I - EL ALBA DE LA HISTORIA: DESDE LOS HIELOS A HISPANIA
En el conglomerado amorfo de la tierra, tras las últimas glaciaciones que irán perfilándola, fueron quedando libres aquellas zonas que habrían de constituir nuestro suelo y que sufrieron las presiones interiores más intensamente que otros lugares cubiertos por el hielo. El espacio que corresponde a España fue, en su principio, límite de glaciación y país templado finalmente. Tuvo mares interiores que, al vaciarse, dejaron depositados yacimientos de conchas y otros moluscos. Albergó, según las variaciones de su clima, especies polares o frías, como los renos; cálidas como los elefantes y leones, y otras desaparecidas que al no poder salvarse de los deshielos y lluvias quedaron sepultadas.
En su prístino estado probablemente se viera unida al África, y hasta las Baleares pudieron constituir parte integrante de su suelo. Los Pirineos sintiéronse realzados a cuenta de verse sumergir otras posibles e interiores o adyacentes eminencias, y los mares internos, como el Ebro, rompieron los diques que los contenían, dejando en seco extensas cuencas y planicies, donde, en los alrededores de la cuarta y postrera glaciación, vieron ya sobre su suelo a los primeros pobladores humanos.
¿De dónde vienen, se han preguntado todos, de dónde acuden a la tierra de España los hombres primitivos, “sin fuego ni verso, sin ropajes ni armas, sin idioma y sin Dios”?
La leyenda nos ha contado que fueron gigantes que hundían las montañas con el golpe de su clava o abrían los mares al separarlos con sus brazos. Y, sin embargo, eran seres pequeños, de tez oscura y piel vellosa, que iban así vestidos porque aparecen en épocas de suave temperatura, y así se les ve desnudos en Cogull, en Alpera ...
Viven en las orillas de los ríos o de las corrientes de las aguas, refugiándose, al caer la noche y ante el temor de las fieras y alimañas, en los árboles, en lo hondo de sus huecos o en la cima de sus copas.
Buscan abrigo en las cavernas y abandonan sus hábitos nómadas por comenzar a sentirse sedentarios. Cazan el reno y el caballo, gamos y gacelas con las piedras que encuentran en las orillas de los ríos, guijarros de cuarcita, nódulos de pedernal, que pulen y alisan tallándolas en armas, convirtiéndolas en esas piedras mortíferas, hachas de piedra, puntas de flechas y lajas de pedernal, llamadas ceraunias o piedras de rayo, signos de superstición y maleficio de las que hablarán después algunos historiadores, como Suetonio (Galba, cap. VII) al referirse a los presagios que acompañaron el advenimiento de Galba al Imperio:
“Non multo post in Cantabriae lacum fulmen cecidit, repertaeque sunt duodecim secures”,
y Claudiano, en el Elogio de Serena (Laus Serenae reginae) (v. 77-88), escribiendo:
“Pyreinaeisque sub autres ignea fluminea legere ceraunia nymphae”
Pescan también para encontrar sustento empleando la mano y construyendo diques. Comen las ardillas y topos, las frutas silvestres, los líquenes y hierbas, los frutos del endrino y de la encina y las uvas agraces o las hojas tiernas y relucientes.
La vida no parece tener prisa de modificarse. La inmensa pereza del bosque y la calma del mar no acucian al hombre que en ella vive, ¿Qué cree? ¿Qué presiente? ¿Qué habla? “Al hombre de Altamira le atormentaban muchas inquietudes... va a la caza y a la labranza con desgana, sintiendo que otra misión le está encomendada por el destino, pero en su espíritu las dos ideas van tomando ser y estado. Y nace el deseo de avanzar en su vida y el desarrollo de este esfuerzo constituye labor de acarreo y selección, de calma y constancia”. Posteriormente se sabrá más de ellos.
Poco numerosas las hordas humanas de tan remota edad, andaban errantes de un lugar a otro, procurando los hombres no vivir del todo separados, porque su instinto les hacía ver la debilidad de sus fuerzas personales para combatir y vencer en el medio en que vivían. Comprendían que para la mutua defensa y para cazar era mejor vivir unidos en grupos. Serían poco numerosos, pues de lo contrario se plantearían problemas de jerarquía social y de atesoramiento de reservas de alimentación, que no poseen los pueblos en este estado de civilización.
Movíanse principalmente estos grupos guiados por los ríos y las costas, huyendo de los bosques y de las altas cordilleras. Su nomadismo sólo estaba frenado por las posibilidades de abrigo y de sustento que regulaban la permanencia en aquellos lugares elegidos para acampar, prefiriendo para descansar los parajes cerrados por maleza y los refugios naturales de las rocas o del suelo.
Vivían en sencillos campamentos, de tipo de empalizada, o en cuevas donde desalojarían a las fieras. Eran hombres de gran dureza física, y la mayor seguridad de las viviendas descritas se las procuraba el fuego, gran defensor y auxiliar del hombre.
Su economía se basaba en la caza completada con la pesca y sobre todo con la recolección de frutos naturales, raíces, huevos de pájaros, frutas, etc. Ni la agricultura ni la ganadería son conocidas. Como vestidos usarían las pieles de los animales.
