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Tema: Apología triunfal de la cultura española: “Adserenda Hispanorum eruditione” (s. XVI)

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    Apología triunfal de la cultura española: “Adserenda Hispanorum eruditione” (s. XVI)

    Entre la extensa obra humanística de Alfonso García Matamoros destaca su famosa apología de la nación española (lengua latina) Laus Hispaniae (De adserenda Hispanorum eruditione, sive De viris Hispaniae doctis narratio apologetica) escrita en Alcalá de Henares en 1553, con el patriótico fin de acabar con el desprecio que tenían algunas naciones de Europa a los humanistas españoles, fruto de ligerezas e injusticias. Este opúsculo es una mezcla de leyendas, fábulas, anécdotas y literatura culta y popular, para dar amenidad a la exposición de lo que han supuesto las letras españolas a lo largo de la historia.

    El autor demuestra un buen conocimiento de Cicerón, Virgilio, Plauto y Tácito entre los escritores romanos, y entre los griegos cita también a Homero, Aristóteles y Platón, y a los Padres de la Iglesia.

    Alfonso García Matamoros nació en Villarrasa, Huelva, en 1490, aunque fue llamado "Hispalense", por haberse naturalizado en la capital andaluza. Después de cursar estudios primarios en Sevilla y superiores en Valencia, fue requerido para dirigir el estudio de gramática en Játiva desde 1531 hasta 1540.

    Desde 1542, y durante veintidós años, estuvo a cargo de la cátedra de Retórica de la Universidad de Alcalá de Henares, uno de los principales focos humanistas españoles de su época. Entre sus alumnos estuvo, por ejemplo, Benito Arias Montano. Posteriormente, fue canónigo de la Catedral de Sevilla. Murió en 1572.




    El humanismo de Alfonso García Matamoros participó del patriotismo de obras como Generaciones y semblanzas de Fernán Pérez de Guzmán, o Claros varones de Castilla de Hernando del Pulgar. Consideraba que el saber distingue al ser humano de los animales, aproximando la vida especulativa a la activa, y buscando virtudes morales e intelectuales, con apego a la antigüedad hebrea y a la Biblia.

    Fue un ferviente seguidor de Erasmo de Rotterdam y mantuvo estrechas relaciones con los humanistas de su siglo. Entre sus amistades figuró Juan Téllez Girón, conde de Ureña, a quien está dedicada su principal apología. (...)

    https://spainillustrated.blogspot.co...matamoros.html




    ****


    Esto escribe el profesor José Antonio Maravall de dicha obra:

    (…) Nos referiremos a la famosa apología en lengua latina del maestro Alfonso García Matamoros (m. 1572), profesor de humanidades en varias ciudades españolas y finalmente en Alcalá, De adserenda Hispanorum eruditione, magna exaltación del saber de los españoles, a la que Menéndez Pelayo llamó rindiéndose al gusto por la hinchazón oratoria de su época, “Himno triunfal del humanismo español”, tiene presente nombres de cuántos en cualquier tiempo escribieron en tierras españolas, desde los hispano-romanos hasta el siglo XVI y aunque habla de la gothica lues, que deja reducida poco menos que a la estricta fase de invasión de los bárbaros, en sus páginas, aparece la Edad Media con Alfonso El Sabio, San Raimundo de Peñafort, Pedro Hispano, San Vicente Ferrer, Pablo de Santa María, Alfonso el Tostado, etc.

    Matamoros, como español y como letrado, se siente heredero en línea directa, ininterrumpida, de toda la cultura española medieval. Latinista y encomiástico, no renuncia, sin embargo, a los que le han precedido y lejos de estimarlos bárbaros los tiene por muy suyos, en la doble acepción que cabe sobre ello -en cuanto que no los tiene por extraños y en cuanto que no los tiene por incultos. (…)

    (J. A. Maravall, “Naturaleza e historia en el Renacimiento español”)

    ***********

    El tema guarda relación con este hilo enviado hace algún tiempo:

    Textos históricos de alabanzas a España



    Última edición por ALACRAN; 13/11/2022 a las 20:39
    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
    Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)

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    Re: Apología triunfal de la cultura española: “Adserenda Hispanorum eruditione” (s. X

    PRO ADSERENDA HISPANORUM ERUDITIONE

    “Narración apologética en defensa de la cultura de los españoles”.

    Alfonso García Matamoros (m. 1572)

    Traducción del texto original en latín por G. del Toro (año 1943)

    1. Las hazañas de los hispanos, llevadas a cabo, tanto en la paz como en la guerra, quedaron plasmadas en muchos escritos de los nuestros y en no pocos de entre los griegos y latinos. Todos parecían escribir con el increíble deseo de propagar la fama de nuestra nación, para que no pasasen inadvertidos en obscuro silencio, hechos tan grandes que habían de dar a España nombre sempiterno, y a la posteridad un gran documento de valor. Con la narración de las memorables victorias, nobles triunfos y empresas -ni menores en número que las de los griegos, ni inferiores en magnitud que las de los romanos- consagraron la indómita fiereza, el ánimo invencible, el valor bélico de los españoles, dándolos al pregón inmortal de la fama.

    2. No hubiera resultado manca su obra, si de la misma manera que con sus escritos ilustraron los asuntos guerreros, también hubieran incorporado a la historia los testimonios del ingenio, artes y disciplinas por las que a nuestra nación podían redundar no menor alabanza, que gloria le proporcionaron sus guerras.

    3. Pero entre tanta abundancia de escritores, no hubo uno siquiera después de tantos siglos que se atreviese a hermanar con aquella dureza militar el culto de la ciencia, con la ferocidad la erudición, con los afanes de la guerra el reposo de la paz; pensando tal vez que hacían bastante por el nombre de España, si mostraban a sus hijos como fuertes e invictos, y no en el mismo grado humanos y doctos.

    4. Al calor de esta pereza y negligencia fue naciendo el prejuicio tan desfavorable a la gente más sobresaliente de todo el orbe, y la inveterada opinión de la barbarie de los españoles -que los relegaba entre los crueles y fieros escitas- arraigada en el ánimo de los extranjeros, cada día más, tomó carta de naturaleza entre ellos, hasta el punto de que ni el repetido paso de muchos siglos borró de sobre nosotros está feísima mancha.

    5. Aumentaba esta persuasión el que ya, desde los tiempos heroicos, ocupada en continuas guerras, España -hacia la cual, por diversas vicisitudes de la fortuna y con los más variados propósitos, casi todas las naciones del orbe se habían desplazado-, no pudo ni cultivar las letras, ni aspirar a la consecución de una vida espiritual brillante. Fue en otro tiempo España, campo de encarnizadas guerras y público teatro de contiendas originadas, no por la discusión acerca de Elena -durante tanto tiempo y con tan infatigable ardor reclamada por griegos y troyanos-, sino acerca de la posesión del bellísimo país ocupado sucesivamente por los íberos, fenicios, griegos, cartagineses, romanos, vándalos, alanos y godos, quienes con sumo empeño cayeron sobre ella, parte atraídos por la esperanza de su dominio por medio de las guerras, parte cautivados por la fertilidad y belleza del suelo, que, interpretando erróneamente las fábulas homéricas, suponían ser las venturosas regiones de los Campos Elíseos.

    6. Muchos, imposibilitados para negar la evidencia de nuestras glorias bélicas, ponían en duda, bajo las apariencias de alabanza, nuestra cultura y tomaron pie de aquí para sacarnos el pecado de barbarie, diciendo que si España no hubiera tenido guerras, sus hijos, por su presencia de ánimo, sagacidad natural y despierto, ingenio, podrían, indudablemente compararse con los autores griegos y latinos. Por donde concediéndonos nativa facilidad para asimilarnos las ciencias, movidos por el odio y la envidia, nos privan de la posibilidad de su consecución para no aparecer inferiores a nosotros en el talento, prudencia y demás adornos del alma, ya que lo son en las virtudes del cuerpo.

    7. De ser verdad todas estas ligerezas e impertinencias que tan presuntuosa y falsamente nos echan en cara, los españoles seríamos ciertamente los más desgraciados de todos los mortales, porque no se rebajan más allá del plano en que el hombre debe considerarse como tal.

