyes de don Alfonso X sobre los estudios generales “son tan notables por su sabiduría como por encontrarse en ellas las semillas de la organización y régimen que hoy tienen muchas universidades de Europa”. Un abogado eminente del Tribunal Real de apelaciones de Inglaterra declara que, en veintinueve años de práctica, no ha encontrado caso alguno que no esté resuelto en las Partidas, (…) y Gaspar Duro (italiano), en sus Apuntes para la Historia del Derecho, dice que si las obras de don Alfonso, y especialmente las Partidas, son “un monumento nacional, desde el punto de vista literario, son también un monumento de los siglos y de la Humanidad, desde el punto de vista del progreso, porque no forman un código vulgar, como los demás que han recibido este nombre, sino que son obra completa de política, de gobierno, de legislación, de administración y de moral”. (1).
“Cabe también a nuestra patria -ha dicho Gómez del Campillo- el honor de haber servido de cuna a una de esas instituciones que constituye el inexpugnable baluarte de las llamadas garantías individuales, sin el concurso de las cuáles los más sagrados derechos quedan frecuentemente a merced de los que asuman la gobernación del Estado; y fue en una monarquía donde, por primera vez en la historia política del mundo, aparece claramente dibujado un poder moderador, colocado por cima de todos y aun los más altos poderes del Estado, en tiempos en que todavía Europa, atomizada y feudal, desconoce totalmente no ya la defensa, sino aun los mismos derechos que celosamente salvaguarda esta institución: el Justicia de Aragón, cuyos orígenes se pierde en las brumas de la leyenda; pero que desde luego, se remonta a los siglos cuya cultura, historiamos.
Con don Alfonso X el Sabio adquiere también la lengua castellana, la primogenitura, podríamos decir, de las lenguas romanas; se acrisola, dignifica y perfecciona en tanto grado que sólo un siglo más tarde podría superarle Italia con Petrarca, Dante y Bocaccio.
Mas aun cuando en España no se produjeran por aquellos siglos obras personales de tan empinada magnificencia como la Divina Comedia, se originó entonces una corriente literaria, que podríamos llamar popular y colectiva y culminó en la creación del Romancero.
Contemporáneo de lo que hay de más poético, heroico y caballeresco en el alma española. Conjunto épico tan admirable y plástico, que la realidad histórica parece como si estuviera obrando actualmente sobre nuestros sentidos, y hacen de él, como dijo Hegel, “un collar de perlas: cada cuadro particular es acabado y completo en sí mismo y, al propio tiempo, estos cantos forman un conjunto armónico. Están concebidos en el sentido y el espíritu de la caballería, pero interpretados conforme al genio nacional de los españoles. Los motivos poéticos se fundan en el amor, en el matrimonio, en la familia, en el honor, en la gloria del rey y, sobre todo, en la lucha de los cristianos con los sarracenos. Pero el conjunto es tan épico y plástico, que la realidad histórica se presenta a nuestros ojos en su significación más elevada y pura, lo cual no excluye una gran riqueza en la pintura de las más brillantes proezas (2). Y esto lo decía Hegel refiriéndose a los romances posteriores, calco de los primitivos que, de haberlos conocido, lo mismo que el Mío Cid, quizá el juicio hubiera sido aún más enaltecedor.
Por todos los conceptos, pues, el genio de Alfonso X el Sabio hizo avanzar la cultura, y España ocupa por él puesto de honor entre los pueblos medievales que vivían del espíritu de Occidente.
(1) Los españoles en Italia, págs.. 170-171
(2) Esthétique, trad. francesa por Ch. Bernard. 1875, II, pág. 397
8. Evocación del espíritu de la España medieval
¡Espectáculo admirable de la España medieval en lucha contra el moro y con tiempo no sólo para consagrarse al oficio de las letras, sino también para salir fuera, lanzándose a la conquista de las demás naciones con las armas de la teología y el poder de la santidad!
Santo Domingo de Guzmán es no sólo el debelador de las herejías, el que vela por la unidad católica fuera de España, quien enseña a rezar al mundo cristiano, sino, de una manera particular, el que promueve el movimiento cultural filosófico-teológico de los siglos XII al XIII, con la fundación de la orden de los dominicos, de cuyo seno salieron los más altos representantes del pensamiento y cultura occidental en aquellos tiempos. San Vicente Ferrer, el apóstol de toda Europa, la trompeta del Apocalipsis, que predicaba al mundo la cruzada de catolicidad práctica, de sentimiento y de vida, que debía regir los pueblos de Occidente, y que se convierte, por su actuación en el Compromiso de Caspe, en artífice y obrero de nuestra unidad política.
San Pedro de Mezonzo, que pone en labios de todos los cristianos la plegaria más dulce que saliera de labios humanos: la Salve. El beato Raimundo Lulio, genio peregrino y peregrino incansable, hombre inquieto y tumultuoso, filósofo y místico, enamorado y asceta, misionero y mártir, es la expresión del genio de la raza (…)
Raimundo Martí, célebre autor del Pugio Fidei o puñal de la fe, obra de apologética, hoy tan estimada, y demostración elocuente de la cultura inmensa que atesoraba aquel cerebro español, al que, primero Santo Tomás y luego Pascal, saquearon a manos llenas, el uno en la Summa contra Gentes, donde hay capítulos que, como observa Asín Palacios, parecen copia literal del Pugio, y el otro en sus Pensamientos.