De la psicología y vida espiritual de tan primitivos hombres se sabe que poseían un rito funerario y un sentimiento religioso.
Durante el Paleolítico superior los rasgos de la vida del hombre no cambiaron en lo fundamental. La caza siguió siendo la ocupación principal y su sustento básico, completado por la pesca y la recolección de los frutos naturales. Lo que existe es una gran diferencia en los medios de obtenerlos: se emplea el arco, se conoce el propulsor, y sus azagayas y mazas son más finas, mejor construidas y más eficaces.
En cuanto a la vida social, se supone al hombre de este periodo organizado en tribus de cazadores y pescadores, con una cierta jerarquía social. Los cultos mágicos requerían una clase sacerdotal respetada por todos, que a su vez representa la tradición espiritual de la tribu.
En la Edad de Bronce las estaciones argáricas nos han mostrado las más antiguas agrupaciones humanas de que ha quedado testimonio en España. En los valores sociales de dicha cultura lo primero que salta a la vista, descubriendo su entraña más profunda, son los perfiles bien acusados de una vida familiar monogámica. Dicha vida en régimen de monogamia acredita una elevada consideración de la mujer, a la que reservan las joyas más suntuosas, las diademas de plata y los collares más complicados.
La vida económica de los habitantes de los poblados argáricos reposa en dos fundamentos principales: la agricultura por un lado y por el otro la minería y la metalurgia.
La organización social descubre una distribución bastante igual de la riqueza, una gran distribución del trabajo y una avanzada especialización de las actividades humanas. “Con el uso del metal, con la aparición y el progreso de la metalurgia, se inicia una rápida y continua ascensión de los pueblos que la practicaron, acompañada de fenómenos de orden social profundamente activos, como el aprecio más vivo de los valores mobiliarios, el desarrollo más intenso de la industria y el comercio, una más rigurosa división del trabajo, el aumento de la riqueza, el desarrollo más rápido de las formas organizadas de la sociedad humana”.
Este programa queda polarizado en una organización autocrática de la sociedad que gira por entero en torno a príncipes poderosos para los que se levantan palacios inmensos y tumbas de una riqueza deslumbradora. El arte alcanza un desarrollo muy elevado, y aparece la escritura. En lo argárico, esta evolución, suscitada por la invención de la metalurgia, queda detenido en el estado de las técnicas utilitarias, y la vida social se organiza en las formas de una convivencia libre, nada o muy débilmente jerarquizada.
“¿Cuál ha sido el elemento de cohesión de esta sociedad igualitaria? Ni el apego a la tierra, que sólo cede sus frutos a un trabajo vigilante y tenaz, ni las ventajas de la cooperación en el laboreo de las ruinas y trabajos de los metales, bastan para explicar esta apretada convivencia de los argáricos en sus cimeros caseríos, empedrados de tumbas. A falta de razones simplemente económicas, en ausencia de un dictado político, ha debido existir un sentimiento capaz de apiñar a estos laboriosos artesanos de nuestra más antigua metalurgia, que por lo visto no tenían inclinación a dominar, o no aguantaban ser dominados. Este aglutinante eficaz ha sido el miedo.
Miedo de un enemigo atrevido y fuerte, seguramente codicioso de sus riquezas. Miedo que les obliga a encastillarse en las pequeñas acrópolis, defendidas por murallas. Miedo que les induce a enterrar a sus difuntos en el interior de sus propias viviendas. Miedo que prodiga las armas, de las que no dejan de proveerse ni las mujeres ni los muertos. Miedo que espolea al trabajo y la acumulación de productos, que no permite diferencias y que favorece la aceptación general de una norma voluntaria y profundamente aceptada.
Miedo bien justificado por cierto; porque, a la postre, y como al mismo tiempo, todos los poblados argáricos fueron arrasados con saña y destruidos por el fuego. ¿Cuándo y por quién? Se ignora.”
Pasan las épocas y progresa su rudimentaria cultura. Conocen ya los hogares, aparece el vestido de pieles primero, de fibras de plantas después, collares de conchas y las arracadas de hueso. Vivirán en pequeños grupos al mando de un jefe que ostenta un adornado bastón de mando, de asta de ciervo, expresión, entre muchas, del arte de su tiempo. Distracciones, además del descanso, de la caza, de la guerra y la pintura, ilustración de los anales de su vida, tendrá el baile con las nueve mujeres alrededor del hombrecín desnudo, o los que dedica al Sol y la Luna. Las cavidades o cavernas las abandonará apenas las inclemencias del tiempo y los rudimentos de su inteligencia le permitan edificar al aire libre, alzando sus moradas sobre pilotes clavados a orillas de los ríos o adormecidas en el fondo de los lagos.
Su escritura, hemisférica y ógmica, grabada en la roca viva, en lajas y guijarros, consistirá en una escudilla o cazoleta, sola o en relación con otras, ya reunidas con rayas o cordoncitos, ya con cruces, estrellas, pies y manos, animales, naves e instrumentos, o bien las esculpidas sobre las aristas de las caras de un bloque, en donde con el simple trazo de un dedo esas cazoletas representaban las vocales, y las consonantes las marcaban con una incisión más larga y profunda. De esta manera tosca transmitían su pensamiento, su fe y sus mandatos.