    ***
    Conceden a los Egipcios sus Profetas; los Caldeos a los Asirios; los Magos a los Persas; los Gymnosofistas a los Indios; los Druidas a los Galos; los Samaneos a los Bactrianos; los Esenos, Cabaleos y Talmúdicos, a los Hebreos; Anacarsis a los Escitas; Zalmoxis a los Tracios; y, en cambio, fuera de la variedad de sus metales, la fertilidad de su suelo, sus caballos tan ligeros como el viento y sus ovejas apacentadas en las doradas riberas del Betis, no atribuyen ninguna facultad artística ni científica a los españoles, de entre los que ellos afirman no sale ningún hombre docto, teniendo la base de su felicidad, más en la riqueza de la tierra que en los bienes del espíritu.

    8. Mientras rumiaba estos pensamientos y, mirando hacia atrás, mediaba en el Estado y suerte de nuestra nación, me vino a las mientes contra los vituperadores de la cultura hispana, esta especie de reivindicación suya, tal cual ni la rechazan los italianos, ni la desprecian los germanos, ni dejen de recibirla los franceses, todos los cuales a porfía intentaron arrebatarnos pérfidamente nuestro principal y más preciado blasón -basado, según mi criterio, en la inmarcesible gloria de las letras- tal vez ignorantes del pasado, o (lo que es más creíble) envidiosos de los méritos ajenos. ¡Qué gran crimen de envidia fue este de querer que los demás mortales gozasen de los verdaderos bienes del alma y de la felicidad de la cultura y que sólo los españoles fueran desposeídos malignamente de este derecho de gentes y privados de esta antigua herencia de sus antepasados!

    ***

    9. Hay que establecer, por tanto, alguna división en las épocas de España, supuesto que desde el comienzo de los primeros tiempos con nuestros más remotos ascendientes, su continuación con nuestros abuelos y su repetición en los que los siguieron en el largo transcurso de las edades, entre tantas mudanzas y vaivenes del imperio, en ninguno de ellos el árbol de su erudición dejó de dar fruto.

    Distribuiremos, pues un asunto tan extenso en estos tiempos o fases: cuándo nacieron las letras en España; cuándo crecieron, y cuándo llegaron a florecer en la misma cumbre del ingenio humano. Y así, no con la pesada aridez de un estudio triste y serio, sino con la desenvoltura y alegría de las fiestas populares, irán desfilando ante nuestros ojos todos aquellos astros que dieron alguna luz en el cielo de nuestras letras.

    ***
    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
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    Re: Apología triunfal de la cultura española: “Adserenda Hispanorum eruditione” (s. X

    2

    10. Cunde la fama -confirmada por el unánime consentimiento y testimonio de todos los antiguos autores, y no por un vago e incierto rumor- de que Túbal, quinto nieto de Noé, por la línea de Jafet, fue el primero que vino a España, cuyo imperio -antes que nada organizado sobre leyes santísimas y después propagado por la religión, las ciencias y las demás artes- llegó a extenderse principalmente hacia aquella parte que trescientos años después, o algo más, tomó su nombre del rey Beto. Al llegar, después de una larga y penosa navegación, al litoral de la Bética y encontrarse con una tierra rica por su suelo, feliz por su cielo y cercana al mar, en cuyas orillas, a todo lo largo, se estableció con su familia, fue el primer cuidado de este excelente varón el infiltrar en aquellas nuevas colonias, deformadas por la rudeza e incultura de tiempos primitivos, las primeras nociones de la civilización, para perfeccionarlas más tarde en el ejercicio de las artes y de las ciencias.

    11. El siempre despierto ingenio de los béticos, pronta y profundamente asimiló estos rudimentos de cultura; creció con el tiempo su imperio; con el imperio florecieron las letras, y éstas consigo trajeron su gran cortejo de ventajas y bienes, circunstancia que, advertida por nuestros mayores, dio pie para que comenzaran a colmar de honores a los estudiosos y se hicieron nuevas aportaciones al cultivo de las humanidades. Y en modo tan porfiado todos se consagraron a la poesía, filosofía y demás nobles y preclaras disciplinas, que Maya, la hija del Rey Atlante, era honrada por todas las mujeres como una divinidad a causa de su sobresaliente talento artístico. No se puede tachar de fábula lo que yo más de una vez recuerdo haber leído en graves autores. Refierennos que cada año se le dedicaban honoríficas solemnidades para festejar el gran portento de su sabiduría; ceremonias que todavía admiramos subsistentes en nuestras costumbres, pues vemos que se reviste de múltiples y maravillosas modalidades, este antiguo culto de España hacia una joven de bellas formas, a la que los nuestros denominan Maya.

    Fieles a la tradición familiar, sientan a la joven, personificación de la antigua amazona, en un trono un poco más elevado que el de las otras vírgenes, igualmente hermosas, y éstas, durante treinta días del mes de mayo, como a su reina, gustosamente la obedecen.

    12. Por esta época, cuando Palamedes no había introducido aún las letras en Grecia, florecían filósofos y poetas en la Bética, donde, después de que el célebre emporio de cultura de los fenicios -según Jenofonte, el primero fundado en el mundo-, hubo una insigne Academia, en la que, conforme nos lo refiere Estrabón, dio sus enseñanzas Asclepíades Myrleano.
    13. Tras larguísimos intervalos de tiempo, llegamos hasta los primeros Escipiones, portadores, con el ejército romano, de la lengua latina a España. Durante doscientos años, hasta César Augusto, en tal forma prosperó este idioma, y, una vez expulsados los cartagineses, tanto se difundió por la Bética, que los mismos turdetanos, que tenían no pocas tierras junto al Betis -olvidados de su propia lengua-, casi se transformaron en romanos, y la mayoría, latinizados, adquirieron carta de ciudadanía; y poco faltó en tiempos de Augusto (como Estrabón lo testimonia) para que todos se creyesen romanos.

    14. Sabemos que Quinto Metelo oyó muchas veces con suma complacencia los versos de los poetas cordobeses, que en gran número y calidad allí sobresalieron, pocos años antes de Augusto. Sin embargo, a Cicerón le suenan a algo tosco y extraño, a causa de la rudeza y escaso afinamiento de aquella edad.

    15. En efecto; no sólo antes que Livio Andrónico (quien, cerca de cuatrocientos diez años después de la fundación de Roma, fue el primero que dio a los romanos un poema -un año antes de nacer Ennio, anterior a Plauto y a Nevio-), sino aún antes que el mismo Homero, y con prioridad de ocho centurias a Hesíodo, existieron en España esclarecidos y divinos poetas, cuyas memorables y antiguas composiciones asegura Estrabón que llegaron hasta los tiempos de Augusto. Prueba de ello es que los túrdulos, la gente más instruida de entre los españoles, tenían leyes de seis mil años de antigüedad, cómputo que arroja dos mil años, que son precisamente el tiempo que media entre Túbal, nuestro fundador, y Augusto; con tal que (conforme a las instrucciones que Jenofonte nos da en los Equívocos) hagamos bien la cuenta por años de cuatro meses, según la costumbre ibérica.

    16. A Augusto siguió una época abundante en nombres famosos, pero fatal para el Imperio, y más desdichada y amarga aun para la lengua romana. Pues, muerto Cicerón, las letras latinas sufrieron un gran quebranto, y la libertad del Imperio sucumbió con los últimos resplandores de aquella luz de la elocuencia que iluminaba el Foro y el Senado con sus discursos. La suprema potestad de la República en manos de un solo individuo, fue la llave que cerró los labios de todos los oradores, el último golpe dado a la elocuencia y la rúbrica de muerte para los aficionados a las humanidades. Y si España no hubiera cogido a tiempo de las manos trémulas por el dolor y la indignación del agonizante Lacio, la gloriosa bandera de su cultura, hoy día no quedaría rastro alguno de la primitiva grandeza y resplandor de la lengua romana. España, con la incorporación de sus hijos de la Bética a las ya quebrantadas y débiles fuerzas del Imperio, que, cada vez más corría hacia la ruina, le infundió nuevas energías y ella sola reintegró a su lugar las letras tránsfugas, no solo de Roma, sino de toda Italia.

    17. Córdoba, Colonia Patricia y madre fecundísima de ingenios, fue quien primero envió a Roma los hombres que necesitaban el actual ocaso de las letras, la amarga ruina de la elocuencia y la mísera suerte de los oradores. A Roma fue enviado, después que Gneo Domitio Ahenobardo tomó a Córdoba, Anneo Séneca, con los hermanos Galión y Mela y con su sobrino Lucano. ¡Eran los vencidos, que marchaban a mandar a los vencedores!