Los grandes teólogos como Juan de Segovia, el Tostado, y otros que intervinieron en las famosas asambleas conciliares como Basilea; los mismos Concilios españoles de la época visigótica; sus monasterios, focos de saber y oasis de cultura para cuantos venían peregrinando camino de Santiago, son hechos que pregonan muy alto que la España que se empleaba a fondo en reconstruir con la unidad territorial la unidad religiosa de la patria, no perdía de vista el pensamiento, capital de toda su acción a través de la Historia; esto es, el sentido de catolicidad que hace patria por encima de las diferencias de razas y fronteras y cumple la misión de ser brazo armado y gonfaloniere de la Iglesia católica. ¿Qué extraño, pues, que la Iglesia concediera a ésta su hija predilecta y hacendosa, ocupada siempre en su servicio y en velar por el honor y la integridad de su casa, la magna carta de privilegios y favores que aún hoy se nos reconoce con el nombre de Bula de la Santa Cruzada?
Aquí venían los mejores caballeros a pelear, arma al brazo en las mejores batallas del Señor en aquellos siglos en que el Occidente tenía un solo corazón y un alma sola. Farinelli, en su libro España y su literatura en el extranjero a través de los siglos recuerda cómo apenas concluido el siglo X, huestes enteras de italianos y franceses pasaban en suelo español a luchar contra el moro y cantaban las victorias en rudos versos latinos. Los caminos de Santiago atraían gentes devotas, trovadores, menestriles y maleantes de todos los sitios. La escuela de Toledo se hizo famosísima como puente entre la cultura oriental y la occidental. (...)
Fue el cardenal Albornoz, el gran arzobispo de Toledo, cuya figura se yergue señera sobre el tapiz histórico del siglo XIV, el que dentro y fuera de su patria se encargó de velar por la unidad católica y el respeto a los derechos de la Iglesia. Sus méritos son bien conocidos por el apoyo prestado a los Estados Pontificios de manera muy española. Aquí asistió como guerrero y estuvo en el cerco de Algeciras, trabajó por la solidaridad internacional como embajador de España en Francia, elaboró las Constituciones Aegidianas, y en Italia fundó el colegio de Bolonia y puso paz y orden en los dominios del Papa. (…)
La batalla de las Navas decidió la suerte del Occidente en el sentido de catolicidad de pensamiento, vida y acción gracias a España. Toda Europa participó en la contienda y toda se sumó luego al triunfo y participó de la misma alegría. La victoria fue de la fe y la cruz, el estandarte o pabellón que les cobijó a todos. España rehízo su unidad, templó su espíritu en la fragua de todos los heroísmos y se dispuso a entrar triunfante en la nueva época en que la España una va a convertirse en la España grande que impondrá su fe y tremolará la bandera de la unidad católica del uno al otro polo en un imperio para el que el sol no conoció ocaso.
La Reconquista -ha escrito maravillosamente Ramón Menéndez Pidal en La España del Cid- “es la más valiosa colaboración que ningún pueblo ha prestado a la gran disputa del mundo entablada entre el Cristianismo y el Islam, disputa que, ora en lo material, ora en lo espiritual, hinche y caracteriza una gran parte de la llamada Edad Media”.
En esa disputa -ha dicho unas páginas antes-, “los españoles, sintiéndose solos, eran perfectamente conscientes de que trabajaban su Reconquista en cumplimiento de un deber respecto a la cristiandad occidental, por eso se tenían por mártires en la guerra común, como dice don Juan Manuel… Los reinos nuevos sólo consideraron la Reconquista como empresa de la nueva España en servicio de la cristiandad. Esa empresa de la cristiandad es la que pone a la nación hispana frente a los demás pueblos hermanos… Dios, que hiere y sana, es el que ayudó a los españoles a liberar la santa Iglesia del poder islámico; no les ayuda nadie más, ni siquiera les ayuda Carlomagno, que sólo saco de España la derrota que los navarros le infringieron en el Pirineo; derrota que hasta hoy permanece invengada…”
Castilla, asumiendo desde el tiempo del Cid la parte principal de la Reconquista, directora de la cultura peninsular, dominadora de las islas, de África y América; Aragón, con sus empresas en Sicilia, Nápoles y Grecia; Portugal, con sus atrevidas exploraciones en África, Asia y América. Estos reinos llenan más sitio en la Historia que en el mapa de Occidente y llega tiempo en que, cuando se unen, llenan el mapa en toda la redondez del mundo y la Historia… “y todo: la incansable defensa de Occidente contra el Islam, la expansión por Grecia, por Sicilia y Nápoles, donde fraternizan durante muchas centurias cultura italiana y energía española; los reiterados e incomparables descubrimientos geográficos, iniciados en el siglo XIV y con cuyo florecer se inaugura la Edad Moderna; la colonización de ambos hemisferios; la gigantesca cruzada de la Contrarreforma; la guerra de la Independencia”, todo ello es obra de la voluntad de España, obra de su espíritu obrando en función de eternidad, que así se obra cuando se obra en sentido católico y humanitario, demostración de que, en los pueblos, el espíritu lo es todo, y que la grandeza de las naciones se mide no por el espacio o longevidad de que se hallan en posesión, sino por la energía espiritual, el surco más o menos profundo que han abierto en la historia de la cultura, siquier ello sea en periodo limitado de tiempo o en espacio reducidísimo de tierras.
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