Con esa rudimentaria escritura deja expresada en piedra coloreada la admiración de un arte incipiente que nace entre nebulosas de línea y perspectiva. “Son -por ser arte-, mucho más que crónica, noticia o dato preciso, pues reconstruyen una vida y unas costumbres y la lucha de la inteligencia en las sombras en busca de la luz del espíritu”.
Testimonios en loa de estos hechos, con mucho de leyenda, nos los proporciona la literatura posterior de todas las edades al hablar de ellos, ya que en las coetáneas, como es natural, es inútil buscarlos.
Salomón Reinach escribe en Apolo. Historia General de las Artes Plásticas:
“La nota más culminante de estas obras es el realismo con que están ejecutadas. Nada hay en ellas que sea producto de la fantasía; aislados o separados aquellos animales, están reproducidos con tal perfección que ningún ejemplo parecido presenta el arte de los salvajes modernos. El segundo carácter es la sobriedad: no existen detalles inútiles... y por último, y esto es quizá lo más extraordinario, el arte de los cazadores de renos está lleno de vida y movimiento; gustaban de representar a los animales en actitudes vivas y pintorescas, reproducidas con exactitud asombrosa”.
Antonio Ponz, en el Viaje de España (1778), cuenta:
(En las Jurdes) “en las peñas que están perpendiculares como paredes de casas, con sus esquinas y ángulos rectos, se ven ciertas figuras hechas por los pastores con almazarrón, en que parece quisieron representar cabras”.
El propio Lope de Vega, en su comedia Las Batuecas (1579), dice en verso, al hablar de las cuevas de Extremadura:
“Ni esos fuertes animales
tan feroces ni tan listos,
son en nuestros valles vistos
por montañas ni arenales.”
Vasco de Aponte, en su Relación de algunas casas y linajes del Reino de Galicia (1534), fantasea recogiendo el dato pictórico:
(En la cueva del Corujo) “anduvieron largo trecho por la gruta hasta encontrar un río caudaloso, y vieron del otro lado dél gentes extrañas, ricamente vestidas y tañendo instrumentos y viendo grandes tesoros”.
Molina, en la Descripción del Reino de Galicia (1550), nos habla de
(Las ciudades sumergidas.) “Este río de Tamago nace de una laguna que llaman los Lamas de Gua; tiene en torno más de una legua; de este lago se cuentan dos cosas tan extrañas, que si no las oviesse oído a personas de crédito y de mucha fe, no me ocupara mucho en escrivillas... Cuando este lago algunos años por falta de agua se viene a secar parte de él, en aquello que queda como tremedales se hallan cosas de hierro labrado y piedras cortadas, y ladrillos, y clavos y ollas, y todas otras cosas desta calidad, que demuestran claro haber habido allí edificios y poblaciones; cosa es de admirar.”
De estas ciudades asolegadas cuéntase como de la de Santa Cristina “que suenan las campanas”, cuéntase como de la de Santa Cristina “que suenan las campanas”, y en un documento de 1513 citado por Murgía en Galicia, se dice que el ejército del rey Artús, converido en cínifes, volaba sobre las aguas del lago Antela o de la Limia en escuadrón de arqueros.
En la primera parte del Pseudo Turpín (1131-1134?) la leyenda cuenta que
“cuando el emperador Carlomagno fue a conquistar las ciudades de Lucerna in valle vizide (Valverde) se le opuso gran resistencia, por lo que la tuvo sitiada cuatro meses, hasta que por intercesión de Santiago cayeron a tierra los muros, quedando desierta la ciudad hasta el día presente. En el sitio que ocupaba surgió una negra laguna donde nadan peces negros, que son los mismos habitantes de la ciudad, que padecen tal metamorfosis en castigo de sus pecados.”
Rasgos de esta perezosa vida primitiva que ayudaron a asentar nuestro propósito son: la permanencia entre esas gentes del cultivo incipiente del cariño familiar, un totemismo, o creencia de un parentesco que existe entre el grupo social y un animal determinado, con su veneración casi divina y una magia absorbente a la que, tal vez, obedecen las pinturas rupestres. Agricultura y ganadería proporcionan la base de esa organización, en la cual la mujer es la inventora de la primera, en cuyas manos anda, luciendo como emblema el azadón. La mujer pasa a ser el centro de la cultura; en la religión las divinidades son femeninas, como la luna y el agua, y la magia las hostiliza y zahiere; pero en los pueblos pastores donde el hombre ha impuesto su autoridad, la religión del Dios supremo se ha conservado con mayor pureza. El culto a los muertos anida en sus almas, ya como temor, ya como veneración. La sinfonía de la piedra en dólmenes, menhires, en estelas o losas, secuela de esas creencias, penetra en el espíritu de muchos, perdurando hasta tiempos adentro en los que se les anatematizará y condenará, según atestiguan los testimonios de los Concilios y de San Martín Bracarense.
Lo misterioso de las rocas o altares lo prueban los nombres de pena d’o aliar o penas dos gentiles, las piedras fitas y pétreas erectas y todo aquello que le atribuyen los escritos posteriores.