    18. Fue noble la prosapia de los Anneos; y como en árbol de muchas ramas, sus vástagos dieron espontáneos frutos de iluminada doctrina.

    Los españoles Julio Hygino, liberto de Augusto y prefecto de su biblioteca, y Sextilio Hena, compatriota de Lucano y poeta, de quien decía Séneca que tenía más ingenio que erudición, pertenecen a esta época.

    Corren parejas el otro Séneca -el Trágico- y Porcio Latron, el ínclito declamador, a quien más tarde Séneca llama su compañero.

    Con estos hombres divinos empieza, a mi entender, el siglo segundo, portavoz de las alabanzas de los españoles, que llega hasta el imperial trono de los Antoninos.


    (continúa)
    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
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    Re: Apología triunfal de la cultura española: “Adserenda Hispanorum eruditione” (s. X

    3

    19. No sin razón, abrimos la marcha de los varones ilustres con el nombre de Séneca. Por la agudeza de su ingenio, por su múltiple ciencia, por la abundancia de sus escritos y además por su dignidad y riquezas -que le acarrearon muchas envidias criminales y lo hacían aun sospechoso de aspiraciones al reino-, jamás puse en duda la ventaja que a sus iguales llevaba este hombre, de memoria tan feliz que salía de lo corriente y llegaba a lo increíble y milagroso. Al momento, y sin vacilación alguna, en el mismo orden que se los dijesen, recitaba dos mil nombres; y él mismo nos asegura que repitió desde el último hasta el primero (y eran más de doscientos) todos los versos que al preceptor Márulo llevaron sus compañeros de Academia.

    Uno de los testimonios más fehacientes de la casi eterna y divina memoria de Lucio Séneca, nos lo suministra el hecho de que, en la avanzada edad de más de ciento veinte años, sin alterar el orden de las controversias, recopiló todas las sentencias de los oradores de su tiempo, las que, a pesar de ser tan numerosas, él perfectamente recordaba y como perpetuo monumento de tan grandes dotes legóselas a sus hijos Novato y Mela, y a todos los estudiosos del mundo.

    Entre tantas y tan excelsas cualidades de este varón, una sola cosa echaba de menos el agudo crítico Quintiliano: que hablaba más por cuenta de los otros que por la suya propia.

    20. Por el camino de la oratoria quiso hacer carrera Julio Galion, al igual que su nieto Lucano por el de la poesía; pero una prematura muerte nos lo arrebató, y no hay duda de que, si hubiera vivido más, la belleza que campea por toda su Farsalia, hubiera movido a envidia a los gloriosos manes del mismo Virgilio. Ocultando en vano el despecho que en su ánimo despertaba la sublimidad de sus versos, quiso Claudio Nerón atajar la fama del poeta, que se dilataba por todas partes, y le prohibió mostrarse en público. Llevó tan a mal el poeta esta determinación, que, solamente por ello, no vaciló en conspirar con otros principales varones en el asesinato del emperador.

    Séneca no cesa jamás en su admiración hacia Porcio Latron, ni interrumpe su éxtasis junto a la dorada corriente del río de su elocuencia.

    Creo que si a favor de su larga vida hubiera llegado a oírlo recitar versos en alguna parte -al menos en aquel atrio en donde él mismo Séneca nos cuenta que acostumbraban declamar con él, los dos pretextados-, no hubiera tenido en más aprecio la divina voz de Cicerón.

    21. La rica fluidez tan característica de Latron, que a la sombra de las escuelas, en inútiles escaramuzas y con una falsa visión de las cosas, se empleaba tan sólo en la educación de los jóvenes, carecía de la amplitud de horizontes lograda con los ejercicios en público; y tanto se encerró entre cuatro paredes para sus enseñanzas privadas, que cuando tuvo necesidad de defender la causa de su pariente Rústico Porcio reo en España, fue tanta su turbación y desconcierto, que empezó el discurso por un solecismo y no pudo llegar a las pruebas, hasta que los jueces accedieron a su petición del traslado de los escaños y del tribunal a un lugar cerrado. Las prácticas escolásticas crían demasiado delicadamente los ingenios para que puedan soportar el ruido, el silencio, la risa o un nuevo ambiente.

    22. Por la edad y casi por igual aureola de oradores, estaban unidos con éste Víctor Estatorio, paisano de Anneo Séneca; Cornelio Hispano y el calagurritano Quintiliano, el viejo -venturoso padre del otro que escribió las Instituciones Oratorias-, y cuya fama, si hemos de creer a Lucio Séneca, no duró más que su vida. De aquí proviene el justo odio sentido por el hijo del célebre orador, contra Séneca y que -pese a su empeño en disimularlo- no lo pudo ocultar en el juicio que después dio sobre los oradores. Aunque se traten con familiaridad y se establezcan entre ellos lazos de unión a tiempo en que el emperador Galba, de regreso de la Península a Roma, allí consigo llevó a Quintiliano desde Calahorra, noble ciudad de España -como no existe concordancia ni con la época de Séneca, ni con el recuerdo del uno y del otro-, no creo ni equivocado ni temerario el convencimiento de que el Afranio borrado por Séneca del número de los oradores es el Quintiliano de referencia, quien con Lucano y con otros próceres, conjuró en la muerte de Nerón.

    23. Pícame la oreja al llegar aquí y acude a mi memoria el agradable recuerdo de Pomponio Mela y Junio Moderato Columela, quienes durante el principado de Cayo César, sin desmerecer de los mencionados ha poco, escribieron en un estilo más culto y elegante que los demás. Uno, De re rústica, nada rústicamente; otro, intentando, como él dice, describir la Situación del Mundo, logró con la singular propiedad de su lenguaje, salvar las dificultades de una empresa tan embarazosa y tan escasa de recursos de expresión. Ambos fueron de la Bética; si bien la antigua colonia de los fenicios, la nobilísima Gades, crio para Roma al primero; mientras que el segundo nació fluyendo mieles de dulzura en el pueblo de Medina, actualmente de la jurisdicción de los Duques de Medina Sidonia.

    24. Sin apasionamiento en la crítica. Yo antepondría la elegancia y gracia de Columela en un asunto tan poco delicado y exquisito, no ya a la sencillez de Paladio, sino a los primitivos oráculos de Catón, a la majestad Pliniana y aun a las musas de Varrón.

    Me figuro desfilando por la mente del doctísimo Columela a los reyes y encumbrados emperadores que en otro tiempo sometieron la tierra al imperio sus arados, adornados de laurel; a los triunfadores y al mismo Senado romano, dueño del orbe, dispersos por los campos, donde los que fueron a ofrecerle los poderes encontraron sembrando a Serano: desde donde Quincio Cincinnato, que araba sus cuatro yugadas de tierra en el Vaticano, con la cabeza descubierta y el rostro todavía lleno de polvo, fue conducido directamente hasta la dictadura por un caminante… Y cautivada su imaginación por este cuadro, que los mismos reyes afanosamente hicieron realidad, nos da su interpretación justa y precisa en su elegante y espléndida obra.

    25. Muy a propósito y oportuna me parece la colocación de Pomponio Mela al lado de los más doctos geógrafos, hasta el punto de que su erudición no tiene nada que envidiar a la de Estrabón Cretense: su exactitud, a la de Plinio; su arte, a la de Tolomeo.

    A éste es al único a quien, puesto a exagerar sus alabanzas, no tengo inconveniente en concedérselo todo. Mas, si quiero contenerme dentro de los límites de la verdadera ponderación, recomiendo sobre todos los otros, su brevedad y elegancia.

    26. Poco después, en tiempo de Domiciano, abrió su casa como escuela para enseñar a toda la juventud de Italia -tal como lo hizo durante veinte años con singular aprobación- el grande orador, perfecto maestro y notable tribuno Fabio Quintiliano.

    El emperador Galba (como afirma San Jerónimo) lo trajo a Roma, con su padre, desde la antigua Calahorra, en la que, evacuada de tropas, quiso Julio César, poner a seguro su vida y afianzar el poder del Imperio, en un leal e inexpugnable refugio. Esta pequeña y pobre ciudad española (cuyo nombre no puedo pasar en silencio) fue la madre de los hombres que entonces sirvieron de sostén al Imperio romano y de salvación a la lengua latina.