El P. Sarmiento, en sus Viajes, escribe:
“(Cierta roca que estaba al pie de la ermita de San Guillermo en Finisterre) “era como pila o cama de piedra, en la cual se echaban a dormir marido y mujer, que por estériles recurrían al Santo, y allí adelante engendraban, y por ser cosa tan indecorosa se mandó quitar de allí aquella gran piedra”.
El Anónimo peregrino alemán, en su Viaje de España (1446-1448), nos cuenta que:
“Desde Finisterre pasé a la Barca de Nuestra Amada Virgen María, que es sin duda la cosa más estupenda y milagrosa que en todo viaje vi. Es de piedra de una sola pieza, muy grande, cerca de ella hay otra, a manera de mástil, que podrá tener el largo de como unos quince klasters, y cada klaster unos seis pies. Es tan grande este mástil y pesa tanto, que veinte bueyes podrían apenas moverle de su sitio; y sin embargo de esto, si algún peregrino se acerca a él puede moverle con un dedo solo sin la menor dificultad. Pero es preciso que el hombre que la mueve no esté en pecado mortal, porque si lo está y no ha hecho penitencia, de ninguna manera puede hacer que se mueva el tal mástil”.
Al menhir entre Baena y Bujalance, llamado Piedra de las Vírgenes, la musa popular le adjudicó el siguiente cantarcillo:
“Jilca, jilando
Puso aquí este tango,
Y Menga, Mengal,
Lo volvió a quitar”.
También la piedra de los Gojes (de las Brujas), entre Vallvera y Romanyá, se halla enlazada con una leyenda en la que se supone que una bruja llevaba aquella piedra para la obra del puente de Gerona y la dejó caer en el camino, amedrentada por el canto del gallo negro que deshace los hechizos.
Igualmente Vargas Ponce, en la Descripción de las Islas Pithiusas y Baleares (1787) recoge la existencia de
“Los Clapers de gegants de Mallorca, piedras enormes y sobrepuestas unas a otras, al modo como las que erigían Jacob y otros Patriarcas” y de las “cuevas cortadas” en la piedra que se encuentran en las extremidades de las calas del Sur por la parte que mira al mar”.
Los cromlechs los cita el inglés Twist en sus Travels through Portugal and Spain in 1772 and 1773 cuando relata:
“Esta mañana observé al lado del camino (de Oporto a Almeida) cinco piedras erguidas, de ocho pies cada una, y otras cuatro de las mismas dimensiones que yacían al lado, que se parecían a unas pequeñas Stone-Henge de Inglatera”.
Los montículos sepulcrales los recogen también los escritores. El P. Martín Sarmiento, en el Informe al Conde de Aranda sobre construcción de caminos reales, Semanario Erudito, de Valladolid, tomo XX, los describe:
“Mamblas en castellano y mamoas en gallego, son unos montes naturales o de tierra, o de piedras que representan la figura de una tela o pirámide redonda. Estas mamoas no son otra cosa que los antiguos sepulcros...”.
Los talayots los describe José María Quadrado en Islas Baleares (Colección “España”, sus monumentos y artes”):
“Son torres circulares, que se elevan hasta cincuenta palmos, cónicas por lo común, y decrecientes, aunque algunas fabricadas a plomo: cuyo ruedo inferior coge trescientos y cuatrocientos palmos, y sólo unos dos tercios el de arriba, cubiertas con plataformas de piedras chatas o con señales de haberlas habido, sobresaliendo en el centro de algunas una pilastra, objeto de singular acotamiento. A muchas se subía por una escalera espiral de salientes gradas por fuera, a otras por una interior; las hay con dos escaleras, las hay sin ninguna. Las piedras, asentadas sin liga ni cimiento, en hiladas paralelas de igual grueso, pero de longitud a veces tan descomunal, que disculpa las vulgares tradiciones de gigantes; los muros, de tal espesor que apenas dejan hueco para reducidas celdas o aposentos, así en el piso bajo como a media altura, de uno problemático, pero poco espléndido a juzgar por su estrechez; en alguna hay bóveda, indicio de estructura posterior. Moradas de vivos o de difuntos, centros religiosos o vigilantes atalayas, sorprende el exorbitante número de estas torres y su difusión por el ámbito de la isla (de Menorca), sin ceñirse a las marinas o al interior, a las alturas o las hondonadas, sino por sus diferentes términos, dentro de los predios cultivados”.
Más curiosas son las noticias que remontándose a los tiempos remotos nos pintan algunos escritores clásicos. Marineo Sículo, en De las cosas memorables de España (Libro 19), escribe:
“Los naturales desta isla (Gran Canaria) adoraban a un solo Dios, levantadas las manos al cielo. Tenían lugar cierto y determinado de orar, a el cual rociaban todos los días con leche de cabras, y a las cabras con cuya leche hazían esto, las tenían escogidas, y apartadas de las demás, y las llamaban los animales santos”.
Fr. Alonso de Espinosa, en su libro Del origen y milagros de N. S. de Candelaria que apareció en la Isla de Tenerife, con la descripción de esta isla (año 1594), cuenta:
“Los naturales Guanches viejos dicen que tienen noticia de inmemorable tiempo, que vinieron a esta isla sesenta personas, mas no saben de dónde, y se juntaron e hicieron su habitación junto a Icode, que es un lugar desta Isla, y el lugar de su morada llamaban en su lengua Alzanxiquian abcanabac xerax, que quiere decir lugar del ayuntamiento del hijo del grande”.