    Por lo demás, no recuerdo que nadie tuviese el gran ingenio y memoria de Quintiliano. La prueba es que cuando declamaba, y por la llegada imprevista de algún noble personaje, se veía obligado (como es de rúbrica) a repetir las cosas desde el principio, lo hacía sin la menor alteración de voz, ni inmutación de rostro. Esta facultad, extemporánea por otra parte, por la fuerza y movilidad del entendimiento cuando están en su plenitud, le sirvió de mucho, ya en edad más provecta.

    Tuvo a su cargo algunas causas notables con otros oradores, a quienes se les imponía la obligación de hablar primero; del mismo modo que Hortensio, cuando compartía las causas con Cicerón, solía dejarle los epílogos para que allí tuviera más lucimiento su arrebatada elocuencia.

    27. Todavía no era demasiado viejo Quintiliano, cuando se labraron una reputación Silio Itálico -que de su tierra natal tomó el nombre y de su patria adoptiva el apellido- y el Bilbilitano Valerio Marcial, incluidos entre los divinos poetas por su nativa disposición, por el cultivo de sus dotes naturales y por la casi celestial inspiración que en ellos alentaba. A invitación de Virgilio, a cuyos manes todos los años ofrendaba sacrificios, Silio Itálico describió las guerras Púnicas. Marcial, en cambio, derramaba sal y gracia por todos sus amenos y elegantes escritos, en tal grado, que Elio Severo hizo cuidado suyo el bienestar del poeta favorito y lo designaba con el elogioso nombre de su Virgilio.

    Nadie, entre tantos, mereció como él la prodigalidad de las Musas. La finura, cortesanía y gracia que, a manos llenas, sobre él se derramaron, le dieron el cetro de los epigramáticos.

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    Re: Apología triunfal de la cultura española: “Adserenda Hispanorum eruditione” (s. X

    4

    (...) 28. Sin embargo, el entendimiento humano no puede avanzar más allá de los límites impuestos por la naturaleza, y por esto no pudo lograr una de sus principales ilusiones: brillar en el foro.

    Y es que por ley natural existe esta predeterminación y aptitud para las cosas en cada hombre; y sus cualidades están circunscritas por ciertos límites de expresión, para que así, por suerte suya, sin apresuramientos y por sus pasos contados, desde la juventud renueven sus anhelos de superación y conciban cada día mayores esperanzas. A Virgilio le faltó para la prosa la fácil disposición que tenía para los versos; a Cicerón le falló su elocuencia en las composiciones poéticas; las oraciones de Salustio han pasado al mundo de los recuerdos, y el escrito del elocuentísimo Platón en defensa de Sócrates no está a la altura ni del patrón ni del patrocinado.

    29. Compartieron igual suerte y fueron camaradas en las tareas literarias de aquella época los poetas (o como los llama Platón, nuncios e intérpretes de los dioses) Deciano, Liciano y el gaditano Canio Rufo. La comunidad de patria granjeo a Liciano la voluntad de Marcial, y trabóse entre ellos amistad estrechísima. Liciano provenía de Mérida, de la más antigua familia de los Túrdulos, cuyos dominios se extendían más allá del río Ana (hoy Guadiana).

    30. Con gran satisfacción por mi parte, el asunto distribuido por tiempos y por imperios, nos conduce hasta Elio Adriano, de estirpe itálica, y primo de Trajano, de quien, al escribir, no pudo por menos de experimentar cierta especie de estupor.

    Múltiple, polifacético, agudo y eficiente, era el talento de Adriano y (como ya antes de Cicerón había dicho Séneca) proporcionado a la grandeza del Imperio romano; a pesar de que su pariente Trajano, que subió al trono por la adopción de Nerva, jamás sintiese afición a las Musas y a las letras. Pero como decir se suele, los dioses derramaron sobre Adriano toda clase de bienes. Si buscamos un ejemplo de su arte oratoria, tal como Platón la exige a los príncipes, lo tenemos en las oraciones elegantes y floridas que pronunció frecuentemente ante el Senado, según refiere Gelio, en favor de sus munícipes italicenses. Sí queremos muestra de sus poesías, nos la ofrecen muy inspirada y fluida los finos y graciosos versos con que, según cuenta Elio Espartiano, se mofaba de Floro. Su pericia en todas las letras no entorpecía la facilidad para las matemáticas. Escultor, arquitecto y músico, era, en una palabra, oficina de todas las artes.

    31. Al palacio de este príncipe, como a un liceo, academia o a uno de los antiguos gimnasios, acudían para disputar de elevados asuntos, no sólo capitanes, sino también multitud de filósofos. Pues en aquellos antiguos y famosos siglos, en virtud de la costumbre nunca suficientemente alabada y que hoy quisiéramos con sumo afán ver restablecida entre nuestros príncipes, se sentaban a la mesa real los individuos más sobresalientes en la milicia, cultura, política y linaje; y todos ellos, como invitados a un banquete de los dioses, en presencia del rey trataban respetuosamente de todo aquello que por experiencia propia conocían en materia militar y literaria.

    32. Pero la soberbia, desconocedora de toda clase de sentimiento de humanidad, ahíta de sangre, primero con la invasión de los godos, y luego con la devastación de los bárbaros, más deseosa de ser temida que amada por los suyos, ni dio lugar en sus mesas a los fuertes guerreros, ni acomodó sus necios oídos a las sugerencias de los sabios.

    33. Recogiendo de nuevo el hilo de la narración, volvamos a los dos Antoninos que sucesivamente, en épocas distintas, heredaron el imperio de Adriano. La muerte de éstos asestó rudo golpe a las buenas letras y al Imperio romano; bien fuese o porque los príncipes que les sucedieron carecían de aquella viril entereza de los descendientes de Rómulo y del valor de los italos, que desde aquel tiempo puede decirse que se extinguió; o bien porque el honor, la gloria y majestad del nombre romano era ya impotente para propagarse -que fue lo más triste- y para detener su ruina, aun apoyada en los puntales, por un lado, del español Teodosio, y por otro, de Constantino el Grande, toda vez que el poderío del imperio se desplazó hacia Bizancio, adonde (como el buen poeta canta) con la tutela del orbe el fiero Júpiter trasladó todas las cosas.

    34. De aquí, de entre las ruinas de Roma, desmoralización de la república y derrumbamiento del Imperio, parece que empezó a despuntar un nuevo siglo más refulgente en religión y piedad, pero más obscuro en elocuencia y doctrina. Pues trescientos años más tarde, hasta la invasión de los godos, que, como rayo devastador de Júpiter, atravesaron casi toda la Europa, sólo hubo alguno que otro que silenciosamente, entre el fragor de las armas, cultivase las Musas encerradas, no ya en los amplios pórticos de las públicas Academias, sino en los sucios figones y profundas cavernas.

    35. De esta clase de hombres, aunque en distintas épocas, fueron Gregorio el Bético, varón tan santo como erudito, cuyos afanes y días acabaron en Granada, de donde era Obispo; Paciano, nacido en tiempos de Teodosio, en los montes del Pirineo, perseguidor acérrimo de los impíos Novacianos, y glorioso obispo de la Iglesia Barcinonense, y los béticos Matroniano y Tiberiano, poetas y oradores nada despreciables.

    36. Trono de la diosa persuasión eran los labios de Idacio, de cuya elocuencia al poderoso y avasallador ímpetu no podía hacer frente el malvado hereje Prisciliano. Fue Idacio obispo de Lugo -ahora capital de Galicia-, de la jurisdicción de la ilustre familia de los Castros y no muy distante de Braganza, ciudad de la Lusitania, en donde (según por tradición supe) poco tiempo después en un concilio de cincuenta Obispos venidos de toda España, al primer encuentro de la controversia, fueron derrotados y puestos en evidencia y descrédito los Priscilianistas.

    37. Aprigio y Justiniano, por elección popular designados para regir las iglesias de Badajoz y Valencia, respectivamente, las gobernaron con doctos documentos literarios.

    38. Voló en tiempos de Diocleciano y Valentiniano, tanto por España como por todas las tierras del Imperio, llevado en alas de la fama, el nombre de los poetas Rufo Festo y Aquilio Severo.

    39. Anteriores a éstos fueron Osio de Córdoba y aquel satélite jeronimiano, Dámaso, de Madrid (si hemos de dar crédito -aparte escrúpulos- a Lucio Sículo que lo llama Carpetano), y juntamente con éstos su igual Orosio, compañero de Eutropio y discípulo de San Agustín, por quien fue enviado a Palestina a recibir las enseñanzas de San Jerónimo.