“Mas procedan de donde quisieran, ellos fueron gentiles sin ley alguna, ritos ni ceremonias ni dioses, como otras naciones. Y aunque conocían haber Dios, al cual llamaban por diversos nombres y apellidos, como Achuchuran, Achaucanac, Achguayaxerax, que quiere decir el grande, el sublime, el que todo lo sustenta, no tenían ritos algunos ni cermonias ni palabras con que lo venerasen. Mas cuando los temporales no acudían y por falta de agua no había yerba para los ganados, juntaban las ovejas en ciertos lugares, que para esto estaban dedicados, que llamaban el bayladero (¿baladero?) de las ovejas, hincando una vara o lanza en el suelo apartaban las crías de las ovejas, y hacían estar las madres al derredor de la lanza dando balidos, y con esta ceremonia entendían los naturales que Dios se aplacaba y oía el balido de las ovejas y les proveía de temporales”.
“El conocimiento que los naturales guanches tenían de Dios era tan confuso que solo conocían y alcanzaban haber un hacedor y sustentador del mundo que lo llamaban, como dicho tengo, Achguayaxerax, Achoron, Achman, mas ni conocían inmortalidad de las almas, ni pena ni gloria que se les biese”.
“Con todo esto conocían haber infierno, y tenían para sí que estaba en el Pico de Teide, y así llamaban al infierno Echeyde y al demonio Guayota”.
“Acostumbraban... cuando alguna criatura nacía, llamar a una mujer que lo tenía por oficio, y ésta echaba agua sobre la cabeza de la criatura: y aquesta tal mujer contraía parentesco con los padres de la criatura, de suerte que no era lícito casarse con ella, ni tratar deshonestamente. De dónde les hubiese quedado esta costumbre o ceremonia, no saben dar más razón de que así se hacía. No que fuese sacramento, pues ni lo hacía por tal, ni les era la ley evangélica predicada, más era una ceremonia de un lavatorio, que también otras naciones usaron. Puede ser haberles quedado esta costumbre y ceremonia dese tiempo que Blandano y Maclovio predicaron en las islas... y como ellos murieron o se fueron de ellas, no les quedó más que la ceremonia, olvidando el fin para que se hacían, y el nombre por quién”.
“Vivían en cuevas naturales o artificiales hechas a mano en piedra tosca, con muy buen orden labradas”.
“Los reyes y sus grandes vasallos moraban en verdaderos edificios y tenían delante de sus casas un círculo de piedra llamado Tagoror. El Tagoror era el lugar do hacía el rey su consulta y recibía los pareceres de su consejo”.
La vida primitiva de estas gentes nos da una constante que se repetirá en toda la Historia.
Como dijo Salomón Reinach, este vivir, en todo lo que no es animal es religioso: “La religión es como la cantera, de donde salen sucesivamente, y se van especificando, el arte, la agricultura, el derecho, la moral y hasta la política. Tal vez por esto el grupo va adquiriendo conciencia de su personalidad y características externas en su nombre; ya no son salvajes anónimos, como los pobladores prehistóricos, sino que ostentan a partir de entonces un apelativo; se nombran de una manera que les separa de sus vecinos y hasta en esos primeros tiempos se sabe de sus caudillos y de sus hechos.”
Los tiempos prehistóricos dan ya notas de belleza incomparable: el maravilloso arte rupestre de las cuevas de Levante y de la zona franco-cantábrica y la cultura del bronce: Cogull, Alpera, Albarrracín, Castillo, Pasiega, Altamira, obras que no han sido sobrepasadas en el curso de la historia.
La cultura del bronce fue favorecida en su desarrollo por los yacimientos de cobre y estaño de la península. Poblados, necrópolis, armas, joyas, cerámica y tejidos nos hablan del progreso de esta parte del mundo en la edad de los metales.
España emerge con lentitud grandiosa de su prehistoria y conserva ésta como una potencia de estabilidad. Es el soporte de una historia infinitamente rica, y la Prehistoria supone un papel suprahistórico.
La Península es un campo abierto en el que vive esa raza aborigen carente del concepto de pueblo y hermandad. “La Península es un campo sin puertas, al que llegan por todas partes oleadas de gentes de fuera. Gentes morenas que arriban por el Mediterráneo y el Atlántico, de África y de Asia, y de la misma Europa, y gentes rubias que se filtran y desparraman por la Península a través de los ásperos pasos del Pirineo.” En el último milenio precristiano ya han afincado en el suelo patrio los íberos, que darán su más viejo nombre a España, y los celtas.
Cuando Alemania estaba cubierta de selvas, poblada de tribus bárbaras; cuando Inglaterra aun era un pobre país de pastores montañeses y pescadores; cuando la mayor parte de Europa vivía en el anónimo, ya éramos linaje ilustre con nombres inmortales.
Fueron estas gentes, los iberos, “de mediana estatura, pero de recio temple, como el hierro de sus espadas; nervudos y ágiles como leones, y fieros como ellos para defender su independencia; valientes sin presunción, leales sin bajeza, duros como yunques para el trabajo, constantes, sufridos, y de un tesón y una resistencia y de una frugalidad sólo comparables a las que se observan todavía en nuestros soldados y labriegos. Agradecidos y hospitalarios, algo candorosos, como todos los pueblos primitivos, muy apegados a sus tradiciones y enemigos de todo influjo extranjero.”
Su grado de cultura es variable. En Andalucía y Levante pronto hay una elevada civilización, con ciudades ricas por sus minas y el cultivo de la viña y del olivo. Por el contrario, las tribus del interior son pobres, incultas y refractarias. Suelen ser ganaderos y entre los vacceos existe el comunismo, pues la tierra cultivada se repartía cada año y por igual los frutos. La familia era monógama. Hay indicios de matriarcado, porque entre los ártabros, según una novela griega, las mujeres iban a la guerra y los hombres se quedaban en casa, y según Estrabón y Silio Itálico, en las tribus del Norte eran las mujeres las que cultivaban la tierra.
Mostrábanse, por lo general, limpios. Como nota de su carácter, los iberos eran arrogantes y amigos de la independencia hasta los mayores extremos, agradecidos y leales.
Tienen ciertos rasgos comunes todos los pueblos que conforman el entorno ibérico. Destaca, en primer lugar, su fortaleza, su sobriedad y su frugalidad. Su valor es la cualidad que ellos más admiran; resisten al dolor y a la tortura con ánimo sonriente y desprecian la muerte, siendo frecuente el suicidio de los viejos y enfermos y el de los cautivos de guerra. Esto da a los pueblos de la Meseta, y en especial el Noroeste, un aspecto de ferocidad y rudeza que falta, sin que se eche de menos tales cualidades, entre las gentes civilizadas del Sur. Son, en general, indolentes, pero su temperamento impulsivo les arrastra fácilmente, si bien su poca constancia les produce un cansancio rápido. Su arrogancia y amor a la libertad son grandes, lo que les hace defender desesperadamente su independencia y resistir a la asimilación de la cultura extranjera, aunque sin llegar a impedirla. Sus caracteres morales más destacados son la nobleza, la fidelidad a sus amigos y a sus compromisos, la gratitud por los favores recibidos, la generosidad incluso con sus enemigos y la hospitalidad para con los extranjeros.
No tienen al principio idea alguna de unidad política, ni cerebro ordenador ni espada dominadora; ni la fusión de razas hace un pueblo, ni el círculo de peñascos crea una ciudad. “Llamando ya celtibérica a la mezcla de sangres primitivas, los celtíberos no han olvidado su fiereza y su independencia, su nomadismo y su recelo de al colectividad, lo cual les impide llegar al milagro natural de la nación y al super-milagro intelectual del Estado.”
Los grupos político-sociales indígenas no responden a un mismo tipo. Por un lado se hallan los primitivos franco-cántabros, cuya organización respondía a la cultura totemista en que vivían. Por totro, en tiempos más cercanos, está el imperio tartesio y los estados ibéricos, célticos y celtíberos. Cada uno de los pueblos turdetanos, ilergetas, berones, arevacos etc. constituye un Estado. El Estado primitivo español es un Estado nacional o popular; es el pueblo organizado políticamente, sin consideración alguna del suelo en que se asienta.
Cada grupo tiene su propia conciencia, y lo que une a tales grupos no es el pertenecer a una amplia familia, ni constituir una agrupación de fin religioso. Es un grupo delimitado por la posesión en común de una misma cultura, una misma religión y una misma vida interior. El grupo así formado posee personalidad jurídica y política propia, y en su nombre, no en el del jefe, se declara la paz y la guerra; los grupos ni siquiera tienen jefe permanente, y el fin de tal Estado es desarrollar y organizar la vida de la comunidad y garantizar su propia existencia frente a enemigos exteriores.
Tampoco es uniforme la suprema organización política. Dos tipos pueden distinguirse: el preponderante en el interior, organización republicana aristocrática dirigida por uno o varios concejos, pero que en momentos de gravedad política designa durante cierto tiempo un funcionario supremo, y el frecuente en los iberos, que ofrece una organización monárquica con un rey permanente.
Rey permanente y caudillo temporal son tan parecidos que los autores clásicos le dan indistintamente los nombres de rex, regulus, princeps.
La monarquía era hereditaria en algunos pueblos y electiva en otros. El rey tiene sobre sus súbditos el poder absoluto de vida y muerte, cuida la organización interior, administra justicia, dirige las relaciones de paz y de guerra contra los demás pueblos, siendo jefe militar. Su poder está limitado por el Senado y por la consideración pública.
El caudillo temporal es, ante todo, jefe militar y por eso se le elige sólo en caso de guerra. Los autores clásicos le llaman, además de rey, general, dux o imperator. Podían ser nombrados uno o dos caudillos y la elección la hacían todos los hombres en disposición de manejar las armas, reunidos en concilium recayendo en la persona de mayor prestigio, teniendo sobre los hombres del pueblo derecho de vida y muerte.