    40. Paso por alto al noble Juvenco y al cesaraugustano Aurelio Prudencio, a los que San Jerónimo concede un puesto entre los principales poetas. Omito también al cesaraugustano Máximo y al obispo valentino Eutropio, que sobrepasan toda alabanza.

    41. Más, como toda Edad lleva sus taras, en este tiempo se dio el triste y lastimoso caso -escollo en el que todos tropezaron- de que los hombres de talento corrían, más que hacia el abrazo de la verdadera elocuencia, al de una imaginaria sombra de ella, deformada por las circunstancias, pero no tanto que no hubiese esperanzas de reanimar su naturaleza primera.

    42. Si no llenan las condiciones requeridas en elocuencia de buena ley, no figurarán en mi catálogo de los escritores latinos, algunos que bajo el reinado de Teodosio se dedicaron a la literatura, alcanzando hasta los tiempos de San Jerónimo y San Agustín. Pero no quiero dar un paso más, sin hacer constar antes mi perplejidad sobre la preferencia en los motivos de las alabanzas de Orosio, decidiéndome por el candor de sus primitivas costumbres, la sinceridad de su vida, la integridad de su alma, la robustez de su fe y el incendio de su amor, o la sencilla y fluida abundancia que corre por toda su Historia.

    43. En realidad, nada puedo juzgar de los versos de Dámaso o de sus Anales de los Pontífices; porque no los he visto.

    44. En cambio (hablando con toda la libertad posible en esta materia, Prudencio y Juvenco me parecen mejores versificadores que poetas.

    45. El cordobés Osio –que asistió en Nicea de la Bitynia, en donde por entonces se celebraban unos grandes Concilios en favor de la libertad y de la religión cristiana- manchó, con la sucia nota de su fuga al campo de los arrianos, en el Concilio de Sirmio (de la Panonia), las profundas sentencias que en el Niceno, lo mismo que en el de Sardes, había pronunciado.

    En esta deserción -más bien condescendencia con la miseria y carácter descontentadizo de aquella época- no tuvo. parte alguna su voluntad? Consumido por los muchos años y muy quebrantado de salud, no pudo el desdichado viejo soportar los castigos y crueles tormentos a que los arrianos lo sometieron. Pero una vez rehecho y depuesto el miedo miserable de la muerte, corrió, arrepentido de su fingida defección, a unirse en la prisión con el Romano Pontífice Liberio, aceptando con él y con todos, incluso el destierro, tenido como una de las principales penalidades. Y ni con amenazas ni con sufrimientos consiguieron los arrianos que subscribiese con desdoro de la verdad cristiana, los sacrílegos decretos del Concilio Mediolanense. Con nadie ha sido la posteridad más olvidadiza e ingrata que con la memoria de este varón.
    Última edición por ALACRAN; 24/11/2022 a las 13:41
    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
    Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)

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    46. Durante el florecimiento de estos escritores murió Teodosio. La indolencia y desidia de su hijo y sucesor, Honorio (por no decir nada de su hermano Arcadio), acarreó el desmoronamiento del Imperio Romano.

    47. La peste gótica se desbordó de repente, y, al amparo de una perniciosa impunidad, extendida por Italia y las Españas, derribó, con bárbaro furor a la misma capital del mundo en el año 1164 de su fundación.

    48. El reinado de Isáurico dio nuevo pábulo al contagio de aquella cruelísima guerra; y tanto avivó su fuego, que las crepitantes llamas (para hablar como Virgilio), además de la gran parte de la ciudad que ya habían consumido, en un solo día, fatal y calamitoso para las letras, redujeron a cenizas ciento veinte mil libros; entre ellos pereció -y lo digo llorando- un poema del divino Homero, escrito con doradas letras en la piel de un dragón de ciento veinte pies.

    ¡Qué beneficioso hubiera sido el fuego para algunos libros, si es que hubiese tenido lugar en nuestros tiempos o en los de nuestros abuelos!

    49. No fue difícil para los godos expulsados de Italia, vencer la poca o ninguna resistencia de España, donde pronto comenzaron a resonar sus armas. Imposibilitados los españoles, por su innata soberbia, espíritu engreído y el hastío del Imperio romano, para someterse a un orden, seguir a un jefe, hacer leva de gentes y acudir a un llamamiento, resultábales vergonzoso obedecer los mandatos de los otros; y así, mientras rehúyen someterse a sus caudillos, caen en la servidumbre de los extraños.

    50. Secuela de circunstancias tan desfavorables y de la violencia de los inquietos godos, la inmensa noche de la barbarie obscureció el firmamento de las letras con manto tan impenetrable, que hasta la aparición en la Bética del salvador agüero de los hermanos Castores, no hubo estrella alguna que rompiese la negrura de la herejía arriana, que entre los godos había tomado carta de naturaleza. Fueron éstos los tres hermanos, luz y ornamento de nuestra república, Leandro, Fulgencio e Isidoro, esclarecidos por su nobleza, insignes por su erudición y venerables por su santidad; quienes, conocedores a fondo de la literatura griega y latina, y no ignorantes de la hebrea, fueron los maestros de la religión cristiana entre los godos inficionados por el sacrílego crimen del emperador Valente.

    51. Estaban entonces en todo su vigor las letras hebreas, introducidas en España por los judíos, que muchos siglos antes, sajo Tiberio César, por mandato del Senado, y pocos años después, expulsados de Roma y de Italia por órdenes de Claudio, aquí se refugiaron.

    El lenguaje delicado y jovial, afinado en el cultivo de la literatura griega y latina, que se practicaba en la región hispalense por aquel entonces, conducía, como de la mano, a nuestros hombres en el camino de la civilización y de la cultura.

    52. Nuestro Isidoro enseñaba aquí: precisamente donde después estudió el malvado Gilberto Galo, el que por artes del demonio y con pactos inconfesables, llegó al supremo poder en la Iglesia Romana con el nombre de Silvestre II.

    53. Armados estos tres caballeros de la Bética con el conocimiento de las tres lenguas, arremetieron contra el inoportuno y nunca oído monstruo infiltrado en las entrañas y costumbres de los godos; y parte por medio de los sínodos y concilios eclesiásticos celebrados en Toledo y Sevilla, parte por la docta y elocuente fuerza persuasiva de las exhortaciones, avisos y súplicas, lograron atraer al verdadero culto de Dios a aquellas fieras salvajes con forma de hombres.

    54. Asistieron los reyes godos a los concilios de Toledo y de Sevilla. Fue la principal gloria y resultado de éstos el haber transformado en mansedumbre y clemencia la fiera temeridad y el espíritu irascible y dominador de aquellos hombres bárbaros e insumisos a todo derecho, leyes y religión, que resolvían las cuestiones guiados sólo por los cánones de la violencia y la tiranía.

    55. El proceso gradual de la conversión de Recaredo -que escucha a Leandro disertando acerca de la fe y la religión, primero con sorpresa a causa de la poca costumbre, con creciente atención luego, y, por último, vencido por la fuerza del discurso, con afanoso interés- confirma la razón de estas mutaciones.

    56. Gozaba Leandro de tanta autoridad y tan justificada opinión de erudito, que aquel gran caballero Gregorio, primer Papa de la Iglesia Romana con este nombre, tuvo a gran honra dedicarle los Comentarios que compuso sobre Job.

    57. Una de las principales victorias conseguidas por la elocuencia de Isidoro tuvo lugar cuando el concilio reunido en la capital hispalense quebrantó las fuerzas de los acéfalos, engreídos con la protección del rey Sisebuto, el que expulso de su reino a los judíos.

    58. El godo Chintila admiró la doctrina de Eugenio; y Wamba y Ervigio quedaron estupefactos al oír la defensa de la virginidad y pureza de la Madre del Salvador, contra Elvidio, hecha por el Obispo Alfonso (*).

    59. La serie de obispos godos concedida al pueblo español, fue don providencial y beneficioso para que con él se consolidase o recobrase la libertad del nombre cristiano.

    Jamás en España se celebraron, ni pudieron celebrarse, ni celebrados, llevarse a más perfección, tantos concilios, si no hubiera sido merced a los profundos conocimientos de los españoles en las Sagradas Escrituras y en la lengua que Cristo consagró en la Cruz y que. no hace muchos años, introdujo en las escuelas públicas, asignando crecidos salarios, el Sínodo de Viena.