En cuanto a la religión de estos pueblos, cada uno de ellos tiene sus dioses comunes distintos de los de cada familia. Por lo general, en toda la Piel de Toro se adora al Sol y a la Luna; una divinidad solar entre los iberos es Neto o Netón, y entre los celtas Candenio o Dercetios. Se adora a Venus, a Cariociecus, el dios de la guerra, a los montes y a los ríos, a los árboles y a los bosques, y el culto es muchas veces colectivo, en las reuniones nocturnas del plenilunio, en muchas ocasiones sangriento y en otras, simple, con la ofrenda de dones sencillos. En el periplo de la “Ora Marítima”, de Avieno, se encuentran tres templos costeros dedicados a una divinidad que identifica con Venus y que era patrona de los navegantes. Juno era adorada en Cádiz y en el Cabo de Trafalgar. La Luna lo fue en Maikane, como Noctiluca, y también se la rindió adoración entre los turdetanos y celtíberos.
El Sol fue objeto de culto en Andalucía y probablemente la costumbre de los vacceos y celtíberos de abandonar a los buitres los cuerpos para que los despedazasen y llevasen el alma al cielo, procede de la creencia de que éste es el lugar habitado por los dioses. Hay un dios-toro, un dios de la guerra. Pero también se le rinde culto a Ategnia, diosa de la fecundidad, infernal y médica, y a Eudovélico, “el muy bueno”.
El culto se realiza en pleno campo, en las cimas de los cerros, en las cercanías de las fuentes, en las cuevas, porque apenas se conocen los templos. Acudían a lugares como el Cerro de los Santos (Montealegre, Albacete) o a otros más sencillos como el del Cerro de la Luz, en Castellar de Santisteban (Murcia).
El culto consistía en danzas e himnos, y subsistían todas las formas religiosas de las épocas anteriores, como la magia, la hechicería y el culto a los muertos.
Religión y Derecho no son cosas completamente diferentes. El hombre primitivo se ve coartado por unas normas que limitan su libertad de obrar y que le fuerzan a dar a cada uno de sus semejantes lo suyo, lo que les es necesario o conviene para vivir, sin que pueda hacerse más fuerte a expensas y en detrimento de los demás. En estas normas el hombre primitivo no sabe distinguir lo puramente jurídico de lo religioso y, en consecuencia, ambos aspectos aparecen estrechamente unidos.
El derecho es nacional, propio y exclusivo de cada pueblo, de manera que cuando se unen dos o más o son sometidos por otro pueblo, no se impone el de los dominadores, sino que cada uno conserva el suyo propio. El derecho es fundamentalmente popular y consuetudinario. Sólo los turdetanos, al parecer, tenían leyes que, más que tales, eran disposiciones emanadas de algunas autoridades, y no se sabe si escritas o transmitidas por tradición oral, con una antigüedad de unos seis mil años.
El pueblo turdetano conocía ya de antemano el género histórico, el poema y además versificaba sus leyes. Natural era que conociese igualmente otros géneros literarios, como el canto épico que surgía del recuerdo de hechos guerreros memorables, en el que se loarían las hazañas de los héroes. Recitábanse por las madres de los jóvenes guerreros que marchaban a la guerra.
Los bardetanos bailaban cogidos de la mano al son de una a modo de tuba y un doble aulós (flauta) y así existen numerosas representaciones en los vasos de Liria, los exvotos del Collado de los Jardines y en Osuna. Entre los tartesios o turdetanos se conocía una danza guerrera, similar al “paian” griego, que ejecutaban al atacar al enemigo. Hay un texto de Tito Livio en el que, al narrar ciertas campañas de Asdrúbal contra una ciudad andaluza (año 216 a. C.), afirma que sus defensores se lanzaron en tropel fuera de sus líneas danzando, según su costumbre (XXIII, 26-9).
En los pueblos turdetanos gozaron de justa fama sus bailarinas. A fines del siglo II antes de J.C., Eudoxos partió de Cádiz después de haber reclutado muchas jóvenes cantadoras que, andando el tiempo, serían las famosas puellae gaditanae.
Entre los celtíberos y los pueblos del Norte se practicaban ceremonias religiosas en las noches de luna, en las que intervenían los coros, y Estrabón nos cuenta que durante las campañas de Augusto algunos de los prisioneros cántabros morían entonando himnos guerreros al ser crucificados (III, 4-18).
Entre los galaicos también se ejecutaban danzas guerreras, entonando canciones ininteligibles ('bárbara carmina'), al decir de Silio Itálico, que acompañaban chocando sus escudos al compás y bailando una danza en la que golpeaban el suelo una vez con cada pie. Era también su distracción favorita en tiempos de paz, mientras las mujeres se dedicaban de lleno a las faenas agrícolas.
Como instrumentos musicales se conocieron la zampoña, la siringa, el caramillo, la cítara y la lira. Las castañuelas o palillos (krotalon, crusma), el pandero (tympanon), campanillas (tintinabula) de bronce y las trompas de caza.
Alcanzaron, pues, una especial cultura. Aun se conservan joyas de oro de su pertenencia. Aun cantan las ruinas de sus ciudades, cementerios y santuarios. Aun nos hablan de ellos las murallas de Tarragona, “aristocracia de granito capaz de hacer enmudecer a las más rancias genealogías y los más viejos blasones”, y aun se conservan como un recuerdo el retrato de sus mujeres en la piedra rosada de “La Dama de Elche”.