    60. Y no faltaron prelados españoles, preceptores de poderosos reyes y verdaderos maestros de la nobleza goda, que vieron el fruto de sus prudentes y piadosas enseñanzas en el solemne juramento -con que éstos ante los altares se comprometían- de combatir siempre a los enemigos del nombre cristiano. Promesa fiel y valerosamente cumplida desde el santo rey Pelayo hasta la última guerra contra los sarracenos en Granada, en las almenas de cuyos alcázares vimos por fin flamear la espada teñida en sangre y la bandera victoriosa del rey Fernando, quien mientras vivió no cesó de guerrear contra los hijos de la vecina Mauritania.

    61. No olvidando este juramento, el cristianísimo César Carlos V empeñóse en la doble empresa de sofocar la rebelión de los germanos -gente numerosa y bárbara- embriagados con la impiedad de Lutero, y en la otra de acabar de descubrir más allá del océano, las tierras ya presentadas en tiempos de Alejandro.


    (*) Obispo Alfonso: San Ildefonso
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    Re: Apología triunfal de la cultura española: “Adserenda Hispanorum eruditione” (s. X

    6

    62. Después -tras las vicisitudes de la mudable fortuna y el hervor de nuevas borrascas- el sólo engaño del pérfido Julián bastó para desgarrar el Imperio Godo. Pues apenas se enteró de la violación de su única y bella hija por el rey Rodrigo, empezó a tejer la tela de sus engaños -para España más funestos que para Troya los de Sinón-, e introdujo aquí, a través del mar de Cádiz y de los campos de Andalucía (guiándolo por allí los hados) a los árabes, perennes, enemigos de la religión cristiana.

    63. De aquí arranca otra de las etapas más calamitosas que atravesó España; bien porque tomada casi toda ella por los sarracenos, la nobleza goda, llevando consigo a los dioses lares y el espíritu patrio, refugióse en Asturias y la Cantabria; bien porque en adelante la atención principal de los españoles la reclamarían, no el estudio de las letras, sino las luchas por sus vidas y fortunas.

    64. En estas densísimas nieblas, las disciplinas que empezaron primero a despuntar fueron la Medicina y la Astronomía. Antes de los árabes eran estas ciencias las de la vida más lánguida y atrasada; pero ellos, sobremanera conocedores de ambas, perpetuaron en comentarios los muchos experimentos y observaciones que en el transcurso de los siglos hicieron.

    65. Más bien que para observar las maniobras de los cristianos, creo verosímil que obedezca la construcción de la mayor parte de las torres y castillos levantados en los montes de España, al deseo de buscar un observatorio para otear el horizonte y el cielo, sin la interposición de sitios más elevados que aquéllos. Pues no disponiendo en todas partes, como los asirios, de planicies adecuadas para contemplar los movimientos y trayectoria de las estrellas, con el fin de conseguir una perspectiva más amplia necesitaban los astrónomos subir a los lugares más altos.

    66. Sobre los muchos y consumados médicos y físicos de entonces, destacaban principalmente Rasis, que floreció setenta años antes que Avicena, y recogió todos los comentarios de los escritores anteriores a él; Zouro, que llevaba el sobrenombre de “El Sabio”; Avicena, cordobés -y según algunos, sevillano-, rey de Bitinia, cuya Metafísica mereció la aprobación de toda la posteridad, y el cordobés Averroes, émulo implacable de Avicena.

    67. Más que en latín, me agradaría que en las escuelas interpretasen a Avicena en árabe; ya porque en la lengua nativa de este autor encontrarían menos tropiezos los discípulos de Galeno, ya porque sería mejor acogido si no le hiciesen hablar en un lenguaje tan bárbaro… ¡Qué tragedias no movería, si viniese del otro mundo y se viese interpretado en una forma tan extraña!...

    68. Mientras tanto, los cristianos (hartos de guerrillear por las alturas de los montes y las estrecheces de los desfiladeros -donde se refugiaron- con los árabes -sucesivamente expulsados del reino de León y de la mayor parte de Castilla), volvieron sus ojos con afanoso empeño desde los horrores de las batallas -de cuya fiereza los troyanos se admirarían si las hubieran visto- hacia el espectáculo, sórdido también y fúnebre, de sus decaídas letras.

    Los hombres buenos y cultos, lamentaron la desgraciada situación de los estudios y empezaron a preocuparse del restablecimiento del primitivo esplendor de las letras.

    69. El iniciador de está saludable propósito fue Tello, Obispo de Palencia, quien con otros escogidos varones animados del mismo deseo, a fuerza de súplicas, convencieron al rey Alfonso (VIII) de Castilla, hijo del rey Sancho, para que, si quería levantar bandera de esperanza sobre la conquista del resto de España, erigiese en la ciudad palentina una nueva Universidad.

    70. Bajo estos auspicios surgió, hace cerca de trescientos ochenta años, el magnífico museo de Palencia, nido donde nacieron ingenios notables en todas las ciencias, y entre los que apareció, como sol refulgente vencedor, por su luz, de los astros menores, el incomparable en santidad y letras Domingo Calagurritano; a pesar de la afirmación de Volaterrano sosteniendo que se crió en Valencia.

    71. Treinta y cuatro años después, Fernando Rey de Castilla, según unos, o Alfonso, hijo de Fernando, el santo rey que libertó a Sevilla del poder de los árabes, bien por la mayor facilidad de comunicaciones y de aprovisionamiento para los estudiantes, bien por la mayor benignidad del clima, con felices auspicios trasladó la Universidad a Salamanca.

    72. A los diez y seis años de trasladarse la Universidad, la subida al trono de Alfonso X reportóle grandes provechos. Pues no contenta la Providencia con darle grandes dotes de astrólogo, quiso ampliar en él la gloria de España, inspirándole la recopilación de las leyes -esparcidas antes en infinitos volúmenes- en un libro de siete secciones que los nuestros llaman Partidas; lo mismo que sus sabias Tablas de Astronomía y la General Historia, obras todas escritas o por él solo o en colaboración con otros.

    Su favor y protección dilató el radio de acción de los estudios con atracción y fuerza tan misteriosa, que se tenían en poco las armas que no buscaban auxilio en las letras.


    Última edición por ALACRAN; 17/12/2022 a las 13:52
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    Re: Apología triunfal de la cultura española: “Adserenda Hispanorum eruditione” (s. X

    7

    73. En breve tiempo abundaron los eruditos, yendo a la cabeza de ellos Julián Pomerio y Juan, Obispo de Gerona (1), godo por su familia y lusitano por su patria. Estudió en Bizancio la literatura griega y latina, y formado en la elocuencia -el adorno más digno de las artes, de los eruditos, de los grandes hombres, de los príncipes y de los reyes-, puso freno a los arrianos, ebrios de furor en Lusitania, con sus doctas discusiones. Por esto fue relegado a Barcelona, y allí tan acertadamente se comportó, que obtuvo la primacía de la iglesia gerundense.

    74. Antonio (2), gloria de Lisboa, extendió entonces los frutos de su doctrina hasta Italia y Francia.

    75. Raimundo (3), de Barcelona, doctor en Teología y en Derecho Pontificio, compendió hábilmente en un solo volumen todas las Decretales esparcidas y sueltas, encargo de eximio trabajo con que lo distinguió Gregorio X.

    76. El hispalense García siguió las gloriosas huellas del anterior con sus Comentarios a las mismas Decretales.

    77. Trío con estos dos, forma Juan Torquemada, varón digno del recuerdo de todos los siglos.

    78. Vero, arzobispo de Sevilla; Pedro Hispano, creado cardenal por Inocencio VIII; el valenciano Vicente Ferrer, Paulo, obispo de Burgos, y su hijo Alfonso (4) -que siendo administrador de la Iglesia burgense, escribió bastante bien una Historia de España- atrajeron con su fama, la atención de todo el mundo.

    79. Llévase la palma, entre tantos sabios de esta época, sin discusión alguna, el Obispo de Ávila, Alfonso Tostado, quien, de haber nacido en otro siglo que no fuera el suyo, no tendríamos nada que envidiar ni a Agustín de Hipona, ni al Jerónimo de Estridón, ni a cualquier otro de los próceres de la antigua Iglesia.

    Por su excelente ingenio, por su admirable memoria, por sus conocimientos de la Sagrada Escritura y de la antigüedad, es digno de discutirle a Isidoro y a Tomás el quinto lugar entre los doctores de la Iglesia. No hay duda de que la posteridad lo hubiera admirado mucho más si en aquellos tiempos se hubiera hablado con más facilidad, brillantez y dulzura.

    80. Fue esta edad un poco más culta. Toda vez que estaba consolidado el Reino de las Españas y los vientos de paz aseguraban la continuidad del reposo, no hubo joven ávido de gloria que no se creyera obligado a emplearse de lleno en los estudios.

    81. Hay razón suficiente para que me acuda a la memoria un recuerdo no muy viejo: cincuenta y dos laureados en Derecho Canónico y en Sagradas Letras por mandato del arzobispo de Toledo, Alfonso Carrillo, se reunieron en Alcalá para dictaminar acerca de la Exomologesis, editada por Pedro de Osma. Enseñaba éste Teología en Salamanca, cuando aún no existían jueces que pusieran freno con las llamas vengadoras a los errores de cualquiera, en materia religiosa (este privilegio lo consiguió para España, después de expulsar a los judíos, el rey Fernando (el Católico); encargando por esto Sixto IV, en comisión delegada, de llevar a cabo esta investigación al Arzobispo Alfonso.

    82. Tengo que dar cuenta aquí de los sofistas, que ya desde Boecio, durante el imperio de Zenón Isáurico, nacieron con siniestros hados. Con ambiciosa y depravada emulación de leguleyos, atentos sólo a las fórmulas y rúbricas, y entendiendo no ser necesario el Derecho Civil en la organización de los asuntos públicos, primero un poco desconfiadamente en Italia, luego -cuando Carlomagno trasladó a París la Academia Romana- con alguna más confianza, y por último con ímpetu arrollador, para muerte y perdición de las buenas letras, se distribuyeron por todas las partes del mundo. Así cundió esta epidemia y se difundió por España, en la que tan profundas raíces echó, que, según los parisienses, no hubo nadie más bárbaramente obstinado en sus prodigiosos inventos y sistemas, que los españoles. No bien comprendieron cuánto poder de ostentación tenía su capciosa manera de hablar, se hicieron (repetimos) maestros en ella muchos de los españoles; en ningún sitio, dicen nuestros agricultores, nacen los sembrados más pujantes que en los estercoleros. Entonces Gaspar Lax, Fernando Encina, los dos hermanos Coroneles, Juan Dolz, Jerónimo Pardo, Cueto, Dulart, Navero y otros muchos se jactaban con palabras arrogantes de volver blanco lo negro, de vender el cielo por un cuarto y jugar con Davo al escondite, cuando interpelados no sabían qué responder. Procedimientos éstos sumamente perniciosos para las verdaderas ciencias, y con los que no veo otra manera de acabar (pues todavía imperan en muchos lugares de España) que mediante la invencible severidad del César (Carlos V): cosa que en nuestros tiempos, con grande honor para el nombre de su nación y utilidad para los estudios, hizo el rey de Francia, Francisco, expulsando de París a tan inoportunos huéspedes.

    83. No es que les faltara ingenio, habilidad o astucia. Pero las ignominiosas aberraciones de entonces eran tales, que las buenas aptitudes de que muchos parecían estar materialmente dotados, no encontrando algo más perfecto en que poderse emplear, se ejercitaban en estas locuras intelectuales.

    (1) Juan de Biclaro
    (2) San Antonio de Padua
    (3) San Raimundo de Peñafort
    (4) Pablo y Alfonso de Santamaría, judeoconversos
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    8

    84. Así vemos que durante todo este tiempo -que databa de Boecio- penetró la barbarie hasta la misma médula de los pueblos; sin que, al menos para España, se vislumbrase el libertador; hasta que por fin, al cabo de muchos siglos, en buena hora nació en Andalucía Antonio de Nebrija, quien -empapado en las letras y disciplinas que entonces en Italia florecían, como tras prolongada sed el caminante se sacia en una fuente- sostuvo guerra sin cuartel con aquellos bárbaros, mientras duró su vida. Y si sus enseñanzas no lograron desarraigar por completo estas inveteradas enfermedades, en gran parte, al menos, debilitó sus fuerzas.

    Nebrija, orador insigne y lector incansable, fue el gran Aristarco de España: aunque su estilo trivial y descuidado delate la poca diligencia que puso en escribir la Historia del Rey Fernando; bien sea que, como dice Cicerón, sólo los grandes hombres pueden escribir historia, bien sea que, según se dice (yo no lo puedo negar) con Fernando del Pulgar, maestro en el habla española, se comportó como un vulgar imitador, siguiéndolo al pie de la letra.

    85. Su igual Luis Vives, rara gloria de Valencia, gozó de reputación de notable declamador, profundo filósofo y grande sabio en toda materia. No le hubieran puesto lunares los entendidos en cuestiones de elocuencia, si del mismo modo que escribió impecablemente muchas cosas, no hubiera obscurecido la gracia de su expresión con cierta innata y connatural dureza y con la incorporación al latín de ciertos vocablos grecolatinos que inventó para emplear la lengua del Lacio.

    En este asunto me parece que Luis Vives quiso contender con Porcio Latrón, para ver si éste lo superaba en el estilo grecolatino, o él lo vencía en el habla castellanolatina. Así, Asinio Polión dijo que Livio tenía cierto sabor a Patavinidad y que Porcio Latrón era muy elegante en su lengua, esto es, en la hispanolatina. Fatal fue siempre a nuestros hombres tener cierto acento extranjero y rudo, hasta el punto de que Francisco Filelfo encontraba cierta “Hispanidad” en aquel príncipe de la elocuencia, Fabio Quintiliano, flor de elegancia y talento.

    86. Pero si nos paramos en minucias, no hallaremos un solo hombre, desde el principio del mundo, tan perfecto y libre de faltas, en quien no se encuentre algo que reprender. ¿Hubo entre los mortales, exceptuados Platón y Aristóteles, alguien a quien la inspiración arrebatase más lejos de la tierra y empinase más hacia lo alto, alguien que de manos de la naturaleza recibiese dones más abundantes que Marco Tulio? Da vergüenza, sin embargo, referir cuántos defectos de talento y vicios de naturaleza advirtieron en él, no sólo su familiar Bruto, sino también otros muchos contemporáneos.

    Así pues, al afirmar yo que nuestros mayores unieron adecuadamente la variedad del asunto, la fluidez de la palabra y la inteligente elocuencia, quiero dejar sentada -si he de optar por alguno de los dos extremos- mi preferencia por una prudencia desaliñada en el lenguaje sobre una locuaz estulticia.

    87. No sólo con Luis Vives puede gloriarse Valencia. Legiones de oradores y filósofos, desde hace veinte años, salen de allí para ahuyentar las sombras de la barbarie por todas las poblaciones de España.

    88. Pasó por alto a Juan Gélida, el Aristóteles de nuestros tiempos, como le llama Luis Vives.

    89. Con gran satisfacción mía rendiré tributo de admiración al caballero valentino Juan Honorato, adornado con todas las dotes necesarias para sobresalir en la república. Conocedor de las lenguas griega y latina, de las artes liberales y de la política, no sabríamos qué ponderar en el más, si el valor de su ciencia o su ecuanimidad y rectitud de costumbres. Por amor a las letras, casi niño ya recorría los más remotos pueblos y apartadas regiones, estudiando el carácter de las gentes, experiencia que le fue muy útil y ventajosa en la corte del rey Felipe de España. Por eso me sorprende el que, habiendo dado este hombre en la real casa tantas pruebas de ciencia y de virtud, no le haya encargado ya el Rey la educación de su hijo, el príncipe Carlos, del mismo modo que en otro tiempo el rey Felipe de Macedonia escogió a Aristóteles para preceptor de su hijo Alejandro, a quien había de imbuir las normas de la moral y los principios de la elocuencia.

    90. Los antiguos reyes, mencionados en las historias griegas y latinas, confiaban la enseñanza de sus hijos, no a cualquier filósofo y declamador temible por su arrugado entrecejo o por ladrar frente al reloj durante el tiempo de la clase, sino a los hombres de fama más sobresalientes en todo el mundo. Pericles, que, por su sabiduría y elocuencia, por espacio de cuarenta años tuvo el mando en Atenas, fue discípulo de Anaxágoras de Clazomene; Critias y Alcibíades se formaron en la escuela de Sócrates; Platón, no sólo como maestro literario, sino como escultor de su espíritu, impulsó, instruyó y armó para la libertad de su patria a Dión Siracusano; Isócrates, a Timoteo, hijo del emperador Conón; Jenofonte, a Agesilao; Architas Tarentino, a Filolao, y al tebano Epaminondas, el pitagórico Lysias.