Los primeros murmullos donde se percibe la existencia de lo que será después Iberia es la inscripción oriental de Sargón I, 2.750 años a. de C., que dice: “Anaku (“tierra del estaño”: Tartessos), Kaptara (Creta, las tierras más allá del mar superior (del Mediterráneo), Dilmun, Magan, las tierras más allá del mar inferior y los países desde el nacimiento del Sol hasta su ocaso, que Sargon, el rey del mundo, ha conquistado tres veces”.
Otra inscripción del tiempo del rey asirio Assarhadon (680-668), dice: “Los reyes del medio del mar, todos ellos del país Iaduam (Chipre), del país Iaman (Iavan), hasta el país Tarsisi, se inclinan bajo mis pies”.
Los textos bíblicos hablan ya de esta tierra:
“Los reyes de Tarschisch y de las islas deben ofrecer regalos; los reyes de Saba y Seba han de traer sus tributos” (Salmo 71).
Isaias (475 a. de C.), expresa: “Y yo haré una señal entre ellos y mandaré a algunos de los que escapan a los pueblos; a Tarschisch, a Put y Lut”.
El libro del Génesis, 10: “Y los hijos de Iavan, Elischa, Tarschisch, los Kittiru y los Rodanim”.
Y Jonás alude igualmente a dichas naves. Del comercio de Tarschisch tratan Ezequiel y Jeremías.
Los primeros relatos donde se clarea el nombre de Iberia suenan en las leyendas míticas del titán Atlas, padre de Calipso y en la de Geryóneus o Gerión, vencido por Hércules Tirio, por primera vez referida en la Teogonía de Hesiodo:
“Atlante, “obligado por la dura necesidad, sostiene el anchuroso cielo con la cabeza e infatigables manos, en los confines de la tierra, delante de las Hespérides de voz sonora”. (Teog., V, 517-521).
“Confín de la Tierra”, donde coloca Homero los Campos Elíseos (Odisea, lib. III, V, 563-568); “mansión de los bienaventurados, donde reina el rubio Radamanto, donde viven grata y fácil vida los hombres, donde no hay nieve ni largo invierno, ni lluvia, sino que se respira el blando aliento del céfiro, que envía el Océano para refrigerar a los hombres”.
“Crisaor, juntándose con Calirroe, hija del ilustre Océano, engendró al tricipite Gerión, a quien dio muerte el fornido Heracles cabe los bueyes de flexibles pies, en Eritia, situada en medio de las olas, el día en que el héroe atravesó el Océano, después de matar a Ortos (el perro que guardaba los ganados de Gerión) y al boyero Euritrón en un oscuro establo, al otro lado del ilustre río, y se llevó aquellos bueyes de espaciosa frente a la Sagrada Tirinto”. (Teog., V, 287-294).
Píndaro menciona las puertas Gadiridas como término de los viajes de Hércules, y Stesicoco de Himera, en la Gerioneida, el gran lírico siciliano, cantó al pastor Gerión (640-555), “nacido enfrente de la ínclita Eritia, junto a las fuentes inmensas, de raíz de plata, del río Tarteso, en el huco de una peña”.
Anacreonte de Teos (530 a. de C.), escribe:
“Yo no quisiera el cuerno de Amaltea ni reinar ciento cincuenta años en Tartesso”; y tras él una serie de autores que recogen las impresiones de la tierra que habrá de ser después España.
Un periplo griego de autor desconocido, que se aprovecha de noticias principalmente fenicias, da indicaciones sobre España en el siglo VI a. de C., conteniendo sus datos el primer libro de la Ora Marítima, de Rufo Festo Avieno, el cual también se encarga de transmitirnos las noticias del cartaginés Himilco (570-509), viajero por el sur de España.
A Hekateo Milesio (550-472) lo aprovechará Herodoto y también Avieno para sus obras, y mucho tiempo después lo hará igualmente el Lexicón, de Estéfano de Bizancio.
En las postrimerías del siglo VI, Herodoro de Heraklea habla de los pueblos de España, de los kynetes, gletes, tartessos, elbisimios, mastienos y colpasios, conservándose los detalles por él recogidos merced a Estéfano de Bizancio y a Constantino Porfirogeneta.
Hellanico de Lesbos (495) y Tucídides hablaron de España; Eforos de Cumas, en su Descripción de la Tierra menciona a la “Iberia ocupada por los celtas”, y Teopompo y Filisto recuerdan a los sicanos, procedentes de Iberia.
El relato de Eratóstenes, conservado en parte por Polybios y Artemidoros, menciona a la Tartessida, señalando la distancia de seis mil estadios desde los Pirineos hasta el Estrecho de Gibraltar.
Y no son solo éstos. La línea aumenta de extensión con Apolodoro en su “Biblioteca” y con Escimno de Quíos en la “Geografía” versificada, donde alude a iberos y ligures. En todos ellos brilla esa inquietud por lo ibérico, como un indicio de cosas poco comunes en el ámbito del mundo por entonces conocido, rumor y presencia que finalmente recogerán Diodoro de Sicilia en la Biblioteca Histórica al elogiar la riqueza minera de la tierra ibérica y las costumbres de los habitantes de la Península, y Dionisio el Viajero, con su “Periégesis”, en versos de escaso valor científico.
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