    ¿Quién no ve (y lo podría demostrar con muchos argumentos) que ningún capitán en la guerra y ningún rey en la paz han sido capaces de dar feliz y acertada solución a los grandes problemas de su mando sin el consejo y ayuda de las letras? Pensando en esto, muchos hombres de la antigüedad hacían vida de solitarios en el tranquilo retiro de la filosofía, y con el mismo enardecimiento que, en medio de las guerras, escuchaban a los filósofos, leían sus libros y meditaban sus preceptos. ¡Bello espectáculo el de los príncipes guerreros que defendían causas en el foro y disputaban con los filósofos en las escuelas!


    ***
    Última edición por ALACRAN; 22/02/2023 a las 14:16
    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
    Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)

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    1. Consecuente con estos principios, el emperador Maximiliano, bisabuelo del príncipe Carlos, cuando pensó en buscar preceptor para su nieto, heredero del Imperio y de tantos reinos, designó a Adriano, escogido con singular cuidado entre muchos otros -repudiados o por haberse anticipado pretenciosamente en sus ofrecimientos, o porque, con capa de amistad, alardeaban de pericia en diversas artes-.

    92. Esta prudente previsión de Maximiliano se repitió, no muchos años después, cuando el invicto emperador Carlos encomendó la educación del príncipe Felipe al excelente filósofo de aquel tiempo, el reverendo Juan Martínez Silíceo; aunque ahora no está España tan falta de hombres ilustres, que la sola Universidad Complutense no pueda suministrar por un solo Aristóteles, diez incomparables preceptores para el niño Carlos.

    93. No sé qué comezón y ardiente deseo de volver nuevamente a los eruditos valencianos, ya hace rato que me quema, al considerar la identidad del caso inaudito y único de aquel varón de la estirpe real aragonesa -que, hace muchos años, abandonando su patria y el reino de sus abuelos, ingresó en la vida monacal- con el de Francisco de Borja, Duque de Gandía, que en nuestros tiempos, sin apego a su rico patrimonio e inflamado en amor divino, alistóse en la Compañía de religiosos llamada de Jesús. Un hombre ilustre, colmado de honores, lleno de riquezas y poderío, con hijos cariñosos, querido de los suyos, estimado de los extraños, que reniega de los placeres y sortea los escollos del mar embravecido del siglo, es tan evidente ejemplo de virtud y de amor, que me deja suspenso y atónito cuanto más lo considero; y no me atrevo a empequeñecerlo con la torpeza de mi pluma. En cambio, ¿quién me impedirá celebrar sus nobles y gloriosas empresas en pro de los estudios y de las artes? Edificó en Gandía -capital jurisdiccional de los Borjas- un célebre colegio y constituyó abundantes rentas para sufragar los salarios de los profesores, así como para la manutención de los religiosos de la Compañía de Jesús. Escribió además un libro acerca de la piedad y del conocimiento de sí mismo, digno, según mi criterio, por la celestial filosofía y divina inspiración que rebosa, de que nunca lo dejáramos de nuestras manos. Pues si Plinio, el autor de la Historia Natural, manda a los jóvenes a aprender al pie de la letra los Oficios de Cicerón, y los griegos, con la interpretación de Hesiodo suministraban a los niños los rudimentos de la elocuencia y las primeras normas de conducta, ¿por qué nosotros no hemos de tener a diario en nuestras manos unos comentarios de donde fluyen, llenas de gracia, la santidad y piedad religiosa?

    94. No digo esto llevado de ningún afecto particular (escribo historia y no fábulas), sino admirado de que entre las sagradas letras también tenga su lugar la elocuencia, fruto, no de la práctica escolar ni del uso, sino de una mente caldeada por el fuego celestial, agitada por el furor divino, que a veces desata los torrentes de la facundia en los que jamás estudiaron a Cicerón o a Quintiliano.

    Tal me parece Francisco de Borja y la mayor parte de aquellos que, más ejercitados en el espíritu que en las artes, escribieron sin ningún artificio, pero en cuyas producciones los buenos y agudos lectores encuentran algo más sublime y poderoso que el arte mismo.

    95. Y hemos llegado ya a los tiempos en los que no es tan meritorio saber latín, como torpe, el ignorarlo. Este convencimiento, desde hace poco, pesa fuertemente, por providencia de Dios, sobre el ánimo de los españoles; y muchos nobles no creían haber conseguido la verdadera nobleza (que se fundamenta en la virtud y en el estudio) si no alcanzaban un grado de cultura superior a aquella que se les imbuyó en sus primeros años.

    Esto fue lo que con divino el prudente consejo Juan, el serenísimo rey de Portugal -digno de ser nombrado antes que ninguno, por su honor y majestad- en honra de su pueblo y gloria de los estudios, llevó a cabo en Coímbra, añadiendo nuevos laureles a los que cada día consiguen en África sus armas victoriosas.

    Allí construyó una Universidad e hizo venir, en ventajosísimas condiciones, a los profesores más afamados del mundo, con cuya fama y nombres sobresalientes atrajera, como a un suavísimo convite, o a un bien abastecido mercado, no sólo a los lusitanos, sino a los extranjeros de las más apartadas regiones.

    Entre las muchas pruebas de la singular prudencia de este rey, me agrada principalmente una cosa, que también hizo Escévola: nadie que no se hubiera ejercitado algún tiempo antes en la Dialéctica podía ser admitido a las clases de Derecho Civil.

    96. Buena ocasión es ésta de citar en mi discurso, entre otros muchos lusitanos, a Jerónimo Osorio, que escribió en prosa con artística y suave estructura del lenguaje los libros De Gloria y De Civili & Christiana nobilitate. Solamente por la peculiar cualidad de sus rítmicos periodos, podría competir sin desdoro con Lactancio, Cristóbal Longolio o cualquier otro ciceroniano. Utilizó, sin embargo, en demasía el método aristotélico, por lo que sus escritos, más que parar regalo de los oídos (que, a mi juicio, es su principal virtud), parecen estar hechos para el ejercicio de la inteligencia.

    97. Lo sigue de cerca Bartolomé Pino (Portodomeo), quien, distante de él en la delicadeza de florido estilo, por su formación intelectual y artística y por la manera de comentar un difícil libro de Quintiliano, merece un puesto entre los aficionados a la elocuencia y la filosofía.

    98. No tendría fin mi discurso si quisiera ir nombrando uno por uno todos los hombres doctos que van apareciendo cada día en España. La abundancia agobiaría al historiador; el pudor (que es lo más probable) cohibiría la libertad en alabar a los que aún viven, y la proclamación de su valer suscitaría la envidia de los demás. Escollos todos que se salvan con un prudente silencio.

    99. Pero jamás estos prejuicios me harán desistir del propósito de consignar aquí como pregón eterno para la posteridad, la célebre e increíble gloria de la Universidad Complutense.

    Me la figuro como el oráculo público de toda España: los laureados teólogos (que ni en número ni en sabiduría pospondré a los del resto de España -ya que, para evitar envidias no me atrevo a anteponerlos-) allí examinan el desenvolvimiento de la vida humana. De extremo a extremo podría llenarse España con los hombres sabios que cada año salen de allí, formados en sus laboratorios, repartidos como en sectas o familias. Y para compendiar el elogio de la Academia Complutense en una imagen evocadora y amena, diré con Marciano: allí cantan coronados de mirto los poetas; pulsan sus liras los músicos; disertan los oradores; dan vueltas a las esferas Platón y Arquímedes; arde Heráclito; está húmedo Tales; rodeado de átomos vuela Demócrito; compulsa los números celestiales, Pitágoras de Samos; busca. Aristóteles la Entelequia; conduce Zenón al viejo providente; parte con las diarias disputas que celebran los médicos complutenses, parte con la publicación de los doctísimos comentarios dignos de esculpirse, como en otro tiempo hizo Hipócrates en el templo de Esculapio, aquél y Galeno sacan la Medicina de la densísima noche en que hasta ahora estaba sumida. Con la misma felicidad que en las demás nobles artes, dio a luz esta Academia multitud de oradores.

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    Última edición por ALACRAN; 22/02/2023 a las 14:17
    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
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